Una de las cosas que debes procurar cuando trabajas de noche es no alterar el horario previsto; si no te metes en la cama antes de que los pájaros empiecen a piar, es inútil hacerlo. Esta mañana, como no tenía nada mejor que hacer, he visitado el Jardin des Plantes. Hay pelícanos maravillosos de Chapultepec y pavos reales con abanicos tachonados que te miran con ojos de tonto. De repente, ha empezado a llover.
Al volver a Montparnasse en el autobús, he visto frente a mí a una francesa menuda que estaba sentada rígida y erguida, como si se dispusiera a arreglarse las plumas con el pico. Estaba sentada en el borde del asiento, como si temiese estrujar su espléndida cola. Sería maravilloso, pensé, que de repente se agitara y de su derriere se desplegase un enorme abanico tachonado de largas plumas sedosas.
En el Café de l’Avenue, donde me paro a tomar un bocado, una mujer con el vientre hinchado intenta interesarme en su estado. Le gustaría que fuese a una habitación con ella y lo pasáramos bien una o dos horas. Es la primera vez en mi vida que se me ha ofrecido una mujer encinta: casi siento la tentación de probar. Dice que en cuanto nazca el niño y lo entreguen a las autoridades, volverá a ejercer su oficio. Hace sombreros. Al observar que mi interés está decayendo, me coge la mano y se la pone sobre el abdomen. Siento que algo se mueve dentro. Eso me quita el apetito.
Nunca he visto un lugar como París en lo que a variedad de viandas sexuales se refiere. En cuanto una mujer pierde un diente o un ojo o una pierna, se hace de la vida. En América se moriría de hambre, si no tuviera otra cosa que ofrecer que una mutilación. Aquí es diferente. La falta de un diente o la nariz consumida o la matriz caída, cualquier desgracia que agrave la fealdad natural de la mujer, parece estar considerada como un atractivo suplementario, un estimulante para el apetito ahíto del hombre.
Naturalmente, hablo de ese mundo que es característico de las grandes ciudades, el mundo de hombres y mujeres cuya última gota de jugo ha exprimido la máquina: los mártires del progreso moderno. A esa masa de huesos y de botones de cuello es a la que al pintor le resulta tan difícil dar vida.
Hasta después, por la tarde, cuando me encuentro en la galería de arte de la rue de Seze, rodeado por hombres y mujeres de Matisse, no vuelvo a estar dentro de los límites auténticos del mundo humano. En el umbral de esa gran sala cuyas paredes están ahora en llamas, me detengo un momento para recobrarme de la conmoción que experimenta uno cuando el gris habitual del mundo se desgarra y el color de la vida salta y salpica en canciones y poemas. Me encuentro en un mundo tan natural, tan completo, que me siento perdido. Tengo la sensación de estar inmerso en el plexo mismo de la vida, en el centro, cualquiera que sea el lugar o posición en que me sitúe o la actitud que adopte. Perdido como cuando en cierta ocasión me hundí en las profundidades de un bosquecillo en flor y, sentado en el comedor de ese mundo gigantesco de Balbec, capté por primera vez el profundo significado de esos silencios interiores que manifiestan su presencia mediante el exorcismo de la vista y del tacto. Parado en el umbral de ese mundo que Matisse ha creado, vuelvo a experimentar el poder de esa revelación que permitió a Proust deformar la imagen de la vida de tal modo, que quienes, como él, son sensibles a la alquimia del sonido y de los sentidos, son capaces de transformar la realidad negativa de la vida en las formas sustanciales y significativas del arte. Sólo quienes pueden admitir la luz en sus entrañas pueden expresar lo que hay en el corazón. Ahora recuerdo claramente que el fulgor y el centelleo de la luz que reflejaban las imponentes arañas se desintegraba en gotas de sangre, veteando las puntas de las olas que azotan monótonamente el oro empañado del exterior. En la playa, mástiles y chimeneas entrelazados y, como una sombra fuliginosa, la figura de Albertine deslizándose a través del oleaje, fundiéndose en la profundidad misteriosa y en el prisma de un reino protoplasmático, uniendo su sombra al sueño y presagio de la muerte. Con el fin del día, el dolor alzándose de la tierra como bruma, la pena cercando todo, tapando la infinita perspectiva del mar y el cielo. Dos manos de cera reposando indolentemente sobre la cama y a lo largo de las pálidas venas el murmullo aflautado de una concha que repite la leyenda de su nacimiento.
En todos los poemas de Matisse figura la historia de una partícula de carne humana que rechazó la consumación de la muerte. Toda la extensión de carne, desde el cabello hasta las uñas, expresa el milagro de la respiración, como si el ojo interior, en su anhelo de una realidad más grandiosa, hubiera convertido los poros de la carne en bocas hambrientas y dotadas de vista. Sea cual fuere la visión por la que pasemos, percibimos el olor y el sonido del viaje. Es imposible contemplar ni siquiera un rincón de sus sueños sin sentir el ascenso de la ola y el frescor de las salpicaduras. Va al timón mirando con sus azules ojos fijos la carpeta del tiempo. ¿En qué rincones distantes no ha echado su larga y oblicua mirada? Desde lo alto del vasto promontorio de su nariz ha contemplado todo: las cordilleras que caen en el Pacífico, la historia de la Diáspora escrita en pergamino, los postigos que aflautan el susurro de la playa, el piano arqueado como una caracola, corolas que emiten diapasones de luz, camaleones que se retuercen bajo la prensa, serrallos que expiran en océanos de polvo, música que brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor, espora y madrépora que fructifican la tierra, ombligos que vomitan sus brillantes semillas de angustia… Es un sabio brillante, un adivino danzarín que, de una pincelada, elimina el terrible cadalso al que el cuerpo del hombre está encadenado por los hechos incontrovertibles de la vida. Él es, en caso de que algún hombre posea ese don, quien sabe dónde desintegrar la figura humana, quien tiene el valor de sacrificar una línea armoniosa para detectar el ritmo y el murmullo de la sangre, quien toma la luz que se ha refractado dentro de él y deja que inunde el teclado del color. Tras las minucias, el caos, la mofa de la vida, detecta la pauta invisible; anuncia sus descubrimientos en el pigmento metafísico del espacio. Ni búsqueda de fórmulas, ni crucifixión de ideas, ni otra compulsión que la de crear. Incluso cuando el mundo va camino de su destrucción, hay un hombre que permanece en el centro, que queda fijo y anclado más sólidamente, más centrífugo, a medida que se acelera el proceso de disolución.
El mundo cada vez se parece más a un sueño de entomólogo. La tierra se está saliendo de su órbita, el eje se ha desplazado; la nieve desciende desde el norte en enormes ráfagas de azul acerado. Se nos viene encima una nueva era glacial, las suturas transversas se están cerrando y por toda la zona del maíz el mundo fetal se muere, y se convierte en mastoides inerte. Los deltas se secan centímetro a centímetro y los lechos de los ríos están lisos como cristales. Amanece un nuevo día, un día metalúrgico, en que la tierra va a resonar con chaparrones de mineral amarillo brillante. A medida que desciende el termómetro, la forma del mundo se va desdibujando; todavía hay osmosis, y aquí y allá articulación, pero en la periferia las venas están todas varicosas, en la periferia las ondas de luz se arquean y el sol sangra como un recto roto.
En el centro mismo de esa rueda que se deshace está Matisse. Y seguirá rodando hasta que todo lo que ha contribuido a formar la rueda se haya desintegrado. Ya ha rodado por una buena porción del globo, por Persia e India y China, y como a un imán se le han adherido partículas microscópicas de Kurdistan, Baluchistan, Timbuctú, Somalia, Angkor, Tierra del Fuego. Ha adornado a la odalisca con malaquita y jaspe, ha ocultado su carne con mil ojos, ojos perfumados y bañados en esperma de ballenas. Dondequiera que se alza una brisa hay pechos tan frescos como la gelatina, palomas blancas llegan a revolotear y a aparearse en las venas azul hielo del Himalaya.
El empapelado con que los hombres de ciencia han cubierto el mundo de la realidad se cae a jirones. La gran casa de putas en que han convertido la vida no requiere decoración; lo único esencial es que los desagües funcionen adecuadamente. La belleza, esa belleza felina que nos tiene cogidos por los cojones en América, se ha acabado. Para sondear la nueva realidad primero es necesario desmantelar los desagües, hay que abrir los conductos gangrenados que componen el sistema genitourinario que proporciona las excreciones del arte. El olor del día es el de permanganato y formaldehído. Los desagües están atascados con embriones estrangulados. El mundo de Matisse es todavía bello al modo de un dormitorio anticuado. No se ve un rodamiento ni una plancha de caldera ni un pistón ni una llave inglesa. Es el mismo mundo antiguo que iba alegremente al Bois en los días bucólicos del vino y la fornicación. Me resulta sedante y refrescante moverme entre esas criaturas con poros vivos y palpitantes cuyo fondo es estable y sólido como la propia luz. Lo siento intensamente cuando camino por el Boulevard de la Madeleine y las putas pasan presurosas a mi lado, cuando el simple hecho de mirarlas me hace estremecer. ¿Será porque son exóticas o están bien alimentadas? No, es raro encontrar una mujer bella por el Boulevard de la Madeleine. Pero en Matisse, en la exploración de su pincel, está el brillo tembloroso de un mundo que sólo requiere la presencia de la mujer para cristalizar las aspiraciones más fugitivas. Encontrarse con una mujer que se ofrece a la puerta de un urinario, donde hay anuncios de papel de fumar, ron, acróbatas, carreras de caballos, donde el pesado follaje de los árboles corta la espesa masa de paredes y tejados, es una experiencia que comienza donde acaban los límites del mundo conocido. De vez en cuando, por la noche, al pasar junto a los muros del cementerio, tropiezo con dos odaliscas fantasmagóricas de Matisse atadas a los árboles, con sus enredadas melenas empapadas de savia. Unos pasos más allá, separado por incalculables eones de tiempo, yace, postrado y vendado como una momia, el espectro de Baudelaire, de todo un mundo que no volverá a vomitar nunca más. En los oscuros rincones de los cafés hay hombres y mujeres con las manos cogidas y los lomos moteados; cerca está el gargon con su delantal lleno de sous, esperando pacientemente el entreacto para lanzarse contra su mujer y pasarla por la piedra. Incluso cuando el mundo se desintegra, el París de Matisse se estremece con el jadeo de orgasmos vivaces, el propio aire está sereno a causa de la esperma estancada, y los árboles enredados como los cabellos. En su eje bamboleante la rueda gira cuesta abajo sin cesar; no hay frenos, ni rodamientos, ni neumáticos. La rueda se desintegra, pero la revolución sigue intacta…