¡Domingo! He salido de la Villa Borghese un poco antes del mediodía, justo cuando Boris se disponía a sentarse para comer. Me he marchado por delicadeza, porque a Boris le duele de verdad verme sentado ahí, en el estudio, con el estómago vacío. Por qué no me invita a comer es algo que no sé. Dice que carece de medios, pero eso no es excusa. De todos modos, soy discreto al respecto. Si le duele comer solo delante de mí, probablemente le dolería más compartir su comida conmigo. No soy quién para curiosear en sus asuntos secretos. He ido a ver a los Cronstadt y también estaban comiendo. Un pollo con arroz. He fingido que ya había comido, pero habría podido arrancarle el pollo al nene de las manos. No es falsa modestia: es una perversión, yo creo. Por dos veces me han preguntado si quería acompañarles. ¡No! ¡No! Me he negado incluso a aceptar una taza de café después de la comida. Soy délicat, ¡vaya si lo soy! Al marcharme, he echado una mirada persistente a los huesos que quedaban en el plato del nene: todavía tenían carne. He estado vagando por ahí sin rumbo fijo. Un día hermoso… hasta ahora. La rue de Buci está animada, hormigueante. Los bares abiertos de par en par y los bordillos llenos de bicicletas alineadas. Todos los mercados de carne y de verduras atestados de compradores. Brazos cargados de verduras envueltas en periódicos. Un espléndido domingo católico… al menos, por la mañana. Las doce del mediodía y aquí me tenéis con el estómago vacío en la confluencia de todas estas callejuelas tortuosas que apestan a comida. Frente a mí está el Hotel de Lousiane. Una fonda vieja y sombría, conocida de los pillos de la rue de Buci en los buenos tiempos pasados. Hoteles y comida, y yo deambulando como un leproso con cangrejos royéndome las entrañas. Los domingos por la mañana hay una animación febril en las calles. Nada parecido en ningún sitio, excepto en el East Side quizá, o por Chatham Square. La rue de l’Echaudé es un hervidero. Las calles tuercen y giran, y en cada esquina un nuevo enjambre de actividad. Largas colas de gente con verduras bajo el brazo, entrando aquí y allá con apetito vivo y excitado. Nada más que comida, comida, comida. Es como para volverse loco. Paso por el Square de Furstenberg. Ahora, a mediodía, ofrece otro aspecto. La otra noche, cuando pasé por él, estaba desierto, sombrío, espectral. En el medio de la plaza, cuatro árboles negros que todavía no han empezado a florecer. Árboles intelectuales, alimentados por los adoquines. Como los versos de T. S. Eliot. Si Marie Laurencin sacase alguna vez a la calle a sus lesbianas, por Dios que éste sería el lugar para que conversaran. Tres lesbienne ici. Estéril, híbrido, seco como el corazón de Boris. En el jardincito contiguo a la Eglise St. Germain hay unas cuantas gárgolas desmontadas. Monstruos que se proyectan hacia adelante en un salto terrorífico. En los bancos, otros monstruos: viejos, idiotas, lisiados, epilépticos. Están dormitando ahí, esperando a que suene la campanilla para comer. En la galería Zak, al otro lado de la calle, algún imbécil ha pintado un cuadro del cosmos… en un plano. ¡El cosmos de un pintor! Lleno de cachivaches, un batiburrillo. Sin embargo, en el ángulo inferior izquierdo hay un ancla… y una campanilla. ¡Te saludo! ¡Te saludo! ¡Oh, Cosmos! Sigo vagando por ahí. Ya es media tarde. Me suenan las tripas. Ahora está empezando a llover. NotreDame se alza como una tumba sobre el agua. Las gárgolas sobresalen mucho sobre la fachada de encaje. Cuelgan ahí como una idée fixe en la mente de un monomaniaco. Un viejo con patillas amarillas se me acerca. Lleva en la mano uno de esos disparates de Jaworski. Sube hacia mí con la cabeza echada hacia atrás, y la lluvia que le salpica en la cara convierte las doradas arenas en barro. Dibujos de criadas con matas de rosas entre las piernas. Un tratado sobre la filosofía de Joan Miró. La filosofía, ¡fijaos!
En el mismo escaparate: ¡Un hombre cortado en rodajas! Capítulo primero: el hombre visto por su familia. Capítulo segundo: el mismo visto por su amante. Capítulo tercero: no hay capítulo tercero. Tengo que volver mañana para los capítulos tercero y cuarto. Cada día el escaparatista pasa una nueva página. Un hombre cortado en rodajas… ¡No podéis imaginar lo furioso que estoy por no haber pensado en un título así! ¿Dónde está ese tipo que escribe «el mismo visto por su amante… el mismo visto por… el mismo…?» ¿Dónde está ese tipo? ¿Quién es? Quiero darle un abrazo. Desearía con toda el alma haber tenido suficiente inteligencia como para imaginar un título así… en lugar de Picha loca y otras necedades que se me han ocurrido. Bueno, ¡jódete y baila! Le felicito igualmente.
Le deseo suerte con su magnífico título. Aquí tienes otra rodaja: ¡para tu próximo libro! Telefonéame algún día. Vivo en la Villa Borghese. Todos estamos muertos, o agonizantes, o a punto de morir. Necesitamos buenos títulos. Necesitamos carne — rodajas y rodajas de carne —, filetes jugosos, bistecs, riñones, criadillas, mollejas. Algún día, cuando me encuentre en la esquina de la calle 42 y Broadway, recordaré este título y escribiré todo lo que me pase por el coco —caviar, gotas de lluvia, grasa de máquina, fideos, salchichas de hígado —, rodajas y rodajas de todo eso. Y no diré a nadie por qué, después de haberlo escrito, me fui a casa de repente y corté al nene en trozos. ¡Un acte gratuit pour vous, cher monsieur, si bien coupé en tranches!
Cómo puede un hombre vagar por ahí todo el día con el estómago vacío, e incluso tener una erección de vez en cuando, es uno de esos misterios que los «anatomistas del alma» explican con demasiada facilidad. Un domingo por la tarde, cuando los cierres están echados y el proletariado posee la calle con una especie de torpor taciturno, hay ciertas calles que te recuerdan nada menos que a una gran picha ulcerada por el chancro y abierta longitudinalmente. Y son esas calles precisamente —la rue Saint Denis, por ejemplo, o el Faubourg du Temple — las que te atraen irresistiblemente, como en otro tiempo, por los alrededores de Union Square o la parte alta del Bowery, te sentías atraído por los museos de diez centavos cuyas vitrinas exhibían reproducciones en cera de los diferentes órganos del cuerpo devorados por la sífilis y otras enfermedades venéreas. La ciudad retoña como un enorme organismo enfermo por todas partes, y las avenidas magníficas son algo menos repulsivas simplemente porque les han quitado el pus.
En la Cité Nortier, en un lugar cercano a la Place du Combat, me detengo unos minutos a contemplar toda la sordidez de la escena. Es una plazoleta rectangular como tantas otras que se vislumbran a través de los bajos pasadizos que flanquean las viejas arterias de París. En el centro de la plazoleta hay un grupo de edificios decrépitos, tan deteriorados, que se han desplomado unos sobre otros y han formado una especie de abrazo intestinal. El suelo es desigual, el enlosado está resbaladizo por el cieno. Una especie de basurero humano que se ha rellenado con cenizas y desperdicios secos. El sol está poniéndose de prisa. Los colores se apagan. Pasan de púrpura a sangre seca, de nácar a bistre, de grises fríos y muertos a palomina. Aquí y allá, un monstruo contrahecho se asoma a la ventana pestañeando como un búho. Se oye el agudo chillido de niños de cara pálida y miembros huesudos, golfillos raquíticos y marcados por el fórceps. Las paredes exhalan un olor fétido, el olor a colchón enmohecido. Europa, medieval, grotesca, monstruosa: una sinfonía en sí bemol. Justo al otro lado de la calle, el Ciné Combat ofrece a su distinguida clientela Metrópolis.
Al reanudar el paso, me viene a la memoria un libro que estuve leyendo hace muy pocos días. «La ciudad era un matadero, las calles rebosaban de cadáveres, despedazados por carniceros y despojados por saqueadores; los lobos entraban a hurtadillas desde las afueras para comerlos; la peste negra y otras plagas pasaban cautelosamente para hacerles compañía, y los ingleses llegaban en formación; mientras tanto, la danse macabre giraba por entre las tumbas en todos los cementerios…» ¡París durante el reinado de Carlos el Simple! ¡Un libro precioso! Estimulante, sabroso. Todavía siento su encanto. Sé poco sobre los señores y los pogromos del Renacimiento, pero Madame Pimpernel, la belle boulangére, y Maitre Jean Crapotte, l’orfévre, ocupan todavía el ocio de mis pensamientos. Sin olvidar a Rodin, el genio maligno de El judío errante, que se entregaba a sus atroces prácticas «hasta el día en que la mulata Cecilia lo enardeció y engañó». Sentado en el Square du Temple, meditando sobre las acciones de los matarifes dirigidos por Jean Caboche, he pensado durante largo rato y con pesar en el triste destino de Carlos el Simple. Un imbécil que rondaba por las salas de su Hotel St. Paul, vestido con los andrajos más inmundos, devorado por las úlceras y los piojos, royendo un hueso, cuando se lo arrojaban, como un perro sarnoso. En la rue des Lions he buscado las piedras de la antigua casa de eras, donde en otro tiempo daba de comer a sus animales. La única diversión de aquel pobre idiota, aparte de las partidas de cartas con su «compañera plebeya», Odette de Champdivers.
Fue un domingo por la tarde, muy parecido a éste, cuando conocí a Germaine. Iba paseando por el Boulevard Beaumarchais; me sentía rico con el centenar de francos que mi mujer me había girado apresuradamente desde América. Había un sabor a primavera en el aire, una primavera venenosa, maléfica, que parecía brotar de las bocas de las alcantarillas. Noche tras noche había vuelto a aquel barrio, atraído por ciertas calles leprosas que no revelaban su siniestro esplendor hasta que la luz del día se había apagado poco a poco y las putas empezaban a ocupar sus puestos. Recuerdo una en particular: la rue du Pasteur-Wagner, en la esquina con la rue Amelot, que se esconde tras el bulevar como un lagarto dormido. Allí, en el cuello de la botella, por decirlo así, había siempre una bandada de buitres que graznaban y batían sus sucias alas, que alargaban sus agudas garras, te aferraban y te arrastraban hasta un portal. Demonios alegres y rapaces que ni siquiera te daban tiempo de abrocharte los pantalones, después de acabar. Te conducían a un cuartito interior, generalmente sin ventana, y, sentadas en el borde de la cama con las faldas alzadas, te hacían un rápido reconocimiento, te escupían en el pito, y se lo colocaban por ti. Mientras te lavabas, otra estaba en la puerta y, cogida a la mano de su víctima, miraba indiferente, mientras dabas los últimos toques a tu indumentaria.
Germaine era diferente. No había nada en su aspecto que me lo indicara. Nada que la distinguiese de las otras rameras que se reunían por las tardes y por las noches en el Café de l’Eléphant. Como digo, era un día de primavera y los pocos francos que mi mujer había juntado a duras penas para girarme tintineaban en mi bolsillo. Tenía una especie de vago presentimiento de que no llegaría a la Bastilla sin caer en las garras de uno de aquellos buitres. Mientras deambulaba por el bulevar, la había visto acercarse a mí con ese curioso pasitrote de las putas y los tacones desgastados y las joyas baratas y la palidez de las de su clase, que el colorete acentúa todavía más. No fue difícil llegar a un acuerdo con ella. Nos sentamos al fondo del pequeño tabac llamado l’Eléphant y cerramos el trato rápidamente. Minutos después estábamos en una habitación de cinco francos en la rue Amelot, con las cortinas corridas y las mantas levantadas. No era de las que metían prisa, Germaine. Se sentó en el bidet a enjabonarse y estuvo hablando afablemente conmigo de esto y lo otro; le gustaban mis pantalones bombachos. Trés chic!, en su opinión. Lo habían sido en su tiempo, pero los fondillos ya estaban desgastados; felizmente, la chaqueta me cubría el culo. Después de ponerse de pie para secarse, mientras seguía hablándome con simpatía, dejó caer la toalla de repente y, avanzando hacia mí despacio, comenzó a restregarse la almeja cariñosamente, pasándole las manos suavemente, acariciándola, dándole palmaditas y palmaditas. Había algo en su elocuencia de aquel momento y en la forma como me metió aquella mata de rosas bajo la nariz que sigue siendo inolvidable; hablaba de ella como si fuese un objeto extraño que hubiera adquirido a alto precio, un objeto cuyo valor había aumentado con el tiempo y que ahora apreciaba como nada del mundo. Sus palabras le infundían una fragancia peculiar; ya no era simplemente su órgano privado, sino un tesoro, un tesoro mágico y poderoso, un don divino… y no lo era menos porque comerciara con ella día tras día a cambio de unas monedas. Al echarse en la cama, con las piernas bien abiertas, la apretó con las manos y la acarició un poco más, mientras murmuraba con su ronca y cascada voz que era buena y bonita, un tesoro, un pequeño tesoro. ¡Y vaya si era buena y bonita, esa almejita suya! Aquel domingo por la tarde, con su venenoso hálito de primavera en el aire, todo volvió a pitar. Cuando salíamos del hotel, la examiné de nuevo a la cruda luz del día y vi claramente lo puta que era: los dientes de oro, el geranio en el sombrero, los tacones desgastados, etc., etc. Ni siquiera el hecho de que me hubiera sacado una cena y cigarrillos y un taxi me perturbó lo más mínimo. De hecho, di pie a ello. Me gustaba tanto, que, después de cenar, volvimos al hotel y echamos otro palo. «Por amor», aquella vez. Y de nuevo esa gran mata suya floreció e hizo otra magia de las suyas. Empezó a tener una existencia independiente… también para mi. Estaba Germaine y estaba aquella mata suya. Me gustaban por separado, y juntas también. Como digo, era diferente, Germaine. Más adelante, cuando descubrió mi auténtica situación, me trató magníficamente: me convidaba a beber, me fiaba, empeñaba mis cosas, me presentaba a sus amigas, y cosas así. Incluso se excusó por no prestarme dinero, lo que entendí perfectamente después de que me señalaran a su maquereau. Noche tras noche bajaba caminando por el Boulevard Beaumarchais hasta el pequeño tabac donde se reunían todas ellas y esperaba a que entrara y me concediese unos minutos de su precioso tiempo. Cuando, algún tiempo después, me puse a escribir sobre Claude, no era en Claude en quien pensaba, sino en Germaine… «Todos los hombres con los que ha estado y ahora tú, precisamente tú, y barcazas que pasan, mástiles y cascos, toda la condenada corriente de la vida que fluye a través de ti, a través de ella, a través de todos los tipos que te precedieron y los que te seguirán, las flores y los pájaros y el sol que fluye a raudales y la fragancia de todo que te asfixia, te aniquila.» ¡Eso iba por Germaine! Claude no era así, aunque yo la admiraba enormemente: incluso pensé por un tiempo que la amaba. Claude tenía alma y conciencia; también tenía refinamiento, lo que no es bueno… en una puta. Claude comunicaba siempre una sensación de tristeza; daba la impresión, inconscientemente, desde luego, de que eras simplemente uno más añadido a la corriente que el destino había prescrito para destruirla. Inconscientemente, digo, porque Claude era la última persona en el mundo capaz de inspirar conscientemente semejante imagen. Era demasiado delicada, demasiado sensible para eso. En el fondo, Claude era simplemente una buena chica francesa con educación e inteligencia de tipo medio a quien la vida había estafado de algún modo; había algo en ella que no tenía fuerza suficiente para resistir el embate de la experiencia cotidiana. A ella iban dedicadas aquellas palabras terribles de Louis-Philippe: «Y llega una noche en que todo ha acabado, cuando tantas mandíbulas se han cerrado sobre nosotros, que ya no tenemos fuerza para resistir, y la carne nos cuelga del cuerpo, como si todas las bocas la hubieran masticado.» En cambio, Germaine había nacido puta; estaba plenamente satisfecha de su papel, disfrutaba con él, de hecho, excepto cuando le punzaba el estómago o tenía que tirar los zapatos por viejos; pequeñas cosas superficiales e insignificantes, nada que le royera el alma, nada que la atormentase. Ennui! Eso era lo peor que había sentido en su vida. Indudablemente, había días en que estaba hasta la coronilla, como se suele decir… pero, ¡nada más! La mayoría de las veces disfrutaba… o daba la impresión de disfrutar. Por supuesto, no le daba igual con quién iba… o con quién se iba. Pero lo principal era un hombre. ¡Un hombre! Eso era lo que anhelaba. Un hombre con algo entre las piernas que pudiera hacerle cosquillas, que pudiese hacerle retorcerse en éxtasis, hacerle agarrarse el tupido coño con las dos manos y restregárselo gozosa, jactanciosa, orgullosamente, con una sensación de unión, una sensación de vida. Ese era el único sitio en que experimentaba alguna vida… ahí abajo, donde se agarraba con las dos manos. Germaine era una puta de pies a cabeza, hasta el fondo de su buen corazón, su corazón de puta, que no es en realidad un buen corazón, sino un corazón indolente, indiferente, blando, que puede sentirse conmovido por un momento, un corazón sin referencia a un punto fijo interior, un gran corazón blando de puta que puede separarse por un instante de su centro auténtico. Por vil y limitado que fuera aquel mundo que se había creado para sí misma, aun así funcionaba en él espléndidamente. Y eso, en sí, es algo reconfortante. Cuando, después de que llegáramos a conocernos bien, sus compañeras me pinchaban, diciendo que estaba enamorado de Germaine (situación casi inconcebible para ellas), yo solía decir: «Pues, ¡claro! ¡Claro que estoy enamorado de ella! Y, lo que es más: ¡Voy a serle fiel!» Era mentira, naturalmente, pues me resultaba más difícil imaginarme amando a Germaine que amando a una araña; y si fui fiel, no fue a Germaine, sino a aquella mata que llevaba entre las piernas. Siempre que miraba a otra mujer, pensaba inmediatamente en Germaine, en aquella mata ardiente que había dejado grabada en mi mente y que parecía imperecedera. Me daba placer sentarme en la terraza del pequeño tabacy observarla ejercer su oficio, observar cómo recurría con otros a las mismas muecas, a los mismos trucos, que había usado conmigo. «¡Está trabajando!»… eso era lo que pensaba yo al respecto, y observaba sus transacciones con aprobación. Más adelante, cuando me hube aficionado a Claude, y la veía noche tras noche en su sitio de costumbre, con su redondo culito cómodamente hundido en el asiento de felpa, sentía una especie de rebelión inexpresable contra ella; me parecía que una puta no tenía derecho a estar allí sentada como una dama, esperando tímidamente a que alguien se acercara, mientras bebía a sorbitos su chocolat, pero no alcohol. Germaine era una buscona. No esperaba a que te acercases a ella: era ella la que te abordaba y te capturaba. Recuerdo tan bien las carreras en sus medias, y sus zapatos rotos y desgastados; también recuerdo cómo se plantaba en la barra y con actitud desafiante, ciega y valiente, se echaba una bebida fuerte entre pecho y espalda y volvía a salir. ¡Una buscona! Quizá no fuera agradable precisamente oler su aliento alcohólico, aquel aliento compuesto de café flojo, coñac, apéritifs, Pernods y demás cosas que se trincaba en los intervalos, en parte para calentarse y en parte para hacer acopio de fuerza y valor, pero su fuego la penetraba, y le abrasaba ese lugar entre las piernas donde las mujeres deben abrasar, y así se establecía ese circuito que le hace a uno volver a sentir la tierra bajo los pies. Cuando estaba tumbada con las piernas abiertas y gimiendo, aun cuando gimiese de aquel modo por todos y por cualquiera, estaba bien, era una demostración apropiada de sentimiento. No miraba fijamente al techo con ojos inexpresivos ni contaba las chinches en el empapelado de la pared; ponía los cinco sentidos en lo que estaba haciendo, decía lo que un hombre quiere oír cuando está montando a una mujer. En tanto que Claude… bueno, con Claude siempre había cierta delicadeza, hasta cuando se metía bajo las sábanas contigo. Y su delicadeza ofendía. ¿Quién va a querer una puta delicada? Claude te pedía incluso que volvieses la cara, cuando se ponía en cuclillas sobre el bidet. ¡Todo mal! Cuando un hombre está ardiendo de pasión, quiere ver las cosas; quiere verlo todo, verlas orinar incluso. Y, aunque es magnífico saber que una mujer tiene inteligencia, la literatura procedente del frío cadáver de una puta es lo último que se debe servir en la cama. Germaine estaba en lo cierto: era ignorante y sensual, se entregaba al trabajo con todo su corazón y con toda su alma. Era una puta de los pies a la cabeza… ¡Y ésa era su virtud!