¡Gottlieb Leberecht Müller! Así se llamaba un hombre que perdió su identidad. Nadie sabía decirle quién era, de dónde procedía o qué le había ocurrido. En el cine, donde conocí a ese individuo, suponían que había tenido un accidente en la guerra. Pero, cuando me reconocí en la pantalla, sabiendo como sabía que nunca había estado en la guerra, comprendí que el autor se había inventado esa ficción para no exponerme. A menudo olvido cuál es mi yo real. Con frecuencia en mis sueños tomo el filtro del olvido, como se lo suele llamar, y yerro abandonado y desesperado, buscando el cuerpo y el nombre que me pertenecen. Y, a veces, la línea divisoria entre el sueño y la realidad es de lo más tenue. A veces, cuando alguien está hablándome, me salgo de los zapatos y, como una planta arrastrada por la corriente, inicio el viaje de mi yo desarraigado. En ese estado soy perfectamente capaz de cumplir con las exigencias ordinarias de la vida: encontrar a una esposa, llegar a ser padre, mantener a la familia, recibir a amigos, leer libros, pagar impuestos, hacer el servicio militar, etc. En ese estado soy capaz, si fuera necesario, de matar a sangre fría, por mi familia o para proteger a mi patria, o por lo que sea. Soy el ciudadano corriente, rutinario, que responde a un nombre y recibe un número en el parapeto. No soy responsable en absoluto de mi destino.

Y después, un día, sin el menor aviso, me despierto, miro a mi alrededor y no entiendo absolutamente nada de lo que está pasando, ni mi conducta ni la de mis vecinos, como tampoco entiendo por qué están los gobiernos en guerra o en paz, según los casos. En esos momentos, vuelvo a nacer y me bautizan con mi nombre auténtico: ¡Gottlieb Leberecht Müller! Todo lo que hago con mi nombre auténtico se considera demencial. La gente hace señas disimuladamente a mi espalda, a veces en mis narices. Me veo obligado a romper con amigos y parientes y seres queridos. Me veo obligado a levantar el campo. Y así, con la misma naturalidad que en un sueño, me vuelvo a ver arrastrado por la corriente, generalmente caminando por una carretera, de cara al ocaso. Entonces todas mis facultades están alerta. Soy el animal más suave, sedoso y astuto... y a la vez soy lo que se podría llamar un santo. Sé mirar por mí mismo. Sé eludir el trabajo, las relaciones que crean problemas, la compasión, la comprensión, la valentía y todos los demás peligros ocultos. Me quedo en un lugar o con una persona durante el tiempo suficiente para obtener lo que necesito, y después me voy. No tengo meta: el vagabundo sin rumbo es suficiente por sí mismo. Soy libre como un pájaro, seguro como un equilibrista. El maná cae del cielo; basta con que extienda las manos y lo reciba. Y en todas partes dejo tras de mí la sensación más agradable, como si, al aceptar los regalos que llueven sobre mí, estuviera haciendo un auténtico favor a los demás. Hasta para cuidar de mi ropa sucia hay manos amorosas. ¡Porque todo el mundo ama a un hombre recto! ¡Gottlieb! ¡Qué nombre más bonito! ¡Gottlieb! Lo repito para mis adentros una y otra vez. Gottlieb Leberecht Müller.

En ese estado siempre me he tropezado con ladrones y bribones y asesinos, ¡y qué afectuosos han sido conmigo! Como si fueran mis hermanos. ¿Y acaso no lo son, en verdad? ¿Es que no he sido culpable de toda clase de delitos? ¿Es que no he sufrido por ello? ¿Y acaso no es por mis delitos por lo que me siento tan unido a mi prójimo? Siempre, cuando veo un brillo de aceptación en los ojos de la otra persona, advierto ese vínculo secreto. A los únicos que no les brillan nunca los ojos es a los justos. Son los justos los que nunca han conocido el secreto de la confraternidad humana, los que están cometiendo los crímenes contra el hombre, los justos son los auténticos monstruos. Los justos son los que exigen nuestras huellas dactilares, los que nos demuestran que hemos muerto hasta cuando estamos delante de ellos en carne y hueso, los que nos imponen nombres arbitrarios, falsos, los que inscriben fechas falsas en el registro y nos entierran vivos. Prefiero a los ladrones, a los bribones, a los asesinos, a no ser que encuentre a un hombre de mi estatura, de mi calidad.

¡Nunca he conocido a un hombre así! Nunca he conocido a un hombre tan generoso, indulgente, tolerante, despreocupado, temerario, limpio de corazón como yo. Me perdono todos los delitos que he cometido. Lo hago en nombre de la humanidad. Sé lo que significa ser humano, su debilidad y su fuerza. Sufro de saberlo y al mismo tiempo me deleito. Si tuviera la oportunidad de ser Dios, la rechazaría. Si tuviese la oportunidad de ser una estrella, la rechazaría. La oportunidad más maravillosa que ofrece la vida es la de ser humano. Abarca todo el universo. Incluye el conocimiento de la muerte, del que ni Dios goza.

En el momento a partir del cual escribo este libro, soy el hombre que volvió a bautizarse a sí mismo. Hace muchos años que eso ocurrió y tantas cosas han sucedido desde entonces que es difícil volver a aquel momento y desandar el viaje de Gottlieb Leberecht Müller. Sin embargo, quizá pueda dar una pista, si digo que el hombre que ahora soy nació de una herida. Esa herida afectó al corazón. De acuerdo con cualquier lógica humana, debería haber muerto. De hecho, todos los que me conocían en otro tiempo me dieron por muerto; caminaba como un fantasma entre ellos. Usaban el pretérito para referirse a mí, me compadecían. Y, sin embargo, recuerdo que solía reír, igual que siempre, que hacía el amor con otras mujeres, que disfrutaba de mi comida y bebida, de la blanda cama a la que me apegaba como un loco. Algo me había matado, y, sin embargo, estaba vivo. Pero estaba vivo sin memoria, sin nombre; estaba separado de la esperanza así como del remordimiento o del pesar. No tenía pasado y probablemente no fuere a tener futuro; estaba enterrado vivo en un vacío que era la herida que me habían asestado. Yo era la herida misma. Tengo un amigo que a veces me habla del Milagro del Gólgota, del que no entiendo nada. Pero sí que sé algo de la milagrosa herida que recibí y que se curó con mi muerte. Hablo de ella como de algo pasado, pero la llevo siempre conmigo. Hace mucho que pasó todo y es invisible aparentemente, pero como una constelación que se ha hundido bajo el horizonte.

Lo que me fascina es que algo tan muerto y enterrado como yo lo estaba pudiera resucitar, y no sólo una, sino innumerables veces. Y no sólo eso, sino que, además, cada vez que me desvanecía, me sumergía más profundamente en el vacío, de modo que a cada renacimiento el milagro se vuelve mayor. ¡Y nunca estigma alguno! El hombre que renace es siempre el mismo hombre, cada vez es más él mismo con cada renacimiento. Lo único que hace es cambiar de piel cada vez, y con la piel cambia de pecados. El hombre al que Dios ama es en verdad un hombre que vive con rectitud. El nombre al que Dios ama es la cebolla con un millón de capas de piel. Cambiar la primera capa es doloroso hasta grado indecible; la siguiente capa es menos dolorosa, la siguiente menos todavía, hasta que al final la pena se vuelve agradable, cada vez más agradable, una delicia, un éxtasis. Y después no hay ni placer ni dolor, sino simplemente la oscuridad que cede ante la luz. Y al desaparecer la oscuridad, la herida sale de su escondite: la herida que es el hombre, que es el amor del hombre, queda bañada en la luz. Se recupera la identidad perdida. El hombre da un paso y sale de su herida abierta, de la tumba que había llevado consigo tanto tiempo.

En la tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas a las armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaníaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte, penetré hasta el altar mismo y no encontré... nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, me quedé inmóvil durante seis siglos sin respirar, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su rostro. Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos en los efluvios eléctricos de su visión incandescente.

¿Cómo había llegado a dilatarse así, más allá del alcance de la conciencia? ¿En virtud de qué monstruosa ley se había esparcido por la faz del mundo, revelando todo y, sin embargo, ocultándose a sí misma? Estaba escondida en la faz del sol, como la luna en eclipse; era un espejo que había perdido el mercurio, el espejo que refleja tanto la imagen como el horror. Al mirar la parte posterior de sus ojos, la carne pulposa y translúcida, vi la estructura cerebral de todas las formaciones, de todas las relaciones, de toda la evanescencia. Vi el cerebro dentro del cerebro, la máquina eterna girando eternamente, la palabra Esperanza dando vueltas en un asador, asándose, chorreando grasa, girando sin cesar en la cavidad del tercer ojo. Oí sus sueños musitados en lenguas desaparecidas, los gritos ahogados que reverberaban en grietas diminutas, los jadeos, los gemidos, los suspiros de placer, el silbido de látigos al flagelar. Le oí gritar mi nombre que todavía no había pronunciado, le oí maldecir y chillar de rabia. Oí todo amplificado mil veces, como un homúnculo aprisionado en el vientre de un órgano. Percibí la respiración apagada del mundo, como si estuviera fija en la propia encrucijada del mundo.

Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos siameses a quienes Dios había juntado y a quienes sólo la muerte podría separar.

Caminábamos con los pies para arriba y las manos cogidas, en el cuello de la Botella. Ella se vestía casi exclusivamente de negro, salvo algunos parches purpúreos de vez en cuando. No llevaba ropa interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado d« perfume diabólico. Nos acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo cuando estaba oscureciendo. Vivíamos en agujeros negros con las cortinas echadas, comíamos en platos negros, leíamos libros negros. Por el agujero negro de nuestra vida nos asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba oscurecido permanentemente, como para ayudarnos en nuestra continua lucha intestina. Nuestro sol era Marte, nuestra luna Saturno, vivíamos permanentemente en el cenit del averno. La tierra había dejado de girar y a través del agujero en el cielo colgaba por encima de nosotros la negra estrella que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban ataques de risa, una risa loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros vecinos. De vez en cuando cantábamos, delirantes, desafinando, en puro trémolo. Estábamos encerrados durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo inconmensurable que empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno a nuestros yos, como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra propia imagen, que veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo mirábamos a los demás? Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran al animal. O como Dios miraría al hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y, a pesar de todo, en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella estaba radiante, alborozada; brotaba de ella un júbilo ultranegro como un flujo continuo de esperma del Toro de Mitra. Tenía dos cañones, era un toro hembra con una antorcha de acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran cosmocrátor, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrando, con las mandíbulas desencajadas como si fueran las de serpiente, con la piel erizada de plumas armadas de púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó la decadencia de los egipcios. En su furia, tragaba hasta el agujero del cielo por el que resplandecía la estrella sin brillo.

Vivíamos pegados al techo, y el tufo caliente y repugnante de la vida diaria ascendía y nos sofocaba. Vivíamos con el calor del mármol, y el ardor ascendente de la carne humana caldeaba los anillos como de serpiente en que estábamos encerrados. Vivíamos cautivados por las profundidades más hondas, con la piel ahumada hasta alcanzar el color de un habano gris por las emanaciones de la pasión mundana. Como dos cabezas llevadas en las picas de nuestros verdugos, girábamos lenta y fijamente sobre las cabezas y hombros de abajo. ¿ Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y unidos para siempre por los genitales? Éramos las serpientes gemelas del Paraíso, lúcidas en celo y frías como el propio caos. La vida era un joder perpetuo y negro en torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. La gran conjunción se producía todos los sábados por la noche, Leo fornicando con el Dragón en la casa de los hermanos. El gran malheur era un rayo de sol que se filtraba por las cortinas. La maldición era Júpiter, que podía fulgurar con mirada benévola.

La razón por la que es difícil contarlo es porque recuerdo demasiado. Recuerdo todo, pero como un muñeco sentado en las rodillas de un ventrílocuo. Me parece que durante el largo e ininterrumpido solsticio conyugal estuve sentado en su regazo (incluso cuando ella estaba de pie) y recité el parlamento que ella me había enseñado. Me parece que debió de ordenar al fontanero jefe de Dios que mantuviera brillando la negra estrella a través del agujero en el techo, debió de mandarle que derramase una noche perpetua y, con ella, todos los tormentos reptantes que van y vienen silenciosamente en la oscuridad, de modo que la mente se convierte en un punzón que gira y horada frenéticamente la negra nada. ¿Imaginé simplemente que ella hablaba sin cesar, o es que me había convertido en un muñeco tan maravillosamente amaestrado, que interpretaba el pensamiento antes de que llegara a los labios? Los labios estaban entreabiertos, suavizados con una espesa pasta de sangre oscura: los veía abrirse y cerrarse con suma fascinación, tanto si silbaban con odio viperino como si arrullaban como una tórtola. Siempre estaban en primer plano, como en los anuncios de las películas, por lo que ya conocía cada grieta, cada poro, y, cuando empezaba la salivación histérica, veía espumear la saliva como si estuviera sentado en una mecedora bajo las cataratas del Niágara. Aprendí lo que debía hacer exactamente como si fuera parte de su organismo; era mejor que un muñeco de ventrílocuo porque podía actuar sin que tirasen de mí violentamente por medio de hilos. De vez en cuando improvisaba, lo que a veces le agradaba enormemente; desde luego, hacía como que no notaba las interrupciones, pero yo siempre sabía cuándo le gustaba por la forma como se pavoneaba. Tenía el don de la transformación; era casi tan rápida y sutil como el propio diablo. Después de la de pantera y la de jaguar, la transformación que mejor se le daba era la de ave: la de garza salvaje, la de ibis, la de flamenco, la de cisne en celo. Tenía una forma de bajar en picado de repente, como si hubiera avistado un cadáver maduro, lanzándose derecha a las entrañas, arrojándose inmediatamente sobre los bocados preferidos —el corazón, el hígado, o los ovarios— y remontando el vuelo de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Si alguien la descubría, se quedaba quieta como una piedra en la base de un árbol, con los ojos no del todo cerrados pero inmóviles con esa mirada fija del basilisco. Si la aguijoneaban un poco, se convertía en una rosa, una rosa intensamente negra con los pétalos más sedosos y de una fragancia irresistible. Era asombroso lo maravillosamente que aprendí a recitar el parlamento adecuado; por rápida que fuese la metamorfosis, yo siempre estaba allí, en su regazo, regazo de ave, regazo de bestia, regazo de serpiente, regazo de rosa, qué más daba: regazo de regazos, labio de labios, punta a punta, pluma a pluma, la yema en el huevo, la perla en la ostra, garras de cáncer, tintura de esperma y cantárida. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Venus, Saturno, Urano, etc.; el amor era conjuntivitis de las mandíbulas, agarra esto, agarra aquello, agarra, agarra, las garras mandibulares de la rueda mandala del deseo. Al llegar la hora de comer, le oía descascarar los huevos, y dentro del huevo pío-pío, feliz presagio de la próxima comida. Yo comía como un monomaníaco: la prolongada voracidad alumbrada por el sueño del hombre que rompe tres veces el ayuno. Y mientras comía, ella ronroneaba, el jadeo rítmico y depredador del súcubo al devorar a sus hijuelos. ¡Qué dichosa noche de amor! Saliva, esperma, sucubación, esfinteritis, todo en uno: la orgía conyugal en el Agujero Negro de Calcuta.

Afuera, donde pendía la estrella negra, un silencio panislámico, como el mundo de la caverna donde hasta el viento se serena. Afuera, en caso de que me atreviera a cavilar sobre ello, la quietud espectral de la locura, el mundo de los hombres, adormecidos, exhaustos por siglos de matanza incesante. Afuera, una membrana sangrienta circundante dentro de la cual se producía toda la actividad, mundo heroico de los lunáticos y maníacos que habían apagado la luz del cielo con sangre. ¡Qué apacible nuestra vida de paloma y buitre en la oscuridad! Carne en que enterrar los dientes o el pene, carne abundante y olorosa sin señal de cuchillo ni de tijeras, sin cicatrices de metralla explotada, sin quemaduras de mostaza, sin pulmones quemados. Exceptuando el alucinante agujero en el techo, una vida en el útero casi perfecta. Pero allí estaba el agujero —como una fisura en la vejiga— y no había guata que pudiera taparlo permanentemente, no había orina que pudiese pasar con una sonrisa. Mear larga y libremente, sí, pero, ¿cómo olvidar la grieta en el campanario, el silencio no natural, la inminencia, el terror, la fatalidad del «otro» mundo? Comer hasta hartarse, sí, y mañana otro hartazgo, y mañana y mañana y mañana... pero al final, ¿qué? ¿Al final? ¿Qué era al final? Un cambio de ventrílocuo; un cambio de regazo, un desplazamiento del eje, otra grieta en la bóveda... ¿qué? ¿qué?Os lo voy a decir: sentado en su regazo, petrificado por los rayos fijos y dentados de la estrella negra, corneado, refrenado, amarrado y trepanado por la telepática agudeza de nuestra agitación recíproca, no pensaba en nada en absoluto, en nada que estuviese fuera de la celda que habitábamos, ni siquiera en una miga de pan sobre un mantel. Pensaba puramente dentro de las paredes de nuestra vida de amebas, pensamiento puro como el que Immanuel Kant el Cauteloso nos dio y que sólo el muñeco de un ventrílocuo podría reproducir. Reflexionaba detenidamente sobre todas las teorías de la ciencia, todas las teorías del arte, sobre todas las pizcas de verdad que puede haber en cualquier sistema disparatado de salvación. Calculaba todo exactamente con decimales gnósticos y todo, como primas que distribuye un borracho al final de una carrera de seis días. Pero todo estaba calculado para otra vida que alguien viviría algún día... quizás. Estábamos en pleno cuello de la botella, ella y yo, como se suele decir, pero el cuello se había roto y la botella no era sino una ficción.

Recuerdo que la segunda vez que la vi, me dijo que en ningún momento había esperado volver a verme, y la próxima vez que la vi dijo que pensaba que yo era un morfinómano, y la vez siguiente me llamó dios, y después intentó suicidarse y luego lo intenté yo y después volvió a intentarlo ella, y nada dio resultado, salvo el de unirnos más, tanto, de hecho, que nos compenetramos, intercambiamos personalidades, nombre, identidad, religión, padre, madre, hermano. Hasta su cuerpo experimentó un cambio radical, no una sino varias veces. Al principio era grande y aterciopelada, como el jaguar, con esa fuerza suave y engañosa de la especie felina, la forma de agazaparse, de saltar, de abalanzarse de repente; después se quedó en los huesos, se volvió frágil, delicada casi como una neguilla, y después de cada cambio pasaba por las modulaciones más sutiles: de piel, músculo, color, postura, olor, andares, ademanes, etcétera. Cambiaba como un camaleón. Nadie podía decir qué aspecto tenía realmente porque con cada cual era una persona enteramente diferente. Al cabo de un tiempo ni siquiera ella sabía qué aspecto tenía. Había comenzado ese proceso de metamorfosis antes de que yo la conociera, como descubrí más adelante. Como tantas mujeres que se creen feas, se había propuesto volverse bella, deslumbrantemente bella. Para conseguirlo, lo primero que hizo fue renunciar a su nombre, después a su familia, a sus amigos, a todo lo que pudiera atarla al pasado. Con todo su ingenio y todas sus facultades, se dedicó al cultivo de su belleza, de su encanto, que ya poseía en alto grado pero que le habían hecho creer que no existían. Vivía constantemente ante el espejo, estudiando todos los movimientos, todos los gestos, todas las muecas, hasta la más mínima. Cambió por completo de forma de hablar, de dicción, de entonación, de acento, de fraseología. Se conducía con tanta habilidad, que era imposible sacar a relucir siquiera el tema de sus orígenes. Estaba constantemente en guardia, incluso mientras dormía. Y, como un buen general, descubrió con bastante rapidez que la mejor defensa es el ataque. Nunca dejaba una posición sin ocupar; sus avanzadas, sus exploradores, sus centinelas estaban situados por todas partes. Su mente era un reflector giratorio que nunca se apagaba.

Ciega para su propia belleza, para su propio encanto, para su propia personalidad, por no hablar de su identidad, acometió con todas sus energías la invención de una criatura mítica, una Helena, una Juno, cuyos encantos no podría resistir mujer ni hombre alguno. Automáticamente, sin conocer la leyenda lo más mínimo, empezó a crear poco a poco los antecedentes ontológicos, la mística sucesión de acontecimientos anteriores al nacimiento consciente. No necesitaba recordar sus mentiras, sus invenciones: bastaba con que tuviera presente su papel. No había mentira demasiado monstruosa como para que no la pronunciase, pues en el papel que había adoptado era absolutamente fiel a sí misma. No tenía que inventar un pasado: recordaba el pasado que le correspondía. Nunca se dejaba coger en falta por una pregunta directa, ya que nunca se presentaba a un adversario, a no ser ambiguamente. Sólo presentaba los ángulos de las caras siempre cambiantes, los deslumbradores prismas de luz que mantenía girando constantemente. Nunca fue un ser tal, que se lo pudiera sorprender por fin en reposo, sino el propio mecanismo, que accionaba incesantemente la miríada de espejos en que se reflejaría el mito que había creado. No tenía el menor equilibrio; se mantenía suspendida eternamente por encima de sus múltiples identidades en el vacío del yo. No había pretendido convertirse en una figura legendaria, había querido simplemente que reconociesen su belleza. Pero, en la búsqueda de la belleza, pronto olvidó enteramente lo que buscaba, se convirtió en la víctima de su propia creación. Se volvió tan asombrosamente bella, que a veces era aterradora, a veces verdaderamente más fea que la mujer más fea del mundo. Podía inspirar horror y espanto, sobre todo cuando su encanto estaba en su punto culminante. Era como si la voluntad, ciega e incontrolable, resplandeciera a través de la creación y revelase su monstruosidad.

En la oscuridad, encerrados en el negro agujero sin que ningún mundo nos contemplara, sin adversario, sin rivales, el cegador dinamismo de la voluntad disminuía un poco, le daba un brillo de cobre fundido, y las palabras salían de la boca como lava, su carne buscaba ansiosamente un asidero, algo sólido y sustancial en que sentarse, algo en que recobrarse y reposar por unos momentos. Era como un mensaje de larga distancia desesperado, un S.O.S. desde un barco que se hundía. Al principio, lo confundí con la pasión, con el éxtasis producido por la carne al rozar con la carne. Pensaba que había encontrado un volcán vivo, un Vesubio hembra. Nunca pensé en un barco humano que se hundía en un océano de desesperación, en los Sargazos de la impotencia. Ahora pienso en aquella estrella negra que brillaba a través del agujero del techo, aquella estrella inmóvil que pendía sobre nuestra celda conyugal, más fija, más remota que lo absoluto, y sé que era ella, despojada de todo lo que era ella propiamente: un sol negro muerto y sin aspecto. Sé que estábamos conjugando el verbo amar como dos maníacos intentando follar a través de una verja de hierro. He dicho que en el frenético forcejeo en la oscuridad a veces olvidaba su nombre, el aspecto que tenía, quién era. Es cierto. Me excedía en la oscuridad. Me salía de los raíles de la carne para entrar en el espacio infinito del sexo, en las órbitas establecidos por ésta o aquélla: Georgiana, por ejemplo, sólo de una corta tarde; Telma la puta egipcia; Carlotta, Alannah, Una, Mona, Magda, muchachas de seis o siete años; niñas expósitas, fuegos fatuos, rostros, cuerpos, muslos, roces en el metro, un sueño, un recuerdo, un deseo, un anhelo. Podía comenzar con Georgiana de una tarde de domingo cerca de las vías del tren, su vestido suizo de lunares, su ondulante cadera, su acento del sur, su lasciva boca, sus senos que se derretían; podía empezar con Georgiana, el candelabro de diez mil brazos del sexo, y avanzar hacia afuera y hacia arriba por la ramificación del coño hasta la enésima dimensión del sexo, mundo sin fin. Georgiana era como la membrana del minúsculo oído de un monstruo inacabado llamado sexo. Estaba transparentemente viva y palpitante a la luz del recuerdo de una breve tarde en la avenida, los primeros olor y sustancia tangibles del mundo de la jodienda, que es en sí mismo un ser ilimitado e indefinible, como nuestro mundo el mundo. El entero mundo de la jodienda como la membrana que nunca deja de crecer, del animal que llamamos sexo, que es como otro ser que crece en nuestro propio ser y lo va suplantando gradualmente, de modo que con el tiempo el mundo humano sólo será un débil recuerdo de ese ser nuevo, que todo lo abarca, que todo lo procrea y se da a luz a sí mismo.

Precisamente esa copulación como de culebras en la oscuridad, ese acoplamiento de articulaciones dobles y de dos cañones era lo que me ponía en la camisa de fuerza de la duda, los celos, el miedo, la soledad. Si empezaba mi vainica con Georgiana y el candelabro de diez mil brazos del sexo, estaba seguro de que también ella se aplicaba a construir membranas, a fabricar oídos, ojos, dedos, cuero cabelludo, y yo qué sé qué más, del sexo. Comenzaba con el monstruo que la había violado, suponiendo que hubiera una simple pizca de verdad en esa historia; en cualquier caso, también ella empezaba en algún lugar, por un raíl paralelo, avanzando hacia fuera y hacia arriba por aquel ser multiforme e increado a través de cuyo cuerpo hacíamos esfuerzos desesperados para encontrarnos. Como yo sólo conocía una fracción de su vida, como sólo poseía una sarta de mentiras, de invenciones, de imaginaciones, de obsesiones e ilusiones, uniendo fragmentos, sueños de cocaína, frases inacabadas, palabras confusas dichas en sueños, delirios histéricos, fantasías mal disimuladas, deseos morbosos, al conocer de vez en cuando un nombre en persona, al oír por casualidad retazos dispersos de conversación, al observar miradas a hurtadillas, gestos interrumpidos, podía perfectamente reconocerle un panteón de dioses folladores propios, de criaturas de carne y hueso y más que vivas, hombres de aquella misma tarde quizá, de una hora antes tal vez, cuando tenía todavía el coño empapado con la esperma del último polvo. Cuanto más sumisa era, cuanto más apasionada se mostraba, cuanto más me parecía abandonarse, más insegura se volvía. No había comienzo, no había un punto de partida personal, individual; nos encontrábamos como espadachines expertos en el campo del honor ahora abarrotado con los fantasmas de la victoria y la derrota. Estábamos alerta y reaccionábamos ante la más leve acometida, como sólo pueden hacerlo los expertos.

Nos reuníamos al abrigo de la oscuridad con nuestros ejércitos y desde extremos opuestos forzábamos las puertas de la ciudadela. Nada resistía nuestro asalto sangriento; no pedíamos ni dábamos cuartel. Nos reuníamos nadando en sangre, reunión sangrienta y glauca en la noche con todas las estrellas extinguidas, salvo la estrella fija que pendía como un cuero cabelludo por encima del agujero del techo. Si había tomado la dosis adecuada de coca, lo vomitaba como un oráculo, todo lo que le había ocurrido durante el día, ayer, anteayer, el año antepasado, todo, hasta el día en que nació. Y ni una palabra era cierta, ni un solo detalle. No se detenía ni un momento, pues si lo hubiera hecho, el vacío que creaba su arranque habría provocado una explosión capaz de partir el mundo en dos. Era la máquina de mentir del mundo en microcosmos, engranada al mismo miedo inacabable y devastador que permite a los hombres emplear todas sus energías en la creación del aparato de la muerte. Al mirarla, hubiera uno pensado que era valiente y lo era, con tal de que no se viera obligada a volver sobre sus pasos. Tras ella quedaba el hecho sereno de la realidad, un coloso que seguía todos sus pasos. Cada día esa realidad colosal adquiría nuevas proporciones, cada día más aterradora, más paralizadora. Cada día tenían que crecerle alas más rápidas, garras más afiladas, ojos hipnóticos. Era una carrera hasta los límites extremos del mundo, una carrera perdida desde la salida, y sin nada que pudiera detenerla. En el borde del vacío se hallaba la Verdad, lista para recobrar el terreno perdido de un barrido rápido como un relámpago. Era tan simple y tan evidente, que la ponía frenética. Aunque pusiera en formación mil personalidades, requisase los cañones más grandes, engañara a las mentes más dotadas, diese el rodeo más largo... aun así, el final sería la derrota. En el encuentro final todo estaba destinado a desbaratarse: la astucia, la habilidad, el poder, todo. Iba a ser un grano de arena en la playa del mayor océano, y, peor aún, iba a parecerse a todos y cada uno de los demás granos de arena de esa playa del océano. Iba a verse condenada a reconocer en todas partes su yo excepcional hasta el fin de los tiempos. ¡Qué destino había escogido! ¡Que su singularidad quedara sumergida en lo universal! ¡Que su poder quedase reducido al grado máximo de pasividad! Era enloquecedor, alucinante. ¡No podía ser! ¡No debía ser! ¡Adelante! Como las legiones negras. ¡Adelante! Por todos los grados del círculo que cada vez se ensanchaba más. Adelante y lejos del yo, hasta que la última partícula sustancial del alma se extendiera hasta el infinito. En su huida despavorida parecía llevar el mundo entero en su matriz. Nos veíamos expulsados de los confines del universo hacia una nebulosa que ningún instrumento podía concebir. Nos veíamos precipitados a un reposo tan tranquilo, tan prolongado, que en comparación la muerte parecía una francachela de brujas locas.

Por la mañana, contemplando el exangüe cráter de su cara. ¡Ni una línea en él, ni una arruga, ni una sola tacha! La expresión de un ángel en los brazos del Creador. ¿Quién mató a Cock Robín? ¿ Quién hizo una carnicería con los iroqueses?Yo, no, podía decir mi encantador ángel, y por Dios, ¿quién podía contradecirle, al contemplar aquella cara pura e inocente? ¿Quién podía ver en aquel sueño de inocencia que la mitad de la cara pertenecía a Dios y la otra mitad a Satán? La máscara era lisa como la muerte, fresca, deliciosa al tacto, pálida, cérea, como un pétalo abierto con la más ligera brisa. Era tan seductoramente atractiva y cándida, que podía uno ahogarse en ella, bajar a ella, con el cuerpo y todo, como un buzo, y no regresar nunca más. Hasta que no se abrían los ojos al mundo, seguía así, completamente extinguida y brillante con una luz reflejada, como la propia luna. En su trance de inocencia, semejante a la muerte, fascinaba todavía más; sus delitos se disolvían, rezumaban por los poros, permanecía enroscada como una serpiente dormida clavada a la tierra. El cuerpo, fuerte, ágil, musculoso, parecía poseído por un peso no natural; tenía una gravedad más que humana, la gravedad, casi podríamos decir, de un cadáver caliente. Era como podría uno imaginar que debió de haber sido la bella Nefertiti después de los primeros mil años de momificación, una maravilla de perfección mortuoria, un sueño de la carne preservado de la descomposición mortal. Yacía enroscada en la base de una pirámide hueca, conservada en el vacío de su propia creación como una reliquia sagrada del pasado. Su sopor era tan profundo, que hasta su respiración parecía haberse detenido. Había descendido por debajo de la esfera humana, por debajo de la esfera animal, por debajo incluso de la esfera vegetativa: se había hundido hasta el nivel del mundo animal donde la animación está apenas a un paso de la muerte. Había llegado a dominar hasta tal punto el arte de la superchería, que hasta el sueño era capaz de traicionarla. Había aprendido a no dormir: cuando se enroscaba en el sueño, desconectaba la corriente automáticamente. Si hubiera podido uno sorprenderla así y abrirle el cráneo, lo habría encontrado absolutamente vacío. No guardaba secretos inquietantes; todo lo que podía matarse estaba muerto. Podría seguir viviendo infinitamente, como la Luna, como cualquier planeta muerto, irradiando una refulgencia hipnótica, creando olas de pasión, sumiendo el mundo en la locura, decolorando todas las sustancias terrestres con sus rayos magnéticos, metálicos. Al sembrar su propia muerte, volvía febriles a todos los que la rodeaban. En la horrible quietud de su sueño, renovaba su propia muerte magnética mediante la unión con el frío magma de los mundos planetarios sin vida. Estaba mágicamente intacta. Su mirada caía sobre uno con una fijeza penetrante: era la mirada de la luna a través de la cual el dragón muerto de la vida despedía un fuego frío. Uno de los ojos era castaño cálido, el color de una hoja en otoño; el otro era de color avellana, el ojo magnético que hacía oscilar la aguja de una brújula. Incluso en el sueño ese ojo seguía oscilando bajo la persiana del párpado; era el único signo aparente de vida en ella.

En el momento en que abría los ojos, estaba completamente despierta. Se despertaba con un violento sobresalto, como si el espectáculo del mundo y de sus accesorios humanos fuera una conmoción. Al instante, estaba en plena actividad, moviéndose de un lado para otro como un gran tifón. ¡Lo que le molestaba era la luz! Se despertaba maldiciendo el sol, maldiciendo el resplandor de la realidad. Había que dejar a oscuras la habitación, encender las velas, cerrar las ventanas herméticamente para impedir que llegara a penetrar en la habitación el ruido de la calle. Se movía de un lado para otro desnuda con un cigarrillo colgando de la comisura de los labios. Su tocado era motivo de gran preocupación; tenía que ocuparse de mil detalles insignificantes antes de ponerse siquiera una bata de baño. Era como un atleta preparándose para el gran acontecimiento del día. Desde las raíces del pelo, que estudiaba con profunda atención, hasta la forma y tamaño de las uñas de los pies, inspeccionaba minuciosamente todas las partes de su anatomía antes de sentarse a desayunar. Decía que era como un atleta, pero en realidad era más como un mecánico examinando detenidamente un avión veloz para un vuelo de prueba. Una vez que se ponía el vestido, estaba lanzada para la jornada, para el vuelo que podía acabar tal vez en Irkutsk o en Teherán. En el desayuno tomaba suficiente combustible para que le durara todo el viaje. El desayuno era una sesión prolongada: era la única ceremonia del día en la que se demoraba y perdía el tiempo. De hecho, era exasperantemente prolongada. Se preguntaba uno si llegaría a despegar, si no habría olvidado la gran misión que había jurado cumplir cada día. Quizás estuviera soñando con su itinerario, o tal vez no estaba soñando en absoluto sino simplemente dando tiempo para procesos funcionales de su maravillosa máquina, de modo que, una vez lanzada, no hubiese que dar la vuelta. A esa hora del día estaba muy serena y dueña de sí misma; era como una gran ave del aire parada en un risco de una montaña, reconociendo soñadoramente el terreno que quedaba abajo. No era de la mesa del desayuno de donde iba a lanzarse de repente y a bajar en picado para caer sobre su presa. No, desde la percha de por la mañana temprano despegaba lenta y majestuosamente, sincronizando todos y cada uno de sus movimientos con el ritmo del motor. Todo el espacio quedaba debajo de ella, y sólo el capricho le imponía la dirección. Era casi la imagen de la libertad, de no haber sido por el peso saturnal de su cuerpo y la envergadura anormal de sus alas. Por equilibrada que pareciese, sobre todo en el despegue, uno sentía el terror que motivaba el vuelo diario. Obedecía a su destino y a la vez anhelaba desesperadamente superarlo. Cada mañana se elevaba a las alturas desde su percha, como desde un pico del Himalaya; siempre parecía dirigir su vuelo hacia una región inexplorada en la que, de salir todo bien, desaparecería para siempre. Cada mañana parecía llevarse a las alturas esa desesperada esperanza del último instante; se marchaba con dignidad tranquila y grave, como algo que estuviera a punto de bajar a la tumba. Ni una sola vez daba vueltas en torno a la pista de salida; ni una sola vez lanzaba una mirada hacia aquellos a los que estaba abandonando. Como tampoco dejaba el más leve rastro de personalidad tras sí; se lanzaba al aire con todas sus pertenencias, con el menor vestigio que pudiera atestiguar el hecho de su existencia. Ni siquiera dejaba tras sí el aliento de su suspiro, ni siquiera la uña de un pie. Una salida sin tacha como la que podría hacer el propio Diablo por razones personales. Te quedabas con un gran vacío en las manos. Te quedabas abandonado, y no sólo abandonado, sino también traicionado, traicionado de forma inhumana. No sentías deseo de detenerla ni de gritarle que volviera; te quedabas con una maldición en los labios, con un odio negro que oscurecía el día entero. Más tarde, yendo de un lado para otro por la ciudad, moviéndote con la lentitud de los peatones, arrastrándote como el gusano, recogías rumores de su espectacular vuelo; la habían visto doblando determinado promontorio, había descendido aquí o allá por razones que nadie sabía, en otro punto había virado en redondo; había pasado como un cometa, había escrito cartas de humo en el cielo, etc., etc. Todo lo que había hecho era enigmático y exasperante, aparentemente sin objeto. Era como un comentario simbólico e irónico sobre la vida humana, sobre el comportamiento de la criatura humana semejante a una hormiga, visto desde otra dimensión.

Entre el momento en que despegaba y el momento en que regresaba yo hacía la vida de un esquizerino de pura raza. No era una eternidad la que transcurría, porque de algún modo la eternidad tiene que ver con la paz y la victoria, es algo hecho por el hombre, algo ganado: no, pasaba por un entreacto en que cada cabello se vuelve blanco hasta las raíces, en que cada milímetro de piel pica y abrasa hasta que el cuerpo entero se convierte en una herida supurante. Me veo sentado ante una mesa en la oscuridad, con las manos y los pies volviéndose enormes, como si estuviera apoderándose de mí una elefantiasis galopante. Oigo la sangre precipitarse al cerebro y golpear los tímpanos como diablos himalayos con almádenas; le oigo batir sus enormes alas, incluso en Irkutsk, y sé que sigue avanzando y avanzando, cada vez más lejos, hasta quedar fuera de alcance. La habitación está tan silenciosa y yo estoy tan espantosamente vacío, que doy gritos y alaridos para hacer un poco de ruido, un poco de sonido humano. Intento levantarme de la mesa, pero tengo los pies demasiado pesados y las manos se han vuelto como los pies informes del rinoceronte. Cuanto más pesado se vuelve mi cuerpo, más ligera la atmósfera de la habitación; voy a estirarme y estirarme hasta llenar la habitación con una masa sólida de jalea compacta. Voy a llenar hasta las grietas de la pared; voy a crecer y a atravesar la pared como una planta parásita, estirándome y estirándome hasta que la casa entera sea una masa indescriptible de carne y cabello y uñas. Sé que eso es la muerte, pero me veo impotente para acabar con ese conocimiento... o con el conocedor. Alguna partícula diminuta de mí está viva, alguna pizca de conciencia persiste, y, a medida que se dilata el armazón interior, ese parpadeo de vida se vuelve cada vez más intenso y fulgura dentro de mí como el frío fuego de una gema. Ilumina toda la viscosa masa de pulpa, de modo que soy como un buzo con una linterna en el cuerpo de un monstruo marino muerto. Gracias a un ligero filamento oculto sigo conectado con la vida que hay por encima de la superficie de la sima, pero está tan lejos el mundo de arriba, y el peso del cadáver es tan grande, que, aunque fuera posible, se tardarían años en llegar a la superficie. Me muevo alrededor de mi propio cuerpo muerto, explorando todos los escondrijos y hendiduras de esa enorme masa informe. Es una exploración interminable, pues con el crecimiento incesante toda la topografía cambia, deslizándose y yendo a la deriva como el caliente magma de la tierra. Ni por un minuto hay tierra firme, ni por un minuto permanece nada quieto y reconocible: es un crecimiento sin hitos, un viaje en que el destino cambia con el menor movimiento o temblor. Ese interminable llenado del espacio es lo que elimina cualquier sensación de espacio o de tiempo; cuanto más se dilata el cuerpo, más diminuto se vuelve el mundo, hasta que al final siento que todo está concentrado en la cabeza, de un alfiler. A pesar del forcejeo de la enorme masa muerta en que me he convertido, siento que lo que la sostiene, el mundo del que crece, no es mayor que una cabeza de alfiler. En medio de la corrupción, en el corazón y en las entrañas de la muerte, por decirlo así, siento la semilla, la palanca milagrosa, infinitesimal, que equilibra el mundo. He esparcido el mundo como un jarabe y su vacuidad es aterradora, pero no se puede desalojar la semilla; la semilla se ha convertido en un pequeño nudo de fuego frío que ruge como un sol en el enorme hueco del armazón inerte.

Cuando la gran ave de rapiña regrese exhausta de su vuelo, me encontrará aquí en medio de mi nada, a mí, el esquizerino imperecedero, una semilla llameante oculta en el corazón de la muerte. Cada día cree encontrar otro medio de subsistencia, pero no existe, sólo esta eterna semilla de luz que al morir cada día vuelvo a descubrir para ella. ¡Vuela, oh, ave devoradora! ¡Vuela hasta los límites del universo! ¡Aquí está tu alimento resplandeciendo en el repugnante vacío que has creado! Regresarás para perecer una vez más en el negro agujero; regresarás una y otra vez, pues no tienes alas que puedan llevarte fuera del mundo.

Este es el único mundo en que puedes vivir, esta tumba de la culebra en que reina la oscuridad.

Y de repente, sin razón alguna, cuando pienso en ella regresando al nido, recuerdo los domingos por la mañana en la antigua casita cercana al cementerio. Recuerdo estar sentado al piano en camisa de dormir, pisando los pedales con los pies descalzos, y mis padres acostados y al calorcito en la habitación de al lado. Las habitaciones daban la una a la otra, en forma de telescopio, como en los antiguos pisos americanos en forma de ferrocarril. Los domingos por la mañana se quedaba uno en la cama hasta sentir ganas de gritar de gusto. Hacia las once más o menos, mis padres solían dar golpes en la pared de mi alcoba para que fuera y les tocase algo. Entraba bailando en la habitación como los Hermanos Fratellini, tan apasionado y ligero, que habría podido alzarme como una grúa hasta la rama más alta del árbol del cielo. Podía hacer todo y cualquier cosa sin ayuda, pues al mismo tiempo tenía articulaciones dobles. El viejo me llamaba «el alegre Jim», porque estaba lleno de «Fuerza», lleno de energía y vigor. Primero daba unas volteretas sobre las manos para ellos en la alfombra de delante de la cama; después cantaba en falsete, intentando imitar al muñeco de un ventrílocuo; luego daba unos pasos de baile fantásticos y ligeros para mostrar de qué lado soplaba el viento y, ¡zas!, en un periquete me sentaba al piano y hacía un ejercicio de velocidad. Siempre empezaba con Czerny como ejercicio preliminar para la actuación. El viejo detestaba a Czerny, y yo también, pero Czerny era el plat du ¡our en el menú de entonces, y, por eso, dale que te pego con Czerny hasta que parecía que tenía los dedos de goma. En cierto modo vago, Czerny me recuerda el gran vacío que cayó sobre mí más adelante. ¡A qué velocidad tocaba, clavado al piano! Era como beber una botella de tónico de un trago y después que alguien te atara a la cama. Después de haber tocado unos noventa y ocho ejercicios, estaba listo para improvisar un poco. Solía coger un puñado de acordes y estrellarlos contra el piano de un extremo a otro, y después pasaba a modular «El incendio de Roma» o «La carrera de carros de Ben Hur», que gustaban a todo el mundo porque era ruido inteligible. Mucho antes de que leyera el Tractatus Logico-Phdoiophicus de Wittgenstein, ya estaba componiendo música para él, en tono de sasafrás. En aquella época estaba versado en ciencia y filosofía, en la historia de las religiones, en lógica inductiva y deductiva, en hepatomancia, en la forma y el peso de los cráneos, en farmacopea y metalurgia, en todas las ramas inútiles del saber, que te dan indigestión y melancolía antes de tiempo. Ese vómito de saber de pacotilla iba cociéndose lentamente en mis tripas durante toda la semana, esperando al domingo para ponerlo en música. Entre «La alarma de fuego de medianoche» y «Marche Militaire», me venía la inspiración, que era la de destruir todas las formas existentes de armonía y crear mi propia cacofonía. Imaginad a Urano bien aspectado con Marte, con Mercurio, con la Luna, con Júpiter, con Venus. Es difícil de imaginar porque Urano funciona de la mejor forma cuando está «afligido», por decirlo así. Y, sin embargo, aquella música que emitía yo los domingos por la mañana, una música de bienestar y de desesperación bien alimentada, nacía de un Urano ilógicamente bien aspectado, firmemente anclado en la Séptima Casa. Entonces no lo sabía, no sabía que Urano existía, y tenía suerte de ignorarlo. Pero hoy lo comprendo, porque era una alegría por chiripa, un bienestar falso, una creación fogosa de tipo destructivo. Cuanto mayor era mi euforia, más se tranquilizaban mis padres. Hasta mi hermana, que estaba chalada, se tranquilizaba y serenaba. Los vecinos solían asomarse a las ventanas y escuchar, y de vez en cuando oía un estallido de aplausos, y después, ¡zas!, volvía a empezar como un cohete: ejercicio de velocidad núm. 497,1/2. Si por casualidad divisaba una cucaracha que subía por la pared, me sentía dichoso: eso me conducía sin la menor modulación a Opus Izzi de mi tristemente arrugado clavicordio. Un domingo, así como así, compuse uno de los scherzos más encantadores que imaginarse pueda... a un piojo. Era primavera y todos estábamos siguiendo un tratamiento de azufre; había estado toda la semana empollando el Inferno de Dante en inglés. El domingo llegó como un deshielo; los pájaros estaban tan enloquecidos por el repentino calor, que entraban y salían por la ventana, inmunes a la música. Uno de los parientes alemanes acababa de llegar de Hamburgo, o Bremen, una tía soltera que parecía un marimacho. Estar cerca de ella simplemente era suficiente para darme un ataque de rabia. Solía darme palmaditas en la cabeza y decirme que iba a ser otro Mozart. Yo detestaba a Mozart, y sigo detestándolo, así que para vengarme de ella tocaba mal, tocaba todas las notas equivocadas que conocía. Y luego vino el piojito, como estaba diciendo, un piojo auténtico que se había enterrado en mi ropa interior de invierno. Lo saqué y lo posé con delicadeza en la punta de una tecla negra. Después empecé a hacer una pequeña giga a su alrededor con mi mano derecha; probablemente lo había ensordecido. Luego, al parecer, quedó hipnotizado por mi ingeniosa pirotecnia. Aquella inmovilidad como de trance acabó por crisparme los nervios. Decidí introducir una escala cromática cayendo sobre él con toda la fuerza del dedo medio. Le acerté de lleno pero con tal fuerza, que se me quedó pegado en la punta del dedo. Eso me dio el baile de San Vito. A partir de entonces comenzó el scherzo. Era un popurrí de melodías olvidadas, sazonadas con áloes y el jugo de puercoespines, interpretadas a veces en tres tonalidades a la vez y girando siempre como un ratón valseando en torno a la inmaculada concepción. Más adelante, cuando fui a oír a Prokofiev, entendí lo que estaba ocurriendo, entendí a Whitehead y a Russell y a Jeans y a Eddington y a Rudolf Eucken y a Frobenius y a Link Gillespie; entendí por qué, si no hubiera existido nunca un teorema binomio, lo habría inventado el hombre; entendí el porqué de la electricidad y del aire comprimido, por no hablar de los baños termales ni de las mascarillas de barro. Entendí con mucha claridad, debo decirlo, que el hombre tiene un piojo muerto en la sangre y que, cuando te entregan una sinfonía o un fresco o un explosivo instantáneo, recibes en realidad una reacción de ipecacuana que no iba incluida en el menú predestinado. Entendí también por qué no había llegado a ser el músico que era. Todas las composiciones que había creado en mi cabeza, todas aquellas audiciones privadas y artísticas que se me permitieron, gracias a Santa Hildegarde o Santa Brígida o Juan de la Cruz, o Dios sabe qué, estaban escritas para una edad venidera, una edad con menos instrumentos y con antenas más potentes, tímpanos más potentes también. Antes de poder apreciar esa música, hay que experimentar un tipo de sufrimiendo diferente. Beethoven delimitó el nuevo territorio: se nota su presencia cuando hace erupción, cuando se derrumba en plena quietud. Es un dominio de nuevas vibraciones: para nosotros, sólo una nebulosa confusa, pues todavía tenemos que superar nuestra propia concepción del sufrimiento. Todavía tenemos que absorber ese mundo nebuloso, su tormento, su orientación. A mí me fue dado oír una música increíble estando postrado e indiferente a la pena que me rodeaba. Oí la gestación de un nuevo mundo, el sonido de ríos torrenciales al tomar su curso, el sonido de estrellas rozándose y rechinando, de fuentes coaguladas de gemas resplandecientes. Toda la música está regida todavía por la antigua astronomía, es un producto de invernadero, una panacea para el Weltschmerz. La música es todavía el antídoto para lo anónimo, pero eso todavía no es música. La música es el fuego planetario, un irreductible que es totalmente suficiente, es la escritura de los dioses en la pizarra, el abracadabra que tanto a los cultos como a los ignorantes se les escapa porque el eje se ha desenganchado. ¡Mirad las entrañas, lo inconsolable e ineluctable! Nada está determinado, nada está arreglado ni resuelto. Todo esto que está ocurriendo, toda la música, toda la arquitectura, todo el derecho, todas las invenciones, todos los descubrimientos... todo eso son ejercicios de velocidad en la oscuridad, Czerny con zeta mayúscula montando un caballo loco en una botella de mucílago. Una de las razones por las que nunca llegué a ninguna parte con la maldita música fue la de que siempre se mezclaba con el sexo. En cuanto sabía tocar una canción, las gachís me rodeaban como moscas. Para empezar, la culpa fue en gran parte de Lola. Lola fue mi primera profesora de piano. Lola Niessen. Era un nombre ridículo y típico del barrio en que vivíamos entonces. Sonaba a arenque ahumado hediondo, o a coño agusanado. A decir verdad, Lola no era una belleza exactamente. Tenía un aire de calmuca o de chinook, con tez cetrina y ojos biliosos. Tenía algunas verrugas y lobanillos, por no hablar del bigote. Sin embargo, lo que me excitaba era su pilosidad; tenía una hermosa cabellera negra, fina y larga que se arreglaba en moños ascendentes y descendentes sobre su cráneo mongol. En la nuca se lo enroscaba en un nudo en forma de serpentina. Siempre llegaba tarde, como concienzuda idiota que era, y para cuando llegaba, yo siempre estaba un poco debilitado de masturbarme. Sin embargo, en cuanto se sentaba en el taburete a mi lado, volvía a excitarme, entre otras cosas por el pestilente perfume con que se empapaba los sobacos. En verano llevaba mangas muy abiertas y podía verle los mechones de pelo bajo los brazos. Me volvía loco de verlos. La imaginaba cubierta de pelo por todo el cuerpo, incluso en el ombligo. Y lo que deseaba era envolverme en él, hincarle el diente. Podría haberme comido el pelo de Lola como una golosina, si hubiera llevado un pedacito de carne pegado a él. El caso es que era peluda, eso es lo que quiero decir y, por ser peluda como un gorila, no podía concentrarme en la música sino sólo en su coño. Estaba tan deseoso de verle el coño, que por fin un día soborné a su hermanito para que me dejara mirarla a escondidas mientras estaba en el baño. Era todavía más maravilloso de lo que había imaginado: tenía una mata que iba desde el ombligo hasta la entrepierna, una enorme mata espesa, un morral escocés, rico como una alfombra tejida a mano. Cuando le pasó la borla de los polvos, creí que me iba a desmayar. La próxima vez que vino a darme clase, dejé dos botones de la bragueta abiertos. No pareció notar nada anormal. La vez siguiente me dejé toda la bragueta abierta. Aquella vez se dio cuenta. Dijo: «Creo que has olvidado una cosa, Henry.» La miré, rojo como un tomate, y le pregunté suavemente: «¿El qué?» Hizo como que miraba a otro lado, mientras la señalaba con la mano izquierda. Acercó tanto la mano, que no pude resistir la tentación de agarrarla y metérmela en la bragueta. Se levantó rápidamente, pálida y asustada. Para entonces la picha se me había salido de la bragueta y se estremecía de placer. Me acerqué a ella y le metí la mano bajo el vestido para llegar a la alfombra tejida a mano que había visto por el ojo de la cerradura. De repente, recibí un sonoro bofetón en el oído y después otro y me cogió de la oreja y llevándome hasta un rincón de la habitación me volvió de cara a la pared y dijo: «¡Ahora abróchate la bragueta, idiota!» Al cabo de unos minutos volvimos al piano: a Czerny y a los ejercicios de velocidad. Ya no podía distinguir un sostenido de un bemol pero seguía tocando porque temía que contara el incidente a mi madre. Afortunadamente, no era una cosa fácil de contar a la madre de uno.

El incidente, por embarazoso que fuese, señaló un cambio clarísimo en nuestras relaciones. Pensaba que la próxima vez que viniera se mostraría severa conmigo, pero al contrario: parecía haberse acicalado, haberse rociado con más perfume, y estaba incluso un poco alegre, lo que era extraordinario en Lola porque era del tipo de personas adustas y reservadas. No me atreví a abrirme la bragueta otra vez, pero me vino una erección y la mantuve durante toda la clase, lo que le debió de gustar porque no dejó de lanzar miradas furtivas en esa dirección. En aquella época yo sólo tenía quince años y ella debía de tener por lo menos veinticinco o veintiocho. Yo no sabía qué hacer, a no ser derribarla deliberadamente un día que mi madre hubiera salido. Por un tiempo llegué a seguirla a escondidas por la noche, cuando salía sola. Tenía la costumbre de salir a dar largos paseos sola por la noche. Yo solía seguirle los pasos, con la esperanza de que llegara a algún lugar desierto cerca del cementerio donde podría probar una táctica violenta. A veces tenía la impresión de que sabía que la estaba siguiendo y que le gustaba. Creo que esperaba que la abordase... creo que eso era lo que quería. El caso es que una noche estaba tumbado en la hierba cerca de las vías del ferrocarril; era una noche de verano sofocante y la gente estaba tumbada por todas partes y en cualquier lado, como perros jadeantes. Yo no estaba pensando en Lola en absoluto... soñaba despierto simplemente, demasiado calor como para pensar en nada. De repente, veo a una mujer que viene por el estrecho sendero. Estoy tumbado en el terraplén y no veo a nadie por allí. La mujer viene despacio, con la cabeza gacha, como si estuviera soñando. Al acercarse un poco más, la reconozco. «¡Lola!», llamo. «¡Lola!» Parece realmente asombrada de verme allí. «Pero, bueno, ¿qué haces tú aquí?», dice, al tiempo que se sienta junto a mí en el terraplén. No me molesté en contestarle, no dije ni palabra: me limité a subirme encima de ella y la tumbé. «Aquí no, por favor», suplicó, pero no le hice caso. Le metí la mano entre las piernas y quedó enredada en aquel espeso zurrón: estaba empapado y chorreando como un caballo al babear. Era mi primer polvo, y, joder, precisamente en aquel momento tenía que pasar un tren y echarnos una lluvia de chispas ardientes. Lola quedó aterrorizada. Supongo que también era su primer polvo y probablemente lo necesitara más que yo, pero cuando sintió las chispas, quiso soltarse. Fue como intentar sujetar a una yegua salvaje. No pude mantenerla tumbada, a pesar de lo que forcejeé con ella. Se levantó, se bajó las faldas y se ajustó el moño en la nuca. «Debes irte a casa», dice. «No me voy a casa», dije, al tiempo que la cogía del brazo y empezaba a caminar. Caminamos un buen trecho en absoluto silencio. Ninguno de los dos parecía advertir hacia dónde íbamos. Por último, desembocamos en la carretera y por encima de nosotros quedaban los depósitos y cerca de éstos había un estanque. Instintivamente me dirigí hacia el estanque. Teníamos que pasar bajo unos árboles de ramas bajas, al acercarnos al estanque. Estaba ayudando a Lola a agacharse, cuando de repente resbaló y me arrastró en su caída. No hizo ningún esfuerzo para levantarse; al contrario, me agarró y me apretó contra ella, y ante mi gran asombro sentí también que deslizaba la mano en mi bragueta. Me acarició tan maravillosamente, que en un santiamén me corrí en su mano. Después me cogió la mano y se la colocó entre las piernas. Se tumbó completamente relajada y abrió las piernas al máximo. Me incliné y le besé cada uno de los pelos del coño; le puse la lengua en el ombligo y lo lamí hasta limpiarlo. Después me tumbé con la cabeza entre sus piernas y me bebí con la lengua la baba que le brotaba. Entonces ya estaba gimiendo y se agarraba frenéticamente; el pelo se le había soltado por completo y le cubría el abdomen desnudo. En pocas palabras, se la volví a meter, y me contuve largo rato, lo que debió de agradecerme más que la hostia, porque se corrió no sé cuántas veces: era como un paquete de cohetes explotando, y al mismo tiempo me hincó los dientes, me magulló los labios, me arañó, me desgarró la camisa y no sé qué demonios más. Cuando llegué a casa, y me miré en el espejo, estaba marcado como una res.

Mientras duró, fue maravilloso, pero no duró mucho. Un mes después, los Niessen se fueron a vivir a otra ciudad, y no volví a ver a Lola nunca más. Pero colgué su zurrón sobre la cama y le rezaba todas las noches. Y siempre que iniciaba los ejercicios de Czerny, me venía una erección, al pensar en Lola tumbada en la hierba, al pensar en su larga cabellera negra, en el moño en la nuca, en los gemidos que soltaba y en el jugo que le brotaba. Para mí tocar el piano era simplemente como un sustitutivo de un largo polvo. Tuve que esperar otros dos años antes de mojar el churro otra vez, como se suele decir, y entonces no salió tan bien porque pesqué unas hermosas purgaciones y, además, no fue en la hierba ni en verano y no hubo ardor, sino que fue un polvo mecánico por un dólar en un sucio cuartito de hotel, con aquella cabrona fingiendo que se corría y se corría menos que una piedras Y quizá no fuera ella la que me pegase las purgaciones, sino su amiga de la habitación de al lado que estaba acostándose con mi amigo Simmons. Esto fue lo que pasó: había acabado tan deprisa con mi polvo mecánico, que pensé en ir a ver cómo le iba a mi amigo Simmons. Mira por dónde, todavía estaban en pleno tracatrá, y menudo cómo le daban al asunto. Era checa, aquella chica, y un poco boba; al parecer, no llevaba mucho en el oficio, y solía abandonarse y disfrutar con el acto. Al ver lo bien que se portaba, decidí esperar y probarla yo también. Y así lo hice. Y antes de que pasara una semana me empezó a supurar y me figuré que serían purgaciones o algo que no iba bien en los cojones.

Al cabo de un año más o menos, yo estaba ya dando clases, y quiso la suerte que la madre de la muchacha a la que daba las clases fuese una golfa, una furcia y una fulana como hay pocas. Vivía con un negro, como más adelante descubrí. Al parecer, no podía conseguir una picha lo bastante grande para satisfacerla. El caso es que siempre que estaba a punto de marcharme a casa, me retenía en la puerta y se restregaba contra mí. Me daba miedo liarme con ella porque corría el rumor de que tenía sífilis, pero, ¿qué demonios vas a hacer cuando una mala puta cachonda como ésa se restriega el coño contra ti y te mete la lengua casi hasta la garganta? Solía follarla de pie en el vestíbulo, lo que no era tan difícil porque pesaba poco y podía sostenerla con las manos como una muñeca. Y estoy una noche sosteniéndola así, cuando oigo de repente que meten una llave en la cerradura, y ella lo oye también y se queda muerta de miedo. No había dónde ir. Afortunadamente, había una cortina que colgaba de la puerta y me escondí detrás de ella. Después oí que su andoba negro la besaba y decía: «¿Cómo estás, cariño?, y ella le está diciendo que ha estado esperándole y que mejor será que suba, porque no puede esperar más, y cosas así. Y cuando las escaleras dejan de crujir abro la puerta despacito y salgo pitando, y entonces me entra miedo de verdad porque si ese andoba negro llega a descubrirlo alguna vez, me corta el cuello, de eso puedo estar seguro. Y, por eso, dejo de dar clases en esa casa, pero pronto la hija —que acaba de cumplir dieciséis años— se pone a perseguirme y a pedirme que vaya a darle clases a casa de una amiga. Volvemos a empezar de nuevo los ejercicios de Czerny, con chispas y todo. Es la primera vez que huelo un coño fresco, y es maravilloso, como heno recién segado. Jodimos clase tras clase y entre las clases echábamos un polvo extra. Y después, un día, la triste historia de siempre: está preñada, ¿y qué se puede hacer? Tengo que ir a buscar a un judío para que me ayude, y quiere veinticinco dólares por el trabajo y en mi vida he visto veinticinco dólares. Además, ella es menor de edad. Además, podría darle una infección a la sangre. Le doy cinco dólares a cuenta y me largo a los Adirondacks por dos semanas. En los Adirondacks conozco a una maestra de escuela que se muere por recibir clases. Más ejercicios de velocidad, más condones y complicaciones. Siempre que tocaba el piano parecía que soltaba un coño.

Si había una fiesta tenía que llevar el rollo de la música de los cojones; para mí era exactamente como envolverme el pene en un pañuelo y ponérmelo bajo el brazo. En vacaciones, en una granja o en una posada, donde siempre sobraban las gachís, la música surtía un efecto extraordinario. Las vacaciones eran un período que esperaba con ansiedad durante todo el año, no tanto por las tías como porque no había que trabajar. Una vez fuera de la rutina del trabajo, me volvía un payaso. Estaba tan rebosante de alegría, que quería salir de mi pellejo. Recuerdo que un verano conocí en Catskills a una chica llamada Francie. Era bonita y lasciva, con fuertes tetas escocesas y una fila de dientes blancos y regulares, deslumbrantes. La cosa empezó en el río, donde estábamos nadando. Estábamos agarrados al bote y una de las tetas se le había salido de su sitio. Le saqué la otra para que no tuviera que molestarse y después le desaté las trabillas. Se sumergió bajo el bote tímidamente y yo la seguí y, cuando subió a coger aire, le quité el maldito traje de baño y allí quedó flotando como una sirena con sus grandes y fuertes tetas subiendo y bajando como corchos hinchados. Me quité el calzón de baño y empezamos a jugar como delfines bajo el costado del bote. Al poco rato, vino su amiga en una canoa. Era una chica bastante corpulenta, una pelirroja con ojos color ágata y llena de pecas. Quedó bastante escandalizada de encontrarnos en pelotas, pero no tardamos en hacerle caer de la canoa y la desnudamos. Y después los tres empezamos a jugar bajo el agua, pero era difícil llegar a nada con ellas porque estaban escurridizas como anguilas. Cuando nos cansamos, corrimos a una caseta que estaba en el campo como una garita de centinela abandonada. Habíamos traído nuestras ropas e íbamos a vestirnos, los tres, en aquella caseta. Hacía un calor y un bochorno espantosos y estaban juntándose nubes que amenazaban tormenta. Agnes —la amiga de Francie— tenía prisa por vestirse. Estaba empezando a avergonzarse de estar allí desnuda delante de nosotros. En cambio, Francie parecía sentirse a sus anchas. Estaba sentada en el banco con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. El caso es que, justo cuando Agnes estaba poniéndose el vestido, se produjo un relámpago y al instante se oyó el estampido aterrador de un trueno. Agnes dio un grito y dejó caer el vestido. A los pocos segundos se produjo otro relámpago y otra vez el estruendo de un trueno, peligrosamente cercano. El aire se volvió azul a nuestro alrededor y las moscas empezaron a picar y nos pusimos nerviosos e impacientes y también un poco asustados. Sobre todo Agnes, que tenía miedo de los rayos y más todavía de que la encontraran muerta estando los tres desnudos. Quería ponerse la ropa y correr a su casa, dijo. Y justo cuando pronunció esas palabras, que le salieron del alma, empezó a llover a cántaros. Pensamos que escamparía al cabo de pocos minutos, así que nos quedamos allí, desnudos, mirando el vapor que subía del río a través de la puerta entreabierta. Parecía que caían piedras y los rayos seguían cayendo a nuestro alrededor incesantemente. Ahora todos estábamos completamente asustados y sin saber qué hacer. Agnes se retorcía las manos y rezaba en voz alta; parecía una idiota de Georges Grosz, una de esas perras torcidas con un rosario en torno al cuello y encima con ictericia. Pensaba que iba a desmayarse en nuestros brazos o algo así. De repente, se me ocurrió la brillante idea de hacer una danza de guerra en la lluvia... para distraerlas. Justo cuando salgo de un salto para empezar mi baile, brilla un rayo y parte por la mitad un árbol no lejos de allí. Estoy tan asustado, que pierdo el juicio. Siempre que estoy asustado, me echo a reír. Así que solté una carcajada salvaje, espeluznante, que hizo gritar a las chicas. Cuando les oí gritar, no sé por qué, pero pensé en los ejercicios de velocidad y entonces sentí que me encontraba en el vacío y todo estaba azul a mi alrededor y la lluvia tamborileaba caliente y fría en mi tierna piel. Todas mis sensaciones se habían reunido en la superficie de la piel y debajo de la capa de piel exterior estaba vacío, ligero como una pluma, más ligero que el aire o el humo o el talco o el magnesio o cualquier cosa que se os ocurra. De repente, era un indio chippewa y otra vez en tono de sasafrás y me importaba tres cojones que las chicas gritaran o se desmayasen o se cagaran en los pantalones, que en cualquier caso no llevaban puestos. Al mirar a la loca de Agnes con el rosario en torno al cuello y su enorme panza azul de miedo, se me ocurrió la idea de hacer una danza sacrílega, con una mano cogiéndome las pelotas y con el pulgar de la otra en la nariz haciendo burla a los rayos y truenos. La lluvia era caliente y fría y la hierba parecía llena de libélulas. Fui saltando como un canguro y gritando a pleno pulmón: «¡Oh, Padre, cochino hijo de puta, deja de enviar esos relámpagos de los cojones, o, si no, Agnes va a dejar de creer en ti! ¿Me oyes, viejo capullo de ahí arriba? Deja de hacer chorradas... estás volviendo loca a Agnes. Oye, ¿es que estás sordo, viejo verde?» Y, sin dejar de soltar esos disparates desafiantes, bailé en torno a la caseta saltando y brincando como una gacela y usando las blasfemias más espantosas que se me ocurrían. Cuando brillaba un relámpago, yo saltaba más alto, y cuando el trueno retumbaba, yo rugía como un león y después di una voltereta sobre las manos y luego rodé por la hierba como un cachorro y masqué la hierba y la escupí hacia ellas y me golpeé el pecho como un gorila y durante todo el rato veía los ejercicios de Czerny sobre el piano, la página blanca llena de sostenidos y bemoles, y el imbécil de los cojones, pienso para mis adentros, que se imaginaba que ése era el modo de aprender a tocar el clavicordio bien templado. Y de pronto pensé que Czerny podía estar en el cielo a estas alturas y contemplándome, así que escupí hacia él lo más alto que pude y cuando volvió a retumbar el trueno, grité con todas mis fuerzas: «Oye, Czerny, cabrón, que estás ahí arriba, ojalá te arranquen los cojones los relámpagos... ojalá te tragues la torcida cola y te estrangules... ¿Me oyes, capullo chalado?»

Pero, a pesar de mis buenos esfuerzos, el delirio de Agnes iba en aumento. Era una estúpida irlandesa católica y nunca había oído a nadie dirigirse así a Dios. De repente, mientras estaba bailando por detrás de la caseta, salió disparada hacia el río. Oí gritar a Francie: «¡Corre a por ella, se va a ahogar! ¡Ve a buscarla!» Salí tras ella, con la lluvia cayendo todavía como chuzos, y gritándole que volviera, pero siguió corriendo a ciegas, como poseída por el diablo, y cuando llegó a la orilla, se zambulló y se dirigió hacia el bote. Nadé tras ella y cuando llegamos junto al bote, que temía fuera a volcar ella, la cogí por la cintura con una mano y empecé a hablarle serena y suavemente, como si hablara a un niño. «¡Apártate de mi lado!», dijo, «¡eres un ateo!» ¡Hostia! Me quedé tan asombrado al oír aquello, que podrían haberme derribado con una pluma. Así, que, ¿era por eso? Toda esa histeria porque estaba insultando a Dios Todopoderoso. Me dieron ganas de darle un golpe en un ojo para hacerle recuperar el juicio. Pero no hacíamos pie allí y tenía miedo de que hiciera alguna locura como volcar el bote por encima de nuestras cabezas, si no la trataba adecuadamente. Así que fingí que lo sentía terriblemente y dije que no hablaba en serio, que había sentido un miedo de muerte, y que si patatín y que si patatán, y mientras le hablaba dulce y tranquilizadoramente, le deslicé la mano por la cintura y le acaricié el culo con suavidad. Eso era lo que quería. Me estaba hablando entre sollozos de lo buena católica que era y cómo había intentado no pecar, y quizás estuviera tan absorta en lo que estaba diciendo, que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo yo, pero aun así cuando le metí la mano por la entrepierna y dije todas las cosas tontas que se me ocurrieron, sobre Dios, sobre el amor, sobre ir a la iglesia y confesarse y todas esas gilipolleces, debió de sentir algo porque le tenía metidos tres buenos dedos y los movía alrededor como bobinas locas. «Ponme los brazos alrededor, Agnes», le dije suavemente, sacando la mano y atrayéndola hacia mí para poder meter mis piernas entre las suyas... «Así, qué buena chica... no te preocupes... va a acabar pronto.» Y sin dejar de hablar de la iglesia, del confesionario, del amor de Dios y de toda la maldita pesca, conseguí metérsela. «Eres muy bueno conmigo», dijo, como si no supiera que tenía la picha dentro, «y siento haberme portado como una tonta». «Ya sé, Agnes», dije, «no te preocupes... oye, apriétame más fuerte... eso, así». «Me temo que el bote se va a volcar», dice haciendo lo posible para mantener el culo en su sitio mientras rema con la mano derecha. «Sí, volvamos a la orilla», dije, y empecé a retirarme de ella. «Oh, no me dejes», dice, agarrándome con más fuerza. «No me dejes, que me voy a ahogar.» Justo entonces llega Francie corriendo a la orilla. «Date prisa», dice Agnes, «date prisa... que me voy a ahogar».

He de decir que Francie era de buena pasta. Desde luego, no era católica y si tenía moral alguna, era del orden de los reptiles. Era una de esas chicas nacidas para follar. No tenía aspiraciones! ni grandes deseos, no se mostraba celosa, no guardaba rencores, siempre estaba alegre y no carecía de inteligencia. Por las noches, cuando estábamos sentados en el porche a oscuras hablando con los invitados, se me acercaba y se me sentaba en las rodillas sin nada debajo del vestido, y yo se la metía mientras ella reía y hablaba con los otros. Creo que habría actuado con el mismo descaro delante del Papa, si hubiera tenido oportunidad. De regreso en la ciudad, cuando iba a visitarla a su casa, usaba el mismo truco delante de su madre que, afortunadamente, estaba perdiendo la vista. Si íbamos a bailar y se ponía demasiado cachonda, me arrastraba hasta una cabina telefónica y la muy chiflada se ponía a hablar de verdad con alguien, con alguien como Agnes, por ejemplo, mientras le dábamos al asunto: Parecía darle un placer especial hacerlo en las narices de la gente, decía que era más divertido, si no pensabas demasiado en ello. En el metro abarrotado de gente, al volver a casa de la playa, pongamos por caso, se corría el vestido para que la abertura quedara en el medio, me cogía la mano y se la colocaba en pleno coño. Si el tren iba repleto y estábamos encajados a salvo en un rincón, me sacaba la picha de la bragueta y la cogía con las manos, como si fuera un pájaro. A veces se ponía juguetona y colgaba su bolso de ella como para demostrar que no había el menor peligro. Otra cosa suya era que no fingía que yo fuera el único tío al que tenía sorbido el seso. No sé si me contaba todo, pero desde luego me contaba muchas cosas. Me contaba sus aventuras riéndose, mientras estaba subiéndome encima o cuando se la tenía metida, o justo cuando estaba a punto de correrme. Me contaba lo que hacían, si la tenían grande o pequeña, lo que decían cuando se excitaban y esto y lo otro, dándome todos los detalles posibles, como si fuera yo a escribir un libro de texto sobre el tema. No parecía sentir el menor respeto por su cuerpo ni por sus sentimientos ni por nada relacionado con ella. «Francie, cachondona», solía decirle yo, «tienes la moral de una almeja». «Pero te gusto, ¿verdad?», respondía ella. «A los hombres les gusta joder, y a las mujeres también. No hace daño a nadie y no significa que tengas que amar a toda la gente con la que folles, ¿no? No quisiera estar enamorada; debe de ser terrible tener que joder con el mismo hombre todo el tiempo, ¿no crees ? Oye, si sólo follaras conmigo todo el tiempo, te cansarías de mí en seguida, ¿no? A veces es bonito dejarse joder por alguien que no conoces en absoluto. Sí, creo que eso es lo mejor», añadió, «no hay complicaciones, ni números de teléfono, ni cartas de amor, ni restos ¡vamos! Oye, ¿crees que está mal lo que te voy a contar? Una vez intenté hacer que mi hermano me follara; ya sabes lo sarasa que es... no hay quien lo aguante. Ya no recuerdo exactamente cómo fue, pero el caso es que estábamos en casa solos y aquel día me sentía ardiente. Vino a mi habitación a preguntarme por algo. Estaba allí tumbada con las faldas levantadas, pensando en el asunto y deseándolo terriblemente, y cuando entró, me importó un comino que fuera mi hermano, simplemente lo vi como un hombre, así que seguí tumbada con las faldas levantadas y le dije que no me sentía bien, que me dolía el estómago. Quiso salir al instante a comprarme algo, pero le dije que no, que me diera friegas en el estómago, que eso me calmaría. Me abrí la blusa y le hice darme friegas en la piel desnuda. Intentaba mantener los ojos fijos en la pared, el muy idiota, y me frotaba como si fuera un leño. "No es ahí, zoquete", dije, "es más abajo... ¿de qué tienes miedo?" Y fingí que me dolía mucho. Por fin, me tocó accidentalmente. "¡Eso! ¡Ahí!", exclamé. "Oh, restriégame ahí! ¡Qué bien sienta!" ¿Y sabes que el muy lelo estuvo dándome masajes durante cinco minutos sin darse cuenta de que era un simple juego? Me exasperó tanto, que le dije que se fuera a hacer puñetas y me dejase tranquila. "Eres un eunuco" dije, pero era tan lelo, que no creo que supiera lo que significaba esa palabra.» Se rió pensando en lo tontorrón que era su hermano. Dijo que probablemente fuese virgen todavía. ¿Qué me parecía... había hecho muy mal? Naturalmente, sabía que yo no pensaría nada semejante. «Oye, Francie», dije, «¿le has contado alguna vez esa historia al poli con el que estás liada?» Le parecía que no. «Eso me parece a mí también», dije. «Si oyera alguna vez esa historia, te iba a dar para el pelo.» «Ya me ha pegado», respondió al instante. «¡Cómo!», dije, «¿le dejas que te pegue?» «No se lo pido», dijo, «pero ya sabes lo irascible que es. No dejo que nadie me pegue pero, no sé por qué, viniendo de él no me importa tanto. A veces me hace sentirme bien por dentro... no sé, quizá la mujer necesite que le den una somanta de vez en cuando. No duele tanto, si te gusta el tipo de verdad. Y después es tan dulce... casi me siento avergonzada...»

No es frecuente encontrar una gachí que reconozca cosas así, me refiero a una gachí legal, no a una retrasada mental. Por ejemplo, Trix Miranda y su hermana, la señora Costello. Menudas pájaras eran esas dos. Trix, que salía con mi amigo McGregor, fingía ante su propia hermana, con la que vivía, que tenía relaciones sexuales con McGregor. Y la hermana fingía ante todo el mundo que era frígida, que no podía tener relaciones de ninguna clase con un hombre, aunque quisiera, porque lo tenia «muy pequeño». Y, mientras tanto, mi amigo McGregor se las jodia a las dos pánfilas y las dos lo sabían pero seguían mintiéndose mutuamente. La mala puta de la Costello era histérica; siempre que tenía la impresión de que no se llevaba un porcentaje justo de los polvos que McGregor repartía, le daba un ataque seudoepiléptico. Eso significaba que había que ponerle toallas, darle palmadas en las muñecas, desabrocharle el vestido, darle friegas en las piernas y, por último, llevarla en volandas al piso de arriba, a la cama, donde mi amigo McGregor se ocuparía de ella tan pronto como hubiera puesto a dormir a la otra. A veces las dos hermanas se acostaban juntas para echar la siesta por la tarde; si McGregor andaba por allí, subía al piso de arriba y se tumbaba entre ellas. Se quedaba así respirando pesadamente, abriendo primero un ojo y luego el otro, para ver cuál de las dos estaba dormitando realmente. En cuanto se convencía de que una de las dos estaba dormida, abordaba a la otra. Al parecer, en esas ocasiones prefería a la hermana histérica, la señora Costello, cuyo marido la visitaba una vez cada seis meses. Cuanto más riesgo corría, más le excitaba, según decía. Si era a la otra hermana, a Trix, a la que le correspondía cortejar, tenía que fingir que sería terrible que la otra los sorprendiera así, y al mismo tiempo, me confesaba a mí, siempre albergaba la esperanza de que la otra se despertara y los sorprendiese. Pero la hermana casada, la que lo tenía «muy pequeño», como solía decir, era una tía taimada y además se sentía culpable con respecto a su hermana y, si ésta la hubiera sorprendido en el acto, probablemente habría fingido que tenía un ataque y que debido a ello no sabía lo que estaba haciendo. Por nada del mundo admitiría que en realidad se estaba dando el gusto de que un hombre se la estuviera jodiendo.

Yo la conocía bastante bien porque le di clases por un tiempo, y solía hacer todo lo posible para hacerle reconocer que tenía un coño normal y que disfrutaría con un buen polvo, si podía echarlo de vez en cuando. Solía contarle historias estrafalarias, que en realidad eran descripciones ligeramente disimuladas de lo que ella hacía, y aun así seguía en sus trece. Había llegado hasta el extremo —lo nunca visto— de conseguir que me dejara meterle el dedo. Pensé que ya la tenía en el bote. Era cierto que estaba seca y un poco apretada, pero lo atribuí a su histeria. Pero imaginaos lo que es llegar hasta ese extremo con una tía y después que te diga en la cara, mientras se baja las faldas de un tirón violento: «¿Lo ves? Ya te he dicho que no estoy bien hecha!» «No veo nada de eso», dije airado. «¿Qué querías? ¿que usase un microscopio para mirarte?»

— ¡Muy bonito! —dijo, fingiendo una actitud altanera — . ¡Bonita forma de hablarme es ésa!

— Sabes perfectamente que estás mintiendo —contesté — . ¿Por qué mientes así? ¿No crees que es humano tener un coño y usarlo de vez en cuando? ¿Quieres que se te seque?

— ¡Qué lenguaje! —dijo mordiéndose el labio inferior y poniéndose más colorada que un tomate — . Siempre te había considerado un caballero.

— Pues tú no eres una dama —repliqué—, porque hasta una dama se deja echar un polvo de vez en cuando, y, además, las damas no piden a los caballeros que les metan el dedo coño arriba para ver si lo tienen pequeño.

— No te he pedido que me tocaras —dijo — . No se me ocurriría pedirte que me pusieses la mano encima, por lo menos no en mis partes íntimas.

— Quizá pensabas que te iba a limpiar la oreja, ¿es eso?

— Te veía como un médico en ese momento, eso es lo único que puedo decir — dijo firmemente intentando dejarme cortado.

— Oye —dije, decidido a jugarme el todo por el todo—, vamos a hacer como que ha sido un error, como que nada ha ocurrido, nada en absoluto. Te conozco demasiado bien como para que se me ocurra insultarte así. Nunca se me ocurriría hacerte una cosa así... no, que me cuelguen, si miento. Simplemente me estaba preguntando si no estarás en lo cierto, si no lo tendrás quizás bastante pequeño. Mira, todo ha sucedido tan rápido, que no sabría decir lo que he sentido... no creo siquiera que te haya metido el dedo. Debo de haber tocado la parte de afuera... simplemente. Oye, siéntate aquí en el sofá... seamos amigos otra vez. —La senté a mi lado (era evidente que estaba aplacándose) y le pasé el brazo por la cintura, como para consolarla más tiernamente.— ¿Siempre has sido así? —le pregunté inocentemente, y casi me eché a reír al instante, al comprender la idiotez de mi pregunta. Bajó la cabeza tímidamente, como si estuviéramos aludiendo a una tragedia que no se debía mentar —

. Oye? quizá si te sentaras en mis rodillas... —y la alcé suavemente desde mis rodillas, al tiempo que le metía la mano delicadamente bajo él vestido y la dejaba descansar ligeramente en su rodilla...— quizá si te sentases un momento así, te sentirías mejor... eso, así, recuéstate en mis brazos... ¿te sientes mejor? —no respondió pero tampoco opuso resistencia; se limitó a recostarse relajada y cerró los ojos. Gradualmente, muy despacio y con suavidad, subí la mano por la pierna, sin dejar de hablarle en voz baja y tranquilizadora. Cuando metí los dedos en la entrepierna y separé los labios menores estaba tan mojado como un estropajo. Le di nuevos masajes, abriéndolo cada vez más, y sin dejar de soltar un rollo telepático sobre que a veces las mujeres se equivocan sobre sí mismas y que a veces creen tenerlo muy pequeño, cuando en realidad son bastante normales, y cuanto más hablaba, más jugo le salía y más se abría. Tenía cuatro dedos dentro y había sitio para más, si hubiera tenido más para meter. Tenía un coño enorme y noté que lo habían agrandado lo suyo. La miré para ver si seguía con los ojos cerrados. Tenía la boca abierta y jadeaba, pero los ojos estaban cerrados, como si estuviera fingiéndose a sí misma que todo era un sueño. Ahora podía moverla con fuerza... no había peligro de que protestase. Y, maliciosamente quizá, la zarandeé innecesariamente, sólo para ver si volvía en sí. Estaba tan fláccida como un cojín de plumas y ni siquiera cuando se golpeó contra el brazo del sofá dio muestra alguna de irritación. Era como si se hubiese anestesiado para un polvo gratuito. Le quité toda la ropa y la tiré al suelo, y después de haberle tirado unos cuantos viajes en el sofá, la saqué y la tumbé en el suelo, sobre su ropa; y luego se la volví a meter y la apretó con esa válvula de succión que usaba con tanta habilidad, a pesar de la apariencia exterior de estar en coma.

Me parece extraño que de la música siempre se pasara al sexo. Por las noches, si salía a dar un paseo, estaba seguro de ligarme a alguna: a una enfermera, a una chica que salía de un baile, a una dependienta, cualquier cosa con faldas. Si iba con mi amigo McGregor en su coche —sólo un paseíto hasta la playa, como él decía—, hacia medianoche me encontraba sentado en una sala de estar ajena en un barrio extraño con una chica en las rodillas que por lo general me importaba un pito porque McGregor era todavía menos exigente que yo. Muchas veces, al subir a su coche, le decía: «Oye, esta noche nada de gachís, ¿ eh?» «¡No, joder, ya estoy hasta los huevos... sólo una vuelta a algún sitio... tal vez a Sheepshead Bay, ¿qué te parece?» No habíamos recorrido más de un kilómetro, cuando se detenía de repente junto a la acera y me daba un codazo. «Mira lo que va por ahí», decía, señalando a una chica que iba andando por la acera. «¡Madre mía, qué piernas!» O bien: «Oye, ¿qué te parece, si le pedimos que se venga con nosotros? Quizá pueda traer a una amiga.» Y antes de que yo pudiera decir nada, ya estaba llamándola y soltándole el rollo de costumbre, que era el mismo para todas.

Y nueve de cada diez veces, la chica se venía con nosotros. Y, antes de que hubiéramos avanzado mucho, mientras la tocaba con la mano libre, le preguntaba si tenía una amiga que pudiera traer para hacernos compañía. Y, si ella le armaba un cristo, si no le gustaba que la tocaran tan pronto, decía: «Vale, vete a hacer puñetas, entonces... ¡No podemos perder el tiempo con tías como tú!» Y, dicho eso, reducía la marcha y la hacía salir de un empujón. «No vamos a fastidiarnos con tías así, ¿eh, Henry ?», decía riéndose entre dientes. «Espera un poco, prometo conseguirte algo bueno antes de que acabe la noche.» Y, si le recordaba que íbamos a descansar por una noche, repondía: «Bueno, como gustes... simplemente pensaba que te resultaría más agradable.» Y, de repente, daba un frenazo y ya estaba diciéndole a una silueta sedosa que se vislumbraba entre las sombras: «Hola, chica, ¿qué... dando un paseíto?», y quizás esa vez fuera algo excitante, una tía calentorra sin nada que hacer salvo levantarse las faldas y ofrecértelo. Quizá no tuviéramos ni siquiera que invitarle a un trago, sino sólo detenernos en alguna carretera secundaria y pasar al asunto, uno tras otro, en el coche. Y, si era una boba, como solían ser, ni siquiera se molestaba en llevarla a casa. «Vamos en otra dirección», decía, el muy cabrón, «Será mejor que bajes aquí», y, dicho eso, abría la puerta y la echaba. Naturalmente, en seguida se ponía a pensar en si estaría limpia. Eso le ocupaba el pensamiento durante todo el viaje dé vuelta. «Joder, deberíamos tener más cuidado», decía. «No sabe uno dónde se mete al ligarlas así.

Desde la última —¿recuerdas?¿ la que nos ligamos en el Drive— me ha estado picando más que la hostia. Quizá sólo sean los nervios... pienso demasiado en eso. Dime una cosa, Henry: ¿por qué no puede uno quedarse con una sola gachí? Por ejemplo, Trix; es buena chica, ya lo sabes. Y en cierto modo me gusta también, pero... hostia, ¿de qué sirve hablar de eso? Ya me conoces... soy un glotón. ¿Sabes una cosa?. Estoy llegando al extremo de que a veces, cuando voy a buscas a un ligue —imagínate, una chica que quiero joderme, y que, tengo en el bote— pues, como digo, a veces, voy de camino y quizá con el rabillo del ojo veo unas piernas cruzando la calle y, cuando me quiero dar cuenta, ya la tengo en el coche y al diablo la otra. Debo de ser un obseso, supongo... ¿Tú qué crees? No me digas nada» añadía rápidamente. «Te conozco, cabrito... seguro que me dirás lo peor.» Y luego, tras una pausa: «Eres un tipo curioso, ¿sabes? Nunca te veo rechazar nada, pero, no sé por qué, no pareces pensar todo el tiempo en eso. A veces me da la impresión de que te da igual como salga la cosa. Y además eres constante, cabrón... casi diría que eres monógamo. No comprendo cómo puedes seguir tanto tiempo con una mujer. ¿No te aburres con ellas? Joder, yo sé tan bien lo que me van a decir. A veces me dan ganas de decir... ya sabes, de llegar a verlas y decir: "Mira, chica, no me digas ni una palabra... sácamela simplemente y abre bien las piernas".» Se rió con ganas. «¿Te imaginas la cara que pondría Trix, si le soltara algo así? Mira, una vez estuve a punto de hacerlo. No me quité ni la chaqueta ni el sombrero. ¡Cogió un cabreo! No le importaba demasiado que no me quitara la chaqueta, pero, ¡lo del sombrero! Le dije que tenía miedo de enfriarme con una corriente de aire... naturalmente, no había ninguna corriente de aire. La verdad es que estaba tan impaciente por largarme, que pensé que, si me dejaba el sombrero puesto, acabaría antes. En realidad, tuve que quedarme toda la noche con ella. Me armó tal bronca, que no podía calmarla... Pero, oye, eso no es nada. Una vez me ligué a una irlandesa borracha y aquélla tenía ideas raras. En primer lugar, nunca quería hacerlo en la cama... siempre sobre la mesa. Ya sabes, de vez en cuando no está mal, pero, si lo haces con frecuencia, te deja baldado. Así, que una noche —supongo que estaba un poco trompa— voy y le digo, no, de eso nada, borracha, que eres una borracha... esta noche te vas a venir a la cama conmigo. Quiero un polvo de verdad... en la cama. ¿Sabes que tuve que discutir con aquella hija de puta durante casi una hora antes de poder convencerla para que se viniera a la cama conmigo? Y, aun así, con la condición de que no me quitase el sombrero. Oye, ¿me imaginas subiéndome sobre aquella mala puta con el sombrero puesto? ¡Y, encima, en pelotas! Le pregunté... "¿Por qué no quieres que me quite el sombrero?" ¿Sabes lo que me dijo? Dijo que parecía más elegante. ¿Te imaginas la mentalidad de aquella tía? Me odiaba a mí mismo por ir con aquella mala puta. Siempre iba a verla borracho, eso por un lado. Primero tenía que estar como una cuba y como ciego y atontado... ya sabes cómo me pongo a veces...»

Yo sabía perfectamente lo que quería decir. Era uno de mis amigos más antiguos y uno de los tipos más pendencieros que he conocido en mi vida. Testarudo no es la palabra exacta. Era como una mula: un escocés cabezón. Y su viejo era todavía peor. Cuando los dos se ponían furiosos, era digno de verse. El viejo solía bailar, lo que se dice bailar, de rabia. Si la vieja se metía por medio, se ganaba un puñetazo en el ojo. Solían echarlo de casa cada cierto tiempo. Y a la calle se iba, con todas sus pertenencias, incluidos los muebles, incluido el piano también. Al cabo de un mes o así, ya estaba de vuelta otra vez... porque en casa siempre confiaban en él. Y entonces una noche llegaba borracho con una mujer que se había ligado en algún sitio y empezaban las broncas otra vez. Al parecer, no les importaba demasiado que llegara a casa con una chica y se quedase con ella toda la noche, pero a lo que sí ponían reparos era a que tuviera el tupé de pedir a su madre que les sirviese el desayuno en la cama. Si su madre intentaba echarle una bronca, él le hacía callar diciendo: «¿A mí qué me explicas? Pero, si tú no te habrías casado todavía, si no te hubieras quedado preñada.» La vieja se retorcía las manos y decía: «¡Qué hijo! ¡Válgame Dios! ¿Qué he hecho para merecer esto?» A lo que él comentaba: «¡Venga ya! ¡Lo que pasa es que eres una vieja gilipuertas!» Muchas veces acudía su hermana para intentar calmar los ánimos. «¡Por Dios, Wallie!», decía. «No quiera meterme en tus asuntos, pero, ¿no podrías hablar con más respeto a tu madre?» Ante lo cual McGregor hacía sentar a su hermana en la cama y empezaba a engatusarla para que le llevara el desayuno. Generalmente, tenía que preguntar a su compañera de cama cómo se llamaba para presentársela a su hermana. «No es mala chica», decía, refiriéndose a su hermana. «Es la única, decente de la familia... Oye, hermanita, tráenos un poco de papeo, ¿quieres? Unos huevos con jamón curiositos, ¿eh? ¿Qué te parece? Oye, ¿anda el viejo por ahí? ¿De qué humor está hoy? Me gustaría pedirle un par de dólares prestados. Intenta sacárselos tú, ¿quieres? Te compraré algo bonito para Navidad.» Y después, como si hubieran quedado de acuerdo en todo, retiraba las sábanas para enseñar a la gachí que tenía al lado. «Mírala, hermana, ¿no es bonita? ¡Mira qué pierna! Oye, tendrías que conseguirte a un hombre tú también... estás demasiado flaca. Aquí, Patsy, apuesto a que no tiene que ir solicitándolo, ¿eh, Patsy?» Y, al decir eso, le daba una palmada a Patsy en la grupa. «Y ahora, ¡largo, hermanita! Quiero un poco de café... y no te olvides, ¡el jamón muy hecho! No traigas ese jamón asqueroso de la tienda... trae algo extra. ¡Y date prisa!»

Lo que me gustaba de él eran sus debilidades; como todos los hombres que hacen demostración de fuerza de voluntad, estaba absolutamente fofo por dentro. No había nada que no hiciera... por debilidad. Siempre estaba muy ocupado y nunca estaba haciendo nada en realidad. Y siempre estudiando algo, siempre intentando mejorar su inteligencia. Por ejemplo, cogía el diccionario más completo, y cada día le arrancaba una página y se la leía de cabo a rabo y religiosamente durante los trayectos de ida y vuelta a la oficina. Estaba atiborrado de datos, y cuanto más absurdos e incongruentes fueran éstos, más placer le daban. Parecía decidido a probar a todos y cada uno que la vida era una farsa, que no valía la pena, que una cosa invalidaba otra, etc. Se crió en el North Side, no muy lejos del barrio en que yo había pasado mi infancia. También él era en gran medida un producto del North Side, y ésa era una de las razones por las que me gustaba. La forma como hablaba por la comisura de los labios, por ejemplo, el tono duro que adoptaba cuando hablaba con un poli, el modo como escupía de asco, el tipo de juramentos que usaba, el sentimentalismo, las estrechas miras, la pasión por el billar o los dados, el pasar la noche contando historias, el desprecio hacia los ricos, el codearse con los políticos, la curiosidad por cosas sin valor, el respeto por la cultura, la fascinación del baile, de los bares, del teatro de variedades, el hablar de ver el mundo y no salir nunca de la ciudad, el idolatrar a cualquiera con tal de que demostrara tener «agallas», mil y un rasgos o particularidades de esa clase me hacían apreciarlo porque eran precisamente esas idiosincrasias las que caracterizaban a los tipos que había conocido yo de niño. Parecía que el barrio se componía exclusivamente de fracasados entrañables. Los adultos se comportaban como niños y los niños eran incorregibles. Nadie podía elevarse mucho por encima de su vecino o, si no, lo lincharían. Era asombroso que alguien llegara a ser doctor o abogado. Aun así, tenía que ser un buen tío, tenía que aparentar que hablaba como todo el mundo, y tenía que votar por la candidatura demócrata. Oír a McGregor hablar de Platón o Nietzsche, por ejemplo, a sus compañeros era algo inolvidable. En primer lugar, para conseguir permiso siquiera para hablar sobre cosas como Platón o Nietzsche a sus compañeros, tenía que aparentar que le habían surgido sus nombres por pura casualidad; o tal vez dijera que había conocido una noche a un borracho interesante en un bar y aquel borracho había empezado a hablar de esos tipos, Nietzsche y Platón. Incluso hacía como que no sabía del todo cómo se pronunciaban sus nombres. Platón no era ningún tonto, decía apologéticamente. Platón tenía una o dos ideas en el coco, sí, señor, ya lo creo que sí. Le gustaría ver a uno de esos políticos estúpidos de Washington intentando echar un pulso con un tipo como Platón. Y seguía explicando, de ese modo indirecto y prosaico, a sus compañeros de dados la clase de pájaro inteligente que fue Platón en su época y cómo podía compararse con otros hombres de otras épocas. Desde luego, probablemente fuera un eunuco, añadía, para echar un poco de agua fría sobre toda aquella erudición. En aquellos tiempos, explicaba con agudeza, era frecuente que los tíos grandes, los filósofos, se castraran — ¡como lo oís!— para verse libres de toda clase de tentaciones. El otro tipo, Nietzsche, ése era un caso, un caso para el manicomio. Se decía que estaba enamorado de su hermana. Hipersensible, vamos. Tenía que vivir en un clima especial: en Niza, le parecía que era. Por regla general, a McGregor los alemanes no le gustaban demasiado, pero aquel tipo, Nietzsche, era diferente. En realidad, ese Nietzsche odiaba a los alemanes. Afirmaba ser polaco o algo así. El caso es que los caló perfectamente. Decía que eran estúpidos y bestiales, y por Dios que sabía de lo que hablaba. El caso es que los desenmascaró. En pocas palabras, decía que estaban llenos de mierda, y por Dios, ¿es que no tenía razón? ¿Visteis cómo pusieron pies en polvorosa esos cabrones, cuando recibieron unas dosis de su propia medicina? «Mirad, conozco a un tipo que limpió un nido de ellos en la región de Argonne... decía que eran tan viles, que no le daban ganas ni de cagarse en ellos. Decía que ni siquiera desperdiciaría una bala con ellos... se limitaba a romperles la cabeza con una porra. No recuerdo ahora el nombre de ese tipo, pero el caso es que me dijo que vio la tira en los pocos meses que estuvo allí. Dijo que lo que más le divirtió de todo el asunto de los cojones fue cargarse a su propio comandante. No es que tuviera una queja especial de él... simplemente no le gustaba su jeta. No le gustaba la forma como daba las órdenes el tío. La mayoría de los oficiales que murieron recibieron tiros en la espalda, dijo. ¡Les estuvo bien empleado, por capullos! Era un simple chaval del North Side. Creo que ahora regenta unos billares cerca de Wallabout Market. Un tipo tranquilo, que sólo se ocupa de sus asuntos. Pero, si empiezas a hablarle de la guerra, pierde los estribos. Dice que sería capaz de asesinar al presidente de Estados Unidos, si alguna vez intentaran iniciar otra guerra. Sí, señor, y lo haría, os lo digo yo... Pero leche, ¿qué es lo que quería deciros de Platón? Ah, sí...»

Cuando los otros se habían marchado, cambiaba de tono repentinamente: «Tú no eres partidario de hablar así, ¿verdad?» empezaba. No quedaba más remedio que reconocerlo. «Estás equivocado», continuaba. «Tienes que ponerte a su altura, no sabes cuándo puedes necesitar a esos tipos. ¡Tú te comportas como si fueras libre, independiente! Te comportas como si fueses superior a esa gente. Bueno, pues, en eso es en lo que te equivocas. ¿Qué sabes tú dónde estarás dentro de cinco años, o incluso dentro de seis meses? Podrías quedarte ciego, podría pillarte un camión, podrían meterte en el manicomio, no puedes saber lo que te va a ocurrir. Nadie puede saberlo. Podrías estar tan indefenso como un niño de pecho...»

— ¿Y qué? —decía yo.

— Hombre, pues que... ¿no crees que estaría bien tener un amigo, cuando lo necesitases? Podrías estar tan desamparado, que te sintieras contento de tener a un amigo que te ayudase a cruzar la calle. Crees que esos tipos no tienen interés; crees que pierdo el tiempo con ellos. Mira, nunca se sabe lo que un hombre podría hacer por ti algún día. Nadie llega a nada solo...

Era quisquilloso en relación con mi independencia, lo que llamaba mi indiferencia. Si me veía obligado a pedirle un poco de pasta, se mostraba encantado. Eso le proporcionaba la oportunidad de echarme un sermoncito sobre la amistad. «Así, que, ¿tú también necesitas dinero?», decía con una gran mueca de satisfacción que se le extendía por toda la cara. «Así, que, ¿también el poeta tiene que comer? Vaya, vaya... tienes suerte de haber recurrido a mí, Henry, muchacho, porque te aprecio, te conozco, hijoputa sin corazón. Claro que sí, ¿cuánto quieres? No tengo mucho, pero lo dividiré contigo. Creo que es bastante justo, ¿no? ¿O acaso crees, cacho cabrón, que debería dártelo todo y salir a pedir algo prestado para mí? Supongo que quieres una buena comida, ¿eh? Huevos con jamón no sería bastante bueno, ¿verdad? Supongo que te gustaría que cogiera el coche y te llevase al restaurante también, ¿eh? Oye, levántate de esa silla un momento... quiero ponerte un cojín bajo el culo. Bien, hombre, bien; así, que, ¿estás sin blanca? Joder, siempre estás sin blanca... no recuerdo haberte visto nunca con dinero en el bolsillo. Oye, ¿no te sientes nunca avergonzado de ti mismo? Tú hablas de esos vagos con los que me junto... pero, mire usted, señor mío, esos tipos nunca vienen a sacarme diez centavos como tú. Tienen más orgullo... preferirían robarlo a darme un sablazo. Pero, tú, la hostia, tú estás lleno de ideas presuntuosas, tú quieres reformar el mundo y todas esas gilipolleces... no quieres trabajar por dinero, no, tú no... esperas que alguien te lo entregue en bandeja de plata. ¡Venga, hombre! Tienes suerte de que haya tipos como yo que te entienden. Tienes que dejar de engañarte, Henry. Estás soñando. Todo el mundo quiere comer, ¿no la sabes? La mayoría de la gente está dispuesta a trabajar para comer... no se quedan todo el día en la cama como tú y después se ponen los pantalones de repente y recurren al primer amigo que esté a mano. Supongamos que yo no estuviera aquí, ¿qué habrías hecho? No respondas... sé lo que me vas a decir. Pero, escucha, no puedes seguir toda tu vida así. Desde luego, tienes un pico de oro... da gusto oírte. Eres el único tipo que conozco con el que disfruto hablando realmente, pero, ¿adonde te conducirá eso? Un día de éstos te van a encerrar por vagancia. Eres un vago y nada más, ¿lo sabes? Ni siquiera vales lo que esos otros vagos sobre los que me sermoneas. ¿Dónde estás, cuando me encuentro en un apuro? No hay forma de encontrarte. No contestas a mis cartas, no coges el teléfono, hasta te escondes a veces cuando voy a verte. Oye, ya sé... no tienes que explicarme. Sé que no quieres oír mis historias todo el tiempo. Pero, joder, a veces tengo que hablarte realmente. Claro, que te la trae floja. Mientras estés protegido de la lluvia y te eches otra comida para el cuerpo, eres feliz. No piensas en tus amigos... hasta que no estás desesperado. Esa no es forma de comportarte, ¿SÍo no? Di que no y te daré un dólar. Me cago en la leche puta, Henry, eres el único amigo auténtico que tengo, pero eres un hijoputa sinvergüenza, si es que sé lo que me digo. Eres un hijoputa gandul de nacimiento, eso es lo que eres. Prefieres morirte de hambre a dedicarte a algo útil...»

Naturalmente, yo me reía y extendía la mano para el dólar que me había prometido. Eso volvía a irritarlo. «Estás dispuesto a decir cualquier cosa, ¿verdad?, con tal de que te dé el dólar que te he prometido. ¡Vaya un tipo! Hablas de moral... pero, joder, si tienes la ética de una serpiente de cascabel. No, no te lo voy a dar todavía, por Cristo que no. Antes te voy a torturar un poco más. Te voy a hacer ganar este dinero, si puedo. Oye, ¿qué tal si me lustras los zapatos?... Hazlo por mí, ¿quieres? Nunca llegarán a estar brillantes, si no los lustras ahora.» Cojo los zapatos y le pido un cepillo. No me importa lustrarle los zapatos, ni lo más mínimo. Pero también eso parece irritarle. «O sea, que vas a lustrarlos, ¿verdad? Pero, bueno, es el colmo. Oye, ¿dónde está tu orgullo?... ¿Has tenido alguna vez ni una pizca? Y tú eres el tipo que todo lo sabe. Es asombroso. Sabes tantas cosas, que tienes que lustrar los zapatos de tu amigo para sacarle una comida. ¡Me tienes contento! ¡Toma, cabrón, toma el cepillo! Lustra el otro par también, ya que estás.»

Una pausa. Está lavándose en la pila y canturreando. De repente, en tono vivo y alegre: «¿Qué tal tiempo hace hoy, Henry? ¿Hace sol? Oye, conozco el lugar ideal para ti. ¿Qué me dices de unos mejillones con jamón con un poco de salsa tártara al lado? Es una tabernita cerca de la ensenada. Un día como hoy es el día ideal para mejillones y jamón, ¿eh? ¿Qué me dices, Henry? No me digas que tienes algo que hacer... si te llevo ahí, tienes que pasar un rato conmigo; lo sabes, ¿verdad? ¡Hostia, ojalá tuviera tu carácter! Te dejas llevar por la corriente, minuto a minuto. A veces pienso que te va muchísimo mejor que a cualquiera de nosotros, aunque seas un asqueroso hijoputa, traidor y ladrón. Cuando estoy contigo, el día parece pasar como un sueño. Oye, ¿entiendes a lo que me refiero, cuando digo que tengo que verte a veces? Me vuelvo loco estando solo todo el tiempo. ¿Por qué ando tanto tras las gachís? ¿Por qué juego a las cartas toda la noche? ¿Por qué me junto con esos vagos del Point? Necesito hablar con alguien, eso es lo que pasa.»

Un poco después, en la bahía, sentados por encima del agua, tras haberse tomado un whisky y esperando que nos sirvan los mariscos... «La vida no es tan mala, si puedes hacer lo que quieras, ¿eh, Henry? Si hago un poco de pasta, voy a dar la vuelta al mundo... y tú vas a venir conmigo. Sí, aunque no te lo mereces, voy a gastarme un poco de dinero de verdad contigo. Quiero ver cómo actúas, si te aflojo la cuerda. Te voy a dar el dinero ¿entiendes?... No voy a fingir que te lo presto. Veremos qué ocurre con tus bonitas ideas, cuando tengas algo de pasta en el bolsillo. Oye, cuando estaba hablando de Platón el otro día, quería preguntarte una cosa: quería preguntarte si has leído esa historia suya sobre la Atlántida. ¿Sí? Bueno, ¿y qué te parece? ¿Crees que era simplemente un cuento o crees que puede haber existido un lugar así?»

No me atreví a decirle que sospechaba que había cientos y miles de continentes cuya existencia pasada o futura ni habíamos empezado a imaginar, por lo que dije que me parecía posible, en efecto, que hubiera existido un lugar como la Atlántida.

— Bueno, supongo que da igual una cosa que la otra — prosiguió-, pero te voy a decir lo que pienso. Creo que debió de haber una época así, una época en que los hombres eran diferentes. No puedo creer que hayan sido siempre los cerdos que son ahora y han sido durante los últimos milenios. Creo que es posible que hubiera una época en que los hombres sabían vivir, sabían aceptar la vida tal como es y disfrutarla. ¿Sabes lo que me vuelve loco? Mirar a mi viejo. Desde que se jubiló, se pasa el día sentado frente al fuego y desanimado. Para eso trabajó como un esclavo toda su vida, para estarse ahí sentado como un gorila decrépito. Pues, ¡vaya una mierda! Si pensara que eso era lo que me iba a ocurrir a mí, me volaría los sesos ahora mismo. Mira a tu alrededor... mira a la gente que conocemos... ¿conoces a alguien que valga la pena? ¿A qué viene tanto alboroto? Es lo que me gustaría saber. Estarían mucho, pero que mucho mejor, muertos» No son más que estiércol. Cuando estalló la guerra y los vi ir a las trincheras, me dije: «¡Bien! ¡Quizá vuelvan con un poco más de juicio!» Muchos no volvieron, desde luego. Pero, ¡y los otros!... Oye, ¿Crees que se volvieron más humanos, más considerados? ¡Nada de eso! En el fondo son todos unos carniceros; y cuando se ven entre la espada y la pared, chillan. Me ponen enfermo, toda esa pandilla de los cojones. Veo lo que son, al sacarlos en libertad bajo fianza cada día. Lo veo desde los dos lados de la barrera. Los del otro lado son más asquerosos todavía. Vamos, que si te, contara algunas de las cosas que sé sobre los jueces que condenan a esos pobres diablos, te darían ganas de partirles la boca. Basta con que les mires a la cara. Sí, Henry, sí, me gustaría pensar que hubo una época en que las cosas eran diferentes. No hemos visto nunca una vida auténtica... y no vamos a verla. Esto va a durar otros varios miles de años, si no me equivoco. Tú piensas que soy un mercenario. Crees que estoy loco por querer ganar mucho dinero, ¿verdad? Pues, mira, te voy a decir una cosa: quiero ganar una fortuna para sacar los pies de esta basura. Me largaría a vivir con una negra, si pudiera escapar de esta atmósfera. Me he partido los cojones intentando llegar adonde estoy, que no es demasiado lejos. Creo tan poco en el trabajo como tú... lo que pasa es que me educaron así. Si pudiera dar un golpe, si pudiese estafar una fortuna a uno de esos cabrones asquerosos con los que trato, lo haría con la conciencia tranquila. Lo malo es que me conozco las leyes demasiado bien. Pero algún día les engañaré, ya lo verás. Y cuando dé el golpe, será de aupa...

Otro whisky mientras llegan los mariscos, y empieza otra vez. «Decía en serio eso de llevarte de viaje conmigo. Lo estoy pensando en serio. Supongo que me dirás que tienes una mujer y una hija que cuidar. Oye, ¿cuándo vas a separarte de esa gruñona? ¿Es que no sabes que tienes que librarte de ella?» Se echa a reír suavemente. «¡Ja! ¡Ja! ¡Y pensar que fui yo quien la escogió para ti! ¡Nunca habría imaginado que serías tan tonto como para dejarte cazar por ella! Pensaba que te ofrecía un buen polvete y tú pobre idiota, vas y te casas con ella. ¡Ja! ¡Ja! Óyeme, Henry, mientras te queda un poco de juicio: no dejes que esa cara de perro te joda la vida, ¿me entiendes? Me da igual lo que hagas o adonde vayas. No me gustaría nada verte abandonar la ciudad, te lo digo francamente, pero, joder, si tienes que irte a África, lárgate, líbrate de sus garras; es una tía que no te va. A veces, cuando me ligo a una gachí cojonuda, pienso para mis adentros: "Hombre, ésta le iría bien a Henry"... y me propongo presentártela, y después, claro, se me olvida. Pero, joder, hay miles de tías en el mundo con las que te llevas bien, hombre. ¡Y pensar que tenías que ir a escoger a una mala puta mezquina como ésa...! ¿Quieres más jamón? Más vale que comas ahora lo que quieras, ya sabes que después no quedará pasta. Tómate otro trago, ¿eh? Oye, si intentas dejarme plantado hoy, te juro que no te vuelvo a dejar ni un centavo nunca... ¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de esa tía chiflada con la que te casaste. Oye, ¿vas a hacerlo o no? Siempre que te veo, me dices que te vas a escapar, pero nunca lo haces. Supongo que no creerás que la estás manteniendo. No te necesita, tonto, ¿es que no lo ves? Lo único que quiere es torturarte. En cuanto a la niña... pues, joder, si estuviera en tu pellejo, la ahogaría. Eso parece una canallada, ¿verdad?, pero ya sabes lo que quiero decir. Tú no eres padre. No sé qué cojones eres... lo único que sé es que eres un tipo que vale demasiado como para desperdiciar la vida con ellas. Oye, ¿por qué no intentas hacer algo de provecho? Todavía eres joven y tienes buen aspecto. Lárgate a algún sitio, muy lejos, y empieza de nuevo. Si necesitas un poco de dinero, te lo conseguiré. Es como tirarlo a una alcantarilla, lo sé, pero lo haré igualmente. La verdad, Henry, es que te aprecio más que la hostia. He recibido más de ti que de nadie en el mundo. Supongo que tenemos mucho en común, por proceder del mismo barrio. Tiene gracia que no te conociera en aquellos tiempos. ¡Joder, me estoy, poniendo sentimental...!»

El día pasaba así, con mucha comida y bebida, el sol que calentaba, un coche para llevarnos por ahí, puros entre medias, dormitando un poco en la playa mientras estudiábamos con la mirada a las gachís que pasaban, hablando, riendo, cantando un poco también: un día como muchos, muchos otros que pasé así con McGregor. Días así parecían realmente detener la rueda. En la superficie todo era alegría y despreocupación; el tiempo pasaba como un sueño pegajoso. Pero por debajo era fatalista, premonitorio, me dejaba el día siguiente en un estado de inquietud mórbida. Sabía perfectamente que algún día tenía que cortar; sabía perfectamente que estaba perdiendo el tiempo. Pero también sabía que no podía hacer nada... todavía. Tenía que ocurrir algo, algo grande, algo que me hiciera perder la cabeza. Lo único que necesitaba era un empujón, pero tenía que ser una fuerza exterior a mi mundo la que pudiese darme el empujón oportuno, de eso estaba seguro. No podía reconcomerme, porque eso no iba con mi naturaleza. En mi vida todo había salido bien... al final. No estaba destinado a esforzarme. Había que dejar algo en manos de la Providencia: en mi caso, mucho. A pesar de las manifestaciones exteriores de infortunio y desgobierno, sabía que había nacido de pie. La situación exterior era mala, de acuerdo... pero lo que más me preocupaba era la situación interior. Tenía realmente miedo de mí mismo, de mi apetito, mi curiosidad, mi flexibilidad, mi afabilidad, mi capacidad de adaptación. Ninguna situación en sí misma podía asustarme: sin saber cómo, siempre me veía en buena posición, sentado dentro de un ranúnculo, por decirlo así, y chupando la miel. Aunque me metieran en la cárcel, tenía el presentimiento de que lo pasaría bien. Supongo que era porque sabía no resistir. Otra gente se agotaba luchando, esforzándose y afanándose; mi estrategia consistía en flotar con la corriente. Lo que la gente me hacía a mí casi no me preocupaba tanto como lo que hacían a otros o a sí mismos. Me sentía tan cojonudamente bien por dentro, que tenía que cargar con los problemas del mundo. Y por eso es por lo que siempre me encontraba en un lío. No estaba sincronizado con mi propio destino, por decirlo así. Si llegaba a casa una noche, por ejemplo, y no había comida en casa, ni siquiera para la niña, daba media vuelta y me iba a buscarla. Pero lo que notaba en mí, y eso era lo que me asombraba, era que tan pronto estaba fuera y agitándome en busca del papeo, ya estaba otra vez a vueltas con la Weltanschauung. No pensaba en comida para nosotros exclusivamente, pensaba en la comida en todas sus fases, en todas las partes del mundo y a esa hora, y en cómo se obtenía y en cómo se preparaba y lo que la gente hacía, si no la tenía, y en que tal vez hubiera un modo de solucionarlo para que todo el mundo la tuviese, cuando la necesitara, y no hubiese que desperdiciar más tiempo con un problema tan estúpidamente simple. Sentía lástima de mi mujer y mi hija, claro está, pero también sentía lástima de los hotentotes y de los bosquimanos australianos, por no citar a los belgas y a los turcos y a los armenios que se morían de hambre. Sentía lástima de la raza humana, de la estupidez del hombre y de su falta de imaginación. Perderse una comida no era tan terrible... el espantoso vacío de la calle era lo que me perturbaba profundamente. Todas aquellas malditas casas, una tras otra, y todas tan vacías y tan tristes. Magníficos adoquines bajo los pies y asfalto en la calzada y escaleras de una elegancia bella y horrenda para subir a las casas, y, sin embargo, un tipo podía caminar de un lado para otro todo el día y toda la noche sobre esos costosos materiales y estar buscando un mendrugo de pan. Eso era lo que me mataba. Su incongruencia. Si por lo menos pudiera uno salir con una campanilla y gritar: «Escuchen, escuchen, señores, soy un tipo hambriento. ¿Quién quiere que le lustren los zapatos? ¿Quién quiere que le saquen la basura? ¿Quién quiere que le limpien las tuberías?» Si por lo menos pudieses salir a la calle y expresárselo así de claro. Pero, no, no te atreves a abrir el pico. Si dices a un tipo en la calle que estás hambriento, le das un susto de muerte y corre como alma que lleva el diablo. Eso es algo que nunca he entendido. Y sigo sin entenderlo. Todo es tan sencillo: basta con que digas Sí, cuando alguien se te acerque. Y si no puedes decir Sí, cógelo del brazo y pide a algún otro andoba que te ayude. La razón por la que tienes que ponerte un uniforme y matar a hombres que no conoces, simplemente para conseguir un mendrugo de pan, es un misterio para mí. En eso es en lo que pienso, más que en la boca que se lo traga o en lo que cuesta. ¿Por qué cojones ha de importarme lo que cuesta una cosa? Estoy aquí para vivir, no para calcular. Y eso es precisamente lo que los cabrones no quieren que hagas: ¡vivir! Quieren que te pases la vida sumando cifras. Eso tiene sentido para ellos. Eso es razonable. Eso es inteligente. Si yo estuviera al timón, tal vez las cosas no estuviesen tan ordenadas, pero todo sería más alegre, ¡qué hostia! No habría que cagarse en los pantalones por nimiedades. Quizá no hubiera calles pavimentadas ni cachivaches de miles de millones de variedades, tal vez no hubiese siquiera cristales en las ventanas, puede que hubiera que dormir en el suelo, quizá no hubiese cocina francesa ni cocina italiana ni cocina china, tal vez las personas se mataran unas a otras cuando se les acabase la paciencia y puede que nadie se lo impidiera porque no habría ni cárceles ni polis ni jueces, y por supuesto no habría ministros ni legislaturas porque no habría leyes de los cojones que obedecer o desobedecer, y quizá se tardara meses y años en ir de un lugar a otro, pero no se necesitaría un visado ni un pasaporte ni un carnet de identidad porque no estaría uno registrado en ninguna parte ni llevaría un número y, si quisieses cambiar de nombre cada semana, podrías hacerlo, porque daría lo mismo, dado que no poseerías nada que no pudieras llevar contigo y, ¿para qué ibas a querer poseer nada, si todo sería gratuito?

Durante aquel período en que iba de puerta en puerta, de empleo en empleo, de amigo en amigo, de comida en comida, intenté, a pesar de todo, delimitar un poco de espacio para mí que pudiera servirme de fondeadero; se parecía más que nada a un salvavidas en medio de un canal rápido. Quien se acercara a un kilómetro de mí oía el repique doloroso de una campana enorme. Nadie podía ver el fondeadero: estaba sumergido profundamente en el fondo del canal. Se me veía subir y bajar en la superficie, a veces meciéndome suavemente o bien oscilando hacia adelante y hacia atrás agitadamente. Lo que me sujetaba era el enorme escritorio con casilleros que coloqué en el salón. Era el escritorio que había estado en la sastrería del viejo durante los cincuenta últimos años, que había visto nacer muchas facturas y muchos gemidos, que había albergado extraños recuerdos en sus compartimentos, y que al final le había yo soplado cuando estaba viejo y ausente de la sastrería; y ahora se encontraba en el centro en medio de nuestro lúgubre salón en el tercer piso de una respetable casa del barrio más respetable de Brooklin. Tuve que sostener una dura batalla para instalarlo allí, pero insistí en que estuviera allí, en el centro del tinglado. Era como colocar un mastodonte en el centro del consultorio de un dentista. Pero, como mi mujer no tenía amigas que la visitaran y como a mis amigos les habría importado tres cojones que estuviese colgado de la araña, lo dejé en la sala y coloqué alrededor todas las sillas que nos sobraban en un gran círculo y después me senté cómodamente y puse los pies sobre el escritorio y soñé con lo que escribiría, si fuera capaz de escribir. Tenía una escupidera al lado del escritorio, y de vez en cuando escupía en ella para que no se me olvidase que estaba allí. Todos los casilleros y los cajones estaban vacíos; dentro del escritorio o sobre él no había otra cosa que una hoja de papel en blanco en la que me resultaba imposible poner siquiera un garabato.

Cuando pienso en los esfuerzos titánicos que hice para canalizar la lava caliente que bullía dentro de mí, los esfuerzos repetidos mil veces para colocar el embudo en su sitio y captar una palabra, una frase, pienso inevitablemente en los hombres de la antigua edad de piedra. Cien mil, doscientos mil años, trescientos mil años para llegar a la idea del paleolítico. Una lucha quimérica, porque no soñaban con una cosa como el paleolítico. Llegó sin esfuerzo, en un segundo, un milagro podríamos decir, excepto que todo lo que ocurre es milagroso. Las cosas ocurren o no ocurren, y nada más. Nada se realiza mediante el sudor y los esfuerzos. Casi todo lo que llamamos vida es simplemente insomnio, una agonía porque hemos perdido la costumbre de quedarnos dormidos. No sabemos dejarnos llevar. Somos como un muñeco de una caja de sorpresas colocado sobre un resorte y cuanto más esfuerzos hacemos más difícil es volver a la caja.

Creo que si hubiera estado loco, no habría encontrado nada mejor para consolidar mi fondeadero que instalar ese objeto de Neanderthal en medio del salón. Con los pies en el escritorio, recogiendo la corriente, y la columna vertebral cómodamente encajada en un espeso cojín de cuero, estaba en una relación ideal con los restos y desechos que giraban a mi alrededor y que por ser demenciales y formar parte de la corriente, mis amigos intentaban convencerme de que eran la vida. Recuerdo vivamente el primer contacto con la realidad en que entré a través de los pies, por decirlo así. El millón de palabras, fijaos bien, que había escrito, bien ordenadas, bien ensambladas, no eran nada para mí, —vulgares cifras de la antigua edad de piedra—, porque el contacto era a través de la cabeza y la cabeza es un apéndice inútil, a no ser que estés anclado en medio de un canal y en pleno cieno. Todo lo que había escrito antes era material de museo, y la mayoría de lo que se escribe es material de museo y por eso es por lo que no se incendia, no inflama el mundo. Yo era un simple portavoz de la raza ancestral que hablaba a través de mí; ni siquiera mis sueños eran sueños auténticos, genuinos, de Henry Miller. Estar sentado y quieto y concebir una idea que brotara de mí, del salvavidas, era una tarea hercúlea. No me faltaban ideas ni palabras ni capacidad de expresión... me faltaba algo más importante: la palanca que cortara el paso al jugo. La maldita máquina no se detenía, ésa era la dificultad. No sólo estaba en medio de la corriente, sino que, además, la corriente pasaba a través de mí y no podía controlarla en absoluto.

Recuerdo el día en que detuve en seco la máquina y en que el otro mecanismo, el que iba firmado con mis iniciales y que había fabricado con mis propias manos y mi propia sangre, empezó a funcionar lentamente. Había ido a un teatro cercano a ver una función de variedades; era la función de la tarde y tenía una localidad para la galería. Estando en fila en el vestíbulo, experimenté ya una extraña sensación de firmeza. Era como si estuviera coagulándome, convirtiéndome en una masa de jalea reconocible. Era como la última fase de la curación de una herida. Estaba en el punto culminante de la normalidad, lo que es una situación muy anormal. Podía llegar el cólera y echarme su fétido aliento: no importaría. Podía inclinarme a besar las úlceras de una mano leprosa, y ningún mal me sobrevendría. No había simplemente un equilibrio en esa constante contienda entre la salud y la enfermedad, que es a lo máximo a que podemos aspirar la mayoría de nosotros, sino que había un número positivo en la sangre que significaba que, al menos por unos momentos, la enfermedad estaba completamente derrotada. Si uno tuviera la sagacidad de arraigar en ese momento, no volvería nunca a estar enfermo ni a ser desgraciado ni a morir siquiera. Pero llegar a esa conclusión es dar un salto que le llevaría a uno a una época anterior a la antigua edad de la piedra. En ese momento no estaba soñando siquiera con arraigar; estaba experimentando por primera vez en mi vida el significado de lo milagroso. Me sentí tan asombrado al oír mis propias piezas engranarse, que estaba dispuesto a morir allí y entonces por el privilegio de la experiencia.

Lo que ocurrió fue lo siguiente... Al pasar ante el portero con el boleto roto en la mano, las luces se apagaron y subió el telón. Me quedé ligeramente aturdido un momento por la repentina oscuridad. Mientras el telón subía lentamente, tuve la sensación de que a lo largo de las eras el hombre se había visto calmado siempre misteriosamente por ese breve momento que precede al espectáculo. Sentía el telón subiendo en el hombre. E inmediatamente comprendí también que ése era un símbolo que se le presentaba incesantemente en el sueño y que, si hubiera estado despierto, los actores nunca habrían entrado en escena, sino que él, el Hombre, habría subido a las tablas. No concebí esa idea: fue una comprensión, como digo, y era tan simple y abrumadoramente clara, que la máquina se detuvo ante mi propia presencia bañada en una realidad luminosa. Aparté la vista del escenario y contemplé lentamente las escaleras, con la mano apoyada en la barandilla. El hombre podría haber sido yo mismo, el antiguo yo que había estado caminando siempre dormido desde que nací. No abarqué con la mirada toda la escalera, sólo los pocos escalones que el hombre había subido o estaba subiendo en el momento en que comprendí todo. El hombre no llegó nunca al final de las escaleras y nunca apartó la mano de la barandilla. Sentí que bajaba el telón, y por unos pocos momentos más me encontré entre bastidores moviéndome entre los decorados, como el tramoyista que se despierta repentinamente y no está seguro de si sigue soñando o si está contemplando un sueño en el escenario. Era tan fresco y tan verde, tan extraordinariamente nuevo como las tierras de pan y queso que las doncellas de Biddenden veían cada día de su larga vida unidas a las caderas. ¡Vi sólo lo que estaba vivo! El resto se desvaneció en una penumbra. Y fue para mantener el mundo vivo para lo que corrí a casa sin esperar a ver la función y me senté a describir el pequeño tramo de escaleras que es imperecedero.

Era más o menos por aquella época cuando los dadaístas —a los que iban a seguir poco después los surrealistas— estaban en su apogeo. No oí hablar de ninguno de los dos grupos hasta unos diez años después; nunca leí un libro francés ni tuve nunca una idea francesa. Quizá fuera yo el único dadaísta de América y no lo sabía. Tenía tan poco contacto con el mundo exterior, que igual podría haber estado viviendo en las junglas del Amazonas. Nadie entendía aquello de lo que yo escribía ni por qué escribía de ese modo. Estaba tan lúcido, que decían que estaba chiflado. Estaba describiendo el Nuevo Mundo... demasiado pronto desgraciadamente, porque todavía no se había descubierto y no podía convencerse a nadie de que existiera. Era un mundo ovárico, todavía escondido en las trompas de Falopio. Naturalmente, nada estaba formulado claramente: sólo había visible la leve insinuación de una espina dorsal, y desde luego ni brazos ni piernas, ni pelo, ni uñas, ni dientes. En el sexo no había ni que soñar; era el mundo de Cronos y su progenie ovicular. Era el mundo de la pizca, en que cada pizca era indispensable, espantosamente lógica, y absolutamente imprevisible. No existía algo así como una cosa, porque faltaba el concepto de «cosa».

Digo que era un Mundo Nuevo el que estaba describiendo, pero, como el Nuevo Mundo que Colón descubrió, resultó ser un mundo mucho más antiguo que cualquiera de los que hemos conocido. Por debajo de la fisonomía superficial de piel y huesos vi el mundo indescriptible que el mundo siempre ha llevado consigo; no era ni antiguo ni nuevo, sino el mundo eternamente verdadero que cambia de un momento a otro. Todo lo que miraba era un palimpsesto y no había capa de escritura, por extraña que fuese, que yo no descifrara. Cuando mis compañeros me dejaban por la noche, muchas veces me sentaba y escribía a mis amigos los bosquimanos australianos o a los Mound Builders[1] del valle del Mississippi o a los igorrotes de las Filipinas. Tenía que escribir en inglés, naturalmente, porque era la única lengua que hablaba, pero entre la lengua y el código telegráfico empleado por mis amigos del alma había un mundo de diferencia. Cualquier hombre primitivo me habría entendido, cualquier hombre de épocas arcaicas me habría entendido: sólo los que me rodeaban, es decir, un continente de cien millones de personas, eran incapaces de entender mi lenguaje. Para escribir de forma inteligible para ellos me habría visto obligado en primer lugar a matar algo y, en segundo lugar, a detener el tiempo. Acababa de comprender que la vida es indestructible y que no existe una cosa como el tiempo, sólo el presente. ¿Esperaban que negara una verdad que había tardado toda la vida en vislumbrar? Sin lugar a dudas eso era lo que esperaban. La única cosa que no querían oír era que la vida era indestructible. ¿Acaso no se alzaba su precioso nuevo mundo sobre la destrucción de los inocentes, sobre la violación y el pillaje y la tortura y la devastación? Ambos continentes se habían visto violados; ambos continentes se habían visto despojados y saqueados de todo lo precioso... en cosas. En mi opinión, a ningún hombre se le ha sometido a una humillación mayor que a Moctezuma; ninguna raza ha sido exterminada más despiadadamente que la del indio americano; ninguna tierra ha sido violada del modo execrable e infame como lo fue California por los buscadores de oro. Siento vergüenza al pensar en nuestros orígenes: nuestras manos están empapadas de sangre y crimen. Y la carnicería y el pillaje no cesan, como descubrí con mis propios ojos viajando a lo largo y ancho del país. Cualquier hombre, hasta el amigo más íntimo, es un asesino en potencia. Muchas veces no necesitaban sacar el rifle ni el lazo ni la calimba: habían encontrado formas más sutiles y perversas de torturar y matar a sus semejantes. Pues la agonía más dolorosa era que aniquilaran la palabra antes de que hubiese salido siquiera de la boca. La amarga experiencia me enseñó a callar; aprendí incluso a quedarme sentado en silencio, e incluso a sonreír, cuando en realidad estaba echando espuma por la boca. Aprendí a estrechar las manos y a decir cómo está usted a todas esas fieras de aspecto inocente que lo único que esperaban era que me sentara para chuparme la sangre.

¿Cómo iba a ser posible, cuando me sentaba a mi escritorio prehistórico en el salón, usar aquel lenguaje cifrado de la violación y el asesinato? Estaba solo en ese gran hemisferio de violencia, pero no estaba en relación con la raza humana. Estaba solo en medio de un mundo de cosas iluminado por destellos fosforescentes de crueldad. Deliraba con una energía que no se podía liberar salvo al servicio de la muerte y la futilidad. No podía empezar con una declaración completa: habría significado la camisa de fuerza o la silla eléctrica. Era como un hombre que había estado encarcelado demasiado tiempo en una mazmorra: tenía que abrirme paso despacio, vacilante, para no caer y ser pisoteado. Tenía que acostumbrarme gradualmente a los inconvenientes de la libertad. Tenía que crecerme una nueva epidermis que me protegiera de aquella luz abrasadora del cielo.

El mundo ovárico es el producto de un ritmo de vida. En el momento en que nace un niño pasa a formar parte de un mundo en que hay no sólo el ritmo de la vida, sino también el ritmo de la muerte. El deseo desesperado de vivir, de vivir a toda costa, no es el resultado del ritmo de vida en nosotros, sino del ritmo de muerte. No sólo no hay necesidad de mantenerse vivo a toda costa, sino que, además, si la vida es indeseable, es un error tremendo. Ese mantenerse uno vivo, por una ciega inclinación a derrotar a la muerte, es en sí mismo una forma de sembrar la muerte. Todo el que no haya aceptado la vida plenamente, que no esté aumentando la vida, está ayudando a llenar el mundo de muerte. Hacer el gesto más simple con la mano puede comunicar el mayor sentido de vida; una palabra pronunciada con todo el ser puede dar vida. La actividad en sí misma no significa nada: con frecuencia es un signo de muerte. Por la simple presión exterior, por la fuerza del ambiente y del ejemplo, por el propio clima que la actividad engendra, puede uno convertirse en parte de una monstruosa máquina de muerte, como América, por ejemplo. ¿Qué sabe una dinamo de la vida, de la paz, de la realidad? ¿Qué sabe cualquier dinamo americana individual de la sabiduría y de la energía, de la vida abundante y eterna que posee un mendigo harapiento sentado bajo un árbol en el acto de meditar? ¿Qué es la energía? ¿Qué es la vida? Basta con leer las estúpidas chácharas de los libros de texto científicos y filosóficos para comprender que el saber de esos americanos enérgicos es menos que nada. Mirad, a mí me tuvieron ajetreado, esos monomaniacos del caballo de vapor; para romper su ritmo demencial, su ritmo de muerte, tuve que recurrir a una longitud de onda que, hasta que encontrase el apoyo apropiado en mis entrañas, anularía por lo menos el ritmo que habían establecido. Desde luego no necesitaba aquel escritorio grotesco, incómodo, antediluviano que había instalado en el salón; desde luego, no necesitaba doce sillas vacías colocadas alrededor en semicírculo; lo único que necesitaba era espacio amplio para escribir y una decimotercera silla que me sacara del zodíaco que ellos usaban y me colocase en un cielo más allá del cielo. Pero cuando se conduce a un hombre casi hasta la locura y cuando, para su propia sorpresa quizá, descubre que todavía le queda alguna resistencia, algunas fuerzas propias, entonces es probable descubrir que esa clase de hombre actúa en gran medida como un hombre primitivo. Esa clase de hombre no sólo es capaz de volverse terco y obstinado, sino también supersticioso, un creyente en la magia y un practicante de la magia. Esa clase de hombre se sitúa más allá de la religión... de lo que sufre es de su religiosidad. Esa clase de hombre se convierte en un monomaníaco, empeñado en hacer solamente una cosa, a saber, destruir el maleficio que le han echado. Esa clase de hombre ha superado eso de tirar bombas, ha superado la rebelión; quiere dejar de reaccionar, ya sea inerte o ferozmente. Ese hombre, de entre todos los hombres de la tierra, quiere que el acto sea una manifestación de vida. Si, al comprender su terrible necesidad, empieza a actuar regresivamente, a volverse asocia!, a balbucir y tartamudear, a mostrarse tan totalmente inadaptado como para ser incapaz de ganarse la vida, sabed que ese hombre ha encontrado el camino del regreso al útero y a la fuente de la vida y que mañana, en lugar del despreciable objeto de ridículo en que lo habéis convertido, dará su paso adelante como un hombre por derecho propio y nada podrán contra él todos los poderes del mundo.

A partir del tosco código con que comunica desde su prehistórico escritorio con los hombres arcaicos del mundo se forma un nuevo lenguaje que se abre paso a través del lenguaje muerto del momento, como la radio a través de una tormenta. No hay magia en esa longitud de onda como tampoco la hay en el útero. Los hombres están solos y no comunican entre sí porque todos los inventos hablan sólo de la muerte. La muerte es el autómata que gobierna el mundo de la actividad. La muerte es silenciosa, porque carece de boca. La muerte no ha expresado nunca nada. La muerte es maravillosa también... después de la vida. Sólo alguien como yo que haya abierto la boca y haya hablado, sólo alguien que haya dicho Sí, Sí, Sí, y otra vez ¡Sí!, puede abrir los brazos a la muerte sin sentir miedo. La muerte como recompensa, ¡sí! La muerte como resultado de la realización, ¡sí! La muerte como corona y escudo, ¡sí! Pero no la muerte desde las raíces, que aísla a los hombres, que los llena de amargura, temor y soledad, que les infunde una energía estéril, que los hinche de una voluntad que sólo puede decir ¡No! La primera palabra que cualquier hombre escribe cuando se ha encontrado a sí mismo, cuando ha encontrado su ritmo, que es el ritmo de la vida, es ¡Sí! Todo lo que escribe a continuación es Sí, Sí, Sí... Sí en mil millones de formas. Ninguna dinamo, por enorme que sea —ni siquiera una dinamo de cien millones de almas muertas—, puede combatir a un hombre que dice ¡Sí!

Seguía la guerra y los hombres morían como moscas, un millón, dos millones, cinco millones, diez millones, veinte millones, finalmente cien millones, después mil millones, todo el mundo, hombres, mujeres y niños, hasta el último. «¡No!», gritaban. «¡No!, ¡no pasarán!» Y, sin embargo, todo el mundo pasaba; todo el mundo tenía el paso libre, ya gritara Sí o No. En medio de aquella triunfante demostración de ósmosis espiritualmente destructiva yo estaba sentado con los pies puestos sobre el gran escritorio intentando comunicar con Zeus el Padre de la Atlántida y con su progenie desaparecida, sin saber que Apollinaire iba a morir antes del Armisticio en un hospital militar, sin saber que en su «nueva escritura» había compuesto estos versos indelebles:

Sed indulgentes cuando nos comparéis

Con quienes fueron la perfección del orden

Nosotros que por doquier buscamos la aventura

Queremos daros vastos y extraños dominios

En que el misterio en flor se ofrece a quien quiera cogerlo.

Ignoraba que en ese mismo poema había escrito:

Tened piedad de nosotros que siempre combatimos en las fronteras

De lo ilimitado y del porvenir

Piedad de nuestros errores piedad de nuestro pecados.

Ignoraba que entonces vivían hombres que respondían a los exóticos nombres de Blaise Cendrars, Jacques Vaché, Louis Aragon, Tristan Tzara, René Crevel, Henri de Montherlant, André Breton, Max Ernst, George Grosz; ignoraba que el 14 de julio de 1916, en el Saal Waag, en Zurich, se había proclamado el primer Manifiesto Dadá — «manifiesto del señor antipirina»—, que en ese extraño documento se declaraba: «Dadá es la vida sin zapatillas ni paralelo... severa necesidad sin disciplina ni moralidad y escupimos en la humanidad.» Ignoraba que el Manifiesto Dadá de 1918 contenía estas líneas: «Estoy escribiendo un manifiesto y no quiero nada, pero digo ciertas cosas, y estoy en contra de los manifiestos por principio, como también estoy en contra de los principios... Escribo este manifiesto para mostrar que se pueden realizar al mismo tiempo acciones opuestas; estoy en contra de la acción; a favor de la contradicción continua, también de la afirmación, no estoy ni en contra ni a favor y no explico, porque odio el sentido común... Hay una literatura que no llega a la masa voraz. La obra de los creadores, surgida de una necesidad real del autor, y para sí mismo. Conciencia de un egotismo supremo en que las estrellas se consumen... Cada página debe explotar, ya sea con lo profundamente serio y pesado, el torbellino, el vértigo, lo nuevo, lo eterno, con el engaño abrumador, con un entusiasmo por los principios o con el modo de tipografía. Por un lado, un mundo tambaleante y huidizo prometido en matrimonio con las campanillas de la gama infernal; por otro lado: seres nuevos...»

Treinta y dos años después y todavía estoy diciendo ¡Sí! ¡Sí señor antipirina! ¡Sí, señor Tristan Bustanoby Tzara! ¡Sí, señor Max Ernst Geburt! ¡Sí!, señor René Crevel, ahora que se ha suicidado usted, sí, el mundo está loco, tenía usted razón. Sí, señor Blaise Cendrars, tenía usted razón en matar. ¿Fue el día del Armisticio cuando publicó usted su librito J'ai tué? Sí, «seguid adelante, hijos míos, humanidad...» Sí, Jacques Vaché, muy cierto: «El arte debería ser algo divertido y un poco aburrido.» Sí, mi querido difunto Vaché, qué razón tenía usted y qué divertido y qué aburrido y conmovedor y tierno y cierto: «Corresponde a la esencia de los símbolos ser simbólicos». ¡Dígalo otra vez, desde el otro mundo! ¿Tiene un megáfono ahí arriba? ¿Ha encontrado todos los brazos y piernas volados durante la refriega? ¿Puede juntarlos de nuevo? ¿Recuerda el encuentro en Nantes con André Breton en 1916? ¿Celebraron juntos el nacimiento de la histeria? ¿Le había dicho a usted André Breton que sólo existe lo maravilloso y nada más que lo maravilloso y que lo maravilloso es siempre maravilloso...? ¿Y acaso no es maravilloso volverlo a oír, aunque tengas los oídos tapados? Quiero incluir aquí, antes de pasar a otra cosa, un pequeño retrato de usted por Emili Bouvier para mis amigos de Brooklin que puede que no me reconocieran entonces, pero que me reconocerán ahora, estoy seguro...

«...no estaba loco en absoluto, y podía explicar su conducta, cuando la ocasión lo exigía. No por ello dejaban sus acciones de ser tan desconcertantes como las peores excentricidades de Jarry. Por ejemplo, apenas acababa de salir del hospital se empleó de estibador, y en adelante pasaba las tardes descargando carbón en los muelles del Loira. En cambio, por la noche recorría los cafés y cinemas, vestido a la última moda y con muchas variaciones de traje. Más aún, en tiempo de guerra, a veces se pavoneaba en uniforme de teniente de húsares, a veces en el de oficial inglés, de aviador o de cirujano. En la vida civil, se mostraba igualmente libre y desenvuelto, sin importarle presentar a Breton con el nombre de André Salmon, al tiempo que se atribuía a sí mismo, pero sin la menor vanidad, los títulos y aventuras más maravillosos. Nunca decía buenos días ni buenas noches ni adiós, y nunca hacía el menor caso de las cartas, excepto las de su madre, cuando tenía que pedir dinero. No reconocía a sus mejores amigos de un día para otro...»

¿Me reconocéis, muchachos? Un simple muchacho de Brooklin comunicando con los albinos pelirrojos de la región zuni. Preparándose, con los pies en el escritorio, para escribir «obras fuertes, obras por siempre incomprensibles», como prometían mis difuntos camaradas. Esas «obras fuertes»... ¿las reconoceríais, si las vierais? ¿Sabéis que de los millones de muertes que hubo ni una de ellas era necesaria para producir «la obra fuerte» ? [Nuevos seres, sí! Todavía necesitamos nuevos seres. Podemos prescindir del teléfono, del automóvil, de los bombarderos de primera... pero no podemos prescindir de nuevos seres. Si la Atlántida quedó sumergida bajo el mar, si la Esfinge y las Pirámides siguen siendo un enigma eterno, es porque no nacían más seres nuevos. ¡Parad la máquina un momento! ¡Volvamos atrás! Volvamos a 1914, a la secuencia del Kaiser montado en su caballo. Mantenedlo así un momento sentado ahí con el brazo marchito sosteniendo las riendas. ¡Miradle el bigote! ¡Contemplad su altivo aspecto de orgullo y arrogancia! Mirad su carne de cañón formando con la más estricta disciplina, todos dispuestos a obedecer a la voz de mando, a dejarse matar, a dejarse destripar, a dejarse quemar en cal viva. Ahora mantened la imagen así un momento, y mirad al otro lado: los defensores de nuestra gran y gloriosa civilización, los hombres que harán la guerra para acabar con la guerra. Cambiadles la ropa, cambiad los uniformes, cambiad los caballos, cambiad las banderas, cambiad el terreno. ¡Dios mío! ¿Es el Kaiser a quien veo montado en un caballo blanco? ¿Son ésos los terribles humanos? ¿Y dónde está el Gran Bertha? Ah, ya veo... pensaba que estaba apuntando a Notre Dame. La humanidad, hijos míos, la humanidad de siempre avanzando en vanguardia... ¿Y las obras fuertes de que estábamos hablando? ¿Dónde están las obras fuertes? Llamad a la Western Union y enviad a un mensajero de pies veloces... no a un inválido ni a un octogenario, sino, ¡a un joven! Pedidle que busque la gran obra y que la vuelva a traer. La necesitamos. Tenemos un museo nuevecito esperando para albergarla... y celofán y el sistema decimal de Dewey para archivarla. Lo único que necesitamos es el nombre del autor. Aunque no tenga nombre, aunque sea una obra anónima, no protestaremos. Aunque contenga un poco de gas de mostaza, no nos importará. Traedla viva o muerta: hay una recompensa para el hombre que la traiga.

Y si os dicen que tenía que ser así, que no podía ser de otro modo, que Francia hizo todo lo que pudo y Alemania todo lo que pudo y que la pequeña Liberia y el pequeño Ecuador y todos los demás aliados hicieron también todo lo que pudieron y que, desde que acabó la guerra, todo el mundo ha estado haciendo todo lo que podía para hacer las paces o para olvidar, decidles que no basta con que hagan todo lo que puedan, que no queremos volver a oír esa lógica de «hacer todo lo que se puede», decidles que no queremos la mejor parte de un mal trato, que no creemos en tratos buenos o malos ni en los monumentos relativos a la guerra. No queremos oír hablar de la lógica de los acontecimientos... ni de clase alguna de lógica. «Je ne parle pas logique», dijo Montherland, «je parle générosité». No creo que lo oyerais bien, pues estaba en francés. Voy a repetirlo para vosotros, en la propia lengua de la reina: «No hablo lógica, hablo generosidad.» Es inglés malo, como la propia reina podría hablarlo, pero es claro. Generosidad... ¿oís? Nunca la practicáis, ninguno de vosotros, ni en la paz ni en la guerra. No sabéis lo que significa esa palabra. Creéis que suministrar cañones y municiones al bando vencedor es generosidad; creéis que enviar enfermeras de la Cruz Roja o el Ejército de Salvación al frente es generosidad. Creéis que una gratificación con veinte años de retraso es generosidad; creéis que una pequeña pensión y una silla de ruedas es generosidad; creéis que devolver su antiguo empleo a un hombre es generosidad. No sabéis lo que la guerra de los cojones significa, ¡cacho cabrones! Ser generoso es decir Sí antes incluso de que el hombre haya abierto la boca. Para decir Sí primero tienes que ser surrealista o dadaísta, porque hayas entendido lo que significa decir No. Incluso puedes decir Sí, y No al mismo tiempo, con tal de que hagas más de lo que se espera de ti. Sé un estibador de día y un Beau Brummel de noche. Lleva cualquier uniforme, con tal de que no sea tuyo. Cuando escribas a tu madre, pídele que afloje un poco de pasta para que puedas tener un trapo limpio para lavarte el culo. No te inquietes, si ves a tu vecino persiguiendo a su mujer con un cuchillo: probablemente tenga razones poderosas para perseguirla, y, si la mata, puedes estar seguro de que tiene la satisfacción de saber por qué lo ha hecho. Si estás intentando mejorar tu inteligencia, ¡desiste! No se puede mejorar la inteligencia. Mírate el corazón y las entrañas: el cerebro está en el corazón.

Ah, sí, si hubiera sabido entonces que esos andobas existían —Cendrars, Vaché, Grosz, Ernst, Apollinaire—, si hubiese sabido eso, si hubiera sabido que a su modo estaban pensando las mismas cosas exactamente que yo, creo que habría explotado. Sí, creo que habría estallado como una bomba. Pero lo ignoraba. Ignoraba que casi cincuenta años antes un judío loco en Sudamé-rica había alumbrado frases tan asombrosamente maravillosas como «la duda del pato con labios de vermouth» o «he visto a un higo comerse un onagro», que por la misma época un francés, que no era más que un niño, estaba diciendo: «Busca flores que sean sillas»... «mi hambre es trocitos de aire negro»... «su corazón, ámbar y yesca». Quizás en la misma época, poco más o menos, mientras Jarry decía «al comer el sonido de las polillas», y Apollinaire repetía tras él: «cerca de un caballero que se tragaba a sí mismo», y Breton murmuraba suavemente: «los pedales de la noche se mueven ininterrumpidamente», quizás «en el aire bello y negro» que el judío solitario había encontrado bajo la Cruz del Sur, otro hombre, también solitario y exiliado y de origen español, estaba preparándose para escribir estas palabras memorables: «En conjunto, procuro consolarme de mi exilio, de mi exilio de la eternidad, de ese destierro que gusto llamar mi descielo... En el momento presente creo que la mejor forma de escribir esta novela es decir cómo debería escribirse. Es la novela de la novela, la creación de la creación. O Dios de Dios, Deus de Deo.» Si hubiera yo sabido que iba a añadir esto, esto que sigue, con toda seguridad habría estallado como una bomba. «...Por estar loco se entiende perder la razón. La razón, pero no la verdad, pues hay locos que dicen verdades, mientras que otros guardan silencio...» Al hablar de estas cosas, al hablar de la guerra y de los muertos en la guerra, no puedo dejar de decir que unos veinte años después tropecé con esto en francés escrito por un francés. ¡Oh, milagro de milagros! «II faut le dire, il y a des cadavres que je ne respecte qu'a moitié.» ¡ Sí, sí, y otra vez sí! ¡ Oh, hagamos algo imprudente... por el puro placer de hacerlo! ¡Hagamos algo vivo y magnífico, aunque sea destructivo! Dijo el zapatero loco: «Todas las cosas se engendran a partir del gran misterio, y pasan de un grado a otro. Lo que quiera que avance en su grado no es objeto de abominación.»

En todas partes y en todas las épocas el mismo mundo ovárico anunciándose. Pero también, paralelos con esos anuncios, esas profecías, esos manifiestos ginecológicos, paralelos y contemporáneos de ellos, nuevos postes totémicos, nuevos tabúes, nuevas danzas de guerra. Mientras que los hermanos del hombre, los poetas, los excavadores del futuro, lanzaban al aire sus mágicos versos, en esa misma época, ¡oh, insondable y desconcertante enigma!, otros hombres estaban diciendo: «Haga el favor de venir a tomar un empleo en nuestra fábrica de armas. Le prometemos los salarios más altos, las condiciones más higiénicas. El trabajo es tan fácil, que hasta un niño podría hacerlo.» Y si tenías una hermana, una esposa, una tía, con tal de que pudiera servirse de sus manos, con tal de que pudiese demostrar que no tenía malas costumbres, te invitaban a llevarla o llevarlas contigo a la fábrica de municiones. Si temías ensuciarte las manos, te explicaban cómo funcionaban aquellos delicados mecanismos, lo que hacían cuando explotaban y por qué no debías desperdiciar ni siquiera la basura porque... et ipso facto e pluribus unum. Lo que me impresionaba al hacer el recorrido en busca de trabajo no era tanto que me hicieran vomitar cada día (suponiendo que hubiera tenido la suerte de meterme algo en las tripas) como que siempre quisieran saber si tenías buenas costumbres, si eras formal, si no bebías, si eras diligente, si habías trabajado antes y, si no, por qué no. Hasta la basura, cuya recogida para el ayuntamiento fue uno de los trabajos que conseguí, era preciosa para ellos, los asesinos. A pesar de estar en la porquería hasta las rodillas, de estar en la posición social más baja posible, de ser un coolie, un paria, participaba en el fraude de la muerte. Intentaba leer el Infierno de Dante por la noche, pero estaba en inglés y el inglés no es lengua para una obra católica. «Lo que quiera que en sí mismo entre en su propio ser, es decir, en su lubet...» ¡Lubetí ¡ Si hubiera tenido entonces una palabra así para mis invocaciones, ¡qué apaciblemente me habría dedicado a mi recogida de la basura! ¡Qué agradable por la noche, cuando Dante está fuera de alcance y las manos huelen a porquería y a cieno, adoptar esta palabra que en holandés significa «lascivia» y en latín «libitum» o el divino beneplaciturn. Metido hasta las rodillas en la porquería, dije un día lo que, según cuentan, dijo Meister Eckhart hace mucho: «En verdad necesito a Dios, pero Dios me necesita a mí también.» Había un trabajo esperándome en el matadero, un trabajito agradable de seleccionar vísceras, pero no conseguí juntar el dinero para el billete hasta Chicago. Me quedé en Brooklin, en mi propio palacio de vísceras, y di vueltas y más vueltas en el plinto del laberinto. Me quedé en casa buscando la «vesícula germinal», «el castillo del dragón en el fondo del mar», «el Arpa Celestial», «el campo de la pulgada cuadrada», «la casa del pie cuadrado», «el pasaje oscuro», «el espacio del Cielo antiguo». Me quedé encerrado, prisionero de Fórculo, el dios de la puerta, de Cardea, dios de la bisagra, y de Limencio, dios del umbral. Hablé sólo con sus hermanas, las tres diosas llamadas Miedo, Palidez y Fiebre. No vi «lujo asiático», como vio o imaginó ver San Agustín. Tampoco vi «nacer los dos gemelos, tan cerca uno del otro, que el segundo iba cogido al talón del primero». Pero vi una calle llamada Myrtle Avenue, que va de Borough Hall a Fresh Pond Road, y por esa calle nunca caminó santo alguno (de lo contrario, se habría desmoronado), por esa calle nunca pasó milagro alguno, ni poeta alguno, ni especie alguna de genio humano, ni creció en ella nunca flor alguna, ni le dio el sol de lleno, ni la bañó nunca la lluvia. Por el Inferno auténtico que tuve que aplazar durante veinte años os doy Myrtle Avenue, uno de los innumerables caminos de herradura recorridos por monstruos de hierro que conducen al corazón vacío de América. Si sólo habéis visto Essen o Manchester o Chicago o Bayonne, no habéis visto nada del magnífico vacío del progreso y la ilustración. Querido lector, debes ver Myrtle Avenue antes de morir, aunque sólo sea para comprender hasta qué punto caló Dante en el futuro. Tienes que creerme, si te digo que ni en esa calle, ni en las casas que se alinean a sus lados, ni en los adoquines con que está pavimentada, ni en la estructura elevada que la corta en dos, ni en criatura alguna que lleve un nombre y viva en ella, ni en animal alguno, ave o insecto, que pase por ella camino del matadero o de vuelta de él, hay esperanza alguna de «lubet», «sublimación» o «abominación». No es una calle de pena, pues la pena sería humana y reconocible, sino de puro vacío: está más vacía que el volcán más extinto, más vacía que una vacuidad, más vacía que la palabra Dios en labios de un descreído.

He dicho que no sabía ni una palabra de francés entonces, y es verdad, pero estaba precisamente a punto de hacer un gran descubrimiento, un descubrimiento que iba a compensar el vacío de Myrtle Avenue y de todo el continente americano. Casi había llegado a la costa de ese gran océano francés que responde al nombre de Elie Faure, océano por el que los propios franceses apenas han navegado y que, al parecer, han confundido con un mar interior. Al leerlo incluso en una lengua tan marchita como ha llegado a ser la inglesa, veía que ese hombre que había descrito la gloria de la raza humana en el puño de la camisa era el padre Zeus de la Atlántida, al que yo había estado buscando. Un océano lo he llamado, pero también era una sinfonía mundial. Fue el primer músico que los franceses han producido; era exaltado y controlado, una anomalía, un Beethoven galo, un gran médico del alma, un pararrayos gigantesco.

También era un girasol que giraba con el sol, siempre bebiendo en la luz, siempre radiante y resplandeciente de vitalidad. Nunca fue optimista ni pesimista, de igual modo que no se puede decir que el océano sea benéfico o malévolo. Creía en la raza humana. Hizo crecer un codo a la raza, al darle su dignidad, su fuerza, su necesidad de creación. Veía todo como creación, como gozo solar. No lo consiguió ordenadamente, sino musicalmente. Era indiferente al hecho de que los franceses tengan mal oído... estaba orquestando el mundo entero simultáneamente. Así, pues, cuál no sería mi asombro, cuando unos años después llegué a Francia, para descubrir que no había monumentos erigidos a él ni calles que llevaran su nombre. Peor aún, durante nada menos que ocho años ni una sola vez oí a un francés citar su nombre. Tuvo que morir para que lo colocasen en el panteón de las deidades francesas... ¡y qué aspecto más macilento deben de presentar sus deíficos contemporáneos en presencia de ese sol radiante! Si no hubiera sido médico, lo que le permitió ganarse la vida, ¡qué no le habría podido pasar! ¡Quizás otra mano hábil para los camiones de la basura! El hombre que hizo que los frescos egipcios cobraran vida con todos sus colores fulgurantes, ese hombre podía perfectamente haberse muerto de hambre, para lo que al público le importaba. Pero era un océano y los críticos se ahogaban en dicho océano, y los directores de periódicos y los editores y el público también. Tardará milenios en secarse, en evaporarse. Tardará tanto como los franceses en adquirir oído para la música.

Si no hubiera habido música, habría acabado en el manicomio como Nijinsky (fue por aquella época más o menos cuando descubrieron que Nijinsky estaba loco). Lo habían descubierto regalando su dinero a los pobres... ¡lo que siempre es mala señal! Mi mente estaba llena de tesoros maravillosos, mi gusto era fino y exigente, mis músculos estaban en condiciones excelentes, mi apetito era vigoroso, mi aliento sano. No tenía nada que hacer salvo perfeccionarme, y me estaba volviendo loco con los progresos que hacía cada día. Aun cuando hubiera un empleo que pudiese desempeñar, no podía aceptarlo, porque lo que necesitaba no era un trabajo, sino una vida más rica. No podía desperdiciar el tiempo haciendo de maestro, abogado, médico, político o cualquier otra cosa que la sociedad pudiera ofrecer. Era más fácil aceptar trabajos humildes porque me dejaban la mente en libertad. Después de que me despidiesen del empleo de basurero, recuerdo que pasé a trabajar con un evangelista que parecía tener gran confianza en mí. Hacía las funciones de conserje, cobrador y secretario particular. El me reveló todo el mundo de la filosofía india. Por las noches, cuando estaba libre, me reunía con mis amigos en casa de Ed Bauries, que vivía en un barrio aristocrático de Brooklin. Ed Bauries era un pianista excéntrico que no sabía leer ni una nota. Tenía un compañero del alma llamado George Neumiller con el que a menudo tocaba dúos. De la docena aproximada que nos congregábamos en casa de Ed Bauries, casi todos sabíamos tocar el piano. Todos contábamos entre veintiuno y veinticinco años por aquel entonces, nunca llevábamos mujeres con nosotros y casi nunca mencionábamos el tema de las mujeres durante aquellas sesiones. Teníamos mucha cerveza para beber y toda una gran casa a nuestra disposición, pues era en verano, cuando su familia estaba fuera, cuando celebrábamos nuestras reuniones. Aunque había otra docena de casas de las que podría hablar, cito la de Ed Bauries porque era representativa de algo que no he encontrado en ningún otro lugar del mundo. Ni Ed Bauries ni ninguno de mis amigos sospechaba la clase de libros que leía yo ni las cosas que ocupaban mi mente. Cuando aparecía, me recibían entusiásticamente... como a un payaso. Esperaban de mí que comenzara la función. Había cuatro pianos diseminados por la enorme casa, por no citar la celesta, el órgano, las guitarras, mandolinas, violines y yo qué sé qué más. Ed Bauries era un chiflado, un chiflado muy afable, comprensivo y generoso. Los emparedados eran siempre de lo mejor, la cerveza abundante, y si querías quedarte a pasar la noche, te podía proporcionar un diván de lo más cómodo.

Desde la calle —una calle grande, ancha, soñolienta, lujosa, una calle que no era de este mundo— oía ya el tintineo del piano en el gran salón del primer piso. Las ventanas estaban abiertas de par en par y, al acercarme más, veía a Al Burger y Connie Grimm arrellanados en las grandes y cómodas sillas, o con los pies en el alféizar, y grandes jarras de cerveza en las manos. Probablemente George Neumiller estuviera al piano, improvisando, sin camisa y con un gran puro en la boca. Hablaban y reían mientras George tocaba al tuntún buscando una obertura. En cuanto encontraba un tema, llamaba a Ed y éste se sentaba a su lado a estudiarlo a su modo no profesional y después, de repente, se abalanzaba sobre las teclas y daba la réplica clavada. Quizá, cuando entraba yo, estuviera alguien intentando hacer el pino en la habitación de al lado: había tres habitaciones grandes en el primer piso que daban una en la otra y detrás de ellas había un jardín, un jardín enorme, con flores, árboles frutales, viñas, estatuas, fuentes y todo. A veces, cuando hacía demasiado calor, llevaban la celesta o el organito al jardín (y un barrilito de cerveza, naturalmente) y nos sentábamos en la oscuridad riendo y cantando... hasta que los vecinos nos hacían callar. A veces, sonaba música por toda la casa al mismo tiempo, en todos los pisos. Entonces era realmente demencial, embriagador, y si hubiera habido mujeres por allí, lo habrían estropeado. A veces era como contemplar un torneo de resistencia. Ed Bauries y George Neumiller en el piano grande, uno intentando agotar al otro, cambiando de lugar sin parar de tocar, cruzando las manos, unas veces tocando con dos dedos, otras veces volando como una pianola. Y siempre había algo de qué reír. Nadie te preguntaba lo que hacías, lo que pensabas ni cosas así. Cuando llegabas a casa de Ed Bauries, dejabas en la entrada tus señas de identidad. A nadie le importaba tres cojones la talla de sombrero que usabas ni cuánto habías pagado por él. Era diversión desde el principio al fin... y la casa proporcionaba los emparedados y las bebidas. Y cuando empezaba la función, tres o cuatro pianos a la vez, la celesta, el órgano, las mandolinas, las guitarras, cerveza a discreción por los vestíbulos, las repisas de las chimeneas llenas de emparedados y de puros, una brisa que llegaba del jardín, George Neumiller desnudo hasta la cintura y modulando como un loco, era mejor que cualquier espectáculo que haya yo visto y no costaba ni un centavo. De hecho, con tanto vestirse y desvestirse, siempre salía yo con unas moneadas de más y un puñado de buenos puros. Nunca veía a ninguno de ellos fuera de nuestras reuniones... sólo los lunes por la noche durante todo el verano, cuando Ed recibía.

Al oír el estrépito desde el jardín, apenas podía creer que fuera la misma ciudad. Y si yo hubiese abierto el pico y hubiera revelado lo que pensaba, todo se habría acabado. Ni uno de aquellos tipos valía mucho, para el mundo. Eran simplemente buenos chicos, niños, tipos a los que les gustaba la música y pasarlo bien. Les gustaba tanto, que a veces teníamos que llamar a una ambulancia. Como la noche en que Al Burger se torció la rodilla, cuando nos mostraba una de sus acrobacias. Todo el mundo tan contento, tan lleno de música, tan piripi, que tardó una hora en convencernos de que se había hecho daño de verdad. Intentamos llevarlo al hospital, pero quedaba lejos y, además, era una broma tan divertida, que de vez en cuando lo dejábamos caer y eso le hacía dar alaridos como un maníaco. Así, que al final pedimos ayuda por teléfono a la policía, y llega la ambulancia y también el coche celular. Se llevan a Al al hospital y a los demás al trullo. Y en camino cantamos a pleno pulmón. Y, después de que nos suelten, seguimos alegres y los polis también se sienten alegres, así que pasamos todos al sótano, donde hay un piano destartalado, y seguimos cantando y tocando. Todo eso es como una época histórica A.C. que acaba, no porque haya una guerra, sino porque ni siquiera una casa como la de Ed Bauries es inmune al veneno que se cuela desde la periferia. Porque todas las calles se están convirtiendo en Myrtle Avenue, porque el vacío está llenando el continente entero desde el Atlántico hasta el Pacífico. Porque, al cabo de un tiempo, no puedes entrar en una sola casa a todo lo largo y ancho del país y encontrar a un hombre haciendo el pino y cantando. Es algo que ya no se hace. Ni hay dos pianos que suenen a la vez en ningún sitio ni dos hombres dispuestos a tocar toda la noche por pura diversión. A dos hombres que sepan tocar como Ed Bauries y George Neumiller los contratan para la radio o para el cine y sólo usan una ínfima parte de su talento y el resto lo tiran al cubo de la basura. A juzgar por los espectáculos públicos, nadie sabe el talento que hay disponible en el gran continente americano. Posteriormente, y por eso es por lo que me sentaba en los escalones de las puertas de Tin Pan Alley, pasaba las tardes escuchando a los profesionales desgañitarse. Eso estaba bien también, pero era diferente. No era divertido, era un ensayo continuo para producir dólares y centavos. Cualquier hombre de América que tuviera una pizca de humor, se lo guardaba para triunfar. También había algunos chalados maravillosos entre ellos, hombres a los que nunca olvidaré, hombres que no dejaron un nombre tras sí, y fueron los mejores que este país ha producido. Recuerdo un actor anónimo en un teatro de la cadena Keith que probablemente fuera el hombre más loco de América, y puede que no se sacara más de cincuenta dólares a la semana. Tres veces al día, todos los días de la semana, salía a escena y mantenía al público embelesado. No hacía un número... simplemente improvisaba. Nunca repetía sus chistes ni sus acrobacias. Se prodigaba, y no creo que fuera un drogota. Era uno de esos tipos que nacen en los maizales y su energía y alegría eran tan impetuosas, que nada podía contenerlas. Sabía tocar cualquier instrumento y bailar cualquier paso, y era capaz de inventar una historia en el momento y alargarla hasta el final de la función. No se contentaba con hacer su número, sino que ayudaba a los demás. Se quedaba entre bastidores y esperaba el momento oportuno para irrumpir en el número de otro tipo. Él solo era el espectáculo entero y era un espectáculo que contenía más terapia que todo el arsenal de la ciencia moderna. A un hombre así tendrían que haberle pagado el sueldo que cobre el presidente de Estados Unidos. Tendrían que echar al presidente de Estados Unidos y a todo el Tribunal Supremo y poner a gobernar a un hombre así. Aquel hombre podía curar cualquier enfermedad del catálogo. Además, era la clase de tipo que lo haría por nada, si se lo pidieran. Ese es el tipo de hombre que vacía los manicomios. No propone una cura... vuelve loco a todo el mundo. Entre esta solución y el estado de guerra perpetua, que es la civilización, sólo hay otra salida... y es el camino que todos tomaremos tarde o temprano porque todo lo demás está condenado al fracaso. El tipo que representa esa única salida tiene una cabeza con seis caras y ocho ojos; la cabeza es un faro giratorio, y en lugar de una triple corona encima, como podría perfectamente haber, hay un agujero que ventila los pocos sesos que hay. Hay pocos sesos, como digo, porque hay poco equipaje que llevar, porque, al vivir en plena conciencia, la sustancia gris se convierte en luz. Ese es el único tipo de hombre que podemos colocar por encima del comediante; ni ríe ni llora y está por encima del sufrimiento. No lo reconocemos todavía porque está demasiado próximo a nosotros, justo bajo la piel, en realidad. Cuando el comediante nos acierta en las tripas, este hombre, cuyo nombre podría ser Dios, supongo, si tuviera que usar un nombre, habla claro. Cuando toda la raza humana está desternillándose de risa, riendo tanto que llega a doler, quiero decir, entonces todo el mundo va por buen camino. En ese momento todo el mundo puede ser lo mismo Dios precisamente que cualquier otra cosa. En ese momento se produce la aniquilación de la conciencia doble, triple, cuádruple y múltiple, que es lo que hace que la sustancia gris se haga un ovillo de pliegues muertos en la coronilla. En ese momento puedes sentir realmente el agujero en la coronilla; sabes que en otro tiempo tenías un ojo en ella y que ese ojo era capaz de captar todo a la vez. Ahora el ojo ha desaparecido, pero cuando ríes hasta que se te saltan las lágrimas y te duele el vientre, estás abriendo realmente la claraboya y ventilando los sesos. En ese momento nadie puede convencerte para que cojas un rifle y mates a tu enemigo; nadie puede convencer a nadie para que abra un mamotreto que contenga las verdades metafísicas del mundo y lo lea. Si sabes lo que significa la libertad, la libertad absoluta y no la libertad relativa, en ese caso debes reconocer que eso es lo más cerca que puedes llegar a estar de ella. Si estoy en contra del estado del mundo no es porque sea un moralista... es porque quiero reírme más. No digo que Dios sea una gran carcajada; digo que tienes que reír con ganas antes de que puedas acercarte lo más mínimo a Dios. Mi exclusivo fin en la vida es llegar cerca de Dios, es decir, llegar cerca de mí mismo. Por eso es por lo que no me importa el camino que tome. Pero la música es muy importante. La música es un tónico para la glándula pineal. La música no es Bach ni Beethoven, la música es el abrelatas del alma. Te hace tranquilizarte terriblemente por dentro, te hace tomar conciencia de que hay un techo para tu ser.

El horror asesino de la vida no va contenido en las calamidades ni en los desastres, porque esas cosas te despiertan y te familiarizas e intimas mucho con ellas y, al final, acaban amasadas de nuevo... no, es más como estar en la habitación de un hotel en Hoboken, pongamos por caso, y con suficiente dinero en el bolsillo para otra comida. Estás en una ciudad en la que no esperas volver a estar nunca más y sólo tienes que pasar la noche en la habitación de tu hotel, pero necesitas todo el valor y coraje que poseas para permanecer en esa habitación. Tiene que haber una razón poderosa para que ciertas ciudades, ciertos lugares, inspiren tamaños aversión y espanto. Debe de estar produciéndose algún tipo de asesinato perpetuo en esos lugares. La gente es de la misma raza que tú, se ocupan de sus asuntos como hace la gente en todas partes, construyen el mismo tipo de casa, ni mejor ni peor, tienen el mismo sistema de educación, la misma moneda, los mismos periódicos... y, sin embargo, son absolutamente diferentes de las demás personas que conozco, y la atmósfera en conjunto es diferente, y el ritmo es diferente y la tensión es diferente. Es casi como mirarte a ti mismo en otra encarnación. Sabes, con la certidumbre más inquietante, que lo que rige la vida no es el dinero, ni la política, ni la religión, ni la educación, ni la raza, ni la lengua, ni las costumbres, sino otra cosa, algo que estás intentando sofocar y que en realidad te está sofocando a ti; porque, si no, no te sentirías tan aterrorizado de repente ni te preguntarías cómo vas a escapar. En algunas ciudades ni siquiera tienes que pasar una noche: simplemente una o dos horas son suficientes para desalentarte. Eso pienso de Bayonne. Llegué a ella por la noche con algunas direcciones que me habían dado. Llevaba bajo el brazo un maletín con un prospecto de la Enciclopedia Británica. Mi misión era ir al amparo de la oscuridad y vender la maldita enciclopedia a algunos pobres diablos que deseaban mejorar. Si me hubieran dejado caer en Helsingfors, no podría haberme sentido más turbado que caminando por las calles de Bayonne. Para mí no era una ciudad americana. No era una ciudad en absoluto, sino un enorme pulpo retorciéndose en la oscuridad. La primera puerta a que acudí era tan repulsiva, que ni siquiera me molesté en llamar; fui a varias direcciones antes de poder hacer acopio de valor para llamar. La primera cara que miré me hizo cagarme de miedo. No quiero decir que sintiera timidez o vergüenza... quiero decir miedo. Era la cara de un peón de albañil, un irlandés ignorante que de buena gana lo mismo se abalanzaría sobre ti con un hacha en la mano que te escupiría en un ojo. Fingí que me había equivocado de número y me apresuré a dirigirme a la siguiente dirección. Cada vez que se abría la puerta, veía un monstruo. Y por fin di con un pobre bobo que realmente quería mejorar y aquello fue la puntilla. Me sentí sinceramente avergonzado de mí mismo, de mi país, de mi raza, de mi época. Las pasé canutas para convencerle de que no comprara la maldita enciclopedia. Me preguntó inocentemente qué me había llevado a su casa, entonces... y sin vacilar ni un instante le conté una mentira asombrosa, mentira que más adelante iba a resultar una gran verdad. Le dije que simplemente fingía vender enciclopedias para conocer a gente y escribir sobre ella. Eso le interesó enormemente, más incluso que la enciclopedia. Quería saber qué escribiría sobre él, si podía decirlo. He tardado veinte años en dar una respuesta, pero aquí va. Si todavía le gustaría saber, Fulano de Tal de la ciudad de Bayonne, ésta es: le debo mucho a usted porque después de esa mentira abandoné su casa e hice pedazos el prospecto que me habían facilitado en la Enciclopedia Británica y lo tiré al arroyo. Me dije: «Nunca más me presentaré ante la gente con pretextos falsos, ni siquiera para darles la Sagrada Biblia. Nunca más venderé nada, aunque tenga que morirme de hambre. Me voy a casa ahora y me sentaré a escribir realmente sobre la gente. Y si alguien llama a mi puerta para venderme algo, le invitaré a pasar y le diré: "¿Por qué se dedica usted a esto?" Y si dice que es porque tiene que ganarse la vida, le ofreceré el dinero que tenga y le pediré una vez más que piense en lo que está haciendo. Quiero impedir que el mayor número posible de hombres finjan tener que hacer esto o lo otro porque tienen que ganarse la vida. No es verdad. Uno puede morirse de hambre... es mucho mejor. Cada hombre que se muere de hambre voluntariamente contribuye a interrumpir el proceso automático. Preferiría ver a un hombre coger una pistola y matar a su vecino para conseguir la comida que necesita que mantener el proceso automático fingiendo que tiene que ganarse la vida.» Eso es lo que quería decir, señor Fulano de Tal.

Sigo con lo de antes. No el horror, que asesina, del desastre y la calamidad, como decía, sino el retroceso automático, sino el panorama desolado de la lucha atávica del alma. Un puente en Carolina del Norte, cerca de la frontera con Tennessee. Destacándose de entre lujuriantes campos de tabaco, chozas bajas por todas partes y el olor a leña fresca ardiendo. El día pasó en un espeso lago de verde ondulante. Casi ni un alma a la vista. Y después un claro de repente y me encuentro sobre un gran barranco cruzado por un puente de madera desvencijado. ¡Es el fin del mundo! Cómo cojones he llegado aquí y por qué estoy aquí es algo que no sé. ¿Cómo voy a comer? Y aunque coma la mayor comida imaginable, seguiré estando triste, espantosamente triste. No sé adonde ir desde aquí. Este puente es el fin, mi fin, el fin del mundo conocido para mí. Este puente es la locura; no hay razón por la que deba estar aquí ni razón por la que deba cruzarlo. Me niego a dar un paso más; me niego a cruzar ese puente demencial. Cerca hay un muro bajo contra el que me recuesto, mientras intento pensar qué hacer y adonde ir. Comprendo de repente lo terriblemente civilizado que soy... la necesidad que tengo de gente, conversación, libros, teatro, música, cafés, bebidas, etc. Es terrible ser civilizado, porque cuando llegas al fin del mundo no tienes nada que te ayude a soportar el terror de la soledad. Ser civilizado es tener necesidades complicadas. Y un hombre en la flor de la vida no debería necesitar nada. He pasado todo el día atravesando campos de tabaco, y sintiéndome cada vez más inquieto. ¿Qué tengo que ver con todo este tabaco? ¿Adonde me dirijo? En todas partes la gente produce cosechas y mercancías para otra gente... y yo soy como un fantasma que se desliza entre toda esa actividad ininteligible. Quiero encontrar alguna clase de trabajo, pero no quiero formar parte de esto, de este proceso automático e infernal. Paso por una ciudad y miro el periódico para ver qué ocurre en ella y en sus alrededores. Me parece que no ocurre nada, que el reloj se ha parado, pero que esos pobres diablos no lo saben. Además, intuyo de forma insistente que hay asesinato en el aire. Lo huelo. Unos días atrás crucé la línea imaginaria que divide el norte del sur. No fui consciente de ello hasta que pasó un moreno conduciendo una yunta; cuando llega a mi altura, se levanta del asiento y se quita el sombrero con el mayor respeto. Tenía pelo blanco como la nieve y una cara de gran dignidad. Aquello me hizo sentirme horrible: me hizo comprender que todavía hay esclavos. Ese hombre tenía que descubrirse delante de mí... porque yo era de la raza blanca. Cuando en realidad, ¡era yo quien debía descubrirme ante él! Debería haberle saludado como a un superviviente de todas las viles torturas que los hombres blancos han infligido a los negros. Debería haberme quitado el sombrero antes que él, para hacerle saber que no formo parte de este sistema, que pido perdón por todos mis hermanos blancos, demasiado ignorantes y crueles como para hacer un gesto honrado y claro. Hoy siento sus ojos sobre mí todo el tiempo; miran desde detrás de las puertas, desde detrás de los árboles.

Todos muy tranquilos, muy pacíficos, aparentemente. Negro dice nunca nada. Negro canturrea todo el rato. Hombre blanco piensa que negro aprende su lugar. Negro aprende nada. Negro espera. Negro mira todo lo que hombre blanco hace. Negro dice nada, no señor, que no. ¡PERO DE TODOS MODOS EL NEGRO ESTA MATANDO AL HOMBRE BLANCO! Siempre que el negro mira a un hombre blanco, le está clavando una daga. No es el calor, no es la lombriz intestinal, no son las malas cosechas, lo que está matando el sur: ¡es el negro! El negro despide un veneno, quiera o no quiera. El sur está drogado con veneno de negro.

Sigo... Sentado frente a una barbería junto al río James. Voy a quedarme aquí diez minutos, mientras descansan mis pies. Enfrente hay un hotel y unas cuantas tiendas; todo ello va desvaneciéndose rápidamente, acaba como empezó: sin razón. Desde el fondo de mi alma compadezco a los pobres diablos que nacen y mueren aquí. No hay razón concebible por la que deba existir este lugar. Ño hay razón por la que nadie deba cruzar la calle y pedir que le corten el pelo o que le despachen un plato de solomillo. Eh, vosotros, ¡compraos una pistola y mataos unos a otros! Borrad esta calle de mi mente para siempre: no tiene ni pizca de sentido.

El mismo día, tras la caída de la noche. Sigo caminando, hundiéndome cada vez más en el sur. Me voy alejando de un pueblecito por un camino corto que conduce a la carretera. De repente oigo pasos detrás de mí y en seguida pasa a escape un joven junto a mí respirando con dificultad y maldiciendo con todas sus fuerzas. Me quedo ahí un momento, preguntándome qué pasa. Oigo que llega otro hombre a escape; es más viejo y lleva un revólver. Respira con bastante facilidad y no dice ni pío. Justo cuando lo distingo, la luna se abre paso entre las nubes y le veo la cara claramente. Es un cazador de hombres. Me hago a un lado, cuando llegan los otros detrás de él. Estoy temblando de miedo. Es el sheriff, oigo decir a un hombre, y va a matarlo. Horrible. Sigo hacia la carretera esperando oír el disparo que pondrá fin a todo aquello. No oigo nada: sólo esa respiración dificultosa del joven y los rápidos y ansiosos pasos de la chusma que sigue al sheriff. Justo cuando me acerco a la carretera, sale un hombre de la oscuridad y se me acerca muy deprisa. «¿Adonde vas, hijo?», dice, tranquilo y casi con ternura. Balbuceo algo sobre la ciudad siguiente. «Más vale que te quedes aquí, hijo», dice. No dije nada más. Le dejé llevarme de nuevo a la ciudad y entregarme como un ladrón. Estuve tumbado en el suelo con otros cincuenta tipos. Tuve un maravilloso sueño sexual que acababa en la guillotina.

Sigo... tan difícil es volver atrás como seguir adelante. Tengo la sensación de haber dejado de ser ciudadano americano. La parte de América de la que procedía, donde tenía algunos derechos, donde me sentía libre, ha quedado tan lejos detrás de mí, que está empezando a borrárseme de la memoria. Tengo la sensación de que alguien me tiene clavada una pistola en la espalda constantemente. Sigue andando, es lo único que me parece oír. Si un hombre me habla, intento no parecer demasiado inteligente. Intento fingir que me interesan vitalmente las cosechas, el tiempo, las elecciones. Si me paro, me miran, negros y blancos: me miran de pies a cabeza como si fuera jugoso y comestible. Tengo que caminar otras mil millas aproximadamente, como si tuviese una meta clara, como si fuera realmente a algún sitio. Tengo que parecer agradecido también de que a nadie se le haya ocurrido todavía pegarme un tiro. Es deprimente y estimulante al mismo tiempo. Eres un hombre marcado... y nadie aprieta el gatillo. Te dejan caminar sin molestarte hasta el Golfo de México, donde puedes ahogarte.

Sí, señor, llegué al Golfo de México y caminé directo hasta él y me ahogué. Lo hice gratis. Cuando sacaron el cadáver descubrieron que llevaba la etiqueta F.O.B.[2] Myrtle Avenue, Brooklin; lo devolvieron con la etiqueta C.O.D.[3] Cuando me preguntaron por qué me había suicidado, lo único que se me ocurrió decir fue: ¡porque quería electrificar el cosmos! Con eso quería decir una cosa muy simple: Delaware, Lakawanna y Western Union habían sido electrificadas, la Seabord Air Line había sido electrificada, pero el alma del hombre seguía en la etapa del carromato. Nací en medio de la civilización y la acepté con toda naturalidad: ¿qué otra cosa podía hacer? Pero el chiste consistía en que nadie más se lo tomaba en serio. Yo era el único hombre de la comunidad que era verdaderamente civilizado. No había sitio para mí... aún. Y, sin embargo, los libros que leía, la música que escuchaba, me aseguraban que había otros hombres en el mundo como yo. Tuve que ir a ahogarme al Golfo de México para tener una excusa para continuar aquella existencia seudocivilizada. Tenía que despojarme de mi cuerpo espiritual.

Cuando advertí que, de acuerdo con el orden de cosas, yo valía menos que el barro, la verdad es que me puse muy contento. Rápidamente perdí cualquier sentido de la responsabilidad. Y, si no hubiera sido porque mis amigos se cansaron de prestarme dinero, podría haber seguido como si tal cosa dejando pasar el tiempo indefinidamente. El mundo era como un museo para mí: no veía otra cosa que hacer que devorar ese maravilloso pastel cubierto de chocolate que los hombres del pasado nos habían dejado en las manos. A todo el mundo le molestaba ver cómo me divertía. Su lógica era que el arte era muy bonito, oh, sí, desde luego, pero que tienes que trabajar para ganarte la vida y después descubrirás que estás demasiado cansado como para pensar en el arte. Pero cuando amenacé con añadir una o dos capas por mi cuenta a aquel maravilloso pastel cubierto de chocolate fue cuando se enfadaron conmigo. Aquello fue la pincelada final. Eso significó que yo estaba rematadamente loco. Primero me consideraban un miembro inútil de la sociedad; después, por un tiempo, les parecí un cadáver despreocupado con un apetito tremendo; ahora me he vuelto loco. (Oye, cacho cabrón, búscate un empleo... ¡no queremos verte más!) En cierto modo ese cambio de frente fue alentador. Sentí el viento que soplaba por los pasillos. Por lo menos, «nosotros» ya no estábamos encalmados. Era la guerra, y, como cadáver que era, yo estaba bastante fresco como para que me quedara un poco de combatividad. La guerra te reanima. La guerra hace que te bulla la sangre. Fue en plena guerra mundial, de la que me había olvidado, cuando experimenté ese cambio de ánimo. De la noche a la mañana me casé, para demostrar a todos y cada uno que me importaba tres cojones una cosa o la otra. Casarse estaba bien para la mentalidad de ellos. Recuerdo que, gracias al anuncio de la boda, junté cinco dólares inmediatamente. Mi amigo McGregor me pagó la licencia e incluso pagó el afeitado y el corte de pelo que insistió en que me diera para casarme. Decían que no podías casarte sin afeitarte; yo no veía razón alguna por la que no pudieses casarte sin afeitarte ni cortarte el pelo, pero, como no me costaba nada, cedí. Fue interesante ver que todo el mundo estaba deseoso de contribuir con algo a nuestro sustento. De repente, sólo porque había mostrado un poco de juicio, acudieron como moscas a nuestro alrededor: ¿y no podrían hacer esto, y no podrían hacer aquello por nosotros? Naturalmente, suponían que ahora con toda seguridad iba a ir a trabajar, ahora iba a ver que la vida es una cosa seria. En ningún momento se les ocurrió que podría dejar que mi esposa trabajase por mí. Realmente, al principio me portaba muy bien con ella. No era un negrero. Lo único que pedía era dinero para el autobús para ir a buscar el mítico empleo y un poquito de dinero para mis gastos, para cigarrillos, cine, etc. Las cosas importantes, como libros, discos, gramófonos, filetes y demás, me pareció que podíamos comprarlas a crédito, ahora que estábamos casados. El pago a plazos se había inventado expresamente para tipos como yo. La entrada era fácil... el resto lo dejaba para la Providencia. Tiene uno que vivir, estaban diciendo siempre. Pero, Dios mío, si era lo que yo me decía: ¡Tiene uno que vivir! ¡Vive primero y paga después! Si veía un abrigo que me gustaba, entraba y lo compraba. Además, lo compraba un poco antes de temporada, para mostrar que era un individuo serio. Hostias, era un hombre casado y probablemente fuera a ser padre pronto... tenía derecho a un abrigo para el invierno por lo menos, ¿no? Y cuando tenía un abrigo, pensaba en unos zapatos fuertes para acompañarlo: un par de zapatos gruesos de cordobán como los que había deseado toda mi vida pero nunca había podido pagar. Y cuando venía el frío intenso y estaba en la calle buscando trabajo, a veces me entraba un hambre terrible —es muy sano salir así, día tras día, a andar de un lado para otro por la ciudad con lluvia y nieve y viento y granizo—, así que de vez en cuando me metía en una taberna acogedora y pedía un filete jugoso con cebollas y patatas fritas. Me hice un seguro de vida y también un seguro de accidentes... cuando estás casado, es importante hacer cosas así, según me decían. Supongamos que un día me muriera de repente... entonces, ¿qué? Recuerdo que el tipo me dijo eso para dar más fuerza a su argumentación. Yo le había dicho que iba a firmar, pero él debía de haberlo olvidado. Había dicho, sí, inmediatamente, por la fuerza de la costumbre, pero, como digo, era evidente que no lo había notado... o, si no, sería que iba contra las normas cerrar el trato con una persona hasta que no le hubieras largado toda la perorata. El caso es que estaba preparándome para preguntarle cuánto tiempo tenía que pasar antes de que pudieses pedir un préstamo con la póliza, cuando lanzó la pregunta hipotética: Supongamos que muriera usted de repente un día... entonces, ¿qué? Me figuro que pensó que estaba un poco mal de la cabeza por la forma como me reí al oír aquello. Me reí hasta que me corrieron lágrimas por las mejillas. Por fin dijo: «No creo haber dicho nada tan gracioso.» «Pero, bueno», dije, poniéndome serio por un momento, «míreme bien. Ahora dígame, ¿cree usted que soy la clase de tipo al que le preocupa más que la hostia lo que ocurra, una vez muerto?». Quedó completamente desconcertado al oírme, al parecer, porque lo que me dijo a continuación fue: «No creo que ésa sea una actitud demasiado ética, señor Miller. Estoy seguro de que usted no desea que su esposa...» «Mire», dije, «supongamos que le digo que me importa tres cojones lo que le ocurra a mi mujer, cuando me muera... entonces, ¿qué?». Y como eso pareció herir su susceptibilidad ética todavía más, añadí para no quedarme corto: «Por lo que a mí concierne, no tienen ustedes que pagar el seguro, cuando yo la diñe: lo hago simplemente para complacerlo a usted. Estoy intentando ayudar al mundo, ¿no lo ve? Usted tiene que vivir, ¿no es cierto? Pues, bien, le estoy poniendo un poquito de comida en la boca, nada más. Si tiene usted algo más para vender, sáquelo. Compro cualquier cosa que me parezca buena. Soy comprador, no vendedor. Me gusta ver feliz a la gente: por eso compro cosas. Ahora, óigame, ¿a cuánto ha dicho que saldría por semana? ¿A cincuenta y siete centavos? Estupendo. ¿Qué son cincuenta y siete centavos? ¿Ve usted ese piano... ? Sale por unos treinta y nueve centavos por semana, me parece. Mire a su alrededor: todo lo que ve cuesta tanto como eso a la semana. Dice usted: si me muriera, entonces, ¿qué? ¿Supone usted que me voy a morir y dejar a toda esa gente colgada? Eso sería una broma más pesada que la hostia. No, preferiría que vinieran y se llevasen sus cosas... en caso de que no pueda pagarlas, quiero decir...» Se había puesto muy nervioso y me pareció que tenía una mirada vidriosa. «Perdone», dije, interrumpiéndome, «pero, ¿no le gustaría echar un traguito... para celebrar lo de la póliza?» Dijo que le parecía que no, pero insistí y, además, todavía faltaba firmar los papeles y examinar mi orina y aprobarla y había que pegar toda clase de sellos y timbres —me sabía de memoria toda esa mierda—, así que pensé que podríamos echar un traguito primero y prolongar así el asunto serio, porque sinceramente comprar un seguro o comprar cualquier cosa era un auténtico placer para mí y me daba la sensación de que era simplemente como cualquier otro ciudadano, ¡un hombre, vamos!, y no un mono. De modo que saqué una botella de jerez (que era lo único que tenía permitido), y le serví un vaso bien lleno, pensando para mis adentros que daba gusto ver desaparecer el jerez porque quizá la próxima vez me comprarían algo mejor. «Yo también vendí seguros en tiempos», dije, alzando el vaso hasta los labios. «Desde luego, soy capaz de vender cualquier cosa. Sólo que... soy vago. Fíjese en un día como hoy: ¿es que no es más agradable quedarse en casa leyendo un libro o escuchando discos? Si hubiera estado trabajando hoy, no me habría usted cogido en casa, ¿no es así? No, creo que es mejor tomárselo con calma y ayudar a la gente, cuando se presente... como usted, por ejemplo. Es mucho más agradable comprar cosas que venderlas, ¿no cree usted? ¡SÍ tienes el dinero, naturalmente! En esta casa no necesitamos demasiado dinero. Como le estaba diciendo, el piano sale por unos treinta y nueve centavos a la semana, o cuarenta y dos, quizás, y el...»

— Perdone, señor Miller —interrumpió—, pero, ¿no cree que deberíamos pasar a la firma de estos papeles?

— Pues, claro —dije alegremente — . ¿Los ha traído usted todos? ¿ Cuál cree que deberíamos firmar primero? Por cierto, no tendrá usted una estilográfica para venderme, ¿verdad?

— Simplemente firme aquí —dijo haciendo como que no había oído mis observaciones — . Y aquí, eso es. Y ahora, señor Miller, creo que me despediré... y dentro de unos días tendrá noticias de la compañía.

— Más vale que se den prisa —observé, mientras lo acompañaba hasta la puerta—, porque podría ser que cambiara de idea y me suicidase.

— Claro, claro, cómo no, señor Miller, así lo haremos sin falta. Y ahora, ¡adiós, buenos días!

Naturalmente, llega un momento en que la compra a plazos falla, aun cuando seas un comprador asiduo como lo era yo. Desde luego, hice todo lo que pude para mantener muy ocupados a los fabricantes y a los anunciantes de América, pero parece ser que les defraudé. Defraudé a todo el mundo. Pero hubo un hombre en particular al que defraudé más que a nadie y fue un hombre que había hecho un esfuerzo realmente para ayudarme y al que decepcioné. Pienso en él y en el modo como me tomó de ayudante —tan fácil y amablemente—, porque más adelante, cuando estaba yo contratando y despidiendo a gente como un revólver del calibre cuarenta y dos, me traicionaron a base de bien, pero para entonces había llegado a estar tan inmunizado, que me importaba un comino. Pero aquel hombre se había tomado toda clase de molestias para demostrarme que confiaba en mí. Era el encargado de preparar un catálogo para una gran empresa de venta por correo. Era un enorme compendio de estupideces que se publicaba una vez al año y que se tardaba todo el año en preparar. Yo no tenía la menor idea sobre qué era exactamente y no sé por qué entré en su despacho aquel día, a no ser que fuera porque quería calentarme, ya que había estado vagando por los muelles todo el día intentando conseguir un empleo de verificador o cualquier otra cosa de los cojones. Se estaba calentito en su despacho y le largué un discurso muy largo para calentarme. No sabía qué empleo pedir... simplemente un empleo, dije. Era un hombre sensible y muy bondadoso. Pareció adivinar que yo era, o quería ser, escritor, porque no tardó en preguntarme qué me gustaba leer y qué opinaba de este y aquel escritor. Dio la casualidad de que precisamente llevaba una lista de libros en el bolsillo —libros que iba a buscar a la biblioteca pública—, así que la saqué y se la enseñé. «¡Válgame Dios!», exclamó, «¿de verdad lee usted estos libros?» Dije que sí con la cabeza modestamente, y después, como me ocurría con frecuencia cuando una observación tonta como ésa me provocaba, empecé a hablar de Místenos de Hamsun, que acababa de leer. A partir de ese momento lo tuve en el bote. Cuando me preguntó si me gustaría ser su ayudante, se excusó por ofrecerme una posición tan modesta; dijo que podía tomarme tiempo para aprender los pormenores del empleo, estaba seguro de que sería cosa de coser y cantar para mí. Y después me preguntó si podía dejarme un poco de dinero, de su propio bolsillo, hasta que cobrara. Antes de que pudiese decir sí o no, ya había sacado un billete de veinte dólares y me lo había puesto en la mano. Naturalmente, me sentí emocionado. Estaba dispuesto a trabajar como un cabrón para él. Ayudante del director... sonaba bien, sobre todo para los acreedores del barrio. Y por un tiempo me sentí tan feliz de comer rosbif y pollo y lomo de cerdo, que fingí que me gustaba el trabajo. En realidad, tenía que esforzarme para no quedarme dormido. Lo que había de aprender lo aprendí en el plazo de una semana. ¿Y después? Después me vi condenado a trabajos forzados para toda la vida. Para sacar el mayor provecho, pasaba el tiempo escribiendo cuentos y ensayos y largas cartas a mis amigos. Quizá pensaran que escribía ideas nuevas para la empresa, porque durante mucho tiempo nadie me prestó atención. Me pareció un trabajo maravilloso. Podía disponer de casi todo el día, para escribir, después de haber aprendido a despachar el trabajo de la empresa en una hora aproximadamente. Me sentía tan entusiasmado con mi propio trabajo particular que di órdenes a mis subordinados de no molestarme, excepto en momentos estipulados. Todo iba sobre ruedas, pues la empresa me pagaba regularmente y los negreros hacían el trabajo que yo les había indicado, cuando un día, justo cuando estoy enfrascado en la lectura de un importante ensayo sobre El anticristo, se acerca a mi escritorio un hombre a quien nunca había visto, se inclina sobre mi hombro, y en tono de voz sarcástico se pone a leer en voz alta lo que acababa de escribir. No necesité preguntar quién era o qué pretendía... lo único que se me ocurrió y que repetí para mis adentros desesperadamente fue: "¿Me darán una semana de sueldo extra?» Cuando llegó el momento de despedirme de mi benefactor, me sentí un poco avergonzado de mí mismo, sobre todo cuando dijo, casi al instante: «He intentado conseguirle una semana de sueldo extra, pero no han querido ni oír hablar de ello. Me gustaría poder hacer algo por usted... lo único que hace usted es ponerse obstáculos a sí mismo. La verdad es que tengo la mayor confianza en usted... pero me temo que lo va a pasar mal, por un tiempo. No encaja usted en ninguna parte. Algún día será usted un gran escritor, estoy seguro de ello. Bueno, discúlpeme», añadió, estrechándome la mano calurosamente, «tengo que ir a ver al jefe. ¡Buena suerte!».

Me sentí algo apenado por aquel incidente. Deseé que hubiera sido posible demostrarle en aquel mismo momento que su confianza estaba justificada. Deseé justificarme ante el mundo entero en aquel momento: me habría tirado del puente de Brooklin, si con eso hubiese convencido a la gente de que no era un hijoputa sin corazón. Tenía un corazón tan grande como una ballena, como no iba a tardar en demostrar, pero nadie me miraba el corazón. Todo el mundo quedaba profundamente decepcionado: no sólo las empresas de venta a plazos, sino también el casero, el carnicero, el panadero, los diablos del gas, el agua y la electricidad, todo el mundo. ¡Si por lo menos hubiese podido creer en ese cuento del trabajo! No podía creerlo, ni aunque de ello dependiera la salvación de mi vida. Lo único que veía era que la gente se partía los cojones trabajando porque no sabía hacer nada mejor. Pensé en el discurso que me había valido el empleo. En cierto modo me parecía mucho a Herr Nagel. No se podía saber lo que haría de un minuto para otro. No se podía saber si era un monstruo o un santo. Como tantos otros hombres maravillosos de nuestra época, Herr Nagel era un hombre desesperado... y era esa propia desesperación lo que lo convertía en un tipo tan simpático. El propio Hamsun no sabía qué hacer con ese personaje: sabía que existía, y sabía que era algo más que un simple bufón y un mistificador. Creo que amaba a Herr Nagel más que a ningún otro de los personajes que creó. ¿Y por qué? Porque Herr Nagel era el santo no reconocido que todo artista es: el hombre a quien se ridiculiza porque sus soluciones, que son verdaderamente profundas, parecen demasiado simples para el mundo. Ningún hombre quiere ser artista: se ve impelido a serlo porque el mundo se niega a reconocer que indica el camino adecuado. El trabajo no significaba nada para mí, porque el auténtico trabajo que había que hacer se eludía. La gente me consideraba vago e inepto, pero, al contrario, era un individuo sumamente activo. Aunque sólo fuera andar tras un polvete, eso ya era algo, y que valía la pena, sobre todo si lo comparamos con otras formas de actividad... como las de fabricar botones o apretar tornillos o incluso extirpar apéndices. ¿Y por qué me escuchaba la gente de tan buena gana, cuando solicitaba trabajo? ¿Por qué les parecía divertido? Por la razón, indudablemente, de que siempre había utilizado el tiempo provechosamente.

Les llevaba regalos: de las horas pasadas en la biblioteca pública, de mis vagabundeos por las calles, de mis experiencias íntimas con las mujeres, de las tardes pasadas en el teatro de revistas, de mis visitas al museo y a las galerías de arte. Si hubiera sido un inútil, un simple y pobre tipo honrado que deseara partirse los cojones trabajando por un tanto a la semana, no me habrían ofrecido los empleos que me ofrecían, ni me habrían dado puros ni me habrían invitado a comer ni me habrían prestado dinero con la frecuencia con que lo hacían. Debía de tener algo que quizá sin saberlo apreciaban más que los caballos de vapor o la capacidad técnica. Yo mismo no sabía lo que era, porque no tenía ni orgullo ni vanidad ni envidia. Con respecto a las cuestiones importantes, no tenía dudas, pero al enfrentarme con los detalles humildes de la vida, me sentía perplejo. Tuve que contemplar esa misma perplejidad en gran escala para poder comprender de qué se trataba. En muchos casos los hombres corrientes tardan poco en calibrar las situaciones prácticas: su yo está en proporción con lo que se le pide: el mundo no difiere mucho de como lo imaginan. Pero un hombre que esté en completo desacuerdo con el resto del mundo, o bien padece una colosal hipertrofia del yo o bien su yo está tan hundido, que es prácticamente inexistente. Herr Nagel tuvo que zambullirse hasta el extremo más profundo en busca de su yo auténtico; su existencia era un misterio, para sí mismo y para todos los demás. Yo no podía permitirme el lujo de dejar las cosas pendientes de ese modo: el misterio era demasiado intrigante. Aun cuando tuviera que frotarme como un gato contra todos los seres humanos que encontrase, iba a llegar hasta el fondo. Frota durante el tiempo suficiente y con la fuerza suficiente, ¡y saltará la chispa!

La hibernación de los animales, la suspensión de la vida practicada por ciertas formas inferiores de vida, la maravillosa vitalidad de la chinche que permanece al acecho incesantemente tras el empapelado de la pared, el trance del yogui, la catalepsia del individuo patológico, la unión del místico con el cosmos, la inmortalidad de la vida celular, todas esas cosas las aprende el artista para despertar al mundo en el momento propicio. El artista pertenece a la raíz X de la raza humana; es el microbio espiritual, por decirlo así, que se transmite de una raíz de la raza a otra. El infortunio no lo aplasta, porque no forma parte del orden de cosas físico, racial. Su aparición coincide siempre con la catástrofe y la disolución; es el ser cíclico que vive en el epiciclo. La experiencia que adquiere nunca la usa para fines personales; está al servicio del objetivo más amplio al que va engranado. No se le escapa nada, por insignificante que sea. Si se ve obligado a interrumpir durante veinticinco años la lectura de un libro, puede proseguir a partir de la página en que se quedó, como si nada hubiera ocurrido en el intervalo. Todo lo que ocurre en el intervalo, que es la «vida» para la mayoría de la gente, es una mera interrupción en su avance. La eternidad de su obra, cuando se expresa, es un mero reflejo del automatismo de la vida en que se ve obligado a permanecer aletargado, un durmiente en la espalda del sueño, en espera de la señal que anuncie el momento del nacimiento. Esa es la cuestión importante, y eso siempre estuvo claro para mí, aun cuando lo negaba. La insatisfacción que le impele a uno de una palabra a otra, de una creación a otra, es simplemente una protesta contra la futilidad del aplazamiento. Cuanto más despierto llega uno a estar, cuanto más se vuelve un microbio artístico, menos deseo tiene de nada. Completamente despierto, todo es justo y no hay necesidad de salir del trance. La acción, tal como se expresa en la creación de una obra de arte, es una concesión al principio automático de la muerte. Al ahogarme en el Golfo de México, pude participar en una vida activa que permitía al yo real hibernar hasta que estuviera maduro para nacer. Lo entendí perfectamente, a pesar de que actué ciega y confusamente. Volví nadando a la corriente de la actividad humana hasta que llegué a la fuente de la acción y en ella me metí, llamándome director de personal de una compañía de telégrafos, y dejé que la marea de humanidad me pasara por encima como oleadas de blancas crestas. Toda aquella vida activa, que precedió al acto final de desesperación, me condujo de duda en duda, cegándome cada vez más para el yo real que, como un continente asfixiado con los testimonios de una gran civilización floreciente, ya se había hundido bajo la superficie del mar. El yo colosal quedó sumergido, y lo que la gente observaba moviéndose frenéticamente sobre la superficie era el periscopio del alma buscando su blanco. Había que destruir todo lo que se pusiera a tiro, para que yo pudiese volver a emerger y cabalgar sobre las olas. Llegado el momento, ese monstruo que emergía de vez en cuando para fijar su blanco con puntería mortífera, que volvía a sumergirse y erraba y saqueaba sin cesar, volvería a emerger por última vez para revelarse como un arca, reuniría una pareja de cada especie y, al final, arraigaría en la cima de un alto pico montañés para abrir sus puertas de par en par y devolver al mundo lo que había preservado de la catástrofe.

Si me estremezco de vez en cuando, al pensar en mi vida activa, si tengo pesadillas, probablemente sea porque pienso en todos los hombres a los que robé y asesiné en mi sueño diurno. Hice todo lo que mi naturaleza me ordenó hacer. La naturaleza está susurrándonos al oído eternamente: «Si quieres sobrevivir, ¡has de matar!» Por ser humanos, no matamos como el animal, sino automáticamente, y el asesinato se disfraza y sus ramificaciones son infinitas, de modo que matamos sin pensarlo siquiera, matamos sin necesidad. Los hombres más exaltados son los mayores asesinos. Creen que están sirviendo a sus semejantes, y son sinceros al creerlo, pero son criminales despiadados y en ciertos momentos cuando despiertan, comprenden sus crímenes y realizan actos frenéticos y quijotescos de bondad para expiar su culpa. La bondad del hombre apesta más que la maldad que hay en él, pues la bondad no se reconoce todavía, no es una afirmación del yo consciente. Al verse empujado al precipicio, es fácil en el último instante ceder todas las posesiones, volverse y dar un último abrazo a los que quedan atrás. ¿Cómo vamos a detener la embestida ciega? ¿Cómo vamos a detener el proceso automático, empujando cada cual al otro lado del precipicio?

Sentado en mi escritorio, en el que había puesto un rótulo que decía: «¡Vosotros los que entráis, no abandonéis ninguna esperanza!» ...sentado ahí, diciendo Sí, No, Sí, No, comprendí con una desesperación que estaba convirtiéndose en atroz desvarío, que era una marioneta en cuyas manos la sociedad había colocado una ametralladora. En última instancia, realizar una buena acción o una fechoría daba igual. Yo era como un signo igual a través del cual pasaba el enjambre algebraico de la humanidad. Era un signo igual bastante importante y activo, pero, por competente que fuera a llegar a ser, nunca me convertiría en un signo más ni en un signo menos. Ni ninguna otra persona, por lo que yo podía colegir. Toda nuestra vida se basaba en ese principio de la ecuación. Los números enteros se habían convertido en símbolos que se barajaban en provecho de la muerte. Compasión, desesperación, pasión, esperanza, valor: ésas eran las refracciones temporales causadas por la consideración de las ecuaciones desde ángulos diversos. De nada serviría tampoco detener el malabarismo incesante volviéndole la espalda ni afrontándolo cara a cara ni escribiendo sobre él. En un vestíbulo de espejos no hay modo de volverte la espalda a ti mismo. No haré esto... ¡haré otra cosa! Muy bien. Pero, ¿acaso puedes hacer la más mínima cosa? ¿Puedes dejar de pensar en no hacer nada? ¿Puedes detenerte en seco y, sin pensar, irradiar la verdad que conoces? Esa era la idea que se albergaba en el fondo de mi cabeza y que abrasaba y abrasaba; y quizá cuando me mostraba más expansivo, más radiante de energía, más comprensivo, más dispuesto, servicial, sincero, bueno, esa idea fija era la que se translucía, y automáticamente decía yo: «Pero, bueno, no hay de qué... en absoluto, se lo aseguro... no, por favor, no me dé las gracias, no tiene importancia», etc. De tantas veces como disparaba la pistola al día, ya ni siquiera notaba las detonaciones; quizá pensara que estaba abriendo puertas de palomares y llenando el cielo de aves blancas como la leche. ¿Habéis visto alguna vez a un monstruo sintético en la pantalla, a un Frankenstein realizado en carne y hueso? ¿Os imagináis cómo se lo podría adiestrar para que apretara un gatillo y viese al mismo tiempo palomas volando? Frankenstein no es un mito: Frankenstein es una creación muy real nacida de la experiencia de un ser humano sensible. El monstruo siempre es más real cuando no adquiere las proporciones de carne y hueso. El monstruo de la pantalla no es nada en comparación con el monstruo de la imaginación; incluso los monstruos patológicos existentes que acaban en la comisaría no son sino débiles demostraciones de la monstruosa realidad con que vive el patólogo. Pero ser el monstruo y el patólogo al mismo tiempo... eso está reservado para determinada especie de hombres que, disfrazados de artistas, son sumamente conscientes de que el sueño es un peligro todavía mayor que el insomnio. Para no quedarse dormidos, para no convertirse en víctimas de ese insomnio que se llama «vida», recurren a la droga de juntar palabras interminablemente. Eso es un proceso automático, según dicen, porque siempre está presente la ilusión de que pueden detenerse, cuando quieran. Pero no pueden detenerse; lo único que han logrado es crear una ilusión, que quizá sea un débil algo, pero dista de estar completamente despierto y tampoco activo ni inactivo. Yo quería estar completamente despierto sin hablar ni escribir sobre ello, para aceptar la vida absolutamente. He mencionado a los hombres arcaicos de lugares remotos del mundo con los que comunicaba a menudo. ¿Por qué consideraba a aquellos «salvajes» más capaces de entenderme que los hombres y mujeres que me rodeaban? ¿Estaba loco como para pensar una cosa así? No lo creo lo más mínimo. Esos «salvajes» son los restos degenerados de razas humanas anteriores que, según creo, debieron de tener un mayor dominio de la realidad. La inmortalidad de la raza está constantemente ante nuestros ojos en esos especímenes del pasado que subsisten en un esplendor marchito. Que la raza humana sea inmortal o no es algo que no me importa, pero la vitalidad de la raza sí que significa algo para mí, y que esté activa o aletargada significa todavía más. A medida que declina la vitalidad de la nueva raza, la vitalidad de las razas antiguas se manifiesta a la mente despierta cada vez con mayor significado. La vitalidad de las razas antiguas subsiste incluso en la muerte, pero la vitalidad de la nueva raza que está a punto de morir parece ya inexistente. Si un hombre llevara un enjambre hormigueante de abejas al río para ahogarlas... Esa era la imagen que llevaba siempre conmigo. ¡Si por lo menos fuera yo el hombre, y no la abeja! En cierto modo inexplicable, sabía que yo era el hombre, que no me ahogaría en el enjambre, como los demás. Siempre, cuando nos presentábamos en grupo, me señalaban para que me quedara aparte; desde que nací me vi favorecido así, y, fueran cuales fuesen las tribulaciones por las que pasaba, sabía que no eran fatales ni duraderas. También, otra cosa extraña me ocurría, siempre que me decían que diera un paso al frente. ¡Sabía que era superior al hombre que me requería! La tremenda humillación que yo ejercía no era hipócrita, sino un estado provocado por la comprensión del carácter fatal de la situación. La inteligencia que poseía, incluso de muchacho, me asustaba; era la inteligencia de un «salvaje», que siempre es superior a la de los hombres civilizados en el sentido de que es más adecuada para las exigencias de las circunstancias. Es una inteligencia vital, aun cuando aparentemente la vida haya pasado de largo ante ellos. Me sentía casi como si me hubieran arrojado a un ciclo de la existencia que para el resto de la humanidad todavía no había alcanzado su ritmo completo. Me veía obligado a marcar el paso, si quería seguir a su altura y no verme desviado a otra esfera de la existencia. Por otro lado, en muchos sentidos era inferior a los seres humanos que me rodeaban. Era como si hubiese salido de los fuegos del infierno sin purificar del todo. Todavía tenía cola y un par de cuernos, y, cuando se despertaban mis pasiones, exhalaba un veneno sulfuroso que era aniquilador. Siempre me llamaban «demonio con suerte». Las cosas buenas que me ocurrían las llamaban «suerte», y las malas las consideraban siempre consecuencia de mis defectos. O, mejor, fruto de mi ceguera. ¡Raras veces descubrió nadie la maldad que había en mí! En ese sentido, era yo tan diestro como el propio diablo. Pero con frecuencia estaba ciego, eso todo el mundo podía verlo. Y en esas ocasiones me dejaban solo, me rehuían, como al propio diablo. Entonces abandoné el mundo, volví a los fuegos del infierno... voluntariamente. Esas idas y venidas son tan reales para mí, más reales, de hecho, que cualquier cosa que ocurriera en el intervalo. Los amigos que creen conocerme no saben nada de mí por la razón de que mi yo real cambió de dueño incontables veces. Ni los hombres que me daban las gracias ni los que me maldecían sabían con quién hablaban. Nadie llegó nunca a pisar terreno firme conmigo, porque estaba liquidando constantemente mi «personalidad» para el momento, en que, dejándola coagularse, adoptaría un ritmo humano apropiado. Ocultaba la cara hasta el momento en que me encontrara de acuerdo con el mundo. Naturalmente, todo eso era un error. Hasta el papel de artista vale la pena adoptar, mientras se marca el paso. La acción es importante, aun cuando entrañe una actividad fútil. No debería uno decir Sí, No, Sí, No, aun estando sentado en el lugar más alto. No debería uno ahogarse en la oleada humana, ni siquiera para llegar a ser un Maestro. Debería uno latir con su propio ritmo... a cualquier precio. En unos pocos años acumulé miles de años de experiencia, pero fue experiencia malgastada porque no la necesitaba. Ya me habían crucificado y marcado con la cruz; había nacido exento de la necesidad de sufrir... y, sin embargo, no conocía otra forma de avanzar con esfuerzo que repitiendo el drama. Toda mi inteligencia estaba en contra de eso. El sufrimiento es fútil, me decía mi inteligencia una y mil veces, pero seguía sufriendo voluntariamente. El sufrimiento no me ha enseñado nunca la más mínima cosa; para otros puede que sea necesario, pero para mí no es sino una demostración algebraica de inadaptabilidad espiritual. Todo el drama que está representando el hombre de hoy mediante el sufrimiento no existe para mí: en realidad, nunca ha existido. Todos mis calvarios fueron crucifixiones rosadas, seudotragedias para mantener los fuegos del infierno ardiendo vivamente para los pecadores auténticos que corren peligro de verse olvidados.

Otra cosa... el misterio que cubría mi conducta se volvía más profundo, cuanto más me acercaba al círculo de los parientes uterinos. La madre de cuyas entrañas salí fue una completa extraña para mí. Para empezar, después de darme a luz, alumbró a mi hermana, a la que suelo llamar mi hermano. Mi hermana era una especie de monstruo inofensivo, un ángel que había recibido el cuerpo de una idiota. De niño, me daba una impresión extraña estar creciendo y desarrollándome junto a aquel ser que estaba condenado a ser toda su vida una enana mental. Era imposible ser un hermano para ella, porque era imposible considerar aquella masa de carne atávica como una «hermana». Me imagino que habría funcionado perfectamente entre los australianos primitivos. Incluso podría haberse elevado hasta el poder y la eminencia entre ellos, pues, como digo, era la esencia de la bondad, no conocía el mal. Pero por lo que se refiere a llevar una vida civilizada, era impotente; no sólo no deseaba matar, sino que, además, no deseaba prosperar a expensas de los demás. Estaba incapacitada para el trabajo, porque, aunque hubiera podido adiestrarla para fabricar fulminantes para explosivos instantáneos, por ejemplo, habría podido tirar distraídamente el sueldo al río de vuelta a casa o dárselo a un mendigo en la calle. Muchas veces la azotaban delante de mí por haber realizado un bello acto bondadoso distraídamente, como decían. Tal como aprendí de niño, nada era peor que realizar una buena acción sin razón. Yo había recibido el mismo castigo que mi hermana, al principio, porque también yo tenía la costumbre de regalar cosas, sobre todo cosas nuevas que acabaran de darme. Incluso había recibido una paliza una vez, a la edad de cinco años, por haber aconsejado a mi madre que se cortara una verruga del dedo. Me había preguntado un día qué debía hacer con ella y, con mi limitado conocimiento de la medicina, le dije que se la cortara con las tijeras, cosa que hizo, como una idiota. Unos días después tuvo una infección en la sangre y entonces me cogió y me dijo: «Tú me dijiste que me la cortara, ¿verdad?» y me dio una soberana paliza. Desde aquel día supe que había nacido en la familia que no debía. Desde aquel día aprendí como un rayo. ¡Que me vengan a hablar a mí de adaptación! A los diez años ya me teníais desarrollándome a través de todas las fases de la vida animal y, aun así, encadenado a aquella criatura, llamada mi hermana, que evidentemente era un ser primitivo y que nunca, ni siquiera a los noventa años, iba a llegar a la comprensión del alfabeto. En lugar de crecer derecho como un árbol fornido, empecé a inclinarme a un lado, en completo desafío a la ley de la gravedad. En lugar de echar ramas y hojas, me salieron ventanas y torrecillas. Todo el ser, a medida que crecía, se iba convirtiendo en piedra, y cuanta más altura alcanzaba, más desafiaba la ley de la gravedad. Era un fenómeno en medio del paisaje, pero un fenómeno que atraía a la gente y despertaba elogios. Si la madre que nos dio a luz hubiera hecho un pequeño esfuerzo, podría haber nacido un maravilloso búfalo blanco y los tres podríamos haber sido instalados permanentemente en un museo y haber estado protegidos para toda la vida. Las conversaciones que sostenían la torre inclinada de Pisa, el poste de flagelación, la máquina de roncar y el pterodáctilo en carne humana eran un poco curiosas, por no decir algo peor. Cualquier cosa podía ser tema de conversación: una miga de pan que mi «hermana» se había dejado al limpiar el mantel o la chaqueta de José que, para la mente de sastre del viejo, podría haber sido cruzada o chaqué o levita. Si llegaba yo del estanque helado, donde había estado toda la tarde patinando, lo importante no era el aire puro que había respirado gratis, ni las circunvoluciones geométricas que estaban fortaleciendo mis músculos, sino la motita de herrumbre bajo las lañas que, si no se quitaba inmediatamente, podía deteriorar todo el patín y provocar la destrucción de un valor pragmático que era incomprensible para mi pródigo talante. Esa motita, por poner un ejemplo trivial, podía acarrear los resultados más alucinantes. Podía ser que mi «hermana», al buscar la lata de petróleo, tirara la jarra de las ciruelas que estaban guisándose y pusiese así en peligro la vida de todos nosotros, al privarnos de las calorías necesarias para la comida del día siguiente. Habría que darle una severa paliza, no con rabia, pues eso perturbaría el aparato digestivo, sino silenciosa y eficazmente, como un químico que batiera la clara de un huevo para preparar un análisis de poca importancia. Pero mi «hermana», al no entender el carácter profiláctico del castigo, daba rienda suelta a los gritos más espeluznantes y eso afectaba tanto al viejo, que salía a dar un paseo y regresaba dos o tres horas después borracho como una cuba y, lo que era peor, descascarillaba un poco la pintura de la puerta con sus ciegos traspiés. La pizca de pintura que había arrancado provocaba una trifulca que era muy mala para mis sueños, pues en éstos con frecuencia me veía en el pellejo de mi hermana, aceptando las torturas que le infligían y fomentándolas con mi hipersensible cerebro. En esos sueños, acompañados siempre por el ruido de vidrios al romperse, de chillidos, maldiciones, gemidos y sollozos, era en los que adquiría un saber confuso sobre los antiguos misterios, sobre los ritos de iniciación, sobre la transmigración de las almas y cosas así. Podía empezar con una escena de la vida real: mi hermana de pie junto a la pizarra en la cocina, mi madre amenazándola con una regla y preguntándole cuánto es dos y dos, y mi hermana gritando cinco, ¡zas!, no, siete, ¡zas!, no, trece, dieciocho, ¡veinte! Yo estaba sentado a la mesa, haciendo los deberes, en la vida real pura y simple durante aquellas escenas, cuando con un ligero giro o culebreo, quizás al ver caer la regla sobre la cara de mi hermana, de repente me encontraba en otro dominio en que no se conocía el vidrio, como tampoco lo conocían los kickapoos ni los lennilenapi. Los rostros de quienes me rodeaban me eran familiares: eran mis parientes uterinos que, por alguna razón misteriosa, no me reconocían en aquel nuevo ambiente. Iban vestidos de negro y el color de su piel era gris ceniza, como la de los diablos tibetanos. Todos ellos iban pertrechados con cuchillos y otros instrumentos de tortura; pertenecían a la casta de los carniceros ejecutores de sacrificios. Me parecía tener libertad absoluta y la autoridad de un dios, y, sin embargo, por algún caprichoso cambio de los acontecimientos, el final iba a consistir en que yo yaciera en la piedra de los sacrificios y uno de mis encantadores parientes uterinos se inclinase sobre mí con un cuchillo centelleante para cortarme el corazón. Cubierto de sudor y aterrorizado, empezaba a recitar «mis lecciones» en voz aguda y chillona, cada vez más deprisa, al sentir el cuchillo buscándome el corazón. Dos y dos son cuatro, cinco y cinco diez, tierra, aire, fuego, agua, lunes, martes, miércoles, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, mioceno, plioceno, eoceno, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, Asia, África, Europa, Australia, rojo, azul, amarillo, el alazán, el caqui, la papaya, la catalpa... cada vez más deprisa... Odín, Wotan, Parsifal, el rey Alfredo, Federico el Grande, la Liga Hanseática, la batalla de Hastings, las Termopilas, 1492,1786,1812, el almirante Farragut, la carga de Pickett, la Brigada Ligera, estamos hoy reunidos aquí, el señor es mi pastor, no lo haré, uno e indivisible, no, dieciséis, no, veintisiete, ¡socorro! ¡un asesinato! ¡policía!... y gritando cada vez más fuerte y más deprisa pierdo el juicio completamente y ya no hay dolor, ni terror, a pesar de que me están atravesando por todas partes con cuchillos. De repente, me siento absolutamente tranquilo y el cuerpo que yace en la piedra, que siguen agujereando con júbilo y éxtasis, no siente nada porque yo, su dueño, he escapado. Me he convertido en una torre de piedra que se inclina sobre la escena y mira con interés científico. Basta con que sucumba a la fuerza de la gravedad y caeré sobre ellos y los borraré del mapa. Pero no sucumbo a la ley de la gravedad porque estoy demasiado fascinado por el horror de la situación. Estoy tan fascinado que me salen cada vez más ventanas. Y a medida que penetra la luz en el interior de mi ser, siento que mis raíces, que están en la tierra, están vivas y que algún día podré alejarme cuanto quiera de este trance que me paraliza.

Esto en relación con el sueño, en que estoy enraizado sin remedio. Pero en la

realidad, cuando llegan los queridos parientes uterinos, estoy tan libre como un pájaro y lanzándome de un lado para otro como una aguja magnética. Si me hacen una pregunta, les doy cinco respuestas, cada una de las cuales mejor que la anterior; si me piden que toque un vals, toco una sonata cruzada para la mano izquierda; si me piden que me sirva otro muslo de pollo, dejo el plato limpio sin salsa ni nada; si me piden que salga a tocar en la calle, salgo y con mi entusiasmo le abro la cabeza a mi primo con una lata de conservas; si me amenazan con darme una zurra, les digo: ¡adelante! ¡me da igual! Si me dan palmaditas en la cabeza por mis progresos en la escuela, escupo en el suelo para mostrarles que todavía me queda algo por aprender. Hago todo lo que deseen que haga, en exceso. Si desean que calle y no diga nada, me quedo callado como una roca: no oigo cuando me hablan, no me muevo cuando me tocan, no lloro cuando me pellizcan, no me meneo cuando me empujan. Si se quejan de que soy terco, me vuelvo tan dúctil y flexible como la goma. Si desean que me fatigue para que no despliegue demasiada energía, les dejo que me den toda clase de trabajos y los hago tan concienzudamente, que al final me desplomo en el suelo como un saco de trigo. Si desean que obedezca, obedezco al pie de la letra, lo que causa una confusión continua.

Y todo eso porque la vida molecular de hermano-y-hermana es incompatible con los pesos atómicos que nos han asignado. Por no crecer ella lo más mínimo, crezco yo como un champiñón; por no tener ella personalidad, me vuelvo yo un coloso; por estar ella exenta de maldad, me convierto yo en treinta y dos candelabros del mal; por no pedir ella nada a nadie, pido yo todo; por inspirar ella ridículo en todas partes, inspiro yo miedo y respeto; por verse ella humillada y torturada, inflijo yo venganza a todos, amigos y enemigos; por estar ella indefensa, me vuelvo yo todopoderoso. El gigantismo que padecí era el resultado de un esfuerzo por limpiar la motita de herrumbre que se había pegado al patín familiar, por decirlo así. Aquella motita de herrumbre bajo las lañas me convirtió en un campeón de patinaje. Me hizo patinar tan deprisa y furiosamente, que cuando se había derretido el hielo seguía patinando, por el cieno, por el asfalto, por arroyos y ríos y melonares y teorías económicas y cosas así. Era tan veloz y ágil, que podía patinar por el infierno.

Pero todo aquel patinaje artístico era inútil: el padre Coxco, el Noé panamericano, siempre me estaba llamando para que regresara al Arca. Siempre que dejaba de patinar había un cataclismo: la tierra se abría y me tragaba. Era hermano de todos los hombres y, al mismo tiempo, un traidor para mí. Hacía los sacrificios más asombrosos, simplemente para descubrir que carecían de valor. ¿De qué servía demostrar que podía ser lo que se esperaba de mí, si no quería ser ninguna de esas cosas? Siempre que llegas al límite de lo que te exigen, te enfrentas con el mismo problema: ¡ser tú mismo! Y, al dar el primer paso en esa dirección, te das cuenta de que no hay ni más ni menos; tiras los patines y te pones a nadar. Ya no hay sufrimiento porque no hay nada que pueda amenazar tu seguridad. Y ni siquiera hay deseo de ayudar a los demás, ya que, ¿por qué privar a los demás de un privilegio que hay que ganar? La vida se extiende de momento en momento en una infinitud prodigiosa. Nada puede ser más real que lo que supones serlo. El cosmos es lo que quiera que pienses que es y en modo alguno podría ser otra cosa, mientras tú seas tú y yo sea yo. Vives en los frutos de tu acción y tu acción es la cosecha de tu pensamiento. El pensamiento y la acción son una misma cosa, porque al nadar estás en ella y eres de ella, y eso es lo único que deseas que sea, ni más ni menos. Cada brazada cuenta para la eternidad. El sistema de calefacción y refrigeración es un mismo sistema, y Cáncer está separado de Capricornio sólo por una línea imaginaria. No te vuelves estático ni te hundes en un pesar violento; no rezas para que llueva, ni bailas una jiga. Vives como una roca feliz en medio del océano: estás fijo, mientras que todo lo que te rodea está en movimiento turbulento. Estás fijo en una realidad que permite la idea de que nada está fijo, de que hasta la roca más feliz y fuerte se disolverá un día totalmente y será tan fluida como el océano del que nació.

Esa es la vida musical a la que me acercaba patinando primero como un maníaco por todos los vestíbulos y pasillos que conducen de lo exterior a lo interior. Mis esfuerzos nunca me aproximaron a ella, ni mi actividad furiosa, ni el codearme con la humanidad. Todo eso era simplemente un paso de vector a vector en un círculo que, por mucho que se dilatara el perímetro, seguía siendo paralelo, a pesar de todo, al dominio de que hablo. En cualquier momento puede trascenderse la rueda del destino porque en cualquier punto de su superficie toca el mundo real y sólo una chispa de iluminación es necesaria para producir lo milagroso, para transformar al patinador en un nadador y al nadador en una roca. La roca en simplemente una imagen del acto que detiene la fútil rotación de la rueda y sumerge al ser en la conciencia plena. Y la conciencia plena es verdaderamente como un océano inagotable que se da al sol y a la luna y que incluye también el sol y la luna. Todo lo que existe nace del ilimitado océano de la luz... incluso la noche.

A veces, en las incesantes revoluciones de la rueda, vislumbraba la naturaleza del salto que es necesario dar. Saltar del mecanismo de relojería: ésa era la idea liberadora. ¡Ser algo más que el más brillante maníaco de la tierra y diferente de él! La historia del hombre en la tierra me aburría. Irradiar bondad es maravilloso, porque es tónico, vigorizador, vivificador. Pero ser simplemente es más maravilloso todavía, porque es inacabable y no requiere demostración. Ser es música, que es una profanación del silencio en provecho del silencio, y, por tanto, está por encima del bien y del mal. La música es la manifestación de la acción sin actividad. La música no incita ni defiende, no busca ni explica. La música es el sonido silencioso que produce el nadador en el océano de la conciencia. Es una recompensa que sólo puede conceder uno mismo. Es la dádiva del dios que uno es porque ha dejado de pensar en Dios. Es un augurio del dios que todo el mundo llegará a ser a su debido tiempo, cuando todo lo que es supere la imaginación.