En América tuve algunos amigos hindúes, unos buenos, otros malos, otros indiferentes. Las circunstancias me habían colocado en una posición en que, afortunadamente, podía ayudarles; les conseguía trabajo, les daba alojamiento y comida, cuando era necesario. He de reconocer que eran agradecidos; hasta tal punto, de hecho, que me amargaban la existencia con sus atenciones. Dos de ellos eran santos, si mi noción de la santidad es correcta; especialmente Gupte, a quien encontraron una mañana con la garganta cortada de oreja a oreja. Lo encontraron una mañana en una pequeña pensión de Greenwich Village estirado en la cama y completamente desnudo, con la nauta al lado y la garganta cortada, como digo, de oreja a oreja. Nunca se descubrió si lo habían asesinado o si se había suicidado. Pero eso no viene al caso…
Estoy rememorando la cadena de circunstancias que al final me condujeron a casa de Nanantatee. Pienso en lo extraño que es que hubiera olvidado todo lo relativo a Nanantatee hasta el otro día, en que estaba tumbado en la habitación de un hotel sórdido de la rue Cels. Estoy tumbado allí, en la cama de hierro, pensando en que me he convertido en un cero a la izquierda, en un don nadie, en una nulidad, cuando, ¡zas!, salta la palabra: ¡NONENTITY![3] Así lo llamábamos en Nueva York: Nonentity. El señor Nonentity.
Ahora estoy tumbado en el suelo de aquella espléndida suite de que alardeaba, cuando estaba en Nueva York. Nanantatee se las da de buen samaritano; me ha dado dos mantas ásperas (¡son mantas para caballo!) en las que me arrollo sobre el polvoriento suelo. Cada hora del día hay pequeñas tareas que hacer… es decir, si soy tan tonto como para quedarme en casa. Por la mañana me despierta bruscamente para que le prepare las verduras para el almuerzo: cebollas, ajo, judías, etc. Su amigo, Kepi, me aconseja no probar la comida: dice que es mala. Mala o buena, ¿qué diferencia hay? ¡Comida! Eso es lo único que importa. Por un poco de comida estoy dispuesto a barrerle las alfombras con una escoba rota, a lavarle la ropa y a recoger las migas del suelo, tan pronto ha acabado de comer. Se ha vuelto absolutamente inmaculado desde mi llegada: a todo hay que quitarle el polvo ahora, las sillas hay que disponerlas de determinado modo, el reloj debe dar las horas, el retrete debe funcionar adecuadamente… ¡Un hindú loco, si los hay! Y parsimonioso como una alubia. Me voy a tronchar de risa recordándolo, cuando me escape de sus garras, pero por el momento soy un prisionero, un hombre sin casta, un intocable…
Si no vuelvo por la noche a arrollarme en las mantas para caballo, me dice al llegar: «Así, que, ¿no te has muerto? Creía que te habías muerto.» Y, aunque sabe que no tengo ni un céntimo, cada día me habla de una habitación barata que acaba de descubrir por el barrio. «Pero todavía no puedo coger una habitación, ya lo sabes», le digo. Y entonces, pestañeando como un chino, me responde en tono congraciador: «Ah, sí, había olvidado que no tienes dinero. Siempre lo olvido, Endri… Pero cuando llegue el giro… cuando la señorita Mona te envíe el dinero, entonces vendrás conmigo a buscar una habitación, ¿eh?» Y un instante después me insta a quedarme el tiempo que quiera: «Seis meses… siete meses, Endri… eres muy útil para mí aquí.»
Nanantatee es uno de los hindúes por los que no hice nada en América. Se presentó ante mí como un comerciante acaudalado, un mercader de perlas, con una lujosa suite en la rue Lafayette, París, una villa en Bombay, un bungalow en Darjeeling. A primera vista, me di cuenta de que era un imbécil, pero es que a veces los imbéciles tienen un don para amasar una fortuna. No sabía que pagaba la cuenta del hotel en Nueva York dejando un par de gruesas perlas en las manos del propietario. Ahora me parece divertido que este tipejo se paseara ostentosamente por el vestíbulo de ese hotel de Nueva York con un bastón de ébano, dando órdenes a los botones, encargando comidas para sus invitados, llamando al conserje para que le comprara entradas para el teatro, alquilando un taxi para todo el día, etc., etc., y todo "ello sin un céntimo en el bolsillo. Sólo una sarta de perlas gruesas en torno al cuello que iba cambiando por dinero con el paso del tiempo. Y la fatuidad con que solía darme palmaditas en la espalda, agradecerme que me portara tan bien con los muchachos hindúes: «Son todos muchachos muy inteligentes, Endri… ¡muy inteligentes!» Me decía que el dios no sé cuántos me recompensaría por mi bondad. Ahora me explico por qué se reían tanto, aquellos inteligentes muchachos hindúes, cuando les sugería yo que dieran un sablazo de cinco dólares a Nanantatee. Ahora resulta curioso el modo como me está recompensando ese dios por mi bondad. No soy sino un esclavo para este tipejo rechoncho. Estoy a su disposición continuamente. Me necesita aquí… así me lo dice en la cara. Cuando va al retrete, grita: «Endri, tráeme un jarro de agua. Tengo que lavarme.» No se le ocurre usar papel higiénico, a Nanantatee. Debe de estar prohibido por su religión. No, pide un jarro de agua y un trapo. Es delicado, este tipejo rechoncho. A veces, cuando estoy tomando una taza de té claro en el que ha echado un pétalo de rosa, se me acerca y se tira un sonoro pedo, en mis propias narices. Nunca dice: «¡Perdón!» Esa palabra no debe de figurar en su diccionario gujarati. El día que llegué al piso de Nanantatee, estaba realizando sus abluciones, es decir, que estaba de pie delante de una palangana sucia intentando llegar con su torcido brazo hasta el cogote. Junto a la palangana había una jarra de metal que usaba para cambiar el agua. Me pidió que guardara silencio durante la ceremonia. Me senté en silencio, como me había pedido, y le observé cantar y rezar y escupir de vez en cuando en la palangana. Así, que ésa era la maravillosa suite de que hablaba en Nueva York. ¡La rue Lafayette! Allí, en Nueva York, me parecía que debía de ser una calle importante. Creía que sólo millonarios y mercaderes de perlas vivían en esa calle. Cuando estás al otro lado del charco, parece algo maravilloso, la rue Lafayette. Lo mismo ocurre con la Quinta Avenida, cuando estás aquí. No puedes imaginar las pocilgas que hay en estas calles elegantes. El caso es que aquí estoy, sentado en la espléndida suite de la rue Lafayette. Y este tipo chiflado con su brazo torcido está ejecutando el rito de lavarse. La silla en que estoy sentado está rota, la cama está desvencijada, el empapelado de las paredes hecho jirones, bajo la cama hay una maleta abierta repleta de ropa sucia. Desde donde estoy sentado puedo observar el patio miserable de ahí abajo, donde la aristocracia de la rue Lafayette se sienta a fumar sus pipas de arcilla. Ahora, mientras canta su doxología, me pregunto qué aspecto debe de tener su bungalow de Darjeeling. Sus cánticos y rezos son interminables. Me explica que tiene la obligación de lavarse de determinado modo prescrito: su religión lo exige. Pero los domingos se da un baño en la bañera de zinc: el Gran YO SOY hará la vista gorda, según dice. Cuando se ha vestido, se dirige al aparador, se arrodilla ante un pequeño ídolo que está en el tercer estante, y repite la jerigonza. Dice que, si rezas así cada día, nada malo te ocurrirá. El dios no sé cuántos nunca olvida a un servidor obediente. Y después me enseña el brazo torcido que le quedó de un accidente de taxi, un día que seguramente no había repetido todos los cánticos y danzas. Su brazo parece un compás roto; ya no es un brazo, sino un nudillo con una espinilla añadida. Desde que le compusieron el brazo, le han salido dos glándulas hinchadas en el sobaco: glándulas pequeñas y llenitas, exactamente como los testículos de un perro. Mientras se lamenta de su situación, recuerda de repente que el doctor le había recomendado una dieta más abundante. Me pide al instante que me siente y componga un menú con mucho pescado y mucha carne. «¿Y qué tal unas ostras, Endri… para el petitfrere?» Pero todo eso es sólo para impresionarme. No tiene la menor intención de comprarse ostras, ni carne, ni pescado. Por lo menos, no mientras yo esté aquí. De momento, vamos a alimentarnos de lentejas y arroz y de todos los frutos secos que ha almacenado en el desván. Y la mantequilla que compró la semana pasada tampoco vamos a malgastarla. Cuando empieza a curar la mantequilla, el olor es insoportable. Al principio, cuando empezaba a freír con mantequilla, me marchaba, pero ahora lo aguanto. Le encantaría, si pudiera hacerme vomitar la comida: sería algo más que podría guardar en el aparador con el pan duro y el queso enmohecido y las tortitas de grasa que hace con leche agria y mantequilla rancia. Al parecer, durante los cinco últimos años no ha dado golpe, no ha ganado ni un céntimo. El negocio ha quebrado. Me habla de las perlas del océano Indico: perlas grandes y gruesas con las que puedes vivir toda una vida. Los árabes están arruinando el negocio, dice. Pero, entretanto, reza al dios no sé cuántos cada día, y eso lo sostiene. Está en excelentes relaciones con la deidad: sabe perfectamente cómo engatusarla, cómo sacarle unas monedas. Es una relación puramente comercial. A cambio de la farsa que representa cada día ante el aparador, obtiene su ración de judías y de ajo, por no hablar de los hinchados testículos que tiene bajo el brazo. Confía en que al final todo saldrá bien. Las perlas volverán a venderse algún día, quizá dentro de cinco años, tal vez dentro de veinte: cuando el dios Boomeroom quiera. «Y cuando el negocio vaya bien, Endri, tú recibirás el diez por ciento… por escribir las cartas. Pero primero, Endri, tienes que escribir la carta para averiguar si podemos obtener un crédito de la India. La respuesta tardará unos seis meses, tal vez siete meses… los barcos no son rápidos en la India.» No tiene la más mínima noción del tiempo, el tipejo. Cuando le pregunto si ha dormido bien, me dice: «Ah, sí, Endri, duermo muy bien… a veces duermo noventa y dos horas en tres días.» Por las mañanas suele estar demasiado débil como para hacer trabajo alguno. ¡Su brazo! ¡Esa pobre muleta rota que es su brazo! A veces, cuando le veo retorcérselo en torno al cogote, me pregunto cómo hará para volver a colocarlo en su lugar. Si no fuera por esa barriguita que tiene, me recordaría a uno de esos contorsionistas del Cirque Médrano. Lo único que le faltaba era romperse una pierna. Cuando me ve barrer la alfombra, cuando ve la nube de polvo que levanto, empieza a cloquear como un pigmeo: «Bien. Muy bien, Endri. Y ahora yo voy a atar los cabos.» Eso significa que hay algunas partículas de polvo que se me han pasado; es su forma educada de mostrarse sarcástico.
Por las tardes siempre vienen a visitarle algunos compinches del mercado de las perlas que pasaban por allí. Todos son muy atentos, unos bribones zalameros de ojos tiernos, como de cierva; se sientan en torno a la mesa a beber el té perfumado, que sorben ruidosamente, mientras Nanantatee salta como un muñeco de resorte o señala una miga en el suelo y dice con su voz suave e hipócrita: «¿Quieres recoger esto, Endri, por favor?» Cuando llegan los invitados, se dirige con ademanes afectados al aparador y saca los sucios mendrugos de pan que tostó hace una semana quizá y que ahora tienen un fuerte sabor a la madera mohosa. No se tira ni una miga. Si el pan se pone demasiado rancio, se lo baja a la portera que, según dice, ha sido muy amable con él. Según explica, la portera acepta el pan rancio encantada: hace budín de pan con él.
Un día mi amigo Anatole vino a verme. Nanantatee quedó encantado. Insistió en que Anatole se quedara a tomar el té. Insistió en que probase las tortitas de grasa y el pan rancio. «Has de venir todos los días —dijo — a enseñarme ruso. Un idioma muy bello, el ruso… Quiero hablarlo. ¿Cómo dices eso, Endri? Repítelo: ¿borsht? ¿Quieres escribírmelo, Endri, por favor?…» Y tengo que escribírselo a máquina, nada menos, para que pueda observar mi técnica. Compró la máquina de escribir después de haber cobrado la indemnización por el brazo, porque el doctor se lo recomendó como un buen ejercicio. Pero pronto se cansó de la máquina… era una máquina inglesa. Cuando se enteró de que Anatole tocaba la mandolina, dijo: «¡Muy bien! Tienes que venir cada día y enseñarme la música. En cuanto vaya mejor el negocio, me compraré una mandolina. Es bueno para el brazo.» El día siguiente pide prestado un fonógrafo a la portera. «Enséñame a bailar, Endri, por favor. Tengo demasiada barriga.» Espero que algún día compre un bistec para que pueda decirle: «Haga el favor de morderlo por mí, señor Nonentity. ¡Mis dientes no son bastante fuertes!» Como he dicho hace un momento, desde mi llegada se ha vuelto extraordinariamente meticuloso. «Ayer —dice —, cometiste tres errores, Endri. En primer lugar, te olvidaste de cerrar la puerta del retrete y ha estado toda la noche sonando; en segundo lugar, dejaste abierta la ventana de la cocina y esta mañana he encontrado el cristal roto. ¡Y olvidaste sacar la botella de la leche! Hazme el favor de sacar todos los días la botella de la leche antes de acostarte, y por la mañana haz el favor de traer el pan.» Todos los días su amigo Kepi viene a ver si han llegado visitas de la India. Espera a que Nanantatee salga y entonces corre al aparador y devora los trozos de pan que están escondidos en un tarro de cristal. Insiste en que la comida no es buena, pero se la zampa como una rata. Kepi es un gorrón, una especie de garrapata humana que se pega a la piel hasta del más pobre de sus compatriotas. Desde el punto de vista de Kepi, todos son nababs. Por un puro de Manila y el precio de una copa, es capaz de lamerle el culo a cualquier hindú. A un hindú, fijaos bien, pero no a un inglés. Tiene la dirección de todas las casas de putas de París, y los precios. Hasta de las que cobran diez francos saca una pequeña comisión. Y sabe el camino más corto para cualquier sitio al que quieras ir. Primero te preguntará si quieres ir en taxi; si dices que no, sugerirá el autobús, y si eso es muy caro, entonces el tranvía o el metro. O te ofrecerá acompañarte andando para que te ahorres un franco o dos, sabiendo perfectamente que por el camino habrá que pasar por delante de un tabac y que tendrás la amabilidad de comprarme un purito, por favor. Kepi es interesante, en cierto modo, porque carece totalmente de ambiciones, salvo la de echar un polvo cada noche. Todos los céntimos que gana, y son bien pocos, se los pule en las salas de baile. Tiene mujer y ocho hijos en Bombay, pero eso no le impide proponer matrimonio a cualquier femme de chambre que sea lo bastante estúpida y crédula como para dejarse embaucar. Tiene un cuartito en la rue Condorcet por el que paga seis francos al mes. Él mismo lo empapeló. Y está muy orgulloso de ello también. Usa tinta de color violeta en su estilográfica porque dura más. Se lustra él mismo los zapatos, se plancha los pantalones, se lava la ropa. Por un purito, un entrefino, si me haces el favor, te acompañará por todo París. Si te paras a mirar una camisa o un botón para el cuello, le brillan los ojos. «No lo compres aquí», te dirá. «Es demasiado caro. Te voy a enseñar un lugar más barato.» Y antes de que tengas tiempo de pensarlo, te arrastrará y te dejará ante otro escaparate donde hay las mismas corbatas y camisas y los mismos botones para el cuello… ¡tal vez sea la misma tienda!, pero tú no notas la diferencia. Cuando Kepi se entera de que quieres comprar algo, su alma se anima. Te hará tantas preguntas y te arrastrará a tantos lugares, que por fuerza acabarás sediento y le invitarás a una copa, y entonces descubrirás asombrado que te encuentras en un tabac —¡tal vez el mismo tabac! — y que Kepi está diciendo otra vez con su vocecita hipócrita: «¿Tendrías la bondad de comprarme un purito, por favor?» Sea lo que fuere lo que te propongas hacer, aunque sólo sea ir a la vuelta de la esquina, Kepi te hará economizar. Kepi te mostrará el camino más corto, el lugar más barato, el plato más abundante, porque, sea lo que fuere lo que tengas que hacer, has de pasar por delante de un tabac, y aunque haya una revolución, un lockout o una cuarentena, Kepi ha de estar en el Moulin Rouge o en el Olympia o en el Ange Rouge, cuando empieza a sonar la música.
El otro día me trajo un libro para que lo leyera. Trataba de un famoso proceso entre un santón y el director de un periódico hindú. Al parecer, este último había acusado abiertamente al santón de llevar una vida escandalosa; llegó hasta el extremo de acusar al santón de tener una enfermedad. Kepi dice que debió de ser el mal francés, pero Nanantatee afirma que eran las purgaciones japonesas. Para Nanantatee todo tiene que ser un poco exagerado. En cualquier caso, Nanantatee dice alegremente: «¿Me haces el favor de contarme lo que dice, Endri? No puedo leerlo; me duele el brazo.» Luego, para animarme: «Es un libro muy bueno sobre la jodienda, Endri. Kepi lo ha traído para ti. No piensa en otra cosa que en las chavalas. Se tira a tantas chavalas… igual que Krishna. Nosotros no creemos en eso, Endri…»
Un poco después me lleva arriba, al desván, que está atestado de latas y de basura de la India envuelta en arpillera y papel de triquitraque. «Aquí es donde traigo a las chavalas», dice. Y después un poco melancólicamente: «No soy un buen follador, Endri. Ya no me las jodo. Las abrazo y les hablo. Ahora sólo me gusta hablarles.» No es necesario seguir escuchando: sé que va a hablarme de su brazo. Me lo imagino ahí tumbado con esa bisagra rota colgando del borde de la cama. Pero, para mi sorpresa, añade: «No soy bueno para follar, Endri. Nunca he sido un follador demasiado bueno. Mi hermano, ¡ése sí que es bueno! ¡Tres veces diarias, todos los días! Y Kepi, también ése es bueno… igual que Krishna.»
Ahora su pensamiento está abstraído por la «cuestión de la jodienda». Abajo, en el cuartito donde se arrodilla ante el aparador abierto, me explica lo que ocurría cuando era rico y su mujer y sus hijos estaban aquí. Los días de fiesta llevaba a su mujer a la Casa de la Naciones y alquilaba una habitación para la noche. Cada habitación estaba amueblada en un estilo diferente. A su mujer le gustaba mucho. «Un lugar maravilloso para follar, Endri. Conozco todas las habitaciones…»
Las paredes del cuartito en que estamos sentados están llenas de fotografías. Todas las ramas de la familia están representadas, es como una muestra representativa del imperio hindú. La mayoría de los miembros de su árbol genealógico parecen hojas marchitas: las mujeres son frágiles y tienen una expresión de sobresalto, de susto, en los ojos; los hombres tienen una mirada penetrante, inteligente, como chimpancés amaestrados. Están todos ahí, unos noventa, con sus bueyes blancos, sus tartas de excrementos, sus enjutas piernas, sus anticuadas gafas; de vez en cuando, se vislumbra en el fondo el suelo reseco, un frontón que se desmorona, un ídolo con los brazos torcidos, una especie de ciempiés humano. Hay algo tan fantástico, tan incongruente en esa galería, que no puede uno por menos de recordar la gran cantidad de templos que se extienden desde el Himalaya hasta el extremo de Ceilán, una vasta mezcolanza de arquitectura, de belleza asombrosa y al mismo tiempo monstruosa, horriblemente monstruosa porque la fecundidad que bulle y fermenta en las innumerables ramificaciones del diseño parece haber dejado exhausto el propio suelo de la India. Al contemplar el hirviente enjambre de figuras que pululan en las fachadas de los templos se siente uno abrumado ante la potencia de esas gentes morenas y hermosas que mezclaron sus misteriosas corrientes en un abrazo sexual que ha durado treinta siglos o más. Esos hombres y mujeres frágiles y de ojos penetrantes que miran desde las fotografías parecen sombras demacradas de aquellas figuras viriles y sólidas que se encarnaron en piedra y frescos de un extremo a otro de la India para que los heroicos mitos de las razas que se entremezclaron permanecieran entrelazados para siempre en los corazones de esos vastos sueños de piedra, esos edificios tambaleantes, estáticos, con incrustaciones de gemas, con esperma humano coagulado, me siento abrumado por el deslumbrante esplendor de esos vuelos imaginativos que permitieron a quinientos millones de personas de orígenes diversos encarnar así las expresiones más fugaces de su anhelo. Es una mezcla extraña, inexplicable, de sentimientos la que me asalta ahora, mientras Nanantatee charla sobre la hermana que murió al dar a luz. Ahí está en la pared, una cosita frágil y tímida de doce o trece años cogida al brazo de un vejestorio. A la edad de diez años fue entregada en matrimonio a ese viejo libertino que ya había enterrado a cinco esposas. Tuvo siete hijos, de los cuales sólo uno la sobrevivió. Fue entregada a ese viejo gorila para conservar las perlas en la familia. Según dice Nanantatee, mientras agonizaba susurró al doctor: «Estoy cansada de tanto follar… No quiero follar más, doctor.» Mientras me cuenta esto, se rasca la cabeza solemnemente con el brazo marchito. «La jodienda es un mal asunto, Endri», dice. «Pero te voy a enseñar una palabra que siempre te dará suerte; tienes que pronunciarla cada día, una y otra vez, un millón de veces has de repetirla. Es la mejor palabra que existe, Endri… dila ahora… ¡ UMAHARUMUMA!» —UMARABU… —No, Endri… así… ¡UMAHARUMUMA! —UMAMABUMBA… —No, Endri… así… … Pero, entre la luz sombría, la impresión defectuosa, la cubierta destrozada, la página desgarrada, los dedos torpes, las pulgas que bailaban el foxtrot, los piojos dormilones, la espuma en su boca, las lágrimas en sus ojos, el nudo en su garganta, la bebida de su jarra, el picor de su palma, el gemido de su resuello, la aflicción de su aliento, la confusión de su cansado cerebro, el tic de su conciencia, la intensidad de su rabia, la efusión de su trasero, el fuego de su garganta, el cosquilleo de su cola, las ratas de su desván, el alboroto y el polvo de sus oídos, como tardó un mes en sacar ventaja, le resultaba difícil aprender de memoria más de una palabra por semana.
Supongo que nunca habría escapado de las garras de Nanantatee, si no hubiera intervenido el destino. Una noche quiso la suerte que Kepi me preguntara si quería llevar a uno de sus clientes a una casa de putas cercana. El joven acababa de llegar de la India y no tenía mucho dinero para gastar. Era uno de los seguidores de Gandhi, uno de los miembros del pequeño grupo que hizo la histórica marcha hasta el mar durante los disturbios de la sal. He de reconocer que era un discípulo de Gandhi muy alegre, a pesar de los votos de abstención que había hecho. Evidentemente, no había mirado a una mujer desde hacía una eternidad. No pude llevarlo más allá de la rue Laferriere; era como un perro con la lengua colgando. ¡Y además un diablillo afectado y vanidoso! Se había vestido con un traje de pana, una gorra, un bastón, una corbata Windsor; se había comprado dos estilográficas, una Kodak y ropa interior de fantasía. El dinero que estaba gastando era una donación de los comerciantes de Bombay; lo enviaban a Inglaterra para que difundiera el credo de Gandhi. Una vez dentro de la casa de la señorita Hamilton, empezó a perder su sang-froid. Cuando de repente se vio rodeado por un corro de mujeres desnudas, me miró consternado. «Escoge una», le dije. «Puedes elegir la que más te guste.» Había quedado tan desconcertado, que apenas podía mirarlas. «Hazlo tú por mí», murmuró, sonrojándose violentamente. Las examiné fríamente y escogí una puta joven y regordeta que parecía rellena de plumas. Nos sentamos en el recibidor y esperamos las bebidas. La patrona preguntó por qué no cogía yo también una chica. «Sí, coge una tú también», dijo el joven hindú. «No quiero estar solo con ella.» Así, que trajeron otra vez a las chicas y escogí una para mí, una bastante alta, delgada, y de ojos melancólicos. Nos dejaron solos a los cuatro en el recibidor. Unos minutos después, mi joven Gandhi se inclina hacia mí y me susurra algo al oído. «Desde luego, si te gusta más, cógela», dije. Así, que expliqué a las chicas con bastante torpeza y considerablemente turbado que nos gustaría cambiar de pareja. Al instante comprendí que habíamos dado un faux pas, pero ya mi joven amigo se había puesto alegre y excitado y lo mejor era subir rápidamente y acabar de una vez.
Cogimos habitaciones contiguas y comunicadas por una puerta. Creo que mi compañero tenía intención de cambiar de pareja otra vez, después de que hubiera satisfecho el hambre intensa que le devoraba las entrañas. En cualquier caso, tan pronto como las chicas abandonaron la habitación para prepararse, le oí llamar a la puerta. «¿Dónde está el retrete, por favor?», me preguntó. Pensando que no era nada serio, le insté a que lo hiciera en el bidet. Vuelven las chicas con toallas en las manos. Le oigo reírse entrecortadamente en la habitación contigua.
Mientras me pongo los pantalones, oigo de repente una conmoción en la habitación de al lado. La chica está dando gritos y llamándole cerdo, cerdo asqueroso. No puedo imaginar lo que ha hecho para merecer semejante explosión de ira. Me quedo parado, con un pie dentro del pantalón, escuchando atentamente. Está intentando darle explicaciones en inglés, levantando la voz cada vez más hasta que se convierte en un chillido.
Oigo un portazo y un momento después la patrona irrumpe en mi habitación, con la cara roja como un tomate, gesticulando violentamente con los brazos. «¡Debería darle vergüenza! —grita —, ¡traer un hombre así a mi casa! ¡Es un bárbaro… es un cerdo… un…!» Mi compañero está detrás de ella, en la puerta, con expresión de sumo desconcierto en la cara. «¿Qué has hecho?», le pregunto.
—¿Que qué ha hecho? —grita la patrona —. Voy a enseñárselo… ¡Venga aquí! —y cogiéndome del brazo me arrastra hasta la habitación contigua —. ¡Mire! ¡Mire! —grita, señalando el bidet. —Vamos, salgamos de aquí —dice el muchacho hindú. —Espera un momento, no puedes irte así como así.
La patrona está parada junto al bidet, echando chispas. Las chicas están allí paradas también, con toallas en las manos. Los cinco estamos allí parados mirando el bidet. Dos enormes chorizos flotan en el agua. La patrona se inclina y los cubre con una toalla.
—¡Espantoso! ¡Espantoso! —se lamenta —. ¡Nunca he visto una cosa igual! ¡Un cerdo! ¡Un cerdo asqueroso!
El muchacho hindú me mira con cara de reproche. «¡Deberías habérmelo dicho!», dice. «No sabía que no iba a bajar. Te he preguntado dónde podía ir y tú me has dicho que usara eso.» Casi se le saltan las lágrimas.
Finalmente, la patrona me lleva aparte. Ahora se ha vuelto un poco más razonable. Al fin y al cabo, ha sido un error. Tal vez los caballeros quisieran bajar y pedir otra copa… para las chicas. Ha sido un gran susto para ellas. No están acostumbradas a cosas así. Y si los caballeros fueran tan amables como para acordarse de la femme de chambre… No es plato de gusto para la femme de chambre… esa porquería, esa asquerosa porquería. Se encoge de hombros y guiña un ojo. Un incidente lamentable. Pero a fin de cuentas un incidente. Si los caballeros quieren esperar aquí unos instantes, la doncella traerá las copas. ¿Les gustaría a los caballeros tomar un champán? ¿Sí? —Me gustaría salir de aquí —dice el muchacho hindú con voz débil.
—No se preocupe tanto —dice la patrona —. Ya ha pasado. A veces se cometen errores. La próxima vez preguntará usted por el retrete —sigue hablando del retrete: uno en cada piso, al parecer. Y también un baño. —Tengo muchos clientes ingleses —dice — . Todos son unos caballeros. ¿El caballero es hindú? Gente encantadora, los hindúes. Tan inteligentes. Tan apuestos.
Cuando salimos a la calle, el encantador caballerete está a punto de llorar. Ahora se arrepiente de haber comprado un traje de pana y el bastón y las estilográficas. Habla de los ocho votos que hizo, del control del paladar, etc. En la marcha hacia Dandi estaba prohibido tomar hasta un plato de helado. Me habla de la rueca… de cómo el pequeño grupo de Satyagrahistas imitaba la devoción de su maestro. Cuenta con orgullo que caminó junto al maestro y conversó con él. Tengo la impresión de encontrarme ante uno de los doce discípulos.
Durante los días siguientes nos vimos mucho; había que concertar entrevistas con los periodistas y tenía que dar charlas a los hindúes de París. Resulta asombroso ver cómo se dan órdenes unos a otros esos diablillos sin carácter; también resulta asombroso ver lo ineficaces que son en todo lo relativo a las cosas prácticas. Y los celos y las intrigas, las rivalidades mezquinas, sórdidas. Dondequiera que haya diez hindúes juntos, allí está la India con sus sectas y cismas, sus antagonismos raciales, lingüísticos, religiosos, políticos. En la persona de Gandhi están experimentando brevemente el milagro de la unidad, pero cuando desaparezca, se producirá un desplome, una recaída total en la rivalidad y el caos tan característicos del pueblo indio.
Naturalmente, el joven hindú es optimista. Ha estado en América y se le ha contagiado el idealismo barato de los americanos, se ha contagiado con las omnipresentes bañeras, las tiendas, los almacenes en que venden toda clase de chucherías, el alboroto, la eficacia, la maquinaria, los sueldos altos, las bibliotecas gratuitas, etc., etc. Su ideal sería americanizar la India. No le gusta en absoluto la manía retrógrada de Gandhi. Adelante, dice, como un miembro de la YMCA xxx [2]. Mientras escucho lo que cuenta de América, comprendo lo absurdo que es esperar de Gandhi el milagro que desvíe el rumbo del destino. El enemigo de la India no es Inglaterra, sino América. El enemigo de la India es el espíritu del tiempo, la manecilla que no se puede volver hacia atrás. Nada podrá contrapesar ese virus que está envenenando el mundo entero. América es la encarnación misma de la perdición. Va a arrastrar al mundo entero hasta el abismo sin fondo.
Él cree que los americanos son bobos. Me habla de las almas crédulas que le ayudaron allí: los cuáqueros, los unitarios, los teósofos, los neopensadores, los adventistas del séptimo día, etc. Este joven despierto sabía dirigir su barco. Sabía cómo hacer que las lágrimas acudieran a sus ojos en el momento oportuno; sabía cómo organizar una colecta, cómo gustar a la esposa del pastor, cómo cortejar a la madre y la hija al mismo tiempo. Al mirarlo, lo consideraríais un santo. Y es un santo, al estilo moderno; un santo contagiado que habla a la vez del amor, la hermandad, las bañeras, la higiene, la eficacia, etc.
La última noche de su estancia en París la dedicó al «asunto de la jodienda». Ha tenido un día muy atareado: conferencias, cablegramas, entrevistas, fotografías para los periódicos, despedidas afectuosas, consejos a los fieles, etc., etc. A la hora de cenar decide olvidarse de sus preocupaciones. Pide champán con la comida, da palmas para llamar al gargony en general se comporta como lo que es: un campesino zafio. Y como se ha dado un hartazgo con todos los sitios elegantes, ahora sugiere que le enseñe algo más primitivo. Le gustaría ir a un sitio muy barato, y pedir dos o tres chicas a la vez. Lo llevo por el Boulevard de la Chapelle, advirtiéndole constantemente que tenga cuidado con la cartera. Por Aubervilliers nos metemos en un tugurio barato e inmediatamente tenemos un corro de ellas a nuestra disposición. Al cabo de unos minutos está bailando con una puta desnuda, una rubia enorme con arrugas en las mejillas. Veo el culo de ésta reflejado una docena de veces en los espejos que cubren las paredes… y esos dedos de él, obscenos y nudosos, que la agarran tenazmente. La mesa está llena de vasos de cerveza, la pianola está jadeando. Las chicas que no tienen cliente están sentadas plácidamente en los bancos de cuero, rascándose tranquilamente como una familia de chimpancés. Hay una especie de pandemónium mitigado en la atmósfera, una impresión de violencia reprimida, como si la explosión esperada requiriera el advenimiento de algún detalle completamente insignificante, algo microscópico pero totalmente impremeditado, completamente inesperado. En esa especie de semiarrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y, aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes, esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse, condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas. Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya tan intensa, que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que deseen rosas… Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta —ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui — gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas de un cerdo, cuando lo abren en canal.
Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad, pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento, inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto; mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia. En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es lo supremo, entonces viviré, aun cuando deba volverme un caníbal. Hasta ahora he procurado salvar mi preciosa piel, he procurado preservar los pocos pedazos de carne que me cubren los huesos. Eso se acabó. He llegado al límite de la resistencia. Estoy de espaldas contra la pared; no puedo retroceder más. Por lo que se refiere a la historia, estoy muerto. Si hay algo más allá, tendré que reaccionar. He encontrado a Dios, pero no es suficiente. Sólo estoy muerto espiritualmente. Físicamente estoy vivo. Moralmente soy libre. El mundo que he abandonado es una casa de fieras. El amanecer se alza sobre un mundo nuevo, una jungla en que vagan espíritus flacos y con garras aguzadas. Si soy una hiena, soy una hiena flaca y hambrienta: salgo de caza para engordar.
A la una y media fui a ver a Van Norden, como habíamos quedado. Me había avisado de que, si no respondía, querría decir que estaba durmiendo con alguien, probablemente con su gachí de Georgia.
El caso es que allí estaba, cómodamente arrebujado, pero con su aspecto de cansancio habitual. Se despierta maldiciéndose, o maldiciendo su trabajo, o maldiciendo la vida. Se despierta totalmente aburrido y frustrado, disgustado de pensar que no ha muerto durante la noche.
Me siento junto a la ventana y lo animo todo lo que puedo. Es una tarea tediosa. La verdad es que hay que engatusarlo para que salga de la cama. Por la mañana —para él la mañana va de la una a las cinco de la tarde —, por la mañana, como digo, se entrega a los ensueños. Sobre todo, sueña con el pasado. Con sus «gachís». Se esfuerza por recordar lo que sentían, lo que decían en determinados momentos críticos, dónde se las tiraba, etcétera. Mientras está ahí echado, sonriendo y maldiciendo mueve los dedos de ese modo suyo, tan curioso y aburrido, como para dar la impresión de que su hastío es demasiado intenso para expresarlo en palabras. Sobre la cama cuelga un irrigador que guarda para los casos de urgencia: para las vírgenes a las que persigue como un sabueso. Incluso después de haberse acostado con una de esas criaturas míticas, sigue llamándola virgen, y casi nunca por su nombre. «Mi virgen», dice, igual que dice «mi gachí de Georgia». Cuando va al retrete dice: «Si viene mi gachí de Georgia, dile que espere. Dile que te lo he dicho yo. Y, oye, puedes tirártela, si quieres. Ya estoy cansado de ella.»
Mira a ver qué tal día hace y suspira profundamente. Si está lloviendo, dice: «¡Maldito sea este tiempo cabrón! ¡Le pone a uno enfermo!» Y si brilla un sol espléndido, dice: «¡Maldito sea este sol cabrón! ¡Le deja a uno ciego!» Cuando empieza a afeitarse, recuerda de repente que no hay ninguna toalla limpia. «¡Maldito sea este hotel de mierda! ¡Son demasiado tacaños para darte una toalla limpia cada día!» Haga lo que haga o vaya donde vaya, todo le parece mal. Si no es el país de mierda, es el trabajo de mierda, o es una gachí que lo ha dejado fuera de combate, la muy puta.
—Tengo todos los dientes podridos —dice, mientras hace gárgaras —. Es esta mierda de pan que te dan a comer aquí —abre la boca lo más posible y se baja el labio inferior —. ¿Ves? Tuve que sacarme seis ayer. Pronto voy a necesitar otra dentadura postiza. Es lo que se saca de trabajar para vivir. Cuando hacía el vago, tenía todos los dientes, y los ojos vivos y claros. ¡Mírame ahora! Es un milagro que todavía pueda ligarme a una tía. ¡Dios! Lo que me gustaría encontrar es una gachí rica… como ese capullo listillo de Cari. ¿Te ha enseñado alguna vez las cartas que le envía? ¿Sabes quién es? No me quiere decir su nombre, el cabrón… tiene miedo de que se la quite —vuelve a hacer gárgaras y después se queda un rato mirando los agujeros de las encías —. Tú tienes suerte —dice desconsoladamente —. Tú por lo menos tienes amigos. Yo no tengo a nadie, salvo ese capullo listillo que me vuelve loco con su gachí rica.
—Oye —dice —, ¿conoces por casualidad a una tía que se llama Norma? Anda todo el día por el Dome. Creo que es tortillera. Ayer la tuve aquí y le estuve haciendo cosquillas en el culo. No me dejó hacer nada. La tuve en la cama… hasta le quité las bragas… y después me dio asco. ¡Dios! Ya no puedo soportar eso de tener que forcejear así. No vale la pena. O tragan o no tragan: es absurdo perder el tiempo luchando con ellas. Mientras forcejeas con una mala puta como ésa, puede haber una docena de tías en la terrasse muertas de ganas de que se las cepillen. Es la pura verdad. Todas vienen aquí para que se las tiren. Creen que aquí todo es vicio… ¡las muy cretinas! Algunas de esas maestras procedentes del Oeste, de verdad que son vírgenes… ¡En serio! Se pasan el día con el culo pegado a la silla pensando en eso. No necesitas trabajarlas demasiado. Se mueren de ganas. El otro día me ligué a una mujer casada que me dijo que hacía seis meses que no follaba. ¿Te imaginas? ¡Dios, qué cachonda estaba! Creía que me iba a arrancar la picha. Y no paraba de gemir. «¿Y tú? ¿Y tú?» No dejaba de repetirlo, como si estuviera chiflada. ¿Y sabes lo que quería, la muy puta? Quería venir a vivir aquí. ¡Tú fíjate! Me preguntaba si la amaba…, y yo ni siquiera sabía cómo se llamaba. Nunca sé cómo se llaman… No quiero saberlo. ¡Las casadas! ¡Dios! Si vieras todas las tías casadas que traigo aquí, perderías para siempre las ilusiones. Son peores que las vírgenes, las casadas. No esperan a que tomes la iniciativa: te la sacan ellas mismas. Y luego hablan de amor. Es repugnante. ¡Te aseguro que estoy empezando a odiar a las tías!
Vuelve a mirar por la ventana. Está lloviznando. Ha estado lloviendo así durante los cinco últimos días. —¿Vamos al Dome, Joe?
Le llamo Joe porque él me llama Joe. Cuando Carl está con nosotros, también es Joe. Todo el mundo es Joe porque así es más fácil. También es una advertencia agradable de que no debes tomarte a ti mismo demasiado en serio. El caso es que Joe no quiere ir al Dome: debe demasiado dinero allí. Quiere ir a la Coupole. Primero quiere dar la vuelta a la manzana paseando. —Pero está lloviendo, Joe.
—Ya lo sé, pero ¡qué cojones importa! Tengo que dar mi paseo para mantenerme en forma. Tengo que limpiarme la porquería de la tripa.
Cuando dice eso, tengo la impresión de que el mundo entero está enrollado ahí, dentro de su barriga, y que está pudriéndose en ella.
Mientras se viste, vuelve a caer en un estado semicomatoso. Se queda parado con un brazo en la manga de la chaqueta y el sombrero de través y empieza a soñar en voz alta: con la Riviera, con el sol, con pasar la vida holgazaneando. «Lo único que pido a la vida —dice — son unos cuantos libros, unos cuantos sueños, unas cuantas gachís.» Mientras masculla esas palabras, meditabundo, me mira con la sonrisa más dulce y más insidiosa. «¿Te gusta esta sonrisa?», dice. Y después, hastiado: «¡Dios, si por lo menos pudiera encontrar una gachí rica para sonreírle así!»
—Sólo una gachí rica puede salvarme ahora —dice, con aspecto de fastidio absoluto —. Acaba uno cansándose de perseguir a tías nuevas sin cesar. Llega a ser algo maquinal. Lo malo es que no puedo enamorarme, ¿sabes? Soy demasiado egoísta. Las mujeres sólo me ayudan a soñar, y nada más. Es un vicio, como la bebida o el opio. Tengo que tirarme una nueva cada día; si no, me pongo enfermo. Pienso demasiado. A veces me sorprende lo rápido que lo consigo… y lo poco que significa. Lo hago automáticamente. A veces no estoy pensando en una mujer lo más mínimo, pero de repente noto que una mujer me está mirando y entonces, ¡zas!, vuelta a empezar. Antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo, ya la tengo aquí arriba en la habitación. Ni siquiera recuerdo lo que les digo. Las subo aquí, les doy unos azotitos en el culo, y antes de saber de qué se trata, se ha acabado. Es como un sueño… ¿Entiendes lo que quiero decir?
No le gustan demasiado las chicas francesas. No las puede soportar. «O quieren dinero o quieren que te cases con ellas. En el fondo son todas unas putas. Prefiero forcejear con una virgen —dice —. Te dan un poco de ilusión. Por lo menos, ofrecen resistencia.» Aun así, cuando echamos un vistazo a la terrasse, apenas hay una puta a la vista con la que no haya follado en una u otra ocasión. De pie, ante la barra, me las señala, una por una, las repasa automáticamente, describe sus puntos buenos y los malos. «Todas son frígidas», dice. Y entonces empieza a restregarse las manos, pensando en las vírgenes bonitas y sabrosas que se mueren de ganas.
En medio de sus ensueños, se detiene de repente, y cogiéndome del brazo muy excitado, señala a una mujer como una ballena que en ese momento está dejándose caer en un asiento. «Ahí está mi gachí danesa —gruñe —. ¿Ves ese culo? Danés. ¡Cuánto le gusta el asunto a esa mujer! Sencillamente, me lo suplica. Ven aquí… mírala ahora, de lado. Mira ese culo, hazme el favor. Es enorme. Te aseguro que, cuando se me sube encima, apenas puedo abarcarlo con los brazos. Tapa el mundo entero. Me hace sentir como una pequeña chinche que se arrastra por su interior. No sé por qué me gusta tanto… supongo que por ese culo. Es tan incongruente.
¡Y los pliegues que tiene! No puedes olvidar un culo así. Es una realidad… es una realidad sólida. Las otras, pueden aburrirte o pueden darte ilusión por un momento, pero ésta… ¡con su culo!… ¡hostias!, no puedes olvidarla… es como irse a la cama con un monumento encima.»
La gachí danesa parece haberlo electrizado. Ahora ha desaparecido toda su indolencia. Los ojos se le salen de las órbitas. Y, naturalmente, una cosa le recuerda otra. Quiere largarse de esa mierda de hotel porque le molesta el ruido. También quiere escribir un libro para tener algo en que ocupar la mente. Pero entonces el maldito trabajo se convierte en un obstáculo. «¡Esa mierda de trabajo te agota! No quiero escribir sobre Montparnasse… Quiero escribir mi vida, mis pensamientos. Quiero limpiarme la porquería de la barriga… ¡Oye, fíjate en esa de ahí! Me la tiré hace mucho tiempo. Solía andar por los alrededores de Les Halles. Una tía curiosa. Se tumbaba en el borde de la cama y se levantaba el vestido. ¿Lo has probado alguna vez así? No está mal. Tampoco me metía prisa. Se limitaba a tumbarse y a jugar con su sombrero, mientras la pasaba por la piedra. Y cuando me había corrido, decía como si estuviera aburrida: "¿Has terminado?" Como si diera igual. Desde luego, da igual, de sobra lo sé, ¡qué leche!… pero aquella sangre fría que mostraba… me gustaba en cierto modo… era fascinante, ¿sabes? Cuando iba a lavarse, se ponía a cantar. Al salir del hotel, seguía cantando. ¡Ni siquiera decía Au revoir! Se marchaba haciendo girar el sombrero y canturreando bajito. ¡Eso sí que es una puta! Un buen polvo, de todos modos. Creo que me gustaba más que mi virgen. Hay algo de depravación en joderse a una mujer a la que le importa tres cojones. Te enciende la sangre…» Y luego, después de un momento de reflexión: «¿Te imaginas cómo sería, si tuviera el más mínimo sentimiento?»
—Oye —dice —, quiero que vengas al club conmigo mañana por la tarde… hay un baile. —Mañana no puedo, Joe. Prometí a Carl que le ayudaría…
—Oye, ¡olvida a ese capullo! Quiero que me hagas un favor. Es lo siguiente — empieza a restregarse las manos otra vez —. Tengo un ligue con una tía… ha prometido pasar conmigo la noche que libro. Pero todavía no la tengo segura. Tiene a su madre, ¿comprendes?… Una mierda de pintora que me da la lata siempre que la veo. Creo que lo que ocurre es que la madre está celosa. No creo que le importase mucho que le echara un polvo primero a ella. Ya sabes cómo son estas cosas… El caso es que he pensado que no te importaría tirarte a la madre… no está tan mal… si no hubiera visto a la hija, yo mismo no la habría despreciado. La hija es bonita y joven, fresca, ¿entiendes lo que quiero decir? Huele a limpio… —Oye, Joe, es mejor que te busques a otro…
—¡Hombre, no te lo tomes así! Comprendo tu postura, pero sólo es un pequeño favor lo que te pido. No sé cómo librarme de la vieja. Al principio pensé en emborracharme y darle esquinazo… pero no creo que a la joven le gustara eso. Son sentimentales. Proceden de Minnesota o algún sitio así. De todos modos, ven mañana a despertarme, ¿quieres? Si no, se me pegarán las sábanas. Y además, quiero que me ayudes a encontrar una habitación. Ya sabes que soy un inútil. Encuéntrame una habitación en una calle tranquila, por aquí cerca. Tengo que quedarme por aquí… aquí me fían. Oye, prométeme que lo harás por mí. Te invitaré a comer de vez en cuando. De todos modos, vente por aquí, porque me vuelvo loco hablando con esas tías estúpidas. Quiero hablar contigo de Havelock Ellis. ¡Dios! Hace tres semanas que saqué el libro y todavía no le he echado una ojeada. Se pudre uno aquí. ¿Quieres creer que todavía no he estado nunca en el Louvre… ni en la Comédie Française? ¿Vale la pena ir a esos sitios? En cualquier caso, supongo que te distrae en cierto modo. ¿Qué haces tú todo el día? ¿No te aburres? ¿Cómo te las arreglas para echar un polvo? Oye… ¡ven aquí! No te vayas todavía… me siento solo. ¿Sabes lo que te digo? Si esto sigue así un año más, me voy a volver loco. Tengo que salir de este país de los cojones. Aquí no hay nada para mí. Ya sé que la cosa está fea en América, pero aun así… Aquí acabas chiflado… todos esos mierdas con el culo pegado a la silla todo el día fanfarroneando sobre su obra y ninguno de ellos vale un puñetero real. Son todos unos fracasados… por eso vienen aquí. Oye, Joe, ¿nunca sientes nostalgia de tu tierra? Eres un tipo curioso… parece que te gusta este país. ¿Qué le ves?… Me gustaría que me lo dijeras. Deseo con toda el alma dejar de pensar en mí mismo. Estoy completamente retorcido por dentro… es como si tuviese un nudo ahí… Oye, sé que te estoy aburriendo mortalmente, pero tengo que hablar con alguien. No puedo hablar con esos tipos del piso de arriba… ya sabes cómo son esos chorras… sólo piensan en ver su nombre en letras de molde. Y Carl, ese capullo, es tan tremendamente egoísta. Yo soy un egotista, pero no soy egoísta. No es lo mismo. Supongo que soy un neurótico. No puedo dejar de pensar en mí mismo. No es que me considere tan importante… sencillamente, no puedo pensar en otra cosa, eso es todo. Si pudiese enamorarme de una mujer, quizá me sentaría bien. Pero no puedo encontrar una mujer que me interese. Como ves, estoy hecho un lío. ¿Qué me aconsejas que haga? ¿Qué harías tú en mi lugar? Oye, no quiero retenerte por más tiempo, pero despiértame mañana… a la una y media… hazme el favor. Te daré algo más, si me lustras los zapatos. Y, oye, si tienes una camisa limpia de sobra, tráetela, haz el favor. ¡Vaya una mierda! Me estoy dejando los cojones en este trabajo, y ni siquiera me da para una camisa limpia. Nos tratan como a negros aquí. ¡Bueno, a la mierda! Voy a dar un paseo… a limpiarme la porquería de la barriga. No lo olvides, ¡mañana!
Hace seis meses o más que dura esta correspondencia con la gachí rica, Irene. Últimamente, he ido a ver a Carl cada día para poner fin a este asunto, porque, por lo que a Irene respecta, podría continuar indefinidamente. En los últimos días, el intercambio de cartas ha sido una auténtica avalancha; la última carta que enviamos tenía casi cuarenta páginas de larga, y estaba escrita en tres lenguas. Era un popurrí, la última carta: pasajes de novelas antiguas, fragmentos del suplemento dominical, versiones reconstruidas de antiguas cartas a Liona y a Tania, transcripciones deformadas de Rabelais, de Petronio: en resumen, nos agotamos. Finalmente, Irene decide salir de su concha. Por fin llega una carta en la que nos da una cita en su hotel. Carl se mea en los pantalones. Una cosa es escribir cartas a una mujer que no conoces; y otra cosa muy distinta es ir a visitarla y hacer el amor con ella. En el último instante está temblando, con lo que creo que voy a tener que sustituirlo. Cuando salimos del taxi frente al hotel, está temblando tanto, que tengo que llevarlo primero a dar una vuelta a la manzana. Ya se ha tomado dos Pernods, pero no le han hecho el más mínimo efecto. La simple visión del hotel es suficiente para dejarlo anonadado: es un lugar pretencioso con uno de esos enormes vestíbulos vacíos en que las inglesas se sientan durante horas con mirada inexpresiva. Para asegurarme de que no saldría corriendo, me quedé a su lado mientras el conserje telefoneaba para anunciarlo. Irene estaba esperándolo. Al entrar en el ascensor, me echó una última mirada desesperada, una de esas súplicas silenciosas que hace un perro, cuando le ponen el dogal al cuello. Al pasar por la puerta giratoria, pensé en Van Norden…
Vuelvo al hotel y espero una llamada de teléfono. Sólo dispone de una hora y ha prometido llamarme para comunicarme los resultados, antes de irse a trabajar. Examino las copias de las cartas que le enviamos. Intento imaginarme la situación tal como es en realidad, pero no lo consigo. Sus cartas son mucho mejores que las nuestras: son sinceras, de eso no hay duda. A estas horas, ya se deben de haber formado un juicio el uno del otro. Me pregunto si estará todavía meándose en los pantalones.
Suena el teléfono. Su voz suena extraña, chillona, como si estuviera asustado y alborozado a un tiempo. Me pide que le sustituya en la oficina. «¡Cuéntale lo que quieras a ese cabrón! Dile que me estoy muriendo…» —Oye, Carl… ¿Puedes decirme…? —¡Hola! ¿Es usted Henry Miller?
Es una voz de mujer. Es Irene. Me está diciendo hola. Su voz suena preciosa por teléfono… preciosa. Por un momento, siento auténtico pánico. No sé qué decirle. Me gustaría decirle: «Oiga, Irene, creo que es usted hermosa… Creo que es usted maravillosa.» Me gustaría decirle algo que fuera cierto, por ridículo que fuese, porque, ahora que he oído su voz, todo ha cambiado. Pero, antes de poder serenarme, Carl vuelve a estar al aparato y me está diciendo con esa extraña voz chillona: —Le gustas, Joe. Le he contado todo lo relativo a ti…
En la oficina tengo que ayudar a corregir a Van Norden. Cuando llega la hora del descanso, me lleva aparte. Tiene aspecto triste y desolado. —¡Conque está muriéndose, ese capullo! ¡Dime la verdad! —Creo que ha ido a ver a su gachí rica —respondo con calma.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que ha ido a visitarla? —parece fuera de sí —. Oye, ¿dónde vive? ¿Cómo se llama? —finjo ignorarlo —. Oye —dice —, tú eres un tipo decente. ¿Por qué cojones no me dejas participar en este negocio? Para calmarlo, acabo prometiéndole que le contaré todo, en cuanto Carl me explique los detalles. Yo también me muero de impaciencia por ver a Carl.
Al día siguiente hacia el mediodía llamo a su puerta. Ya se ha levantado y está enjabonándose la barba. No puedo deducir nada de la expresión de su cara. Ni siquiera puedo deducir si me va a decir la verdad. El sol entra a raudales a través de la ventana abierta, los pájaros están gorjeando, y, sin embargo, no sé por qué, la habitación parece más desnuda y más miserable que nunca. El suelo está embadurnado de espuma, y en el perchero están las dos toallas sucias que nunca cambian. Y Carl tampoco ha cambiado, y eso me asombra más que nada. Esta mañana el mundo entero tendría que haber cambiado, para bien o para mal, pero debería haber cambiado, radicalmente. Y, sin embargo, Carl está ahí de pie enjabonándose la cara y ni un solo detalle se ha transformado.
—Siéntate… siéntate ahí, en la cama —dice —. Vas a enterarte de todo… pero primero espera… espera un poco.
Empieza a jabonarse la cara otra vez, y después a afilar su navaja de afeitar. Incluso hace un comentario sobre el agua… otra vez sin agua caliente.
—Oye, Carl, estoy en ascuas. Puedes torturarme después, si quieres, pero ahora cuenta, cuéntame algo… ¿fue bien o mal?
Se vuelve con la brocha en la mano y me sonríe de forma extraña. «¡Espera! Te lo voy a contar todo…» —Eso quiere decir que fue un fracaso.
—No —dice, arrastrando las palabras —. No fue un fracaso, ni tampoco un éxito… Por cierto, ¿arreglaste lo de la oficina? ¿Qué les dijiste?
Veo que es inútil intentar tirarle de la lengua. Cuando le dé la gana, me lo dirá. Antes, no. Me echo en la cama, silencioso como un muerto. Él sigue afeitándose.
De repente, sin que venga a cuento, empieza a hablar… inconexamente, al principio, y después cada vez más clara, enfática, resueltamente. Está luchando para soltarlo, pero parece decidido a contarlo todo; se conduce como quien se arranca algo de la conciencia. Me recuerda incluso la mirada que me echó, mientras subía por el hueco del ascensor. Lo comenta morosamente, como para dar a entender que todo iba contenido en aquel último instante, y que, si hubiera tenido poder para alterar las cosas, nunca habría puesto el pie fuera del ascensor.
Irene estaba en bata, cuando él llegó. Había un cubo de champán en el tocador. La habitación estaba bastante oscura y su voz era encantadora. Me da todos los detalles sobre la habitación, el champán, cómo abrió el gargon la botella, el ruido que hizo, la forma como crujió su bata cuando se adelantó para recibirlo… me cuenta todo menos lo que quiero saber.
Era sobre las ocho, cuando llegó. A las ocho y media estaba nervioso, pensando en el trabajo. «Era sobre las nueve, cuando te llamé, ¿verdad?», dice. —Sí, más o menos. —Estaba nervioso, ¿sabes? —Ya lo sé. Sigue…
No sé si creerle o no, especialmente después de aquellas cartas que inventamos. Ni siquiera sé si le he oído bien, porque lo que me está contando parece absolutamente fantástico. Y, sin embargo, también parece cierto, conociendo la clase de persona que es. Y después recuerdo su voz por el teléfono, aquella extraña mezcla de espanto y alborozo. Pero ¿por qué no está más jubiloso ahora? No deja de sonreír un momento, como una pequeña chinche rosada que se ha dado un atracón. «Eran las nueve —repite una vez más — cuando te llamé, ¿verdad?» Asiento con la cabeza, cansado. Sí, eran las nueve. Ahora está seguro de que eran las nueve porque recuerda que miró el reloj. El caso es que, cuando volvió a mirar el reloj, eran las diez. A las diez ella estaba tumbada en el diván con las tetas en la mano. Así es como me lo presenta: con cuentagotas. A las once, ya estaba todo decidido; se iban a escapar a Borneo. ¡Que se jodiera el marido! De todos modos, nunca lo había amado. Nunca habría escrito la primera carta, si el marido no hubiera sido viejo y desapasionado. «Y entonces va y me dice: "Pero, oye, querido, ¿cómo sabes que no te vas a cansar de mí?"» Al oír eso, me echo a reír. Me parece ridículo, no puedo evitarlo. —¿Y tú qué dijiste? —¿Qué esperabas que dijera? Dije: «¿Cómo podría nadie llegar a cansarse de ti?»
Y luego me describe lo que ocurrió después de eso, cómo se inclinó y le besó los senos, y, después de habérselos besado ardientemente, se los volvió a meter en el corpiño, o como se llamen esas cosas. Y, después de eso, otra coupe de champán.
Hacia medianoche llega el garçon con cerveza y emparedados: emparedados de caviar. Y durante todo el rato, según dice, ha estado meándose vivo. Tuvo una erección, pero se le pasó. Todo el rato con la vejiga a punto de reventar, pero se imagina, el muy capullo, que la situación requiere delicadeza.
A la una y media ella quiere alquilar un coche y dar un paseo por el Bois. Él sólo piensa en orinar. «Te quiero… te adoro —dice —. Iré adonde digas: Estambul, Singapur, Honolulú. Pero ahora tengo que irme… se está haciendo tarde.»
Me cuenta todo eso en su diminuta y sucia habitación, con el sol que entra a raudales y los pájaros que gorjean como locos. Todavía no sé si era guapa o no.
Ni siquiera él lo sabe, el imbécil. Más bien cree que no. La habitación estaba oscura y además estaba el champán y tenía los nervios deshechos. —Pero tienes que saber algo de ella… ¡Si es que todo esto no es un cochino embuste!
—Espera un momento —dice —. Espera… ¡déjame pensar! No, no era guapa. Ahora estoy seguro de eso. Tenía un mechón de pelo gris sobre la frente… recuerdo eso. Pero eso no sería tan malo… como ves, casi lo había olvidado. No, lo malo eran sus brazos… eran flacos… eran flacos y frágiles —empieza a pasearse de un extremo a otro de la habitación. De pronto, se detiene en seco —. ¡Si por lo menos tuviera diez años menos! —exclama —. Si tuviese diez años menos, podría olvidar el mechón de pelo gris… y hasta los frágiles brazos. Pero es demasiado vieja. Mira, con una tía como ésa, ahora cada año cuenta, El año que viene no será simplemente un año mayor: será diez años mayor. Otro año más, y será veinte años más vieja. Y yo voy a parecer cada vez más joven… por lo menos durante otros cinco años… —Pero, ¿cómo acabó? —le interrumpo.
—Esa es la cosa… que no acabó. Prometí ir a verla el martes hacia las cinco. Eso es lo malo, ¿comprendes? Tiene arrugas en la cara que de día se notarán más. Supongo que quiere que me la joda el martes. Follar de día… no es algo que se haga con una tía como ésa. Especialmente en un hotel así. Preferiría hacerlo la noche que libro… pero el martes no es la noche que libro. Y eso no es todo. Le prometí una carta entretanto. ¿Cómo voy a escribirle una carta ahora? No tengo nada que decir… ¡Vaya una mierda! Si por lo menos fuera diez años más joven. ¿Crees que debería ir con ella… a Borneo o adonde quiera llevarme? ¿Qué haría con una tía rica como ésa a mi disposición? No sé disparar. Me dan miedo los rifles y todas esas cosas. Además, querrá que me la folie noche y día… nada más que cazar y follar todo el tiempo… ¡No puedo hacerlo!
—Puede que no sea tan malo como crees. Te comprará corbatas y toda clase de cosas… —Quizá podrías venir con nosotros, ¿eh? Le conté todo lo referente a ti… —¿Le dijiste que soy pobre? ¿Le dijiste que estoy muy necesitado?
—Le conté todo. ¡Qué mierda! Todo sería magnífico, si fuera unos añitos más joven. Dijo que andaba por los cuarenta. Eso quiere decir cincuenta o sesenta. Es como joderte a tu propia madre… no puedes hacerlo… es imposible. —Pero debía de tener algún atractivo… has dicho que le besaste los senos. —Le besé los senos… ¿y qué? Además, ya te digo que estaba oscuro.
Al ponerse los pantalones, se le cae un botón. «Mira, ¿ves? Se está cayendo en pedazos, el maldito traje. Lo he llevado durante siete años… y tampoco llegué a pagarlo. En tiempos era un buen traje, pero ahora está hecho una mierda. Y esa tía me compraría trajes también, todo lo que quisiera seguramente. Pero eso es lo que no me gusta, tener una mujer que apoquine por mí. Nunca he hecho eso en mi vida. Ésa es tu idea. Yo prefiero vivir solo. ¡Qué leche! Ésta es una buena habitación, ¿verdad? ¿Qué tiene de malo? Tiene mejor aspecto que su habitación, ¿no crees? No me gusta su elegante hotel. Estoy en contra de semejantes hoteles. Así se lo dije. Ella dijo que le daba igual vivir en un sitio o en otro… dijo que vendría a vivir conmigo, si yo se lo pedía. ¿Te la imaginas mudándose aquí con sus enormes baúles y sus cajas de sombreros y toda la basura que lleva consigo? Tiene demasiadas cosas: demasiados vestidos y frascos y qué sé yo. Es como una clínica, su habitación. Si se hace un arañazo de nada en el dedo, es grave. Y además necesita que le den masajes y que le ricen el pelo y no puede comer esto y no puede comer lo otro. Oye, Joe, no estaría mal esa tía, si fuera un poquito más joven. A una gachí joven le puedes perdonar cualquier cosa. Una gachí joven no tiene que ser inteligente. Pero una tía vieja, aunque tenga talento, aunque sea la mujer más encantadora del mundo, da igual. Una gachí joven es una inversión; una vieja es una pérdida total. Lo único que puede hacer por ti es comprarte cosas. Pero no por ello serán sus brazos más gruesos ni tendrá más jugo entre las piernas. No está mal, Irene. De hecho, creo que te gustaría.
Tu caso es diferente. No tienes que jodértela. Quizá no te gustaría con todos esos vestidos y esos frascos y qué sé yo, pero podrías ser tolerante. No te aburriría, eso te lo aseguro. Me atrevo a decir que hasta es interesante. Pero está ajada. Le dije que te llevaría un día. Le hablé mucho de ti… No sabía qué decirle. Quizá te gustaría, especialmente cuando está vestida. No sé…»
—Mira, dices que es rica, ¿no? Pues, ¡me gustará! No me importa lo vieja que sea, con tal de que no sea una bruja…
—¡No es una bruja! ¿Qué dices? Te digo que es encantadora. Habla bien. También tiene buen aspecto… sólo que los brazos…
—De acuerdo, si es así, me la joderé… si tú no quieres. Díselo. Pero hazlo con tacto. Con una mujer así tienes que hacer las cosas poco a poco. Llévame contigo y deja que las cosas sigan su curso. Ponme por las nubes. Haz como si estuvieras celoso… ¡Qué cojones! Quizá nos la jodamos juntos… e iremos a todas partes y comeremos juntos… y daremos paseos en coche e iremos a cazar y llevaremos ropa elegante. Si quiere ir a Borneo, que nos lleve. Yo tampoco sé disparar, pero eso no importa. A ella tampoco le importa eso. Lo único que quiere es que se la folien y nada más. No haces más que hablar de sus brazos. No tienes que mirarle a los brazos todo el tiempo, ¿no crees? ¡Mira esta cama! ¡Mira el espejo! ¿A esto le llamas vivir? ¿Quieres seguir siendo delicado y vivir como un piojo toda la vida? Ni siquiera puedes pagar la cuenta del hotel… y eso que tienes trabajo. Esto no es forma de vivir. No me importa que tenga setenta años: es mejor que esto…
—Oye, Joe, tú te la jodes por mí… y entonces todo será magnífico. Quizá me la folie de vez en cuando también yo… la noche que libro. Hace cuatro días que no cago a gusto. Tengo algo pegado, como si fueran uvas… —Lo que pasa es que tienes almorranas.
—Además se me cae el pelo… y tendría que ir al dentista. Tengo la sensación de estar desintegrándome. Le conté que eres un buen muchacho… Lo harás por mí, ¿eh? Tú no eres delicado, ¿eh? Si vamos a Borneo, no volveré a tener almorranas. Quizá me salga otra cosa… algo peor… fiebre tal vez… o cólera. ¡Qué coño! Es mejor morir de una buena enfermedad de ésas que ir dejándote la vida en un periódico con almorranas en el culo y los botones cayéndosete de los pantalones. Me gustaría ser rico, aunque sólo fuera por una semana, y después ir al hospital con una buena enfermedad, una enfermedad fatal, y tener flores en la habitación y enfermeras bailando a mi alrededor y recibir telegramas. Si eres rico, te cuidan bien. Te lavan con algodón en rama y te peinan. Lo sé muy bien, ¡qué leche! Quizá tuviera suerte y no muriese. Tal vez quedara inválido para toda la vida… puede que quedase paralítico y tuviera que ir sentado en una silla de ruedas. Pero, aun así, me cuidarían igualmente… aunque no me quedara más dinero. Si eres inválido, inválido de verdad, no te dejan morir de hambre. Y te dan una cama limpia donde acostarte… y te cambian las toallas cada día. En cambio, así a nadie le importas tres cojones, especialmente si tienes trabajo. Creen que un hombre debe estar contento, si tiene trabajo. ¿Qué preferirías: ser un inválido toda la vida o tener trabajo… o casarte con una tía rica? Ya veo que preferirías casarte con una tía rica. Sólo piensas en la comida. Pero, suponiendo que te casaras con ella y después no pudieses tener una erección nunca más, es algo que ocurre a veces, ¿qué harías, entonces? Estarías a su merced. Tendrías que comer en su mano, como un perrito de lanas. ¿Te gustaría eso? ¿Eh? ¿O quizá no piensas en esas cosas? Yo pienso en todo. Pienso en los trajes que escogería y en los lugares a los que me gustaría ir, pero también pienso en lo otro. Eso es lo importante. ¿De qué te sirven las corbatas de fantasía y los trajes elegantes, si no puedes tener una erección nunca más? Ni siquiera podrías pegársela… porque la tendrías todo el tiempo en los talones. No, lo mejor sería casarte con ella y después contraer una enfermedad al instante. Pero que no fuera la sífilis. El cólera, pongamos por caso, o la fiebre amarilla. De modo, que, si se produjera un milagro y salvases la vida, no tendrías que preocuparte de follarla nunca más, y tampoco tendrías que preocuparte del alquiler. Probablemente, ella te compraría una buena silla de ruedas con cubiertas de goma y toda clase de palancas y qué sé yo. Tal vez pudieras incluso usar las manos… quiero decir lo suficiente para poder escribir. O podrías tener una secretaria, si vamos a eso. Exactamente: ésa es la mejor solución para un escritor. ¿Para qué quiere uno los brazos y las piernas? No necesitas los brazos ni las piernas para escribir. Necesitas seguridad… paz… protección. Todos esos héroes que desfilan en sillas de ruedas… es una lástima que no sean escritores. Simplemente con que pudiera uno estar seguro de que, al ir a la guerra, sólo perdería las piernas… si pudiese uno estar seguro de eso, por mí que estallara una guerra mañana. Me importarían tres cojones las medallas… podrían guardarse las medallas. Lo único que desearía sería una silla de ruedas y tres comidas al día. Entonces les daría algo para leer, a esos capullos.
El día siguiente, a la una y media, voy a casa de Van Norden. Es el día —o, mejor dicho, la noche — que libra. Ha dejado a Carl el recado de que debo ir hoy a ayudarle a mudarse.
Lo encuentro en un estado de depresión extraordinaria. Me dice que no ha pegado ojo en toda la noche. Tiene algo metido en la cabeza, algo que lo desazona. No tardo en descubrir de qué se trata; ha estado esperando impaciente a que yo llegara para revelármelo.
—Ese tío —empieza diciendo, refiriéndose a Carl —, ese tío es un artista. Me describió todos los detalles minuciosamente. Me lo contó con tanta precisión, que sé que todo es un cochino embuste… pero no puedo quitármelo del pensamiento. ¡Ya sabes cómo me trabaja la cabeza!
Se interrumpe para preguntar si me ha contado Carl la historia entera. No sospecha lo más mínimo que Carl puede haberme contado a mí una cosa y a él otra. Parece creer que esa historia fue inventada expresamente para torturarlo. No parece importarle demasiado que se trate de una invención. Lo que le irrita son las «imágenes», como él dice, que Carl le ha dejado en la cabeza. Las imágenes son reales, aunque la historia entera sea falsa. Y además, es innegable que hay una tía rica en escena y que Carl fue a visitarla efectivamente. Lo que ocurrió realmente es secundario; da por sentado que Carl se la pasó por la piedra. Pero lo que le desespera es la idea de que lo que Carl le ha descrito podría haber sido posible.
—Es muy propio de ese tipo —dice — contarme que se la metió seis o siete veces. Ya sé que se trata de un montón de patrañas y eso no me importa demasiado, pero cuando me dice que ella alquiló un coche y lo paseó por el Bois y que usaron el abrigo de piel del marido como manta, es demasiado. Supongo que te contaría lo de que el conductor esperó respetuosamente… y oye, ¿te contó que el motor estuvo zumbando todo el tiempo? ¡Dios, qué maravillosamente se lo montó! Es muy propio de él pensar en un detalle así… es uno de esos detallitos que vuelven una cosa psicológicamente real… después no te lo puedes quitar de la cabeza. Y me lo cuenta de forma tan tranquila, tan natural… Me pregunto si lo imaginó de antemano o simplemente se le ocurrió así, espontáneamente. Es un mentiroso tan fino, que no hay quien pueda con él… es como si te estuviera escribiendo una carta, una de esas retahílas floridas que redacta en una noche. No comprendo cómo puede un tío escribir semejantes cartas… no entiendo la mentalidad que se esconde tras ellas… es una forma de masturbación… ¿A ti qué te parece?
Pero, antes de que tenga la oportunidad de aventurar una opinión, o incluso de reírme en sus narices, Van Norden prosigue con su monólogo.
—Oye, supongo que te lo contaría todo… ¿Te contó que salieron al balcón y la besó a la luz de la luna? Eso parece vulgar, cuando lo repites, pero de la manera como ese gachó lo describe… me imagino perfectamente a ese capullo ahí, de pie, con la mujer en los brazos y escribiendo ya otra carta, otra retahíla florida sobre los tejados y todas esas chorradas que roba a sus autores franceses. He descubierto que ese gachó nunca te dice nada original. Necesitas descubrir una pista… averiguar a quién ha estado leyendo últimamente… y es difícil hacerlo porque es increíblemente reservado. Oye, si no supiera que habías ido con él, no me creería que existe esa mujer. Un tipo como ése podría escribirse cartas a sí mismo. Y, sin embargo, tiene suerte… es tan menudo, tan frágil, tiene un aspecto tan romántico, que las mujeres se prendan de él de vez en cuando… es como si lo adoptaran… supongo que les da lástima. Y a algunas gachís les gusta recibir cartas floridas… las hace sentirse importantes… Pero esa mujer es inteligente, según él. Tú debes de saberlo… has visto sus cartas. ¿Qué crees que ha visto en él una mujer así? Puedo entender que haya quedado prendada de las cartas… pero ¿qué crees que habrá sentido al verlo?
«Pero, mira, nada de eso viene a cuento. A lo que voy es al modo como me lo cuenta. Ya sabes cómo adorna las cosas… bueno, pues, después de esa escena en el balcón, la cual presenta como un hors d’oeuvre, ¿comprendes?, después, según dice, fueron adentro y él le desabrochó el pijama. ¿Por qué te sonríes? ¿Me estaba engañando con eso? —¡No, no! Me lo estás repitiendo exactamente como él me lo contó. Sigue…
—Después de eso —ahora el propio Van Norden no puede por menos de sonreír —, después de eso, fíjate bien, me dice que ella se sentó en la silla con las piernas levantadas… en pelotas… y que él se sentó en el suelo mirándola, diciéndole lo bella que era… ¿te dijo que parecía un Matisse?… Espera un momento… me gustaría recordar exactamente lo que dijo. Fue una frase muy bonita en la que citó a una odalisca… por cierto, ¿qué cojones es una odalisca? La pronunció en francés, por eso es difícil recordar cómo coño dijo… pero sonaba bien. Sonaba exactamente como la clase de cosas que es capaz de decir. Y ella probablemente pensó que era original suya… Supongo que cree que es un poeta o algo así. Pero, oye, eso no es nada… le paso por alto su imaginación. Lo que ocurrió después es lo que me saca de quicio. He estado toda la noche dando vueltas en la cama, jugando con esas imágenes que me dejó en la cabeza. No me lo puedo quitar del pensamiento. Parece tan real, que si no hubiera ocurrido así, podría estrangularlo, a ese cabrón. Nadie tiene derecho a inventar cosas así. A no ser que esté enfermo…
»A lo que voy es al momento en que, según dice, se arrodilló y con esos flacos dedos suyos le abrió el coño. ¿Recuerdas eso? Dice que ella estaba sentada con las piernas colgando de los brazos del sillón y de repente, según dice, tuvo una ocurrencia. Eso fue después de haber echado ya dos polvos… después de haber soltado el discursito sobre Matisse. Va y se arrodilla, ¡tú fíjate!, y con los dos dedos… sólo con las puntas de los dedos, fíjate… va y abre los petalitos… tris-tris… como si nada. Un ruido pegadizo… casi inaudible. ¡Tris-tris! ¡Dios, he estado oyéndolo toda la noche! Y después va y me dice, como si no fuera eso bastante para mí, va y me dice que hundió la cabeza en su peludo chocho. Y cuando hizo eso, que Dios me ampare si no le colgó ella las piernas alrededor del cuello y lo dejó así encerrado. ¡Ahí sí que me mató! ¡Imagínatelo! ¡Imagínate a una mujer fina y sensible como ésa colgándole las piernas alrededor del cuello! ¡Hay algo ponzoñoso en eso! Es tan fantástico, que parece convincente. Si sólo me hubiera contado lo del champán y el paseo por el Bois e incluso aquella escena en el balcón, habría podido desecharlo. Pero esto es tan increíble, que ya no parece una mentira. No puedo creer que haya leído algo así en ninguna parte, y no veo qué puede haberle sugerido la idea, a no ser que haya algo de verdad en ella. Ya sabes que con un capullo como ése puede ocurrir cualquier cosa. Puede que no se la follara, pero a lo mejor ella le dejó que la masturbase… con esas tías ricas no sabes lo que pueden esperar que les hagas… Cuando por fin se levanta de la cama y empieza a afeitarse, ya está muy avanzada la tarde. Por fin he conseguido desviarle la atención hacia otras cosas, hacia la mudanza sobre todo. La criada viene a ver si está listo: tenía que haber abandonado la habitación al mediodía. En ese momento está poniéndose los pantalones. Me sorprende un poco que no se excuse ni se vuelva. Al verle ahí parado abrochándose la bragueta tan campante, mientras le da órdenes, me echo a reír entre dientes. «No te preocupes por ella —dice, echándole una mirada de absoluto desprecio —, no es más que una marrana. Dale un pellizco en el culo, si te apetece. No dirá nada.» Y después, dirigiéndose a ella, en inglés, dice: «¡Ven aquí, marmota, pon la mano aquí!» Ante esas palabras, no puedo contenerme más. Rompo a reír, con un ataque de risa histérica que se le contagia también a la criada, aunque no sabe de qué se trata. La criada empieza a descolgar los cuadros y las fotografías, la mayoría de él, que cubren las paredes. «Tú —dice, moviendo el pulgar —, ¡ven aquí! Aquí tienes un recuerdo mío —arranca una fotografía de la pared —, cuando me vaya, puedes limpiarte el culo con ella. ¿Lo ves? —dice, volviéndose hacia mí —, es una marmota estúpida. No daría más señales de inteligencia, si lo dijera en francés.» La criada se ha quedado con la boca abierta; evidentemente, está convencida de que está chiflado. «¡Eh! —le grita como si fuera dura de oído —. ¡Eh, tú! ¡Sí, tú! ¡Así…! —y coge la fotografía, su propia fotografía, y se limpia el culo con ella — . Comme ga! ¿Entiendes? Hay que repetirle todo con señas», dice, adelantando el labio inferior con absoluta repugnancia. Se le queda mirando sin saber qué hacer, mientras ella arroja sus cosas en las enormes maletas. «Toma, pon esto también», dice, y le entrega un cepillo de dientes y el irrigador. La mitad de sus pertenencias están tiradas por el suelo. Las maletas están atestadas y no hay sitio para colocar las pinturas ni los libros ni las botellas que están medio vacías. «Siéntate un momento —dice —. Tenemos mucho tiempo. Hay que considerar esto despacio. Si no hubieras venido, no habría llegado a salir nunca de aquí. Ya ves qué inútil soy. Recuérdame que saque las bombillas… son mías. Esa papelera también es mía. Estos cabrones se creen que vive uno como un cerdo.» La criada ha ido abajo a buscar una cuerda… «Espera y verás… me va a cobrar la cuerda, aunque sólo sean tres sous. Aquí no te cosen un botón en el pantalón sin cobrártelo. ¡Son unos chupones asquerosos e indecentes!» Coge una botella de Calvados de la repisa y me indica con la cabeza que coja la otra. «Es inútil llevarlas a la nueva habitación. Acabémoslas ahora. Pero ¡no le des un trago a ella! No le dejaría a esa puta ni un trozo de papel higiénico. Me gustaría destrozar el hotel antes de irme. Oye… méate en el suelo, si quieres. Ojalá pudiera cagarme en el cajón del escritorio.» Se siente tan absolutamente asqueado de sí mismo y de todo lo demás, que no sabe qué hacer para dar rienda suelta a sus sentimientos. Se acerca a la cama con la botella en la mano y rocía de Calvados el colchón. No contento con eso, clava el tacón en el colchón. Desgraciadamente, no tiene barro en los tacones. Por último, coge la sábana y se limpia los zapatos con ella. «¡Así tendrán algo que hacer!», murmura vengativamente. Después de un buen trago, echa la cabeza atrás y se pone a hacer gárgaras, y, después de haber gargarizado un buen rato, lo escupe en el espejo. «¡Ahí tenéis, hatajo de cabrones! ¡Limpiadlo, cuando me vaya!» Va y viene murmurando entre dientes. Al ver sus calcetines rotos tirados en el suelo, los recoge y los hace trizas. También las pinturas le irritan. Coge una, un retrato de él hecho por una lesbiana conocida suya, y lo atraviesa con el pie. «¡Esa mala puta! ¿Sabes lo que tuvo el descaro de pedirme? Me pidió que le pasara mis gachís, cuando hubiese acabado con ellas. Nunca me dio ni cinco por darle bombo en mis artículos. Creía que admiraba sinceramente su obra. No habría conseguido que me diera ese cuadro, si no le hubiese prometido proporcionarle esa gachí de Minnesota. Estaba loca por ella… nos seguía por todas partes como una perra en celo… ¡no podíamos quitárnosla de encima, a esa zorra! Me amargaba la vida. Llegué al extremo de casi tener miedo de traer a una gachí aquí por temor a que apareciera de repente y se me echase encima. Subía aquí a hurtadillas como un ladrón y cerraba la puerta con llave nada más entrar… Ésa y la gachí de Georgia, es que me vuelven loco. Una está siempre en celo y la otra siempre está hambrienta. Detesto follar con una mujer que esté hambrienta. Es como si le metieras comida dentro y después se la sacases otra vez… Hostia, eso me recuerda una cosa… ¿dónde he puesto esa pomada azul? Eso es importante. ¿Has tenido alguna vez estas cosas? Es peor que tener purgaciones. Y tampoco sé dónde las pesqué. He traído a tantas mujeres aquí la semana pasada, que las he perdido de vista. Es curioso también, porque todas olían a limpio. Pero ya sabes cómo son estas cosas…»
La criada ha apilado sus cosas en la acera. El patrón contempla la escena con aspecto malhumorado. Después de haber cargado todo en el taxi, sólo queda sitio dentro para uno de los dos. En cuanto arrancamos, Van Norden saca un periódico y empieza a empaquetar sus ollas y sartenes; en el nuevo hotel está rigurosamente prohibido cocinar. Cuando llegamos a nuestro destino, todo su equipaje se ha desatado; no habría sido tan embarazoso, si la patrona no hubiera asomado la cabeza por la puerta justo cuando llegábamos. «¡Dios mío! —exclama —, ¿qué diablos es esto? ¿Qué significa?» Van Norden está tan intimidado, que no se le ocurre otra cosa que «C’est moi… c’est moi, madame!», y volviéndose hacia mí, masculla ferozmente: «¡Qué pájara! ¿Te has fijado en su cara? Me va a hacer la vida imposible.»
El hotel se encuentra en el fondo de un pasaje sucio y forma un rectángulo muy semejante a una penitenciaría moderna. El bureau es amplio y lóbrego, a pesar de los reflejos brillantes de las paredes de azulejos. Hay jaulas de pájaros colgadas en las ventanas y rotulitos de esmalte por todos lados que ruegan a los huéspedes en lenguaje obsoleto que no hagan esto ni olviden lo otro. Está casi inmaculadamente limpio, pero tiene aspecto absolutamente miserable, gastado, desolado. Las sillas tapizadas están sujetas con alambres; recuerdan desagradablemente a la silla eléctrica. La habitación que va a ocupar está en el quinto piso. Mientras subimos las escaleras, Van Norden me informa de que Maupassant vivió un tiempo allí. Y sin hacer una pausa, observa que hay un olor peculiar en el vestíbulo. En el quinto piso faltan algunos cristales en las ventanas; nos detenemos un instante a contemplar a los inquilinos del otro lado del patio. Se acerca la hora de comer y la gente se va dispersando para regresar a sus habitaciones con el aspecto cansado y abatido de quienes se ganan la vida honradamente. La mayoría de las ventanas están abiertas de par en par: las sucias habitaciones tienen el aspecto de bocas que bostezan. Los ocupantes de las habitaciones están bostezando, o, si no, rascándose. Van y vienen con apatía y, al parecer, sin demasiado objeto; podrían ser perfectamente un grupo de lunáticos.
Al doblar el pasillo hacia la habitación 57, se abre de repente una puerta ante nosotros y una vieja bruja de cabellos desgreñados y ojos de maníaca se asoma a mirar. Nos da tal susto, que nos quedamos paralizados. Durante un minuto nos quedamos así los tres, incapaces de movernos ni de hacer siquiera un gesto de inteligencia. Detrás de la vieja bruja veo una mesa de cocina y sobre ella se encuentra un nene completamente desnudo, un chavalín diminuto no mayor que un pollo pelado. Finalmente, la vieja coge un orinal que tiene al lado y da un paso al frente. Nos hacemos a un lado para dejarla pasar y, al cerrarse la puerta tras ella, el nene lanza un chillido agudo. Es la habitación 57, y entre la 56 y la 57 está el retrete, donde la vieja bruja está vaciando sus heces.
Desde que hemos subido la escalera Van Norden ha guardado silencio. Pero sus miradas son elocuentes. Cuando abre la puerta de la 57, por un instante fugaz tengo la sensación de volverme loco. Un enorme espejo cubierto de gasa verde e inclinado en un ángulo de 45° cuelga directamente enfrente de la entrada encima de un coche de niño lleno de libros. Van Norden ni siquiera esboza una sonrisa; al contrario, se acerca imperturbable al coche de niño, coge un libro y empieza a hojearlo, de forma muy parecida a como entraría un hombre en una librería pública e iría sin pensar a la estantería más cercana. Y quizá no me parecería eso tan ridículo, si no hubiese vislumbrado al mismo tiempo un manillar de bicicleta descansando en un rincón. Tiene un aspecto tan pacífico y satisfecho, como si hubiera estado dormitando ahí durante años, que de repente me parece como si hubiésemos estado parados en esa habitación, en la misma posición exactamente, durante un tiempo incalculablemente largo, como si fuese una postura que hubiéramos adoptado en un sueño del que nunca llegásemos a despertar, un sueño que el menor gesto, hasta el guiño de un ojo, interrumpiría. Pero más extraordinario es el recuerdo que de repente me aflora a la conciencia de un sueño que tuve la otra noche, un sueño en que vi a Van Norden en un rincón semejante al ocupado ahora por el manillar de bicicleta, sólo que en lugar del manillar había una mujer agachada y con las piernas levantadas. Lo veo de pie por encima de la mujer con esa mirada despierta y anhelante que pone, cuando desea algo vivamente. La calle en que ocurre eso está borrosa: sólo se ve con claridad el ángulo formado por las dos paredes, y la figura agachada de la mujer. Lo veo dirigirse hacia ella de esa forma rápida y animal suya, indiferente a lo que ocurre a su alrededor, decidido a salirse con la suya. Y con una mirada en los ojos, como diciendo: «Puedes matarme después, pero déjame simplemente metértela… ¡Tengo que metértela!» Y ahí está, inclinado sobre ella, y sus cabezas chocan contra la pared; tiene una erección tan tremenda, que sencillamente le resulta imposible metérsela. De repente, con esa expresión de hastío que tan bien sabe adoptar, se yergue y se arregla la ropa. Está a punto de marcharse, cuando advierte de pronto que su pene está tirado en la acera. Tiene el tamaño aproximado de un palo de escoba cortado. Lo recoge imperturbable y se lo pone bajo el brazo. Cuando se marcha, advierte dos bulbos enormes, como los de los tulipanes, colgando del extremo del palo de escoba, y le oigo murmurar entre dientes: «Macetas… macetas.»
Llega el gargon jadeante y sudoroso. Van Norden lo mira sin entender. Ahora entra la patrona y, dirigiéndose directamente hacia Van Norden, le quita el libro de la mano, lo arroja al coche de niño, y, sin decir palabra, conduce el coche de niño hasta el vestíbulo.
—Esto es una casa de locos —dice Van Norden, sonriendo angustiado. Es una sonrisa tan débil e indescriptible, que por un momento me vuelve la sensación de estar soñando y me parece que estamos en el extremo de un largo pasillo al final del cual hay un espejo arrugado. Y Van Norden va tambaleándose a lo largo de ese pasillo, balanceando su angustia como una linterna empañada, aparece y desaparece tambaleándose a medida que aquí y allá se abre una puerta y una mano le da un tirón o una pezuña lo empuja hacia afuera. Y cuanto más se aleja, más lúgubre es su angustia; la lleva como una linterna que los ciclistas llevan entre los dientes las noches que el pavimento está mojado y resbaladizo. Entra y sale de las sucias habitaciones a la deriva, y cuando se sienta la silla se desploma, cuando abre su maleta sólo hay cepillos de dientes dentro de ella. En cada habitación hay un espejo ante el cual se queda parado atentamente y masca su rabia, y de tanto mascar, refunfuñar, mascullar, murmurar y maldecir, las mandíbulas se le han desencajado y le cuelgan de mala manera, y cuando se rasca la barba, se le caen trozos de mandíbula y está tan hastiado de sí mismo, que pisotea su propia mandíbula, la hace añicos con sus enormes tacones.
Mientras tanto, están metiendo el equipaje. Y las cosas empiezan a parecer más demenciales todavía que antes… especialmente cuando ata a la cama su aparato de hacer gimnasia y empieza a hacer ejercicios. «Me gusta este lugar», dice, sonriendo al gargon. Se quita la chaqueta y el chaleco. El gargon lo mira con expresión de asombro; tiene una maleta en una mano y el irrigador en la otra. Yo estoy aparte en la antesala sosteniendo el espejo de la gasa verde. Ni un solo objeto parece tener un uso práctico. La propia antesala parece inútil, una especie de vestíbulo para un granero. Es exactamente la misma sensación que experimento cuando entro en la Comédie Fran9aise o en el Teatro del Palais Royal, es un mundo de cachivaches, de escotillones, de armas y bustos y suelos encerados, de candelabros y hombres en armadura, de estatuas sin ojos y cartas de amor guardadas en vitrinas. Algo está ocurriendo, pero carece de sentido; es como acabar la botella medio vacía de Calvados porque no hay sitio en la maleta.
Al subir las escaleras, como he dicho hace un momento, Van Norden había citado el hecho de que Maupassant vivió aquí. La coincidencia parece haberle impresionado. Le gustaría creer que fue en esa habitación donde Maupassant engendró algunos de esos horripilantes cuentos a que debe su fama. «Vivían como cerdos, aquellos pobres diablos», dice. Estamos sentados a la mesa redonda, en un par de sillones antiguos y cómodos que han apuntalado con correas y tirantes; la cama está justo a nuestro lado, tan cerca que podemos poner los pies en ella. El armoire está situado en un rincón detrás de nosotros, también cómodamente al alcance. Van Norden ha vaciado su ropa sucia sobre la mesa; nos sentamos con los pies sepultados entre sus camisas y calcetines sucios y fumamos satisfechos. La sordidez del lugar parece haberlo hechizado: se siente a gusto aquí. Cuando me levanto para dar la luz, sugiere que echemos una partida de cartas antes de salir a comer. Así, que nos sentamos ahí, junto a la ventana, con la ropa sucia desparramada por el suelo y el aparato de gimnasia colgado de la araña, y echamos unas partidas de pinochle.
Van Norden ha guardado la pipa y se ha metido una faja de tabaco de mascar debajo del labio inferior. De vez en cuando escupe por la ventana enormes y saludables gargajos de jugo marrón que resuenan con un chasquido abajo en el pavimento. Ahora parece estar a gusto.
—En América —dice — ni siquiera se te ocurriría vivir en un tugurio como éste. Pero aquí parece natural: es como los libros que lees. Si alguna vez vuelvo allí, olvidaré esta vida por completo, igual que se olvida un mal sueño. Probablemente reanudaré la antigua vida exactamente donde la dejé… si alguna vez regreso. A veces, tumbado en la cama, sueño con el pasado y es tan vivido para mí, que tengo que sacudirme a mí mismo para darme cuenta de dónde estoy. Especialmente cuando tengo una mujer a mi lado; una mujer puede provocármelo mejor que nada. Eso es lo único que quiero de ellas: olvidarme de mí mismo… A veces me pierdo tanto en mis ensueños, que no puedo recordar el nombre de la gachí ni dónde la encontré. Es curioso, ¿en? Es agradable tener un cuerpo joven y caliente a tu lado, cuando te despiertas por la mañana. Te da una sensación de limpieza. Te espiritualizas… hasta que empieza a soltar ese rollo sensiblero sobre el amor et caetera. ¿Por qué hablan tanto del amor todas esas tías? ¿Me lo puedes decir? Al parecer, no tienen bastante con un buen polvo… quieren tu alma también…
Ahora bien, esa palabra «alma» que aparece con frecuencia en los soliloquios de Van Norden, al principio me producía un efecto extraño. Siempre que oía la palabra «alma» de sus labios, me ponía histérico; en cierto modo, me parecía como una moneda falsa, sobre todo porque solía ir acompañada de un gargajo de jugo marrón que le dejaba un hilillo colgando de la comisura de los labios. Y como nunca tenía reparo en reírme en sus narices, ocurría invariablemente que cuando esa palabrita aparecía súbitamente, Van Norden hacía una pausa lo suficientemente larga para que estallara mi carcajada, y después, como si no hubiese pasado nada, reanudaba su monólogo, repitiendo la palabra cada vez con mayor frecuencia y con énfasis más acariciador. Su alma era lo que las mujeres intentaban poseer… eso me lo dejó claro. Lo ha explicado una y mil veces, pero vuelve a ello en todas las ocasiones como un paranoico a su obsesión. En cierto sentido Van Norden está loco, de eso estoy convencido. Su único miedo es que lo dejen solo, y ese miedo es tan profundo y tan persistente, que incluso cuando está encima de una mujer, hasta cuando se ha soldado con ella, no puede escapar a la prisión que se ha creado para sí mismo. «Intento toda clase de cosas —me explica —. A veces me pongo incluso a contar, o empiezo a pensar en un problema filosófico, pero no sirve de nada. Es como si fuera dos personas, y una de ellas estuviese mirándome todo el tiempo. Me pongo tan furioso conmigo mismo, que podría llegar a matarme… y en cierto modo eso es lo que hago siempre que tengo un orgasmo. Por un segundo, me destruyo a mí mismo. En esos casos ni siquiera hay un yo mío… no hay nada… ni siquiera la gachí. Es como recibir la comunión. Lo digo en serio. Después, por unos segundos tengo una agradable sensación de ardor espiritual y quizá continuaría así indefinidamente, ¿quién sabe?, si no fuera porque hay una mujer a tu lado y después el irrigador y el agua corriente… todos esos detalles que te hacen sentir desesperadamente consciente de ti mismo, desesperadamente solo. Y por ese único minuto de libertad, tienes que escuchar todo ese rollo sobre el amor… a veces me saca de quicio… siento ganas de darle patadas inmediatamente… alguna que otra vez lo hago. Pero eso no las mantiene alejadas. De hecho, les gusta. Cuanto menos caso les haces, más te persiguen. Hay algo perverso en las mujeres… en el fondo todas son masoquistas.» —Pero, entonces, ¿qué es lo que quieres de una mujer? —le pregunto. Empieza a restregarse las manos; se le cae el labio inferior. Parece completamente frustrado, cuando por fin consigue balbucear unas frases entrecortadas, lo hace convencido de que tras sus palabras hay una futilidad abrumadora. «Quiero ser capaz de entregarme a una mujer», dice de improviso. Pero para eso tiene que ser mejor que yo; tiene que tener inteligencia, y no sólo un coño. Tiene que hacerme creer que la necesito, que no puedo vivir sin ella. Encuéntrame una gachí así, ¿quieres? Si pudieras hacerlo, te daría un empleo. En ese caso no me importaría lo que ocurriera: no necesitaría un empleo ni amigos ni libros ni nada. Simplemente con que pudiese hacerme creer que había algo más importante en la tierra que yo. ¡Dios, cómo me odio! Pero todavía odio más a esas tías asquerosas… porque ninguna de ellas vale nada.» —Tú crees que me admiro a mí mismo —prosigue —. Eso demuestra lo poco que me conoces. Sé que soy un gran tipo… no tendría estos problemas, si no hubiera algo dentro de mí. Pero lo que me exaspera es que no puedo expresarme. La gente cree que soy un mujeriego. Así son de superficiales, esos intelectuales que pasan el día sentados en la terrasse rumiando el bolo psicológico… No está mal, ¿eh?, eso del bolo psicológico. Anótalo por mí. Lo usaré en mi columna la semana que viene… Por cierto, ¿has leído a Stekel? ¿Tiene algún valor? A mí me parece que sólo son casos clínicos. Ojalá pudiera hacer acopio de valor suficiente para visitar a un psicoanalista… a uno bueno, quiero decir. No quiero ir a ver a esos charlatanes con perilla y levita, como tu amigo Boris. ¿Cómo te las arreglas para tolerar a esos tipos? ¿No te mueres de aburrimiento? Tú hablas con todo el mundo, ya me he fijado. Te importa un pito. Quizá tengas razón. Ojalá no tuviera yo este puñetero sentido crítico. Pero esos asquerosos mequetrefes judíos que andan a todas horas por el Dome, Dios, es que me crispan. Hablan como los libros de texto exactamente. Si pudiera hablar contigo todos los días, tal vez podría desahogarme. Tú sabes escuchar. Ya sé que te importa un comino, pero eres paciente. Y no tienes teorías que patrocinar. Supongo que después lo anotas todo en esa libreta tuya. Mira, no me importa lo que digas sobre mí, pero no me presentes como un mujeriego: es demasiado simple. Algún día escribiré un libro sobre mí mismo, sobre mis ideas. No quiero decir que vaya a ser un simple análisis introspectivo… quiero decir que me tumbaré en el quirófano y pondré al descubierto todas mis entrañas… sin omitir un puñetero detalle. ¿Acaso lo ha hecho ya alguien?… ¿De qué cojones te ríes? ¿Te parece ingenuo?
Me sonrío porque siempre que tocamos el tema de ese libro que va a escribir algún día, las cosas adquieren un aspecto incongruente. Basta con que diga «mi libro» para que inmediatamente el mundo quede reducido a las dimensiones particulares de Van Norden y Cía. El libro ha de ser absolutamente original, absolutamente perfecto. Por eso es por lo que, entre otras cosas, le resulta imposible empezarlo. En cuanto se le ocurre una idea, empieza a impugnarla. Se acuerda de que Dostoyevsky la usó, o Hamsun, o algún otro autor. «No estoy diciendo que quiera ser mejor que ellos, pero quiero ser diferente», explica. Y, por eso, en lugar de ponerse a escribir su libro, lee un autor tras otro para asegurarse absolutamente de que no va a hollar su propiedad privada. Y cuanto más lee, más desdeñoso se vuelve. Ninguno de ellos es satisfactorio; ninguno de ellos llega al grado de perfección que se ha impuesto a sí mismo. Y olvidando que no ha escrito ni siquiera un capítulo, habla de ellos con aire de superioridad, como si existiera una estantería de libros con su nombre, libros que todo el mundo conociese y cuyos títulos fuera superfluo citar, por tanto. Aunque nunca ha mentido sobre eso, es evidente que la gente a la que retiene casi a la fuerza para que escuchen la exposición de su filosofía particular, sus críticas y sus resentimientos da por sentado que tras sus vagas observaciones hay una obra sólida. Especialmente las jóvenes y bobas vírgenes que trae a su habitación con el pretexto de leerles sus poemas, o con el pretexto todavía mejor de pedirles consejo. Sin el menor sentido de culpa ni de inhibición, les entrega un trozo de papel sucio en el que ha garabateado unos versos —la base de un nuevo poema, como él dice — y con absoluta seriedad les pide que expresen sinceramente su opinión. Como generalmente no tienen ningún comentario que ofrecer, de tan desconcertadas como están ante la absoluta falta de sentido de los versos, Van Norden aprovecha la ocasión para exponerles su concepción del arte, concepción, no hace falta decirlo, creada espontáneamente para que se ajuste al caso. Ha llegado a ser tan experto para representar ese papel, que la transición de los cantos de Ezra Pound a la cama se produce tan simple y naturalmente como una modulación de una tonalidad a otra; de hecho, si no se produjera, habría una discordancia, que es lo que ocurre alguna vez que otra, cuando comete un error con respecto a esas papanatas a las que califica de «incautas». Naturalmente, habida cuenta de su forma de ser, cuando se refiere a esos fatales errores de juicio, lo hace de mala gana. Pero cuando se decide efectivamente a confesar un error de ese tipo, lo hace con absoluta franqueza; de hecho, parece obtener un placer perverso en explayarse a propósito de su ineptitud. Hay una mujer, por ejemplo, a la que ha estado intentando conseguir desde hace ya diez años: primero en América y por último aquí en París. Es la única persona del sexo opuesto con la que tiene una relación cordial y amistosa. No sólo parecen gustarse, sino también entenderse. Al principio, me pareció que, si pudiera conseguir realmente a esa mujer, quizá se resolviese su problema. Existían todos los elementos para una unión feliz… excepto el fundamental. Bessie era casi tan insólita en su forma de ser como él. Daba tan poca importancia al hecho de entregarse a un hombre como al postre que sigue a la comida. Generalmente, elegía el objeto de su preferencia y ella misma hacía la proposición. No era fea, pero tampoco podía decirse que fuera guapa. Tenía un cuerpo bonito, eso era lo principal… y le gustaba el asunto, como se suele decir.
Eran tan amigos, aquellos dos, que a veces, para satisfacer su curiosidad (y también con la vana esperanza de estimularla con su destreza), Van Norden la escondía en su armario durante una de sus sesiones. Cuando había acabado, Bessie salía de su escondite y comentaba la cuestión como si tal cosa, es decir, con total indiferencia por todo lo que no fuera «técnica». Técnica era uno de los términos favoritos de ella, por lo menos en las conversaciones que tuve el privilegio de disfrutar. «¿Qué defecto encuentras en mi técnica?», decía él. Y Bessie le respondía: «Eres demasiado tosco. Si esperas conseguirme alguna vez, tienes que volverte más sutil.»
Como digo, había un entendimiento tan perfecto entre ellos, que a veces, cuando iba a ver a Van Norden a la una y media, encontraba a Bessie sentada en la cama, con las mantas apartadas hacia atrás y Van Norden invitándola a que le acariciara el pene… «Sólo unas cuantas caricias suaves —decía él — para que tenga valor para levantarme.» O bien la instaba a que se lo chupara, o, si no lo conseguía, se lo cogía él mismo y se lo sacudía como si fuese una campanilla, mientras se tronchaban de risa los dos. «Nunca conseguiré a esta mala puta», decía. «No me tiene respeto. Eso es lo que saco con hacerle confidencias.» Y después, de improviso, podía ser que añadiera: «¿Qué te parece la rubia que te enseñé ayer?», dirigiéndose a Bessie, desde luego. Y Bessie se burlaba de él, diciendo que no tenía gusto: «¡Oh, no me vengas con ese rollo!», decía él. Y después, de chunga, quizá por milésima vez, porque ya se había convertido en una broma constante entre ellos: «Oye, Bessie, ¿nos echamos un polvo rápido? Sólo un polvete… ¿no?» Y, después de que el intento hubiera fracasado como de costumbre, añadía en el mismo tono: «Bueno, ¿y a él? ¿Por qué no te lo tiras?»
Lo que pasaba con Bessie era, sencillamente, que no podía, o no quería, considerarse una gachí para un polvo. Hablaba de pasión, como si se tratara de una palabra recién creada. Se apasionaba por las cosas, incluso por algo tan nimio como un polvo. Tenía que poner el alma en lo que hacía. —A veces yo también me apasiono —decía Van Norden.
—¿Tú? —decía Bessie —. Tú no eres más que un sátiro agotado. Tú no sabes lo que significa la pasión. Cuando tienes una erección, crees estar apasionado.
—Bueno, quizá no sea pasión…, pero no puedes apasionarte si no tienes una erección, ¿es verdad o no?
Todo eso relacionado con Bessie y con las otras mujeres a las que lleva a su habitación día tras día, ocupa mis pensamientos, mientras caminamos hacia el restaurante. Me he adaptado tan bien a sus monólogos, que sin interrumpir mis meditaciones, hago el comentario que haga falta automáticamente, en el momento en que oigo su voz apagarse. Es un dúo, y, como en la mayoría de los dúos, sólo escuchas atentamente la señal que anuncia la intervención de tu propia voz. Como es la noche que libra, y como le he prometido acompañarlo, me he inmunizado de antemano contra sus preguntas. Sé que antes de que acabe la noche estaré completamente exhausto; si tengo suerte, es decir, si puedo sacarle unos francos con un pretexto u otro, le daré esquinazo en el momento en que vaya al retrete. Pero ya conoce mi propensión a escabullirme y, en lugar de sentirse ofendido, se limita a tomar precauciones contra esa posibilidad guardándose los sous. Si le pido dinero para comprar cigarrillos, insiste en ir conmigo a comprarlos. No quiere que lo deje solo, ni un segundo. Incluso cuando ha conseguido ligarse a una mujer, se siente aterrorizado ante la idea de quedarse solo con ella. Si fuera posible, me haría estar sentado en el cuarto mientras realiza su actuación. Sería como pedirme que esperara mientras se afeitaba.
La noche que libra, generalmente Van Norden se las arregla para tener por lo menos cincuenta francos en el bolsillo, circunstancia que no le impide dar un sablazo siempre que se encuentra a un posible primo. «Hola —dice —, dame veinte francos… los necesito.» Al mismo tiempo pone cara de pánico. Y si recibe una negativa, se vuelve insultante. «Bueno, por lo menos puedes invitar a una copa.» Y cuando ha conseguido su copa, dice más amablemente: «Oye, dame cinco francos, entonces… dame dos francos…» Vamos de bar en bar en busca de un poco de diversión y siempre acumulamos algunos francos más.
En la Coupole, nos encontramos a un borracho que trabaja en el periódico. Uno de los tipos del piso de arriba. Nos informa de que acaba de haber un accidente en la oficina. Uno de los correctores de pruebas se ha caído por el hueco del ascensor. No creen que se salve.
Al principio, Van Norden se siente conmovido, profundamente conmovido. Pero cuando se entera de que se trata de Peckover, el inglés, parece aliviado. «Pobre diablo — dice —, está mejor muerto que vivo. Precisamente hace unos días que le pusieron la dentadura postiza…»
La alusión a la dentadura postiza conmueve al hombre del piso de arriba hasta hacerle saltar las lágrimas. Cuenta con sensiblería un pequeño incidente relacionado con el accidente. Se siente trastornado por él, más trastornado por ese pequeño incidente que por la propia catástrofe. Al parecer, Peckover, cuando se estrelló contra el suelo, recuperó la conciencia antes que nadie pudiera llegar junto a él. A pesar de que tenía las piernas rotas y las costillas reventadas, había conseguido ponerse a cuatro patas y buscar a tientas su dentadura postiza. En la ambulancia iba llorando en su delirio por los dientes que había perdido. El incidente era patético y ridículo al mismo tiempo. El tipo del piso de arriba no sabía si reír o llorar, mientras lo contaba. Era un momento delicado, pues con un borracho como ése un paso en falso y te habría roto una botella en la cabeza. Nunca había sido lo que se dice un amigo de Peckover; en realidad, apenas había puesto los pies en el departamento de corrección de pruebas: había una pared invisible entre los tipos del piso de arriba y los del de abajo. Pero ahora, desde que había sentido el contacto con la muerte, quería mostrar su compañerismo. Quería llorar, si fuera posible, para mostrar que era un tipo legal, y Joe y yo, que conocíamos a Peckover bien y que sabíamos también que no valía nada, ni siquiera unas lágrimas, nos sentimos fastidiados por aquel sentimentalismo de borracho. Queríamos decírselo también, pero con un tipo así no puedes permitirte el lujo de ser sincero; tienes que comprar una corona e ir al entierro y fingir que te sientes afligido. Y tienes que felicitarle también por la delicada necrología que ha escrito. Llevará consigo la delicada necrología durante meses y se alabará por la forma como hizo frente a la situación. Joe y yo sentimos todo aquello sin decirnos una palabra. Simplemente, nos quedamos escuchando con un desprecio feroz y silencioso. Y tan pronto como pudimos escaparnos, lo hicimos; lo dejamos allí en la barra lloriqueando entre dientes ante su Pernod.
Una vez fuera de su vista, nos echamos a reír histéricamente. ¡La dentadura postiza! Dijéramos lo que dijésemos del pobre diablo, y también dijimos cosas buenas de él, siempre acabábamos hablando de la dentadura postiza. Hay personas en este mundo cuya figura es tan grotesca, que hasta la muerte las vuelve ridículas. Y cuanto más horrible es su muerte, más ridículas parecen. Es inútil atribuir un poco de dignidad a su fin: hay que ser un mentiroso o un hipócrita para descubrir algo trágico en su partida. Y como no teníamos que disimular, podíamos reírnos del incidente a nuestras anchas. Nos reímos toda la noche de aquello, y de vez en cuando dábamos rienda suelta a nuestro desprecio y aversión hacia los tipos del piso de arriba, los estúpidos que debían de estar convenciéndose de que Peckover era un buen tío y su muerte una catástrofe. Toda clase de recuerdos divertidos acudían a nuestra mente: los puntos y comas que se le escapaban, por los cuales lo ponían a parir. Le hacían la vida imposible con sus puñeteros puntos y comas y las fracciones en las que siempre se equivocaba. Incluso estuvieron a punto de despedirle en cierta ocasión porque fue a trabajar con aliento a licor. Lo despreciaban porque siempre tenía aspecto miserable y porque tenía eccema y caspa. Para ellos era sencillamente un don nadie, pero, ahora que había muerto, todos contribuirían generosamente para comprarle una corona enorme y pondrían su nombre en grandes caracteres en la sección necrológica. Cualquier cosa que se reflejase un poco sobre ellos; si pudieran, lo presentarían como un tipo importante y no como el mierda que era. Pero, desgraciadamente, poco podían inventar sobre él. Era un cero a la izquierda, y ni siquiera el hecho de que hubiera muerto añadía cifra alguna a su nombre. —Sólo hay un aspecto bueno en todo esto —dice Joe —. Puedes conseguir su empleo. Y si tienes suerte, a lo mejor te caes por el hueco del ascensor y te rompes la crisma también. Te compraremos una corona bonita, te lo prometo.
Hacia el amanecer, estamos sentados en la terrasse del Dome. Hace mucho rato que hemos olvidado al pobre Peckover. Nos hemos divertido un poco en el Bal Negre y la mente de Joe ha vuelto a su eterna preocupación: las gachís. A esa hora, cuando toca a su fin la noche que libra, es cuando su desasosiego se vuelve febril. Piensa en las mujeres que ha dejado pasar horas antes y en las habituales que habría podido conseguir con sólo pedírselo, si no hubiera sido porque estaba harto de ellas. Increíblemente, se acuerda de su gachí de Georgia: ha estado persiguiéndolo últimamente, suplicándole que la deje vivir con él. «No me importa darle de comer de vez en cuando —dice —, pero no puedo aceptarla de forma permanente… me arruinaría las posibilidades con las otras gachís.» Lo que más le irrita de ella es que no engorda nada. «Es como llevarse un esqueleto a la cama», dice. «La otra noche me la llevé a casa porque me dio lástima, ¿y qué crees que se había hecho, la muy loca? Se lo había rapado… no se había dejado ni un pelo. ¿Te has tirado alguna vez a una mujer que se hubiera afeitado el chocho? Es repulsivo, ¿verdad? Y también divertido. Cosa de locos. Ya no parece un chocho: es como una almeja muerta o algo así.» Me describe cómo, picado por la curiosidad, se levantó de la cama y fue a buscar la linterna. «La hice mantenerlo abierto y le enfoqué la linterna… Tendrías que haberme visto… era cómico. Estaba tan entusiasmado, que me olvidé de ella completamente. Nunca en mi vida he mirado un coño tan en serio. Daba la impresión de que nunca había visto uno. Y cuanto más lo miraba, menos interesante me parecía. Eso demuestra que no tiene nada de particular, especialmente cuando está afeitado. Lo que lo vuelve misterioso es el pelo. Por eso te deja frío una estatua. Sólo una vez vi un coño real en una estatua: era de Rodin. Tienes que ir a verlo alguna vez… la mujer tiene las piernas bien abiertas… no creo que tuviera cabeza. Podría decirse que era un coño y nada más. ¡Dios! Tenía un aspecto horrible. El caso es que todos se parecen. Cuando las miras vestidas, te imaginas toda clase de cosas: les confieres una individualidad, que desde luego no tienen. Lo que hay es una raja ahí, entre las piernas, y te excitas con ella… la mitad de las veces ni siquiera la miras. Sabes que está ahí y lo único que piensas es en meterle la baqueta dentro; es como si tu pene pensara por ti. ¡Es una ilusión! Te consumes por nada… por una raja con pelo, o sin pelo. Es tan insignificante, que me fascinó mirarlo. Debí de estudiarlo durante diez minutos o más. Cuando lo miras de ese modo, como con distanciamiento, se te ocurren ideas extrañas. Todo ese misterio sobre el sexo y después descubres que no es nada: un vacío. ¿No sería gracioso descubrir una armónica dentro… o un calendario? Pero no hay nada dentro… nada de nada. Es repugnante. Casi me volví loco… Oye, ¿sabes lo que hice después? Le eché un polvo rápido y después le volví la espalda. Sí, señor; cogí un libro y me puse a leer. De un libro puedes sacar algo, hasta de un libro malo… pero un coño, es pura y simplemente una pérdida de tiempo…»
Mira por dónde, cuando estaba acabando su discurso, una puta nos miró insinuante. Sin el menor cambio de tono, me dice de improviso: «¿Te gustaría pasártela por las armas? No va a costar mucho… nos aceptará a los dos.» Y sin esperar respuesta, se pone en pie tambaleándose, y se dirige a ella. Vuelve al cabo de unos minutos. «Ya está arreglado», dice. «Acábate la cerveza. Tiene hambre. Ya no hay nada que hacer a esta hora… nos acepta a los dos por quince francos. Iremos a mi habitación… será más barato.»
Camino del hotel, la muchacha va tiritando tanto, que tenemos que pararnos a invitarla a un café. Es una criatura bastante tierna y está de buen ver. Evidentemente, conoce a Van Norden, sabe que no hay nada que esperar de él salvo los quince francos. «Tú no tienes ni un céntimo», me susurra entre dientes. Como no tengo ni un chavo en el bolsillo, no veo a qué viene eso, hasta que exclama: «Por el amor de Dios, recuerda que estamos sin un real. Te va a pedir algo más: ¡conozco a esa tía! Podría haberla conseguido por diez francos, si hubiera querido. No hay necesidad de acostumbrarlas mal…»
—Il est méchant, celuila —me dice ella, porque ha deducido vagamente el significado de sus palabras. — Non, il n’estpas méchant, il est tres gentil.
Ella sacude la cabeza y se ríe. «Je le connais tres bien, ce type.» Y entonces empieza a contar una historia de desgracias, sobre el hospital y el alquiler sin pagar y el niño en el campo. Pero no la exagera. Sabe que tenemos los oídos tapados, pero la miseria está ahí, dentro de ella, como una piedra, y no hay lugar para otros pensamientos. No está intentando apelar a nuestra compasión: simplemente, está cambiando de un lugar a otro ese enorme peso que lleva dentro. Me gusta bastante. Dios quiera que no tenga una enfermedad…
En la habitación, se pone a hacer sus preparativos maquinalmente. «¿No habrá por casualidad un mendrugo de pan por ahí?», pregunta, mientras se pone en cuclillas sobre el bidet. Al oír eso, Van Norden se echa a reír. «Toma, echa un trago», dice, alargándole una botella. No quiere nada de beber; se queja de que ya tiene el estómago estropeado.
—Siempre cuenta el mismo rollo —dice Van Norden —. No la dejes que te inspire lástima. De todos modos, me gustaría que hablara de otra cosa. ¿Cómo cojones vas a despertar la pasión, cuando tienes una tía hambrienta en las manos?
¡Precisamente! No sentimos la menor pasión ninguno de los dos. Y, por lo que se refiere a ella, hay tan pocas posibilidades de que muestre una chispa de pasión como de que saque un collar de diamantes. Pero ahí están los quince francos y hay que hacer algo al respecto. Es como un estado de guerra: en el momento en que se precipitan los acontecimientos, nadie piensa en otra cosa que en la paz, en que acabe de una vez. Y, sin embargo, nadie tiene valor para deponer las armas, para decir: «Estoy harto… no lo soporto más.» No, hay quince francos en algún lugar, que a nadie le importan ya un comino y que, de todos modos, nadie va a conseguir al final, pero los quince francos son como la causa primordial de las cosas y, en lugar de escuchar nuestra propia voz, en lugar de dar de lado a la causa primordial, seguimos asesinando y asesinando y cuanto más cobardes nos sentimos, más heroicamente nos comportamos, hasta que llega un día en que el fondo se desploma y de repente todos los cañones enmudecen y los camilleros recogen a los héroes mutilados y sangrantes y les prenden medallas en el pecho. Entonces te queda el resto de tu vida para pensar en los quince francos. No tienes ojos ni brazos ni piernas, pero tienes el consuelo de soñar por el resto de tus días con los quince francos que todo el mundo ha olvidado.
Es exactamente como un estado de guerra: no puedo quitármelo de la cabeza. La forma como se esfuerza ella para encender una chispa de pasión en mí me hace pensar que yo sería una mierda de soldado, si alguna vez fuera lo bastante tonto como para dejarme atrapar así y arrastrar hasta el frente. Por mi parte, sé que renunciaría a todo, incluso al honor, para escapar del pitote. No tengo estómago para eso, y sanseacabó. Pero ella tiene quince francos metidos en la cabeza y si no quiero luchar, ella me va a obligar a hacerlo. Ahora bien, no se puede infundir deseo de lucha a un hombre que no lo tiene. Algunos de nosotros somos tan cobardes, que nunca podríais convertirnos en héroes, ni siquiera metiéndonos miedo. Quizá sepamos demasiado. Algunos de nosotros no vivimos en el momento presente: vivimos un poco adelantados o un poco atrasados. Yo tengo la mente puesta constantemente en el tratado de paz. No puedo olvidar que fueron los quince francos los que iniciaron el disturbio. ¡Quince francos! ¿Qué significan para mí quince francos, sobre todo dado que no son míos?
Van Norden parece tener una actitud más normal sobre el caso. También le importan un bledo ahora los quince francos; lo que le intriga es la situación. Parece exigir que se den muestras de valor: su hombría está comprometida. Los quince francos están perdidos, tanto si conseguimos nuestro propósito como si no. Hay algo más comprometido: quizá no sólo la hombría, sino también la voluntad: ya no sabe por qué debe seguir viviendo, porque si ahora escapa, será simplemente para verse atrapado más tarde, pero aun así sigue adelante, y aunque tenga el alma de una cucaracha y lo haya reconocido ante sí mismo, dadle un fusil o un cuchillo o simplemente las uñas desnudas y seguirá asesinando y asesinando, asesinará a un millón de hombres en lugar de pararse a preguntarse por qué.
Mientras veo a Van Norden atacarla, me parece que estoy viendo a una máquina cuyos engranajes se han soltado. Si se los dejase así, podrían seguir de ese modo para siempre, crujiendo y soltándose, sin que ocurriera nunca nada. Hasta que una mano pare el motor. La visión de los dos acoplados como una pareja de cabras sin la menor chispa de pasión, moviendo y moviendo las caderas sin otra razón que los quince francos, borra en mí cualquier vestigio de sentimiento excepto el inhumano de satisfacer mi curiosidad. La chica está tumbada al borde de la cama y Van Norden está inclinado sobre ella como un sátiro con sus dos pies sólidamente plantados en el suelo. Estoy sentado en una silla detrás de él, observando sus movimientos con indiferencia fría y científica; no me importa que dure eternamente. Es como observar una de esas máquinas locas que vomitan periódicos a millones, billones y trillones con sus titulares sin sentido. La máquina parece más sensible, a pesar de su locura, más fascinante, que los seres humanos y que los acontecimientos que la produjeron. Mi interés por Van Norden y por la muchacha es nulo; si pudiera estar sentado así y observar cada actuación particular que está produciéndose en este instante en todo el mundo, mi interés sería menos que nulo. No podría diferenciar ese fenómeno de la caída de la lluvia ni de la erupción de un volcán. Mientras falte esa chispa de pasión, la actuación carecerá de significado humano. Es mejor observar la máquina. Y estos dos son como una máquina cuyos engranajes se han soltado. Necesita el toque de una mano humana para arreglarla. Necesita a un mecánico.
Me arrodillo detrás de Van Norden y examino la máquina con mayor atención. La chica echa la cara a un lado y me mira desesperada. «Es inútil», dice. «Es imposible.» Ante lo cual Van Norden se pone manos a la obra con energía renovada, exactamente igual que un macho cabrío viejo. Es un tipo tan obstinado, que prefiere romperse los cuernos antes que darse por vencido. Y ahora se enfada porque le estoy haciendo cosquillas en el culo. —¡Por amor de Dios, Joe, déjalo ya! Vas a matar a la pobre chica. —Déjame en paz —gruñe —, ya casi lo había conseguido.
La postura y la determinación con que me ha espetado eso me recuerda de repente, por segunda vez, mi sueño. Sólo que ahora parece como si ese palo de escoba, que se había colocado bajo el brazo con tanta indiferencia al alejarse, se hubiera perdido para siempre. Es como la continuación de un sueño: el mismo Van Norden, pero sin la causa primordial. Es como un héroe de regreso de la guerra, un pobre diablo mutilado viviendo la realidad de sus sueños. Dondequiera que se siente, la silla se desploma; por cualquier puerta que entre, encuentra una habitación vacía: lo que quiera que se meta en la boca tiene mal sabor. Todo es exactamente como era antes; los elementos no han cambiado, el sueño no es diferente de la realidad. Sólo que, entre el momento en que se quedó dormido y el momento en que se despierta, le han robado el cuerpo. Es como una máquina que vomita periódicos, millones y billones de ellos cada día, y la primera página está llena de catástrofes, de disturbios, asesinatos, explosivos, colisiones, pero él no siente nada. Si alguien no gira el interruptor, nunca sabrá lo que significa morir; no puedes morir, si te han robado el cuerpo. Puedes montar sobre una tía y magrearla como un macho cabrío hasta la eternidad; puedes ir a las trincheras y volar en pedazos; nada creará esa chispa de pasión, si no interviene una mano humana. Alguien tiene que poner la mano en la máquina y forzarla para que los engranajes vuelvan a encajar bien. Alguien tiene que hacer eso sin esperar recompensas, sin preocuparse por los quince francos; alguien cuyo pecho sea tan delgado, que si le prendieran una medalla, quedaría jorobado. Y alguien tiene que dar de comer a una tía hambrienta sin temor de que se le vuelva a salir. De lo contrario, este espectáculo no acabará nunca. No hay forma de salir de este lío…
Después de lamerle el culo al jefe durante toda una semana —es lo que hay que hacer aquí —, conseguí el empleo de Peckover. Murió efectivamente, el pobre diablo, unas horas después de haberse estrellado contra el suelo. Y, tal como predije, organizaron un magnífico entierro, con misa solemne, coronas enormes, y todo. Tout compris. Y después de las ceremonias, se dieron un festín, los tipos del piso de arriba, en un bistro. Fue una lástima que Peckover no pudiera haber tomado ni siquiera un bocadillo: habría agradecido tanto estar sentado con los del piso de arriba y oír mencionar su nombre tan a menudo.
Debo decir, desde el principio, que no tengo nada de que quejarme. Es como estar en un manicomio, con permiso para masturbarte por el resto de tu vida. Me ponen el mundo ante las narices y lo único que me piden es puntuar las calamidades. No hay nada que no toquen esos listillos del piso de arriba: no hay alegría ni desgracia que pase desapercibida. Viven entre los hechos crueles de la vida, la realidad, como se suele decir. Es la realidad de una ciénaga y ellos son sapos que no tienen mejor cosa que hacer que croar. Cuanto más croan, más real se vuelve la vida. Abogado, sacerdote, doctor, político, periodista: ésos son los charlatanes que ponen los dedos en el pulso del mundo. Una atmósfera de calamidad constante. Es maravilloso. Es como si el barómetro nunca cambiara, como si la bandera ondease siempre a media asta. Ahora se puede comprender cómo se apodera de la conciencia de los hombres la idea del cielo, cómo gana terreno incluso después de que hayan derribado todos los puntales en que se sostiene. Tiene que haber otro mundo además de esta ciénaga en que se arroja todo desordenadamente. Resulta difícil imaginar cómo puede ser, ese cielo con que sueñan los hombres. Un cielo de sapos, indudablemente. Miasma, basura, nenúfares, agua estancada. Estar sentado en una hoja de nenúfar sin que te molesten y croar todo el día. Algo así, me imagino.
Tienen un efecto terapéutico maravilloso sobre mí, esas catástrofes de que hablan las pruebas que corrijo. Imaginaos un estado de inmunidad perfecta, una existencia encantada, una vida de seguridad absoluta en medio de bacilos tóxicos. Nada me afecta, ni los terremotos ni las explosiones ni los disturbios ni el hambre ni las colisiones ni las revoluciones. Estoy vacunado contra toda clase de enfermedades, de calamidades, de penas y de miserias. Es la culminación de una vida de fortaleza. Sentado en un rinconcito, todos los venenos que el mundo despide cada día pasan por mis manos. Ni siquiera me mancho una uña. Soy absolutamente inmune. Estoy todavía mejor que un ayudante de laboratorio, porque aquí no hay malos olores, sólo el olor de plomo fundido. Ya puede estallar el mundo, que yo seguiré aquí poniendo una coma o un punto y coma. Hasta podría ser que hiciera algunas horas extraordinarias, porque con un acontecimiento como ése habrá por fuerza una última edición extraordinaria. Cuando el mundo estalle y la última edición haya pasado a la imprenta, los correctores de pruebas recogerán sosegadamente todas las comas, puntos y comas, guiones, asteriscos, corchetes, paréntesis, puntos, signos de admiración, etc., y los colocarán en una cajita sobre la silla del director. Comme ga tout est réglé…
Ninguno de mis compañeros parece entender por qué parezco tan contento. Ellos se pasan el tiempo refunfuñando, tienen ambiciones, quieren mostrar su orgullo y su mal humor. Un buen corrector de pruebas no tiene ambiciones, ni orgullo, ni mal humor. Un buen corrector de pruebas es como Dios Todopoderoso, está en el mundo pero no es de él. Sólo existe para los domingos. El domingo es la noche que libra. Los domingos baja de su pedestal y muestra el culo a los fieles. Una vez a la semana escucha todas las penas y miserias privadas del mundo; tiene bastante para el resto de la semana. El resto de la semana permanece en los helados pantanos invernales, un absoluto, un absoluto impecable, con sólo una señal de vacunación para distinguirlo del inmenso vacío.
La mayor calamidad para un corrector de pruebas es la amenaza de perder su trabajo. Cuando nos juntamos en el descanso, la pregunta que hace que un escalofrío nos recorra la espina dorsal es: ¿qué harás, si pierdes tu trabajo? Para el caballerizo, cuyo deber es barrer el estiércol, el terror supremo es la posibilidad de un mundo sin caballos. Decirle que es repugnante pasar la vida amontonando con pala cagarrutas calientes constituye una imbecilidad. A un hombre puede llegar a gustarle la mierda, si su sustento depende de ella, si su felicidad está comprometida.
Esta vida que, si fuera todavía un hombre con orgullo, honor, ambición, etc., me parecería el último peldaño de la degradación, ahora la recibo con gusto, igual que un inválido recibe la muerte. Es una realidad negativa, igual que la muerte: una especie de cielo sin el dolor ni el terror de morir. En este mundo atónico lo único importante es la ortografía y la puntuación. No importa cuál sea la naturaleza de la calamidad, sólo si está escrita correctamente. Todo está en un nivel, ya sea la última moda en trajes de noche, un nuevo acorazado, una plaga, un explosivo instantáneo, un descubrimiento astronómico, una bancarrota, un descarrilamiento, una subida en la bolsa, un ganador de cien contra uno, una ejecución, un atraco, o lo que sea. Nada escapa al ojo de un corrector de pruebas, pero nada atraviesa su chaleco antibalas. La señora Scheer (Esteve, de soltera) escribe al hindú Agha Mir para decirle que está muy satisfecha de su trabajo. «Me casé el seis de junio y le doy las gracias. Somos muy felices y espero que, gracias al poder de usted, así será para siempre. Le envío por giro telegráfico la suma de… para recompensarle…» El hindú Agha Mir te predice el futuro y lee todos tus pensamientos de forma precisa e inexplicable. Te dará consejos, te ayudará a liberarte de tus preocupaciones e inquietudes de cualquier clase, etc. Personalmente o por carta: 20 Avenue MacMahon, París.
¡Te lee todos los pensamientos de forma maravillosa! Supongo que quiere decir todos sin excepción, desde los pensamientos más triviales hasta los más impúdicos. Debe de disponer de mucho tiempo, ese Agha Mir. ¿O sólo se concentra en los pensamientos de quienes envían dinero por giro telegráfico? En la misma edición veo un titular que anuncia que «el universo se expande tan de prisa, que puede estallar», y debajo hay una fotografía de una jaqueca aguda. Y después viene una perorata sobre la perla, firmada por Tecla. La ostra produce las dos, informa a todos y cada uno. Tanto la perla «salvaje» u oriental como la perla «cultivada». El mismo día, en la Catedral de Tréveris, los alemanes están exhibiendo la túnica de Cristo; es la primera vez que la han sacado de las bolas de naftalina en cuarenta y dos años. No dice nada de los pantalones ni del chaleco. También el mismo día, en Salzburgo, dos ratones han nacido en el estómago de un hombre, lo creáis o no. Una famosa actriz de cine aparece con las piernas cruzadas: está descansando en Hyde Park, y debajo un pintor muy conocido observa: «Reconozco que la señora Coolidge tiene tanto encanto y personalidad, que habría sido una de las doce americanas famosas, aunque su esposo no hubiera sido presidente.» De una entrevista con el señor Humhal, de Viena, entresaco lo siguiente: «Antes de terminar —dice el señor Humhal —, me gustaría decir que el corte y la hechura impecables no bastan; la prueba de una buena confección se ve en el uso. Un traje debe ajustarse al cuerpo y al mismo tiempo conservar su línea, cuando el que lo lleva camina o se sienta.» Y nótese, por favor, que siempre que hay una explosión de una mina de carbón —una mina de carbón británica —, el rey y la reina envían sus condolencias prontamente, por telégrafo. Y siempre asisten a las carreras importantes, si bien el otro día, según el texto, creo que fue en el Derby, «empezó a caer un aguacero, para gran sorpresa del rey y de la reina». Sin embargo, más desconsoladora es una noticia como ésta: «En Italia sostienen que las persecuciones no son contra la Iglesia; no obstante, van dirigidas contra las partes más exquisitas de la Iglesia. Afirman que no son contra el Papa, pero van dirigidas contra el corazón y los ojos mismos del Papa.»
He tenido que viajar precisamente por todo el mundo para encontrar un rincón tan cómodo y agradable como éste. Parece casi increíble. ¿Cómo habría podido prever, en América, con todos los cohetes que te ponen en el culo para darte ánimo y valor, que la posición ideal para un hombre de mi temperamento era buscar faltas de ortografía? Allí no piensas en otra cosa que en llegar a ser algún día presidente de Estados Unidos. En potencia, todos los hombres tienen madera de presidentes. Aquí es diferente. Aquí todos los hombres son un cero a la izquierda en potencia. Si llegas a ser algo o alguien, es un accidente, un milagro. Existen mil probabilidades contra una de que nunca abandones tu pueblo natal. Existen mil probabilidades contra una de que un obús te deje sin piernas o sin ojos. A no ser que se produzca el milagro, y te encuentres convertido en general o contraalmirante.
Pero precisamente porque tienes todas las probabilidades en contra, porque hay tan pocas esperanzas, es por lo que la vida es placentera aquí. Día tras día. No hay ayer ni mañana. El barómetro nunca cambia, la bandera siempre ondea a media asta. Llevas un trozo de crespón negro en el brazo, o una cintita en el ojal, y, si eres bastante afortunado como para poder pagártelas, te compras un par de extremidades artificiales, preferentemente de aluminio. Lo que no te impide disfrutar de un apéritif u observar los animales en el zoo o coquetear con los buitres que surcan los bulevares para arriba y para abajo, siempre alerta en busca de carroña fresca.
Pasa el tiempo. Si eres extranjero y tienes la documentación en regla, puedes exponerte sin miedo al contagio. A ser posible, es mejor trabajar de corrector de pruebas. Comme ga, tout s’arrange. Eso significa que, si resulta que vas caminando hacia casa a las tres de la mañana y te salen al paso los polis en bicicleta, puedes dejarles con un palmo en las narices. Por la mañana, cuando el mercado está en plena actividad, puedes comprar huevos belgas, a cincuenta céntimos cada uno. Un corrector de pruebas no suele levantarse hasta el mediodía, o un poco después. Conviene coger un hotel cerca de un cine, porque si eres propenso a que se te peguen las sábanas, los timbres te despertarán a tiempo para la función de la tarde. O si no puedes encontrar un hotel cerca de un cine, escoge uno cerca de un cementerio, viene a ser lo mismo. Sobre todo, no te desesperes. // ne faut jamais désespérer.
Que es lo que intento meter en la cabeza a Carl y a Van Norden todas las noches. Un mundo sin esperanza, pero nada de desesperarse. Es como si me hubiera convertido a una nueva religión, como si hiciese una novena anual cada noche a Nuestra Señora de la Consolación. No puedo imaginar qué ganaría, si me hicieran director del periódico, o incluso presidente de Estados Unidos. Estoy en el fondo de un callejón sin salida, y es acogedor y confortable. Con un original de imprenta en la mano, escucho la música a mi alrededor, el murmullo y zumbido de las voces, el tintinear de las linotipias, como si un centenar de brazaletes de plata pasara por un rodillo; de vez en cuando una rata pasa corriendo por entre nuestras piernas o una cucaracha baja por la pared de enfrente de nosotros, avanzando ágil y cautelosamente sobre sus delicadas patas. Los acontecimientos del día te pasan delante de las narices sosegadamente, sin ostentación, con el nombre del autor de vez en cuando para señalar la presencia de una mano humana, de un yo, de un rasgo de vanidad. La procesión pasa serenamente, como un cortejo que entra por las puertas del cementerio. El papel acumulado bajo el escritorio de corrección es tan espeso, que parece una alfombra de pelo suave. El de debajo del escritorio de Van Norden está manchado de jugo marrón. Hacia las once llega el vendedor de cacahuetes, un armenio bobo que también está contento con la vida que le ha tocado en suerte.
De vez en cuando recibo un cablegrama de Mona en que dice que llega en el próximo barco. «Sigue carta», dice siempre. Hace nueve meses que dura esto, pero nunca veo su nombre en la lista de pasajeros de los barcos que llegan ni me trae una carta el gargon en bandeja de plata. Ya no me quedan esperanzas tampoco por ese lado. Si alguna vez llega efectivamente, puede buscarme abajo, justo detrás del retrete. Probablemente me dirá inmediatamente que es malsano. Ésa es la primera cosa que se les ocurre a las mujeres americanas con respecto a Europa: que es malsana. Les resulta imposible concebir un paraíso sin instalaciones sanitarias modernas. Si encuentran una chinche, quieren escribir inmediatamente una carta a la Cámara de Comercio. ¿Cómo voy a explicarle nunca que estoy contento aquí? Dirá que me he vuelto un degenerado. Conozco su rollo del principio al fin. Querrá que busquemos un estudio con jardín… y bañera, con toda seguridad. Quiere ser pobre de forma romántica. La conozco. Pero esta vez estoy preparado.
No obstante, hay días en que brilla el sol y me salgo del sendero trillado y pienso en ella ansiosamente. De vez en cuando, a pesar de mi resuelta satisfacción, me pongo a pensar en otro modo de vida, llego a preguntarme si no cambiarían las cosas teniendo a mi lado a una criatura joven e inquieta. Lo malo es que apenas puedo recordar cómo es, ni la sensación siquiera de rodearla con los brazos. Todo lo que pertenece al pasado parece haber caído al mar; tengo recuerdos, pero las imágenes han perdido su intensidad, parecen inanimadas e inconexas, como momias roídas por el tiempo y metidas en un lodazal. Si intento recordar mi vida en Nueva York, capto unos pocos fragmentos hechos trizas, espeluznantes y cubiertos de verdín. Parece como si mi propia existencia hubiera llegado a su fin en algún lugar, exactamente dónde no puedo decirlo. Ya no soy americano, ni neoyorkino, y menos todavía europeo, ni parisino. Ya no debo lealtad a ningún país, ni tengo responsabilidad, ni odios, ni preocupaciones, ni prejuicios, ni pasión. No estoy ni a favor ni en contra. Soy neutral.
Cuando volvemos a casa de noche, los tres, ocurre muchas veces que después de los primeros espasmos de hastío, nos ponemos a hablar de la situación con ese entusiasmo que sólo pueden mostrar quienes no toman parte activa en la vida. Lo que a veces me parece extraño, cuando me meto en la cama, es que ese entusiasmo lo produce la necesidad de matar el tiempo, de aniquilar los tres cuartos de hora que se tarda en caminar desde la oficina hasta Montparnasse. Podríamos tener las ideas más brillantes, más factibles para la mejora de esto o lo otro, pero nos falla el vehículo al que engancharnos. Y lo más extraño es que la ausencia de relación alguna entre las ideas y la vida no nos produce angustia ni desasosiego. Nos hemos adaptado tanto, que, si mañana nos ordenaran andar sobre las manos, lo haríamos sin protestar lo más mínimo. Con tal de que el periódico saliera como de costumbre, desde luego. Y de que recibiésemos nuestra paga con regularidad. Aparte de eso, nada importa. Nada. Nos hemos orientalizado. Nos han convertido en coolies, coolies oficinistas, acallados con un puñado de arroz diario. El otro día leí que un rasgo especial de los cráneos americanos es la presencia del hueso epactal, u os Incae, en el occipucio. La presencia de ese hueso, proseguía el científico, se debe a la persistencia de la sutura occipital que suele cerrarse en la vida fetal. Así, pues, es una señal de desarrollo interrumpido y una indicación de raza inferior. «La capacidad cúbica media del cráneo americano —seguía diciendo — queda por debajo de la de los blancos, y por encima de la de la raza negra. Considerando los dos sexos, los parisinos tienen una capacidad craneana de 1488 centímetros cúbicos; los negros, de 1344 centímetros; los indios americanos, de 1376.» De todo lo cual no deduzco nada, porque soy americano y no indio. Pero es atractivo explicar las cosas de ese modo, mediante un hueso, u os Incae, por ejemplo. No altera su teoría lo más mínimo el reconocimiento de que ejemplos particulares de cráneos indios han revelado la extraordinaria capacidad de 1920 centímetros cúbicos, capacidad craneana no superada por ninguna otra raza. Lo que noto con satisfacción es que los parisinos, de ambos sexos, parecen tener una capacidad craneana normal. Evidentemente, la sutura occipital transversa no es tan constante en ellos.
Saben disfrutar un apéritif y no les preocupa que las casas no estén pintadas. Por lo que indican los índices craneanos, sus cráneos no tienen nada de extraordinario. Ha de haber alguna otra explicación para el arte de vivir que han llevado a tal grado de perfección.
En el bistro de Monsieur Paul, al otro lado de la calle, hay una habitación interior reservada para los periodistas donde podemos comer a crédito. Es una habitacioncita agradable con serrín en el suelo y moscas en todas las estaciones. Cuando digo que está reservada para los periodistas, no quiero decir que comamos en privado; al contrario, significa que tenemos el privilegio de asociarnos con las putas y los chulos que constituyen el elemento sustancial de la clientela de Monsieur Paul. Eso viene de perilla a los tipos del piso de arriba, porque siempre están a la caza de gachís, e incluso los que tienen una chavalita francesa fija no tienen inconveniente en cambiar de pareja de vez en cuando. Lo principal es no coger purgaciones; a veces parece como si una epidemia hubiese pasado por la oficina, o quizá podría explicarse por el hecho de que todos se acuestan con la misma mujer. En cualquier caso, es agradable observar las caras de desconsuelo que ponen cuando se ven obligados a sentarse junto a un chulo que, a pesar de los pequeños gajes de su profesión, lleva una vida lujosa en comparación con la de ellos.
Pienso en particular en un tipo alto y rubio, que reparte las noticias de la agencia Havas en bicicleta. Siempre llega un poco tarde a comer, siempre sudando profusamente y con la cara cubierta de mugre. Tiene una forma de entrar simpática, saludando a todo el mundo con dos dedos y dirigiéndose con andares desgarbados directamente a la pila que está justo entre el retrete y la cocina. Mientras se seca la cara, hace una rápida inspección de los comestibles; si ve un espléndido bistec sobre la tabla, lo coge y lo olfatea, o bien mete el cazo en la gran olla de sopa y prueba una cucharada. Es como un buen ejemplar de sabueso, siempre con el hocico por el suelo. Acabados los preliminares, después de haber hecho pipí y de haberse sonado vigorosamente, se dirige hacia su fulana y le da un sonoro beso y un azote cariñoso en el culo. A ella, la fulana, siempre la he visto inmaculada… incluso a las tres de la mañana, después de una noche de trabajo. Parece exactamente como si acabara de salir de un baño turco. Es un placer contemplar ejemplares tan sanos, ver tanta calma, tanto afecto, tanto apetito como muestran. Ahora me refiero a la cena, el bocadillo que toma ella antes de comenzar sus tareas. Dentro de poco, tendrá que despedirse de su enorme bruto rubio, para ir a sentarse en algún punto del bulevar y sorber su digestif. Si el trabajo es fastidioso o agotador o extenuante, la verdad es que ella no lo deja traslucir. Cuando llega el grandullón, hambriento como un lobo, ella lo rodea con los brazos y le besa ávidamente… los ojos, la nariz, las mejillas, el pelo, el cogote… le besaría el culo, si pudiera hacerlo en público. Es evidente que le está agradecida. No es una esclava a sueldo. Durante toda la comida, no para de reír convulsivamente. Es como para pensar que no tiene la menor preocupación. Y de vez en cuando, como muestra de cariño, le da una sonora bofetada en la cara, un guantazo que haría girar como una peonza a un corrector de pruebas.
No parecen tener conciencia de nada que no sea ellos y la comida que engullen a paladas. Semejante satisfacción tan perfecta, semejante armonía y comprensión mutua, ponen fuera de sí a Van Norden, cuando los mira. Especialmente cuando ella desliza la mano hasta la bragueta del grandullón y se la acaricia, a lo que él responde generalmente cogiéndole una teta y apretándosela juguetonamente.
Hay otra pareja que suele llegar sobre la misma hora y que se comporta exactamente como un matrimonio. Tienen sus disputas, sacan los trapos sucios en público y después de haber creado una situación desagradable para ellos y para los demás, después de amenazas y maldiciones, hacen las paces besándose y acariciándose como dos tórtolos. Lucienne, como él la llama, es una rubia platino, corpulenta, con aspecto cruel y taciturno. Tiene un labio inferior grueso que se muerde con mala intención, cuando se enoja. Y unos ojos fríos, como cuentas, de un azul de porcelana desteñida, que le hacen sudar, cuando ella lo mira con ellos. Pero es buena persona, Lucienne, a pesar del perfil de cóndor que nos ofrece, cuando empieza la trifulca. Lleva siempre la bolsa llena de dinero, y si lo distribuye con prudencia, es sólo porque no quiere fomentar los malos hábitos de él. Él tiene un carácter débil; es decir, si tomamos en serio las diatribas de Lucienne. Es capaz de gastarse cincuenta francos en una noche, mientras espera que ella acabe. Cuando llega la camarera, no tiene apetito. «¡Ah, otra vez estás desganado!», refunfuña Lucienne. «¡Vaya, hombre! Supongo que has estado esperándome en el Faubourg Montmartre. Espero que te lo hayas pasado bien, mientras yo trabajaba como una esclava para ti. Habla, imbécil, ¿dónde has estado?»
Cuando se le inflama el ánimo así, cuando se enfurece, él la mira tímidamente y después, como si hubiera considerado que el silencio es la mejor actitud, deja caer la cabeza y se pone a jugar con la servilleta. Pero ese gestito, que ella conoce tan bien y que, por supuesto, le resulta agradable en secreto, porque ahora está convencida de su culpabilidad, sólo sirve para aumentar la irritación de Lucienne. «¡Habla, imbécil!», grita. Y con voz chillona y tímida, él le explica lastimeramente que, mientras la esperaba, le dio tanta hambre, que tuvo que pararse a tomar un bocadillo y una caña de cerveza. Fue suficiente para quitarle el apetito: lo dice compungido, aunque está claro que la comida es ahora lo que menos le preocupa. «Pero», e intenta dar a su voz un tono más convincente, «te he estado esperando todo el tiempo», dice de improviso.
—¡Mentiroso! —grita ella —. ¡Mentiroso! ¡Ah, menos mal que yo soy también una mentirosa… una mentirosa de primera! Me pones enferma con tus pobres mentiras despreciables. ¿Por qué no me cuentas una mentira que valga la pena? Él vuelve a agachar la cabeza y distraídamente recoge unas migas y se las lleva a la boca. «¡No hagas eso! Me tienes harta. ¡Espera y verás! Todavía no he acabado. Soy mentirosa, pero no imbécil.» Sin embargo, un poco después están sentados muy juntitos, con las manos cogidas, y ella murmura suavemente: «Ah, amor mío, es duro tener que dejarte ahora. ¡Anda, bésame!, ¿qué vas a hacer esta noche? Dime la verdad, cariño… perdona mi mal genio.» Él la besa tímidamente, como un conejillo de orejas largas y rosadas; le da un besito en los labios, como si mordisqueara una hoja de col. Y al mismo tiempo sus redondos y brillantes ojos acarician con la mirada su bolso que reposa abierto junto a ella sobre el banco. Lo único que espera es el momento en que pueda darle esquinazo con delicadeza; está loco por irse, por sentarse en algún café tranquilo de la rue du Faubourg Montmartre. Lo conozco bien, al inocente tipejo, con sus redondos y asustados ojos de conejo. Y sé muy bien qué endemoniada calle es el Faubourg Montmartre con sus placas de metal y artículos de goma, con las luces centelleando toda la noche y el sexo corriendo por la calle como una alcantarilla. Caminar de la rue Lafayette al bulevar es como pasar por baquetas; se te pegan como lapas, te devoran como las hormigas, te engatusan, halagan, lisonjean, imploran, suplican, lo intentan en alemán, inglés, español, te enseñan sus corazones desgarrados y sus zapatos reventados, y mucho después de que hayas cortado los tentáculos para escapar, mucho después de que haya cesado el chisporroteo y el cuchicheo, la fragancia del lavabo persiste en tu nariz: es el olor del Parfum de Danse, cuya eficacia sólo está garantizada para una distancia de veinte centímetros. Podría uno derrochar la vida entera en ese pequeño tramo entre el bulevar y la rue Lafayette. Todos los bares están animados, palpitantes; los dados están cargados; los cajeros están sentados como buitres en sus altos taburetes y el dinero que manejan exhala un hedor humano. No hay equivalente en el Banque de France del maldito dinero que circula por aquí, el dinero que brilla con sudor humano, que pasa como un fuego en el bosque de mano en mano y deja tras sí humo y hedor. Un hombre que pueda pasar por el Faubourg Montmartre por la noche sin suspirar ni sudar, con una oración o una maldición en los labios, un hombre así no tiene cojones, y si tiene, habría que castrarlo. ¿Y si el tipejo tímido se gasta los cincuenta francos de una noche mientras espera a su Lucienne? ¿Y si le entra hambre y se compra un bocadillo y una caña de cerveza, o se para a charlar con la fulana de otro? ¿Creéis que debería estar cansado de esa rutina noche tras noche? ¿Creéis que debería pesarle, oprimirlo, matarlo de aburrimiento? Supongo que no pensaréis que un chulo es inhumano. Un chulo también tiene su aflicción y miseria privadas, no lo olvidéis. Quizá nada le gustaría tanto como plantarse cada noche en la esquina con un par de perros blancos y verlos mear. Tal vez le gustaría, al abrir la puerta, verla ahí leyendo el París Soir, con los ojos ya un poco pesados por el sueño. Quizá no sea tan maravilloso, cuando se inclina sobre su Lucienne, sentir el aliento de otro hombre. Puede que sea mejor tener sólo tres francos en el bolsillo y un par de perros blancos meando en la esquina que saborear esos labios lastimados. Apuesto a que, cuando ella lo aprieta con fuerza, cuando ella le suplica que le dé esa pequeña ración de amor que sólo él sabe dar, apuesto a que él lucha como mil demonios para empalmarse, para aniquilar a ese regimiento que ha desfilado entre las piernas de ella. Quizá cuando él toma su cuerpo y practica una nueva melodía, quizá no sea todo pasión y curiosidad lo que él siente, sino una lucha en la oscuridad, una lucha a solas contra el ejército que ha forzado las puertas, que ha pasado por encima de ella, que la ha pisoteado, que la ha dejado con un hambre tan devoradora, que ni siquiera un Rodolfo Valentino podría saciarla. Cuando oigo los reproches que hacen a una muchacha como Lucienne, cuando oigo que la denigran o desprecian porque es fría y mercenaria, porque es demasiado mecánica, o porque tiene demasiada prisa, o por esto o por lo otro, me digo: «¡Un momento, chaval, más despacio! Recuerda que vas muy atrás en la procesión; recuerda que todo un cuerpo de ejército la ha asediado, que la han devastado, saqueado y pillado.» Me digo: «Oye, chaval, no le regatees los cincuenta francos que le das porque sepas que su chulo está derrochándolos en el Faubourg Montmartre. Es su dinero y su chulo. Es dinero ganado con sangre. Es dinero que nunca será retirado de la circulación porque no hay nada en el Banque de France con que redimirlo.»
Eso es lo que pienso a menudo cuando estoy sentado en mi rinconcito haciendo malabarismos con los informes de la agencia Havas o desenmarañando los cables procedentes de Chicago, Londres y Montreal. Entre los mercados del caucho y de la seda y de los cereales de Winnipeg, aflora un poco del chisporroteo y de la efervescencia del Faubourg Montmartre. Cuando los bonos bajan y flaquean y los valores fundamentales vacilan y los especulativos están en efervescencia, cuando el mercado de cereales se deteriora y se hunde y los alcistas empiezan a bramar, cuando todas las puñeteras calamidades, todos los anuncios, todas las noticias deportivas y los artículos de modas, todas las llegadas de barcos, todas las narraciones de viajes, todos los cotilleos han quedado puntuados, verificados, revisados, fijados y apretados entre las grapas de plata, cuando oigo que ajustan a martillazos los caracteres de la primera página y veo a los franchutes bailar alrededor como buscapiés borrachos, pienso en Lucienne surcando el bulevar hacia abajo con las alas desplegadas, un enorme cóndor de plata suspendido sobre la lenta marea del tráfico, una extraña ave procedente de las cumbres de los Andes con un vientre rosa pálido y una cabecita tenaz. A veces vuelvo solo a casa y la sigo a través de las oscuras calles, la sigo a través del patio del Louvre, sobre el Pont des Arts, a través de la arcada, a través de los orificios y ranuras, la somnolencia, la blancura deslustrada, la reja del Luxemburgo, las ramas enredadas, los ronquidos y quejidos, las cancelas verdes, el rasgueo y campanilleo, las puntas de las estrellas, las lentejuelas, los azabaches, los toldos de franjas azules y blancas que rozaba con las puntas de sus alas.
En el azul de un amanecer eléctrico las cáscaras de cacahuete parecen pálidas y arrugadas; a lo largo de la ribera en Montparnasse los nenúfares se doblan y se rompen. Cuando la marea baja y sólo quedan unas cuantas sirenas sifilíticas varadas en el fango, el Dome parece una galería de tiro azotada por un ciclón. Todo vuelve goteando lentamente a la alcantarilla. Durante una hora más o menos hay una calma de muerte en la cual limpian el vómito. De repente, los árboles empiezan a ulular. De un extremo a otro del bulevar se eleva una canción demencial. Es como la señal que anuncia el cierre de la Bolsa. Las esperanzas quedan barridas. Ha llegado el momento de cambiar el agua al canario por última vez. El día se acerca a hurtadillas como un leproso.