Confusión es una palabra que hemos inventado para un orden que no se entiende. Me gusta pararme a pensar en aquella época en que las cosas estaban tomando forma, porque el orden —si se entendiera— debió de ser admirable. En primer lugar, hay que citar a Hymie, Hymie el sapo, y también los ovarios de su mujer, que llevaban mucho tiempo pudriéndose. Hymie estaba completamente absorto en los podridos ovarios de su mujer. Era el tema diario de conversación; ahora tenía prioridad sobre los purgantes y la lengua sucia. Hymie era especialista en «proverbios sexuales», como él los llamaba. Todo lo que decía partía de los ovarios o conducía a ellos. A pesar de todo, seguía quilando con su mujer: prolongadas copulaciones, como de serpientes, en que solía fumar un cigarrillo o dos antes de sacarla. Trataba de explicarme que el pus de los podridos ovarios la ponía cachonda. Siempre había sido un buen polvo, pero ahora lo era mejor que nunca. Una vez que le extirparan los ovarios, no se podía saber cómo reaccionaría. También ella parecía comprenderlo. Así que, ¡a follar se ha dicho! Todas las noches, después de lavar los platos, se desnudaban en su pisito, y se acostaban como una pareja de serpientes. En varias ocasiones intentó describirme la forma de follar de su mujer. Era como una ostra por dentro, con dientes suaves que lo mordisqueaban. A veces le parecía estar dentro mismo de su matriz, de blando y mullido que era, y aquellos suaves dientes que le mordían el canario y lo volvían loco. Solían yacer como unas tijeras y quedarse mirando el techo. Para no correrse, pensaba en la oficina, en las pequeñas preocupaciones que lo tenían en vilo y le hacían sentir el corazón en un puño. Entre uno y otro orgasmo se ponía a pensar en otra, para que, cuando empezase a magrearlo de nuevo, pudiera imaginarse que estaba echando un polvo con otra tía. Solía colocarse de modo que pudiera mirar por la ventana mientras soplaban. Se estaba habituando tanto a aquello, que podía desnudar a una mujer que pasase por el bulevar bajo su ventana y transportarla a la cama; no sólo eso, sino que, además, podía hacer que ocupara el lugar de su mujer, todo ello sin sacarla. A veces, jodía así durante dos horas sin correrse siquiera. Como él decía: ¿para qué desperdiciarlo ?

En cambio, Steve Romero se las veía y se las deseaba para contenerse. Steve tenía la figura de un toro y diseminaba su semen sin control. A veces cambiábamos impresiones en el restaurante chino, a la vuelta de la calle de la oficina. Era una atmósfera extraña. Quizá fuera porque no había vino. Tal vez fuese por las curiosas setas, pequeñas y negras, que nos servían. En cualquier caso, no era difícil sacar el tema a colación. Por lo general, cuando Steve se reunía con nosotros, ya había hecho su entrenamiento, se había duchado y se había dado fricciones. Estaba limpio por dentro y por fuera. Un ejemplar de hombre casi perfecto. No muy brillante, desde luego, pero buen chico, lo que se dice un compañero. En cambio, Hymie era como un sapo. Parecía venir a la mesa directamente desde las ciénagas donde había pasado el día ensuciándose. Llevaba churretes de mugre en torno a los labios, como si fuera miel. De hecho, en su caso no podía llamarse mugre, pues no había otro ingrediente con que poder compararla. Todo era una sustancia fluida, viscosa, pegajosa, compuesta enteramente de sexo. Cuando miraba su comida, la veía como esperma en potencia; si el tiempo era cálido decía que era bueno para los huevos; si subía a un tranvía, sabía de antemano que su movimiento rítmico iba a estimularle el deseo, le iba a provocar una erección lenta y «personal», como él decía. Nunca conseguí saber por qué decía «personal», pero así era como la llamaba. Le gustaba salir con nosotros, porque siempre estábamos bastante seguros de conseguir algún ligue decente. Cuando salía solo, no siempre le iba tan bien. Con nosotros cambiaba de carne: gachís gentiles, como él decía. Le gustaban las gachís gentiles. Olían mejor que las judías, según él. También reían con mayor facilidad... A veces, en pleno tracatrá. Lo único que no podía tolerar era la carne oscura. Le asombraba y desagradaba verme salir con Valeska. En cierta ocasión, me preguntó si no olía un poco fuerte. Le dije que me gustaba así: fuerte y hediondo, con mucha salsa alrededor. Casi se sonrojó al oírme. Era asombroso lo delicado que podía ser para ciertas cosas. La comida, por ejemplo. Era muy melindroso con la comida. Tal vez se tratara de una peculiaridad racial. También era inmaculado en lo tocante a su persona. No podía ver una mancha en sus limpios puños. No paraba de cepillarse, a cada momento sacaba su espejo para ver si tenía restos de comida entre los dientes. Si encontraba una partícula, ocultaba la cara tras la servilleta y la extraía con su mondadientes de nácar. Naturalmente, los ovarios no podía verlos. Tampoco podía olerlos, porque también su mujer era una tía inmaculada. Pasaba el día duchándose en preparación de las nupcias nocturnas. Era trágica la importancia que atribuía a sus ovarios.

Hasta el día que se la llevaron al hospital, fue una auténtica máquina de joder. La idea de no poder volver a follar la aterrorizaba hasta hacerle perder el juicio. Desde luego, Hymie le decía que, pasara lo que pasase, a él no le importaría. Pegado a ella como una serpiente, con un cigarrillo en la boca, viendo pasar a las chicas abajo, en el bulevar, le resultaba difícil imaginar que una mujer no pudiera volver a joder. Estaba seguro de que la operación sería un éxito. ¡Un éxito! Es decir, que jodería mejor que antes incluso. Solía decírselo, tumbado boca arriba mirando al techo. «Tú sabes que siempre te querré», le decía. «Muévete un poquito, ¿quieres?... eso, muy bien... así. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí... claro, ¿por qué? ¿Por qué razón habrías de preocuparte de cosas así? Por supuesto que te seré fiel. Oye, córrete un poquito... eso... así... así está bien.» Solía contárnoslo en el restaurante chino. Steve se moría de risa. Steve no podía hacer una cosa así. Era demasiado honrado, sobre todo con las mujeres. Por eso nunca tuvo suerte. El pequeño Curley, por ejemplo —Steve odiaba a Curley—, siempre conseguía lo que quería... Era un mentiroso nato, un impostor nato. A Hymie tampoco le gustaba mucho Curley. Decía que no era honrado, refiriéndose, por supuesto, a que no lo era en cuestiones de dinero. Con respecto a esas cosas Hymie era escrupuloso. Lo que le desagradaba especialmente era la forma como hablaba Curley de su tía. Ya era bastante grave, según Hymie, que se estuviera tirando a la hermana de su madre, pero presentarla como si fuese un trozo de queso rancio era demasiado para Hymie. Hay que tener un poco de respeto hacia una mujer, siempre y cuando no sea una puta. Si es una puta, la cosa cambia. Las putas no son mujeres. Las putas son putas. Ese era el modo de ver de Hymie.

Sin embargo, la auténtica razón de su aversión era que, siempre que salían juntos, a Hymie le tocaba bailar con la más fea. Y no sólo eso, sino que, además, por lo general el que pagaba era Hymie. Hasta la forma que tenía Curley de pedir dinero le irritaba: decía que era como una extorsión. Pensaba que en parte era culpa mía, que yo era demasiado indulgente con el chaval. «No tiene moral», decía Hymie. «¿Y tú? ¿Tienes tú moral?», le preguntaba yo. «¿Yo? ¡Qué leche! Soy demasiado viejo para tener moral. Pero Curley es un chaval todavía.»

— Lo que te pasa es que estás celoso —decía Steve.

— ¿Yo? ¿Celoso de él? — e intentaba desechar la idea con una risita desdeñosa. Una puya de esa clase le hacía sobresaltarse — . Oye —decía, dirigiéndose a mí—, ¿es que he estado alguna vez celoso de ti? ¿Acaso no te he pasado una chavala, siempre que me lo has pedido? ¿Te acuerdas de aquella pelirroja de la oficina SU... la de las tetas enormes? ¿Es que no era un polvete fenomenal como para pasárselo a un amigo? Pero lo hice, ¿no? Lo hice porque dijiste que te gustaban las tetas grandes. Pero no lo

haría por Curley. Es un tramposo. Que se las busque solo.

En realidad, Curley se las buscaba con mucha habilidad. Debía de tener cinco o seis en el bote al mismo tiempo, por lo que pude deducir. Estaba Valeska, por ejemplo: había llegado a tener una relación bastante estable con ella. Estaba tan encantada de tener a alguien que se la tirara sin sonrojarse, que, cuando llegó el momento de compartirlo con su prima y después con la enana, no tuvo el menor inconveniente. Lo que más le gustaba era meterse en la bañera y que él se la cepillase bajo el agua. Todo fue bien hasta que la enana descubrió el pastel. Entonces se armó una trifulca que acabó en reconciliación en el suelo de la sala. Tal como lo contaba Curley, hizo todo menos subirse a la araña. Y, además, siempre dinero en abundancia para sus gastos. Valeska era generosa, pero con la prima se podía hacer lo que se quisiera. Si llegaba a estar a menos de un metro de una picha tiesa, se derretía. Una bragueta desabrochada era suficiente para hacerle entrar en trance. Casi daba vergüenza lo que Curley le obligaba a hacer. Se complacía humillándola. Apenas podía yo censurárselo, pues era una tía increíblemente estirada y gazmoña, cuando iba vestida con su ropa de salir. Casi hubiera uno jurado que no tenía coño, por la forma como se comportaba en la calle. Naturalmente, cuando él estaba a solas con ella, le hacía pagar sus modales presuntuosos. Lo hacía a sangre fría. «¡Sácala!», decía abriéndose un poco la bragueta. «¡Sácala con la lengua!» (Se la tenía jurada a toda la pandilla, porque, según decía, se lo mamaban una a la otra a su espalda.) El caso es que, una vez que sentía su sabor en la boca, se podía hacer con ella lo que se quisiera. A veces la hacía ponerse sobre las manos y la empujaba así por toda la habitación, como una carretilla. O bien lo hacía como los perros, y, mientras ella gemía y se retorcía, él encendía un cigarrillo, indiferente, y le echaba el humo entre las piernas. En cierta ocasión le jugó una mala pasada haciéndolo de ese modo. La había magreado hasta tal punto, que ella estaba fuera de sí. El caso es que, después de casi haberle sacado brillo al culo a fuerza de barrenarla por detrás, se retiró por un segundo, como para refrescarse la picha, y entonces, muy lenta y suavemente, le introdujo una zanahoria gorda y larga por el chocho. «Esto, señorita Abercrombie», dijo, «es una especie de doble de mi picha normal», y acto seguido se separó y se subió los pantalones. La prima Abercrombie había quedado tan pasmada ante todo aquello, que se tiró un pedo tremendo y la zanahoria salió disparada. Al menos, así fue como lo contó Curley. Indudablemente, era un mentiroso rematado, y puede que no haya ni pizca de verdad en el relato, pero no se puede negar que tenía una habilidad especial para esa clase de bromas. Por lo que se refiere a la señorita Abercrombie y sus modales elegantes, pues... con un coño así siempre se puede imaginar lo peor. En comparación, Hymie era un purista. De algún modo, Hymie y su grueso pito circuncidado eran dos cosas distintas. Cuando tenía una erección personal, como él decía, se refería en realidad a que él no era el responsable. Quería decir que la Naturaleza estaba imponiéndose a través de él: a través de su grueso pito circuncidado, el de Hymie Laubscher. Lo mismo ocurría con el coño de su mujer. Era algo que llevaba entre las piernas, como un adorno, pero no era la señora Laubscher personalmente, ¿entendéis? En fin, todo esto es simplemente una introducción a la confusión sexual general que predominaba en aquella época. Era como coger un piso en el País de la Jodienda. Por ejemplo, la muchacha del piso de arriba... solía bajar a veces, cuando mi mujer estaba dando un recital, para cuidar de la niña. Era una bobalicona tan evidente, que al principio no le presté la menor atención. Pero también tenía un coño, como las demás, una especie de personal coño impersonal del que tenía conciencia inconscientemente. Cuanto más frecuentemente bajaba, más conciencia tomaba a su modo inconsciente. Una noche, estando ella en el baño, después de que hubiera permanecido en él un rato sospechosamente largo, me dio en qué pensar. Decidí espiar por el ojo de la cerradura y ver por mí mismo qué pasaba. Mira por dónde, estaba delante del espejo acariciándose la almejita. Casi hablándole, estaba. Me excité tanto, que no supe qué hacer. Volví al salón, apagué la luz, y me tumbé en el sofá a esperar a que saliera. Mientras estaba tendido, seguía viendo aquel peludo coño suyo y los dedos que parecían rasguear sobre él. Me abrí la bragueta para permitir al canario estremecerse al fresco y a oscuras, intenté hipnotizarla desde el sofá, o, al menos, intenté dejar que mi canario la hipnotizara. «Ven aquí, zorra», decía una y otra vez para mis adentros, «ven aquí y úntame ese coño encima». Debió de captar el mensaje inmediatamente, pues en un santiamén ya había abierto la puerta y estaba buscando a tientas el sofá en la oscuridad. No dije ni palabra, ni hice el menor movimiento. Me limité a mantener la mente fija en su coño moviéndose silenciosamente en la oscuridad como un cangrejo. Por fin, llegó ante el sofá y allí se quedó de pie. Tampoco ella dijo ni palabra. Se limitó a permanecer allí de pie en silencio, y, cuando le deslicé la mano por las piernas, movió ligeramente un pie para abrirlas un poco más. Creo que en toda mi vida he puesto las manos sobre unas piernas más jugosas. Era como engrudo corriéndole piernas abajo, y, si hubiera tenido carteles a mano, habría podido pegar una docena o más. Unos momentos después, con la misma naturalidad que una vaca que baja la cabeza para pastar, se inclinó y se la metió en la boca. Yo tenía nada menos que cuatro dedos dentro de ella, con los que la estimulaba hasta hacer espuma. Tenía la boca llena hasta rebosar y el jugo le corría piernas abajo. Como digo, no pronunciamos ni palabra. Éramos un par de maníacos mudos trabajando sin parar en la oscuridad como sepultureros. Era un paraíso del follaje y yo lo sabía, y estaba dispuesto a joder hasta perder el juicio, si fuera necesario. Probablemente fuese la mujer con la que mejores polvos he echado en mi vida. No abrió el pico ni una sola vez: ni aquella noche, ni la siguiente, ni ninguna. Bajaba así, sigilosamente, en la oscuridad, tan pronto como se olía que estaba solo, y me cubría completamente con el coño. Además, era un coño enorme, ahora que lo pienso de nuevo. Un laberinto oscuro y subterráneo, provisto de divanes y rincones acogedores y hojas de morera. Solía meterme en él como el gusano solitario y esconderme en una pequeña hendidura donde reinaba un silencio sepulcral; era tan apacible y tranquila, que me tendía como un delfín en un banco de ostras. Una ligera sacudida, y era como estar en el coche-cama leyendo un periódico o bien en un atolladero en el que había guijarros redondos y musgosos y puertecitas de mimbre que se abrían y cerraban automáticamente. A veces era como bajar por el tobogán, una profunda zambullida y después una rociada de hormigueantes cangrejos de mar, mientras los juncos se balanceaban febrilmente y las agallas de los pececillos me lamían como agujeros de armónica. En la inmensa gruta negra había un órgano de seda y jabón tocando una música rapaz y tenebrosa. Cuando se lanzaba a fondo, cuando soltaba todo el jugo, producía una púrpura violácea, un tinte morado intenso como el crepúsculo, un crepúsculo ventrílocuo como el que conocen las enanas y las cretinas, cuando menstrúan. Me hacía pensar en caníbales mascando flores, en bantúes enloquecidos, en unicornios salvajes apareados en camas de rododendros. Todo era anónimo y estaba sin formular. Fulano de Tal y su esposa Mengana de Tal: por encima de nosostros, los gasómetros y, por debajo, la vida marina. Como digo, de cintura para arriba, estaba chiflada. Sí, rematadamente loca, aunque todavía no de atar. Quizá por eso fuera su coño tan maravillosamente impersonal. Era un coño que destacaba de entre un millón, una auténtica perla de las Antillas, como la que Dick Osborn descubrió leyendo a Joseph Conrad. Se hallaba en el vasto Pacífico del sexo, un centelleante arrecife de madréporas humanas. Sólo un Osborn podría haberla descubierto, con la latitud y longitud de coño correctas. Encontrarla de día, verla enloquecer poco a poco, era como atrapar una comadreja a la caída de la noche. Lo único que tenía que hacer era tumbarme en la oscuridad con la bragueta abierta y esperar. Era como Ofelia resucitada de repente entre los cafres. No podía recordar ni una palabra de lengua alguna, sobre todo el inglés. Era una sordomuda que había perdido la memoria, y con ella el refrigerador, los rulos, las pinzas y el bolso. Estaba más desnuda incluso que un pez, exceptuando la mata de pelo entre las piernas. Y era más escurridiza incluso que un pez, pues, al fin y al cabo, un pez tiene escamas y ella no tenía. A veces no estaba claro si estaba yo dentro de ella o ella dentro de mí. Era la guerra declarada, el nuevo pancracio, en que cada uno de nosotros se mordía el culo propio. El amor entre los tritones y la compuerta abierta de par en par. Amor sin género y sin desinfectante. Amor en incubación, como el que practican los glotones de América más allá del lindero del bosque. A un lado, el Océano Ártico; al otro lado, el Golfo de México. Y, aunque nunca aludíamos a él explícitamente, siempre estaba con nosotros King Kong, King Kong dormido en el casco hundido del Titanic entre los fosforescentes huesos de los millonarios y las lampreas. No había lógica alguna que pudiera alejar a King Kong. Era el armazón gigantesco que sostiene la efímera angustia del alma. Era la tarta de boda con piernas peludas y brazos de un kilómetro de largos. Era la pantalla giratoria por la que van pasando las noticias. Era el orificio del revólver que nunca disparó, el leproso armado de gonococos con los cañones recortados.

Fue allí, en el vacío de la hernia, donde hice mis tranquilas meditaciones a través del pene. En primer lugar debo citar el teorema binomio, expresión que siempre me había dejado perplejo; lo coloqué bajo la lupa y lo estudié de pe a pa. Estaba el Logos, que en cierto modo había identificado siempre con el aliento; descubrí que, al contrario, era una especie de éxtasis obsesiva, una máquina que seguía moliendo maíz mucho después de que se hubieran llenado los graneros y de que hubiesen expulsado a los judíos de Egipto. Estaba Bucéfalo, más fascinante para mí quizá que ninguna otra palabra de todo mi vocabulario: lo sacaba a relucir siempre que estaba en un aprieto, y con él, naturalmente, Alejandro y todo su séquito imperial. ¡Qué caballo! Engendrado en el Océano Indico, el último de la estirpe, y nunca apareado, excepto con la Reina de las Amazonas durante la aventura mesopotámica. ¡Estaba el gambito escocés! Expresión asombrosa que no tenía nada que ver con el ajedrez. Siempre lo imaginaba como un hombre con zancos, página 2498 del diccionario de Funk y Wagnell. Un gambito era una especie de salto en la oscuridad con piernas mecánicas. Un salto sin objeto: ¡de ahí, gambito! Más claro que el agua y lo más sencillo del mundo, una vez que lo comprendías. Además estaba Andrómeda, y la Gorgona Medusa, y Castor y Pólux, de origen divino, los gemelos mitológicos eternamente fijos en el efímero embeleso. Estaba la lucubración, palabra claramente sexual y que, sin embargo, sugería connotaciones cerebrales inquietantes. Siempre «lucubraciones de media noche», en que la media noche adquiría un significado siniestro. Y, además, la «tapicería de Arras». En una u otra época, habían apuñalado a alguien «tras la tapicería de Arras». Vi una palia hecha de amianto y en ella había un rasgón tremendo como el que podría haber hecho el propio César.

Como digo, era una meditación muy sosegada, del tipo de aquella a la que debieron de entregarse los hombres de la antigua Edad de Piedra. Las cosas no eran ni absurdas ni explicables. Era un rompecabezas que, cuando te cansabas de él, podías apartar con dos dedos. Todo podía apartarse con facilidad, hasta el Himalaya. No llevaba absolutamente a ningún sitio y, por esa razón, era deleitoso. El grandioso edificio que se podía construir durante un polvo largo podía derribarse en un abrir y cerrar de ojos. Lo que contaba era el polvo y no la construcción. Era como vivir en el Arca durante el Diluvio, donde no faltara nada, ni siquiera un destornillador. ¿Qué necesidad había de asesinar, violar o cometer incesto, cuando lo único que le pedían a uno era que matase el tiempo? Lluvia, lluvia, lluvia, pero dentro del Arca todo seco y calentito, una pareja de cada especie y, en la despensa, jamones de Westfalia, huevos frescos, aceitunas, cebollitas en vinagre, salsa de Worcestershire y otras golosinas. Dios me había escogido a mí, Noé, para fundar un nuevo cielo y una nueva tierra. Me había dado un barco con todos los maderos calafateados y secados adecuadamente. También me había conferido el saber para navegar por los mares tempestuosos. Tal vez cuando dejara de llover habría otros tipos de saber que adquirir, pero para el presente bastaba con el saber náutico. El resto era ajedrez en el Café Royal, Segunda Avenida, sólo que tenía que imaginar a un contrincante, una ingeniosa mente judía que hiciese durar la partida hasta que cesaran las lluvias. Pero, como he dicho antes, no tenía tiempo para aburrirme: estaban mis viejos amigos, Logos, Bucéfalo, la tapicería de Arras, la lucubración, etc. ¿Para qué jugar al ajedrez?

Encerrado así durante días y noches sin interrupción, empecé a comprender que el pensamiento, cuando no es masturbación es lenitivo, curativo, placentero. El pensamiento que no te lleva a ningún sitio te conduce a todas partes: todas las demás clases de pensamiento discurren por carriles y, por lejos que lleguen, al final siempre acaban en la estación o en el depósito de máquinas. Al final siempre hay un farol rojo que dice: ¡ALTO! Pero cuando el pene se pone a pensar, no hay alto ni obstáculo: es una fiesta perpetua, el cebo fresco y el pez que pica. Cosa que me recuerda a otra gachí, Verónica no sé qué más, que siempre me hacía pensar en cosas inoportunas. Con Verónica siempre había un forcejeo en el vestíbulo. En la pista de baile creías que iba a hacerte un regalo permanente de sus ovarios, pero, tan pronto como salía afuera, empezaba a pensar, a pensar en el sombrero, en su bolso, en su tía que estaba esperándola arriba, en la carta que había olvidado echar, en el empleo que iba a perder: toda clase de pensamientos absurdos e inoportunos, que no tenían nada que ver con la situación del momento. Era como si de repente hubiera conectado el cerebro con el coño: el coño más despierto y sagaz que se pueda imaginar. Era casi un coño metafísico, por decirlo así. Era un coño que resolvía problemas, y no sólo eso, sino que, además, lo hacía de modo especial, con un metrónomo. Para aquella clase de lucubración rítmica dislocada era esencial una luz mortecina peculiar. Tenía que haber suficiente oscuridad para un murciélago, y, aun así, bastante luz para encontrar un botón que por casualidad se desprendiera y rodase por el suelo del vestíbulo. Me parece que queda claro lo que quiero decir. Una precisión vaga y, sin embargo, minuciosa, una conciencia firme que simulaba distracción. Y vacilante e indecisa al mismo tiempo, de modo que nunca se podía determinar si se trataba de chicha o de limonada. ¿ Qué es esto que tengo en la mano? ¿Bueno o superior? La respuesta era siempre muy fácil. Si la agarrabas por las tetas, chillaba como una cotorra; si le metías mano bajo el vestido, culebreaba como una anguila; si la apretabas demasiado, te mordía como un hurón. Se resistía y se resistía y se resistía. ¿Por qué? ¿Qué se proponía? ¿Cedería al cabo de una hora o dos? Ni soñarlo. Era como una paloma intentando volar con las patas atrapadas en una trampa de acero. Fingía no tener patas. Pero, si hacías un movimiento para liberarla, amenazaba con desplumarse sobre ti.

Como tenía un culo tan maravilloso y como era más inaccesible que la leche, pensaba en ella como en el Pons Asinorum. Cualquier escolar sabe que el Pons Asinorum sólo pueden cruzarlo dos asnos blancos conducidos por un ciego. No sé por qué es así, pero ésa es la regla, tal como la estableció el viejo Euclides. Era tan sabio, el viejo buitre, que un día —supongo que para divertirse, simplemente— construyó un puente que ningún mortal podría cruzar nunca. Lo llamó el Pons Asinorum porque poseía un par de hermosos asnos blancos, y estaba tan encariñado con aquellos asnos, que no permitía que nadie se apoderara de ellos. Y, por eso, concibió un sueño en que él, el ciego, conduciría un día los asnos sobre el puente y hasta los afortunados terrenos de caza de los asnos. Pues bien, a Verónica le pasaba lo mismo. Estimaba tanto su hermoso culo blanco, que no quería desprenderse de él por nada del mundo. Quería llevárselo con ella al Paraíso, llegado el momento. Por lo que se refiere a su coño, al que, por cierto, nunca hacía referencia... por lo que se refiere a su coño, como digo, pues... era simplemente un accesorio que la acompañaba. En la tenue luz del vestíbulo, sin referirse en ningún momento abiertamente a sus dos problemas, no sé cómo, te hacía tomar conciencia embarazosamente de ellos. Es decir, te hacía tomar conciencia al modo de un prestidigitador. Te dejaba ver o tocar simplemente para engañarte al final, simplemente para demostrarte que no habías visto ni tocado. Era un álgebra sexual muy sutil, la lucubración de media noche que te valdría un 9 o un 10 el día siguiente, pero nada más. Te examinabas, obtenías tu diploma y después te soltaban. Entretanto usabas el culo para sentarte y el coño para hacer aguas. Entre el libro de texto y el retrete había una zona intermedia en la que no debías entrar nunca, porque se denominaba jodienda. Podías hacerte una pajita y echar una meadita, pero no follar. Nunca se apagaba la luz del todo, el sol nunca entraba a raudales. Siempre la luz o la oscuridad suficiente para distinguir un murciélago. Y precisamente ese espectral parpadeo de luz era lo que mantenía a la mente despierta, al acecho, por decirlo así, de bolsos, lápices, botones, llaves, etc. No podías pensar realmente porque ya estabas utilizando la mente. La mente estaba ocupada, como una butaca vacía en el teatro en la que el ocupante hubiera dejado la chistera.

Como digo, Verónica tenía un coño charlatán, lo que no era bueno porque su única función parecía ser la de hablar para que no le echaras un polvo. En cambio, Evelyn tenía un coño risueño. Vivía también en el piso de arriba, sólo que en otra casa. Siempre venía a la hora de comer para contarnos un nuevo chiste. Era una cómica de primera, la única mujer verdaderamente graciosa que he conocido en mi vida. Todo era broma, incluida la jodienda. Podía hacer reír hasta a una picha tiesa, lo que ya es decir. Dicen que una picha tiesa no tiene conciencia, pero una picha tiesa que además se ría es fenomenal. La única forma como puedo describirlo es diciendo que, cuando estaba cachonda y molesta, Evelyn hacía ventriloquia con el coño. Estabas a punto de metérsela, cuando el payaso que tenía entre las piernas soltaba una carcajada de repente. Al mismo tiempo, alargaba los brazos hacia ti y te daba un tironcito y un apretoncito juguetones. También sabía cantar, aquel payaso de coño. De hecho, se comportaba exactamente como una foca amaestrada.

No hay nada más difícil que hacer el amor en un circo. La continua representación del número de la foca amaestrada la volvía más inaccesible que si hubiera estado protegida por barrotes de hierro. Podía acabar con la erección más «personal» del mundo. A fuerza de risa. Al mismo tiempo no era tan humillante como podría uno inclinarse a pensar. Había algo de compasión en aquella risa vaginal. El mundo entero parecía desplegarse como una película pornográfica cuyo trágico tema fuese la impotencia. Podías verte a ti mismo como un perro, o una comadreja, o un conejo blanco. El amor era algo aparte, un plato de caviar, pongamos por caso, o un heliotropo de cera. Podías ver al ventrílocuo que hay dentro de ti hablando de caviar o de heliotropos, pero la persona real era siempre tumbada en el sembrado de coles con las piernas completamente abiertas ofreciendo una hoja verde y brillante al primero que llegase.

Pero, si hacías un movimiento para mordisquearla, el sembrado de coles estallaba a reír, con una risa radiante, fresca, vaginal como Jesús H. Cristo e Immanuel Kant el Cauteloso nunca soñaron, porque, de lo contrario, el mundo no sería lo que es hoy y, además, no habría habido ni Kant ni Cristo Todopoderoso. La mujer raras veces ríe, pero cuando lo hace es como un volcán. Cuando la mujer ríe, lo mejor que puede hacer el hombre es largarse al sótano refugio contra ciclones. Nada quedará en pie ante la carcajada vaginal, ni siquiera el hormigón armado. Cuando se le despierta la capacidad de reír, la mujer puede superar en risa a la hiena o al chacal o al gato montes. De vez en cuando se la oye en una reunión de linchadores. Significa que se ha quitado la tapa, que todo vale. Significa que va a salir de caza... y ten cuidado, ¡ no te vaya a cortar los cojones! Significa que, si se acerca la peste, ELLA llega primero, y con enormes correas de púas que te arrancarán la piel a tiras. Significa que se acostará no sólo con Tom, Dick y Harry, sino también con el Cólera, la Meningitis y la Lepra: significa que se tumbará en el altar como una yegua en celo y aceptará a todos los que se presenten, incluido el Espíritu Santo. Significa que demolerá en una noche lo que el pobre hombre tardó, con su habilidad logarítmica, cinco mil, diez mil, veinte mil años en construir. Lo demolerá y se meará en ello, y nadie la detendrá, una vez que empiece a reír en serio. Y, cuando decía de Verónica que su risa podía acabar con la erección más «personal» imaginable, hablaba en serio; podía acabar con la erección personal y te daba a cambio una baqueta al rojo vivo. Puede que no llegaras muy lejos con la propia Verónica, pero con lo que tenía para ofrecerte podías hacer un largo viaje, con toda seguridad. Una vez que entrabas dentro del radio de alcance de su oído, era como si te hubieras tomado una sobredosis de cantárida. Nada del mundo podía bajártela de nuevo, a no ser que la pusieras bajo una almádena.

Así era a todas horas, aunque cada palabra que digo sea una mentira. Era una gira personal por el mundo impersonal, un hombre con un desplantador diminuto en la mano cavando un túnel a través de la tierra para llegar al otro lado. El propósito era llegar por el túnel al otro lado y encontrar por fin la ría de la Culebra, el nec plus ultra de la luna de miel de la carne. Y, naturalmente, no se acababa nunca de cavar. Lo máximo a que podía aspirar era a quedarme atascado en el centro inerte de la tierra, donde la presión era más fuerte y más uniforme en todos los sentidos, y permanecer atascado en él para siempre. Eso me haría sentir como Ixion en la rueda, lo que es una especie de salvación que no hay que despreciar totalmente. Por otro lado, yo era un metafísico de la especie instintivista; me era imposible quedarme atascado en ninguna parte, ni siquiera en el centro inerte de la tierra. Tenía que encontrar a toda costa el polvo metafísico y gozarlo, y para eso me vería obligado a salir a una altiplanicie nueva, una meseta de dulce alfalfa y monolitos pulidos, donde las águilas y los buitres volaran al azar.

A veces, sentado en un parque por la noche, especialmente en un parque cubierto de papeles y restos de comida, veía pasar a una, una que parecía ir al Tíbet y la seguía con ojos desencajados con la esperanza de que empezara a volar de repente, pues, si lo hiciese, si empezara a volar, sabía que yo también sería capaz de volar, y eso pondría fin a la tarea de cavar y revolcarse. A veces, probablemente a causa del crepúsculo u otras alteraciones, parecía como si volara efectivamente al doblar una esquina. Es decir, que de repente se elevaba del suelo por espacio de unos metros, como un avión demasiado cargado, pero esa simple elevación repentina e involuntaria, independientemente de que fuese real o imaginaria, me daba esperanza, me infundía valor para mantener los ojos desencajados e inmóviles en el sitio.

Había megáfonos por dentro que gritaban: « Sigue, no te pares, persevera», y todas esas tonterías. Pero, ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Adonde? ¿De dónde? Ponía el despertador para estar levantado a determinada hora, pero, ¿por qué levantado? ¿Por qué levantarse siquiera? Con aquel diminuto desplantador en la mano trabajaba como un galeote sin la menor esperanza de recompensa. Si seguía en línea recta, iba a cavar el agujero más profundo que haya cavado nunca un hombre. Por otro lado, si hubiera deseado verdaderamente llegar al otro lado de la tierra, ¿es que no habría sido mucho más sencillo tirar el desplantador y tomar un aeroplano simplemente hacia China? Pero el cuerpo sigue a la mente. La cosa más sencilla para el cuerpo no siempre es fácil para la mente. Y, cuando se vuelve especialmente difícil y embarazoso es en el momento en que los dos empiezan a seguir direcciones opuestas.

Trabajar con el desplantador era la gloria; dejaba la mente en completa libertad y, aun así, nunca había el menor peligro de que se separaran uno de la otra. Si el animal hembra empezaba de repente a gemir de placer, si al animal hembra le daba de pronto un ataque de placer, con las mandíbulas moviéndose como cordones de zapatos antiguos, el pecho jadeando y las costillas crujiendo, si la tipa empezaba de improviso a caerse en pedazos por el suelo, al desplomarse de goce y exasperación, en ese preciso momento, ni un segundo antes ni después, la prometida meseta aparecería en el horizonte como un barco que saliera de la niebla y no quedaría más remedio que plantar las rayas y las estrellas en ella y tomar posesión de ella en nombre del Tío Sam y de todo lo sagrado. Esos reveses ocurrían con tanta frecuencia, que era imposible no creer en la realidad de un reino llamado Jodienda, porque ése era el único nombre que se le podía dar, y, sin embargo, nadie podía reclamar su propiedad permanentemente. Desaparecería de la noche a la mañana... a veces en un abrir y cerrar de ojos. Era la Tierra de Nadie y apestaba a las muertes invisibles por ella esparcidas. Si se declaraba una tregua, te encontrabas en ese terreno y te dabas la mano o trocabas tabaco. Pero las treguas nunca duraban mucho tiempo. Lo único que parecía tener permanencia era la idea de la «zona intermedia». En ella volaban las balas y los cadáveres se apilaban: luego llovía y, al final, sólo quedaba hedor.

Todo esto es una forma de hablar en sentido figurado sobre lo ínmencionable. Lo inmencionable es la jodienda y el coño puros y simples, sólo deben mencionarse en las ediciones de lujo; de lo contrario, el mundo se deshará en pedazos. La amarga experiencia me ha enseñado que lo que sostiene el mundo es la relación sexual. Pero la jodienda, la auténtica, el coño, el auténtico, parecen contener un elemento no identificado que es mucho más peligroso que la nitroglicerina. Para hacerse una idea de lo auténtico hay que consultar el catálogo de los almacenes Sears-Roebuck aprobado por la Iglesia Anglicana. En la página 23 encontrarás un grabado de Príapo haciendo malabarismos con un sacacorchos en la punta de la pirula; está de pie a la sombra del Partenón por error; está desnudo, salvo un taparrabos que le prestaron para esa ocasión los Holy Rollers de Oregón y Saskatchewan. Hay una conferencia de larga distancia para preguntar si deben vender a plazo corto o largo. Dice: «Idos a tomar por culo» y cuelga el aparato. En segundo plano Rembrandt está estudiando la anatomía de nuestro Señor Jesucristo que, si recordáis, fue crucificado por los judíos y después llevado a Abisinia para ser golpeado con tejos y otros objetos. El tiempo parece bueno y más cálido, como de costumbre, a no ser por una ligera niebla que se levanta del mar Jónico; es el sudor de los huevos de Neptuno castrados por los primeros monjes, o quizá por los maniqueos de la época de la plaga de Pentecostés. Largas tiras de carne de caballo cuelgan a secar y las moscas andan por todas partes, tal como lo describe Homero en la antigüedad. Muy cerca hay una máquina trilladora McCormick, una segadora y agavilladora con un motor de treinta y seis caballos y sin interruptor. Ha acabado la siega y los trabajadores están contando su salario en los campos distantes. Surge la encendida aurora en el primer día de la relación sexual en el antiguo mundo helenístico, ahora fielmente reproducido para nosotros en color gracias a los Hermanos Zeiss y otros pacientes fanáticos de la industria. Pero éste no es el aspecto que ofrecía a los hombres de la época d« Homero que estaban en aquel lugar. Nadie sabe qué aspecto tenía el dios Príapo, cuando se vio reducido a la ignominia de balancear un sacacorchos en la punta de la pilila. De pie, así, a la sombra del Partenón, indudablemente se puso a soñar con gachís lejanas; debió de perder conciencia del sacacorchos y de la máquina trilladora y segadora; debió de volverse muy silencioso en su interior y, por último, debió de perder hasta el deseo de soñar. Mi idea —y, naturalmente, estoy dispuesto a que me corrijan, si estoy equivocado— es que estando así, en medio de la niebla que se alzaba, oyó de repente el repique del Ángelus y, mira por dónde, apareció ante sus propios ojos un hermoso terreno verde de pantanos en que los chocktaws estaban divirtiéndose con los navajos; en el aire por encima había cóndores blancos, con collarines festoneados de caléndulas. También vio una enorme pizarra en que aparecía escrito el cuerpo de Cristo, el cuerpo de Absalón y el mal, que es la lujuria. Vio la esponja empapada en sangre de ranas, los ojos que Agustín se cosió en la piel, el manto que no era lo bastante grande como para tapar nuestras iniquidades. Vio esas cosas en el antiquísimo momento en que los navajos estaban divirtiéndose con los chocktaws y se llevó tal sorpresa, que de repente salió una voz de entre sus piernas, de la larga caña pensante que había perdido en el sueño, y se trataba de la más aguda estridente y penetrante, la más jubilosa y feroz clase de voz que haya salido alguna vez carcajeándose de las profundidades. Empezó a cantar con su larga picha con gracia y elegancia tan divinas, que los blancos cóndores bajaron del cielo y cagaron enormes huevos purpúreos por toda la verde zona de los pantanos. Cristo Nuestro Señor se levantó de su lecho de piedra y, a pesar de estar marcado por el tajo, bailó como una cabra montes. Los felás salieron de Egipto encadenados, seguidos por los belicosos igorrotes y los comedores de caracoles de Zanzíbar.

Así estaban las cosas el primer día de la relación sexual en el antiguo mundo helenístico. Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Ya no es de buena educación cantar con la pilila, ni se permite a los cóndores siquiera cagar huevos purpúreos por todo el lugar. Todo eso es escatológico y ecuménico. Está prohibido. Verboten. Y, por eso, el País de la Jodienda cada vez se aleja más; se vuelve mitológico. Así, pues, me veo obligado a hablar mitológicamente. Hablo con extrema unción, y también con ungüentos preciosos. Dejo de lado los estruendosos címbalos, las tubas, las caléndulas blancas, las adelfas y los rododendros. ¡Vivan las correas y las esposas! Cristo está muerto y destrozado con tejos. Los felás empalidecen en las arenas de Egipto, con las muñecas esposadas sin apretar. Los buitres han devorado hasta la última pizca de carne en descomposición. Todo está en calma, un millón de ratones de oro que mordisquean el queso invisible. Ha salido la luna y el Nilo rumia sus estragos ribereños. La tierra eructa en silencio, las estrellas se estremecen y balan, los ríos se desbordan. Es así... Hay coños que ríen y coños que hablan; hay coños locos, histéricos, en forma de ocarinas y coños lujuriantes, sismográficos, que registran la subida y la bajada de la savia; hay coños caníbales que se abren de par en par como las mandíbulas de una ballena y te tragan vivo; hay también coños masoquistas que se cierran como las ostras y tienen conchas duras y quizás una perla o dos dentro; hay coños ditirámbicos que se ponen a bailar en cuanto se acerca el pene y se empapan de éxtasis; hay coños puercoespines que sueltan sus púas y agitan banderitas en Navidad; hay coños telegráficos que practican el código Morse y dejan la mente llena de puntos y rayas; hay coños políticos que están saturados de ideología y que niegan hasta la menopausia; hay coños vegetativos que no dan respuesta, a no ser que los extirpes de raíz; hay coños religiosos que huelen como los adventistas del Séptimo Día y están llenos de abalorios, gusanos, conchas de almejas, excrementos de oveja y de vez en cuando migas de pan; hay coños mamíferos que están forrados con piel de nutria e hibernan, durante el largo invierno; hay coños navegantes equipados como yates, buenos para solitarios y epilépticos; hay coños glaciales en los que puedes dejar caer estrellas fugaces sin causar el menor temblor; hay coños diversos que se resisten a cualquier clasificación o descripción, con los que te tropiezas una vez en la vida y que te dejan mustio y marcado; hay coños hechos de pura alegría que no tienen nombre ni antecedente y éstos son los mejores de todos, pero, ¿adonde han ido a parar?

Y, por último, existe el coño que lo es todo y a éste vamos a llamarlo supercoño, pues no es de esta tierra, sino de ese país radiante adonde hace mucho tiempo nos invitaron a huir. En él el rocío siempre centellea y las altas cañas se inclinan con el viento. En él vive el gran padre de la fornicación, el Padre Apis, el toro profético que se abrió paso a cornadas hasta el cielo y destruyó a las deidades castradas del bien y del mal. De Apis surgió la raza de los unicornios, ese ridículo animal del que hablan los escritos antiguos cuya culta frente se estiró hasta convertirse en un falo fulgurante, y del unicornio a través de etapas graduales derivó el hombre de la ciudad reciente del que habla Oswald Spengler. Y de la picha muerta de este triste espécimen surgió el gigantesco rascacielos con sus rápidos ascensores y sus torres de observación. Somos el último punto decimal del cálculo sexual; el mundo gira como un huevo podrido en su canasta de paja. Ahora hablemos de las alas de aluminio con que volar a ese lugar lejano, el país radiante donde vive Apis, el padre de la fornicación. Todo avanza como relojes lubricados; por cada minuto de la esfera hay un millón de relojes silenciosos que van pelando las cáscaras del tiempo. Viajamos más rápido que la calculadora relámpago, más rápido que la luz de las estrellas, más rápido que el pensamiento del mago. Cada segundo es un universo de tiempo. Y cada universo de tiempo no es sino un pestañeo de sueño en la cosmogonía de la velocidad. Cuando la velocidad llegue a su fin, allí estaremos, puntuales como siempre y dichosamente anónimos. Nos desprenderemos de nuestras alas, relojes y repisas de chimenea en que apoyarnos. Nos levantaremos ligeros y alborozados como una columna de sangre, y no habrá recuerdo que nos haga caer de nuevo. A ese tiempo yo lo llamo dominio del supercoño, pues desafía a la velocidad, al cálculo y a la imaginación. Tampoco el propio pene tiene tamaño ni peso conocidos. Sólo hay la sensación continua de la jodienda, el fugitivo en pleno vuelo, la pesadilla que fuma su tranquilo puro. El pequeño Nemo se pasea con una erección de siete días y un maravilloso par de cojones azules legados por la Señora Generosa. Es el domingo por la mañana a la vuelta de la esquina del Cementerio de las plantas siempre verdes.

Es el domingo por la mañana y estoy tumbado dichosamente muerto para el mundo en mi cama de hormigón armado. A la vuelta de la esquina está el cementerio, es decir: el mundo de la relación sexual. Me duelen los cojones de tanta jodienda como se produce, pero todo está ocurriendo debajo de mi ventana, en el bulevar donde Hymie tiene su nido de copular. Estoy pensando en una mujer y el resto es confuso. Digo que estoy pensando en ella, pero la verdad es que muero de muerte estelar. Estoy tumbado ahí como una estrella enferma esperando que se extinga. Hace años estuve tumbado en esta misma cama y esperé y esperé a nacer. Nada ocurrió. Excepto que mi madre, con su furia luterana, me tiró encima un cubo de agua. Mi madre, la pobre imbécil, pensaba que yo era un vago. No sabía que me había atrapado la corriente estelar, que me estaba pulverizando hasta la atroz extinción ahí fuera, en la orilla más remota del universo. Creía que era pura pereza lo que me mantenía clavado a la cama. Me tiró encima el cubo de agua: me retorcí y estremecí un poco, pero seguí tumbado ahí en mi cama de hormigón armado. Era inamovible. Era un meteoro apagado y abandonado en las inmediaciones de Vega.

Y ahora estoy en la misma cama y la luz que hay en mí se niega a extinguirse. El mundo de hombres y mujeres está divirtiéndose en los terrenos del cementerio. Están teniendo relaciones sexuales, Dios los bendiga, y yo estoy solo en el País de la Jodienda. Me parece oír el chacoloteo de una gran máquina, los brazaletes de la linotipia pasando a través del rodillo del sexo. Hymie y la ninfómana de su mujer están tumbados al mismo nivel que yo, sólo que están al otro lado del río. El río se llama Muerte y tiene sabor amargo. Lo he vadeado muchas veces, hasta las caderas, pero por alguna razón no me ha petrificado ni inmortalizado. Sigo ardiendo vivamente por dentro, a pesar de que por fuera estoy muerto como un planeta. De esta cama me he levantado para bailar, no una, sino centenares, miles de veces. Cada vez que me retiraba, tenía el convencimiento de que había bailado la danza del esqueleto en un terrain vague. Quizás había desperdiciado demasiada de mi sustancia sufriendo; quizá tenía la loca idea de que sería la primera floración metalúrgica de la especie humana; tal vez estuviera imbuido con la idea de que era a la vez un subgorila y un superdiós. En esta cama de hormigón armado recuerdo todo y todo es de cristal de roca. No hay nunca animal alguno, sólo miles y miles de seres humanos todos hablando a la vez, y para cada palabra que pronuncian tengo una respuesta inmediatamente, a veces antes de que la palabra salga de su boca. Hay una gran matanza, pero sin sangre. Los asesinatos se perpetran con limpieza, y siempre en silencio. Pero, aun cuando todo el mundo fuera asesinado, seguiría habiendo conversación, y ésta sería a la vez complicada y fácil de seguir. Porque, ¡yo soy quien la crea! Lo sé, y por eso es por lo que nunca me vuelve loco. Tengo conversaciones que no pueden producirse hasta dentro de veinte años, cuando encuentre a la persona indicada, la que voy a crear, digamos, cuando llegue el momento adecuado. Todas esas charlas se producen en un solar vacío que está unido a mi cama como un colchón. En un tiempo le di un nombre, a este terrain vague: lo llamé Ubiguchi, pero, no sé por qué, Ubiguchi nunca me satisfizo, era demasiado inteligible, estaba demasiado cargado de significado. Sería mejor dejarlo en «terrain vague», que es lo que tengo intención de hacer. La gente cree que el vacío es la nada, pero no lo es. El vacío es una plenitud discordante, un mundo atestado de fantasmas en que el alma hace un reconocimiento. Recuerdo haber estado de niño en el solar vacío como si fuera un alma muy viva y desnuda y de pie sobre un par de zapatos. Me habían robado el cuerpo porque no lo necesitaba de forma especial. Entonces podía existir con cuerpo o sin él. Si mataba un pájaro y lo asaba al fuego y me lo comía, no era porque tuviera hambre, sino porque quería saber cosas sobre Timbuctú o la Tierra del Fuego. Tenía que estar en el solar vacío y comer pájaros muertos para crear el deseo de esa tierra radiante en la que más adelante viviría solo y que poblaría de nostalgia. Esperaba cosas definitivas de ese lugar, pero quedé decepcionado de forma lamentable. Llegué lo más lejos que se puede llegar en un estado de completo entumecimiento, y después en virtud de una ley, que debe ser la ley de la creación, supongo, me inflamé y empecé a vivir inexhaustiblemente, como una estrella cuya luz sea inextinguible. Entonces empezaron las auténticas excursiones caníbales que han significado tanto para mí; no más pajaritos muertos recogidos de la hoguera, sino carne humana viva, tierna, carne humana suculenta, secretos como hígados sanguinolentos, confidencias como tumores hinchados que se hayan conservado en hielo. Aprendí a no esperar a que muriera mi víctima, sino a devorarla mientras me hablaba. Muchas veces, cuando dejaba una comida sin acabar, descubrí que no era otra cosa que un viejo amigo menos, un brazo o una pierna. A veces lo dejaba allí: un tronco lleno de intestinos hediondos.

Por ser de la ciudad, de la única ciudad del mundo, y no hay lugar en el mundo como Broadway, solía pasearme para arriba y para abajo mirando los jamones iluminados con reflectores y otras golosinas. Era un esquizerino desde las suelas de la bota hasta las puntas del cabello. Vivía exclusivamente en el gerundio, que sólo entendía en latín. Mucho antes de que leyera sobre ella en el Black Book, cohabitaba con Hilda, la coliflor gigantesca de mis sueños. Pasamos juntos por todas las enfermedades morganáticas y algunas que eran ex cathedra. Vivíamos en el armazón de los instintos y nos alimentábamos de recuerdos ganglionares. Nunca había un universo, sino millones y billones de universos, todos los cuales no ocupaban juntos más espacio que la cabeza de un alfiler. Era un sueño vegetal en la selva del espíritu. Era el pasado, que es el único que abarca la eternidad. En medio de la fauna y flora de mis sueños, oía conferencias telefónicas de larga distancia. Los deformes y los epilépticos dejaban mensajes sobre mi mesa. A veces venía a verme Hans Castorp y juntos cometíamos delitos inocentes. O, si era un día claro y glacial, daba una vuelta con mi bicicleta

Presto de Chemnitz, Bohemia.

Lo mejor de todo era la danza del esqueleto. Primero me lavaba todos los miembros en el fregadero, me cambiaba de muda, me ponía los escarpines de bailar. Sintiéndome anormalmente ligero por dentro y por fuera, serpenteaba entrando y saliendo de la multitud por un rato para captar el ritmo humano característico, el peso y la sustancia de la carne. Después iba derecho a la pista de baile, cogía un cacho de carne casquivana e iniciaba la pirueta otoñal. Así fue como entré una noche en el local del griego peludo y tropecé de golpe con ella. Parecía amoratada, blanca como la tiza, sin edad. No había sólo la corriente de acá para allá, sino también la caída interminable, la voluptuosidad del desasosiego intrínseco. Era ágil y al mismo tiempo estaba apetitosamente llenita. Tenía la mirada marmórea de un fauno sumido en lava. Ha llegado el momento, pensé, de volver de la periferia. Di un paso hacia el centro, simplemente para notar que el suelo se movía bajo mis pies. La tierra se deslizaba rápidamente bajo mis asombrados pies. Volví a salir de la cintura terrestre y, mira por dónde, tenía las manos llenas de flores meteóricas. Extendí mis manos ardientes hacia ella, pero era más escurridiza que la arena. Pensé en mis pesadillas favoritas, pero no se parecía a nada que me hubiera hecho sudar y farfullar. En mi delirio empecé a hacer cabriolas y a relinchar. Compré ranas y las apareé con sapos. Pensé en la cosa más fácil de hacer, que es morir, pero no hice nada. Me quedé quieto y empecé a petrificarme en las extremidades. Era tan maravilloso, tan curativo, tan eminentemente sensible, que me eché a reír hasta lo más profundo de las visceras, como una hiena enloquecida por el celo. ¡Quizá me convirtiera en una piedra de Rosetta! Simplemente me quedé quieto y esperé. Llegó la primavera y el otoño, y luego el invierno. Renové mi póliza de seguros automáticamente. Comí hierba y las raíces de árboles caducos. Me quedé sentado días enteros mirando la misma película. De vez en cuando me cepillaba los dientes. Si me disparabas con una automática, las balas se desviaban y hacían un extraño tat-tat-tat al rebotar contra la pared. En cierta ocasión, en una calle oscura, derribado por un maleante, sentí que un cuchillo me penetraba de parte a parte. Sentí como un baño de agujas. Por extraño que parezca, el cuchillo no me dejó agujeros en la piel. La experiencia fue tan novedosa, que me fui a casa y me clavé cuchillos en todas las partes del cuerpo. Más baños de agujas. Me senté, saqué todos los cuchillos, y volví a maravillarme de que no hubiera ni rastro de sangre, ni agujeros, ni dolor. Estaba a punto de morderme el brazo, cuando sonó el teléfono. Era una conferencia de larga distancia. Nunca supe quién hacía las llamadas, porque nadie se ponía al aparato. Sin embargo, la danza del esqueleto...

La vida pasa a la deriva por el escaparate. Estoy tendido en él como un jamón iluminado esperando que caiga el hacha. En realidad, no hay nada que temer, porque todo está cortado pulcramente en lonchitas y envuelto en celofán. De repente, todas las luces de la ciudad se apagan y las sirenas dan la alarma. La ciudad está envuelta en gas venenoso, explotan bombas, cuerpos despedazados vuelan por los aires. Hay electricidad por todos lados, y sangre y esquirlas y altavoces. Los hombres que van por los aires están locos de alegría, los de abajo gritan y braman. Cuando el gas y las llamas han devorado toda la carne, comienza la danza del esqueleto. Miro desde el escaparate, que ahora está a oscuras. Es mejor que el Saco de Roma porque hay más cosas que destruir.

¿Por qué bailan los esqueletos tan extáticamente?, me pregunto. ¿Es la caída del mundo? ¿Es la danza de la muerte que tantas veces se ha anunciado? El de millones de esqueletos bailando en la nieve mientras la ciudad se desploma en un espectáculo pavoroso. ¿Volverá a crecer algo? ¿Saldrán niños de la matriz? ¿Habrá comida y vino? No hay que olvidar a los hombres que van por los aires, desde luego. Bajarán a saquear. Habrá cólera y disentería y los que estaban arriba y triunfantes perecerán como los demás. Tengo la viva sensación de que voy a ser el último hombre sobre la tierra. Saldré del escaparate, cuando todo haya acabado y me pasearé tranquilamente por entre las ruinas. Dispondré de la tierra entera para mí.

¡Una conferencia de larga distancia! Para comunicarme que no estoy totalmente solo. Entonces, ¿la destrucción no ha sido completa? Es desalentador. El hombre no es ni siquiera capaz de destruirse a sí mismo; de lo único que es capaz es de destruir a los demás. Estoy asqueado. ¡Qué malicioso tullido! ¡Qué crueles ilusiones! Así, que hay otros de la especie por ahí y van a poner orden en este desbarajuste y empezar de nuevo. Dios bajará en carne y hueso y cargará con la culpa. Harán música y construirán cosas de piedra y lo consignarán todo en libros. ¡Pufff! ¡Qué ciega tenacidad! ¡Qué torpes ambiciones!

Vuelvo a estar en la cama. El antiguo mundo griego, el alba de la relación sexual... ¡Y Hymie! Hymie Laubscher siempre en el mismo nivel, mirando hacia abajo, hacia el bulevar al otro lado del río. Hay un momento de calma en la fiesta nupcial y sirven los buñuelos de almejas. Córrete un poquito, dice. ¡Eso, así, muy bien! Oigo croar ranas en la ciénaga fuera de mi ventana. Grandes ranas de cementerio alimentadas por los muertos. Están todas amontonadas en la relación sexual; están croando de alegría sexual.

Ahora comprendo cómo fue concebido y traído al mundo Hymie. ¡Hymie el sapo! Su madre estaba en el fondo del montón y Hymie, que entonces era un embrión, estaba oculto en la bolsa de ella. Eran los primeros días de la relación sexual y no había reglas del Marqués de Queensbury que pusieran trabas. Era joder y ser jodido... y el último, que pagase el pato. Había sido siempre así desde la época de los griegos: un polvo a ciegas en el lodo y después un desove rápido y luego la muerte. La gente folla en diferentes niveles, pero siempre es en una ciénaga y la cama siempre está destinada para el mismo fin. Cuando se derriba la casa, la cama queda siempre de pie: el altar cosmosexual.

Estaba ensuciando la cama con mis sueños. Estirado en el hormigón armado, mi alma abandonaba su cuerpo y vagabundeaba de un lado para otro en un carrito como el que usan en los almacenes para facilitar el cambio. Yo hacía cambios y excursiones ideológicas; era un vagabundo en el país del cerebro. Todo estaba absolutamente claro para mí porque estaba hecho en cristal de roca; en cada salida estaba escrito en grandes caracteres: ANIQUILACIÓN. El miedo a la extinción me solidificaba; el cuerpo se convertía en un trozo de hormigón armado. Estaba adornado por una erección permanente del mejor gusto. Había alcanzado ese estado de vacío tan ardientemente deseado por ciertos miembros devotos de los cultos esotéricos. Había dejado de ser. Ni siquiera era una erección personal.

Fue por esa época cuando adopté el seudónimo de Samson Lackawanna y empecé mis saqueos. El instinto criminal que había en mí había salido vencedor. Mientras que hasta entonces había sido sólo un alma errante, una especie de dybbuk gentil, en adelante me convertí en un fantasma entrado en carnes. Había adoptado el nombre que me gustaba y bastaba con que actuara instintivamente. En Hong Kong, por ejemplo, hice mi aparición como vendedor de libros. Llevaba un monedero de cuero lleno de dólares mexicanos y visité religiosamente a todos los chinos que necesitaban completar sus estudios. En el hotel llamaba para pedir mujeres como si se tratara de whisky con soda. Por las mañanas estudiaba tibetano para preparar el viaje a Lhasa. Ya hablaba judío con fluidez, y hebreo también. Podía contar dos columnas de números a la vez. Era tan fácil estafar a los chinos, que volví a Manila hastiado. Allí me hice cargo de un señor Rico y le enseñé el arte de vender libros sin gastos de envío. Todo el beneficio provenía de las tarifas del transporte marítimo, pero era suficiente para permitirme una vida lujosa, mientras duró.

El aliento se había convertido en un truco lo mismo que la respiración. Las cosas no eran simplemente dobles, sino múltiples. Me había convertido en una jaula de espejos que reflejaba el vacío. Pero, una vez postulado el vacío firmemente, estaba en mi elemento y lo que se llama creación consistía en llenar agujeros. El carrito me llevó cómodamente de un lugar a otro y en cada pequeño receptáculo del gran vacío dejé caer una tonelada de poemas para borrar la idea de aniquilación. Tenía siempre ante mí perspectivas infinitas. Empecé a vivir en la perspectiva, como una motita microscópica en la lente de un telescopio gigantesco. No había noche en que descansar. Era perpetua luz estelar en la árida superficie de los planetas muertos. De vez en cuando un lago negro como el mármol en que me veía caminando entre brillantes orbes de luz. Tan bajas colgaban las estrellas y tan deslumbrante era la luz que emitían, que parecía como si el universo estuviera simplemente a punto de nacer. Lo que hacía que la impresión fuera más fuerte era que yo estaba solo; no sólo no había animales, ni árboles, ni otros seres, sino que, además, ni siquiera había una brizna de hierba, ni siquiera una raíz muerta. En aquella luz violenta e incandescente sin el menor rastro de sombra siquiera, el propio movimiento parecía ausente. Era como una llamarada de pura conciencia, el pensamiento hecho Dios. Y Dios por primera vez, que yo supiera, estaba perfectamente afeitado. Yo también estaba perfectamente afeitado, impecable, extraordinariamente exacto. Vi mi imagen en los lagos de mármol negro y estaba adornada con estrellas. Estrellas, estrellas... como un golpe entre los ojos y todos los recuerdos esfumados al instante. Era Samson y también Lackawanna y estaba muriendo como un ser en el éxtasis de la conciencia plena.

Y ahora aquí estoy, navegando río abajo en mi pequeña canoa. Todo lo que deseéis que haga lo haré... gratis. Este es el País de la Jodienda, en que no hay animales, ni árboles, ni estrellas, ni problemas. Aquí el espermatozoide es dueño y señor. Nada va determinado de antemano, el futuro es absolutamente incierto, el pasado es inexistente. Por cada millón que nace 999.999 están condenados a morir y a no volver a nacer más. Pero el que mete un gol tiene asegurada la vida eterna. La vida se comprime en una semilla, que es un alma. Todo tiene alma, incluidos los minerales, las plantas, los lagos, las montañas, las rocas. Todo es sensible, incluso en la etapa más baja de la conciencia.

Una vez que se entiende ese hecho, no puede seguir habiendo desesperación. En la base misma de la escala, chez los espermatozoides, existe el mismo estado de bienaventuranza que en la cima, chez Dios. Dios es la suma de todos los espermatozoides, que han alcanzado la conciencia plena. Entre la base y la cima no hay pasado, no hay estación intermedia. El río nace en algún lugar de la montaña y fluye hasta el mar. En ese río que conduce hasta Dios, la canoa es tan inútil como el acorazado. Desde el comienzo mismo la travesía es de regreso a casa.

Navegando río abajo... lento como la lombriz intestinal, pero lo bastante diminuto como para tomar todas las curvas. Y, además, escurridizo como una anguila. ¿Cómo te llamas?, grita alguien. ¿Que cómo me llamo? Hombre, pues, llámame Dios simplemente... Dios, el embrión; sigo navegando. A alguien le gustaría comprarme un sombrero. ¿Cuál es tu talla, imbécil?, grita. ¿Qué talla? Hombre, pues, ¡la talla X! (¿Y por qué me gritan siempre? ¿Acaso creen que estoy sordo?) El sombrero se pierde en la próxima catarata. Tant pis... para el sombrero. ¿Acaso necesita Dios un sombrero? Lo único que Dios necesita es llegar a ser Dios, cada vez más. Todo este navegar, todos estos escollos, el tiempo que pasa, el paisaje, y sobre el paisaje el hombre, trillones y trillones de cosas llamadas hombre, como semillas de mostaza. Ni siquiera en el embrión tiene memoria

Dios. El telón de fondo de la conciencia se compone de diminutos ganglios infinitesimales, una capa de pelo suave como la lana. La cabra montes está sola en el

Himalaya; no se pregunta cómo ha llegado a la cima. Pasta tranquilamente en medio del décor; cuando llegue el momento, volverá a bajar. No aparta el hocico del suelo, mientras va buscando el poco alimento que ofrecen los picos de las montañas. En ese extraño estado capricorniano de embriosis, Dios, el macho cabrío, rumia con estólido deleite entre los picos de las montañas. Las altas elevaciones alimentan el germen de la separación que un día lo apartarán del alma del hombre, que lo convertirán en un padre desolado, semejante a una roca, condenado a vivir eternamente en un vacío que es inconcebible. Pero primero vienen las enfermedades morganáticas, de las que hemos de hablar ahora... Existe un estado de miseria que es irremediable... porque su origen se pierde en la oscuridad. Los almacenes Bloomingdale, por ejemplo, pueden producir ese estado. Todos los grandes almacenes son símbolos de enfermedad y vacío, pero el de Bloomingdale es mi enfermedad especial, mi enfermedad oscura e incurable. En el caos de Bloomingdale hay un orden, pero ese orden es absolutamente demencial para mí; es el orden que encontraría en la cabeza de un alfiler, si la colocara bajo el microscopio. Es el orden de una serie accidental de accidentes concebidos accidentalmente. Ese orden tiene, sobre todo, un olor... y es el olor de Bloomingdale el que infunde terror en mi corazón. En Bloomingdale me desintegro completamente: me desahogo gota a gota en el suelo, una masa indefensa de tripas, huesos y cartílago. Hay un olor, no a descomposición, sino a asociación inconveniente. El hombre, el miserable alquimista, ha reunido en un millón de formas y figuras, sustancias y esencias que no tienen nada en común. Porque en su mente hay un tumor que lo está devorando insaciablemente; ha abandonado la pequeña canoa que lo llevaba gozosamente río abajo para construir un barco mayor y más seguro en que haya sitio para todos. Sus trabajos lo llevan tan lejos, que ha olvidado por completo la razón por la que abandonó la pequeña canoa. El arca está tan llena de cachivaches, que se ha convertido en un edificio inmóvil por encima de un pasaje subterráneo en que el olor a linóleo prevalece y predomina. Reúne todo el significado oculto en la miscelánea intersticial de los almacenes Bloomingdale y colócalo en una cabeza de alfiler, y lo que te quede será un universo en que las grandes constelaciones se mueven sin el menor peligro de colisión. Ese caos microscópico es el que causa mis dolencias morganáticas. En la calle me pongo a apuñalar caballos al azar, o alzo unas faldas aquí y allá en busca de un buzón o pego un sello de correos a una boca, a un ojo, a una vagina. O de repente decido subir a un edificio alto, como una mosca, y, después de haber llegado arriba, me echo a volar de verdad con alas auténticas y vuelo y vuelo y vuelo, recorriendo ciudades como Weehawken, Hoboken, Hackensack, Canarsie, Bergen Beach en un abrir y cerrar de ojos. Una vez que te conviertes en un auténtico esquizerino, volar es la cosa más fácil del mundo; el truco es volar con el cuerpo etéreo, dejar tras de ti en Bloomingdale el saco de huesos, tripas, sangre y cartílago; volar solo con tu yo inmutable, que, si te detienes a reflexionar un momento, siempre está equipado con alas. Volar así, en pleno día, presenta ventajas frente al vuelo nocturno ordinario a que todo el mundo se entrega. Puedes dejarlo en cualquier momento, tan rápida y decisivamente como si pisaras el freno; no hay dificultad para encontrar tu otro yo, porque en el momento en que lo dejas, eres tu otro yo, es decir, el llamado yo entero. Sólo que, como demuestra la experiencia de Bloomingdale, ese yo entero del que tanto se ha alardeado, se cae en pedazos con mucha facilidad. El olor a linóleo, por alguna razón extraña, siempre me hará desplomarme en el suelo. Es el olor de las cosas naturales que estaban pegadas a mí, que se habían juntado, por decirlo así, por consentimiento negativo.

Hasta después de la tercera comida no empiezan a desaparecer los dones matinales, legados por las uniones falsas de los antepasados, y la auténtica roca del yo, la roca feliz, emerge de la basura del alma. A la caída de la noche, el universo de cabeza de alfiler empieza a expandirse. Se expande orgánicamente, desde una motita nuclear infinitesimal, al modo como se forman los minerales o las constelaciones de estrellas. Corroe el caos circundante como una rata que horada el queso. Todo el caos podría juntarse en la cabeza de un alfiler, pero el yo, microscópico al comienzo, crece hasta convertirse en un universo desde cualquier punto del espacio. No es el yo sobre el que se escriben libros, sino el yo eterno que se ha arrendado durante milenios a hombres con nombres y fechas, el yo que empieza y acaba como un gusano, que es el gusano en el queso llamado el mundo. Así como la brisa más ligera puede poner en movimiento un vasto bosque, así también, gracias a un insondable impulso desde dentro, el yo semejante a una roca puede empezar a crecer, y en ese crecimiento nada puede prevalecer contra él. Es como el frío en acción, y el mundo entero un cristal de ventana. Ni asomo de trabajo, ni sonido, ni lucha, ni descanso; el crecimento del yo prosigue, implacable, despiadado, incesante. Solos dos platos en el menú: el yo y el no yo. Y una eternidad para elaborarlo. En esa eternidad que no tiene nada que ver con el tiempo ni con el espacio, hay interludios en que se produce algo así como un deshielo. La forma del yo se descompone, pero el yo, como el clima, permanece. Por la noche la materia amorfa del yo adopta las formas más fugaces: el error penetra por las troneras y el vagabundo se suelta de su puerta. Esa puerta, que el cuerpo lleva encima, si se abre al mundo, conduce a la aniquilación. Es la puerta por la que en todas las fábulas sale el mago; nadie ha leído nunca que haya regresado por la misma puerta. Si se abre hacia dentro, hay infinitas puertas, todas parecidas a escotillones: no hay horizontes visibles, ni líneas aéreas, ni ríos, ni mapas, ni boletos. Cada couche es un alto por la noche solamente, ya sea de cinco minutos o de diez mil años. Las puertas no tienen picaportes y nunca se desgastan. Lo más importante que hay que observar: no hay fin a la vista. Todos esos altos por la noche, por decirlo así, son como exploraciones abortivas de un mito. Puede uno ir a tientas, orientarse, observar fenómenos pasajeros; hasta podemos sentirnos en casa. Pero no hay modo de echar raíces. En el preciso momento en que empieza uno a sentirse «establecido», se hunde todo el terreno, el suelo bajo los pies va a la deriva, las constelaciones se sueltan de sus amarras, todo el universo conocido, incluido el yo imperecedero, empieza a moverse silencioso, ominosa, estremecedoramente sereno y despreocupado, hacia un destino desconocido e invisible. Todas las puertas parecen abrirse a la vez; la presión es tan grande, que se produce una implosión y, en la rápida zambullida, el esqueleto estalla en pedazos. Un hundimiento gigantesco semejante debió de ser el que Dante experimentó, cuando se sintió en el Infierno; no era un fondo lo que tocó, sino un núcleo, un centro inerte desde el que se computa el propio tiempo. Ahí comienza la comedia, pues ahí es donde se ve que es divina.

Todo esto es para decir que al pasar una noche por la puerta giratoria del baile Amarillo hace unos doce o catorce años, se produjo el gran acontecimiento. El interludio que imagino como el País de la Jodienda, un dominio en el tiempo más que en el espacio, es para mí el equivalente de ese Purgatorio que Dante ha descrito con todo detalle. Al poner la mano en la barandilla metálica de la puerta giratoria del baile Amarillo, todo lo que yo había sido antes, era, y había de ser, se desplomó. No había nada de irreal en ello; el propio momento en que nací se esfumó, arrastrado por una corriente más potente. Así como antes me habían expulsado de la matriz como un bulto, así también me desviaban ahora de nuevo hacia un vector intemporal donde el proceso de crecimiento se mantiene en suspenso. Pasé al mundo de los efectos. No había miedo, sólo una sensación de fatalidad. Mi espina dorsal estaba enchufada al tumor; me hallaba contra el cóccix de un nuevo mundo implacable. En la zambullida el esqueleto voló en pedazos, dejando al yo inmutable tan desamparado como un piojo aplastado.

Si desde este punto no empiezo, es porque no hay comienzo. Si no vuelo al instante a la tierra radiante, es porque las alas no sirven para nada. Es la hora cero y la luna está en el nadir.

No sé por qué pienso en Maxie Schnadig, a no ser que sea a causa de Dostoyevski. La noche que me senté a leer a Dostoyevski por primera vez fue un acontecimiento de la mayor importancia en mi vida, más importante incluso que mi primer amor. Fue el primer acto deliberado, consciente, que tuvo sentido para mí; cambió la faz del mundo por completo. Ya no sé si es verdad que el reloj se paró en aquel momento, cuando alcé la vista después del primer trago intenso. Fue mi primer vislumbre del alma del hombre. ¿O debería decir que Dostoyevski fue el primer hombre que me reveló su alma? Quizás hubiera sido yo ya un poco raro antes, sin darme cuenta, pero desde el momento en que me sumergí en Dostoyevski fui clara e irrevocablemente raro y me sentí satisfecho de serlo. El mundo ordinario, despierto, cotidiano había acabado para mí. También murió cualquier ambición o deseo de escribir que tuviera, y por mucho tiempo.

Era como los hombres que han estado mucho tiempo en las trincheras, demasiado tiempo bajo el fuego. El sufrimiento humano ordinario, la envidia humana ordinaria, las ambiciones humanas ordinarias... eran mierda para mí.

Concibo mejor mi estado, cuando pienso en mis relaciones con Maxie y su hermana Rita. En aquella época a Maxie y a mí nos interesaba el deporte. Solíamos ir a nadar juntos con mucha frecuencia, eso lo recuerdo muy bien. Muchas veces pasábamos todo el día y toda la noche en la playa. Sólo había visto a la hermana de Maxie una o dos veces; siempre que mencionaba su nombre, Maxie se ponía a hablar precipitadamente de otra cosa. Aquello me fastidiaba porque la compañía de Maxie me aburría mortalmente, y sólo lo soportaba porque me prestaba dinero de buen grado y me compraba cosas que necesitaba. Siempre que salíamos para la playa, yo abrigaba la esperanza de que apareciera su hermana inesperadamente. Pero no, siempre se las arreglaba para mantenerla fuera de mi alcance. Pues, bien, un día, mientras nos desnudábamos en la caseta y me enseñaba el escroto duro y apretado que tenía, le dije de improviso: «Oye, Maxie, están muy bien tus pelotas, son cosa fina, y no tienes por qué preocuparte de ellas, pero, ¿dónde cojones está Rita todo el tiempo? ¿Por qué no te la traes alguna vez y me dejas echarle un vistazo al beo...? sí, al beo, ya sabes a qué me refiero.» Como Maxie era judío de Odesa, no había oído nunca antes la palabra beo. Mis palabras lo escandalizaron profundamente, y, aun así, se sintió intrigado también por aquella palabra nueva. Me respondió, como aturdido: «Henry, por Dios, ¡no deberías decirme una cosa así!» «¿Por qué no?», contesté. «Tiene coño, tu hermana, ¿o no?» Estaba a punto de añadir algo más, cuando le dio un tremendo ataque de risa. Eso salvó la situación, por el momento. Pero, en el fondo, a Maxie no le hizo gracia la idea. Durante todo el día estuvo preocupado, aunque en ningún momento volvió a referirse a nuestra conversación. No, estuvo muy calladito aquel día. La única forma de venganza que se le ocurrió fue incitarme a que fuera nadando más allá de la zona de seguridad con la esperanza de que quedara agotado y me ahogase. Veía con tanta claridad lo que le pasaba por la cabeza, que me sentía poseído por la fuerza de diez hombres. En seguidita me iba a ahogar simplemente porque diera la casualidad de que su hermana, como todas las mujeres, tenía un coño.

Aquello sucedió en Far Rockaway. Después de habernos vestido y haber comido, decidí de repente que quería quedarme solo, de modo que, muy bruscamente, en una esquina le di la mano y le dije adiós. ¡Y ahí me quedé! Casi instantáneamente me sentí solo en el mundo, solo como sólo se siente uno en momentos de extrema angustia. Creo que estaba mondándome los dientes distraídamente, cuando esa ola de soledad me acertó de lleno, como un tornado. Me quedé allí, en la esquina de la calle, y me palpé todo el cuerpo para ver si había recibido algún golpe. Era inexplicable, y al mismo tiempo maravilloso, muy estimulante, como un tónico doble, podríamos decir. Cuando digo que estaba en Far Rockaway, quiero decir que estaba parado en el fin de la tierra, en un lugar llamado Xanthos, si es que existe un lugar así, y desde luego tendría que existir una palabra así para referirse a ningún lugar. Si hubiera aparecido Rita en aquel momento, no creo que la hubiese reconocido. Me había convertido en un absoluto extranjero en medio de mis compatriotas. Me parecían locos, mis compatriotas, con sus caras recién bronceadas y sus pantalones de franela y las medias perfectas. Habían estado bañándose como yo porque era un esparcimiento agradable y saludable y ahora, como yo, estaban llenos de sol y de comida y un poco agobiados por el cansancio. Hasta que se apoderó de mí aquella soledad, yo también estaba un poco cansado, pero de repente, parado allí y completamente aislado del mundo, me desperté sobresaltado. Quedé tan electrizado, que no me atrevía a moverme por miedo a que fuera a cargar como un toro o a que me pusiese a subir por la pared de un edificio o a bailar y a gritar. De pronto comprendí que todo aquello se debía a que yo era realmente un hermano de Dostoyevski, a que quizá fuera yo el único hombre en América que sabía lo que quiso decir al escribir esos libros. No sólo eso, sino que, además, sentí germinar en mi interior todos los libros que un día escribiría, a mi vez: me reventaban dentro como capullos de gusanos de seda maduros. Y como hasta entonces no había escrito otra cosa que cartas endiabladamente largas sobre todo y sobre nada, me resultaba difícil darme cuenta de que llegaría un momento en que empezaría, cuando escribiera la primera palabra, la primera palabra real. ¡Y ese momento había llegado! Eso fue lo que empecé a comprender.

Hace un momento he usado la palabra Xanthos. No sé si existe un Xanthos o no, y la verdad es que lo mismo me da una cosa que la otra, pero tiene que haber un lugar en el mundo, quizás en las islas griegas, donde llegues al fin del mundo conocido y estés completamente solo y, sin embargo, no te sientas asustado, sino que te alegres, porque en ese lugar de trasbordo puedes sentir el antiguo mundo ancestral que es eternamente joven y nuevo y fecundante. Estás ahí, cualquiera que sea el lugar, como un pollito junto al cascarón del que acaba de salir. Ese lugar es Xanthos, o, como ocurrió en mi caso, Far Rockaway.

¡Allí estaba yo! Oscureció, se levantó viento, las calles quedaron desiertas, y, por último empezó a llover a cántaros. ¡La hostia! ¡Aquello sí que me mató! Cuando cayó la lluvia, y la recibí de lleno en la cara mirando al cielo, de repente empecé a gritar de júbilo. Reí y reí y reí, exactamente como un demente. Y no sabía de qué me reía. No pensaba en nada. Sencillamente, sentía una alegría irresistible, me volvía loco de placer al descubrir que estaba absolutamente solo. Si en aquel momento y lugar precisos me hubieran ofrecido un agradable y sabroso beo en una bandeja, si me hubiesen ofrecido todos los beos del mundo para que escogiera, no habría pestañeado. Tenía lo que ningún beo podía darme. Y justo en ese momento, completamente empapado pero todavía exultante, pensé en la cosa que menos venía a cuento... ¡el billete de vuelta! ¡Hostias! El cabrón de Maxie se había marchado sin dejarme un céntimo. Allí me teníais con un bonito y floreciente mundo antiguo y sin un céntimo en el bolsillo. Herr Dostoyevski el Joven tuvo que ponerse a andar por aquí y por allá escrutando los rostros amigables y los hostiles para ver si conseguía sacar a alguien unas monedas. Recorrió Far Rockaway de cabo a rabo pero a todo el mundo parecía importarle tres cojones que estuviera en plena lluvia y sin billete de vuelta. Andando por ahí con ese estupor y abatimiento animal que produce mendigar, me puse a pensar en Maxie, el escaparatista, y en que la primera vez que lo vi estaba en el escaparate vistiendo un maniquí. Y de eso, en unos minutos, a Dostoyevski, y después el mundo se detuvo en seco, y luego, como un gran rosal que se abre de noche, la cálida, aterciopelada carne de su hermana Rita.

Y ahora viene algo bastante extraño... Unos minutos después de pensar en Rita, en su íntimo y extraordinario beo, estaba en el tren con destino a Nueva York y dormitando con una maravillosa y lánguida erección. Y, lo que es más extraño, cuando bajé del tren, cuando me había alejado una o dos manzanas de la estación, mira por dónde, voy y me tropiezo precisamente con Rita. Y, como si hubiese recibido información telepática de lo que me pasaba por la cabeza, también Rita estaba caliente de cintura para abajo. Poco después estábamos en un restaurante chino, sentados uno junto al otro en un pequeño reservado, comportándonos exactamente como un par de conejos en celo. En la pista de baile apenas nos movíamos. Estábamos apretados y así nos quedamos, dejando que nos empujaran y nos diesen codazos, como quisieran. Podría haberla llevado a mi casa, pues en aquella época estaba solo, pero no, tenía ganas de llevarla a su casa, y allí de pie, en el vestíbulo, echarle un polvo en las narices de Maxie... cosa que hice. En pleno tracatrá, volví a pensar en el maniquí del escaparate y en el modo como se había reído aquella tarde, cuando dejé caer la palabra beo. Estaba a punto de soltar una carcajada, cuando de repente sentí que se corría, uno de esos orgasmos largos, prolongados, como los que de vez en cuando le sacas a una gachí judía. Tenía las manos bajo su culo, con las puntas de los dedos dentro del coño, en el forro, por decirlo así; cuando empezó a estremecerse, la levanté del suelo y la subí y bajé suavemente en la punta de la picha. Creí que iba a perder el juicio completamente, por la forma como aceleró. Debió de tener cuatro o cinco orgasmos así en el aire, antes de que la pusiera de pie en el suelo. Me la saqué sin derramar una gota y la hice tumbarse en el vestíbulo. Su sombrero había rodado a un rincón y el bolso se había abierto y habían salido algunas monedas. Cito este detalle porque, antes de cepillármela como Dios manda, tomé nota mentalmente para no olvidar embolsarme unas monedas para el billete de vuelta a casa. El caso es que hacía sólo unas horas que había dicho a Maxie en la caseta que me gustaría echar un vistazo al beo de su hermana, y ahí lo tenía ahora a huevo delante de mí, empapado y echando un chorrito tras otro. Si se la habían follado antes, no lo habían hecho como Dios manda, eso desde luego. Y, por mi parte, nunca me había sentido en un estado de ánimo tan excelente, tranquilo, sereno, científico, como entonces tumbado en el suelo del vestíbulo delante de las narices de Maxie, mojando el churro en el íntimo, sagrado y extraordinario beo de su hermana Rita. Habría podido contenerme indefinidamente: era increíble lo indiferente que me sentía y, aun así, completamente consciente de cada sacudida y vibración de ella. Pero alguien tenía que pagar por haberme hecho andar bajo la lluvia en busca de una moneda. Alguien tenía que pagar el éxtasis producido por la germinación de todos esos libros no escritos que había dentro de mí. Alguien tenía que comprobar la autenticidad de aquel coño íntimo, escondido, que había estado atormentándome durante semanas y meses. ¿Quién más apto que yo? Pensé tan intensa y rápidamente entre los orgasmos, que la picha debió de crecerme unos centímetros más. Por fin, decidí acabar volviéndola y dándole por culo. Se resistió un poco al principio, pero cuando sintió que la sacaba, casi se volvió loca. «¡Oh, sí! ¡Sí, sí! ¡Hazlo, hazlo!», balbució, y eso me excitó realmente; apenas se la había metido, cuando sentí que venía, uno de esos largos y angustiosos chorros procedentes de la punta de la columna vertebral. Se la metí tan adentro, que sentí como si algo hubiese cedido. Caímos uno sobre el otro, exhaustos, jadeando como perros. Sin embargo, al mismo tiempo tuve presencia de ánimo para buscar a tientas unas monedas. No es que fuera necesario, pues ya me había prestado unos dólares: era para compensar la falta del billete de vuelta en Far Rockaway. Joder, ni siquiera entonces acabó ahí la cosa. No tardé en sentirla tantear primero con las manos y luego con la boca. Todavía tenía yo una especie de semierección. Se la metió en la boca y empezó a acariciarla con la lengua. Vi el cielo. Cuando me quise dar cuenta, tenía el cuello entre sus piernas y la lengua recorriéndole el chocho. Y después tuve que subirme encima de ella otra vez y metérsela hasta las cachas. Se retorcía como una anguila, ¡palabra! Y después empezó a correrse otra vez, orgasmos prolongados, angustiosos, con unos gimoteos y balbuceos alucinantes. Al final, tuve que sacarla y decirle que parara. ¡Vaya un beo! ¡Y yo que sólo había pedido echarle un vistazo !

Maxie, con sus historias de Odesa, revivía algo que yo había perdido de niño. Aunque nunca tuve una imagen muy clara de Odesa, su aura era como el pequeño barrio de Brooklin que significó tanto para mí y del que me habían arrancado demasiado pronto. Es una sensación que tengo claramente siempre que veo una pintura italiana sin perspectiva: si es una representación de una procesión funeraria, por ejemplo, es exactamente la clase de experiencia que conocí de niño, una experiencia de intensa inmediatez. Si se trata de la representación de una calle, las mujeres sentadas en las ventanas están sentadas en la calle y no encima ni fuera de ella. Todo lo que sucede es conocido inmediatamente por todo el mundo, exactamente como entre los pueblos primitivos. El asesinato está en el aire, el azar es el que rige todo.

Así como en los primitivos italianos falta esa perspectiva, así también en el pequeño y antiguo barrio del que me desarraigaron de niño había esos planos verticales paralelos en los que todo sucedía y a través de los cuales, de una capa a otra, se comunicaba todo, como por ósmosis. Las fronteras eran nítidas, estaban claramente marcadas, pero no eran infranqueables. Entonces, de niño, vivía cerca del límite entre la zona norte y la zona sur. Nuestro barrio estaba un poco más al norte, a pocos pasos de una ancha avenida llamada North Second Street, que era para mí la auténtica línea divisoria entre el norte y el sur. El límite real era Grand Street, que conducía a Broadway Ferry, pero esta calle no significaba nada para mí, excepto que estaba empezando ya a llenarse de judíos. No, North Second Street era la calle del misterio, la frontera entre dos mundos. Así, pues, vivía entre dos límites, uno real, el otro imaginario: como he vivido toda mi vida. Había una callecita que sólo tenía una manzana de larga y que quedaba entre Grand Street y North Second Street, llamada Fillmore Place. Esa callecita salía en diagonal frente a la casa en que vivía mi abuelo y que era de su propiedad. Era la calle más fascinante que he visto en mi vida. Era la calle ideal: para un niño, un amante, un maníaco, un borracho, un estafador, un libertino, un ladrón, un astrónomo, un músico, un poeta, un sastre, un zapatero, un político. De hecho, ésa era la calle que era, habitada por semejantes representantes de la raza humana, cada uno de ellos un mundo en sí mismo y todos viviendo juntos armoniosa e inarmoniosamente, pero ¡untos, una corporación sólida, una espora humana compactamente trabada que no podía desintegrarse sin que se desintegrara la propia calle.

Así parecía al menos. Hasta que no abrieron el puente de Williamsburg, a lo que siguió la invasión de los judíos de Delancey Street, Nueva York. Eso produjo la desintegración de nuestro pequeño mundo, de la callecita llamada Fillmore Place, que, como el nombre indicaba, era una calle de valor, de dignidad, de luz, de sorpresas. Llegaron los judíos, como digo, y como polillas empezaron a devorar la trama de nuestras vidas hasta que esa presencia parecida a la de las polillas que llevaban consigo a todas partes no dejó nada intacto. Pronto la calle empezó a oler mal, pronto la población auténtica se cambió de barrio, pronto las casas empezaron a deteriorarse, y hasta las escaleras de los porches fueron cayéndose poco a poco como la pintura. Pronto la calle parecía una boca sucia en la que faltaban todos los dientes de delante y con feos raigones ennegrecidos asomando aquí y allá, con los labios podridos y sin paladar. Pronto la basura llegaba a las rodillas en el arroyo y las escaleras de emergencia estaban llenas de ropa de cama hinchada, de cucarachas, de sangre seca. Pronto apareció el rótulo kosher en los escaparates y por todas partes había aves de corral, pepinillos flojos y agrios y enormes hogazas de pan. Pronto hubo coches de niño en todas las puertas y en los porches y delante de las tiendas. Y con el cambio desapareció también la lengua inglesa; no se oía otra cosa que yiddish, sólo esa lengua farfullante, asfixiante, chirriante en que Dios y las verduras podridas suenan igual y significan lo mismo.

Fuimos una de la primeras familias que se cambiaron de barrio ante la invasión. Dos o tres veces al año volvía al antiguo barrio, por un cumpleaños o por Navidad o por el Día de Acción de Gracias. En cada visita notaba la pérdida de algo que había amado y apreciado. Era como una pesadilla. Iba de mal en peor. La casa en que todavía vivían mis parientes era como una antigua fortaleza que amenazaba ruina; estaban aislados en una de las alas de la fortaleza, llevando una vida solitaria, propia de una isla, y empezaban a parecer, a su vez, pusilánimes, acosados, degradados. Incluso empezaron a hacer distinciones entre sus vecinos judíos, pues algunos de ellos les parecían muy humanos, muy decentes, limpios, amables, comprensivos, caritativos, etc. Para mí eso era desconsolador. Habría podido coger una ametralladora y abatir al barrio entero, judíos y gentiles por igual.

Por la época de la invasión fue cuando las autoridades decidieron cambiar el nombre de North Second Street por Metropolitan Avenue. Aquella avenida, que para los gentiles había sido el camino a los cementerios, se convirtió en lo que se llama una arteria de tráfico, un enlace entre dos ghettos. Por la zona de Nueva York el barrio ribereño estaba transformándose rápidamente con la erección de rascacielos. Por nuestra zona, la zona de Brooklin, se iban acumulando almacenes y por las cercanías de los puentes aparecían plazas, urinarios, salas de billar, papelerías, heladerías, restaurantes, tiendas de ropa, casas de empeño, etc. En resumen, todo estaba volviéndose metropolitano, en el odioso sentido de la palabra.

Mientras vivimos en el antiguo barrio, nunca hablamos de Metropolitan Avenue: siempre era North Second Street, a pesar del cambio oficial de nombre. Quizá fuera ocho o diez años después cuando me quedé parado un día de invierno en la esquina de la calle que da al río y noté por primera vez la gran torre del edificio de la Metropolitan Life Insurance, cuando comprendí que la North Second Street había dejado de existir. El límite imaginario de mi mundo había cambiado. Mi mirada llegaba ahora mucho más allá de los cementerios, mucho más allá de los ríos, mucho más allá de la ciudad de Nueva York o del estado de Nueva York, más allá de Estados Unidos, de hecho. En Point Loma, California, había contemplado el extenso Pacífico y había sentido algo que me hizo mantener el rostro permanentemente vuelto hacia otra dirección. Recuerdo que una noche regresé al antiguo barrio con mi viejo amigo Stanley, que acababa de volver del ejército, y caminamos por las calles tristes y nostálgicos. Un europeo apenas puede saber lo que es esa sensación. En Europa, hasta cuando una ciudad se moderniza, siguen existiendo vestigios del pasado. En América, aunque hay vestigios, se borran, desaparecen de la conciencia, quedan pisoteados, arrasados, anulados por lo nuevo. Lo nuevo es, de un día para otro, una polilla que devora la trama de la vida, dejando al final sólo un gran agujero. Stanley y yo íbamos caminando por ese agujero terrorífico. Ni siquiera una guerra produce esa clase de desolación y destrucción. Con la guerra una ciudad puede quedar reducida a cenizas y toda la población aniquilada, pero lo que vuelve a surgir se parece a lo viejo. La muerte es fecundante, tanto para el suelo como para el espíritu. En América la destrucción es completamente aniquiladora. No hay renacimiento, sólo un crecimiento canceroso, capa tras capa de tejido nuevo y ponzoñoso, cada una de ellas más fea que la anterior.

Íbamos caminando por aquel agujero enorme, como digo, y era una noche de invierno, clara, helada, rutilante, y, al pasar por la zona sur hacia la línea divisoria, saludamos a todas las antiguas reliquias o lugares donde habían estado las cosas en otro tiempo y donde en otro tiempo había habido algo de nosotros. Y cuando nos acercábamos a North Second Street, entre Fillmore Place y North Second Street —una distancia de sólo unos metros y, aun así, una zona del globo tan rica, tan plena—, me detuve ante la casucha de la señora O'Melio y miré la casa donde había sabido lo que era tener un ser realmente. Todo había encogido hasta proporciones diminutas, incluso el mundo que quedaba más allá de la línea divisoria, el mundo que había sido tan misterioso para mí y tan espantosamente imponente, tan delimitado. Estando allí parado, en trance, recordé de repente un sueño que había tenido una y otra vez, que todavía sueño de vez en cuando y que espero soñar mientras viva. Como todos los sueños, lo extraordinario es la viveza de la realidad, el hecho de que uno está en la realidad y no soñando. Al otro lado de la línea, soy un desconocido y estoy absolutamente solo. Hasta la lengua ha cambiado. De hecho, siempre me consideran un extraño, un extranjero. Dispongo de tiempo ilimitado y me siento encantado de deambular por las calles. La verdad es que sólo hay una calle: la prolongación de la calle en que vivía. Por fin, llego a un puente de hierro por encima de los terrenos del ferrocarril. Siempre es al anochecer, cuando llego al puente, a pesar de que está a poca distancia de la línea divisoria. Allí miro hacia abajo, hacia los raíles enmarañados, los vigilantes, los cobertizos de mercancías, y, al contemplar ese enjambre de extrañas sustancias en movimiento, se produce un proceso de metamorfosis, exactamente como en un sueño. Con la transformación y la deformación, me doy cuenta de que ése es el antiguo sueño que he tenido muchas veces. Siento un miedo cerval a despertar, y en realidad sé que voy a despertar en seguida, en el momento preciso en que esté a punto de entrar en la casa que contiene algo de la mayor importancia para mí. Justo cuando me dirijo hacia esa casa, el solar en que me encuentro empieza a desdibujarse en los extremos, a desvanecerse, a desaparecer. El espacio se enrolla sobre mí como una alfombra y me traga, y, naturalmente, la casa en la que nunca consigo entrar.

No hay absolutamente ninguna transición desde este sueño, el más agradable que conozco, hasta el meollo de un libro llamado La evolución creadora. En este libro de Henri Bergson, al que llegué con la misma naturalidad que al sueño de la tierra de más allá del límite, vuelvo a estar completamente solo, vuelvo a ser un extranjero, un hombre de edad indeterminada parado ante una puerta de hierro observando una metamorfosis singular por dentro y por fuera. Si este libro no hubiera caído en mis manos en el momento en que lo hizo, quizá me habría vuelto loco. Llegó en un momento en que otro mundo enorme se estaba desmoronando en mis manos. Aunque no hubiese entendido una sola cosa de las escritas en este libro, aunque sólo hubiera preservado el recuerdo de una palabra, creadoras, habría sido suficiente. Esta palabra era mi talismán. Con ella podía desafiar al mundo entero, y sobre todo a mis amigos.

Hay ocasiones en que tiene uno que romper con sus amigo» para entender el significado de la amistad. Puede parecer extraña, pero el descubrimiento de este libro equivalió al descubrimiento de una nueva arma, un instrumento, con el que podía cercenar a todos los amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí. Este libro se convirtió en mi amigo porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para permanecer solo, me permitió apreciar la soledad. Nunca he entendido el libro; a veces pensaba que estaba a punto de entender, pero nunca llegué a hacerlo verdaderamente. Para mí era más importante no entender. Con este libro en las manos, leyendo en voz alta a los amigos, llegué a entender claramente que no tenía amigos, que estaba solo en el mundo. Porque, al no entender el significado de las palabras, ni yo ni mis amigos, una cosa quedó muy clara y fue que había formas diferentes de no entender y que la diferencia entre la incomprensión de un individuo y la de otro creaba un mundo de tierra firme más sólido que las diferencias de comprensión. Todo lo que antes creía haber entendido se desmoronó e hice borrón y cuenta nueva. En cambio, mis amigos se atrincheraron muy sólidamente en el pequeño pozo de comprensión que se habían acabado para sí mismos. Murieron cómodamente en su camita de comprensión, para convertirse en ciudadanos útiles del mundo. Los compadecí, y muy pronto los abandoné uno a uno sin el menor pesar.

Entonces, ¿qué es lo que había en ese libro que podía significar tanto para mí y, aun así, parecer oscuro? Vuelvo a la palabra creadora. Estoy seguro de que todo el misterio radica en la comprensión del significado de esta palabra. Cuando pienso ahora en el libro, y en la forma como lo abordé, pienso en un hombre que pasa por ritos de iniciación. La desorientación y reorientación que acompaña a la iniciación en cualquier misterio es la experiencia más maravillosa que se pueda vivir. Todo lo que el cerebro ha trabajado durante toda una vida para asimilar, clasificar y sintetizar tiene que descomponerse y volver a ordenarse. ¡Día conmovedor para el alma! Y, naturalmente, eso se desarrolla, no durante un día, sino durante semanas y meses. Te encuentras por casualidad a un amigo en la calle, a un amigo que no has visto durante varias semanas, y se ha vuelto un absoluto extraño para ti. Le haces señas desde tu nueva posición elevada y, si no las comprende, pasas de largo... para siempre. Es exactamente como limpiar de enemigos el campo de batalla: a todos los que están fuera de combate los rematas con un rápido mazazo. Sigues adelante, hacia nuevos campos de batalla, hacia nuevos triunfos o derrotas. Pero, ¡sigues! Y, a medida que avanzas, el mundo avanza contigo, con espantosa exactitud. Buscas nuevos campos de operaciones, nuevos especímenes de la raza humana a quienes instruyes pacientemente y dotas de nuevos símbolos. A veces escoges a aquellos a quienes antes no habías mirado. Pruebas a todos y todo lo que queda a tu alcance, con tal de que ignoren la revelación.

Así fue como me encontré sentado en el cuarto de remiendos del establecimiento de mi padre, leyendo en voz alta a los judíos que allí trabajaban. Leyéndoles esa nueva Biblia al modo como Pablo debió de hablar a los discípulos. Con la desventaja adicional, desde luego, de que aquellos pobres diablos judíos no sabían leer en inglés. Principalmente me dirigía a Bunchek el cortador, que tenía inteligencia de rabino. Abría el libro, escogía un pasaje al azar y se lo leía traduciéndolo a un inglés casi tan primitivo como el pidgin. Después intentaba explicárselo, escogiendo como ejemplo y analogía las cosas con las que estaban familiarizados. Me asombraba lo bien que entendían, cuánto mejor entendían, pongamos por caso, que un profesor universitario o un literato o un hombre instruido. Naturalmente, lo que entendían no tenía nada que ver, a fin de cuentas, con el libro de Bergson, en cuanto libro, pero, ¿acaso no era ésa la intención de semejante libro? A mi entender, el significado de un libro radica en que el propio libro desaparezca de la vista, en que se lo mastique vivo, se lo digiera e incorpore al organismo como carne y sangre que, a su vez crean nuevo espíritu y dan nueva forma al mundo. La lectura de ese libro era una gran fiesta de comunión que compartíamos, y el rasgo más destacado era el capítulo sobre el Desorden que, por haberme penetrado hasta los tuétanos, me ha dotado con un sentido del orden tan maravilloso, que, si de repente un cometa se estrellara contra la tierra y sacase todo de su sitio, dejara todo patas arriba, volviese todo del revés, podría orientarme en el nuevo orden en un abrir y cerrar de ojos. Tengo tan poco miedo al desorden como a la muerte y no me hago ilusiones con respecto a ninguno de los dos. El laberinto es mi terreno de caza idóneo y cuanto más profundamente excavo en la confusión, mejor me oriento.

Con La evolución creadora bajo el brazo, tomo el metro elevado en el Puente de Brooklin después del trabajo e inicio el viaje de regreso al cementerio. A veces entro en la estación de Delancey Street, en pleno corazón del ghetto, después de una larga caminata por las calles atestadas de gente. Entro al metro elevado por la vía subterránea, como un gusano que se ve empujado por los intestinos. Cada vez que ocupo mi lugar entre la multitud que se arremolina por el andén, sé que soy el individuo más excepcional ahí abajo. Contemplo todo lo que está ocurriendo a mi alrededor como un espectador de otro planeta. Mi lenguaje, mi mundo, los llevo bajo el brazo. Soy el guardián de un gran secreto; si abriera la boca y hablase, paralizaría el tráfico. Lo que puedo decir, y lo que me callo cada noche de mi vida en ese viaje de ida y vuelta a la oficina es dinamita pura. Todavía no estoy preparado para lanzar mi cartucho de dinamita. Lo mordisqueo meditativa, reflexiva, persuasivamente. Cinco años más, diez años más quizás, y aniquilaré a esta gente totalmente. Si el tren, al tomar una curva, da un violento bandazo, me digo para mis adentros: «¡Muy bien!¡Descarrrila! ¡Aniquílalos!» Nunca pienso que yo corra peligro, si el tren descarrila. Vamos apretujados como sardinas y toda la carne caliente apretada contra mí distrae mis pensamientos. Me doy cuenta de que tengo las piernas envueltas en las de otra persona. Miro a la chica que está sentada frente a mí, le miro a los ojos directamente, y aprieto las rodillas con más fuerza en sus entrepiernas. Se pone incómoda, se agita en su asiento, y, por fin, se dirige a la chica que va a su lado y se queja de que la estoy molestando. La gente de alrededor me mira con hostilidad. Miro por la ventana como si tal cosa y hago como si no hubiera oído nada. Aunque quisiera retirar las piernas, no puedo. Sin embargo, la chica, poco a poco, empujando y retorciéndose violentamente, consigue desenredar sus piernas de las mías. Me encuentro casi en la misma situación con la chica que está a su lado, aquella a la que dirigía sus quejas. Casi al instante siento un contacto comprensivo y después, para mi sorpresa, le oigo decir a la otra chica que son cosas que no se pueden evitar, que la culpa no es de ese hombre, sino de la compañía por llevarnos apiñados como corderos. Y vuelvo a sentir el estremecimiento de sus piernas contra las mías, una presión cálida, humana, como cuando le estrechan a uno la mano. Con la mano libre me las arreglo para abrir el libro. Mi propósito es doble: primero, quiero que vea qué clase de libro leo; segundo, quiero poder continuar con nuestra comunicación de las piernas sin llamar la atención. Da excelente resultado. Cuando el vagón se vacía un poco, consigo sentarme a su lado y conversar con ella... sobre el libro, naturalmente. Es una judía voluptuosa con enormes ojos claros y la franqueza que da la sensualidad. Cuando llega el momento de salir, caminamos del brazo por las calles, hacia su casa. Estoy casi en los límites del antiguo barrio. Todo me es familiar y, sin embargo, repulsivamente extraño. Hace años que no he paseado por estas calles y ahora voy caminando con una muchacha judía del ghetto, una muchacha bonita con marcado acento judío. Parezco fuera de lugar caminando a su lado. Noto que la gente se vuelve a mirarnos. Soy el intruso, el goi que ha venido al barrio a ligarse a una gachí que está muy rica y que traga. En cambio, ella parece orgullosa de su conquista; va fardando conmigo ante sus amigas. ¡Mirad el ligue que me he echado en el metro! ¡Un goi instruido, refinado! Casi oigo sus pensamientos. Mientras caminamos despacio, voy estudiando el cariz de la situación, todos los detalles prácticos que decidirán si quedaré con ella para después de cenar o no. Ni pensar en invitarla a cenar. La cuestión es a qué hora y dónde encontrarnos y cómo haremos, porque, según me informa antes de llegar al portal, está casada con un viajante de comercio y tiene que andarse con ojo. Quedo en volver y encontrarme con ella en la esquina frente a la pastelería a cierta hora. Si quiero traer a un amigo, ella traerá a una amiga. No, decido verla sola. Quedamos en eso. Me estrecha la mano y sale corriendo por un corredor sucio. Salgo pitando hacia la estación y me apresuro a volver a casa para engullir la comida.

Es una noche de verano y todo está abierto de par en par. Al volver en el metro a buscarla, todo el pasado desfila caleidoscópicamente. Esta vez he dejado el libro en casa. Ahora vuelvo a buscar a una gachí y no pienso en el libro. Vuelvo a estar a este lado del límite, y a cada estación que pasa volando mi mundo se va volviendo cada vez más diminuto. Para cuando llego a mi destino, soy casi un niño. Soy un niño horrorizado por la metamorfosis que se ha producido. ¿Qué me ha pasado, a mí, un hombre del distrito 14, para bajar en esta estación en busca de una gachí judía? Supongamos que le eche un polvo efectivamente; bueno, ¿y qué? ¿Qué tengo que decir a una chica así? ¿Qué es un polvo, cuando lo que busco es amor? Sí, de repente cae sobre mí como un tornado... Una, la muchacha que amé, la muchacha que vivía aquí, en este barrio, Una de ojos azules y pelo rubio, Una que me hacía temblar sólo de mirarla, Una a quien temía besar o tocarle la mano siquiera. ¿Dónde está Una? Sí, de pronto ésa es la pregunta candente: ¿Dónde está Una? Al cabo de dos segundos me siento completamente desalentado, completamente perdido, desolado, presa de la angustia y la desesperación más horribles. ¿Cómo pude dejarla marchar? ¿Por qué? ¿Qué ocurrió? ¿Cuándo ocurrió? Pensé en ella como un maníaco noche y día, año tras año, y después, sin advertirlo siquiera, va y desaparece de mi mente, así como así, como una moneda que se te cae por un agujero del bolsillo. Increíble, monstruoso, demencial. Pero, bueno, si lo único que tenía que hacer era pedirle que se casara conmigo, pedir su mano... y nada más. Si lo hubiera hecho, ella habría dicho que sí inmediatamente. Me amaba, me amaba desesperadamente. Pues, claro, ahora lo recuerdo, recuerdo cómo me miraba la última vez que nos encontramos. Me estaba despidiendo porque salía aquella noche para California, dejando a todos para iniciar una nueva vida. Y en ningún momento tuve intención de hacer una nueva vida. Tenía intención de pedirle que se casara conmigo, pero la historia que había concebido como un bobo salió de mis labios con tanta naturalidad, que hasta yo me la creí, así que dije adiós y me marché, y ella se quedó allí mirándome y sentí que su mirada me atravesaba de parte a parte. La oí lamentarse por dentro, pero seguí caminando como un autómata y al final doblé la esquina y se acabó todo. ¡Adiós! Así como así. Como en estado de coma.

Y lo que quería decir era: ¡Ven a mí! ¡Ven a mí porque no puedo seguir viviendo sin

ti!

Me siento tan débil, tan inseguro, que apenas puedo subir las escaleras del metro. Ahora sé lo que ha ocurrido: ¡he cruzado la línea divisoria! Esta Biblia que he llevado conmigo es para instruirme, para iniciarme a una nueva forma de vida. El mundo que conocí ya no existe, está muerto y acabado, eliminado.

Y todo lo que yo era ha quedado eliminado con él. Soy un cadáver que recibe una inyección de nueva vida. Estoy radiante y resplandeciente, entusiasmado con nuevos descubrimientos, pero el centro todavía es de plomo, es escoria. Me echo a llorar... ahí mismo en las escaleras del metro. Sollozo en alto, como un niño. Ahora caigo en la cuenta con toda claridad: ¡estás solo en el mundo! Estás solo... solo... solo. Es penoso estar solo... penoso, penoso, penoso, penoso. No tiene fin, es insondable, y es el destino de todos los hombres en la tierra, pero sobre todo el mío. Otra vez la metamorfosis. Todo vuelve a tambalearse y a amenazar ruina. Vuelvo a estar en el sueño, el doloroso, delirante, placentero, enloquecedor sueño de más allá del límite. Me encuentro en el centro del solar vacío, pero no veo mi casa. No tengo casa. El sueño era un espejismo. Nunca hubo una casa en medio del solar vacío. Por eso es por lo que nunca pude entrar en ella. Mi casa no está en este mundo, ni en el siguiente. Soy un hombre sin casa, sin amigo, sin esposa. Soy un monstruo que pertenece a una realidad que todavía no existe. Ah, pero sí existe, existirá, estoy seguro de ello. Ahora camino rápidamente, con la cabeza gacha, musitando para mis adentros. Me he olvidado de la cita tan completamente, que ni siquiera advertí si pasé delante de ella o no. Probablemente así fuera. Probablemente la miré a la cara y no la reconocí. Probablemente tampoco ella me reconociese. Estoy loco, loco de dolor, loco de angustia. Estoy desesperado. Pero no estoy perdido. No, hay una realidad a la que pertenezco. Está lejos, muy lejos. Puedo caminar desde ahora hasta el día del juicio con la cabeza gacha sin encontrarla nunca. Pero está allí, estoy seguro de ello. Miro a la gente con expresión asesina. Si pudiera tirar una bomba y hacer saltar todo el barrio en pedazos, lo haría. Me sentiría feliz viéndolos volar por el aire, mutilados, dando alaridos, despedazados, aniquilados. Quiero aniquilar la tierra entera. No formo parte de ella. Es una locura del principio al fin. Todo el tinglado. Es un enorme trozo de queso rancio con gusanos que lo pudren por dentro. ¡A tomar por culo! ¡Vuélalo en pedazos! Mata, mata, mata: mátalos a todos, judíos y gentiles, jóvenes y viejos, buenos y malos...

Me vuelvo ligero, ligero como una pluma, y mi paso se vuelve más firme, más tranquilo, más regular. ¡Qué noche más bella! Las estrellas brillan tan clara, serena, remotamente. No se burlan de mí precisamente, sino que me recuerdan la fatalidad de todo. ¿ Quién eres tú, muchacho, para hablar de la tierra, de hacer volar las cosas en pedazos? Muchacho, nosotras hemos estado suspendidas aquí millones y billones de años. Lo hemos visto todo, todo, y, aun así, brillamos apacibles cada noche, iluminamos el camino, apaciguamos el corazón. Mira a tu alrededor, muchacho, mira lo apacible y hermoso que es todo. Mira, hasta la basura que yace en el arroyo parece bella a esta luz. Coge la hojita de col, sostenla suavemente en la mano. Me inclino y recojo la hoja de col que yace en el arroyo. Me parece absolutamente nueva, todo un universo en sí misma. Rompo un trocho y lo examino. Sigue siendo un universo. Sigue siendo inefablemente bella y misteriosa. Casi siento vergüenza de volver a arrojarla al arroyo. Me inclino y la deposito suavemente junto a los demás desperdicios. Me quedo muy pensativo, muy, pero que muy tranquilo. Amo a todo el mundo. Sé que en algún lugar en este preciso momento hay una mujer esperándome y, con sólo que avance muy tranquila, muy suave, muy lentamente, llegaré hasta ella. Estará parada en una esquina quizás y, cuando aparezca, me reconocerá... inmediatamente. Así lo creo, ¡palabra! Creo que todo es justo y está prescrito. ¿Mi casa? Pues, el mundo... ¡el mundo entero! En todas partes estoy en casa, sólo que antes no lo sabía. Pero ahora lo sé. Ya no hay línea divisoria. Nunca hubo una línea divisoria: fui yo quien la creó. Camino lenta y dichosamente por las calles. Las amadas calles. Por las que todo el mundo camina y sufre sin mostrarlo. Cuando me paro y me inclino hacia un farol para encender un cigarrillo, hasta el farol me parece un amigo. No es una cosa de hierro: es una creación de la mente humana, moldeada de determinada forma, torcida y formada por manos humanas, soplada por aliento humano, colocada por manos y pies humanos. Me vuelvo y paso la mano por la superficie de hierro. Casi parece hablarme. Es un farol humano. Está donde corresponde, como la hoja de col, como los calcetines rotos, como el colchón, como la pila de la cocina. Todo ocupa determinado lugar de determinado modo, como nuestra mente está en relación con Dios. El mundo, en su sustancia visible, es un mapa de nuestro amor. No Dios, sino la vida, es amor. Amor, amor, amor. En su pleno centro camina este muchacho, yo mismo, que no es otro que Gottlieb Leberecht Müller.