París es como una puta. Desde lejos parece cautivadora, no puedes esperar hasta tenerla en los brazos. Y cinco minutos después te sientes vacío, asqueado de ti mismo. Te sientes burlado.
Regresé a París con dinero en el bolsillo: unos centenares de francos que Collins me había metido en el bolsillo justo cuando subía al tren. Era suficiente para pagar una habitación y buenas provisiones para por lo menos una semana. Era más de lo que había tenido en las manos de una vez en varios años. Me sentí eufórico, como si quizá se abriera una nueva vida ante mí. También quería que durase, por lo que busqué un hotel barato sobre una panadería en la rue du Chateau, que arranca de la rue de Vanves, lugar que Eugene me había indicado en cierta ocasión. Unos metros más allá estaba el puente que atraviesa las vías de Montparnasse. Un barrio familiar.
Podría haber conseguido una habitación por cien francos al mes, una habitación sin las más mínimas comodidades, desde luego —sin ventana siquiera —, y quizá la habría cogido, aunque sólo hubiera sido para tener, por un tiempo, un lugar seguro donde acostarme, si no hubiese sido porque, para llegar a aquella habitación, habría tenido que pasar primero por la habitación de un ciego. La idea de pasar por delante de su cama todas las noches me deprimió profundamente. Decidí buscar en otro sitio. Me dirigí a la rue Cels, justo detrás del cementerio, y miré una especie de ratonera que había allí con corredores alrededor del patio. Había también jaulas de pájaros colgadas del corredor, por toda la hilera inferior. Una vista alegre quizá, pero a mí me pareció el pabellón público de un hospital. Además, el propietario no parecía estar en sus cinco sentidos. Decidí esperar a la noche, buscar detenidamente por allí, y después escoger un rinconcito atractivo en una calle lateral y tranquila.
A la hora de comer me gasté quince francos en un restaurante, casi el doble precisamente de la cantidad que me había propuesto asignarme. Aquello me hizo sentirme tan mal, que me negué a mí mismo el gusto de sentarme a tomar un café, a pesar de que había empezado a chispear. No, caminaría un poco y después me iría despacito a la cama, a una hora prudencial. Ya me sentía infeliz, procurando administrar mis recursos con aquella economía. Nunca lo había hecho en mi vida; no iba conmigo.
Finalmente, empezó a llover a mares. Me alegré. Eso me daría la excusa que necesitaba para meterme corriendo en algún sitio y estirar las piernas. Era todavía muy temprano para ir a la cama. Empecé a apretar el paso, de vuelta hacia el Boulevard Raspail. De repente se me acerca una mujer y me para, en pleno diluvio. Quiere saber qué hora es. Le dije que no llevaba reloj. Y entonces, como si tal cosa, me sale con esto: «Oh, señor, ¿habla usted inglés por casualidad?» Asiento con la cabeza. Ahora cae torrencialmente. «Tal vez el señor sea tan amable de llevarme a un café. Está lloviendo tanto y no tengo dinero para sentarme en ningún sitio. Espero que me perdone, mi querido señor, pero tiene usted una cara tan bondadosa… He comprendido en seguida que era usted inglés.» Y al decir eso me sonríe, con una sonrisa extraña, medio loca. «Quizá pueda usted darme un consejo, querido señor. Estoy sola en el mundo… Dios mío, es terrible no tener dinero…»
Aquellos «querido señor» y «bondadoso señor», etc., me tenían al borde de la histeria. Sentía lástima de ella y, aun así, no podía reprimir la risa. Me eché a reír a carcajadas. Me reí en sus narices. Y entonces ella se rió también, con unas carcajadas extrañas, estridentes, fuera de tono, completamente inesperadas. La cogí del brazo y corrimos como flechas hasta el café más próximo. Todavía se reía entrecortadamente, cuando entramos en el bistro. «Mi querido y amable señor —comenzó de nuevo —, quizá piense usted que no le estoy diciendo la verdad. Soy una buena chica… Vengo de buena familia. Sólo que —y entonces volvió a dirigirme aquella sonrisa triste y angustiada —, sólo que soy tan desgraciada, que no tengo dónde caerme muerta.» Al oír aquello me eché a reír de nuevo. No pude evitarlo: las frases que usaba, el extraño acento, el extravagante sombrero que llevaba puesto, aquella sonrisa de demente… —Oye —la interrumpí —, ¿de qué nacionalidad eres? —Soy inglesa —respondió —. Es decir, nací en Polonia, pero mi padre es irlandés. —¿Y por eso eres inglesa?
—Sí —dijo, y de nuevo se echó a reír entrecortada, tímidamente, y aparentando mostrarse púdica.
—Supongo que conocerás un hotelito agradable donde podrías llevarme —dije esto, no porque tuviera la menor intención de ir con ella, sino para evitarle los preliminares habituales.
—Oh, mi querido señor —dijo, como si yo hubiera cometido el error más grave —. ¡Estoy segura de que no habla usted en serio! No soy una de ésas. Ya veo que estaba usted bromeando. Es usted tan bueno… tiene usted una cara tan bondadosa. No me atrevería a hablar con un francés como lo he hecho con usted. En seguida te insultan…
Siguió en el mismo tono durante un rato. Yo quería separarme de ella. Pero ella no quería que la dejara sola. Tenía miedo: no tenía la documentación en regla. ¿Tendría la amabilidad de acompañarla hasta su hotel? Quizá pudiera «prestarle» quince o veinte francos, para tranquilizar al patrón. La acompañé al hotel donde dijo que se alojaba y le puse un billete de cincuenta francos en la mano. O era muy lista o muy inocente —a veces es difícil saberlo —, pero el caso es que quiso que esperara a que fuese corriendo al bistro a buscar cambio. Le dije que no se molestara. Y, al oír aquello, me cogió la mano impulsivamente y se la llevó a los labios. Me quedé helado. Me dieron ganas de darle todo lo que llevaba. Me llegó al alma, aquel pequeño gesto absurdo. Pensé para mis adentros, es bueno ser rico de vez en cuando, simplemente para experimentar una nueva emoción como ésta. Aun así, no perdí la cabeza. ¡Cincuenta francos! Eso era bastante despilfarro para una noche lluviosa. Cuando me alejaba, me dijo adiós agitando aquel gorrito extravagante que no sabía cómo ponerse. Parecía como si fuéramos viejos amigos. Me sentí ridículo y atontado. «Mi querido y amable señor… tiene usted una cara tan bondadosa… es usted tan bueno, etc.» Me sentí como un santo.
Cuando te sientes tan enorgullecido por dentro, no te resulta fácil irte a la cama inmediatamente. Tienes la sensación de que debes expiar esos accesos repentinos de bondad. Al pasar por La Jungle, eché un vistazo a la pista de baile; mujeres con la espalda descubierta y sartas de perlas que las asfixiaban —o así parecía — meneaban sus hermosos traseros ante mí. Me fui derecho al bar y pedí una coupe de champán. Cuando cesó la música, una bella rubia —parecía noruega — se sentó a mi lado. El local no estaba tan lleno ni tan alegre como parecía desde fuera. Sólo había media docena de parejas: debían de haber estado bailando todas a la vez. Pedí otra coupe de champán para no dejar que se me esfumara el valor.
Cuando me levanté a bailar con la rubia, no había nadie más que nosotros en la pista. En cualquier otro momento me habría sentido cohibido, pero el champán y la forma como se me pegaba, las tenues luces y la sólida sensación de seguridad que me daban aquellos centenares de francos, en fin… Bailamos otra pieza, una especie de exhibición privada, y, después, nos pusimos a charlar. Se había echado a llorar… así empezó. Pensé que seguramente había bebido demasiado, así que fingí no prestar atención. Y, mientras tanto, recorría la sala con la mirada para ver si había algún otro material disponible. Pero el local estaba completamente desierto.
Lo que debes hacer cuando estás atrapado es largarte… al instante. Si no lo haces, estás perdido. Lo que me retuvo, cosa bastante curiosa, fue la idea de pagar en el guardarropas por segunda vez. Siempre se la busca uno por una nadería.
No tardé en descubrir que la razón por la que lloraba era que acababa de enterrar a su hija. Tampoco era noruega, sino francesa y, encima, comadrona. Una comadrona elegante, debo reconocerlo, aun con las lágrimas corriéndole por la cara. Le pregunté si un traguito le ayudaría a consolarse, ante lo cual se apresuró a pedir un whisky y se lo tomó en un abrir y cerrar de ojos. «¿Te tomarías otro?», le sugerí dulcemente. Pensaba que sí, se sentía tan decaída, tan terriblemente abatida. Le parecía que también le gustaría un paquete de Camel. «No, espera un momento —dijo —, creo que preferiría les Pall Mall.» Escoge lo que quieras, pensé, pero deja de llorar, por el amor de Dios, me ataca a los nervios. La puse de pie de un tirón para sacarla a bailar otra vez. De pie parecía otra persona. Quizá la pena le vuelva a uno más lascivo, no sé. Le susurré que nos largáramos. «¿Dónde?», dijo animada. «Oh, a cualquier sitio. A algún lugar tranquilo donde podamos hablar.»
Fui al servicio y volví a contar el dinero. Escondí los billetes de cien francos en el bolsillo del chaleco y me quedé con un billete de cincuenta francos y lo suelto en los bolsillos del pantalón. Volví al bar dispuesto a hablar sin rodeos.
Ella me lo facilitó, pues fue ella quien sacó el tema. Estaba en un aprieto. No sólo que hubiera perdido a su hija, sino que, además, su madre estaba en casa, enferma, muy enferma, y había que pagar al médico y comprar medicinas, y que si patatín y que si patatán. No me creí ni una palabra, naturalmente. Y como tenía que buscarme un hotel para mí, le sugerí que viniera a pasar la noche conmigo. Así me ahorraría algo, pensé para mis adentros. Pero no quiso. Insistió en ir a su casa, dijo que tenía un piso propio… y, además, tenía que atender a su madre. Pensándolo bien, llegué a la conclusión de que sería todavía más barato dormir en su casa, conque le dije que sí y que fuéramos inmediatamente. Sin embargo, antes de ponernos en marcha pensé que era mejor decirle cómo andaba de dinero, para que después no hubiera protestas en el último momento. Creí que iba a desmayarse cuando le dije cuánto dinero llevaba en el bolsillo. «Pero, ¿qué te has creído?», dijo. Estaba pero que muy ofendida. Pensé que iba a armar un escándalo… No obstante, me mantuve en mis trece, impávido. «Muy bien, entonces ahí te quedas —dije tranquilamente —. Quizá me haya equivocado.»
«¡Ya lo creo que te has equivocado! —exclamó, al tiempo que me agarraba de la manga —. Ecoute, chéri… sois raisonnable!» Cuando oí aquello, recuperé toda mi confianza. Sabía que sería simplemente cuestión de prometerle un pequeño suplemento y todo iría bien. «De acuerdo —dije cansado —, me portaré bien contigo, ya verás.» —Entonces, ¿me estabas mintiendo? —dijo. —Sí —y sonreí —, te estaba mintiendo…
Antes de que me hubiese puesto siquiera el sombrero, ya había llamado a un taxi. Oí que lo dirigía hacia el Boulevard de Clichy. Eso era más que el precio de una habitación, pensé. Pero, bueno, todavía había tiempo… ya veríamos. Ya no sé cómo empezó la cosa, pero al cabo de poco me estaba hablando entusiasmada de Henry Bordeaux. ¡No he encontrado nunca a una puta que no conociera a Henry Bordeaux! Pero aquélla estaba verdaderamente inspirada; ahora su lenguaje era bello, tan tierno, tan perspicaz, que me puse a pensar cuánto le daría. Me pareció haberle oído decir: «Quand il n’y aura plus de temps.» En todo caso, me pareció algo así. En el estado en que me encontraba, una frase como ésa valía doscientos francos. Me pregunté si sería de ella o si la habría sacado de Henry Bordeaux. Poco importaba. Era sencillamente la frase adecuada con la que hacer la carrera hasta el pie de Montmartre. «Buenas noches, madre —iba diciendo para mis adentros —, tu hija y yo te atenderemos… quand il n’y aura plus de temps!» También me iba a enseñar su diploma, lo recuerdo perfectamente.
Una vez que se cerró la puerta tras de nosotros, se mostró muy agitada. Enloquecida. Retorciéndose las manos y adoptando posturas a lo Sarah Bernhardt, medio desnuda además, y deteniéndose de vez en cuando para instarme a que me diera prisa, a que me desvistiese, a que hiciera esto y lo otro. Por último, cuando ya se había desnudado del todo, y andaba de un lado para otro con un camisón en la mano buscando su bata, la agarré y la abracé con fuerza. Cuando la solté, tenía una expresión de angustia en la cara. «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tengo que ir abajo a ver cómo está mi madre —exclamó —. Puedes darte un baño, si quieres, chéri. ¡Ahí! Vuelvo dentro de unos minutos.» En la puerta volví a abrazarla. Iba en calzoncillos y tuve una erección tremenda. En cierto modo, toda aquella angustia y aquella excitación, toda aquella pena y aquella comedia, no hicieron sino estimularme el apetito. Quizá iba abajo simplemente para tranquilizar a su maquereau. Tenía la sensación de que pasaba algo raro, una especie de drama sobre el que leería una crónica en el periódico de la mañana. Hice una rápida inspección del lugar. Había dos habitaciones y un baño, bastante bien amueblados. Bastante coquetones. Su diploma estaba colgado en la pared: «Sobresaliente», como dicen todos. Y sobre el tocador estaba la fotografía de una niña, una nena de hermosos bucles. Abrí el grifo para darme un baño, y después cambié de idea. Si ocurría algo y me encontraban en la bañera… no me gustó la idea. Caminé de un lado para otro, cada vez más intranquilo a medida que pasaban los minutos.
Cuando regresó, estaba todavía más trastornada que antes. «¡Se va a morir… se va a morir!», gemía sin cesar. Por un momento, estuve casi a punto de marcharme. ¿Cómo diablos puedes montar a una mujer cuando su madre está agonizando en el piso de abajo, quizá justo bajo tus pies? La rodeé con los brazos, en parte por compasión y en parte decidido a obtener lo que había venido a buscar. Estando así, me susurró, como si estuviera realmente afligida, que necesitaba el dinero que le había prometido. Era para «maman». Joder, en aquel momento no tuve valor para regatear por unos francos. Me dirigí a la silla donde había dejado mi ropa y saqué un billete de cien francos del bolsillo del chaleco, al tiempo que me mantenía cuidadosamente de espaldas a ella, a pesar de todo. Y, para mayor precaución, coloqué los pantalones del lado de la cama en el que sabía que me iba a echar. Los cien francos no la satisficieron totalmente, pero pude ver, por la debilidad de sus protestas, que era suficiente. Luego, con una energía que me asombró, se quitó la bata de un tirón y se metió en la cama de un salto. En cuanto la rodeé con los brazos y la atraje hacia mí, alargó la mano hasta el interruptor y se apagó la luz. Me abrazó apasionadamente, y se puso a gemir como hacen todas las gachís francesas cuando se meten en la cama contigo. Me estaba excitando terriblemente con su agitación; eso de apagar las luces era algo nuevo para mí… parecía como si fuera de veras. Pero también desconfiaba, y en cuanto pude hacerlo cómodamente, saqué la mano para ver si mis pantalones seguían en la silla.
Pensaba que íbamos a pasar la noche juntos. La cama era muy cómoda, más blanda que las camas de hotel ordinarias… y las sábanas estaban limpias, lo había notado. ¡Ojalá no se retorciera tanto! Era como para pensar que hacía un mes que no se había acostado con un hombre. Quería sacarle todo el provecho a mis cien francos. Pero ella mascullaba toda clase de cosas en ese lenguaje absurdo de la cama que se te mete en la sangre todavía más rápidamente cuando estás a oscuras. Yo luchaba como podía, pero era imposible con sus gemidos y sus jadeos constantes, y sus susurros: «Vite chéri! Vite chéri! Oh, c’est bon! Oh, oh! Vite, vite, chéri!» Intenté contar, pero era como una alarma de incendio sonando sin cesar. «Vite, chéri!», y aquella vez se estremeció jadeando de tal manera, que ¡zas!, oí sonar las estrellas y volaron mis cien francos y los otros cincuenta que había olvidado completamente y volvieron a encenderse las luces y con la misma presteza con que había saltado a la cama volvió a levantarse de ella de un brinco gruñendo y chillando como una marrana vieja. Me quedé tumbado fumando un cigarrillo, sin dejar de mirar desconsoladamente mis pantalones; estaban terriblemente arrugados. Al cabo de un momento volvió, envolviéndose con la bata, y diciéndome de aquel modo agitado que me estaba atacando a los nervios que me considerara en mi casa. «Me voy abajo a ver mi madre —dijo —. Mais faites comme chez vous, chéri. Je reviens tout de suite.» Cuando hubo pasado un cuarto de hora, empecé a sentirme muy inquieto. Fui a la otra habitación y leí de cabo a rabo una carta que estaba sobre la mesa. No era nada importante: una carta de amor. En el baño examiné todos los frascos de la repisa; tenía todo lo que necesita una mujer para oler bien. Todavía confiaba en que volvería y me daría satisfacción por valor de otros cincuenta francos. Pero el tiempo pasaba y no daba señales de vida. Empecé a alarmarme. Quizá había alguien agonizando abajo. Distraídamente, por instinto de conservación, supongo, empecé a ponerme la ropa. Mientras me abrochaba el cinturón, me vino a la memoria como un relámpago que ella había metido el billete de cien francos en su monedero. Con la agitación del momento había guardado el monedero en el armario, en el estante de arriba. Recordé el gesto que había hecho: de puntillas y estirándose para alcanzar al estante. No tardé ni un minuto en abrir el armario y buscar a tientas el monedero. Seguía allí. Lo abrí precipitadamente y vi mi billete de cien francos arrugado entre los pliegues de seda. Volví a colocar el monedero como estaba, me puse la chaqueta y los zapatos, y después fui hasta el rellano de la escalera y escuché atentamente. Sólo Dios sabía dónde habría ido. En un santiamén volví a estar ante el armario hurgando en su monedero. Me guardé los cien francos y además todo lo que había suelto. Luego, tras cerrar la puerta sin hacer ruido, bajé la escalera de puntillas y cuando estuve en la calle caminé todo lo rápido que me permitían las piernas. En el Café Boudon me detuve a tomar un bocado. Las putas que allí había estaban pasándoselo pipa tirando pelotillas a un hombre grueso que se había quedado dormido comiendo. Estaba dormido como un tronco; roncando, de hecho, y, sin embargo, sus mandíbulas seguían moviéndose maquinalmente. Había un gran jaleo en el local. Se oían gritos de «¡Pasajeros a bordo!» y después un concierto con cuchillos y tenedores. El hombre abrió los ojos un momento, parpadeó estúpidamente, y después la cabeza volvió a caerle sobre el pecho. Me guardé cuidadosamente el billete de cien francos en el bolsillo del chaleco y conté el cambio. El estrépito a mi alrededor iba en aumento y me costaba trabajo recordar exactamente si había visto «sobresaliente» en su diploma o no. Aquello me preocupaba. La madre me importaba un pimiento. Esperaba que a esas horas ya la hubiera palmado. Sería extraño que lo que había dicho fuera cierto. Demasiado bueno para creerlo. Vite chéri… vite, vite! ¡Y la otra imbécil con sus «mi querido señor» y «tiene usted una cara tan bondadosa»! Me preguntaba si habría cogido realmente una habitación en aquel hotel ante el que nos detuvimos.