Creo que fue el cuatro de julio cuando volvieron a quitarme la silla de debajo del culo. Ni una palabra de advertencia. Uno de los jefazos del otro lado del charco había decidido hacer economías; prescindir de correctores de pruebas y de pequeñas dactylos indefensas le permitía pagar los gastos de sus viajes de ida y vuelta y las habitaciones suntuosas que ocupaba en el Ritz. Después de saldar las pequeñas deudas que había acumulado entre los linotipistas y de dejar una cantidad a cuenta en el bistro de enfrente, para conservar mi crédito, apenas quedó nada de mi última paga. Tuve que notificar al patrón del hotel que me marcharía; no le dije por qué, pues se habría preocupado por sus doscientos francos.

«¿Qué harás, si te quedas sin trabajo?» Ésa era la frase que me sonaba en los oídos continuamente. Qay est maintenant! Ausgespielt! No quedaba otro remedio que bajar a la calle de nuevo, caminar, merodear por ahí, sentarse en los bancos, matar el tiempo. A aquellas alturas, naturalmente, mi cara era conocida en Montparnasse; por un tiempo podía fingir que todavía trabajaba en el periódico. Así resultaría más fácil dar un sablazo para conseguir un desayuno o una comida. Era verano y los turistas estaban llegando en tropel. Tenía planes secretos para desplumarlos. «¿Qué vas a hacer…?» Pues bien, no me iba a morir de hambre, por lo menos eso. Si no hacía otra cosa que concentrarme en la comida, eso impediría que me cayera en pedazos. Por una semana o dos podía ir todavía al bistro de Monsieur Paul y tomar una comida completa por la noche; él no sabría si trabajaba o no. Lo principal es comer. ¡Para lo demás, confiaría en la Providencia!

Naturalmente, mantenía los oídos bien abiertos para todo lo que pudiera significar un poco de pasta. Y cultivé toda una serie de nuevas amistades: pelmazos a quienes había esquivado cuidadosamente hasta entonces, borrachos a los que detestaba, artistas que tenían un poco de dinero, ganadores del premio Guggenheim, etcétera. No es difícil hacer amigos cuando te pasas doce horas al día sentado en una terrasse. Acabas conociendo a todos los borrachos de Montparnasse. Se te pegan como piojos, aun cuando no tengas otra cosa que ofrecerles que los oídos.

Ahora que había perdido el trabajo, Carl y Van Norden tenían una nueva frase para mí: «¿Y si tu mujer llegara ahora?» Bueno, ¿y qué? Dos bocas que alimentar, en vez de una. Tendría una compañera de miseria. Y si no había perdido su belleza, probablemente me iría mejor en pareja que solo: el mundo nunca deja morir de hambre a una mujer guapa. No podía confiar en que Tania me ayudara demasiado; estaba enviando dinero a Sylvester. Al principio había pensado que podía dejarme compartir su habitación, pero ella tenía miedo a comprometerse; además, tenía que ser simpática con su jefe.

Las primeras personas a quien recurrir cuando estás en la ruina son los judíos. Casi al instante tuve tres a mano. Almas compasivas. Uno de ellos era un comerciante de pieles retirado que estaba loco por ver su nombre en los periódicos; me propuso que escribiera una serie de artículos con su nombre para un diario judío de Nueva York. Tuve que explorar el Dome y la Coupole en busca de judíos destacados. El primer hombre que escogí fue un matemático célebre; no hablaba ni una palabra de inglés. Tuve que escribir sobre la teoría del choque a partir de los diagramas que dejó en las servilletas de papel; tuve que describir los movimientos de los cuerpos astrales y demoler al mismo tiempo la concepción einsteniana. Todo ello por veinticinco francos. Cuando veía mis artículos en el periódico, no podía leerlos; pero, aun así, impresionaban, sobre todo con el pseudónimo del comerciante de pieles.

Durante aquel período escribí mucho con pseudónimo. Cuando se inauguró el nuevo burdel en el Boulevard Edgart-Quinet, saqué una tajadita por escribir los folletos de propaganda. Es decir, una botella de champán y un polvo gratis en una de las habitaciones egipcias. Si conseguía llevar a un cliente, iba a recibir mi comisión, igual que Kepi recibía la suya en otro tiempo. Una noche llevé a Van Norden; iba a permitirme ganar unos francos divirtiéndose arriba. Pero cuando la madame se enteró de que era periodista, no quiso ni oír hablar de cobrarle; otra botella de champán y un polvo gratis. No saqué nada. En realidad, tuve que escribirle la crónica, porque no se le ocurría un modo de enfocar el tema sin mencionar la clase de lugar que era. Y así una cosa tras otra. Me estaban dando por culo de lo lindo.

El peor trabajo de todos fue una tesis que me comprometí a escribir para un psicólogo sordomudo. Un tratado sobre los cuidados a los niños inválidos. Tenía la cabeza llena de enfermedades y bragueros y bancos de trabajo y de teorías sobre el aire puro; tardé unas seis semanas a intervalos, y después, para colmo, tuve que corregir las pruebas de aquella mierda. Estaban en francés, en un francés como nunca he visto ni oído en mi vida. Pero me valió un buen desayuno cada día, un desayuno americano, con zumo de naranja, copos de avena, nata, café, y, alguna vez que otra, huevos con jamón para variar. Fue el único período de mi estancia en París en que me di el gusto de desayunar decentemente, gracias a los niños inválidos de Rockaway Beach, del East Side, y de todas las calas y ensenadas que lindan con aquellas zonas miserables.

Después, un día, conocí a un fotógrafo; estaba haciendo una colección de tugurios sórdidos de París para un degenerado de Munich. Me preguntó si quería posar para él con los pantalones bajados, y en otras posturas. Pensé en esos enanos enclenques, con pinta de botones y recaderos, que se ven a veces en las postales pornográficas de los escaparates de pequeñas librerías, los fantasmas misteriosos que viven en la rue de la Lune y otros malolientes de la ciudad. No me gustaba demasiado la idea de anunciar mi fisonomía en compañía de aquella flor y nata. Pero, como me aseguraron que las fotografías eran para una colección estrictamente privada, y como iba destinada a Munich, acepté. Cuando no estás en tu ciudad natal, te puedes permitir pequeñas libertades, sobre todo por un motivo tan digno como el de ganarte el pan cotidiano. Al fin y al cabo, ahora que lo pienso, no había sido tan melindroso ni siquiera en Nueva York. Hubo noches en que estaba tan terriblemente desesperado allí, que tuve que salir a mendigar en mi propio barrio.

No íbamos a las salas de fiestas frecuentadas por los turistas, sino a los pequeños tugurios en que el ambiente era más simpático, en que podíamos echar una partida de cartas por la tarde antes de ponernos a trabajar. Era un buen compañero, el fotógrafo. Conocía la ciudad como la palma de la mano, sobre todo las paredes; me hablaba con frecuencia de Goethe, y de la época de los Hohenstaufen, y de la matanza de los judíos durante el reinado de la Peste Negra. Temas interesantes, y siempre relacionados de algún modo oscuro con las cosas que hacía. También tenía ideas para guiones, ideas sorprendentes, pero nadie tenía valor para realizarlas. La visión de un caballo rajado por la mitad como la puerta de un saloon, le inspiraba y se ponía a hablar de Dante o Leonardo da Vinci o Rembrandt; del matadero de Villette saltaba a un taxi y me llevaba a escape al Museo de Trocadero, para enseñarme una calavera o una momia que le había fascinado. Exploramos de cabo a rabo los arrondissements V, XIII, XIX y XX. Nuestros lugares de descanso favoritos eran rincones lúgubres como la Place National, Place des Peupliers, Place de la Contrescarpe, Place Paul Verlaine. Yo ya conocía muchos de esos lugares, pero ahora los veía todos desde otra perspectiva debido al sabor exótico de su conversación. Si hoy bajara paseando por la rue du Chateau-des-Rentiers, por ejemplo, inhalando el fétido hedor de las camas de hospital que exhala el arrondissement XIII, indudablemente se me dilatarían de placer las ventanas de la nariz, porque con ese olor a orina rancia y a formaldehído irían combinados los olores de nuestros viajes imaginarios por el osario de Europa que había creado la Peste Negra.

A través de él llegué a conocer a un individuo aficionado el espiritismo llamado Kruger, que era escultor y pintor. Por alguna razón le caí en gracia; me fue imposible quitármelo de encima, una vez que descubrió que estaba dispuesto a escuchar sus ideas «esotéricas». Hay personas en este mundo para las que la palabra «esotérico» parece un licor divino. Como «arreglado» para Herr Peeperkorn de La montaña mágica. Kruger, uno de esos santos descarriados, un masoquista, un tipo anal cuya ley es la escrupulosidad, la rectitud y la equidad, que en un día aciago le rompería la boca a alguien sin el menor remordimiento. Parecía creer que yo estaba maduro para pasar a otro plano, «un plano superior», como él decía. Estaba dispuesto a pasar a cualquier plano que me designase, con tal de que no se comiera ni se bebiese menos. Me ponía la cabeza como un bombo hablando del «hilo del alma», del «cuerpo causal», de la «ablación», de los Upanishads, de Plotino, de Krishnamurti, de «la vestidura kármica del alma», de «la conciencia nirvánica», todas esas chorradas que exhala Oriente como un hálito de la peste. A veces entraba en trance y hablaba de sus encarnaciones anteriores, o, por lo menos, tal como él las imaginaba. O me contaba sus sueños que, por lo que pude ver, eran totalmente insípidos, prosaicos, ni siquiera dignos de la atención de un freudiano, pero, para él, sus profundidades ocultaban vastas maravillas esotéricas que tenía que ayudarle a descifrar. Se había vuelto del revés, como una chaqueta cuyo pelo se ha desgastado.

Poco a poco, a medida que me ganaba su confianza, me fui abriendo paso hasta su corazón. Me lo gané hasta tal punto, que salía corriendo tras de mí, en la calle, para preguntarme si podía prestarme unos francos. Quería mantenerme en buenas condiciones para que sobreviviera a la transición a un plano superior. Yo me comportaba como la pera que madura en el árbol. De vez en cuando, tenía recaídas y confesaba mi necesidad de un alimento más terrenal: una visita a la Esfinge de la rue St. Apolline, donde sabía que. él iba en momentos de debilidad, cuando las exigencias de la carne habían llegado a ser demasiado vehementes.

Como pintor era una nulidad, como escultor menos que una nulidad. Era un buen amo de su casa, eso debo reconocerlo. Y ahorrativo, además. No desperdiciaba nada, ni siquiera el papel de envolver la carne. Los viernes por la noche, abría su estudio a sus compañeros artistas; siempre había bebida en abundancia y buenos emparedados, y si por casualidad sobraba algo, el día siguiente iba yo a acabarlo.

Detrás del Bal Bullier había otro estudio que me acostumbré a frecuentar: el estudio de Mark Swift. Si bien no era un genio, desde luego era un excéntrico, aquel irlandés cáustico. Tenía una modelo judía con la que había vivido durante años; ahora estaba cansado de ella y estaba buscando un pretexto para deshacerse de ella. Pero, como se había pulido la dote que había aportado al principio, no sabía cómo desembarazarse de ella sin restituírsela. Lo más sencillo era hostilizarla hasta que prefiriera morirse de hambre a soportar sus crueldades.

Era una persona bastante buena, su querida; lo peor que se podía decir de ella era que había perdido la línea, y la capacidad de soportarlo por más tiempo. También era pintora, y, entre los entendidos, se decía que tenía mucho más talento que él. Pero, por mucho que él le amargara la vida, era justa; nunca permitía a nadie decir que no era un gran pintor. Según ella, precisamente porque era un verdadero genio, era por lo que era un individuo tan desagradable. Nunca se veían los cuadros de ella en las paredes… sólo los de él. Las cosas de ella estaban amontonadas en la cocina. Una vez, estando yo presente, ocurrió que alguien insistió en ver la obra de ella. El resultado fue penoso. «Mirad esta figura», dijo Swift señalando uno de sus cuadros con su enorme pie. «El hombre que está parado ahí, en la puerta, está a punto de irse a mear. No va a poder encontrar el camino de vuelta porque tiene la cabeza mal colocada… Ahora, mirad ese desnudo de ahí… Estaba bien hasta que empezó a pintar el coño. No sé en qué estaría pensando, pero lo hizo tan grande, que se le coló el pincel dentro y no pudo volver a sacarlo.»

Para mostrarnos cómo debe ser un desnudo, va y saca un enorme cuadro que había acabado hacía poco. Era un retrato de ella, un ejemplo espléndido de venganza inspirada por la mala conciencia. La obra de un loco: perversa, mezquina, maligna, brillante. Daba la impresión de que la había espiado por el ojo de la cerradura, de que la había sorprendido en un momento aciago, cuando estaba hurgándose la nariz distraídamente o rascándose el culo. Estaba sentada en el sofá de crin, en un cuarto sin ventilación, un enorme cuarto sin ventana; podía haber sido perfectamente el lóbulo anterior de la glándula pineal. Por detrás de ella, la escalera en zig-zag que conducía al balcón; estaba cubierta con una alfombra de un verde bilioso, un verde como el que sólo podría proceder de un universo exhausto. Lo más destacado eran sus nalgas, desproporcionadas y llenas de costras; parecía haber alzado ligeramente el culo del sofá, como si fuera a tirarse un sonoro pedo. Su cara, la había idealizado: parecía dulce y virginal, pura como una pastilla para la tos. Pero el pecho estaba inflado, hinchado de emanaciones de alcantarilla; parecía estar nadando en un mar menstrual, un feto abultado con la expresión insulsa, almibarada, de un ángel.

No obstante, no podía uno dejar de sentir simpatía por él. Era un trabajador infatigable, un hombre que no tenía en la cabeza otra idea que la de pintar. Y, además, astuto como un lince. Él fue quien me metió en la cabeza la idea de cultivar la amistad de Fillmore, un joven del servicio diplomático que había logrado introducirse en el grupito que rodeaba a Kruger y a Swift. «Que te ayude», decía. «No sabe qué hacer con su dinero.»

Cuando alguien gasta para sí lo que tiene, cuando se da buena vida con su propio dinero, la gente suele decir: «No sabe qué hacer con su dinero.» Por mi parte, no veo qué mejor uso puede uno hacer del dinero. De esos individuos no se puede decir que sean generosos ni tacaños. Hacen circular dinero: eso es lo principal. Fillmore sabía que sus días en Francia estaban contados; estaba decidido a disfrutarlos. Y como uno siempre disfruta mejor en compañía de un amigo, era completamente natural que se dirigiera a alguien como yo, que disponía de mucho tiempo, en busca de la compañía que necesitaba. La gente decía que era un pelmazo, y supongo que lo era, pero cuando necesitas comer, puedes soportar cosas peores que un pelmazo. Al fin y al cabo, a pesar de que hablaba sin cesar, y generalmente de sí mismo o de los autores a los que admiraba servilmente —pájaros como Anatole France y Joseph Conrad —, me daba noches interesantes en otros sentidos. Le gustaba bailar, le gustaban los buenos vinos, y le gustaban las mujeres. Que le gustara también Byron, y Victor Hugo, era algo que se le podía perdonar; hacía pocos años que había salido de la universidad y tenía mucho tiempo por delante para curar semejantes gustos. Lo que tenía que me gustaba era sentido de la aventura.

Llegamos a conocernos mejor, más íntimamente, yo diría, gracias a un incidente peculiar que ocurrió durante mi breve estancia en casa de Kruger. Sucedió justo después de la llegada de Collins, un marinero a quien Fillmore había conocido en la travesía desde América. Los tres solíamos encontrarnos regularmente en la terrasse de la Rotonde antes de ir a cenar. Siempre tomábamos Pernod, bebida que ponía de buen humor a Collins y proporcionaba una base, por decirlo así, para el vino y la cerveza y los fines, etcétera, que teníamos que trincarnos después. Durante toda la estancia de Collins en París viví como un marqués, nada más que carne de aves y vinos de marca y postres de los que ni siquiera había oído hablar antes. Un mes de ese régimen y me habría visto obligado a ir a Baden-Baden o Vichy o Aixles-Bains. Mientras tanto, Kruger me daba alojamiento en su estudio. Estaba empezando a ser un estorbo, porque nunca aparecía antes de las tres de la mañana y era difícil sacarme de la cama antes del mediodía. Kruger nunca pronunció una palabra de reproche, pero su actitud indicaba con bastante claridad que me estaba volviendo un gorrón.

Un día caí enfermo. Aquella dieta tan nutritiva estaba haciendo efecto en mí. No sé lo que padecía, pero no podía levantarme de la cama. Había perdido toda mi energía, y con ella todo el valor que poseía. Kruger tuvo que cuidarme, tuvo que hacerme caldos, y cosas así. Fue un período penoso para él, sobre todo porque estaba a punto de hacer una importante exposición en su estudio, una presentación privada a unos entendidos adinerados de los que esperaba obtener ayuda. El catre en que yo estaba acostado se encontraba en el estudio; no había otra habitación donde ponerme.

La mañana del día en que había de hacer su exposición. Kruger se despertó con un humor de mil diablos. Si hubiera podido sostenerme en pie, sé que me habría dado una bofetada en la mandíbula y me habría echado de una patada en el culo. Pero me encontraba postrado y débil como un gato. Intentó engatusarme para que saliera de la cama, con la idea de encerrarme con llave en la cocina a la llegada de sus visitantes. Comprendí que le estaba complicando las cosas. La gente no puede mirar cuadros y estatuas con entusiasmo, cuando un hombre está agonizando ante sus ojos. Kruger creyó sinceramente que me estaba muriendo. Yo también lo creía. Por eso es por lo que, a pesar de sentirme culpable, no pude mostrar demasiado entusiasmo, cuando propuso llamar a la ambulancia y enviarme al Hospital Americano. Quería morir cómodamente allí mismo, en el estudio, no quería que me apremiaran a levantarme y a encontrar un lugar mejor donde morir. En realidad, no me importaba dónde muriera, con tal de que no tuviese que levantarme.

Cuando me oyó hablar así, Kruger se alarmó. Peor que tener un hombre enfermo en su estudio, si llegaban los visitantes, era tener a un muerto. Eso arruinaría completamente sus perspectivas, ya de por sí pobres. No me lo dijo con estas palabras, naturalmente, pero pude ver por su agitación que eso era lo que le preocupaba. Y eso hizo que me pusiera tozudo. Me opuse a que llamara al hospital. Me opuse a que llamase a un médico. Me opuse a todo.

Al final, se enfadó tanto conmigo, que, a pesar de mis protestas, empezó a vestirme. Yo estaba demasiado débil como para resistirme. Lo único que podía hacer era murmurar débilmente: «¡Eres un cabrón!» Aunque afuera hacía bueno, yo estaba tiritando como un perro. Después de que me hubo vestido completamente, me echó por encima un abrigo y salió a telefonear. «¡No me iré! ¡No me iré!», repetía yo, pero él se limitó a cerrarme la puerta en las narices. Al cabo de unos minutos regresó y, sin dirigirme una palabra, se puso a trajinar por el estudio. Los preparativos de última hora. Al poco rato llamaron a la puerta. Era Fillmore. Collins esperaba abajo, según me informó.

Los dos, Fillmore y Kruger, me colocaron los brazos bajo los sobacos y me pusieron de pie. Mientras me arrastraban hasta el ascensor, Kruger se ablandó. «Es por tu bien», dijo. «Y además, no sería justo para mí. Ya sabes lo que he luchado todos estos años. Deberías pensar en mí también.» Realmente, estaba a punto de llorar.

A pesar de lo desdichado y abatido que me sentía, sus palabras casi me hicieron sonreír. Era mucho mayor que yo, y aunque era un pintor pésimo, un pésimo artista de pies a cabeza, merecía una oportunidad… por lo menos una en la vida. —No te lo reprocho —murmuré —. Comprendo lo que pasa.

—Sabes que siempre te he apreciado —respondió él —. Cuando te mejores, puedes volver aquí otra vez, puedes quedarte todo el tiempo que quieras. —Por supuesto, ya lo sé… no voy a palmarla todavía —conseguí decir. En cierto modo, cuando vi a Collins abajo recobré el ánimo. Si alguien me ha parecido alguna vez completamente vivo, gozoso, magnánimo, ha sido él. Me cogió como si fuera un muñeco y me colocó en el asiento del taxi… y con suavidad además, lo que agradecí después del modo como me había maltratado Kruger. Cuando llegamos al hotel —el hotel en que se alojaba Collins —, hubo una breve discusión con el propietario, durante la cual estuve tendido en el sofá del bureau. Oí a Collins decir al patrón que no era nada… un simple colapso… que me recuperaría al cabo de pocos días. Vi que le ponía un billete nuevecito en las manos y después, volviéndose rápida y ágilmente, regresó a donde estaba yo y dijo: «¡Vamos, anímate! Que no vaya a pensar que la estás diñando.» Dicho eso, me puso de pie de un tirón y, sujetándome con un brazo, me acompañó hasta el ascensor. ¡Que no vaya a pensar que la estás diñando! Evidentemente, era de mal gusto morir en los brazos de la gente. Uno debería morir en el seno de su familia, en privado, por decirlo así. Sus palabras eran alentadoras. Empecé a ver todo aquello como una broma pesada. Arriba, con la puerta cerrada, me desnudaron y me pusieron entre las sábanas. «¡No te puedes morir ahora, joder!», dijo Collins cariñosamente. «Me vas a poner en un aprieto… Además, ¿qué cojones te pasa? ¿Es que no puedes soportar la buena vida? ¡Ánimo! Dentro de dos o tres días estarás comiendo un bistec. ¡Te lo crees tú eso de que estás enfermo! ¡Espera a que pesques una sífilis y verás! Entonces tendrás motivos para apurarte…» Y empezó a contar, humorísticamente, su viaje Yangtze Kiang abajo, con el cabello cayéndosele y los dientes pudriéndosele. En el estado de debilidad en que me encontraba, la historia que contó tuvo un extraordinario efecto sedante sobre mí. Me hizo olvidarme completamente de mí mismo. Aquel tío tenía agallas. Tal vez exageró un poco, por consideración hacia mí, pero en aquel momento yo no escuchaba con espíritu crítico. Era todo ojos y oídos. Vi la sucia desembocadura amarilla del río, las luces apareciendo en Hankow, el mar de rostros amarillos, champanes que se precipitaban por las gargantas y los rápidos flameando con el hálito sulfuroso del dragón. ¡Qué historia! Los coolies pululando en torno al barco todos los días y rastreando los desperdicios tirados por la borda, Tom Stattery alzándose de su lecho de muerte para echar una última mirada a las luces de Hankow, la bella eurasiática tumbada en una habitación oscura y llenándole las venas de veneno, la monotonía de las chaquetas azules y las caras amarillas, millones y millones de ellos devorados por el hambre, diezmados por las enfermedades, subsistiendo gracias a ratas, perros y raíces que arrancaba a mordiscos de la tierra, devorando a sus propios hijos. Era difícil imaginar que el cuerpo de aquel hombre había sido una masa de llagas, que la gente había huido de él como de un leproso; su voz era tan plácida y dulce, que parecía como si su espíritu hubiera quedado purificado por todos los sufrimientos que había padecido. Al alargar la mano para alcanzar la copa, su cara se iba volviendo cada vez más suave y sus palabras parecían acariciarme verdaderamente. Y durante todo el tiempo, China cerniéndose sobre nosotros como el Destino mismo. Una China que se pudría, que se derrumbaba y se volvía polvo como un enorme dinosaurio, y, sin embargo, conservaba hasta el final el hechizo, el encanto, el misterio, la crueldad de sus venerables leyendas. No pude seguir su historia; mi mente había retrocedido hasta un cuatro de julio en que compré mi primer paquete de cohetes y con él los largos trozos de yesca que se rompen tan fácilmente, la yesca que tienes que soplar para obtener una buena brasa roja, la yesca cuyo olor se te queda en los dedos durante días y te hace soñar con cosas extrañas. El cuatro de julio las calles quedan cubiertas de papeles de un rojo brillante estampados con figuras negras y doradas y por todas partes hay pequeños cohetes que tienen los intestinos más curiosos; paquetes y paquetes de ellos atados todos juntos con sus cordeles de tripas, delgados y planos, del color de los sesos humanos. Durante todo el día hay olor a pólvora y yesca y el polvo dorado de los brillantes envoltorios rojos se te pega a los dedos. Nunca piensas en China, pero está ahí todo el tiempo en las puntas de tus dedos y hace que te pique la nariz; y mucho después, cuando casi has olvidado cómo huele un cohete, te despiertas un día con hoja de oro asfixiándote y los trozos rotos de yesca traen de nuevo por el aire su acre olor y los brillantes envoltorios rojos te hacen sentir nostalgia de un pueblo y de una tierra que nunca has conocido, pero que está en tu sangre, ahí en tu sangre misteriosamente, un valor fugitivo y constante al que recurres cada vez más a medida que envejeces, que intentas captar con la mente, pero sin conseguirlo, porque en todo lo chino hay sabiduría y misterio y nunca puedes asirlo con las dos manos ni con la mente, sino que debes dejar que se esfume, que se te pegue a los dedos, que se te vaya filtrando lentamente en las venas.

Unas semanas después, por haber recibido una invitación apremiante de Collins, que había regresado a Le Havre, Fillmore y yo subimos al tren una mañana, dispuestos a pasar el fin de semana con él. Era la primera vez que salía fuera de París desde mi llegada aquí. Estábamos de buen talante, y pasamos todo el viaje hasta la costa bebiendo Anjou. Collins nos había dado la dirección de un bar donde debíamos encontrarnos; era un lugar llamado Jimmie’s Bar, que todo el mundo tenía que conocer en Le Havre. En la estación montamos en un simón descubierto y partimos a buen trote hacia la cita; nos quedaba todavía media botella de Anjou que acabamos por el camino. Le Havre tenía aspecto alegre, soleado, el aire era tonificante, con ese penetrante olor a sal que casi me hizo sentir nostalgia de Nueva York. Por todas partes aparecían mástiles y cascos, banderolas de colores vivos, grandes plazas abiertas y cafés de techos altos como sólo se ven en provincias. Una impresión magnífica inmediatamente; la ciudad nos recibía con los brazos abiertos. Antes de llegar al bar, vimos a Collins bajando la calle al galope, camino de la estación seguramente, y un poco tarde como de costumbre. Fillmore sugirió inmediatamente un Pernod; nos dábamos palmadas en la espalda, riendo y escupiendo, embriagados ya con la luz del sol y el aire salado del mar. Al principio, Collins parecía indeciso con respecto al Pernod. Tenía unas ligeras purgaciones, según nos informó. Nada grave… «un exceso», probablemente. Nos enseñó una botella que llevaba en el bolsillo: «Venétienne» se llamaba, si no recuerdo mal. El remedio de los marineros para las purgaciones. Nos detuvimos en un restaurante para tomar un bocado antes de dirigirnos al bar de Jimmie. Era una taberna inmensa con grandes alfardas ahumadas y mesas rebosantes de comida. Bebimos copiosamente los vinos que Collins recomendó. Después nos sentamos en una terrasse y tomamos café y licores. Collins hablaba del barón de Charlus, un hombre de su completo agrado, según dijo. Durante casi un año había estado en Le Havre, derrochando el dinero que había acumulado durante sus años de contrabandista de licores. Sus gustos eran simples: comida, bebida, mujeres y libros. ¡Y un baño privado! De eso no podía prescindir. Estábamos hablando todavía del barón de Charlus, cuando llegamos al Jimmie’s Bar. La tarde tocaba a su fin y el local estaba empezando a llenarse. Allí estaba Jimmie, con la cara roja como un tomate, y a su lado su esposa, una guapa francesa de ojos centelleantes y que estaba muy buena. Nos dieron todos un recibimiento maravilloso. Volvíamos a tener todos un Pernod delante, el gramófono aullaba, la gente hablaba sin parar en inglés y francés y holandés y noruego y español, y Jimmie y su esposa, ambos muy animados y vivarachos, se daban palmadas y se besaban cordialmente y alzaban sus vasos y los chocaban: en conjunto, una bulla y una algarabía tan alegres, que te daban ganas de quitarte la ropa y bailar una danza guerrera. Las mujeres del bar se habían congregado a nuestro alrededor como moscas. Si éramos amigos de Collins, quería decir que éramos ricos. No importaba que nos hubiéramos presentado con nuestras ropas viejas; todos los anglais se vestían así. Yo no tenía un céntimo en el bolsillo, cosa que no importaba, desde luego, ya que era el huésped de honor. No obstante, me sentí algo cohibido con dos putas imponentes colgadas de mis brazos y esperando que pidiera algo. Decidí coger el toro por los cuernos. Ya no se podía saber qué consumiciones eran por cuenta de la casa y cuáles eran las que había que pagar. Tenía que comportarme como un gentleman, aunque no tuviera un céntimo en el bolsillo. Ivette —así se llamaba la esposa de Jimmie — fue extraordinariamente amable y cordial con nosotros. Estaba preparando un pequeño banquete en nuestro honor. Todavía iba a tardar un poco. No debíamos emborracharnos demasiado: quería que disfrutáramos de la comida. El gramófono sonaba a todo volumen y Fillmore había empezado a bailar con una bella mulata vestida con un traje de terciopelo ceñido que revelaba todos sus encantos. Collins se me acercó y me susurró unas palabras sobre la muchacha que estaba a mi lado. «La madame la invitará a cenar —dijo —, si quieres estar con ella.» Era una puta retirada, propietaria de una hermosa casa en las afueras de la ciudad. Ahora era la querida de un capitán de marina. Él estaba ausente y no había nada que temer. «Si le gustas, te invitará a quedarte con ella», añadió. Con eso tuve bastante. Me volví al instante hacia Marcelle y empecé a camelarla. Nos quedamos en un rincón del bar, haciendo como que bailábamos, y nos magreamos ferozmente. Jimmie me guiñó el ojo maliciosamente y movió la cabeza en señal de aprobación. Aquella Marcelle era una tía lasciva, y agradable al mismo tiempo. Noté que se deshizo en seguida de la otra chica, y después nos enfrascamos en una larga e íntima conversación que desgraciadamente fue interrumpida por el anuncio de que la cena estaba lista. Éramos unos veinte a la mesa, a Marcelle y a mí nos colocaron en el extremo opuesto al de Jimmie y su esposa. Comenzó con las explosiones de los corchos de champán e inmediatamente siguieron los discursos de borrachos, durante los cuales Marcelle y yo jugueteábamos por debajo de la mesa. Cuando me llegó el turno de levantarme y decir unas palabras, tuve que sostener la servilleta delante de mí. Fue penoso y cómico a un tiempo. Tuve que abreviar mi discurso porque Marcelle estuvo todo el tiempo haciéndome cosquillas en la entrepierna. La cena duró hasta casi medianoche. Yo tenía pensado pasar la noche con Marcelle en aquella bella casa sobre el acantilado. Pero no iba a ser así. Collins se había propuesto llevarnos a conocer la ciudad y no podía negarme. «No te preocupes por ella —dijo —. Te darás un atracón antes de que os vayáis. Dile que te espere aquí hasta que volvamos.» Aquello no le hizo mucha gracia a Marcelle, pero, cuando le dijimos que teníamos unos días por delante, se le iluminó el rostro. Cuando salimos afuera, Fillmore nos cogió del brazo muy solemnemente y dijo que tenía que hacer una pequeña confesión. Estaba pálido y parecía preocupado. —Bueno, ¿qué pasa? —dijo Collins alegremente —. ¡Desembucha! Fillmore no podía desembucharlo así, de una vez. Tosió, se aclaró la garganta y, por fin, soltó abruptamente: «Pues, cuando he ido al retrete hace un momento, he notado algo…» —Entonces, ¡las has pescado! —exclamó Collins triunfalmente, y dicho eso esgrimió la botella de «Venétienne» —. No vayas a un médico —añadió maliciosamente —. Te desplumarán, esos cabrones peseteros. Y no dejes de beber tampoco. Todo eso son cuentos. Tómate esto dos veces al día… agítalo bien antes de usarlo. Y no hay nada peor que preocuparse, ¿entiendes? Ahora, vamos. Te daré una jeringa y un poco de permanganato, cuando volvamos.

Así, que nos internamos en la noche, camino del puerto donde se oía música y gritos y blasfemias de borrachos. Collins no paraba de hablar pausadamente de esto y lo otro, de un muchacho del que se había enamorado, y de lo mal que lo pasó para salir del apuro, cuando los padres se enteraron. De ese tema pasó otra vez al del barón de Charlus y después al de Kurtz, que se había ido río arriba y se había perdido. Su tema favorito. Me gustaba el modo como Collins se movía continuamente sobre aquel fondo literario, era como un millonario que nunca bajara de su Rolls Roy ce. Para él no había terreno intermedio entre la realidad y las ideas. Cuando entramos en la casa de putas del Quai Voltaire, después de haberse echado en el sofá y de haber pedido chicas y bebidas, todavía seguía remando con Kurtz río arriba, y hasta que no se echaron las chavalas en la cama junto a él y le llenaron la boca de besos no cesó de divagar. Entonces, como si se hubiera dado cuenta de repente de dónde estaba, se volvió hacia la abuela que dirigía el local y le soltó una perorata elocuente sobre sus dos amigos que habían venido de París expresamente para conocer la casa. Había media docena de chicas en la habitación, todas desnudas, y debo reconocer que todas estaban muy buenas. Revoloteaban por la habitación mientras nosotros tres intentábamos mantener una conversación con la abuela. Por fin, ésta se excusó y nos dijo que estábamos en nuestra casa. Era tan dulce y amable, tan absolutamente cortés y maternal, que me sedujo por completo. ¡Y qué educada! Si hubiera sido un poco más joven, le habría hecho proposiciones deshonestas. Desde luego, nadie hubiera dicho que estábamos en un «antro de vicio», como se los suele llamar.

El caso es que nos quedamos allí una hora más o menos, y como yo era el único que estaba en condiciones de disfrutar de los privilegios de la casa, Collins y Fillmore se quedaron abajo charlando con las chicas. Cuando regresé, me encontré a los dos tumbados en la cama; las chicas habían formado un semicírculo en torno a la cama y estaban cantando con las voces más angelicales el coro de Roses in Picardy. Cuando abandonamos la casa, nos sentíamos deprimidos sentimentalmente… sobre todo Fillmore. Collins nos llevó en seguida a un sórdido tugurio abarrotado de marineros de permiso en tierra y allí nos sentamos por un rato a disfrutar el sarao homosexual que estaba en su apogeo. Cuando alzamos el vuelo, tuvimos que pasar por el barrio chino, donde había otras abuelas con chales al cuello sentadas en los escalones de las puertas, abanicándose y saludando afablemente a los viandantes con movimientos de la cabeza. Todas ellas personas tan agradables, tan bondadosas, que parecían encargadas de guardería. Grupitos de marineros se acercaban haciendo eses y se metían a empujones y ruidosamente en los llamativos tugurios. Sexo por todos lados: se derramaba una marea muerta que barría los puntales por debajo de la ciudad. Fuimos paseando por la orilla de la dársena donde todo estaba revuelto y confuso; daba la impresión de que todos aquellos barcos, aquellas jábegas y yates y goletas y barcazas, habían sido arrojados a la costa por un violento temporal.

En el transcurso de cuarenta y ocho horas habían ocurrido tantas cosas, que parecía que lleváramos en Le Havre un mes o más. Teníamos pensado marcharnos el lunes por la mañana a primera hora, pues Fillmore tenía que volver al trabajo. Pasamos el domingo bebiendo y de juerga, con purgaciones o sin ellas. Aquella tarde Collins nos confesó que pensaba regresar a su rancho de Idaho; hacía ocho años que faltaba de casa y quería volver a ver las montañas antes de hacer otro viaje al Este. En aquel momento estábamos sentados en una casa de putas, esperando a una chica a la que había prometido pasarle un poco de cocaína. Estaba harto de Le Havre, según nos dijo. Además, la esposa de Jimmie se había enamorado de él y le hacía la vida imposible con sus arranques de celos. Casi cada noche había una escena. Se había comportado bien desde que habíamos llegado, pero nos aseguró que no duraría mucho. Estaba especialmente celosa de una muchacha rusa que de vez en cuando pasaba por el bar, cuando se emborrachaba. Una alborotadora. Y, para colmo de males, estaba desesperadamente enamorado de aquel muchacho del que nos había hablado el primer día. «¡Un muchacho puede partirte el corazón! —dijo —. ¡Es tan endemoniadamente bello! ¡Y tan cruel!» Al oír aquello, no pudimos reprimir la risa. Parecía ridículo. Pero Collins hablaba en serio.

Hacia la medianoche del domingo Fillmore y yo nos retiramos; nos habían dado una habitación arriba, sobre el bar. Hacía un bochorno infernal, no había ni un soplo de aire. Por las ventanas abiertas les oíamos gritar abajo y el gramófono que no paraba ni un momento. De repente, estalló una tormenta: un auténtico aguacero. Y entre los truenos y las ráfagas que azotaban los cristales de las ventanas, llegó hasta nuestros oídos el sonido de otra tormenta que rugía abajo en el bar. Parecía amenazadoramente próxima y siniestra; las mujeres gritaban a pleno pulmón, las botellas estallaban con estrépito, las mesas caían volcadas y se oía ese ruido sordo, familiar y nauseabundo que produce el cuerpo humano cuando se estrella contra el suelo.

Hacia las seis Collins asomó la cabeza por la puerta. Tenía la cara cubierta de emplastos y llevaba un brazo en cabestrillo. Una amplia sonrisa le iluminaba la cara.

—Como os dije —anunció —. Anoche se desató. Supongo que habréis oído el alboroto.

Nos vestimos rápidamente y bajamos para despedirnos de Jimmie. El salón estaba completamente destruido, no quedaba ni una botella en pie, ni una silla sin romper. El espejo y el escaparate hechos añicos. Jimmie estaba haciéndose un ponche de leche y huevo.

Camino de la estación, reconstruimos lo sucedido. La muchacha rusa se había presentado, después que nosotros nos fuéramos a la cama haciendo eses, e Ivette no había tardado en insultarla, sin esperar siquiera a tener una excusa. Habían empezado a tirarse del pelo y, estando así, un tiarrón sueco se había adelantado y le había dado a la muchacha rusa una sonora bofetada en la mandíbula… para hacerla reaccionar. Con aquello comenzó la refriega. Collins preguntó qué derecho tenía aquel estúpido grandullón a meterse en una riña privada. Como respuesta recibió un golpe en la mandíbula, un directo que lo envió volando al otro extremo del bar.

«¡Te lo mereces!», gritó Ivette, aprovechando la ocasión para darle un botellazo en la cabeza a la muchacha rusa. Y en aquel momento se desencadenó la tormenta. Por un rato aquello fue un auténtico pandemónium, las mujeres estaban todas histéricas y deseosas de aprovechar la oportunidad para desquitarse de sus rencillas particulares. No hay nada como una riña en un bar… es tan fácil clavarle a alguien un puñal en la espalda o golpearle con una botella cuando está tirado bajo una mesa. El pobre sueco se encontró en un avispero; todos los que había allí le odiaban, sobre todo sus compañeros de barco. Querían verlo vencido. Así, que cerraron la puerta con llave y apartando las mesas a los lados hicieron un poco de espacio frente a la barra donde los dos hombres pudieran ajustarse las cuentas. ¡Y menudo si se las ajustaron! Tuvieron que llevar al pobre diablo al hospital, al acabar. Collins había tenido bastante suerte: sólo una muñeca torcida y dos dedos dislocados, la nariz sangrando y un ojo a la virulé. Unos rasguños simplemente, como él decía. Pero, si alguna vez llegaba a trabajar en el mismo barco con aquel sueco, iba a matarlo. La cosa no iba a quedar así. Nos lo prometió.

Y tampoco acabó ahí el alboroto. Después, Ivette se fue a emborrachar a otro bar. La habían insultado e iba a poner punto final a aquel asunto. Conque va y coge un taxi y dice al conductor que la lleve al borde del acantilado que da al mar. Iba a matarse, eso era lo que iba a hacer. Pero estaba tan borracha, que, cuando salió del taxi tambaleándose, se echó a llorar y, antes de que nadie pudiera evitarlo, empezó a quitarse la ropa. El conductor la llevó a casa así, medio desnuda, y cuando Jimmie la vio en aquel estado, se puso tan furioso con ella, que cogió el asentador de la navaja de afeitar y le dio una azotaina que la dejó baldada, y aquello le gustó, a la muy puta. «¡Dame más!», le suplicaba, arrodillada como estaba y abrazada a sus piernas. Pero Jimmie ya estaba harto. «¡Eres una guarra asquerosa!», le dijo y le dio un puntapié en el vientre que le cortó el aliento… y también sus desatinos sexuales.

Ya era hora de que nos marcháramos. La ciudad parecía diferente a la primera luz de la mañana. La última cosa de que hablamos, mientras esperábamos la salida del tren, fue de Idaho. Los tres éramos americanos. Cada uno de nosotros procedía de un lugar distinto, pero teníamos alguna cosa en común: muchas, diría yo. Estábamos poniéndonos sentimentales, como les ocurre a los americanos a la hora de separarse. Parecíamos tontos, hablando de las vacas y de las ovejas y de los grandes espacios abiertos donde los hombres son hombres y todas esas chorradas. Si en lugar del tren, hubiera pasado un barco, habríamos subido a bordo y nos habríamos despedido de todo. Pero Collins no iba a regresar nunca a América, como supe posteriormente, y Fillmore… bueno, Fillmore también iba a recibir su castigo, de un modo que ninguno de nosotros habría sospechado entonces. Es mejor conservar a América así, siempre como telón de fondo, una especie de tarjeta postal que contemplamos en momentos de debilidad. De ese modo, te imaginas que siempre está ahí esperándote, inmutable, intacta, un gran espacio patriótico y abierto con vacas y ovejas y hombres compasivos dispuestos a dar por culo a todo lo que haya a la vista, hombre, mujer o animal. América no existe. Es el nombre que se da a una idea abstracta…