No hace mucho iba caminando por las calles de Nueva York. El viejo y querido Broadway. Era de noche y el cielo estaba de un azul oriental, tan azul como el oro en el techo de la Pagode, rué de Babylone, cuando la máquina empieza a tintinear. Estaba pasando exactamente por debajo del lugar en que nos conocimos. Me quedé allí un momento mirando las luces rojas de las ventanas. La música sonaba como siempre: alegre, picante, encantadora. Estaba solo y había millones de personas a mí alrededor. Estando allí, me vino la idea de que había dejado de pensar en ella; pensaba en este libro que estoy escribiendo, y el libro había pasado a ser más importante para mí que ella, que todo lo que nos había ocurrido. ¿Será este libro la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo juro? Al meterme otra vez entre la multitud, me debatía con esa cuestión de la «verdad». Durante años he estado intentando contar esta historia y siempre la cuestión de la verdad ha pesado sobre mí como una pesadilla. He contado a otros una y mil veces las circunstancias de nuestra vida, y siempre he dicho la verdad. Pero la verdad puede ser también una mentira. La verdad no es suficiente. La verdad es sólo el núcleo de una totalidad que es inagotable.

Recuerdo que la primera vez que nos separamos, esta idea de la totalidad se adueñó de mí. Cuando me dejó, fingía, o quizá lo creyera, que era necesario para nuestro bien. Yo sabía en el fondo de mi corazón que estaba intentando librarse de mí, pero era demasiado cobarde como para reconocerlo. Pero cuando comprendí que podía prescindir de mí, aunque fuera por un tiempo limitado, la verdad que había intentado desechar empezó a crecer con alarmante rapidez. Fue más doloroso que ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, pero también fue curativo. Cuando quedé completamente vacío, cuando la soledad hubo alcanzado tal punto, que no podía aguzarse más, de repente tuve la sensación de que, para seguir viviendo, había que incorporar aquella verdad intolerable a algo mejor que el marco de la desgracia personal. Tuve la sensación de que había dado un cambio de rumbo imperceptible hacia otro dominio, un dominio de fibra más fuerte, más elástica, que la verdad más horrible no podía destruir. Me senté a escribirle una carta en la que le decía que me sentía tan desdichado por haberla perdido, que había decidido iniciar un libro sobre ella, un libro que la inmortalizaría. Dije que sería un libro como nadie había visto antes. Seguí divagando extáticamente, y de repente me interrumpí para preguntarme por qué me sentía tan feliz.

Al pasar bajo la sala de baile, pensando de nuevo en este libro, comprendí de repente que nuestra vida había llegado a su fin: comprendí que el libro que estaba proyectando no era sino una tumba en que enterrarla... y al yo mío, que le había pertenecido. Eso fue hace algún tiempo, y desde entonces he estado intentando escribirlo. ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué? Porque la idea de un «fin» es intolerable para mí.

La verdad radica en ese conocimiento del fin que es cruel y despiadado. Podemos conocer la verdad y aceptarla, o podemos negarnos a conocerla y ni morir ni renacer. De ese modo es posible vivir para siempre, una vida negativa tan sólida y tan completa, tan dispersa y fragmentaria, como el átomo. Y si nos adentramos por ese camino lo suficiente, hasta esa eternidad atómica puede ceder ante la nada y el propio universo desmoronarse.

Llevo años intentando contar esta historia; cada vez que he empezado, he escogido un rumbo diferente. Soy como un explorador que, deseando circunnavegar el globo, considere innecesario llevar ni siquiera un compás. Además, a fuerza de soñar sobre ella por tanto tiempo, la propia historia ha llegado a parecerse a una vasta ciudad fortificada, y yo, que sueño una y otra vez, estoy fuera de la ciudad, soy un vagabundo que llega ante una puerta tras otra demasiado exhausto para entrar.

Y, como en el caso del vagabundo, esa ciudad en que está situada mi historia me elude perpetuamente. A pesar de estar siempre a la vista, sigue siendo inalcanzable, una especie de ciudadela fantasma flotando en las nubes. Desde las elevadas almenas, bandadas de enormes gansos blancos descienden en formación uniforme y en forma de cuña. Con las puntas de sus alas blancoazules rozan los sueños que deslumbran mi visión. Mis pies se mueven confusamente; tan pronto como encuentro un apoyo, vuelvo a verme perdido. Vago sin rumbo, intentando conseguir un apoyo sólido e inconmovible desde el que pueda dominar una vista de mi vida, pero tras de mí sólo hay un cenegal de huellas entrecruzadas, una circunvalación incierta y confusa, el gambito espasmódico del pollo al que acaban de cortar la cabeza.

Siempre que intento explicarme a mí mismo la pauta peculiar que mi vida ha adoptado, cuando me remonto hasta la causa primera, por decirlo así, pienso inevitablemente en la primera muchacha a la que amé. Me parece que todo data de aquel amor abortado. Fue un amor extraño y masoquista, ridículo y trágico al mismo tiempo. Quizá conociera el placer de besarla dos o tres veces, el tipo de beso que reserva uno para una diosa. Tal vez la viese sólo varias veces. Desde luego, nunca habría podido imaginarse que durante un año pasé por delante de su casa todas las noches con la esperanza de vislumbrarla en la ventana. Todas las noches después de cenar me levantaba de la mesa y recorría el largo camino que conducía a su casa. Nunca estaba en la ventana, cuando yo pasaba, y nunca tuve el valor de quedarme parado delante de la casa y esperar. Iba y venía, para arriba y para abajo, pero nunca le vi ni un cabello. ¿Por qué no le escribí? ¿Por qué no le telefoneé? Recuerdo que en cierta ocasión hice acopio del suficiente valor para invitarla al teatro. Llegué a su casa con un ramo de violetas, la primera y única vez que he llevado flores a una mujer. Cuando salíamos del teatro, las violetas se le cayeron de la blusa, y en mi confusión las pisé. Le pedí que las dejara allí, pero insistió en recogerlas. Estaba pensando en lo torpe que yo era: hasta mucho después no recordé la sonrisa que me dirigió, cuando se agachó a recoger las violetas.

Fue un completo fracaso. Al final, escapé. En realidad, huía de otra mujer, pero el día antes de abandonar la ciudad decidí ir a verla una vez más. Era por la tarde y salió a hablar conmigo en la calle, en el pequeño patio de entrada rodeado por una cerca. Ya estaba prometida a otro hombre; fingió que se sentía feliz por eso, pero, aun ciego y todo como estaba, pude ver que no estaba tan feliz como aparentaba. Con sólo que yo hubiera dicho la palabra, estoy seguro de que habría dejado al otro; hasta puede que se hubiera venido conmigo. Preferí castigarme. Dije adiós como si tal cosa y me fui calle abajo como un muerto. A la mañana siguiente salía con destino al oeste, decidido a emprender una nueva vida.

También la nueva vida fue un fracaso. Acabé en un rancho de Chula Vista, el hombre más desdichado que haya pisado la tierra. Por un lado, la muchacha a la que amaba y, por otro, la otra mujer, por la que sentía profunda compasión. Había estado viviendo dos años con ella, con aquella otra mujer, pero parecía toda una vida. Yo tenía veintiún años y ella reconocía tener treinta y seis. Siempre que la miraba, me decía: cuando yo tenga cuarenta años, ella tendrá cincuenta y cinco; cuando yo tenga cincuenta años, ella tendrá sesenta y cinco. Tenía finas arrugas bajo los ojos, arrugas sonrientes, pero arrugas de todos modos. Cuando la besaba, aumentaban doce veces. Reía con facilidad, pero tenía ojos tristes, terriblemente tristes. Eran ojos armenios. Su cabello, que en tiempos había sido rojo, era ahora de un rubio oxigenado. Por lo demás, era adorable: un cuerpo de venus, un alma de venus, leal, encantadora, agradecida, todo lo que debe ser una mujer, sólo que tenía quince años más que yo. Los quince años de diferencia me volvían loco. Cuando salía con ella, sólo pensaba: ¿cómo será dentro de diez años? O bien, ¿qué edad aparenta ahora? ¿Parezco suficientemente mayor para ella? Una vez que llegábamos a la casa, no había problema. Al subir las escaleras, le metía los dedos por la entrepierna, lo que le hacía relinchar como un caballo. Si su hijo, que era casi de mi edad, estaba acostado, cerrábamos las puertas y nos encerrábamos en la cocina. Ella se tumbaba en la estrecha mesa de cocina y yo se la clavaba. Era maravilloso. Y lo que lo volvía más maravilloso todavía era que a cada sesión me decía para mis adentros: Esta es la última vez... ¡mañana me largo! Y después, como ella era la portera, bajaba al sótano y sacaba por ella los cubos de la basura. Por la mañana, cuando el hijo se había ido al trabajo, yo subía a la azotea y oreaba la ropa de cama. Tanto ella como el hijo tenían tuberculosis... A veces no había sesión en la mesa. A veces el carácter irremediable de todo aquello se me subía a la garganta y me vestía y me iba a dar una vuelta. Una vez que otra me olvidaba de volver. Y cuando lo hacía, me sentía más desdichado que nunca, porque sabía que me estaría esperando con aquellos grandes ojos desconsolados. Volvía con ella como un hombre que tuviera que cumplir una misión sagrada. Me tumbaba en la cama y le dejaba acariciarme; le estudiaba las arrugas bajo los ojos y las raíces del pelo que se estaban volviendo rojas. Estando así tumbado, muchas veces pensaba en la otra, aquella a la que amaba, me preguntaba si estaría también tumbada para el asunto o... ¡Daba aquellos largos paseos trescientos sesenta y cinco días al año! Los repasaba en la mente acostado junto a la otra mujer. ¡Cuántas veces he revivido aquellos paseos desde entonces! Las calles más deprimentes, más desoladas, más feas que el hombre haya creado. Revivo con angustia aquellos paseos, aquellas casas, aquellas primeras esperanzas destruidas. La ventana está ahí, pero Melisenda no; también está ahí el jardín, pero no hay resplandor de oro. Paso y vuelvo a pasar, la ventana siempre está vacía. El lucero de la tarde cuelga a poca altura; aparece Tristán, después Fidelio, y después Oberón. El perro de cabeza de hidra ladra con todas sus bocas y, aunque no hay ciénagas, oigo croar a las ranas por todos lados. Las mismas casas, los mismos tranvías, todo lo mismo. Está escondida tras la cortina, está esperando a que yo pase, está haciendo esto o lo otro... pero no está ahí, nunca, nunca, nunca. ¿Es una ópera grandiosa o es un organillo lo que suena? Es Ameto rompiéndose el pulmón de oro; es el Rubaiyat, es el Monte Everest, es una noche sin luna, es un sollozo al amanecer, es un muchacho que aparenta, es el Gato con Botas, es Mauna Loa, es zorro o astracán, es insustancial e intemporal, es inacabable y empieza una y mil veces, bajo el corazón, en el fondo de la garganta, en las plantas de los pies, y por qué no una vez, una sola vez, por el amor de Dios, una simple sombra o un crujido de la cortina, o el aliento en el cristal de la ventana, algo por una vez, aunque sólo sea una mentira, algo que acabe con el dolor, que detenga este ir y venir... De regreso. Las mismas casas, los mismos faroles, todo lo mismo. Paso de largo por delante de mi casa, del cementerio, paso por delante de los depósitos de gas, de las cocheras, del embalse, hasta llegar al campo abierto. Me siento junto a la carretera con la cabeza en las manos y sollozo. Pobre tío que soy, no puedo contraer bastante el corazón para reventar las venas. Me gustaría ahogarme de dolor pero, en lugar de eso, doy a luz a una roca.

Mientras tanto, la otra está esperando. Vuelvo a verla sentada en el porche bajo esperándome, con sus grandes y dolorosos ojos, su pálido rostro y temblando de anhelo. Siempre pensé que era compasión lo que me hacía volver, pero ahora, al caminar hacia ella y verle la mirada en los ojos, ya no sé lo que es, sólo que iremos dentro y nos tumbaremos juntos y ella se levantará medio llorando, medio riendo, y se quedará muy callada y me mirará, estudiándome mientras me muevo de un lado para otro, y sin preguntarme qué es lo que me tortura, nunca, nunca, porque ésa es la única cosa que teme, la única cosa que tiene miedo a conocer. ¡No te amo! ¿Es que no me oye gritarlo?

¡No te amo! Una y mil veces lo grito, con los labios cerrados, con odio en el corazón, con desesperación, con rabia impotente. Pero las palabras nunca salen de mis labios. La miro y me quedo mudo. No puedo hacerlo... Tiempo, tiempo, tiempo inacabable en nuestras manos y nada con que llenarlo salvo mentiras.

En fin, no quiero relatar toda mi vida hasta aquel momento fatal: es demasiado largo y doloroso. Además, ¿condujo realmente mi vida hasta aquel momento culminante? Lo dudo. Creo que hubo innumerables momentos en que tuve la oportunidad de empezar de nuevo, pero carecí de fuerza y de fe. La noche a que me refiero me abandoné a mí mismo: salí derecho de la antigua vida y entré en la nueva. No necesité hacer el menor esfuerzo. Tenía treinta años entonces. Tenía una esposa y una hija y lo que se llama una posición «responsable». Esos son los hechos y los hechos no significan nada. La verdad es que mi deseo era tan grande, que se convirtió en realidad. En un momento así lo que hace un hombre no tiene demasiada importancia, lo que cuenta es lo que es. Esto es precisamente lo que me ocurrió: me convertí en un ángel. No es la pureza de un ángel lo que es tan valioso, es el hecho de que pueda volar. Un ángel puede romper la pauta en cualquier punto y en cualquier momento y encontrar su cielo; tiene poder para descender hasta la materia más baja y para salir de ella cuando quiera. La noche a que me refiero lo entendí perfectamente. Era puro e inhumano, era independiente, tenía alas. Estaba desposeído del pasado y no me preocupaba el futuro. Estaba más allá del éxtasis. Cuando abandoné la oficina, plegué mis alas y las escondí bajo la chaqueta.

La sala de baile estaba justo enfrente de la entrada lateral del teatro al que solía ir por las tardes en lugar de buscar trabajo. Era una calle de teatros y solía quedarme sentado allí durante horas entregado a los sueños más violentos. Toda la vida teatral de Nueva York estaba concentrada en aquella única calle, por lo que parecía. Era Broadway, era el éxito, la fama, el oropel, la pintura, el telón de amianto y el agujero en el telón. Sentado en los escalones del teatro, solía mirar la sala de baile de enfrente, la hilera de faroles rojos que incluso por la tarde estaban encendidos. En cada ventana había un ventilador giratorio que parecía arrojar la música a la calle, donde se descomponía con el discordante estrépito del tráfico. Frente al otro lado del baile había un urinario y también en él solía sentarme de vez en cuando con la esperanza de ligarme a una mujer o de dar un sablazo. Sobre el urinario, al mismo nivel de la calle, había un quiosco con periódicos y revistas extranjeras; la simple visión de aquellos periódicos, de las extrañas lenguas en que estaban impresos, era más que suficiente para dejarme trastornado para todo el día.

Sin la menor premeditación, subí las escaleras hasta el baile, fui derecho a la ventanilla de la cabina donde Nick, el griego, estaba sentado con un taco de boletos delante de él. Como el urinario de abajo y los escalones del teatro, aquella mano del griego me parece una cosa separada e independiente: la enorme mano peluda de un ogro procedente de algún horrible cuento de hadas escandinavo. Era la mano la que me hablaba siempre, la mano que decía: «La señorita Mara no va a venir esta noche», o «Sí, la señorita Mara vendrá tarde esta noche». Era la mano con que soñaba de niño, cuando dormía en la alcoba de la ventana con barrotes. En mi sueño febril, aquella ventana se iluminaba de repente para revelar al ogro aferrado a los barrotes. Noche tras noche el monstruo peludo me visitaba, aferrándose a los barrotes y rechinando los dientes. Me despertaba cubierto de sudor frío, la casa a oscuras, la habitación en silencio absoluto.

Parado junto a la pista de baile, la veo venir hacia mí; viene con las velas desplegadas, la ancha y llena cara oscilando magníficamente sobre la larga columna del cuello. Veo a una mujer de dieciocho años quizás, o tal vez de treinta, con pelo negroazulado y ancha cara blanca, una cara llena en la que los ojos brillaban resplandecientes. Lleva un traje de chaqueta de terciopelo azul. Recuerdo vivamente ahora la plenitud de su cuerpo y que su pelo era fino y liso, peinado a raya, como el de un hombre. Recuerdo la sonrisa que me dirigió —inteligente, misteriosa, fugitiva—, una sonrisa que surgió de repente, como un soplo de viento.

Todo el ser estaba concentrado en la cara. Podría haber cogido la cabeza sola y habérmela llevado a casa; podría habérmela colocado al lado por la noche, en el almohadón, y haber hecho el amor con ella. Cuando la boca y los ojos se abrían, todo el ser resplandecía desde ellos. Había una iluminación que procedía de alguna fuente desconocida, de un centro oculto en lo profundo de la tierra. No podía pensar en otra cosa que en la cara, en el extraño carácter, como de matriz, de la sonrisa en su absorbente inmediatez. La sonrisa era tan dolorosamente rápida y fugitiva, que era como el destello de un cuchillo. Aquella sonrisa, aquella cara, se elevaban sobre un largo cuello blanco, el cuello firme, parecido al de un cisne, de la médium... y de los perdidos y los condenados.

Estoy parado en la esquina bajo las luces rojas, esperando a que baje. Son hacia las dos de la mañana y ella está preparándose para salir. Estoy en Broadway con una flor en el ojal y me siento absolutamente limpio y solo. Hemos pasado casi toda la noche hablando de Strindberg, de un personaje suyo llamado Henriette. He escuchado con tanta atención, que he entrado en trance. Era como si, con la primera frase, hubiéramos iniciado una carrera... en direcciones opuestas. ¡Henriette! Casi inmediatamente después de mencionar ese nombre, empezó a hablar de sí misma sin perder de vista del todo a Henriette en ningún momento. Henriette estaba unida a ella por una larga cuerda invisible que manejaba imperceptiblemente con un dedo, como el vendedor ambulante que se mantiene un poco apartado de la tela negra sobre la acera, indiferente aparentemente al pequeño mecanismo que está dando saltitos sobre la tela, pero que se traiciona con el movimiento espasmódico del dedo meñique al que lleva atado el hilo negro. Henriette soy yo, mi yo auténtico, parece decir. Quería que creyera que Henriette era realmente la encarnación del mal. Lo dijo con tanta naturalidad, con tanta inocencia, con un candor casi subhumano... ¿Cómo iba a creer que lo decía en serio? Lo único que podía hacer era sonreír, como para demostrarle que estaba convencido.

De repente, la siento llegar. Vuelvo la cabeza. Sí, ahí viene de frente, con las alas desplegadas y los ojos brillantes. Ahora veo por primera vez qué tipo tiene. Avanza como un ave, un ave humana envuelta en una gran piel suave. El motor va a todo vapor: siento ganas de gritar, de dar un bocinazo que haga aguzar el oído al mundo entero. ¡Qué manera de andar! No es una manera de andar, sino de deslizarse. Alta, majestuosa, llenita, dueña de sí misma, corta el humo y el jazz y el resplandor de la luz roja como la reina madre de todas las lúbricas putas de Babilonia. En la esquina de Broadway, justo enfrente del urinario, está sucediendo esto. Broadway: es su reino. Esto es Broadway, esto es Nueva York, esto es América. Ella es América a pie, alada y sexuada. Es el lubet, la abominación y la sublimación... con una pizca de ácido clorhídrico, nitroglicerina, láudano y ónice en polvo. Opulencia tiene, y magnificencia: es América, buena o mala, y el océano a cada lado. Por primera vez en mi vida el continente entero me acierta de lleno, me acierta entre los ojos. Esto es América, con búfalos o sin ellos. América la rueda de esmeril de la esperanza y la desilusión. Lo que quiera que hiciese a América la hizo a ella, hueso, sangre, músculo, globo del ojo, andares, ritmo, aplomo, confianza, descaro y tripas vacías. Está casi encima de mí, con la cara llena brillando como el calcio. La gran piel suave se le desliza del hombro. No lo nota. No parece importarle que se le caiga la ropa. Le importa tres cojones todo. Es América avanzando como la raya de un rayo hacia el almacén de cristal de la histeria de sangre roja, América, con piel o sin ella, con zapatos o sin ellos. América a cobro revertido. ¡Y largaos, cabrones, antes de que os peguemos un tiro! Lo siento en las entrañas, estoy temblando. Algo viene hacia mí y no hay modo de esquivarlo. Viene ella de cabeza, por la ventana de cristal. Si por lo menos se detuviera por un segundo, si al menos me dejase ser un momento. Pero no, ni un momento me concede. Veloz, despiadada, arrogante, como el Destino mismo está sobre mí, una espada que me traspasa de parte a parte...

Me lleva de la mano, la aprieta. Camino a su lado sin miedo. Dentro de mí centellean las estrellas; dentro de mí, una gran bóveda azul donde hace un momento batían los motores furiosamente.

Se puede esperar toda una vida por un momento así. La mujer que esperabas conocer está ahora sentada enfrente de ti, y habla y tiene el mismo aspecto exactamente que la persona con quien soñabas. Pero lo más extraño de todo es que nunca antes te habías dado cuenta de que habías soñado con ella. Todo tu pasado es como haber estado durmiendo durante mucho tiempo y no lo habrías recordado, si no hubieras soñado. Y también el sueño podría haber quedado olvidado, si no hubiese habido memoria, pero el recuerdo está ahí, en la sangre, y la sangre es como un océano en que todo se ve arrastrado, salvo lo que es nuevo y más sustancial incluso que la vida: LA REALIDAD.

Estamos sentados en un pequeño compartimento del restaurante chino de la acera de enfrente. Por el rabillo del ojo capto el parpadeo de las letras iluminadas que suben y bajan en el cielo. Sigue hablando de Henriette, o quizá sea de sí misma de quien habla. Su gorrito negro, su bolso y la piel están junto a ella sobre una silla. Cada pocos minutos enciende un nuevo cigarrillo que arde mientras habla. No hay principio ni fin; sale a chorros de ella como una llama y consume todo lo que esté al alcance. No hay modo de saber cómo o dónde empezó. De repente, se encuentra en medio de un largo relato, uno nuevo, pero siempre es el mismo. Su charla es tan informe como un sueño: no hay surcos, ni paredes, ni salidas, ni paradas. Tengo la sensación de sumergirme en una profunda red de palabras, de gatear penosamente para volver a la boca de la red, de mirarle a los ojos e intentar encontrar en ellos algún reflejo del significado de sus palabras... pero no logro encontrar nada, nada excepto mi imagen tambaleándose en un pozo sin fondo. Aunque no habla de otra cosa que de sí misma, no consigo formarme la menor imagen de su ser. Se inclina hacia adelante, con los codos en la mesa, y sus palabras me inundan; ola tras ola rodando sobre mí y, sin embargo, nada se forma en mi interior, nada que pueda captar con la mente. Me está hablando de su padre, de la extraña vida que llevaron en el borde del Sharwood Forest, donde nació, o por lo menos estaba hablándome de eso, pero ahora es de Henriette otra vez de quien habla, ¿o es de Dostoyevski? —no estoy seguro—, pero el caso es que de repente comprendo que ya no está hablando de ninguna de esas cosas, sino de un hombre que la llevó a su casa una noche y, cuando estaban en el porche dándose las buenas noches, de pronto él se agachó y le levantó la falda. Se detiene un momento como para asegurarme que de eso es de lo que se propone hablar. La miro perplejo. No puedo imaginar por qué ruta hemos llegado a este punto. ¿Qué hombre? ¿Qué le había estado diciendo él? Le dejo proseguir, pensando que volverá a referirse a eso, pero no, ha vuelto a dejarme atrás y ahora parece ser que el hombre, ese hombre, ya está muerto; un suicidio, y ella está intentando hacerme entender que fue un golpe terrible para ella, pero lo que en realidad parece dar a entender es que está orgullosa de haber conducido a un hombre hasta el suicidio. No puedo imaginar al hombre muerto; sólo puedo imaginarlo en el porche levantándole la falda, un hombre sin nombre, pero vivo y perpetuamente inmóvil en el acto de agacharse para alzarle la falda. Hay otro hombre, que era su padre, y lo veo con una fila de caballos de carreras, o a veces en una pequeña posada en las afueras de Viena; más que nada, lo veo en el techo de la posada haciendo volar cometas para pasar el tiempo. Y entre ese hombre que era su padre y el hombre del que estaba locamente enamorada no puedo hacer distinción. Es alguien en su vida de quien prefiero no hablar, pero aun así vuelve a referirse a él todo el tiempo, y, aunque no estoy seguro de que no fuera el hombre que le levantó la falda, tampoco estoy seguro de que no fuese el hombre que se suicidó. Quizá fuera el hombre del que empezó a hablar cuando nos sentamos a comer. Recuerdo ahora que, cuando nos sentamos, empezó a hablar bastante febrilmente de un hombre al que acababa de ver entrar en la cafetería. Incluso mencionó su nombre, pero lo olvidé al instante. Pero recuerdo que dijo haber vivido con él y que él había hecho algo que no le había gustado —no dijo qué—, así que lo había abandonado, lo había dejado sin más ni más, sin una palabra de explicación. Y entonces, justo cuando estábamos entrando en el restaurante chino, se habían encontrado cara a cara y ella estaba todavía temblando a consecuencia de ello, cuando nos sentamos en el pequeño compartimento... Por un largo momento siento el mayor desasosiego. ¡Quizá fueran mentiras todas las palabras que pronunciaba! No mentiras corrientes, no, algo peor, algo indescriptible. Sólo en ocasiones sale también la verdad así, sobre todo si piensas que no vas a volver a ver nunca a la persona con la que estás hablando. A veces puedes decir a un perfecto extraño lo que nunca te atreves a revelar a tu amigo más íntimo. Es como quedarse dormido en medio de una fiesta; te llegas a interesar tanto por ti mismo, que te quedas dormido. Cuando estás profundamente dormido, empiezas a hablar con alguien, alguien que ha estado contigo en la misma habitación todo el tiempo y, por tanto, entiende todo, aunque empieces en el medio de una frase. Y quizás esa otra persona se quede dormida también, o haya estado dormida siempre, y por eso es por lo que ha sido tan fácil encontrarla, y, si no dice nada que te perturbe, entonces sabes que lo que estás diciendo es real y cierto y que estás completamente despierto y no hay otra realidad que el hecho de estar durmiendo estando completamente despierto. Nunca en mi vida he estado tan completamente despierto y tan profundamente dormido al mismo tiempo. Si el ogro de mis sueños hubiera roto realmente los barrotes y me hubiese cogido de la mano, me habría muerto de miedo y, por consiguiente, ahora estaría muerto, es decir, dormido para siempre y, por tanto, siempre en libertad, y nada sería ya extraño ni incierto, aun cuando lo que ocurrió no hubiera sucedido. Lo que ocurrió debió de suceder hace mucho tiempo, por la noche indudablemente. Y lo que ahora está ocurriendo está sucediendo también hace tiempo, y no es más cierto que el sueño del ogro y los barrotes que no cedían, excepto que ahora los barrotes están rotos y aquella a la que temía me tiene cogido de la mano y no hay diferencia entre lo que temía y lo que es, porque estaba dormido y ahora estoy durmiendo completamente despierto y ya no hay nada que temer, ni que esperar, sino sólo esto que es y que no tiene fin.

Quiere irse. Irse... Otra vez su cadera, ese deslizarse escurridizo como cuando bajó del baile y se acercó a mí. Otra vez sus palabras: «De repente, sin razón alguna, se agachó y me levantó la falda.» Se está echando la piel en torno al cuello; el gorrito negro hace resaltar su cara como un camafeo. La cara redonda, llena, con mejillas eslavas. ¿Cómo pude soñar esto, sin haberlo visto nunca? ¿Cómo pude saber que se alzaría así, cerca y plena, con la cara blanca, llena y lozana como una magnolia? Tiemblo cuando la plenitud de su muslo me roza. Parece incluso un poco más alta que yo, aunque no lo es. Es por la forma como alza la barbilla. No nota por dónde camina. Camina sobre las cosas, sin mirar, con los ojos completamente abiertos y mirando al vacío. Sin pasado, sin futuro. Hasta el presente parece dudoso. El yo parece haberla abandonado, y el cuerpo se alza hacia adelante, con el cuello lleno y alto, blanco como la cera, lleno como la cara. Sigue hablando en esa voz baja y ronca. Sin principio, sin fin. No soy consciente ni del tiempo ni del paso del tiempo, sino sólo de la intemporalidad. Tiene la pequeña matriz de la garganta conectada con la gran matriz de la pelvis. El taxi está junto a la acera y todavía está mascando la paja cosmológica del yo exterior. Tomo el tubo acústico y conecto con el doble útero. ¡Hola, hola! ¿Estás ahí? ¡Vamos! Sigamos: taxis, barcos, trenes, lanchas con motor; playas, chinches, carreteras, desvíos, ruinas, reliquias; viejo mundo, nuevo mundo, muelle, espigón; el alto fórceps; el trapecio oscilante, la zanja, el delta, los caimanes, los cocodrilos, charla, charla; y más charla, después calles otra vez y más polvo en los ojos, más arcoiris, más aguaceros, más desayunos, más cremas, más lociones. Y cuando hayamos atravesado todas las calles y sólo quede el polvo de nuestros pies frenéticos, todavía quedará el recuerdo de tu ancha cara llena, tan blanca, y la gruesa boca con frescos labios entreabiertos, los dientes blancos como la tiza y todos ellos perfectos, y en ese recuerdo nada puede cambiar en modo alguno, porque esto, como tus dientes, es perfecto...

Es domingo, el primer domingo de mi nueva vida, y llevo el collar de perro que me ataste al cuello. Una nueva vida se extiende ante mí. Empieza con el día de descanso. Estoy tumbado de espaldas en una ancha hoja verde y miro el sol estallando en tu matriz. ¡Qué estruendo produce! Todo eso expresamente para mí, ¿eh? ¡Si por lo menos tuvieras un millón de soles dentro de ti! ¡Si al menos pudiese quedarme tumbado aquí para siempre disfrutando con los fuegos artificiales del cielo! Estoy suspendido sobre la superficie de la luna. El mundo está en un trance como de matriz: el yo interior y el exterior están en equilibrio. Me prometiste tanto, que, aunque nunca salga de esto, dará igual. Me parece que he estado 25 960 años dormido en la negra matriz del sexo. Me parece que quizá durmiera trescientos sesenta y cinco años de más. Pero, en cualquier caso, estoy ahora en la casa en que debo estar, entre los seises, y lo que queda detrás de mí está bien y lo que queda delante está bien. Vienes hasta mí disfrazada de Venus, pero eres Lilith, y lo sé. Mi vida entera está en la balanza; voy a disfrutar de este lujo por un día. Mañana inclinaré los platillos. Mañana el equilibrio habrá acabado; si lo vuelvo a encontrar alguna vez, será en la sangre y no en las estrellas. Está bien que me prometas tanto. Necesito que me prometan casi todo, porque he vivido en la sombra del sol por demasiado tiempo. Quiero luz y castidad... y un fuego solar en las entrañas. Quiero que me decepcionen y desilusionen para poder completar el triángulo superior y no estar continuamente volando del planeta al espacio. Creo todo lo que me dices, pero también sé que todo resultará de forma diferente. Te considero una estrella y una trampa, una piedra para inclinar la balanza, un juez con los ojos vendados, un agujero en el que caer, un sendero por el que caminar, una cruz y una flecha. Hasta ahora he viajado en sentido opuesto al del sol; en adelante, voy a viajar en dos direcciones, como sol y como luna. En adelante acepto dos sexos, dos hemisferios, dos cielos, dos seres de todo. En adelante tendré articulaciones dobles y sexo doble. Todo lo que ocurra sucederá dos veces. Seré como un visitante de esta tierra, participando de sus bendiciones y llevándome sus dones. No serviré ni seré servido. Buscaré el fin en mí mismo.

Vuelvo a sacar la cabeza para mirar el sol: mi primera mirada plena. Está rojo como la sangre y los hombres caminan por los tejados. Todo lo que hay por encima del horizonte está claro para mí. Es como el domingo de Pascua. La muerte está detrás de mí y el nacimiento también. Ahora a vivir entre las enfermedades de la vida. Voy a vivir la vida espiritual del pigmeo, la vida secreta del hombrecillo en la soledad del bosque. Lo exterior y lo interior han intercambiado sus lugares. El equilibrio ya no es la meta: hay que destruir los platillos. Déjame oírte prometer otra vez todos esos tesoros solares que llevas dentro de ti. Déjame intentar creer por un día, mientras permanezco al aire libre, que el sol trae buenas noticias. Déjame pudrirme en el esplendor mientras el sol estalla en tu matriz. Creo todas tus mentiras implícitamente. Te considero la personificación del mal, la destructora del alma, la maharaní de la noche. Clava tumatriz en mi pared para que pueda recordarte. Debemos irnos. Mañana, mañana...

Septiembre de 1938. Villa Seurat, París.