Fue hacia el final del verano cuando Fillmore me invitó a ir a vivir con él. Tenía un estudio-apartamento que daba al cuartel de caballería a la altura de la Place Dupleix. Nos habíamos visto mucho desde la escapada a Le Havre. Si no hubiera sido por Fillmore, no sé dónde estaría hoy: muerto, lo más probable.
—Te habría dicho que vinieras mucho antes —dijo —, si no hubiese sido por esa mala puta de Jackie. No sabía cómo quitármela de encima.
No me quedó más remedio que sonreír. Siempre pasaba lo mismo con Fillmore. Tenía un don especial para atraer a tías sin hogar. El caso es que Jackie había decidido marcharse por su propia voluntad.
Se acercaba la estación de las lluvias, el largo y deprimente período de mugre y niebla y chaparrones que te hacen sentir desanimado y desdichado. ¡Un lugar detestable en invierno, París! Un clima que te corroe el alma, que te deja pelado como la costa del Labrador. Noté con cierta angustia que el único medio de calefacción que había en la casa era la pequeña estufa del estudio. Sin embargo, era bastante confortable. Y la vista desde la ventana del estudio era soberbia.
Por la mañana, Fillmore me sacudía rudamente y me dejaba un billete de diez francos en la almohada. En cuanto se marchaba, volvía a arrebujarme para echar un último sueñecito. A veces me quedaba en la cama hasta el mediodía. No había nada urgente, excepto acabar el libro, y eso no me preocupaba demasiado porque ya estaba convencido de que, de todos modos, nadie lo aceptaría. Sin embargo, a Fillmore le interesaba mucho. Cuando llegaba por la noche, con una botella bajo el brazo, la primera cosa que hacía era dirigirse a la mesa para ver cuántas páginas había producido. Al principio, me complacía esa muestra de entusiasmo, pero después, cuando fui perdiendo la inspiración, me intranquilizaba enormemente verlo fisgonear, buscando las páginas que, al parecer, debían gotear de mí como el agua de un grifo. Cuando no había nada para enseñar, me sentía exactamente como una de esas tías a las que había dado alojamiento. Recuerdo que solía decir, refiriéndose a Jackie: «Todo habría ido bien, si me hubiera ofrecido el coño de vez en cuando.» Si yo hubiese sido una mujer, habría tenido mucho gusto en ofrecerle el coño: habría sido mucho más fácil que satisfacerlo con las páginas que esperaba.
No obstante, procuraba hacer que me sintiera a gusto. Siempre había comida y bebida en abundancia, y alguna vez que otra insistía para que le acompañase a un dancing. Le encantaba ir a un tugurio de negros en la rue d’Odessa donde había una bella mulata que solía venir a casa con nosotros ocasionalmente. Lo único que le molestaba era que no podía encontrar a una chica francesa a la que le gustara beber. Todas eran demasiado sobrias para su gusto. Le gustaba volver con una mujer al estudio y echar unos lingotazos antes de pasar al asunto. También le gustaba hacerle creer que era un artista. Como el hombre de quien había alquilado el estudio era un pintor, no era difícil dar esa impresión; no tardamos en colgar por todo el estudio los cuadros que habíamos encontrado en el armoire ni en montar en el caballete uno de los que estaban sin acabar. Desgraciadamente, todos eran de carácter surrealista y la impresión que daban solía ser desfavorable. Entre una puta, una portera y un ministro no hay demasiada diferencia de gusto en lo que a pinturas se refiere. Fillmore sintió un gran alivio, cuando Mark Swift empezó a visitarnos regularmente con la intención de hacerme un retrato. Fillmore sentía una gran admiración hacia Swift. Decía que era un genio. Y aunque había algo feroz en todo lo que emprendía, aun así cuando pintaba a un hombre o un objeto, podías reconocer lo que era.
A petición de Swift, había empezado a dejarme crecer la barba. Decía que la forma de mi cráneo requería una barba. Tenía que sentarme junto a la ventana con la Torre Eiffel detrás de mí, porque él quería que saliera también en el cuadro la Torre Eiffel. También quería que se viese la máquina de escribir. Kruger cogió también la costumbre de pasar a visitarnos por aquella época; sostenía que Swift no sabía nada de pintura. Le exasperaba ver cosas desproporcionadas. Creía en las leyes de la Naturaleza, implícitamente. A Swift le importaba tres cojones la Naturaleza; quería pintar lo que tenía en la cabeza. El caso es que ahora el retrato que me estaba haciendo Swift estaba en el caballete, y aunque todo era desproporcionado, hasta un ministro podía ver que era una cabeza humana, un hombre con barba. De hecho, la portera empezó a manifestar interés por el cuadro; consideraba que el parecido era asombroso. Y le gustaba la idea de mostrar la Torre Eiffel en segundo plano. Así fue pasando nuestra vida pacíficamente durante un mes o más. El barrio me atraía, sobre todo de noche, cuando se dejaban sentir plenamente su sordidez y lobreguez. La pequeña Place, tan encantadora y tranquila al atardecer, podía adquirir el carácter más deprimente y siniestro cuando caía la noche. Había un muro largo y alto que tapaba un lado del cuartel y contra él había siempre una pareja abrazándose furtivamente… muchas veces bajo la lluvia. Espectáculo deprimente el de los enamorados abrazados contra el muro de una prisión bajo la triste luz de un farol: como si se hubiesen visto impelidos hasta los últimos límites. Lo que ocurría al otro lado de la tapia también era deprimente. Los días de lluvia solía quedarme mirando por la ventana la actividad de allí abajo, exactamente como si fuera algo que sucedía en otro planeta. Me parecía incomprensible. Todo se desarrollaba de acuerdo con un programa, pero un programa que debía de haber trazado un lunático. Ahí estaban, chapoteando en el barro, los clarines sonando, los caballos cargando: todo aquello entre cuatro paredes. Un simulacro de combate. Un montón de soldaditos de plomo que no tenían el menor interés en aprender a matar ni en limpiarse las botas ni en almohazar los caballos. Totalmente ridículo todo aquello, pero parte del orden de cosas. Cuando no tenían nada que hacer, parecían todavía más ridículos; se rascaban, se paseaban con las manos en los bolsillos, miraban al cielo. Y cuando aparecía un oficial, daban taconazos y saludaban. A mí me parecía una casa de locos. Hasta los caballos parecían ridículos. Y a veces sacaban afuera la artillería y desfilaban calle abajo estruendosamente y la gente se paraba a mirar con la boca abierta y admiraba los vistosos uniformes. A mí siempre me parecían un cuerpo de ejército en retirada; ofrecían un aspecto harapiento, sucio, alicaído, con los uniformes demasiado grandes para sus cuerpos, con toda su viveza, que como individuos poseían en alto grado, ahora perdida. Sin embargo, cuando salía el sol, todo parecía diferente. Había un rayo de esperanza en sus ojos, caminaban con mayor elasticidad, mostraban un poco de entusiasmo. Entonces el color de las cosas despuntaba gradualmente y había ese bullicio y alboroto tan característico de los franceses; en el bistro de la esquina charlaban alegremente tomando unas copas y los oficiales parecían más humanos, más franceses, diría yo. Cuando sale el sol, cualquier lugar de París puede parecer bonito; y si hay un bistro con toldo bajado, unas cuantas mesas en la acera y bebidas de colores en los vasos, entonces la gente parece totalmente humana. Y es humana: ¡la mejor gente del mundo, cuando brilla el sol! ¡Tan inteligente, tan indolente, tan despreocupada! Es un crimen apiñar a gente así en un cuartel, ponerles a hacer instrucción, clasificarlos en graduaciones de soldados y sargentos y coroneles y qué sé yo. Como digo, nuestra vida iba pasando suavemente. De vez en cuando aparecía Carl con un trabajo para mí, artículos de viajes que él detestaba escribir. Sólo pagaban cincuenta francos por cada uno, pero eran fáciles de hacer porque bastaba con que consultara los números atrasados y refundiese los artículos antiguos. La gente sólo leía esas cosas cuando estaba sentada en el retrete o cuando mataba el tiempo en una sala de espera. Lo principal era conservar los adjetivos bien bruñidos: el resto era una cuestión de fechas y estadísticas. Si era un artículo importante, el jefe del departamento lo firmaba personalmente; era un imbécil que no sabía hablar bien ninguna lengua, pero sabía sacar faltas. Si encontraba un párrafo que le parecía bien escrito, decía: «¡Eso es! ¡Así quiero que escribas! Es magnífico. Te doy permiso para que lo uses en tu libro.» A veces esos párrafos magníficos los copiábamos de la enciclopedia o de alguna guía antigua. Cari puso algunos de ellos en su libro efectivamente: tenían carácter surrealista. Luego, una noche, después de haber ido a dar un paseo, abro la puerta y una mujer sale del dormitorio. «¡Así, que tú eres el escritor!», exclama en seguida, y me mira la barba como para corroborar su impresión. «¡Qué barba más horrible!», dice. «Creo que debéis de estar locos por aquí.» Fillmore va detrás de ella con una manta en las manos. «Es una princesa», dice, chasqueando los labios, como si acabara de probar un caviar exótico. Los dos estaban vestidos para salir a la calle; no podía entender qué hacían con la ropa de la cama. Y entonces se me ocurrió inmediatamente que Fillmore debía de haberla llevado al dormitorio para enseñarle la bolsa de la lavandería. Siempre hacía eso con las mujeres que venían al piso por primera vez, sobre todo si eran frangaises. «No tickee, no shirtee»[5] era lo que iba cosido a la bolsa de la lavandería, y Fillmore tenía la obsesión de explicar ese lema a todas las mujeres que llegaban. Pero aquella dama no era frangaise… me lo hizo saber al instante. Era rusa… y princesa, nada menos. Estaba rebosante de entusiasmo, como un niño que acaba de encontrar un nuevo juguete. «¡Habla cinco idiomas!», dijo, evidentemente abrumado ante semejante talento. —¡No, cuatro! —se apresuró a corregir ella. —Bueno, pues, cuatro… El caso es que es una chica increíblemente inteligente. Tendrías que oírla hablar. La princesa estaba nerviosa: no paraba de rascarse el muslo ni de restregarse la nariz. «¿Por qué quiere hacer su cama ahora?», me preguntó de improviso. «¿Acaso se cree que me va a conseguir de ese modo? Es un niño grande. Se comporta de forma vergonzosa. Le he llevado a un restaurante ruso y se ha puesto a bailar como un negro.» Meneó el trasero para mostrarme cómo lo había hecho. «Y habla demasiado. Demasiado alto. Dice tonterías.» Se movía presurosa por la habitación, examinando los cuadros y los libros, manteniendo la cabeza bien alta todo el tiempo pero rascándose intermitentemente. De vez en cuando giraba en redondo como un acorazado y lanzaba una andanada. Fillmore no dejaba de seguirla por todos lados con una botella en una mano y un vaso en la otra. «Deja de seguirme así!», exclamó ella. «¿Y no tienes otra cosa para beber? ¿No puedes conseguir una botella de champán? Necesito tomar un poco de champán. ¡Mis nervios! ¡Mis nervios!» Fillmore intenta susurrarme unas palabras al oído. «Una actriz… una estrella de cine… un tipo la ha dejado plantada y no lo puede olvidar… le voy a hacer coger una cogorza…» —Entonces me marcho —estaba diciendo yo, cuando la princesa nos interrumpió con un alarido —. ¿Por qué cuchicheáis así? —gritó, al tiempo que daba una patada en el suelo —. ¿Es que no sabéis que es de mala educación? Y tú, ¿creía que me ibas a llevar a algún sitio? Tengo que emborracharme esta noche, ya te lo he dicho. —Sí, sí —dijo Fillmore —. Nos vamos dentro de un instante. Sólo quiero otra copa. —¡Eres un cerdo! —dijo ella de un chillido —. Pero también eres un buen chico. Sólo que gritas demasiado. Eres un mal educado —se volvió hacia mí —. ¿Puedo confiar en que se porte bien? Tengo que emborracharme esta noche, pero no quiero que me deje en 000 mal lugar. Quizá vuelva aquí después. Me gustaría hablar contigo. Tú pareces más inteligente. Cuando se marchaban, la princesa me estrechó la mano cordialmente y prometió venir a cenar alguna noche… «cuando no esté borracha», dijo. —¡Estupendo! —dije —. Tráete otra princesa… o una condesa, por lo menos. Cambiamos las sábanas todos los sábados
Hacia las tres de la mañana, entra Fillmore tambaleándose… solo. Borracho como una cuba, y haciendo un ruido como el de un ciego con su bastón rajado. Tap, tap, tap, cansino camino abajo… «Me voy derecho a la cama», dice, al pasar delante de mí. «Mañana te cuento todo.» Entra en su habitación y levanta la colcha. Le oigo gemir: «¡Qué mujer! ¡Qué mujer!» Al cabo de un instante, vuelve a salir, con el sombrero puesto y el bastón rajado en la mano. «¡Sabía que iba a ocurrir algo así! ¡Está loca!»
Anda revolviendo por la cocina un rato y después vuelve al estudio con una botella de Anjou. Tengo que incorporarme y beber un vaso con él.
Por lo que puedo reconstruir de la historia, todo empezó en el Rond-Point des Champs-Elysées donde se había dejado caer de vuelta a casa. Como de costumbre a esa hora, la terrasse estaba abarrotada de buitres. Ésta estaba sentada en pleno pasillo con una pila de platillos delante; estaba emborrachándose sola y en silencio, cuando Fillmore pasó por allí y atrajo su atención. «Estoy borracha», dijo entre risitas. «¿No quieres sentarte?» Y después, como si fuera la cosa más natural del mundo, empezó a contarle al instante la historia del director de cine, que si éste le había dado esquinazo, que si ella se había tirado al Sena y que si patatín y que si patatán. Ya no recordaba qué puente era, sólo que había una multitud a su alrededor, cuando la sacaron del agua. Además, no veía qué importaba de qué puente se había tirado: ¿por qué le hacía esas preguntas? Estaba riéndose histéricamente de eso, y después, de repente, le entraron ganas de irse: quería bailar. Al verle titubear, va y abre el bolso impulsivamente y saca un billete de cien francos. Sin embargo, un instante después consideró que con cien francos no irían muy lejos. «¿Tienes algo de dinero?», dijo. No, él no tenía mucho en el bolsillo, pero en casa tenía un talonario de cheques. Así, que vinieron de una escapada a buscar el talonario y entonces, naturalmente, tuve que aparecer yo justo cuando le estaba explicando lo del «No tickee, no shirtee».
Camino de casa, se habían detenido en el Poisson d’Or a tomar un bocado, que ella había acompañado con unos cuantos vodkas. Allí estaba en su elemento, con toda aquella gente besándole la mano y susurrando Princesse, Princesse! A pesar de lo borracha que estaba, consiguió conservar su dignidad. Mientras bailaban, le repetía una y otra vez: «¡No menees el trasero así!»
Cuando la llevó al estudio, a Fillmore se le ocurrió la idea de quedarse allí. Pero, como era una chica tan inteligente y tan excéntrica, había decidido soportar sus caprichos y posponer el gran acontecimiento. Había considerado incluso la posibilidad de tropezarse con otra princesa y traer a las dos a casa. Por eso, cuando salieron por la noche, él estaba de buen humor y dispuesto, en caso necesario, a gastar unos centenares de francos con ella. Al fin y al cabo, uno no se tropieza con una princesa todos los días.
Aquella vez ella le llevó a otro sitio, un sitio donde era todavía más conocida y donde no habría problema para cambiar un cheque, según dijo. Todo el mundo iba de etiqueta y se repitieron las absurdas reverencias y besamanos, mientras el camarero los acompañaba hasta la mesa.
En medio de un baile, de repente va y se sale de la pista con lágrimas en los ojos. «¿Qué pasa? —dijo él —, ¿qué he hecho esta vez?» E instintivamente se llevó la mano al trasero, como si quizá estuviera meneándose todavía. «No es nada», dijo ella. «No has hecho nada. Ven, eres un buen chico», y, dicho eso, lo lleva otra vez a la pista y empieza a bailar desenfrenadamente. «Pero ¿qué te pasa?», susurró él. «No es nada», repitió ella. «He visto a una persona, nada más.» Y después, con un repentino arrebato de ira: «¿Por qué me emborrachas? ¿No sabes que me vuelve loca?»
—¿Tienes un cheque? —dice ella —. Hemos de salir de aquí —llamó al camarero y cuchicheó con él en ruso —. ¿Es un cheque bueno? —preguntó, cuando hubo desaparecido el camarero. Y después, impulsivamente —: Espérame abajo, en el guardarropa. Tengo que llamar por teléfono.
Después de que el camarero le hubiera llevado el cambio, Fillmore bajó sin prisa al guardarropa para esperarla. Se paseó de aquí para allá, tarareando y silbando bajito, y chasqueaba los labios saboreando por anticipado el caviar que iban a tomar. Pasaron cinco minutos. Diez minutos. Seguía silbando bajito. Cuando hubieron pasado veinte minutos y la princesa seguía sin dar señales de vida, empezó a sentir recelo por fin. La señora del guardarropa dijo que hacía mucho que se había marchado. Salió afuera corriendo. En la puerta había un negro de uniforme con una amplia sonrisa en la cara. Negro sonríe. Negro dice: «He oído Coupole, ¡nada más, señor! »
En la Coupole, la encuentra abajo sentada frente a un cocktail con expresión lánguida en la cara, como si estuviera en trance. Al verlo, sonríe.
—¿Te parece bonito —dice él — escapar así? Podrías haberme dicho que yo no te gustaba…
Al oír eso, ella se irritó, se puso a hacer teatro. Y, después de hablar por los codos, comenzó a gemir y a lloriquear. «Estoy loca», gimoteó. «Y tú también estás loco. Quieres que me acueste contigo, y yo no quiero acostarme contigo.» Y entonces empezó a desvariar acerca de su amante, el director de cine que había visto en la pista de baile. Por eso tuvo que escapar de aquel lugar. Por eso se drogaba y se emborrachaba todas las noches. Por eso se arrojó al Sena. Estuvo barbollando así sobre lo loca que estaba y de repente se le ocurrió una idea. «¡Vamos al Bricktop!» Allí había un conocido suyo… en cierta ocasión le había prometido un trabajo. Estaba segura de que le ayudaría. —¿Cuánto va a costar? —preguntó Fillmore precavido.
Iba a costar mucho, eso se lo hizo saber inmediatamente. «Pero, mira, si me llevas al Bricktop, te prometo que iré a casa contigo.» Tuvo la honradez de añadir que podría costarle quinientos o seiscientos francos. «Pero ¡yo los valgo! Tú no sabes qué clase de mujer soy yo. No hay otra mujer como yo en todo París…»
—¡Eso es lo que tú te crees! —su sangre yanqui empezaba a aflorar —. Pero yo no lo veo. No veo que valgas nada. Eres simplemente una pobre loca, hija de mala madre. Francamente, prefiero dar cincuenta francos a una pobre muchacha francesa; por lo menos, te dan algo a cambio.
Ella se puso como una fiera, cuando él mencionó a las chicas francesas. «¡No me hables de esas mujeres! ¡Las detesto! Son estúpidas… son feas… son mercenarias. ¡Te digo que te calles!»
Al cabo de un instante había vuelto a calmarse. Había cambiado de táctica. «Querido —susurró —, tú no sabes cómo soy, cuando estoy desnuda. ¡Soy hermosa!» Y se cogió los senos con las dos manos.
Pero Fillmore no se dejó impresionar. «¡Eres una zorra!», dijo fríamente. «No me importaría gastar unos centenares de francos contigo, pero estás loca. Te apesta el aliento. Me importa tres cojones que seas una princesa o no… No quiero saber nada de tu variedad de caliche aristocrático. Deberías salir a la calle y ganarte la vida con él. No eres mejor que cualquier chavalita francesa. Ni siquiera puedes compararte con ellas. No pienso gastar ni un céntimo más contigo. Deberías irte a América: es el lugar indicado para una sanguijuela como tú…»
No pareció desconcertarla ese discurso. «Creo que lo que te pasa simplemente es que me tienes un poco de miedo», dijo. —¿Miedo de ti? ¿De ti?
—No eres más que un niño —dijo —. Eres un mal educado. Cuando me conozcas mejor, hablarás de otra forma… ¿Por qué no intentas ser agradable? Si no quieres ir conmigo esta noche, pues muy bien. Mañana estaré en el Rond-Point entre las cinco y las siete. Me gustas.
—No pienso ir al Rond-Point mañana, ¡ni ninguna otra noche! No quiero volver a verte… nunca más. Hemos terminado. Voy a salir a buscar a una chavalita francesa agradable. ¡Te puedes ir al infierno!
Ella le miró y sonrió con cansancio. «Eso es lo que dices ahora. Pero ¡espera! Espera a haberte acostado conmigo. No sabes todavía lo que es un cuerpo hermoso. Te crees que las chicas francesas saben hacer el amor… ¡espera! Te voy a volver loco por mí. Me gustas. Sólo que eres un salvaje. No eres más que un niño. Hablas demasiado…»
—Estás loca —dijo Fillmore —. No me enamoraría de ti ni aunque fueras la última mujer de la tierra. Vete a casa y lávate la cara. Se marchó sin pagar las bebidas.
Sin embargo, al cabo de unos días la princesa estaba instalada en casa. Es una princesa auténtica, de eso estamos bastante seguros. Pero tiene purgaciones. De todos modos, la vida no es nada aburrida aquí. Fillmore tiene bronquitis, la princesa, como acabo de decir, tiene purgaciones, y yo tengo almorranas. Acabo de canjear seis cascos vacíos en la épicerie rusa de la acera de enfrente. Ni una gota pasó por mi gaznate. Ni carne, ni vino, ni caza, ni mujeres. Sólo fruta y aceite de parafina, pastillas de árnica y pomada de adrenalina. Y ni una silla en la casa que sea bastante cómoda. Ahora mismo, mirando a la princesa, estoy repantigado como un pachá. ¡Pacha! Eso me recuerda su nombre: Macha. No me parece tan aristocrático. Me recuerda El cadáver vivo.
Al principio, pensé que iba a ser embarazoso, un ménage a trois, pero de ningún modo. Cuando la vi instalarse aquí, pensé que todo había acabado para mí otra vez, que tendría que buscar otro sitio, pero Fillmore me dio a entender en seguida que le iba a dar alojamiento sólo hasta que levantara cabeza. Con una mujer como ésta no sé qué significa semejante expresión; por lo que veo, ha andado de cabeza toda su vida. Dice que la revolución la expulsó de Rusia, pero estoy seguro de que, si no hubiera sido la revolución, habría sido alguna otra cosa. Tiene la impresión de que es una gran actriz; nunca la contradecimos en nada de lo que dice, porque es perder el tiempo. A Fillmore le parece divertida. Cuando se va a la oficina por la mañana, deja diez francos en su almohada y diez en la mía; por la noche, los tres vamos al restaurante ruso de abajo. El barrio está lleno de rusos y Macha ya ha encontrado un sitio donde le fían. Naturalmente, diez francos al día no son nada para una princesa; quiere caviar de vez en cuando y champán, y necesita todo un vestuario nuevo para conseguir un empleo en el cine. No tiene nada que hacer salvo matar el tiempo. Está engordando.
Esta mañana me he llevado un susto tremendo. Después de lavarme la cara, he cogido su toalla por equivocación. No hay modo de hacerle entender que debe ponerla en el colgadero que le corresponde. Y cuando le he regañado por eso, me ha contestado como si tal cosa: «Mira, querido, si pudiera uno quedar ciego a consecuencia de eso, hace años que yo estaría ciega.»
Y, además, está el problema del retrete, que tenemos que usar todos. Intento hablarle en tono paternal sobre el asiento del retrete. «¡Oh, zut!», dice. «Si tienes tanto miedo, iré a un café.» Pero no es necesario hacer eso, le explico. Basta con tomar las precauciones normales. «Bueno, bueno —dice —, no me sentaré, entonces… lo haré de pie.»
Con ella en la casa, todo anda patas arriba. Primero, no quería dejarse, porque tenía el mes. Así estuvo ocho días. Estábamos empezando a pensar que fingía. Pero no, no fingía. Un día que estaba intentando ordenar la casa, encontré un poco de algodón bajo la cama y estaba manchado de sangre. Con ella, todo va a parar bajo la cama: cáscaras de naranja, algodón, corchos, botellas vacías, tijeras, condones usados, libros, almohadas… No hace la cama hasta que es hora de acostarse. La mayor parte del tiempo se lo pasa en la cama leyendo sus periódicos rusos. «Querido —me dice —, si no fuera por mis periódicos, no me levantaría de la cama en todo el día.» ¡Eso es precisamente! Nada más que periódicos rusos. Ni un trozo de papel higiénico por ningún lado: sólo periódicos rusos para limpiarse uno el culo.
El caso es que, hablando de sus idiosincrasias, después de que se le acabara la menstruación, después de haber descansado lo suyo y de haber echado una capa de grasa alrededor de la cintura, seguía sin dejarse. Alegaba que sólo le gustaban las mujeres. Para aceptar a un hombre, primero tenía que ser estimulada adecuadamente. Quería que la lleváramos a un burdel donde daban la función de una mujer follando con un perro. O mejor sería, decía, la de Leda y el cisne: el batir de las alas la excitaba terriblemente.
Una noche, para ponerla a prueba, la acompañamos a un lugar que sugirió. Pero, antes de que tuviéramos oportunidad de plantear la cuestión a la patrona, un inglés borracho, que estaba sentado a la mesa contigua, entabló conversación con nosotros. Ya había estado arriba dos veces, pero quería intentarlo otra vez. Sólo tenía unos veinte francos en el bolsillo, y, como no hablaba una palabra de francés, nos pidió que le ayudáramos a regatear con la chavala a la que había echado el ojo. Resultó ser una negra, una vigorosa moza de la Martinica, y hermosa como una pantera. Además, tenía muy buen carácter. Para convencerla de que aceptara los últimos sous del inglés, Fillmore tuvo que prometerle que iría con ella en cuanto acabase con el inglés. La princesa observó, escuchó lo que se decía, y después adoptó una actitud altanera. Se sentía ofendida. «Pero, bueno», dijo Fillmore, «¿no querías algo excitante? ¡Puedes mirar cómo lo hago!» No quería mirarlo a él… quería mirar a un pato. «¡Qué leche! —dijo él —, yo soy tan bueno como un pato en cualquier momento… quizá un poco mejor.» Y así, de una cosa pasamos a otra, y al final la única forma de aplacarla fue llamar a una de las chicas y dejar que se divirtieran un poco… Cuando Fillmore volvió con la negra, ésta echaba llamas por los ojos. Por la forma como la miraba Fillmore, comprendí que la actuación de ella debía de haber sido fuera de serie y empecé a ponerme cachondo yo también. Fillmore debió de comprender cómo me sentía, y el tormento que era pasar la noche sentado y mirando, pues de repente sacó un billete de cien francos del bolsillo y, colocándolo en la mesa de un manotazo, dijo: «Mira, tú probablemente necesites un polvo más que ninguno de nosotros. Coge esto y elige una para ti.» En cierto modo, aquel gesto me congració con él más que cualquier otra cosa que hubiera hecho por mí, y eso que había hecho mucho. Acepté el dinero con la intención con que me lo daba y al instante indiqué a la negra que se preparara para otro polvo. Aquello irritó a la princesa más que nada, al parecer. Preguntó si no había ninguna mujer suficientemente buena para nosotros, excepto aquella negra. Le dije rotundamente que NO. Y así era: la negra era la reina del harén. Bastaba con mirarla para tener una erección. Sus ojos parecían flotar en esperma. Estaba ebria con todos los requerimientos de que era objeto. Ya no podía caminar derecha… al menos, así me lo parecía. Al subir las estrechas escaleras tras ella, no pude resistir la tentación de deslizarle la mano por la entrepierna; seguimos subiendo así, ella volviéndose para mirarme con una sonrisa alegre y meneando el culo un poco cuando le hacía demasiadas cosquillas.
Fue una sesión memorable en todos los sentidos. Todo el mundo estaba contento. También Macha parecía estar de buen humor. Y, por eso, la noche siguiente, después de haberse tomado su ración de champán y de caviar, después de habernos contado otro capítulo de la historia de su vida, Fillmore se puso a magrearla. Parecía que por fin iba a obtener su recompensa. Ella había dejado de ofrecer resistencia. Estaba tumbada con las piernas separadas y le dejaba juguetear y juguetear y después, precisamente cuando estaba subiéndosele encima, justo cuando iba a metérsela, va ella y le informa como si tal cosa de que tiene purgaciones. Él se separó de ella rodando como un tronco. Le oí buscar en la cocina el jabón negro que usaba para las ocasiones especiales, y al cabo de unos momentos lo tenía junto a mi cama con una toalla en las manos y diciendo: «¿Qué te parece? ¡Esa princesa hija de puta tiene purgaciones!» Parecía bastante asustado. Mientras tanto, la princesa estaba comiéndose una manzana y pedía sus periódicos rusos. Para ella, era un chiste. «Hay cosas peores que eso», dijo, tumbada en su cama y hablándonos a través de la puerta abierta. Al final, Fillmore empezó a verlo también como un chiste y, después de abrir otra botella de Anjou, se sirvió un vaso y se lo trincó. Sólo era la una de la mañana, más o menos; así, que se sentó a hablar conmigo durante un rato. No se iba a desanimar por una cosa así, me dijo. Desde luego debía tener cuidado… no había que olvidar aquellas purgaciones que había pescado en Le Havre. Ya no recordaba cómo había ocurrido. A veces, cuando se emborrachaba, se olvidaba de lavarse. No era nada terrible, pero nunca se sabía las consecuencias que podía tener más adelante. No quería que nadie le diera masajes en la próstata. No, eso no le hacía ninguna gracia. La primera vez que tuvo purgaciones en su vida fue en la facultad. No sabía si la chica se las había pasado a él o él a la chica; pasaban tantas cosas extrañas en la universidad, que no sabías a quién creer. Casi todas las chicas habían quedado embarazadas una vez u otra. Demasiado ignorantes… hasta los profes eran ignorantes. Había corrido el rumor de que uno de los profes se había castrado…
El caso es que la noche siguiente decidió arriesgarse… con un condón. No hay demasiado riesgo, a no ser que se rompa. Se había comprado unos de los largos de piel de pescado: me aseguró que eran los más resistentes. Pero aquello tampoco dio resultado. Ella era demasiado estrecha. «Hostias, yo no soy anormal», dijo. «¿Cómo explicas tú esto? Por fuerza tiene que haberla penetrado alguien para pegarle las purgaciones. Debía de tenerla anormalmente pequeña.»
Así, que, después de que una cosa tras otra fallara, se dio por vencido. Ahora se acuestan como hermanos, con sueños incestuosos. Dice Macha, a su modo filosófico: «En Rusia ocurre con frecuencia que un hombre se acueste con una mujer sin tocarla. Pueden seguir así semanas y semanas sin pensar en ello nunca. Hasta que, ¡paf!, una vez que la toca… ¡paf! ¡paf! Después, ¡paf, paf, paf! »
Ahora todos los esfuerzos se centran en conseguir que Macha se reponga. Fillmore piensa que, si le cura las purgaciones, ella quizá trague. Extraña idea. Así, que le ha comprado un irrigador, una provisión de permanganato, una pera y otras cositas que le recomendó un doctor húngaro, un curandero especialista en abortos que vivía cerca de la Place d’Aligre. Al parecer, su jefe había dejado preñada a una chica de dieciséis años en cierta ocasión y ella le había presentado al húngaro; y después, el jefe tuvo un hermoso chancro y volvió a visitar al húngaro. Así es como se conoce a la gente en París: amistades genitourinarias. El caso es que, bajo nuestra supervisión. Macha está cuidándose. Sin embargo, la otra noche estuvimos en un aprieto por un rato. Se metió el supositorio y después no encontraba el cordón para sacarlo. «¡Dios mío! —gritaba —, ¿dónde está el cordón? ¡Dios mío! ¡No encuentro el cordón!» —¿Has mirado bajo la cama? —dijo Fillmore.
Por fin, se calmó. Pero sólo por unos minutos. El siguiente problema fue: «¡Dios mío! Me está saliendo sangre otra vez. Acabo de tener la regla y ahora salen gouttes otra vez. Debe de ser ese champán barato que compras. Dios mío, ¿quieres que me desangre hasta morir?» Sale en bata y con una toalla entre las piernas, procurando mantener la actitud digna de costumbre. «Toda mi vida ha sido así», dice. «Soy una neurasténica. Todo el día de aquí para allá y de noche vuelvo a estar borracha. Cuando llegué a París, era todavía una muchacha inocente. Sólo leía a Villon y a Baudelaire. Pero, como entonces tenía 300,000 francos suizos en el banco, estaba loca por divertirme, pues en Rusia siempre fueron muy estrictos conmigo. Y como estaba todavía más guapa que ahora, tenía a todos los hombres rendidos a mis pies.» Al decir eso, se alzó el michelín que se le había acumulado alrededor de la cintura. «No vayáis a pensar que tenía esta barriga, cuando llegué aquí… esto es consecuencia de todo el veneno que me han dado a beber… esos horribles apéritifs que chiflan a los franceses… Entonces conocí a mi director de cine y él quería que hiciera un papel para él. Dijo que yo era la criatura más hermosa del mundo y todas las noches me suplicaba que me acostase con él. Yo era una jovencita virgen y tonta y, por eso, una noche le permití que me violara. Quería ser una gran actriz y no sabía que él estaba lleno de veneno. Así, que me pasó las purgaciones… y ahora quiero devolvérselas. Por su culpa me suicidé en el Sena… ¿Por qué os reís? ¿No os creéis que me suicidé? Puedo enseñaros los periódicos… mi foto salió en todos los periódicos. Algún día os enseñaré los periódicos rusos… escribieron cosas maravillosas de mí… Pero, querido, ya sabes que primero necesito un vestido nuevo. No puedo seducir a ese hombre con estos harapos que llevo. Además, todavía debo a mi modista 12,000 francos…»
A partir de ese momento, cuenta una larga historia sobre la herencia que está intentando cobrar. Tiene un abogado joven, un francés, que es bastante tímido, al parecer, y que está intentando recuperar su fortuna. De vez en cuando, éste le daba cien francos o cosa así a cuenta. «Es tacaño, como todos los franceses», dice. «Y yo era tan bella, además, que él no podía quitarme los ojos de encima. No cesaba de rogarme que follara con él. Estaba tan harta de oírle, que una noche le dije que sí, sólo para que se callase y para no perder los cien francos que me daba de vez en cuando.» Hizo una pausa por un momento para reír histéricamente. «Querido —prosiguió —, lo que le ocurrió fue tan gracioso, que no encuentro palabras para contarlo. Un día me llama por teléfono y dice: "Tengo que verte inmediatamente… es muy importante. " Y cuando voy a verlo, me enseña un papel del médico: ¡era gonorrea! Querido, me eché a reír en sus narices. ¿Cómo iba yo a saber que todavía tenía las purgaciones? "¡Tú querías joderme y la que te he jodido he sido yo!" Eso le hizo callarse. Así es la vida… no sospechas nada, y después, cuando menos te lo esperas, ¡paf, paf, paf! Era tan bobo, que volvió a enamorarse de mí. Sólo que me rogó que me portara bien y que no me pasase toda la noche por Montparnasse bebiendo y follando. Dijo que le estaba volviendo loco. Quería casarse conmigo y entonces su familia se enteró de quién era yo y le convencieron para que se fuera a Indochina…»
De esto Macha pasa tan tranquila a hablarnos de una aventura que tuvo con una lesbiana. «Fue muy gracioso, querido, cómo me ligó una noche. Estaba en el "Fétiche" y borracha, como de costumbre. Me llevó de un sitio a otro y me hizo el amor bajo la mesa toda la noche hasta que no pude soportarlo más. Después me llevó a su apartamento y por doscientos francos le dejé que me lo mamara. Quería que viviera con ella, pero yo no quería tener que dejarle mamármelo todas las noches… te debilita demasiado. Además, puedo aseguraros que ya no me gustan las lesbianas tanto como antes. Prefiero acostarme con un hombre, aunque me duela. Cuando me excito terriblemente, ya no puedo contenerme… tres, cuatro, cinco veces… ¡como si nada! ¡Paf, paf, paf! Y después me sale sangre y eso es muy malo para mi salud, porque soy propensa a la anemia. Así, que ya veis por qué de vez en cuando debo dejar que una lesbiana me lo mame…»
Cuando llegó el frío, la princesa desapareció. Estábamos empezando a pasarlo mal con una simple estufita en el estudio; el dormitorio era como una nevera y la cocina no le iba a la zaga. Sólo había un pequeño espacio en torno a la estufa donde se estaba calentito de verdad. Así, que Macha se había encontrado a un escultor castrado. Nos habló de él antes de marcharse. Unos días después intentó volver con nosotros, pero Fillmore no quería ni oír hablar de eso. Se quejaba de que el escultor se pasaba la noche besándola y no la dejaba dormir. Y encima no había agua caliente para sus irrigaciones. Pero, al final, consideró que era mejor no volver. «No volveré a tener el candelabro a mi lado», dijo. «Siempre ese candelabro… me ponía nerviosa. Si por lo menos hubieras sido marica, me habría quedado contigo…»
Después de que Macha se fuera, nuestras noches cambiaron de carácter. Muchas veces nos sentábamos junto al fuego a beber ponches y a comentar la vida allá, en Estados Unidos. Por la forma como hablábamos, parecía como si no esperáramos regresar nunca allí. Fillmore tenía un plano de la ciudad de Nueva York que había clavado en la pared, solíamos pasar noches enteras discutiendo las virtudes relativas de París y Nueva York. E, inevitablemente, siempre surgía en nuestras discusiones la figura de Whitman, esa figura única y solitaria que América ha producido en su breve vida. En Whitman cobra vida todo el escenario americano, su pasado y su futuro, su nacimiento y su muerte. Todo lo que de valor hay en América, Whitman lo ha expresado, y no hay nada más que decir. El futuro es de la máquina, de los robots. Fue el Poeta del Cuerpo y del Alma, Whitman. El primer poeta y el último. Es casi indescifrable hoy, un monumento cubierto de jeroglíficos primitivos para los que no hay explicación. Parece casi extraño mencionar su nombre aquí. No hay equivalente en las lenguas de Europa del espíritu que él inmortalizó. Europa está saturada de arte y su suelo está lleno de huesos muertos y sus museos rebosan de tesoros saqueados, pero lo que Europa no ha tenido nunca es un espíritu libre, sano, lo que podríamos llamar un HOMBRE. Goethe fue lo más aproximado, pero Goethe fue un presuntuoso, en comparación. Goethe fue un ciudadano respetable, un pedante, un pelmazo, un espíritu universal, pero estampado con la marca de fábrica alemana, con el águila bicéfala. La serenidad de Goethe, su actitud tranquila, olímpica, no es sino el somnoliento letargo de una deidad burguesa alemana. Goethe es el fin de algo, Whitman es un comienzo.
Después de una discusión de esa clase, a veces me vestía y salía a dar un paseo, bien abrigado con un jersey, un abrigo de entretiempo de Fillmore y, encima, una capa. Un frío húmedo, borrascoso, contra el que no hay otra protección que la fortaleza de espíritu. Dicen que América es un país de extremos, y es cierto que el termómetro registra bajas temperaturas casi nunca vistas aquí, pero el frío de un invierno parisino es un frío desconocido en América, es psicológico, un frío interior y exterior a la vez. Si bien nunca hiela aquí, tampoco hay deshielo nunca. Así como la gente se protege contra la invasión de su intimidad mediante sus altos muros, sus cerrojos y postigos, sus porteras gruñonas, desaliñadas y de lengua afilada, así también han aprendido a protegerse contra el frío y el calor de un clima vigoroso y tonificante. Se han fortificado: protección es la palabra clave. Protección y seguridad. Para que puedan pudrirse con toda comodidad. En una húmeda noche de invierno no es necesario mirar el mapa para descubrir la latitud de París. Es una ciudad nórdica, un puesto de avanzada lleno de cráneos y huesos. A lo largo de los bulevares hay una imitación fría y eléctrica del calor. Tout Va Bien en rayas ultravioletas que dan a los clientes de la cadena de cafés Dupont la apariencia de cadáveres gangrenados. Tout Va Bien! Ése es el lema que alimenta a los mendigos desamparados que caminan de aquí para allá toda la noche bajo la llovizna de los rayos violetas. Dondequiera que haya luces hay un poco de calor. Entra uno en calor con mirar a los cabrones gordos y seguros que beben sus licores, sus cafés humeantes. Donde hay luces, hay gente en la acera, que chocan unos con otros, que despiden un poco de calor animal a través de su sucia ropa interior y su aliento fétido y maldiciente. Puede que por un trecho de ocho o diez manzanas haya una apariencia de alegría, pero después vuelves a caer en la noche, una noche deprimente, asquerosa, negra como grasa helada en una sopera. Manzanas y manzanas de casas descascarilladas, todas las ventanas bien cerradas, todas las puertas de las tiendas atrancadas y con el cerrojo echado. Kilómetros y kilómetros de prisiones de piedra sin la más tenue sensación de calor; todos los perros y los gatos están dentro con los canarios. Las cucarachas y las chinches están encerradas a salvo. Tout Va Bien. Si no tienes un céntimo, pues nada, coge unos cuantos periódicos viejos y hazte una cama en los peldaños de una catedral. Las puertas están bien cerradas con cerrojo y no habrá corrientes de aire que te molesten. Mejor aún es dormir en las bocas del metro: ahí tendrás compañía. Miradlos tumbados una noche de lluvia, tiesos como colchones: hombres, mujeres, piojos, todos apiñados y protegidos por los periódicos contra los gargajos y las sabandijas que andan sin patas. Miradlos bajo los puentes o bajo los cobertizos de los mercados. Qué aspecto tan repugnante ofrecen en comparación con las limpias y brillantes verduras apiladas como joyas. Hasta los caballos muertos y las vacas y los corderos colgados de los grasientos garfios presentan un aspecto más atractivo. Por lo menos, mañana nos comeremos estos últimos y hasta los intestinos serán aprovechables. Pero esos inmundos mendigos tumbados bajo la lluvia, ¿para qué sirven? ¿De qué provecho pueden sernos? Nos hacen sufrir durante cinco minutos, y nada más. Oh, bueno, éstos son pensamientos nocturnos provocados por un paseo bajo la lluvia después de dos mil años de cristianismo. Por lo menos, ahora a los pájaros no les falta de nada, ni a los gatos ni a los perros. Cada vez que paso por delante de la ventana de la portera y recibo de lleno el glacial impacto de su mirada, siento un deseo loco de estrangular a todos los pájaros de la creación. En el fondo de cualquier corazón insensible hay una gota o dos de amor: lo suficiente para alimentar a los pájaros. Sin embargo, no me puedo quitar del pensamiento la discrepancia existente entre las ideas y la vida. Una dislocación permanente, aunque intentemos cubrir unas y otra con un toldo brillante. Y no servirá de nada. Las ideas tienen que ir unidas a la acción; si no hay sexo ni vitalidad en ellas, no hay acción. Las ideas no pueden existir solas en el vacío de la mente. Las ideas están relacionadas con la vida: ideas hepáticas, ideas renales, ideas intersticiales. Si sólo hubiera sido por una idea, Copérnico habría hecho añicos el macrocosmos existente y Colón habría zozobrado en el mar de los Sargazos. La estética de la idea produce macetas, y las macetas se colocan en el alféizar de la ventana. Pero, si no hubiera lluvia ni sol, ¿de qué serviría colocar las macetas fuera de la ventana? Fillmore tiene ideas a puñados sobre el oro. Lo llama el «mito» del oro. Me gusta «mito» y me gusta la idea del oro, pero no me obsesiona ese tema y no veo por qué hemos de fabricar macetas, aunque sean de oro. Me explica que los franceses están atesorando su oro en compartimentos estancos muy por debajo de la superficie de la tierra; me explica que hay una pequeña locomotora que recorre estas bóvedas y pasillos subterráneos. Me gusta esa idea enormemente. Un silencio profundo, ininterrumpido, en que el oro dormita blandamente a una temperatura de 17 1/4 grados centígrados. Dice que un ejército que trabajara 46 días y 37 horas no sería suficiente para contar todo el oro que hay atesorado bajo el Banco de Francia, y que hay una reserva de dientes postizos, brazaletes, anillos de matrimonio, etc. Comida bastante también para que dure ochenta días y un lago encima de la pila de oro para resistir la sacudida de los explosivos instantáneos. Según dice, el oro tiende a volverse invisible cada vez más, a convertirse en un mito, y se acabarán los desfalcos. ¡Excelente! Me pregunto qué pasará en el mundo cuando abandonemos el patrón oro en las ideas, en los vestidos, en la moral, etc. ¡El patrón oro del amor!
Hasta ahora, mi idea, al colaborar conmigo mismo, ha sido abandonar el patrón oro de la literatura. En pocas palabras, mi idea ha sido presentar una resurrección de las emociones, describir la conducta de un ser humano en la estratosfera de las ideas, es decir, presa del delirio. Retratar a un ser presocrático, a una criatura mitad cabra, mitad Titán. En resumen, erigir un mundo sobre la base del omphalos, no sobre una idea abstracta clavada a una cruz. Aquí y allá podéis haberos topado con estatuas abandonadas, oasis desaprovechados, molinos de viento omitidos por Cervantes, ríos que corren montaña arriba, mujeres con cinco y seis senos dispuestos longitudinalmente, a lo largo del torso. (En una carta a Gauguin, decía Strindberg: «J’al vu des arbres que ne retrouverait aucun botaniste, des animaux que Cuvier n’a jamais soupgonnés et des hommes que vous seul avez pu créer.»)
Cuando Rembrandt alcanzó la paridad, bajó con los lingotes de oro, el pemmican[4] y las camas portátiles. Oro es una palabra nocturna correspondiente a la mente atónica: hay en ella sueño y mito. Estamos volviendo a la alquimia, a esa falsa sabiduría alejandrina que produjo nuestros pomposos símbolos. Los avaros del saber están acumulando la sabiduría auténtica en los subterráneos. Se acerca el día en que darán vueltas en el aire con magnetizadores; para encontrar un trozo de mineral habrá que subir tres mil metros con un par de instrumentos —en una altitud fría, preferentemente — y establecer comunicaciones telepáticas con las entrañas de la tierra y las sombras de los muertos. No más Klondikes. No más bonanzas. Habrá que aprender un poco a cantar y a hacer cabriolas, a interpretar el zodíaco y a estudiar sus entrañas. Habrá que volver a extraer el oro oculto en las bolsas de la tierra; habrá que arrancar otra vez todo ese simbolismo de las entrañas del hombre. Pero primero hay que perfeccionar los instrumentos. Primero es necesario inventar aeroplanos mejores, distinguir de dónde procede el ruido y no perder la cabeza simplemente por oír una explosión bajo el culo. Y, en segundo lugar, será necesario adaptarse a las capas frías de la estratosfera, convertirse en un pez aéreo de sangre fría. Sin reverencia. Sin piedad. Sin añoranza. Sin excusas. Sin histeria. Sobre todo, como dice Philippe Datz: «¡sin desaliento!»
Éstos son pensamientos risueños inspirados por un vermut de casis en la Place de la Trinité. Un sábado por la tarde y una «pifia» de libro en las manos. Todo flotando en un mucopús divino. La bebida me deja un sabor a hierba amarga en la boca, las heces de nuestra Gran Civilización Occidental, que ahora se pudre como las uñas de los pies de los santos. Pasan mujeres —regimientos de mujeres — meneando el culo frente a mí; suenan las campanas y los autobuses suben a la acera y se besan. El gargon limpia la mesa con un trapo sucio, mientras la patronne acaricia la caja registradora con alegría diabólica. Con mirada inexpresiva en la cara, beoda, vaga en su agudeza, muerdo los culos que pasan presurosos a mi lado. En el campanario de enfrente, el jorobado golpea con un mazo dorado y las palomas lanzan gritos de alarma. Abro el libro —el libro que Nietzsche consideraba «el mejor libro alemán que existe» — y leo:
«LOS HOMBRES LLLEGARÁN A SER MÁS INTELIGENTES Y MÁS AGUDOS, PERO NO MEJORES, NI MAS FELICES, NI MÁS FUERTES EN LA ACCIÓN… O, POR LO MENOS, SÓLO EN CIERTAS ÉPOCAS. PREVEO EL MOMENTO EN QUE DIOS DEJARÁ DE RECIBIR GOZO DE ELLOS Y DESTRUIRÁ TODO CON VISTAS A UNA NUEVA CREACIÓN. ESTOY SEGURO DE QUE TODO ESTÁ PLANEADO PARA ESE FIN, Y DE QUE EL TIEMPO Y LA HORA EN EL FUTURO LEJANO PARA EL ADVENIMIENTO DE ESA ÉPOCA RENOVADORA YA ESTÁN FIJADOS. PERO PRIMERO TRANSCURRIRÁ MUCHO TIEMPO, Y TODAVÍA PODEMOS DIVERTIRNOS DURANTE MILES Y MILES DE AÑOS SOBRE ESTA VIEJA Y QUERIDA SUPERFICIE.»
¡Excelente! Por lo menos hace cien años hubo un hombre que tuvo suficiente clarividencia como para ver que el mundo estaba acabado. ¡Nuestro mundo occidental! Cuando veo las figuras de hombres y mujeres moviéndose con desgana tras los muros de su prisión, resguardados, recluidos por unas breves horas, me siento asombrado ante la capacidad potencial para el drama que todavía hay en esos débiles cuerpos. Tras los muros grises hay chispas humanas, pero nunca una conflagración. ¿Son hombres y mujeres, me pregunto, o son sombras, sombras de marionetas pendientes de cuerdas invisibles? Aparentemente, se mueven en libertad, pero no tienen dónde ir. Sólo en un ámbito son libres y en él pueden errar a voluntad: pero todavía no han aprendido a alzar el vuelo. Hasta ahora no ha habido sueños que hayan alzado el vuelo. ¡Ni un solo hombre ha nacido lo bastante ligero, lo bastante alegre, como para dejar la tierra! Las águilas que batieron sus poderosas alas por un tiempo se estrellaron pesadamente contra la tierra. Nos aturdieron con el batir y el zumbido de sus alas. ¡Quedaos en la tierra, águilas del futuro! Se han explorado los cielos y están vacíos. Y lo que yace bajo la tierra está vacío también, lleno de huesos y sombras. ¡Quedaos en la tierra y nadad otros centenares de miles de años! Y ahora son las tres de la mañana y tenemos aquí un par de furcias que están dando volteretas por el suelo. Fillmore se pasea desnudo con una copa en la mano, y la panza tiesa como un tambor, dura como una fístula. Todo el Pernod y el champán y el coñac y el Anjou que se ha trincado desde las tres de la tarde está gorgoteándole en la boca como una alcantarilla. Las chicas le ponen los oídos en el vientre como si fuera una caja de música. Le abren la boca con un abotonador y echan una ficha por la ranura. Cuando la alcantarilla gorgotea, oigo a los murciélagos salir volando del campanario y el sueño se convierte en artificio. Las chavalas se han desnudado y estamos examinando el suelo para cerciorarnos de que no se clavarán ninguna astilla en el culo. Todavía llevan puestos los zapatos de tacón alto. Pero, ¡el culo! El culo está gastado, raspado, lijado, liso, duro, brillante como una bola de billar o el cráneo de un leproso. En la pared está el retrato de Mona: mira hacia el nordeste, en una línea con Cracovia escrita en tinta verde. A su izquierda está Dordoña, dentro de un círculo a lápiz rojo. De repente, veo frente a mí una raja oscura y peluda, abierta en una bola de billar brillante y bruñida, las piernas me atenazan como unas tijeras. Una mirada a esa herida oscura y abierta y se me abre una profunda fisura en el cerebro: todas las imágenes y recuerdos que se habían clasificado, rotulado, documentado, archivado, sellado y estampado laboriosa o distraídamente brotan desordenadamente como hormigas que salen de una grieta en la acera; el mundo cesa de girar, el tiempo se detiene, el propio nexo de mis sueños se rompe y se disuelve y mis tripas se derraman en un gran torrente esquizofrénico, evacuación que me deja frente a frente con lo Absoluto. Vuelvo a ver las grandes matronas tumbadas de Picasso, con los senos cubiertos de arañas, y su leyenda profundamente oculta en el laberinto. Y a Molly Bloom tumbada en un colchón sucio para la eternidad. En la puerta del retrete, pichas dibujadas con tiza roja y la madona entonando la melodía del infortunio. Oigo una risa salvaje, histérica, una habitación llena de tétano, y el cuerpo que era negro resplandece como el fósforo. Risa salvaje, salvaje, completamente incontenible, y esa raja riéndose a través de mí también, riéndose a través de las patillas musgosas, una risa que arruga la brillante y bruñida superficie de la bola de billar. Gran puta y madre del hombre con ginebra en las venas. ¡Madre de todas las rameras, araña que nos envuelves en tu tumba logarítmica, insaciable, arpía cuya risa me raja! Me asomo a ese cráter hundido, mundo perdido y sin vestigios, y oigo el tañido de las campanas, dos monjas en el Palace Stanislas y el olor a mantequilla rancia bajo sus hábitos, manifiesto nunca impreso porque estaba lloviendo, guerra emprendida para apoyar la causa de la cirugía plástica, el Príncipe de Gales volando alrededor del mundo y decorando las tumbas de héroes desconocidos. Cada murciélago que sale volando del campanario una causa perdida, cada alboroto un gemido por la radio procedente de las trincheras privadas de los condenados. A partir de esa herida oscura, abierta, ese sumidero de abominaciones, esa cuna de ciudades de muchedumbres negras donde la música queda ahogada en grasa fría, a partir de utopías sofocadas nace un payaso, un ser dividido entre la belleza y la fealdad, entre la luz y el caos, un payaso que cuando mira hacia abajo y de soslayo es Satán en persona y cuando alza la vista ve un ángel mantecoso, un caracol con alas.
Cuando me asomo a la raja, veo un signo de ecuación, el mundo equilibrado, un mundo reducido a cero y ni rastro de residuos. No el cero que enfocó Van Norden con su linterna, no la raja vacía del hombre prematuramente desilusionado, sino un cero árabe, el signo del que brotan mundos matemáticos infinitos, el punto de apoyo que equilibra las estrellas y los sueños ligeros y las máquinas más leves que el aire y los miembros livianos y los explosivos que los produjeron. Me gustaría penetrar en esa raja hasta los ojos, hacerlos oscilar ferozmente, a esos queridos ojos locos y metalúrgicos. Cuando oscilen los ojos, volveré a oír las palabras de Dostoyevski, las oiré pasar página tras página, con la observación más minuciosa, con la introspección más loca, con todos los medios tonos de la miseria, ora tocados ligera, humorísticamente, ora aumentando gradualmente como una nota de órgano hasta que el corazón se parte y sólo queda una luz cegadora, abrasadora, la luz radiante que se lleva las semillas fecundantes de las estrellas. La historia del arte cuyas raíces radican en la matanza.
Cuando me asomo a ese coño exhausto de una puta, siento el mundo entero debajo de mí, un mundo que se tambalea y se desmorona, un mundo usado y pulido como el cráneo de un leproso. Si hubiera un hombre que se atreviese a decir todo lo que pensaba de este mundo, no le quedaría ni un metro cuadrado de suelo en que plantar los pies. Cuando aparece un hombre, el mundo cae sobre él y le rompe la espalda. Siempre quedan en pie demasiados pilares podridos, demasiada humanidad infecta como para que el hombre florezca. La superestructura es una mentira y el fundamento un inmenso miedo trémulo. Si a intervalos de siglos aparece efectivamente un hombre con expresión desesperada y ávida en los ojos, un hombre que pondría el mundo patas arriba para crear una nueva raza, el amor que trae al mundo se convierte en cólera y él se vuelve un azote. Si de vez en cuando encontramos páginas que explotan, páginas que hieren y estigmatizan, que arrancan gemidos y lágrimas y maldiciones, sabed que proceden de un hombre arrinconado, un hombre al que las únicas defensas que le quedan son sus palabras y sus palabras son siempre más resistentes que el peso yacente y aplastante del mundo, más resistentes que todos los potros y ruedas de tormento que los cobardes inventan para machacar el milagro de la personalidad. Si algún hombre se atreviera alguna vez a expresar todo lo que lleva en el corazón, a consignar lo que es realmente experiencia, lo que es verdaderamente su verdad, creo que entonces el mundo se haría añicos, que volaría en pedazos, y ningún dios, ningún accidente, ninguna voluntad podría volver a juntar los trozos, los átomos, los elementos indestructibles que han intervenido en la construcción del mundo.
En los cuatrocientos años transcurridos desde que apareció la última alma devoradora, el último hombre que conoció el significado del éxtasis, ha habido una decadencia constante, en el pensamiento, en la acción. El mundo está acabado: no queda ni un pedo seco. ¿Quién que tenga ojos desesperados y ávidos puede sentir el menor respeto hacia estos gobiernos, leyes, códigos, principios, ideales, ideas, totems y tabúes existentes? Si alguien supiera lo que significa interpretar el enigma de eso que hoy se llama una «raja» o un «agujero», si alguien tuviese la menor sensación de misterio en relación con los fenómenos calificados de «obscenos», este mundo se rajaría en pedazos. El obsceno horror, el aspecto aburrido, agotado de las cosas es lo que hace que esta civilización loca parezca un cráter. Ese profundo abismo, ese bostezo de la nada, es el que los espíritus creativos y las madres de la raza llevan entre las piernas. Cuando un espíritu ávido y desesperado aparece y hace chillar a los conejos de Indias, es porque sabe dónde poner el cable cargado del sexo, porque sabe que bajo la dura concha de la indiferencia se oculta la fea cuchillada, la herida que nunca cicatriza. Y pone el cable cargado justo entre las piernas; golpea bajo la cintura, hiere en las entrañas mismas. De nada sirve ponerse guantes de goma; todo lo que puede manipularse fría e intelectualmente pertenece a la concha y un hombre que está empeñado en crear siempre se mete por debajo, hacia la herida abierta, hacia el obsceno horror infecto. Conecta su dinamo a las partes más sensibles; aunque sólo brote sangre y pus, ya es algo. El cráter seco, agotado, es obsceno. Más obscena es la inercia. Más blasfema que el juramento, más horrible es la parálisis. Si sólo queda una herida profunda, debe manar, aunque sólo produzca sapos y murciélagos y homúnculos. Todo va contenido en un segundo, que es consumado o no consumado. La tierra no es una meseta árida de salud y comodidad, sino una gran hembra tumbada con torso de terciopelo que se hincha y se eleva con las olas del océano; se retuerce bajo una diadema de sudor y angustia. Desnuda y sexuada, se balancea entre las nubes a la luz violeta de las estrellas. Toda ella, desde sus generosos senos hasta sus centelleantes muslos, arde con pasión furiosa. Se mueve entre las estaciones y los años con gran alboroto que se apodera del torso con furia paroxística, que sacude las telarañas del cielo; se hunde en sus órbitas pivotantes con temblores volcánicos. A veces es como una cierva, una cierva que ha caído en una trampa y que espera con el corazón palpitante que estallen los címbalos y ladren los perros. Amor y odio, desesperación, piedad, rabia, hastío: ¿qué son entre las fornicaciones de los planetas? ¿Qué es la guerra, la enfermedad, la crueldad, el terror, cuando la noche presenta el éxtasis de las miríadas de soles resplandecientes? ¿Qué es esta paja que masticamos en nuestro sueño, sino la reminiscencia de espirales de colmillos y de constelaciones de estrellas? Mona solía decirme, en sus arranques de exaltación: «Eres un gran ser humano», y aunque me dejó aquí agonizando, aunque puso bajo mis pies un gran abismo terrible de vacío, las palabras que se encuentran en el fondo de mi alma, brotan afuera e iluminan las sombras debajo de mí. Soy uno que se perdió entre la multitud, a quien las luces chisporroteantes aturdieron, un cero a la izquierda que vio todo lo que le rodeaba reducido a objeto de burla. Pasaron junto a mí hombres y mujeres inflamados con azufre, porteros con librea de calcio abriendo las mandíbulas del infierno, la fama caminando con muletas, empequeñecida por los rascacielos, masticada y reducida a jirones por la boca cubierta de púas de las máquinas. Caminé entre los altos edificios hacia el frescor del río y vi las luces elevarse como cohetes entre las costillas de los esqueletos. Si yo era verdaderamente un gran ser humano, como ella decía, en ese caso, ¿qué significaba esa idiotez babeante que me rodeaba? Era un hombre con cuerpo y alma, tenía un corazón que no estaba protegido por una bóveda de acero. Tenía momentos de éxtasis y cantaba con chispas ardientes. Cantaba al Ecuador, a sus piernas de plumas rojas y a las islas que se perdían de vista. Pero nadie oía. Una bala de cañón disparada a través del Pacífico cae en el espacio porque la tierra es redonda y las palomas vuelan patas arriba. La vi mirarme a través de la mesa con ojos apesadumbrados; la pena, extendiéndose hacia dentro, se aplastaba la nariz contra su espina dorsal; la médula batida hasta la piedad se había vuelto líquida. Era tan ligera como un cadáver flotando en el mar Muerto. Los dedos le sangraban de angustia y la sangre se convertía en baba. Con el húmedo amanecer llegó el repique de campanas y por las fibras de mis nervios las campanas tocaban sin cesar y sus badajos me martilleaban en el corazón y retumbaban con férrea malicia. Era extraño que las campanas repicaran así, pero más extraño todavía el cuerpo que revienta, esa mujer convertida en noche y sus palabras como gusanos royendo el colchón. Seguí adelante bajo el Ecuador, oí la espantosa risa de la hiena de mandíbulas verdes, vi el chacal de cola sedosa y el dig-digy el leopardo moteado, todos olvidados en el Jardín del Edén. Y entonces su pena se dilató, como la proa de un acorazado y el peso de su hundimiento me inundó los oídos. Aluvión de légamo y zafiros deslizándose, vertiéndose, por las neuronas alegres, y el espectro empalmado y las bordas sumergiéndose. Oí girar las cureñas con la suavidad de una pata de león, las vi vomitar y babear: el firmamento se hundió y las estrellas se volvieron negras. El negro océano sangrando y las estrellas meditabundas engendrando pedazos de carne fresca e hinchada, mientras por encima revoloteaban los pájaros y del alucinado cielo caía la balanza con mortero y pistadero y los ojos vendados de la justicia. Todo lo que aquí se cuenta se mueve con pies imaginarios por los paralelos de globos muertos; todo lo que se ve con las cuencas vacías se abre como hierba en flor. De la nada surge el signo del infinito; bajo las espirales eternamente ascendentes se hunde lentamente el agujero profundo. La tierra y el agua asociados hacen versos, un poema escrito con carne y más fuerte que el acero o el granito. A través de la noche infinita, la tierra gira hacia una creación desconocida…
Hoy me he despertado de un sueño profundo con imprecaciones de júbilo en los labios, con palabras incoherentes en la lengua, repitiendo para mí mismo como una letanía: «Fay ce que vouldras!… fay ce que vouldras!» Haz cualquier cosa, pero que produzca gozo. Haz cualquier cosa, pero que provoque éxtasis. Tantas cosas me acuden al pensamiento, cuando me digo esto: imágenes, alegres, terribles, enloquecedoras, el lobo y la cabra, la araña, el cangrejo, la sífilis con las alas desplegadas y la puerta de la matriz nunca con el cerrojo echado, siempre abierta, preparada como la tumba. Lujuria, crimen, santidad: las vidas de mis seres adorados, los fracasos de mis seres adorados, las palabras que dejaron tras ellos, las palabras que dejaron inacabadas; lo bueno que arrastraron tras ellos y lo malo, la pena, el desacuerdo, el rencor, la rivalidad que crearon. Pero, sobre todo, ¡el éxtasis!
Hay cosas, ciertas cosas relativas a mis viejos ídolos, que me hacen venir lágrimas a los ojos: las interrupciones, el desorden, la violencia, sobre todo, el odio que despertaron. Cuando pienso en sus deformidades, en los monstruosos estilos que escogieron, en la pomposidad y el tedio de sus obras, en todo el caos y la confusión en que se revolcaron, en los obstáculos que acumularon a su alrededor, me siento exaltado. Todos ellos estaban hundidos en sus propios excrementos. Todos ellos hombres que se explayaban exageradamente. Tanto es así, que casi siento la tentación de decir: «¡Mostradme a un hombre que se explaye exageradamente y os mostraré a un gran hombre!» Lo que se considera su «exageración» es mi debilidad: es la señal de la lucha, es la propia lucha con todas las fibras adheridas a ella, el aura y ambiente mismos del espíritu disconforme. Y cuando me mostréis a un hombre que se exprese perfectamente, no diré que no sea grande, pero sí que no me atrae…
Echo en falta las cualidades que me sacian. Cuando pienso que la tarea que el artista se asigna implícitamente es la de derrocar los valores existentes, convertir el caos que lo rodea en un orden propio, sembrar rivalidad y fermento para que, mediante la liberación emocional, los que están muertos puedan ser devueltos a la vida, entonces es cuando corro gozoso hacia los grandes e imperfectos, su confusión me alimenta, su tartamudez es música divina para mis oídos. Veo en las páginas bellamente ampulosas que siguen a las interrupciones las tachaduras de las intrusiones mezquinas, de las sucias pisadas, por decirlo así, de los cobardes, mentirosos, ladrones, vándalos, calumniadores. Veo en los músculos hinchados de sus líricas gargantas el asombroso esfuerzo que hay que realizar para hacer girar la rueda, para reanudar el paso donde te has detenido. Veo que, tras las molestias e intrusiones diarias, la vil y reluciente malicia de los débiles y los inertes, se encuentra el símbolo del poder frustrante de la vida, y que quien quiera crear orden, quien desee sembrar rivalidad y desacuerdo, porque esté imbuido de voluntad, ese hombre ha de ir a parar una y otra vez a la hoguera y a la horca. Veo que, tras la nobleza de sus gestos, se oculta el espectro de la ridiculez de todo ello… que no sólo es sublime, sino también ridículo. En un tiempo pensaba que ser humano era el objetivo más alto que podía tener un hombre, pero ahora veo que estaba destinado a destruirme. Hoy me siento orgulloso al decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios. No tengo nada que ver con la maquinaria crujiente de la humanidad: ¡pertenezco a la tierra! Digo esto con la cabeza reclinada en la almohada y siento los cuernos que me brotan en las sienes. Veo a mi alrededor a todos esos antepasados míos bailando en torno a la cama, consolándome, incitándome, flagelándome con sus lenguas viperinas, sonriéndome y mirándome de reojo con sus siniestras calaveras. ¡Soy inhumano! Lo digo con una sonrisa demente, alucinada, y seguiré diciéndolo aunque lluevan cocodrilos. Tras mis palabras se encuentran todas esas calaveras siniestras que sonríen y miran de reojo, unas muertas y sonriendo hace mucho tiempo, otras sonriendo como si tuvieran trismo, otras sonriendo con la mueca de una sonrisa, el sabor anticipado y las consecuencias de lo que ocurre siempre. Más clara que nada veo mi propia calavera sonriente, veo el esqueleto bailando al viento, serpientes saliendo de la lengua podrida y las ampulosas páginas de éxtasis sucias de excrementos. E incorporo mi lodo, mi excremento, mi locura, mi éxtasis al gran circuito que circula a través de los subterráneos de la carne. Todo ese vómito espontáneo, indeseable, de borracho, seguirá manando sin cesar, a través de las mentes de los que han de venir, a la vasija inagotable que contiene la historia de la raza. Codo a codo con la raza humana corre otra raza de seres, los inhumanos, la raza de los artistas que, estimulados por impulsos desconocidos, toman la masa inerte de la humanidad y, mediante la fiebre y el fermento de que la imbuyen, convierten esa pasta húmeda en pan y el pan en vino y el vino en canción. Con el abono muerto y la escoria inerte producen una canción que se contagia. Veo esa otra raza de individuos saqueando el universo, dejando todo patas arriba, con las manos siempre vacías, siempre tratando de agarrar y asir el más allá, el dios inalcanzable: matando todo lo que está a su alcance para calmar al monstruo que les roe las entrañas. Lo veo cuando se arrancan el cabello en su esfuerzo por comprender, por aprehender lo que es eternamente inalcanzable, lo veo cuando braman como bestias enloquecidas y se precipitan dando cornadas, veo que está bien y que no hay otro camino. Un hombre que pertenezca a esa raza ha de subir al lugar más alto y arrancarse las entrañas, mientras pronuncia palabras incoherentes. ¡Está bien y es justo, porque debe hacerlo! Y todo lo que se quede corto con respecto a ese espectáculo espantoso, todo lo que sea menos escalofriante, menos aterrador, menos demencial, menos embriagado, menos contagioso, no es arte. El resto es falso. El resto es humano. El resto corresponde a la vida y a la ausencia de vida. Cuando pienso en Stavrogin, por ejemplo, pienso en un monstruo divino erguido en un lugar elevado y arrojándonos sus entrañas desgarradas. En Los poseídos la tierra tiembla: no es la catástrofe que sobreviene a un individuo imaginativo, sino un cataclismo en que una gran parte de la humanidad queda sepultada, aniquilada para siempre. Stavrogin era Dostoyevski y Dostoyevski era la suma de todas esas contradicciones que o bien paralizan a un hombre o bien le conducen a las alturas. Para él no había mundo demasiado bajo como para que no pudiera entrar en él ni lugar tan alto como para que temiese subir a él. Recorrió toda la escala, desde el abismo hasta las estrellas. Es una lástima que no vayamos a tener otra vez la oportunidad de ver a un hombre colocado en el centro mismo del misterio e iluminando para nosotros, con sus relámpagos, la profundidad e inmensidad de las tinieblas.
Hoy tengo conciencia de mi linaje. No necesito consultar mi horóscopo ni mi árbol genealógico. De lo que está escrito en las estrellas, o en mi sangre, no sé nada. Sé que desciendo de los fundadores mitológicos de la raza. El hombre que se lleva la botella sagrada a los labios, el criminal que se arrodilla en el mercado, el inocente que descubre que todos los cadáveres apestan, el fraile que se levanta las faldas para mearse en el mundo, el fanático que explora las bibliotecas para encontrar la Palabra: todos ellos están fundidos en mí, todos ellos provocan mi confusión, mi éxtasis. Si soy inhumano es porque mi mundo ha sobrepasado sus límites humanos, porque ser humano parece algo pobre, lastimoso, miserable, limitado por los sentidos, restringido por preceptos morales y códigos, definido por trivialidades e ismos. Estoy echándome el jugo de la uva por el gaznate y descubro la sabiduría en él, pero mi sabiduría no procede de la uva, mi embriaguez no debe nada al vino…
Quiero desviarme de estas altas y áridas sierras donde se muere uno de sed y de frío, de esta historia «extratemporal», de este absoluto de tiempo y espacio en que no existen ni hombres, ni animales, ni vegetación, donde se vuelve uno loco por la soledad, por el lenguaje que es sólo palabras, donde todo está desenganchado, desencajado, descompasado en relación con los tiempos. Quiero un mundo de hombres y mujeres, de árboles que no hablen (¡porque ya se habla demasiado en el mundo, tal como es!), de ríos que te lleven a algún lugar, no ríos que sean leyendas, sino ríos que te pongan en contacto con otros hombres y mujeres, con la arquitectura, la religión, las plantas, los animales: ríos que tengan barcos y en los que los hombres se ahoguen, no se ahoguen en el mito y la leyenda y los libros y el polvo del pasado, sino en el tiempo y el espacio y la historia. Quiero ríos que hagan océanos como Shakespeare y Dante, ríos que no se sequen en el vacío del pasado. ¡Océanos, sí! Que haya más océanos, océanos nuevos que borren el pasado, océanos que creen nuevas formaciones geológicas, nuevas perspectivas topográficas y continentes extraños y aterradores, océanos que destruyan y preserven al mismo tiempo, océanos en los que podamos navegar, zarpar hacia nuevos descubrimientos, nuevos cataclismos, más guerras, más holocaustos. Que haya un mundo de hombres y mujeres con dinamos entre las piernas, un mundo de furia natural, de pasión, acción, drama, sueños, locura, un mundo que produzca éxtasis y no pedos secos. Creo que hoy más que nunca hay que procurar conseguir un libro aunque sólo tenga una gran página: hemos de buscar fragmentos, astillas, uñas de los pies, cualquier cosa que tenga mineral dentro, cualquier cosa capaz de resucitar el cuerpo y el alma.
Puede que estemos condenados, que no haya esperanza para nosotros, para ninguno de nosotros, pero, si es así, ¡lancemos un último alarido agónico, espeluznante, un chillido de desafío, un grito de guerra! ¡Al diablo las lamentaciones! ¡Al diablo las elegías y las endechas! ¡Al diablo las biografías y las historias, y las bibliotecas y los museos! Que los muertos se coman a los muertos. Bailemos los vivos en el borde del cráter, una última danza agónica. ¡Pero una auténtica danza auténtica!
«Amo todo lo que fluye», dijo el gran Milton ciego de nuestra época. Pensaba en él esta mañana, cuando me he despertado con un gran grito horrible de alegría: pensaba en sus ríos y árboles y en todo ese mundo nocturno que está explorando. Sí, me he dicho, yo también amo todo lo que fluye: ríos, alcantarillas, lava, semen, sangre, bilis, palabras, oraciones. Amo el fluido amniótico, cuando se derrama de la bolsa. Amo el riñón con sus dolorosos cálculos, su arena y qué sé yo; amo la orina que brota caliente y las purgaciones que no cesan; amo las palabras de los histéricos y las oraciones que fluyen como la disentería y reflejan todas las imágenes morbosas del alma; amo los grandes ríos como el Amazonas y el Orinoco, donde locos como Moravagine van flotando a través del sueño y la leyenda en un bote descubierto y se ahogan en la desembocadura invisible del río. Amo todo lo que fluye, hasta el flujo menstrual, que arrastra el semen que no ha fecundado. Amo las escrituras que fluyen, ya sean hieráticas, esotéricas, perversas, polimorfas o unilaterales. Amo todo lo que fluye, todo lo que contiene el tiempo y el porvenir, que nos devuelve al comienzo donde nunca hay fin: la violencia de los profetas, la obscenidad que es éxtasis, la sabiduría del fanático, el sacerdote con su letanía pegajosa, las palabras indecentes de la puta, el escupitajo que va flotando por el arroyo de la calle, la leche del pecho y la amarga miel que mana de la matriz, todo lo fluido, fundente, disoluto y disolvente, todo el pus y la suciedad que al fluir se purifica, que pierde el sentido de su origen, que circula por el gran circuito hacia la muerte y la disolución. El gran deseo incestuoso es el de seguir fluyendo, unido al tiempo, el de fundir la gran imagen del más allá con el aquí y el ahora. Un deseo fatuo, suicida, estreñido por las palabras y paralizado por el pensamiento.