Un día, caída del cielo, me llega una carta de Boris, a quien hace muchos meses que no he visto. Es un documento extraño y no puedo decir que entienda todo claramente. «Lo que ocurrió entre nosotros —al menos, por lo que a mí respecta — es que me conmoviste, conmoviste mi vida, es decir, en el único punto en que todavía estoy vivo: mi muerte. Con la corriente emocional pasé por otra inmersión. Volví a vivir; me sentí vivo. Ya no por reminiscencia, como me ocurre con los demás, sino vivo.»
Así empezaba. Ni una palabra de salutación, ni fecha, ni dirección. Escrita con garabatos finos y ampulosos en una hoja de papel rayado arrancada de un cuaderno. «Por eso es por lo que, tanto si me aprecias como si no —en el fondo, creo que más que nada me odias —, te considero un amigo íntimo. Por ti sé cómo he muerto: me veo muriendo de nuevo: me muero. No es poco. Más que estar muerto simplemente. Ésa puede ser la razón por la que tengo tanto miedo a verte: puedes haberme jugado la mala pasada de haberte muerto. Todo ocurre tan de prisa hoy día.»
La estoy releyendo, renglón a renglón, de pie junto al mármol litográfico. Me parece estúpida, toda esta palabrería sobre la vida y la muerte y eso de que todo ocurre tan de prisa. No veo que ocurra nada, salvo las calamidades habituales de la primera página. Ha estado viviendo durante los seis últimos meses enclaustrado en una habitación barata… probablemente en comunicación telepática con Cronstadt. Habla de la línea que retrocede, del sector evacuado, y cosas así, como si estuviera hundido en una trinchera escribiendo un informe para el cuartel general. Probablemente llevaba puesta la levita, cuando se sentó a redactar su misiva, y probablemente se frotó las manos varias veces como hacía cuando se presentaba un cliente a alquilar el piso. «La razón por la que quería que te suicidaras…», vuelve a empezar. Ante eso, me echo a reír. Solía pasearse de arriba abajo con una mano en el bolsillo de la levita en la Villa Borghese, o en casa de Cronstadt —dondequiera que hubiese espacio a mano, por decirlo así — y soltaba esa serie de disparates sobre la vida y la muerte a sus anchas. Nunca entendí ni una palabra, debo confesarlo, pero era un buen espectáculo y, como no soy judío, me interesaba naturalmente lo que ocurría en aquella olla de grillos de su sesera. A veces se tumbaba en su sofá cuan largo era, exhausto por el alud de ideas que le atravesaba el coco. Rozaba con los pies la estantería donde guardaba su Platón y su Spinoza: no podía entender por qué no quería yo saber nada con ellos. Reconozco que sabía presentarlos de modo interesante, aunque yo no tenía la menor idea de qué se trataba. A veces echaba una ojeada a hurtadillas a un volumen, para verificar aquellas ideas estrafalarias que les atribuía… pero la relación era frágil, tenue. Tenía un lenguaje propio, Boris, es decir, cuando me hablaba a solas; pero cuando oía a Cronstadt, me parecía que Boris había plagiado sus maravillosas ideas. Aquellos dos hablaban una especie de jerga matemática superior. Nunca entraba nada de carne y hueso; era extraña, fantasmal, espantosamente abstracta. Cuando llegaban al tema de la muerte, parecía algo más concreto: al fin y al cabo, un hacha o un cuchillo tienen que tener un mango. Yo disfrutaba inmensamente con aquellas sesiones. Era la primera vez en mi vida que la muerte me había parecido hasta fascinante… todas aquellas muertes abstractas que entrañaban una especie de agonía incruenta. De vez en cuando me felicitaban por estar vivo, pero de un modo que me desconcertaba. Me hacían sentir vivo en el siglo XIX, como una especie de vestigio atávico, un retazo romántico, un pithecanthropus erectus con alma. Sobre todo Boris parecía hallar placer en tocarme; quería que yo estuviera vivo para poder él morir a sus anchas. Por la forma como me miraba y tocaba era como para pensar que todos aquellos millones de seres de la calle no eran sino vacas muertas. Pero la carta… estoy olvidando la carta… «La razón por la que quería que te suicidaras aquella noche en casa de Cronstadt, cuando Moldorf se convirtió en Dios, era que me sentía muy cercano a ti entonces. Quizá más de lo que llegaré a estar nunca. Y tenía miedo, un miedo terrible, a que algún día me traicionaras, a que murieses en mis manos. Y yo quedaría abandonado con mi idea de ti simplemente, y nada para sustentarla. Nunca te lo perdonaría.» ¡Quizá podáis imaginarlo diciendo algo así! Por mi parte, no veo claro cuál era su idea de mí, o, en cualquier caso, está claro que yo era una pura idea, una idea que se mantenía viva sin comida. Boris nunca concedió demasiada importancia al problema de la comida. Intentaba alimentarme con ideas. Todo era idea. Sin embargo, cuando deseaba tan vivamente alquilar el piso, no se le olvidaba poner una nueva arandela en el retrete. El caso es que no quería que yo muriera en sus brazos. «Tienes que ser vida para mí hasta el final», según escribe. «Ésa es la única forma de sostener mi idea de ti. Porque, como puedes ver, has quedado ligado a mí con algo tan vital, que no creo que pueda nunca desembarazarme de ti. Ni tampoco lo deseo. Quiero que vivas cada día más vitalmente, puesto que yo estoy muerto. Por eso es por lo que, cuando hablo de ti con otros, me siento un poco avergonzado. Es difícil hablar de uno mismo tan íntimamente.» Quizá imaginéis que estaba deseoso de verme, o que le gustaría saber qué hacía yo; pero no, ni un renglón sobre lo concreto o lo personal, excepto en aquel lenguaje de la vida y de la muerte, sólo aquel breve mensaje desde las trincheras, aquella fumarada de gas tóxico para comunicar a todos y cada uno que la guerra continuaba todavía. A veces me pregunto cómo es que no atraigo sino a individuos chiflados, neurasténicos, neuróticos, psicópatas… y sobre todo judíos. Debe de haber algo en un gentil sano que excita a la mente judía, como cuando ven pan negro rancio. Por ejemplo, Moldorf, que se había erigido en Dios, según Boris y Cronstadt. Me odiaba absolutamente, aquella víbora… y, sin embargo, no podía mantenerse alejado de mí. Venía regularmente a buscar su dosis de insultos: era como un tónico para él. Desde luego, al principio fui indulgente con él; al fin y al cabo, me pagaba por escucharle. Y aunque nunca mostré demasiada simpatía, sabía estar callado, cuando me ganaba con ello una comida y un poco de dinero. Sin embargo, al cabo de un tiempo, viendo lo masoquista que era, me permitía reírme en sus narices alguna vez que otra; aquello era como un latigazo para él, hacía manar a borbotones la pena y la agonía con vigor renovado. Y quizá todo habría ido a las mil maravillas entre nosotros, si no hubiera considerado su deber proteger a Tania. Pero el hecho de que Tania fuera judía planteaba un problema moral. Quería que yo me contentara con la señorita Claude, por quien he de reconocer que sentía auténtico afecto. Incluso me dio dinero ocasionalmente para que me acostase con ella. Hasta que comprendió que yo era un libertino incorregible. Menciono a Tania ahora porque acaba de regresar de Rusia: hace unos días, Sylvester se ha quedado para tratar de conseguir trabajo. Ha abandonado la literatura por completo. Se ha consagrado a la nueva Utopía. Tania quiere que yo vuelva con ella allí, a Crimea preferentemente, para comenzar una nueva vida. El otro día organizamos una buena juerga en la habitación de Carl para discutir las posibilidades. Yo quería saber qué podría hacer para ganarme la vida allí… si podría ser corrector de pruebas, por ejemplo. Ella dijo que no debía preocuparme por lo que haría: me encontrarían un trabajo, con tal de que fuera serio y sincero. Intenté parecer serio, pero sólo conseguí parecer patético. En Rusia no quieren ver caras tristes; quieren que estés animado, entusiasta, alegre, optimista. Me pareció muy semejante a América. No nací con esa clase de entusiasmo. No se lo dejé traslucir a Tania, naturalmente, pero para mis adentros rezaba para que me dejasen en paz, suspiraba por regresar a mi rinconcito, y quedarme en él hasta que estalle la guerra. Todas aquellas chorradas sobre Rusia me inquietaron un poco. Tania se entusiasmó tanto con ello, que nos acabamos casi media docena de botellas de vin ordinaire. Carl saltaba como un escarabajo. Tiene bastante sangre judía como para perder la cabeza por una idea como Rusia. Lo mejor sería casarnos… inmediatamente. «¡Casaos! —dice —, ¡no tenéis nada que perder!» Y después finge ir a un recado para que podamos echar un polvo rápido. Y aunque Tania lo deseaba, esa cuestión de Rusia se le había metido tan sólidamente en la chola, que desaprovechó todo el tiempo que teníamos mordiéndome la oreja, lo que me puso malhumorado e incómodo. En fin, teníamos que pensar en comer y en ir a la oficina, así que nos metimos en un taxi en el Boulevard Edgar-Quinet, a poca distancia del cementerio, y salimos pitando. Era un momento excelente para pasar a toda velocidad por París en un coche descubierto, y el vino que nos daba vueltas en la barriga hacía que pareciera más precioso de lo habitual. Carl estaba sentado enfrente de nosotros, en el strapontin, con la cara roja como un tomate. Se sentía feliz, el pobre diablo, pensando en la nueva vida gloriosa que iba a hacer al otro lado de Europa. Y al mismo tiempo un poco melancólico: no me cabía duda. En realidad, tenía tan pocas ganas de dejar París como yo. París no le ha sido propicio, como tampoco lo había sido para mí, ni para nadie, si vamos a eso, pero cuando has sufrido y soportado cosas aquí, entonces es cuando París se apodera de ti, podríamos decir que te agarra de los cojones, como una puta enamorada que prefiere morir a soltarte. Así era como lo veía él, no me cabía duda. Al atravesar el Sena, tenía una amplia sonrisa estúpida en la cara y miraba los edificios y las estatuas como si los estuviera viendo en un sueño. También para mí era como un sueño: tenía la mano en el pecho de Tania e iba apretándole las tetas con todas mis fuerzas y contemplaba el agua bajo los puentes y las barcazas y Notre-Dame más abajo, tal como aparece en las postales, e iba pensando ebriamente para mis adentros que así es como te dan por culo, pero también me lo callé y sabía que no cambiaría nunca todo aquel ajetreo que me rodeaba por Rusia ni por el cielo ni por nada del mundo. Iba pensando para mis adentros que era una tarde espléndida y que pronto íbamos a estar zampando y me preguntaba qué cosa especial podríamos pedir, un buen vino fuerte que ahogara todo aquel asunto de Rusia. A las mujeres como Tania, llenas de savia y de todo, les importa un bledo lo que te pasa, una vez que se les mete una idea en la cabeza. Si les das manga ancha, son capaces de quitarte los pantalones en el propio taxi. Sin embargo, era magnífico avanzar entre el tráfico, con las caras manchadas de carmín y el vino gorgoteando como una alcantarilla dentro de nosotros, sobre todo cuando giramos para tomar la rue Laffitte, que es lo bastante ancha para enmarcar el pequeño templo al fondo de la calle y, encima de él, el Sacré-Coeur, una especie de exótico revoltillo arquitectónico, una lúcida idea francesa que se te mete por la embriaguez y te deja flotando inerme en el pasado, en un sueño fluido que te despierta completamente sin crisparte los nervios. Con Tania de vuelta entre nosotros, un trabajo fijo, la discusión de borrachos sobre Rusia, los paseos nocturnos hasta casa, y París en pleno verano, la vida parece levantar cabeza un poco. Quizá sea por eso por lo que una carta como la que me envió Boris me parece absolutamente disparatada. Casi todos los días me encuentro con Tania hacia las cinco para tomar un oporto, como dice ella. Dejo que me lleve a lugares donde nunca he estado, los bares elegantes de los alrededores de los Champs-Elysées, donde el sonido del jazz y de las voces infantiles de cantantes románticos parece empapar el enmaderado de la caoba. Hasta cuando vas al lavabo, esas melodías dulzonas y sentimentales te persiguen, entran flotando en el retrete por los ventiladores y convierten la vida en burbujas de jabón iridiscentes. Y ya sea porque Sylvester está ausente y ella se siente libre ahora o por lo que sea, el caso es que Tania procura comportarse como un ángel. «Me trataste muy mal justo antes de marcharme», me dice un día. «¿Por qué necesitabas portarte así? Nunca he hecho nada para ofenderte, ¿verdad?» Entre las luces tenues y aquella música de caoba y melosa que rezumaba por el local, estábamos poniéndonos sentimentales. Se acercaba la hora de ir a trabajar y ni siquiera habíamos comido todavía. Los tickets estaban delante de nosotros —seis francos, cuatro cincuenta, siete francos, dos cincuenta —, yo los contaba maquinalmente al tiempo que me preguntaba si preferiría trabajar en un bar. Muchas veces en una situación parecida, cuando ella estaba hablándome efusivamente de Rusia, el futuro, el amor y todas esas chorradas, me ponía a pensar en las cosas que menos venían al caso, en lustrar zapatos o en ser el encargado de un urinario, supongo que sobre todo porque se estaba tan a gusto en aquellos sitios a los que me llevaba y nunca se me ocurría que estaría completamente sobrio y quizá viejo y encorvado… no, siempre imaginaba que el futuro, por modesto que fuera, estaría en esa clase de ambiente, con las mismas melodías sonándome en la cabeza y los vasos tintineando y detrás de cada culo bien formado un rastro de perfume de un metro de ancho que eliminaría el hedor de la vida, incluso abajo, en el lavabo.
Lo extraño es que nunca me echara a perder de tanto andar por los lugares elegantes con ella. Desde luego, me resultaba difícil separarme de ella. Solía llevarla hasta el atrio de una iglesia cercana a la oficina y allí, de pie en la oscuridad, nos dábamos el último abrazo, y ella me susurraba: «Dios mío, ¿qué voy a hacer ahora?» Quería que yo dejase el trabajo para que pudiéramos hacer el amor noche y día; ni siquiera le importaba ya Rusia, con tal de que estuviésemos juntos. Pero en cuanto me separaba de ella, se me aclaraba la cabeza. Otra clase de música, no tan sentimental pero igualmente buena, era la que me acariciaba los oídos, cuando empujaba la puerta giratoria. Y otro tipo de perfume, no precisamente de un metro de ancho, sino omnipresente, una especie de mezcla de sudor y pachulí que parecía provenir de las máquinas. Entrar lleno como una cuba, como solía sucederme, era como descender de repente a baja altitud. Generalmente me iba derecho al retrete: aquello me animaba en cierto modo. Hacía más fresco allí, o, si no, el sonido del agua corriente me daba esa impresión. Era siempre una ducha fría, el retrete. Era real. Antes de entrar, tenías que pasar por delante de una fila de franceses que estaban quitándose la ropa. ¡Uf! Pero, ¡cómo apestaban, aquellos marranos! Y encima les pagaban bien por eso. Pero allí estaban, desnudos, unos en calzoncillos largos, otros con barba, la mayoría pálidos, ratas flacas con plomo en las venas. Dentro del retrete podías hacer un inventario de sus pensamientos fútiles. Las paredes estaban cubiertas de dibujos y epítetos, todos ellos jocosamente obscenos, fáciles de entender, y en general bastante divertidos y simpáticos. Debían de haber necesitado una escalera para llegar a algunos puntos, pero supongo que valía la pena hacerlo, aun considerándolo sólo desde el punto de vista psicológico. A veces, mientras estaba allí de pie cambiando el agua al canario, me preguntaba qué impresión haría a las damas elegantes a las que observaba entrar y salir de los magníficos urinarios de los Champs-Elysées. Me preguntaba si llevarían el pompis tan alto, si supieran el concepto que merecía aquí un culo. Indudablemente, en su mundo todo era gasas y terciopelo… o al menos ésa era la impresión que te daban con los finos perfumes que exhalaban al pasar presurosas a tu lado. Algunas de ellas no habían sido siempre damas tan finas; algunas de ellas subían y bajaban veloces simplemente para anunciar su comercio. Y quizá, cuando se quedaban solas, cuando hablaban en voz alta en la intimidad de sus tocadores, quizá también salieran de sus bocas cosas extrañas; porque en ese mundo, como en cualquier otro, la mayor parte de lo que ocurre es porquería e inmundicia, sórdido como un cubo de basura, sólo que tienen la suerte de poder tapar el cubo.
Como digo, aquella vida de por las tardes con Tania nunca tuvo efecto nocivo sobre mí. De vez en cuando, empinaba el codo más de la cuenta y tenía que meterme los dedos hasta la garganta… porque resulta difícil corregir pruebas cuando no acabas de estar en lo que estás. Requiere más concentración detectar la falta de una coma que compendiar la filosofía de Nietzsche. A veces puedes estar brillante, cuando estás borracho, pero la brillantez está fuera de lugar en el departamento de corrección de pruebas. Fechas, fracciones, puntos y comas: ésas son las cosas que cuentan. Y ésas son las cosas más difíciles de localizar, cuando tienes la mente ardiendo. Alguna que otra vez, cometía errores graves, y si no hubiera sido porque había aprendido a besar el culo al jefe, me habrían despedido, de eso no hay duda. Un día incluso recibí una carta del gran jefe del piso de arriba, un tipo que no conocía, de tan importante que era, y entre unas cuantas frases sarcásticas sobre mi inteligencia superior a la normal insinuaba con bastante claridad que más me valía aprender mi oficio y aplicarme, porque, si no, habría sus más y sus menos con la paga. Francamente, aquello me acojonó. Después de aquello, nunca volví a usar un polisílabo en la conversación; de hecho, apenas abría la boca en toda la noche. Me comportaba como un retrasado mental absoluto, que era lo que querían de nosotros. De vez en cuando, para halagar al jefe en cierto modo, subía a preguntarle cortésmente qué quería decir tal o cual palabra. Eso le gustaba. Era una especie de diccionario y horario, aquel tipo. Por mucha cerveza que se trincara durante el descanso —y también se tomaba sus descansos particulares, a juzgar por la forma como dirigía el cotarro —, nunca podías cogerle en falta con respecto a una fecha o una definición. Había nacido para aquel empleo. Lo único que me pesaba era saber demasiado. Se traslucía de vez en cuando, a pesar de todas las precauciones que tomaba. Si iba a trabajar con un libro bajo el brazo, se ponía furioso. Pero nunca hice nada intencionadamente para molestarle; me gustaba el trabajo demasiado como para ponerme la soga al cuello. Aun así, es difícil hablar con alguien con quien no tienes nada en común; te traicionas aun cuando uses sólo monosílabos. De sobra sabía el jefe que no sentía el menor interés por sus retahílas; y, sin embargo, explicadlo como queráis, pero le daba placer arrancarme de mis sueños y colmarme de fechas y acontecimientos históricos. Supongo que era su forma de vengarse.
El resultado fue que contraje una pequeña neurosis. En cuanto salía afuera, me volvía extravagante. No importaba cuál fuera el tema de conversación, cuando nos poníamos en camino hacia Montparnasse a primeras horas de la mañana, no tardaba en enchufarle la manguera, en sofocarlo, para sacar a relucir mis sueños pervertidos. Lo que más me gustaba era hablar de las cosas de las que ninguno de nosotros sabía nada. Había adquirido una clase de demencia ligera: ecolalia, creo que se llama. Todos los fragmentos de una noche de corrección de pruebas me bailaban en la punta de la lengua. Dalmacia: había corregido las pruebas de un anuncio de esa bella joya turística. Muy bien, Dalmacia. Coges un tren y por la mañana transpiras por los poros y las uvas están tan maduras, que revientan. Podía hablar sin parar de Dalmacia desde el gran bulevar hasta el palacio del cardenal Mazarino, y más allá, si quería. Ni siquiera sé dónde queda en el mapa, ni quiero saberlo nunca, pero a las tres de la mañana con todo ese plomo en las venas y la ropa saturada de sudor y pachulí y el tintineo de los brazaletes al pasar por el rodillo y aquellas retahílas empapadas de cerveza para las que me preparaba de antemano, insignificancias como la geografía, la vestimenta, el lenguaje, la arquitectura no significan nada. Dalmacia corresponde a cierta hora de la noche, cuando esos ruidosos gongs se extinguen y el patio del Louvre parece tan maravillosamente ridículo, que sientes deseos de llorar sin motivo alguno, simplemente porque está tan deliciosamente silencioso, tan vacío, tan totalmente diferente de la primera página y de los tipos del piso de arriba jugando a los dados. Con aquel trocho de Dalmacia descansando sobre mis nervios vibrantes como una fría hoja de cuchillo podía experimentar las más maravillosas sensaciones de viaje. Y lo gracioso es una vez más que podía viajar por todo el globo, pero América nunca me acudía al pensamiento; estaba todavía más perdida que un continente perdido, porque por los continentes perdidos sentía cierto apego misterioso, mientras que por América no sentía nada en absoluto. Es cierto que, de vez en cuando, pensaba en Mona efectivamente, no como una persona en un aura definida de tiempo y espacio, sino aisladamente, separada, como si se hubiera hinchado hasta convertirse en una gran forma de nube que borraba el pasado. No podía permitirme pensar en ella largo rato; si lo hubiera hecho, me habría arrojado desde el puente. Es extraño. Había llegado a reconciliarme tanto con aquella vida sin ella, y, sin embargo, si pensaba en ella sólo por un minuto, era suficiente para traspasar el hueso y la médula de mi contento y arrojarme de nuevo al canal agonizante de mi lastimoso pasado.
Durante siete años anduve día y noche con una sola obsesión: ella. Si hubiera un cristiano tan fiel para con Dios como yo fui para con ella, hoy todos seríamos Jesucristos. Día y noche pensaba en ella, incluso cuando la engañaba. Y ahora a veces, en medio de los acontecimientos, a veces, cuando me siento absolutamente libre de todo eso, de repente, al doblar una esquina quizá, aparece una plazuela, unos cuantos árboles y un banco, un lugar desierto donde nos paramos a discutir, donde nos trastornamos mutuamente con amargas escenas de celos. Siempre un lugar desierto, como la Place de l’Estrapade, por ejemplo, o esas calles sucias y sórdidas por los alrededores de la Mezquita o a lo largo de esa tumba abierta de una Avenue de Breteuil que a las diez de la noche está tan silenciosa, tan muerta, que te hace pensar en el asesinato o en el suicidio, en cualquier cosa que pudiera crear un vestigio de drama humano. Cuando comprendo que se ha ido, que quizá se haya ido para siempre, un gran vacío se abre y siento que voy cayendo, cayendo, cayendo en un espacio profundo y negro. Y eso es peor que las lágrimas, más profundo que el remordimiento o el dolor o la pena; es el abismo a que fue arrojado Satán. No hay modo de volver a trepar, ni un rayo de luz ni el sonido de una voz humana ni el humano contacto de una mano. Cuántos miles de veces, al caminar por las calles de noche, me he preguntado si llegaría de nuevo el día en que ella estaría a mi lado: todas las miradas anhelantes que dediqué a los edificios y estatuas, los había mirado tan ansiosa, tan desesperadamente, que ahora mis pensamientos deben de haberse convertido en parte integrante de los propios edificios y estatuas, éstos deben de estar saturados con mi angustia. Tampoco podía por menos de pensar en que, cuando habíamos caminado uno al lado del otro por aquellas calles sórdidas y sucias tan saturadas ahora con mi sueño y mi anhelo, ella no había observado nada, no había sentido nada: eran como cualesquiera otras calles para ella, un poco más sórdidas tal vez, y nada más. No recordaría que en cierta esquina yo me había detenido para recoger su horquilla ni que, cuando me agaché para atarle los cordones, se me quedó grabado el lugar en que había descansado su pie y que permanecería allí para siempre, incluso después de que se hayan demolido las catedrales y de que haya quedado barrida para siempre jamás toda la civilización latina.
Caminando una noche por la rue Lhomond presa de una angustia y desolación inhabituales, ciertas cosas se me revelaron con viva claridad. No sé si fue porque había caminado con tanta frecuencia por esa calle con amargura y desesperación o por el recuerdo de una frase que ella había dejado caer una noche que estábamos en la Place Lucien-Herr. «¿Por qué no me enseñas ese París —dijo —, sobre el que has escrito?» Lo que sé es que, al recordar esas palabras, comprendí de repente la imposibilidad de revelarle nunca aquel París que yo había llegado a conocer, el París cuyos arrondissements son imprecisos, un París que nunca ha existido excepto en virtud de mi soledad, de mi deseo de ella. ¡Un París tan inmenso! Se tardaría toda una vida en volver a explorarlo. Ese París, cuya llave sólo yo poseía, no se presta en absoluto a un paseo, ni siquiera con la mejor de las intenciones; es un París que hay que vivir, que hay que experimentar cada día en mil formas diferentes de tortura, un París que crece dentro de ti como un cáncer, y crece y crece hasta que te devora.
Bajando por la rue Mouffetard, con esas reflexiones agitándose en mi cerebro, recordé otro pasaje extraño del pasado, de esa guía cuyas páginas ella me había pedido pasar pero que, por ser las tapas tan pesadas, me resultó imposible abrir entonces. Sin razón alguna —porque en aquel momento mis pensamientos estaban ocupados con Salavin, por cuyo sagrado dominio iba vagando ahora —, sin razón alguna, como digo, me vino a la mente el recuerdo de un día en que, inspirado por la placa ante la cual pasaba día tras día, entré impulsivamente en la Pensión Orfila y pedí permiso para visitar la habitación que había ocupado Strindberg. Hasta entonces no me había ocurrido nada muy terrible, aunque ya había perdido todas mis posesiones terrenales y había conocido lo que es recorrer las calles con hambre y miedo a la policía. Hasta entonces no había encontrado un solo amigo en París, circunstancia que era más asombrosa que deprimente, pues por dondequiera que he vagado en este mundo la cosa más fácil de descubrir ha sido un amigo. Pero, en realidad, todavía no me había ocurrido nada muy terrible. Se puede vivir sin amigos, de igual modo que se puede vivir sin amor, o incluso sin dinero, ese supuesto sine qua non. Se puede vivir en París —¡esa lo descubrí! — simplemente de pena y angustia. Amargo alimento… quizá el mejor que existe para ciertas personas. El caso es que todavía no había apurado el cáliz de la amargura. Estaba coqueteando simplemente con el desastre. Tenía tiempo y sentimiento de sobra para asomarme a las vidas de otras personas, para entretenerme con la materia muerta de las aventuras románticas que, por morbosas que sean, cuando están envueltas entre las tapas de un libro, parecen deliciosamente remotas y anónimas. Al abandonar el lugar, era consciente de que una sonrisa irónica me revoloteaba en los labios, como si me dijera a mí mismo: «¡La Pensión Orfila, todavía no!»
Naturalmente, desde entonces he aprendido lo que todos los locos en París descubren tarde o temprano: que no existen infiernos preconcebidos para los atormentados.
Me parece que ahora entiendo un poco mejor por qué encontraba ella tanto deleite en la lectura de Strindberg. Vuelvo a verla levantar la vista del libro después de haber leído un pasaje delicioso y, riendo hasta saltársele las lágrimas, decirme: «Tú estás tan loco como él… ¡quieres que te castiguen!» ¡Qué delicia debe de ser para la sádica encontrar a su propio masoquista! Morderse a sí misma, por decirlo así, para probar el filo de sus dientes. En aquella época, cuando la conocí, estaba saturada de Strindberg. Ese salvaje carnaval de gusanos en que se recreaba, ese eterno duelo de los sexos, esa ferocidad de araña que le había granjeado el aprecio de los obtusos patanes del norte, eso fue lo que nos unió. Nos juntamos en una danza de la muerte y tan rápidamente me vi absorbido en el torbellino, que, cuando volví a salir a la superficie, no pude reconocer el mundo. Cuando quedé libre, la música había cesado; el carnaval había acabado y a mí me habían descarnado…
Después de dejar la Pensión Orfila aquella tarde, fui a la biblioteca y allí, tras bañarme en el Ganges y meditar sobre los signos del zodíaco, empecé a reflexionar sobre el significado de ese infierno que Strindberg había descrito tan despiadadamente. Y, mientras cavilaba, empezó a aclarárseme el misterio de su peregrinación, el vuelo que el poeta hace sobre la faz de la tierra y después, como si le hubieran ordenado representar un drama perdido, el heroico descenso hasta las propias entrañas de la tierra, la tenebrosa y temible estancia en el vientre de la ballena, la sangrienta lucha por liberarse, por salir limpio del pasado, un dios sol brillante y sangriento reflejado en una playa extraña. Ya no era un misterio para mí la razón por la que él y otros (Dante, Rabelais, Van Gogh, etc., etc. ) habían ido en peregrinación hasta París. Entonces entendí por qué atrae París a los torturados, a los alucinados, a los grandes maníacos del amor. Entendí por qué puedes aquí, en pleno eje de la rueda, abrazar las teorías más fantásticas, más imposibles, sin que te parezcan extrañas lo más mínimo; aquí es donde vuelves a leer los libros de tu juventud y los enigmas adquieren significados nuevos, uno por cada cabello blanco. Caminas por las calles sabiendo que estás loco, poseído, porque es más que evidente que esas caras frías, indiferentes, son los rostros de tus carceleros. Aquí todos los límites se desvanecen y el mundo se manifiesta como el matadero demencial que es. La noria se extiende hasta el infinito, las compuertas están cerradas herméticamente, la lógica corre desenfrenada con su cuchilla ensangrentada y fulgurante. El aire es frío y está paralizado, el lenguaje es apocalíptico. No hay indicación de salida en ninguna parte; no hay otra alternativa que la muerte. Un callejón sin salida en cuyo extremo hay un patíbulo. ¡Una ciudad eterna, París! Más eterna que Roma, más esplendorosa que Nínive. El ombligo mismo del mundo al que, como un idiota ciego y titubeante, trepamos a cuatro patas. Y como un corcho al que la corriente ha arrastrado hasta el centro inerte del océano, flotamos aquí en la escoria y los detritus de los mares, indiferentes, desesperanzados, sin prestar atención siquiera al paso de un Colón. Las cunas de la civilización son los pútridos vertederos del mundo, el osario al que las matrices hediondas confían sus sangrientos paquetes de carne y huesos. Las calles eran mi refugio. Y nadie puede entender el encanto de las calles hasta que no se ve obligado a refugiarse en ellas, hasta que no se ha convertido en una paja arrastrada de aquí para allá por cualquier céfiro que sople. Pasas por una calle un día de invierno y, al ver un perro en venta, se te saltan las lágrimas de emoción. Mientras que, en la acera de enfrente, se alza, alegre como un cementerio, una cabaña miserable que se llama «Hotel du Tombeau des Lapins». Eso te hace reír, morirte de risa. Hasta que adviertes que hay hoteles por todos lados, para conejos, perros, piojos, emperadores, ministros, prestamistas, tratantes de caballos, etc. Y casi uno de cada dos es un «Hotel de l’Avenir». Lo que te pone todavía más histérico. ¡Tantos hoteles del futuro! No hay hoteles en participio pasado, ni modos subjuntivos, ni conjuntivitis. Todo es antiguo, horrible, erizado de júbilo, henchido de futuro, como un flemón. Embriagado con ese eccema lúbrico del futuro, me dirijo tambaleante a la Place Violet, los colores todos malva y pizarra, los portales tan bajos que sólo enanos y duendes podrían entrar a duras penas; sobre el deslustrado cráneo de Zola las chimeneas arrojan carbón de coque puro, mientras la Madonna de los Sandwiches escucha con oídos de col el borbollar de los depósitos de gas, esos bellos sapos hinchados que se agazapan al borde del camino. ¿Por qué recuerdo de repente el Passage des Thermopiles? Porque ese día una mujer se dirigió a su perrita en el lenguaje apocalíptico del matadero, y la perrita entendió lo que la puta de la comadrona grasienta le decía. ¡Cómo me deprimió aquello! Más todavía que el espectáculo de los chuchos llorosos que vendían en la rue Brancion, porque no eran los perros los que me daban tanta lástima, sino la enorme verja de hierro, aquellas púas oxidadas que parecían alzarse entre mi vida legítima y yo. En la agradable callejuela cercana al Abattoir de Vaugirard (Abattoir Hippophagique), que se llama la rue des Périchaux, había advertido aquí y allá vestigios de sangre. Así como Strindberg en su locura había reconocido presagios y augurios en las propias losas de la Pensión Orfila, así también, mientras erraba yo sin rumbo por aquella fangosa callejuela salpicada de sangre, fragmentos del pasado se desprendían y flotaban al azar ante mis ojos, mofándose de mí con los presagios más espantosos. Vi mi propia sangre derramada, la fangosa calle manchada de ella, hasta donde alcanzaba mi memoria, desde el comienzo indudablemente. Te arrojan al mundo como una momia pequeña y sucia; los caminos están resbaladizos de sangre y nadie sabe por qué ha de ser así. Cada cual sigue su propio camino y, aunque la tierra se pudra con cosas buenas, no hay tiempo para arrancar los frutos; la procesión se abalanza hacia el letrero de la salida, y hay tal pánico, tal ansia por salir, que los débiles y los indefensos quedan pisoteados en el fango y no se escuchan sus gritos.
Mi mundo de seres humanos había perecido; estaba completamente solo y por amigos tenía a las calles, y las calles me hablaban en ese lenguaje triste y amargo compuesto de miseria humana, anhelo, pesadumbre, fracaso, esfuerzos inútiles. Al pasar una noche bajo el viaducto por la rue Broca, después de enterarme de que Mona estaba enferma y en la miseria, recordé de pronto que fue aquí, en la desolación y sordidez de esta calle hundida, aterrorizada quizá por una premonición del futuro, donde Mona se me agarró y con voz trémula me hizo prometerle que nunca la abandonaría, nunca, pasara lo que pasase. Y sólo unos días después me encontraba en el andén de la Gare St. Lazare y miraba partir el tren, el tren que se la llevaba: ella estaba asomada a la ventana, igual que se había asomado a la ventana cuando salí de Nueva York, y tenía la misma sonrisa triste e inescrutable en la cara, esa expresión de última hora con la que se pretende comunicar tantas cosas, pero que es sólo una máscara desfigurada por una sonrisa vacía. Hacía sólo unos días que se había agarrado a mí desesperadamente, y después algo ocurrió, algo que ni siquiera está claro para mí ahora, y por su propia voluntad subió al tren y me volvió a mirar con esa sonrisa triste y enigmática que me desconcierta, que es injusta, forzada, de la que desconfío con toda mi alma. Y ahora soy yo, parado a la sombra del viaducto, quien tiendo los brazos hacia ella desesperadamente y en mis labios aparece esa misma sonrisa inexplicable, esa máscara que he colocado sobre mi pena. Puedo quedarme aquí parado y sonreír inexpresivamente, y por fervorosas que sean mis plegarias, por desesperado que sea mi anhelo, hay un océano entre nosotros; ella seguirá allí en la miseria, y yo caminaré aquí de una calle a otra, con lágrimas ardientes quemándome el rostro.
Esa clase de crueldad es la que está incrustada en las calles; eso es lo que nos salta a la vista desde las paredes y nos aterroriza, cuando reaccionamos de repente ante un miedo indescriptible, cuando nuestra alma es presa de un pánico atroz. Eso es lo que da a los faroles sus terribles efectos, lo que les hace llamarnos con señas y atraernos hacia su abrazo estrangulador; eso es lo que hace que ciertas casas parezcan las custodias de crímenes secretos y sus ventanas ciegas las cuencas vacías de ojos que han visto demasiado. Una cosa de esa clase, escrita en la fisonomía humana de las calles, es la que me hace escapar, cuando veo por encima de mí la inscripción «Impasse Satán». Lo que me hace estremecer, cuando a la entrada misma de la Mezquita observo que hay escrito: «Lunes y jueves, tuberculosis; miércoles y viernes, sífilis.» En todas las estaciones de metro hay calaveras que hacen muecas y te saludan con un «Défendezvous contre la syphilis!» Dondequiera que haya paredes, hay carteles con cangrejos brillantes y malignos que anuncian la proximidad del cáncer. Vayas donde vayas, toques lo que toques, hay cáncer y sífilis. Está escrito en el cielo; flamea y danza, como un mal augurio. Nos ha corroído el alma y no somos sino una cosa muerta como la luna.