Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos.

Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como éste? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos. Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo. Dice que continuará el mal tiempo. Habrá más calamidades, más muertes, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar.

Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.

Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver…

Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando.

Para ti, Tania, canto. Quisiera cantar mejor, más melodiosamente, pero entonces quizá no hubieses accedido nunca a escucharme. Has oído cantar a los otros y te han dejado fría. Su canción era demasiado bella o no lo bastante bella.

Es el veintitantos de octubre. Ya no llevo la cuenta de los días. ¿Dirías: mi sueño del 14 de noviembre pasado? Hay intervalos, pero intercalados entre sueños, y no queda conciencia de ellos. El mundo que me rodea está desintegrándose, y deja aquí y allá lunares de tiempo. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo… Pienso en que, cuando el gran silencio descienda sobre todo y por doquier, la música triunfará por fin. Cuando todo vuelva a retirarse a la matriz del tiempo, remará el caos de nuevo, y el caos es la partitura en la que está escrita la realidad. Tú, Tania, eres mi caos. Por eso canto. Ni siquiera soy yo, es el mundo agonizante que se quita la piel del tiempo. Todavía estoy vivo, dando patadas dentro de tu matriz, que es una realidad sobre la que escribir.

Duermevela. La fisiología del amor. La ballena con su pene de dos metros en reposo. El murciélago… penis libre. Animales con un hueso en el pene. De ahí viene eso de tener un hueso[1]. Afortunadamente —dice Gourmont— la estructura ósea se ha perdido en el hombre.» ¿Afortunadamente? Sí, afortunadamente. Imaginaos a la raza humana caminando por ahí con un hueso en ese sitio. El canguro tiene un doble pene: uno para los días de entre semana y otro para las fiestas. Duermevela. Una carta de una mujer que me pregunta si he encontrado un título para mi libro. ¿Un título? Claro que sí: Adorables lesbianas. ¡Tu vida anecdótica! Una frase de M. Borowski. El miércoles voy a comer con Borowski. Su mujer, que es una vaca seca, oficia. Ahora está estudiando inglés… su palabra favorita es «asqueroso». En seguida se ve que los Borowski son una lata. Pero esperad…

Borowski lleva trajes de pana y toca el acordeón. Combinación insuperable, especialmente si se tiene en cuenta que no es un mal artista. Finge ser polaco, pero no lo es, desde luego. Es judío, Borowski, y su padre era filatélico. De hecho, casi todo Montparnasse es judío o medio judío, lo que es peor. Están Carl y Paula, y Cronstadt y Boris, y Tarda y Sylvester, y Moldorf y Lucille. Todos excepto Fillmore. Henry Jordan Oswald ha resultado ser judío también. Louis Nicholas es judío. Hasta Van Norden y Chérie son judíos. Francis Blake es judío, o judía. Titus es judío. Así, que los judíos me están aplastando como una avalancha. Escribo esto para mi amigo Carl, cuyo padre es judío. Es importante entender todo esto.

De todos esos judíos, la más encantadora es Tania, y por ella también yo me volvería judío. ¿Por qué no? Ya hablo como un judío. Y soy feo como un judío. Además, ¿quién odia más a los judíos que un judío?

La hora del crepúsculo. Azul añil, agua cristalina, árboles resplandecientes y delicuescentes. Los raíles se pierden en el canal de Jaures. La larga oruga de costados laqueados se sumerge como una montaña rusa. No es París. No es Coney Island. Es una mezcla crepuscular de todas las ciudades de Europa y de América Central. La explanadas del ferrocarril ahí abajo, los raíles negros, enmarañados, no ordenados por el ingeniero, sino de diseño cataclismático, como esas finas fisuras del hielo polar que la cámara registra en diferentes tonos de negro.

La comida es una de las cosas que disfruto tremendamente. Y en esta hermosa Villa Borghese apenas hay nunca rastros de ella. A veces es verdaderamente asombroso. He pedido una y otra vez a Boris que encargue pan para el desayuno, pero siempre se le olvida. Al parecer, sale a desayunar fuera. Y cuando vuelve viene limpiándose los dientes con un palillo y le cuelga un poco de huevo de la perilla. Come en el restaurante por consideración hacia mí. Dice que le duele darse una comilona mientras le miro.

Van Norden me gusta, pero no comparto la opinión que tiene de sí mismo. No estoy de acuerdo, por ejemplo, en que sea un filósofo ni un pensador. Es un putero y nada más. Y nunca será un escritor. Tampoco lo será nunca Sylvester, aunque su nombre resplandezca en luces rojas de cincuenta mil bujías. Los únicos escritores a mi alrededor por los que siento algún respeto ahora son Carl y Boris. Están poseídos. Arden por dentro con una llama blanca. Están locos y carecen de oído. Son víctimas.

En cambio, Moldorf, que también sufre a su manera, no está loco. Moldorf se embriaga con las palabras. No tiene venas, ni arterias, ni corazón, ni riñones. Es un baúl portátil lleno de innumerables cajones, y éstos tienen escritos fuera rótulos en tinta blanca, tinta marrón, tinta roja, tinta azul, bermellón, azafrán, malva, siena, albaricoque, turquesa, ónix, Anjou, arenque, Corona, verdín, gorgonzola…

He trasladado la máquina de escribir a la habitación contigua, donde puedo verme en el espejo mientras escribo.

Tania es como Irene. Espera cartas voluminosas. Pero hay otra Tania, una Tania semejante a una enorme semilla que disemina el polen por todos lados… o, digámoslo al modo de Tolstói, una escena de establo en la que desentierran al feto. Tania es una fiebre también… les votes urinaires, Café de la Liberté, Place des Vosges, corbatas brillantes en el Boulevard Montparnasse, cuartos de baño oscuros, oporto seco, cigarrillos Abdullah, el adagio de la sonata Pathétique, amplificadores auriculares, sesiones anecdóticas, pechos de siena rojiza, ligas gruesas, qué hora es, faisanes dorados rellenos de castañas, dedos de tafetán, crepúsculos vaporosos que se vuelven acebo, acromegalia, cáncer y delirio, velos calidos, fichas de póquer, alfombras de sangre y muslos suaves. Tania dice de modo que todo el mundo pueda oírla: «¡Le amo!» Y mientras Boris se calienta con whisky, ella dice: «¡Siéntate aquí! Oh, Boris… Rusia… ¿Qué voy a hacer? ¡Estoy a punto de estallar!»

Por la noche, cuando contemplo la perilla de Boris reposando sobre la almohada, me pongo histérico. ¡Oh, Tania! ¿Dónde estará ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo un hueso en la picha de quince centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del coño, Tania, hinchado de semen. Te voy a enviar a casa con tu Sylvester con dolor en el vientre y la matriz vuelta del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Disparo dardos ardientes a tus entrañas, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He dejado un poco más anchas las orillas. He alisado las arrugas. Después de mí, puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si te apetece, o templar una cítara a través de tu ombligo. Te estoy jodiendo, Tania, para que permanezcas jodida. Y si tienes miedo a que te jodan en público, te joderé en privado. Te arrancaré algunos pelos del coño y los pegaré a la barbilla de Boris. Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco…

Cielo azul y despejado de nubes lanudas, árboles macilentos que se extienden hasta el infinito, con sus oscuras ramas gesticulando como un sonámbulo. Árboles sombríos, espectrales, de troncos pálidos como la ceniza de un habano. Un silencio supremo y enteramente europeo. Postigos echados, tiendas cerradas. Aquí y allá una luz roja para señalar una cita. Fachadas abruptas, casi repulsivas; inmaculadas, salvo por los manchones de sombra proyectados por los árboles. Al pasar por la Orangerie, recuerdo otro París, el París de Maugham, de Gauguin, el París de George Moore. Pienso en aquel terrible español que sobrecogía al mundo entonces con sus saltos de estilo a estilo. Pienso en Spengler y en sus terribles pronunciamientos, y me pregunto si no se habrá perdido el estilo, el estilo elegante. Digo que esos pensamientos ocupan mi mente, pero no es cierto; hasta después, hasta que no he cruzado el Sena, hasta que no he dejado atrás el carnaval de luces, no dejo jugar a mi mente con esas ideas. Por el momento no puedo pensar en nada… excepto que soy un ser sensible apuñalado por el milagro de esas aguas que reflejan un mundo olvidado. A lo largo de las orillas, los árboles se inclinan pesadamente sobre el espejo empañado; cuando el viento se levante y los llene con un murmullo rumoroso, derramarán algunas lágrimas y se estremecerán, mientras pase el agua en torbellinos. Eso me corta el aliento. Nadie a quien comunicar ni siquiera parte de mis sentimientos…

Lo malo de Irene es que tiene una maleta en lugar de un coño. Quiere cartas voluminosas para embutirlas en su maleta. Inmensas, avec des choses inouies. En cambio, Liona sí que tenía un coño. Lo sé por que nos envió unos cuantos pelos de ahí abajo. Liona… un asno salvaje que olfateaba el placer en el aire. En todas las colinas altas hacía de puta… y a veces en las cabinas telefónicas y en los retretes. Compró una cama para su rey Carol y un cubilete de afeitarse con sus iniciales. Se tumbó en Tottenham Court Road con el vestido levantado y se acarició con el dedo. Usaba velas, candelas romanas y pomos de puerta. No había una picha en todo el país bastante grande para ella… ni una. Los hombres la penetraban y se encogían. Necesitaba pichas extensibles, cohetes de los que explotan automáticamente, aceite hirviendo compuesto de cera y creosota. Si se lo hubieras permitido, te habría cortado la picha y se la habría guardado dentro para siempre. ¡Un coño único de entre un millón, el de Liona! Un coño de laboratorio, y no había papel de tornasol que pudiera tomar su color. También era una mentirosa, aquella Liona. Nunca compró una cama a su rey Carol. Le coronó con una botella de whisky, y su lengua estaba llena de piojos y de mañanas. Pobre Carol, lo único que podía hacer era encogerse dentro de ella y morir. Respiraba ella y él caía afuera… como una almeja muerta. Cartas enormes, voluminosas, avec des choses inouies. Una maleta sin correas. Un agujero sin llave. Tenía la boca alemana, las orejas francesas, el culo ruso. El coño internacional. Cuando la bandera ondeaba, era roja hasta la garganta. Entrabas por el Boulevard Jules Ferry y salías por la Porte de la Villette. Echabas los bofes en las carretas… carretas rojas con dos ruedas, naturalmente. En la confluencia del Ourcq y el Marne, donde el agua prorrumpe a través de los diques y se extiende como cristal bajo los puentes. Liona yace allí ahora y el canal está lleno de cristal y astillas; las mimosas lloran y la húmeda bruma de un pedo empaña los cristales de las ventanas. ¡Una gachí única de entre un millón, aquella Liona! Toda ella coño y un culo de cristal en que se puede leer la historia de la Edad Media.

La primera impresión que causa Moldorf es la de la caricatura de un hombre. Ojos de tiroides. Labios de Michelin. Voz como puré de guisantes. Bajo el chaleco lleva una perita. De cualquier modo que le mires, siempre ofrece el mismo panorama: caja de rapé netsuke, puño de marfil, ficha de ajedrez, abanico, motivo de templo. Lleva tanto tiempo fermentando, que ahora es amorfo. Levadura desprovista de sus vitaminas. Jarrón sin planta de caucho. Las mujeres fueron fecundadas dos veces en el siglo IX, y otra vez en el Renacimiento. Lo llevaron durante las grandes dispersiones bajo vientres amarillos y blancos. Mucho antes del Éxodo, un tártaro escupió en su sangre. Su dilema es el del enano. Con su ojo pineal, ve su silueta proyectada en una pantalla de tamaño inconmensurable. Su voz, sincronizada con la sombra de una cabeza de alfiler, le embriaga. Oye un rugido cuando los demás oyen un chirrido. Hablemos de su mente. Es un anfiteatro en que el actor ofrece una representación proteica. Moldorf, multiforme e infalible, representa sus papeles: payaso, juglar, contorsionista, sacerdote, libertino, saltimbanqui. El anfiteatro es demasiado pequeño. Pone dinamita en él. El público está drogado. Él lo hiere. Estoy intentando infructuosamente enfocar a Moldorf. Es como intentar enfocar a Dios, pues Moldorf es Dios: nunca ha sido otra cosa. Lo único que estoy haciendo es consignar palabras… He tenido opiniones de él que he desechado; he tenido otras opiniones que estoy revisando. Le he clavado un alfiler para acabar descubriendo que lo que tenía en las manos no era un escarabajo pelotero, sino una libélula; me ha ofendido con su grosería y después me ha colmado de delicadezas. Ha sido locuaz hasta la asfixia, y después silencioso como el Jordán. Cuando lo veo venir brincando a saludarme, con las zarpitas tendidas, con los ojos sudando, siento que voy a encontrar a… ¡No, no es éste el modo de expresarlo! 00 «Comme un oeuf dansant sur un jet d’eau.» 00 Sólo tiene un bastón… un bastón mediocre. En los bolsillos, trozos de papel con recetas para el Weltschmerz. Ahora ya está curado, y a la muchachita alemana que le lavaba los pies se le está partiendo el alma. Es como el señor Nonentity, que lleva su diccionario gujarati a todas partes. «Inevitable para todo el mundo», con lo que quiere decir, indudablemente, indispensable. A Borowski, todo esto le parecería incomprensible. Borowski tiene un bastón diferente para cada día de la semana, y otro para Pascua. Tenemos tantos puntos en común, que es como mirarme en un espejo agrietado.

He estado examinando mis manuscritos, páginas garabateadas con correcciones. Páginas de literatura. Eso me asusta un poco. ¡Es tan parecido a Moldorf! Sólo que yo soy un gentil, y los gentiles tienen una forma distinta de sufrir. Sufren sin neurosis y, como dice Sylvester, un hombre que nunca ha padecido una neurosis no sabe lo que es sufrir.

Recuerdo claramente lo mucho que disfruté con mi sufrimiento. Era como meterse en la cama con un cachorro. De vez en cuando te arañaba… y entonces sentías auténtico espanto. Normalmente, no tenías miedo: siempre podías soltarlo o cortarle la cabeza.

Hay personas que no pueden resistir el deseo de meterse en una jaula con fieras y dejarse despedazar. Se meten en ella hasta sin revólver ni látigo. El temor las vuelve temerarias… Para el judío el mundo es una jaula llena de fieras. La puerta está cerrada y él está dentro sin látigo ni revólver. Su valor es tan grande, que ni siquiera huele los excrementos en el rincón. Los espectadores aplauden, pero él no oye. Según cree, el drama está ocurriendo dentro de la jaula. Piensa que la jaula es el mundo. Al encontrarse de pie ahí, solo e indefenso, y con la puerta cerrada, descubre que los leones no entienden su lengua. Ningún león ha oído hablar nunca de Spinoza. ¿Spinoza? Pero si ni siquiera pueden hincarle el diente. «¡Dadnos carne!», rugen, mientras él permanece allí petrificado, con sus ideas congeladas, con su Weltanschauung, que no es sino un trapecio inalcanzable. Un simple zarpazo del león y su cosmogonía quedará destrozada.

También los leones se sienten defraudados. Esperaban sangre, huesos, cartílagos, tendones. Mastican y mastican, pero las palabras son chicle y el chicle es indigestible. El chicle es una base sobre la que se espolvorea azúcar, pepsina, tomillo, regaliz. El chicle, cuando lo recogen los chicleros, está bien. Los chicleros llegaron por la costa de un continente hundido. Trajeron consigo un lenguaje algebraico. En el desierto de Arizona se encontraron con los mongoles del norte, lustrosos como berenjenas. Poco después de que la tierra hubiera adquirido su inclinación giroscópica: cuando la Corriente del Golfo estaba separándose de la corriente japonesa. En el fondo de la tierra encontraron piedra de toba. Bordaron las propias entrañas de la tierra con su lenguaje. Se comieron mutuamente las entrañas, y la selva se cerró sobre ellos, sobre sus huesos y cráneos, sobre su encaje de toba. Su lenguaje se perdió. Aquí y allá se encuentran los restos de una casa de fieras, una placa craneana cubierta de figuras.

¿Qué tiene que ver todo esto contigo, Moldorf? La palabra que tienes en la boca es anarquía. Pronúnciala, Moldorf, lo estoy esperando. Nadie conoce los ríos que manan por nuestro sudor, cuando nos damos las manos. Mientras tú estás formando tus palabras, con los labios entreabiertos y la saliva gorgoteándote en las mejillas, he atravesado media Asia de un salto. Si cogiera tu bastón, a pesar de que es mediocre, y te abriera un agujerito en el costado, podría recoger material suficiente para llenar el Museo Británico. Nos detenemos cinco minutos y devoramos siglos. Eres el tamiz por el que se filtra mi anarquía, y se transforma en palabras. Tras la palabra está el caos. Cada palabra es una franja, un barrote, pero no hay ni habrá nunca suficientes barrotes para hacer la reja.

En mi ausencia han colgado visillos. Tienen el aspecto de manteles tiroleses remojados en desinfectante. La habitación centellea. Me siento en la cama aturdido, pensando en el hombre antes de su nacimiento. De repente, empiezan a doblar campanas, una música extraña, sobrenatural, como si me hubieran transportado a las estepas de Asia central. Unas resuenan con un redoble largo, persistente, otras irrumpen con acentos embriagados y llorosos. Y ahora ha vuelto el silencio, excepto una última nota que apenas roza el silencio de la noche: un simple tantán tenue y agudo que se extingue como una llama. He hecho un pacto tácito conmigo mismo: no cambiar ni una línea de lo que escribo. No me interesa perfeccionar mis pensamientos ni mis acciones. Junto a la perfección de Turgueniev coloco la perfección de Dostoyevski. (¿Hay algo más perfecto que El eterno marido?) Así, pues, ahí tenemos dos tipos de perfección en un mismo medio. Pero en las cartas de Van Gogh hay una perfección que supera a una y a otra. Es el triunfo del individuo sobre el arte. Ahora sólo hay una cosa que me interesa vitalmente, y es consignar todo lo que se omite en los libros. Que yo sepa, nadie está usando los elementos del aire que dan dirección y motivación a nuestras vidas. Sólo los asesinos parecen extraer de la vida, en grado satisfactorio, lo que le aportan. La época exige violencia, pero sólo estamos obteniendo explosiones abortivas. Las revoluciones quedan segadas en flor, o bien triunfan demasiado de prisa. La pasión se consume rápidamente. Los hombres recurren a las ideas, comme d’habitude. No se propone nada que pueda durar más de veinticuatro horas. Estamos viviendo un millón de vidas en el espacio de una generación. Obtenemos más del estudio de la entomología, o de la vida en las profundidades marinas, o de la actividad celular…

El teléfono interrumpe esta reflexión, que nunca habría podido llevar a término. Alguien viene a alquilar el piso…

Parece que mi vida en Villa Borghese ha acabado. Bien, cogeré estas páginas y me largaré. Siempre pasan cosas. Parece que dondequiera que voy hay un drama. Las personas son como los piojos: se te meten bajo la piel y se entierran en ella. Te rascas y te rascas hasta hacerte sangre, pero no puedes despiojarte permanentemente. Dondequiera que voy las personas están echando a perder sus vidas. Cada cual tiene su tragedia privada. La lleva ya en la sangre: infortunio, hastío, aflicción, suicidio. La atmósfera está saturada de desastre, frustración, futilidad. Rascarse y rascarse… hasta que no quede piel. No obstante, el efecto que me produce es estimulante. En lugar de desanimarme, o deprimirme, disfruto. Pido a gritos cada vez más desastres, calamidades mayores, fracasos más rotundos. Quiero que el mundo entero se descentre, que todo el mundo se rasque hasta morir.

Me veo obligado a vivir tan rápida y furiosamente, que apenas me queda tiempo para consignar estas notas fragmentarias. Después de la llamada de teléfono, llegaron un caballero y su esposa. Subí al piso de arriba a tumbarme durante la transacción. Estuve allí echado preguntándome qué haría a continuación. Desde luego, volver a la cama del maricón y pasar la noche agitándome y sacudiendo migas con los dedos de los pies, no. ¡Mequetrefe asqueroso! Si hay algo peor que ser un marica es ser un tacaño. Un mariquita tímido y tembloroso que vivía con el constante temor de quedarse sin un céntimo algún día: el 18 de mayo tal vez, o el 25 de mayo precisamente. Café sin leche ni azúcar. Pan sin mantequilla. Carne sin salsa, o nada de carne. ¡Sin esto y sin lo otro! ¡Avaro asqueroso! Un día abrí el cajón del escritorio y encontré dinero escondido dentro de un calcetín. Más de dos mil dólares… y cheques que ni siquiera había cobrado. Ni siquiera eso me habría importado tanto, si no hubiera encontrado siempre posos de café en mi gorra y basura en el suelo, por no citar los tarros de crema para el cutis ni las toallas grasientas ni la pila siempre atascada. Os digo que aquel mequetrefe olía mal… excepto cuando se empapaba de colonia. Llevaba las orejas sucias, los ojos sucios, el culo sucio. Tenía articulaciones dobles, era asmático, piojoso, mezquino, morboso. Podría haberle perdonado todo, ¡si al menos me hubiera servido un desayuno decente! Pero un hombre que tiene dos mil dólares escondidos en un calcetín sucio y que se niega a ponerse una camisa limpia o a untarse un poco de mantequilla en el pan, un hombre así no es un simple marica, ni un simple tacaño siquiera: ¡es un imbécil!

Pero no viene al caso hablar del marica. Aguzo el oído para enterarme de lo que está pasando abajo. Es un tal señor Wren y su esposa que han venido a ver el piso. Hablan de cogerlo. Sólo hablan de ello, gracias a Dios. La señora Wren se ríe con facilidad: complicaciones a la vista. Ahora es el señor Wren quien habla. Su voz es estridente, áspera, retumbante, un arma pesada y contundente que se abre paso por la carne y el hueso y el cartílago.

Boris me pide que baje para presentarme. Está frotándose las manos como un prestamista. Están hablando de un cuento que el señor Wren ha escrito, un cuento sobre un caballo con esparaván. —Pero, yo pensaba que el señor Wren era pintor.

—Claro que sí —dice Boris, guiñando un ojo —, pero en invierno escribe. Y escribe bien… extraordinariamente bien.

Intento hacer hablar al señor Wren, hacer que diga algo, cualquier cosa, que hable del caballo con esparaván, si es necesario. Pero el señor Wren es incapaz de expresarse. Cuando intenta hablar de esos meses monótonos pasados con la pluma en la mano, se vuelve ininteligible. Pasa meses y meses antes de poner una palabra en el papel. (¡Y sólo hay tres meses de invierno!) ¿En qué piensa durante todos esos meses y meses de invierno? Que Dios me asista, pero no puedo imaginar a ese tipo como escritor. Y, sin embargo, la señora Wren dice que, cuando se sienta, sencillamente las ideas le salen a borbotones.

La conversación deriva. Es difícil seguir el hilo del señor Wren, porque no dice nada. Tal como lo expresa la señora Wren, piensa a medida que avanza. La señora Wren expresa todo lo relativo al señor Wren con los colores más bellos. «Piensa a medida que avanza»: encantador, de verdad encantador, como diría Borowski, pero muy doloroso en realidad, especialmente cuando el escritor no es sino un caballo con esparaván.

Boris me entrega dinero para comprar licor. Al ir a por él, ya me siento borracho. Sé cómo voy a empezar, cuando esté de vuelta en la casa. Al bajar por la calle, se inicia dentro de mí el grandioso discurso que gorgotea como la risa fácil de la señora Wren. Me parece que ya estaba un poco achispada. Escucha divinamente, cuando está bebida. Al salir de la tienda de vinos, oigo el gorgoteo del urinario. Todo está suelto y salpica…

Boris está frotándose las manos otra vez. El señor Wren sigue tartamudeando y farfullando. Tengo una botella entre las piernas y estoy metiendo el sacacorchos. La señora Wren espera con la boca abierta. El vino me está salpicando en las piernas, el sol está salpicando a través del mirador, y dentro de las venas siento burbujear y chapotear mil locuras que ahora empiezan a salir de mí a chorros y atropelladamente. Les estoy diciendo todo lo que se me ocurre, todo lo que estaba embotellado dentro de mí y que la risa fácil de la señora Wren ha liberado de algún modo. Con esa botella entre las piernas y el sol salpicando a través de la ventana vuelvo a experimentar el esplendor de aquella época miserable en que llegué a París por primera vez, cuando era un hombre perplejo e indigente que vagaba por las calles como un espectro en un banquete. Todo me viene a la memoria precipitadamente: los retretes que no funcionaban, el príncipe que me lustraba los zapatos, el Cinema Splendide donde dormía sobre el abrigo del patrón, los barrotes de la ventana, la sensación de asfixia, las enormes cucarachas, las borracheras y juergas en los intervalos, Rose Cannaque y Nápoles agonizando a la luz del sol. Bailar por las calles con el estómago vacío y de vez en cuando visitar a gente extraña: Madame Delorme, por ejemplo. Ya no puedo imaginar cómo llegué a casa de Madame Delorme. Pero llegué, entré de algún modo, pasé por delante del mayordomo, por delante de la doncella con su delantalito blanco, me metí en el palacio con mis pantalones de pana y mi cazadora… y sin ningún botón en la bragueta. Incluso ahora puedo saborear de nuevo el ambiente dorado de aquella habitación en que Madame Delorme estaba sentada en un trono con su traje de hombre, los peces de colores en las peceras, los mapas del mundo antiguo, los libros con bellas ilustraciones; vuelvo a sentir su mano en mi hombro, asustándome un poco con sus marcados ademanes de lesbiana. Era más cómodo abajo en aquella mezcolanza confusa que desembocaba en la Gare Saint-Lazare, las putas en los portales, botellas de agua de seltz en todas las mesas; una espesa corriente de semen que inundaba los arroyos de la calle. Entre las cinco y las siete no había nada mejor que verse empujado entre aquella multitud, que seguir una pierna o un busto hermoso, que avanzar con la corriente y todo dándote vueltas en el cerebro. Una clase extraña de alegría en aquella época. Sin citas, sin invitaciones a comer, sin programa, sin pasta. La época de oro, cuando no tenía ni un solo amigo. Cada mañana la triste caminata hasta el American Express, y cada mañana la inevitable respuesta del empleado. Correr de un lado para otro como una chinche, recoger colillas de vez en cuando, unas veces furtivamente, otras descaradamente; sentarme en un banco y apretarme las tripas para detener el mordisqueo, o pasear por el Jardín de las Tullerías y tener una erección al contemplar las estatuas desnudas. O vagar a la orilla del Sena de noche, caminar y caminar, enloquecer con su belleza, los árboles ladeados, las imágenes rotas en el agua, el ímpetu de la corriente bajo las luces sanguinolentas de los puentes, las mujeres durmiendo en los portales, durmiendo sobre periódicos, durmiendo bajo la lluvia; por todas partes los atrios mohosos de las catedrales y mendigos y piojos y viejas mujerucas presas del baile de San Vito; carretillas apiladas como barriles de vino en las calles laterales, el olor a fresas en el mercado y la vieja iglesia rodeada de vegetales y lámparas de arco azules, los arroyos de la calle resbaladizos a causa de las basuras y mujeres con escarpines de raso haciendo eses entre la inmundicia y las sabandijas después de toda una noche de parranda. La Place St. Sulpice, tan tranquila y desierta, donde hacia las doce llegaba todas las noches la mujer del paraguas reventado y el velo extravagante; todas las noches dormía allí en un banco bajo su paraguas desgarrado, con las varillas colgando, con su vestido que se iba volviendo verde, los dedos huesudos y el olor a podredumbre que exhalaba su cuerpo; y por la mañana me sentaba a descabezar un sueño tranquilamente bajo el sol, maldiciendo las condenadas palomas que recogían migas de pan por todos lados. ¡St. Sulpice! Los anchos campanarios, los llamativos carteles sobre la puerta, las velas ardiendo dentro. La plaza tan querida de Anatole France, con los monótonos zumbidos y susurros procedentes del altar, el chapoteo de la fuente, el arrullo de las palomas, las migas que desaparecían como por arte de magia y sólo un sordo gruñido en la cavidad de las tripas. Allí me sentaba día tras día pensando en Germaine y en aquella sucia callejuela, cerca de la Bastilla, donde vivía, y aquel cuchicheo continuo detrás del altar, los autobuses que pasaban zumbando, el sol que caía sobre el asfalto y el asfalto que nos penetraba a mí y a Germaine, sobre el asfalto y todo París en los enormes campanarios anchos. Y era por la rue Bonaparte por donde tan sólo un año antes solíamos bajar paseando Mona y yo todas las noches, después de habernos despedido de Borowski. Entonces St. Sulpice no significaba gran cosa para mí, ni nada de París. Agotado de hablar. Harto de ver casas. Hasta la coronilla de catedrales y plazas y casas de fieras y qué sé yo. Coger un libro en el dormitorio rojo, e instalarme en la incómoda silla de mimbre; con el culo cansado de estar sentado todo el día, cansado del papel rojo de la pared, cansado de ver a tanta gente parloteando sin cesar sobre naderías. El dormitorio rojo y el baúl siempre abierto, sus vestidos por ahí tirados en un desorden delirante. El dormitorio rojo con mis chanclos y bastones, las libretas que nunca tocaba, los manuscritos que yacían fríos y muertos. ¡París! Es decir, el Café Select, el Dome, el Mercado de las Pulgas, el American Express. ¡París! Es decir, los bastones de Borowski, los sombreros de Borowski, los gouaches de Borowski, el pez prehistórico de Borowski… y sus chistes prehistóricos. En aquel París del 28, sólo una noche resalta en mi memoria, la noche antes de zarpar para América. Una noche extraña, con Borowski ligeramente bebido y algo disgustado conmigo porque estaba bailando con todas las furcias del lugar. Pero ¡nos vamos por la mañana! Eso es lo que digo a todas las tías que engancho: ¡Nos vamos por la mañana! Eso es lo que estoy diciendo a la rubia de ojos de color de ágata. Y, mientras se lo estoy diciendo, me coge la mano y se la mete entre las piernas. En el retrete, me paro ante la taza con una erección tremenda; parece ligero y pesado al mismo tiempo, como un trozo de plomo con alas. Y, mientras estoy así, entran aparatosamente dos tías americanas. Les saludo cordialmente, con la picha en la mano. Me guiñan un ojo y pasan de largo. En el vestíbulo, mientras me abrocho la bragueta, advierto que una de ellas está esperando a que su amiga salga del retrete. Sigue sonando la música y quizá venga Mona a buscarme, o Borowski con su bastón de puño de oro, pero ya estoy en los brazos de la tía, que me tiene cogido, y no me importa quien venga ni lo que ocurra. Nos metemos en el retrete retorciéndonos y allí la sujeto de pie, la arrojo contra la pared, e intento metérsela, pero no hay manera, así que nos sentamos en la taza y lo intentamos pero tampoco hay nada que hacer. Y, durante todo el tiempo, ella me ha cogido la picha y la está agarrando como un salvavidas, pero es inútil, estamos demasiado calientes, demasiado ansiosos. La música sigue sonando, así que salimos del retrete al vestíbulo de nuevo, y mientras estamos bailando ahí en el cagadero, me corro encima de su bonito vestido y ella se pone echa una fiera. Vuelvo tambaleándome a la mesa y allí está Borowski con su rostro rubicundo y Mona con su mirada de desaprobación. Y Borowski dice: «Vámonos todos mañana a Bruselas», y asentimos, y cuando regresamos al hotel, vomito por todas partes, en la cama, en el lavabo, encima de los trajes y los vestidos y los chanclos y los bastones y las libretas que nunca tocaba y los manuscritos fríos y muertos. Unos meses después. El mismo hotel, la misma habitación. Nos asomamos al patio donde están aparcadas las bicicletas, y ahí arriba, bajo el ático, está el cuartito en que un joven sabihondo tenía puesto el fonógrafo todo el santo día y repetía frases agudas a pleno pulmón. Hablo en plural, pero me estoy anticipando, porque Mona ha estado mucho tiempo ausente y es hoy precisamente cuando voy a ir a esperarla a la Gare St. Lazare. Al anochecer me encuentro allí con la cara metida entre los barrotes, pero Mona no aparece, y leo una y mil veces el telegrama, pero no sirve de nada. Vuelvo al Quartier y, como si no hubiera pasado nada, me doy una comilona. Un poco después, paseando por el Dome, veo de repente una cara pálida y triste y unos ojos ardientes… y el trajecito de terciopelo que siempre he adorado, porque bajo el suave terciopelo siempre estaban sus cálidos senos, las piernas marmóreas, frescas, firmes, musculosas. Se levanta de entre un mar de caras y me abraza, me abraza apasionadamente: mil ojos, narices, dedos, piernas, botellas, ventanas, monederos, platos nos miran airados y nosotros abrazados y olvidados del mundo… Me siento a su lado, y ella habla: un diluvio de palabras. Comentarios desordenados y febriles de histeria, perversión, lepra. No escucho ni una palabra, porque es bella y la amo y ahora me siento feliz y dispuesto a morir.

Bajamos caminando por la rue du Chateau, buscando a Eugene. Pasamos por el puente del ferrocarril donde solía yo mirar los trenes salir y sentirme enfermo por dentro mientras me preguntaba dónde demonios podía estar ella. Todo suave y encantador cuando atravesamos el puente. Humo que nos sube por las piernas, raíles que chirrían, semáforos en nuestra sangre. Siento su cuerpo cerca del mío —mío y sólo mío ahora — y me detengo a pasar las manos por el cálido terciopelo. Todo lo que nos rodea está desmoronándose, desmoronándose, y el ardiente cuerpo bajo el cálido terciopelo se muere de deseo por mí…

De nuevo en la misma habitación y cincuenta francos sobrantes, gracias a Eugene. Me asomo al patio, pero el fonógrafo calla. El baúl está abierto y sus cosas tiradas por todas partes como antes. Está acostada en la cama con la ropa puesta. Una, dos, tres, cuatro veces… temo que se vuelva loca… En la cama, bajo las sábanas, ¡qué placer sentir su cuerpo de nuevo! Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Durará esta vez? Ya tengo el presentimiento de que no.

Me habla febrilmente… como si no fuese a haber mañana. «¡Calla, Mona! Mírame solamente… ¡no hables!» Por fin, se queda dormida y retiro el brazo de debajo de ella. Se me cierran los ojos. Su cuerpo está ahí, a mi lado… va a estar ahí hasta mañana, seguramente… Fue en febrero cuando zarpé del puerto, con una ventisca cegadora. La última visión que tuve de ella fue en la ventana diciéndome adiós con la mano. Un hombre parado al otro lado de la calle, en la esquina, con el sombrero calado sobre los ojos, con la boca hundida entre las solapas. Un feto mirándome. Un feto con un puro en la boca. Mona en la ventana diciéndome adiós. Rostro blanco y triste, con los cabellos ondeando desordenados. Y ahora es un dormitorio triste, su respiración acompasada por la boca, savia que le rezuma todavía entre las piernas, un olor cálido y felino y su cabello en mi boca. Tengo los ojos cerrados. Respiramos nuestro cálido aliento uno en la boca del otro. Muy juntos, América a cinco mil kilómetros de distancia. No quiero volverla a ver. Tenerla aquí en la cama conmigo, respirándome en la piel, con su cabello en mi boca… lo considero como una especie de milagro. Ahora nada puede ocurrir hasta mañana…

Despierto de un sueño profundo para mirarla. Una pálida luz se filtra en la habitación. Contemplo su bella melena en desorden. Siento que algo me baja corriendo por el cuello. Vuelvo a mirarla detenidamente. Tiene la cabellera llena. Levanto la sábana… hay más. Pululan por la almohada.

Es un poco después del amanecer. Hacemos las maletas a toda prisa y salimos a hurtadillas del hotel. Los cafés están todavía cerrados. Vamos caminando y rascándonos al mismo tiempo. Nace el día con blancura lechosa, estrías de cielo rosa salmón, caracoles que abandonan sus conchas. París. París. Todo puede suceder aquí. Viejos muros decrépitos y el agradable sonido del agua que corre en los urinarios. Hombres que se lamen los bigotes en el bar. Persianas que se alzan con estrépito e hilillos de agua que susurran en los arroyos de la calle. Amer Picon en enormes letreros escarlatas. Zigzag. ¿Qué camino tomar y por qué o dónde o qué?

Mona tiene hambre. Lleva un vestido fino. Sólo mantones de noche, frascos de perfume, pendientes extravagantes, brazaletes, depilatorios. Nos sentamos en una sala de billar en la Avenue de Maine y pedimos un café. El retrete no funciona. Vamos a tener que esperar sentados un rato antes de poder ir al otro hotel. Mientras tanto, nos quitamos mutuamente las chinches de la cabeza. Nerviosos. Mona está perdiendo la calma. Necesita un baño. Necesita esto. Necesita lo otro. Necesita, necesita, necesita… —¿Cuánto dinero te queda? ¡Dinero! Lo había olvidado completamente.

Hotel des Etats-Units. Un ascenseur. Nos metemos en la cama en pleno día. Cuando nos levantamos, es de noche, y lo primero que hay que hacer es conseguir pasta suficiente para enviar un telegrama a América. Un telegrama al feto, el que llevaba el largo y sabroso puro en la boca. Mientras tanto, nos queda el recurso de la española del Boulevard Raspail… siempre tiene a punto una comida caliente. Mañana por la mañana, algo sucederá. Por lo menos vamos a acostarnos juntos. Ahora ya no hay chinches. Ha empezado la estación de las lluvias. Las sábanas están inmaculadas…

Una vida nueva se abre para mí en la Villa Borghese. Sólo son las diez y ya hemos desayunado y hemos ido a dar un paseo. Ahora tenemos aquí con nosotros a una tal Elsa. «Ándate con cuidado por unos días», me advierte Boris.

El día comienza magníficamente: un cielo luminoso, un viento fresco, las casas recién lavadas. Camino de Correos, Boris y yo hablamos del libro. El último libro… que va a escribirse anónimamente.

Comienza un nuevo día. Lo he sentido esta mañana, mientras contemplábamos una de las resplandecientes telas de Dufresne, una especie de déjeuner intime en el siglo XIII, sans vin. Un desnudo magnífico, carnal, sólido, vibrante, rosado como una uña, con olas de carne reluciente, todas las características secundarias, y algunas de las primarias. Un cuerpo que canta, que tiene la humedad de la aurora. Una naturaleza muerta, sólo que nada está inmóvil, nada está muerto en ella. La mesa cruje cargada de comida; es tan pesada, que está deslizándose fuera del marco. Una comida del siglo XIII: con todas las notas, todos los rasgos de la jungla que ha recordado tan bien. Una familia de gacelas y cebras mordisqueando las hojas de las palmeras.

Y ahora tenemos a Elsa. Esta mañana ha estado tocando para nosotros, mientras estábamos en la cama. Anda con cuidado por unos días… ¡Bien! Elsa es la criada y yo soy el huésped. Y Boris es el pez gordo. Se inicia un nuevo drama. Me río para mis adentros, mientras escribo esto. Ese lince de Boris sabe lo que va a ocurrir. Tiene olfato también para estas cosas. Anda con cuidado…

Boris está en ascuas. Ahora, en cualquier momento su mujer puede aparecer en escena. Debe de pesar más de ochenta kilos su mujer. Y Boris es un simple renacuajo. Ahí tenéis la situación. Por la noche, de vuelta a casa, intenta explicármela. Es tan trágica y tan ridícula al mismo tiempo, que me veo obligado a detenerme de vez en cuando y a reírme en sus narices. «¿Por qué te ríes así?», dice dulcemente, y después se echa a reír él también, con ese tono plañidero e histérico de su voz, como un pobre desgraciado que advierte de repente que, por muchas levitas que se ponga, nunca será un hombre. Quiere escapar, adoptar otro nombre. «Que se quede con todo, esa vaca, con tal de que me deje en paz», gime. Pero primero hay que alquilar el piso, y hay que firmar las escrituras y mil detalles más para los que la levita le resultará útil. Pero ¡el tamaño de ella!… es lo que le atormenta verdaderamente. Si, al llegar, nos la encontráramos de repente en la puerta, se desmayaría… ¡Para que veáis cómo la respeta!

Y, por eso, tenemos que andar con pies de plomo por algún tiempo. Elsa está aquí sólo para preparar el desayuno… y para enseñar el piso.

Pero Elsa ya está acabando con mi paciencia. Ese carácter alemán. Esas canciones melancólicas. Al bajar la escalera esta mañana, con el olor de café recién hecho en la nariz, iba tarareando bajito: «Es war’ so schon gewesen.» Eso, para el desayuno. Y dentro de poco el muchacho inglés del piso de arriba con su Bach. Como dice Elsa: «Necesita una mujer.» Y Elsa necesita algo también. Lo noto. No he dicho nada a Boris, pero mientras él estaba lavándose los dientes esta mañana, Elsa me ha contado infinidad de historias sobre Berlín, sobre las mujeres que parecen tan atractivas por detrás, y cuando se vuelven… ¡atiza, sífilis! Me parece que Elsa me mira con bastante deseo. Algo que ha sobrado de la mesa del desayuno. Esta tarde estábamos escribiendo, dándonos la espalda, en el estudio. Ella había empezado una carta para su amante, que está en Italia. La máquina se ha atascado. Bons había ido a ver una habitación barata que va a coger, en cuanto quede alquilado el piso. No quedaba más remedio que hacer el amor a Elsa. Ella lo deseaba. Y, sin embargo, he sentido un poco de pena por ella. Sólo había escrito el primer renglón para su amante: lo he leído por el rabillo del ojo, al inclinarme sobre ella. Pero no había manera de evitarlo. Esa maldita música alemana, tan melancólica, tan sentimental. Ha podido conmigo. Y, además, sus ojitos como perlas, tan ardientes y tristes a la vez. Después de acabar, le he pedido que tocara algo para mí. Es una gran intérprete, Elsa, a pesar de que sonaba como ollas rotas y cráneos entrechocándose. Además, lloraba mientras tocaba. No se lo reprocho. En todas partes un hombre, y luego tiene que irse y después un aborto y luego un nuevo empleo y después otro hombre y a nadie le importa ella tres cojones salvo para usarla. Todo eso después de haber tocado Schumann para mí… Schumann, ¡ese chorra alemán sensiblero y sentimental! En cierto modo, me da una pena tremenda y, sin embargo, me importa un bledo. Una tía que sabe tocar como ella debería tener más juicio y no dejarse camelar por cualquier tipo con picha grande que se cruce por su camino. Pero ese Schumann se me mete en la sangre. Elsa está lloriqueando todavía; pero mi mente está muy lejos. Estoy pensando en Tania y en cómo toca su adagio a zarpazos. Estoy pensando en muchas cosas que están muertas y enterradas. Pienso en una tarde de verano en Greenpoint, cuando los alemanes atravesaban Bélgica al galope y todavía no habíamos perdido bastante dinero como para preocuparnos por la violación de un país neutral. Una época en que todavía éramos suficientemente inocentes como para escuchar a los poetas y sentarnos alrededor de una mesa al atardecer para invocar a los espíritus de los muertos. Toda aquella tarde, la atmósfera está saturada de música alemana; todo el vecindario es alemán, más alemán que Alemania. Nos hemos criado con Schumann y Hugo Wolf y sauerkraut y kümmel y budín de patata. Al atardecer, estamos sentados alrededor de una gran mesa con los visillos echados y una muchacha idiota y monstruosa está dando golpecitos para llamar a Jesucristo. Nos damos la mano por debajo de la mesa y la dama que está a mi lado me ha metido dos dedos en la bragueta. Y, al final, nos tumbamos en el suelo, detrás del piano, mientras alguien canta una canción triste. La atmósfera es asfixiante y su aliento apesta a alcohol. El pedal está subiendo y bajando rígida, automáticamente, un movimiento absurdo, fútil, como una torre de estiércol que tarda veintisiete años en formarse, pero sigue el compás perfectamente. La subo sobre mí y las cuerdas me resuenan en los oídos; la habitación está oscura y la alfombra está pegajosa con el kümmel que se ha derramado por todas partes. De repente, parece como si se acercara la aurora: es como agua arremolinándose sobre el hielo y el hielo está azul con una bruma que se alza, glaciares hundidos en verde esmeralda, gamuza y antílope, meros dorados, morsas retozando y el ambarino lucio saltando sobre el círculo ártico… Elsa está sentada en mis rodillas. Sus ojos son como ombligos diminutos. Miro su enorme boca, tan húmeda y brillante, y la cubro con la mía. Ahora ella está tarareando… «Es war’ so schon gewesen…» Ah, Elsa, tú no sabes todavía lo que eso significa para mí, tu Trompeter von Sackingen. Sociedades corales alemanas, Schwaben Hall, el Turnverein… links um, rechts um… y después un azote en el culo con el extremo de una cuerda. ¡Ah, los alemanes! Te llevan por todas partes como un ómnibus. Te producen indigestión. No se puede visitar en una misma noche el depósito de cadáveres, la enfermería, el zoo, los signos del zodíaco, los limbos de la filosofía, las cavernas de la epistemología, los arcanos de Freud y Stekel… En el tiovivo no se llega a ningún sitio, mientras que con los alemanes se puede ir de Vega a Lope de Vega, en una noche, y acabar tan chiflado como Parsifal.

Como digo, el día ha empezado magníficamente. Hasta esta mañana no he vuelto a tener conciencia de este París físico que hace semanas no advertía. Quizá sea porque el libro ha empezado a crecer dentro de mí. Lo llevo conmigo por todas partes. Camino por las calles con este hijo en mis entrañas y los polis me acompañan para cruzar la calle. Las mujeres se levantan para ofrecerme sus asientos. Ya nadie me empuja con rudeza. Estoy encinta. Ando como un pato, con mi enorme vientre apretado contra el peso del mundo.

Esta mañana, camino de Correos, hemos dado al libro su imprimatur final. Hemos elaborado una nueva cosmogonía de la literatura, Boris y yo. Será una nueva Biblia… El último libro. Todos los que tengan algo que decir lo dirán aquí… anónimamente. Vamos a agotar el siglo. Después de nosotros, ningún otro libro… durante una generación, por lo menos. Hasta ahora hemos estado cavando en la oscuridad, sin otra guía que el instinto. Ahora vamos a disponer de un recipiente en que verter el fluido vital, una bomba que, cuando la arrojemos, hará estallar el mundo. Vamos a poner en él material suficiente para ofrecer a los escritores del mañana sus argumentos, sus dramas, sus poemas, sus mitos, sus ciencias. El mundo va a poder alimentarse con él durante miles de años. Es colosal por su pretenciosidad. Sólo de pensarlo, me siento casi aniquilado.

Durante cien años o más, el mundo, nuestro mundo, ha estado muriendo. Y, en estos cien últimos años aproximadamente, ningún hombre ha sido lo bastante loco como para meter una bomba por el ojo del culo a la creación y hacerla saltar por los aires. El mundo está pudriéndose, muriendo poco a poco. Pero necesita el coup de gráce, necesita saltar en pedazos. Ninguno de nosotros está intacto, y, sin embargo, tenemos en nuestro interior todos los continentes y los mares que separan los continentes y las aves del aire. Vamos a consignar la evolución de este mundo que ha muerto, pero que no ha recibido sepultura. Estamos nadando en la superficie del tiempo y todo lo demás ha naufragado, está naufragando, va a naufragar. Será enorme, el Libro. Habrá océanos de espacio en que moverse, transitar, cantar, bailar, trepar, bañarse, dar saltos mortales, gemir, volar, asesinar. Una catedral, una auténtica catedral, en cuya construcción participará todo aquel que haya perdido su identidad. Habrá misas por los muertos, oraciones, confesiones, himnos, un lamento y una cháchara, una especie de indiferencia criminal; habrá ventanas rosadas y gárgolas y acólitos y portaféretros. Podéis traer vuestros caballos y galopar por los pasadizos. Podéis daros de cabeza contra los muros: no cederán. Podéis rezar en cualquier lugar que escojáis, o podéis acurrucaros afuera e iros a dormir. Tendrá mil años, por lo menos, esa catedral, y no habrá réplica, pues los constructores habrán muerto y la fórmula también. Mandaremos hacer tarjetas postales y organizaremos excursiones. No necesitamos genio… el genio ha muerto. Necesitamos manos fuertes, para los espíritus que deseen entregar el alma y encarnarse…

El día va avanzando a buen paso. Estoy arriba, en el balcón de la casa de Tania. El drama continúa abajo, en el salón. El dramaturgo está enfermo y desde arriba su cráneo desnudo parece más escabroso que nunca. Su cabello es de paja. Sus ideas son de paja. También su esposa es de paja, aunque todavía un poco húmeda. Toda la casa está hecha de paja. Aquí estoy en el balcón, esperando a que llegue Boris. Mi último problema —el desayuno — ha desaparecido. He simplificado todo. En caso de que se presenten nuevos problemas, puedo llevarlos en mi mochila, junto con mi ropa sucia. Estoy despilfarrando todo mi dinero. ¿Qué necesidad tengo de dinero? Soy una máquina de escribir. Se ha apretado el último tornillo. La cosa fluye. Entre la máquina y yo no hay separación. Yo soy la máquina…

Todavía no me han dicho de qué trata el nuevo drama, pero lo intuyo. Están intentando librarse de mí. No obstante, aquí estoy para la cena, incluso un poco antes de lo que esperaban. Les he dicho dónde deben sentarse, lo que deben hacer. Les pregunto cortésmente si no les molestaré, pero lo que quiero decir en realidad, y ellos lo saben, es: ¿no me molestaréis vosotros? No, benditas cucarachas, no me molestáis. Me estáis alimentando. Os veo ahí sentados juntos y sé que os separa un abismo. Vuestra cercanía es la cercanía de los planetas. Yo soy el vacío entre vosotros. Si me retiro, no tendréis vacío en el que poder nadar.

Tania está de mal humor: lo noto. Le ofende verme absorbido por algo que no sea ella. Sabe, por el propio grado de mi agitación, que su valor ha quedado reducido a cero. Sabe que no he venido esta noche a fertilizarla, sabe que dentro de mí está germinando algo que la destruirá. Tarda en comprender, pero lo está advirtiendo…

Sylvester parece más contento. Esta noche la abrazará en la mesa. Incluso ahora está leyendo mi manuscrito, preparándose para inflamar mi ego, para enfrentar mi ego contra el de ella.

Va a ser una reunión extraña la de esta noche. Están preparando el escenario. Oigo el tintinear de los vasos. Están sacando el vino. Se beberán buenos lingotazos y Sylvester, que está enfermo, se pondrá bueno.

Fue apenas anoche, en casa de Cronstadt, cuando proyectamos esta reunión. Decretamos que las mujeres debían sufrir, que entre bastidores debía haber más terror y violencia, más desastres, más sufrimiento, más dolor y miseria.

No es la casualidad lo que impulsa a gente como nosotros hasta París. París es simplemente un escenario artificial, un escenario giratorio que permite al espectador contemplar todas las fases del conflicto. Por sí mismo, París no inicia dramas. Comienzan en otro lugar. París es simplemente un instrumento obstétrico que arranca el embrión vivo de la matriz y lo coloca en la incubadora. París es la cuna de los nacimientos artificiales. Cada cual, meciéndose aquí en la cuna, vuelve a su tierra: sueña uno que vuelve a Berlín, Nueva York, Chicago, Viena, Minsk. Viena nunca es más Viena que en París. Todo se alza hasta la apoteosis. La cuna entrega sus niños y otros ocupan sus lugares. Aquí se puede leer en las paredes dónde vivieron Zola y Balzac y Dante y Strindberg y todos los que alguna vez fueron algo. Todo el mundo ha vivido aquí en un momento o en otro. Nadie muere aquí…

Abajo están hablando. Su lenguaje es simbólico. La palabra «lucha» forma parte de él. Sylvester, el dramaturgo enfermo, está diciendo: «Estoy leyendo el Manifiesto.» Y Tania dice: «¿De quién?» Sí, Tania, te he oído. Estoy aquí arriba escribiendo sobre ti y lo adivinas perfectamente. Habla más, para que pueda anotar tus palabras. Pues, cuando vayamos a la mesa, no voy a poder tomar notas… De repente, Tania observa: «En esta casa falta un vestíbulo permanente.» Ahora bien, ¿qué significa eso, en caso de que signifique algo?

Ahora están colgando cuadros. También eso es para impresionarme. Quieren decir: ¿Ves? Aquí estamos en casa, haciendo vida conyugal. Poniendo atractivo el hogar. Incluso discutiremos un poco sobre los cuadros, por consideración hacia ti. Y Tania vuelve a observar: «¡Cómo engaña la vista!» ¡Ah, Tania, qué cosas dices! Anda, continúa esa farsa un poco más. Estoy aquí para zamparme la cena que me prometisteis; me gusta esta comedia tremendamente. Y ahora Sylvester lleva la voz cantante. Está intentando explicar uno de los gouaches de Borowski: «Ven aquí. ¿Ves? Uno de ellos toca la guitarra; el otro tiene una muchacha sobre las rodillas.» Cierto, Sylvester. Muy cierto. ¡Borowski y sus guitarras! ¡Las muchachas en sus rodillas! Sólo que nunca sabe uno a ciencia cierta qué es lo que tiene en las rodillas ni si se trata realmente de un hombre que toca la guitarra…

Pronto entrarán Moldorf trotando a gatas y Boris con esa débil risita suya. Habrá un faisán dorado para cenar y Anjou y puros gruesos y cortos. Y Cronstadt, cuando se entere de las últimas noticias, vivirá un poco más intensamente, y más brillantemente, durante cinco minutos; y después volverá a sumirse en el humus de su ideología y quizá nazca un poema, un poema como una enorme campana de oro sin badajo.

He tenido que dejar de escribir por una hora más o menos. Otro cliente que ha venido a ver el piso. En el piso de arriba, el maldito inglés está practicando su Bach. Ahora, cuando viene alguien a ver el piso, no queda más remedio que correr escaleras arriba y pedir al pianista que deje de tocar por un rato.

Elsa está telefoneando al verdulero. El fontanero está poniendo un nuevo asiento en la taza del retrete. Siempre que suena el timbre, Boris pierde la serenidad. Con la agitación se le han caído las gafas; está a gatas, arrastrando la levita por el suelo. Es un poco como el Gran Guignol: el poeta que se muere de hambre viene a dar clases a la hija del carnicero. Cada vez que suena el timbre, se le hace la boca agua al poeta. Mallarmé suena como un filete de solomillo, Victor Hugo como foie de veau. Elsa está encargando una comida deliciosa para Boris: «una buena chuletita de cerdo jugosa», dice. Veo toda una serie de jamones rosados que reposan fríos sobre el mármol, jamones maravillosos cubiertos de grasa blanca. Tengo un hambre terrible, a pesar de que hace sólo unos minutos que hemos desayunado: tendré que saltarme el almuerzo. Elsa está telefoneando todavía: había olvidado encargar una loncha de tocino. «Sí, una buena lonchita de tocino, no demasiado gruesa», dice… Zut alors! ¡Añade unas mollejas, añade unas criadillas y psss… unas almejas! Añade un poco de liverwurst frito, ya que estás; podría zamparme los mil quinientos dramas de Lope de Vega de una sentada.

Es una mujer bella la que ha venido a ver el piso. Una americana, naturalmente. Me quedo en la ventana dándole la espalda y mirando a un gorrión que picotea una cagarruta fresca. Es asombroso lo fácil que le resulta al gorrión alimentarse. Está lloviendo un poco y las gotas son muy grandes. Yo pensaba que un pájaro no podía volar, si se le mojaban las alas. Es asombroso cómo llegan a París esas damas ricas y encuentran todos los estudios elegantes. Poco talento y una cartera repleta. Si llueve, tienen una oportunidad de exhibir sus impermeables nuevecitos. La comida no es nada: a veces están tan ocupadas callejeando, que no tienen tiempo de almorzar. Simplemente un bocadillito, un barquillo, en el Café de la Paix o en el bar del Ritz. «Reservado para las hijas de gente bien»: ésa es la divisa del antiguo estudio de Puvis de Chavannes. Por casualidad pasé por allí el otro día. Gachí s norteamericanas ricas con cajas de pintura colgadas de los hombros. Poco talento y una cartera repleta.

El gorrión está saltando frenéticamente de un adoquín a otro. Esfuerzos verdaderamente hercúleos, si te detienes a examinarlo minuciosamente. Por todos lados hay comida esparcida: me refiero a los arroyos de la calle. La bella americana pregunta por el servicio. ¡El servicio! ¡Permítame mostrárselo, gacela de hocico aterciopelado! ¿El servicio, dice usted? Par ici, Madame. N’oubliez pas que les places numérotées sont réservées aux mutilés de la guerre.

Boris se frota las manos: está dando los últimos toques al trato. Los perros están ladrando en el patio; ladran como lobos. En el piso de arriba, la señora Melverness está cambiando los muebles de sitio. No ha tenido nada que hacer en todo el día, está aburrida; si encuentra una pizca de suciedad en cualquier sitio, limpia la casa entera. Hay un racimo de uvas verdes sobre la mesa y una botella de vino: vin de choix, diez grados. «Sí —dice Boris —. Podría hacer un lavabo para usted; acérquese, por favor. Sí, esto es el retrete. Naturalmente, hay otro en el piso de arriba. Sí, mil francos al mes. ¿Dice usted que no le gusta demasiado Utrillo? No, éste es. Lo único que necesita es una nueva arandela…»

Dentro de un momento se irá. Esta vez Boris ni siquiera me ha presentado. ¡Será hijoputa! Siempre que se trata de una tía rica, se olvida de presentarme. Dentro de unos minutos podré sentarme de nuevo a escribir. No sé por qué, pero hoy ya no tengo ganas de seguir. Estoy perdiendo el ánimo. Ella puede volver dentro de una hora o cosa así y quitarme la silla de debajo del culo. ¿Cómo diablos va a escribir uno, cuando no se sabe dónde va a sentarse al cabo de media hora? Si esa tía rica se queda con el piso, no voy a tener ni un sitio para dormir. Cuando estás en semejante aprieto, es difícil saber qué es peor: si no tener un sitio para dormir o no tener un lugar para trabajar. Se puede dormir casi en cualquier parte, pero hay que tener un lugar para trabajar. Aun cuando lo que estés haciendo no sea una obra maestra. Hasta una novela mala requiere una silla en que sentarse y un poco de aislamiento. Esas tías ricas nunca piensan en una cosa así. Siempre que quieren reclinar sus blandos traseros, encuentran una silla a punto…

Anoche dejamos a Sylvester y a su Dios sentados juntos frente al hogar. Sylvester en pijama, Moldorf con un puro en los labios. Sylvester está pelando una naranja. Coloca la cáscara sobre el forro del sofá. Moldorf se arrima más a él. Le pide permiso para leer otra vez esa brillante parodia. Las puertas del cielo. Estamos preparándonos para irnos, Boris y yo. Estamos demasiado alegres para esa atmósfera de cuarto de enfermo. Tania se viene con nosotros. Está alegre porque va a escapar. Boris está alegre porque el Dios que había en Moldorf ha muerto. Yo estoy alegre porque vamos a representar otro acto.

La voz de Moldorf es reverente. «¿Puedo quedarme contigo, Sylvester, hasta que te acuestes?» Ha estado con él los seis últimos días, comprando medicinas, haciendo recados para Tania, confortando, consolando, guardando las entradas contra los intrusos malévolos como Boris y sus tunantes. Es como un salvaje que haya descubierto su ídolo mutilado durante la noche. Ahí está sentado, a los pies del ídolo, con el fruto del árbol del pan y grasa y oraciones en jerigonza. Su voz sale untuosamente. Sus miembros ya están paralizados.

A Tania le habla como si fuera una sacerdotisa que hubiera quebrantado sus votos. «Has de volverte digna de él. Sylvester es tu Dios.» Y mientras Sylvester está arriba sufriendo (tiene un silbido en el pecho), el sacerdote y la sacerdotisa devoran la comida. «Te estás corrompiendo», le dice, con los labios chorreando salsa. Es capaz de comer y sufrir a la vez. Al tiempo que repele a los individuos peligrosos, tiende la zarpa pequeña y gruesa y acaricia el pelo a Tania. «Estoy empezando a enamorarme de ti. Eres como mi Fanny.»

En otros sentidos ha sido un día magnífico para Moldorf. Ha llegado una carta de América. Moe ha sacado sobresaliente en todo. Murray está aprendiendo a montar en bicicleta. Han arreglado la gramola. Por la expresión de su cara, se ve que había otras cosas en la carta, además de calificaciones escolares y velocípedos. No cabe la menor duda, porque esta tarde se ha gastado 325 francos en joyas para su Fanny. Además, le ha escrito una carta de veinte hojas. El gargon le ha llevado una hoja tras otra, le ha llenado la estilográfica, le ha servido el café y puros, le ha abanicado un poco cuando sudaba, ha limpiado las migas de la mesa, le ha encendido el puro cuando se le apagaba, le ha comprado sellos, ha estado pendiente de él, ha hecho piruetas, le ha hecho reverencias… y casi se ha roto el espinazo. La propina ha sido jugosa. Más grande y más jugosa que un Corona Corona. Es probable que Moldorf lo haya citado en su diario. Lo ha hecho por Fanny. La pulsera y los pendientes bien valían hasta la última moneda que se ha gastado. Mejor gastarlo para Fanny que dilapidarlo con putillas como Germaine y Odette. Sí, así se lo ha dicho a Tania. Le ha enseñado su baúl. Está abarrotado de regalos: para Fanny, y para Moe y Murray.

—Mi Fanny es la mujer más inteligente del mundo. He estado examinándola y examinándola para encontrarle un defecto… pero no tiene ninguno.

—Es perfecta. Te voy a decir lo que sabe hacer. Juega al bridge como un tahúr; le interesa el sionismo; le das un sombrero viejo y verás lo que puede hacer con él. Un fruncido por aquí, una cinta por allá, y voila quelque chose de beau! ¿Sabes cuál es la felicidad perfecta? Sentarse junto a Fanny, cuando Moe y Murray se han ido a la cama, y oír la radio. Se queda sentada tan tranquila. Con sólo verla, me siento recompensado por todas mis luchas y pesares. Sabe escuchar con inteligencia. Cuando pienso en vuestro hediondo Montparnasse, y luego en mis veladas de Bay Ridge con Fanny después de una buena cena, te aseguro que no hay punto de comparación. Una cosa sencilla como la comida, los niños, las luces indirectas, y Fanny allí sentada, un poco cansada, pero alegre, satisfecha, atiborrada de pan… sencillamente pasamos horas sentados sin decir una palabra. ¡Eso es la felicidad!

—Hoy me ha escrito una carta… no una de esas insulsas cartas llenas de información. Me escribe con el corazón, en un lenguaje que hasta mi pequeño Murray podría entender. Fanny es delicada en todo. Dice que los niños deben seguir los estudios, pero le preocupan los gastos. Costará mil dólares enviar al pequeño pequeño Murray a la escuela. Desde luego, Moe obtendrá una beca. Pero el pequeño Murray, ese pequeño genio, Murray, ¿qué vamos a hacer con él? Escribí a Fanny que no se preocupara. Envía a Murray a la escuela, le dije. ¿Qué son otros mil dólares? Este año voy a ganar más dinero que nunca. Lo haré por el pequeño Murray… porque es un genio, ese chaval.

Me gustaría estar allí, cuando Fanny abra el baúl. «Mira, Fanny, esto es lo que compré en Budapest a un viejo judío… Esto es lo que llevan en Bulgaria: es pura lana… Esto perteneció al duque de tal y cual… no, no le des cuerda, ponlo al sol… Esto, Fanny, es lo que quiero que te pongas cuando vayamos a la Opera… póntelo con esa peineta que te he enseñado… Y esto, Fanny, es algo que eligió Tania… es de tu tipo…»

Y Fanny está sentada ahí, en el sofá, como si estuviera en la oleografía enteramente, con Moe a un lado y el pequeño Murray, Murray el genio, al otro. Sus gruesas piernas son un poco cortas para llegar al suelo. Sus ojos tienen un brillo apagado de permanganato. Senos como lombardas; se mueven un poco, cuando se inclina hacia adelante. Pero lo triste del caso es que se ha quedado sin jugo. Está sentada ahí como una batería descargada; tiene la cara desviada… necesita un poco de animación, un chorro repentino de jugo que le vuelva a enfocar. Moldorf está brincando frente a ella como un sapo enorme. Su carne se estremece. Resbala y le resulta difícil girarse rodando sobre el vientre. Ella lo aguijonea con sus gruesos dedos de los pies. A él, los ojos se le salen un poco más de las órbitas. «Dame otra patada, Fanny, ha estado muy bien.» Esta vez ella le da un buen aguijonazo: le deja una hendidura permanente en la panza. Tiene la cara junto a la alfombra; los mofletes están sacudiendo ligeramente el pelillo de la alfombra. Se anima un poco, revolotea, salta de un mueble a otro. «Fanny, ¡eres maravillosa!» Ahora está sentada sobre su hombro. Le da un mordisquito en la oreja, en la puntita del lóbulo, donde no duele. Pero ella está todavía muerta: batería descargada y seca. El se deja caer sobre el regazo de ella y se queda así estremeciéndose como un dolor de muelas. Ahora él está caliente, pero no puede. La barriga le brilla como un zapato de charol. En las cuencas de los ojos tiene un par de botones de chaleco de fantasía. «Desabróchame los ojos, Fanny, ¡quiero verte mejor!» Fanny lo lleva a la cama y le vierte un poco de cera caliente en los ojos. Ella le pone anillos alrededor del ombligo y le mete un termómetro por el culo. Lo acomoda y él vuelve a estremecerse. De repente, ha empequeñecido, ha encogido hasta perderse de vista completamente. Ella lo busca por todas partes, en sus intestinos, por doquier. Algo le hace cosquillas: no sabe dónde exactamente. La cama está llena de sapos y botones de chaleco de fantasía. «Fanny, ¿dónde estás?» Algo le está haciendo cosquillas: no sabría decir dónde. Los botones están cayendo de la cama. Los sapos están subiendo por las paredes. Sigue y sigue el cosquilleo. «Fanny, ¡quítame la cera de los ojos! ¡Quiero mirarte!» Pero Fanny está riendo, se troncha de risa. Hay algo dentro de ella que le hace cosquillas sin parar. Se va a morir de risa, como no lo encuentre. «Fanny, el baúl está lleno de cosas bonitas. Fanny, ¿me oyes?» Fanny se ríe y se ríe como un gusano gordo. Se le ha hinchado el vientre con la risa. Las piernas se le están amoratando. «Dios mío, Morris, algo me está haciendo cosquillas… ¡No lo puedo remediar!»