A consecuencia de aquel encuentro fortuito en la calle, nos vimos con frecuencia durante un período de varios meses. Solía venir a buscarme por la noche después de cenar y nos íbamos a pasear por el parque cercano. ¡Qué sed tenía yo! Cualquier detalle, por pequeño que fuese, sobre el otro mundo me fascinaba. Aún hoy, muchos años después, aún hoy que conozco París como la palma de la mano, su descripción de París sigue ante mis ojos, todavía vívida, todavía real. A veces, después de que haya llovido, al recorrer la ciudad a toda velocidad en un taxi, tengo vislumbres fugaces de aquel París que describía; simples instantáneas efímeras, como al pasar por las Tullerías, quizás, o un vislumbre de Montmartre, o del Sacre Coeur, a través de la rue Lafitte, con los últimos colores del atardecer. ¡Un simple muchacho de Brooklin! Esa era la expresión que usaba a veces, cuando sentía vergüenza de su incapacidad para expresarse con mayor propiedad. Y yo también era un simple muchacho de Brooklin, es decir, uno de los últimos y más insignificantes de los hombres. Pero, en mis vagabundeos, codeándome con el mundo, raras veces encuentro a alguien que sea capaz de describir con tanto amor y fidelidad lo que ha visto y sentido. A aquellas noches en Prospect Park con mi antiguo amigo Ulric debo, más que a nada, estar hoy aquí. Todavía no he visto la mayoría de los lugares que me describió; algunos quizá no los vea nunca. Pero viven dentro de mí, cálidos y vívidos, tal como los creó en nuestros paseos por el parque.

Entretejidos con su charla sobre el otro mundo iban el cuerpo entero y la textura de la obra de Lawrence. Con frecuencia, mucho después de que se hubiera vaciado el parque, seguíamos sentados en un banco discutiendo la naturaleza de las ideas de Lawrence. Al rememorar ahora aquellas discusiones, veo claramente hasta qué punto estaba confuso, hasta qué punto ignoraba lastimosamente el auténtico significado de las palabras de Lawrence. Si las hubiera entendido realmente, mi vida nunca habría podido tomar el rumbo que siguió. La mayoría de nosotros vivimos la mayor parte de nuestras vidas sumergidos. Desde luego, en mi caso, puedo decir que hasta que no abandoné América no subí a la superficie. Quizás América no tuviera nada que ver con ello, pero el caso es que no abrí los ojos de par en par hasta que no pisé París. Y tal vez fuera así sólo porque había renunciado a América, había renunciado a mi pasado.

Mi amigo Kronski solía burlarse de mis «euforias». Era su forma indirecta de recordarme, cuando estaba extraordinariamente alegre, que el día siguiente me encontraría deprimido. Era cierto. Sólo tenía altibajos. Largos períodos de abatimiento y melancolía seguidos de extravagantes estallidos de júbilo, de inspiración parecida al estado de trance. Nunca un nivel en que fuera yo mismo. Parece extraño decirlo, pero nunca era yo mismo. Era o bien anónimo o bien la persona llamada Henry Miller elevada a la enésima potencia. En este último talante, por ejemplo, podía contar a Hymie todo un libro, mientras íbamos en el tranvía, a Hymie, que nunca sospechó que yo fuera otra cosa que un buen jefe de personal. Parece que estoy viendo sus ojos ahora, mirándome una noche en que estaba en uno de mis estados de «euforia». Habíamos cogido el tranvía en el puente de Brooklin para ir a un piso en Greenpoint donde nos esperaban un par de fulanas. Hymie había empezado a hablarme, como de costumbre, de los ovarios de su mujer. En primer lugar, no sabía con precisión lo que eran los ovarios, así que estaba explicándoselo de forma cruda y simple. De repente, en plena explicación, me pareció tan profundamente trágico y ridículo que Hymie no supiera lo que eran los ovarios, que me sentí borracho, tan borracho como si me hubiese tomado un litro de whisky. De la idea de los ovarios enfermos germinó con la velocidad de un relámpago una especie de vegetación tropical compuesta del más heterogéneo surtido de baratillo, en medio del cual se encontraban instalados, seguros y tenaces, por decirlo así, Dante y Shakespeare. En el mismo instante recordé también de repente la cadena de mis propios pensamientos que había comenzado hacia la mitad del Puente de Brooklin y que la palabra «ovarios» había interrumpido de improviso. Comprendí que todo lo que Hymie había dicho hasta la palabra «ovarios», había pasado por mí como arena por un tamiz. Lo que había comenzado en medio del puente de Brooklin era lo que había comenzado una y mil veces en el pasado, generalmente cuando me dirigía a la tienda de mi padre, cosa que se producía un día tras otro como en trance. En resumen, lo que había comenzado era un libro de horas, del tedio y la monotonía de mi vida en medio de una actividad feroz. Hacía años que no pensaba en aquel libro que solía escribir cada día en el trayecto de Delancey Street a Murray Hill. Pero, al pasar por el puente con la puesta de sol y los rascacielos brillando como cadáveres fosforescentes, sobrevino el recuerdo del pasado... el recuerdo de ir y venir por el puente, de ir a un trabajo que era la muerte, de regresar a un hogar que era un depósito de cadáveres, de recitar de memoria Fausto al tiempo que miraba el cementerio allí abajo, de escupir al cementerio desde el tren elevado, el mismo guarda en el andén cada día, un imbécil, y los otros imbéciles leyendo sus periódicos, nuevos rascacielos en construcción, nuevas tumbas en las que trabajar y morir, los barcos que pasaban por abajo, la Fall River Line, la Albany Day Line, por qué voy a trabajar, qué voy a hacer esta noche, cómo podría meterle mano en el cálido coño a la gachí de al lado, escapa y hazte vaquero, prueba la suerte en Alaska, las minas de oro, apéate y da la vuelta, no te mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, el río, acaba con todo de una vez, hacia abajo, hacia abajo, como un sacacorchos, la cabeza y los hombros en el fango, las piernas libres, los peces vendrán a morder, mañana una vida nueva, dónde, en cualquier parte, por qué empezar de nuevo, en todas partes lo mismo, la muerte, la muerte es la solución, pero no te mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, una cara nueva, un nuevo amigo, millones de oportunidades, eres muy joven todavía, estás melancólico, no mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, a tomar por culo de todos modos, y así sucesivamente por el puente dentro de la jaula de cristal, todos apiñados, gusanos, hormigas, saliendo a rastras de un árbol muerto y sus pensamientos saliendo también a rastras... Quizá, por encontrarme allí arriba entre las dos orillas, suspendido por encima del tráfico, por encima de la vida y de la muerte, con las altas tumbas a cada lado, tumbas que resplandecían con la moribunda luz del ocaso, y el río corriendo indiferente, corriendo como el tiempo mismo, quizá cada vez que pasaba por allí arriba algo tiraba de mí, me instaba a asimilarlo, a darme a conocer; el caso es que cada vez que pasaba por allí arriba estaba verdaderamente solo, y siempre que ocurría eso empezaba a escribirse el libro, gritando las cosas que nunca había revelado, los pensamientos que nunca había expresado, las conversaciones que nunca había sostenido, las esperanzas, los sueños, las ilusiones que nunca había confesado. De modo, que, si aquél era el yo auténtico, era, maravilloso, y, lo que es más, no parecía cambiar nunca, sino reanudar el hilo a partir de la última interrupción, continuar en la misma vena, una vena que había descubierto cuando, siendo niño, salí a la calle solo por primera vez, y allí, en el sucio hielo del arroyo, yacía un gato muerto, la primera vez que había mirado la muerte y había comprendido lo que era. Desde aquel momento supe lo que era estar aislado: cada objeto, cada ser vivo y cada cosa llevaba su existencia independiente. También mis pensamientos llevaban una existencia independiente. De repente, al mirar a Hymie y pensar en aquella extraña palabra, «ovarios», más extraña en aquel momento que cualquier otra de mi vocabulario, aquella sensación de aislamiento glacial se apoderó de mí y Hymie, que estaba sentado a mi lado, era un sapo, un sapo enteramente, y nada más. Me veía saltando del puente de cabeza al fango primigenio, con las piernas libres y esperando un mordisco; así se había zambullido Satán a través de los cielos, a través del sólido núcleo de la tierra, el más oscuro, denso y caliente foso del infierno. Me veía caminando por el Desierto de Mojave y el hombre que tenía a mi lado estaba esperando la caída de la noche para lanzarse sobre mí y matarme. Me veía caminando de nuevo por el País de los Sueños y un hombre iba caminando por encima de mí sobre una cuerda floja y por encima de él iba sentado un hombre en un aeroplano escribiendo letras de humo en el cielo. La mujer cogida a mi brazo estaba embarazada y dentro de seis o siete años la cosa que llevaba en su seno sabría leer las letras del cielo y lo que fuera, varón, hembra o cosa, sabría qué era un cigarrillo, quizás una cajetilla diaria. En la matriz se formaban uñas en cada dedo de las manos y de los pies; podías detenerte ahí, en una uña del pie, la más pequeña uña del pie imaginable y podías romperte la cabeza intentando explicártelo. A un lado del registro se encuentran los libros que el hombre ha escrito, que contienen tal mezcolanza de sabiduría y disparates, de verdad y falsedad que, aunque llegara uno a edad tan avanzada como Matusalén, no podría desembrollar el enredo; al otro lado del registro, cosas como uñas de pies, cabello, dientes, sangre, ovarios, si lo deseáis, todas incalculables, todas escritas en otro tipo de tinta, en otra escritura, una escritura incomprensible, indescifrable. Los ojos del sapo estaban fijos en mí como dos botones de cuello metidos en grasa fría; estaban metidos en el sudor frío del fango primigenio. Cada botón era un ovario que se había despegado, una ilustración sacada del diccionario sin necesidad de elucubración; cada ovario abotonado, deslustrado en la fría grasa amarilla del globo del ojo, producía un escalofrío subterráneo, la pista de patinaje del infierno en que los hombres se encontraban patas arriba sobre el hielo, con las piernas libres y esperando un mordisco. Por allí se paseaba Dante a solas, agobiado por el peso de su visión, atravesando círculos infinitos que avanzaban gradualmente hacia el cielo, para quedar entronizado en su obra. Allí Shakespeare, con semblante sereno, caía en el ensueño insondable de la exaltación para resurgir en forma de elegantes tomos en cuarto e insinuaciones. Una glauca escarcha de incomprensión barrida por explosiones de risa. El centro del ojo del sapo irradiaba nítidos rayos blancos de lucidez diáfana que no debían anotarse ni clasificarse en categorías, que no debían contarse ni definirse, sino que giraban ciegamente en una mutación caleidoscópica. Hymie, el sapo, era la patata ovárica, engendrada en el paso elevado entre dos orillas: para él se habían construido los rascacielos, se había destrozado la selva, se había asesinado a los indios, se había exterminado a los búfalos; para él se habían unido las ciudades gemelas mediante el Puente de Brooklin, se habían bajado las compuertas, se habían tendido los cables de una torre a otra; para él se sentaban hombres patas arriba en el cielo a escribir palabras con fuego y humo; para él se inventaron los anestésicos y el fórceps y el gran Bertha que podía destruir lo que el ojo no podía ver; para él se descompuso la molécula y se reveló que el átomo carecía de sustancia; para él se escudriñaban cada noche las estrellas con telescopios y se fotografiaban mundos nacientes en el acto de la gestación; para él se redujeron a la nada las barreras del tiempo y del espacio y los sumos sacerdotes del cosmos desposeído explicaron irrefutable e indiscutiblemente cualquier clase de movimiento, ya se tratara del vuelo de las aves o de la revolución de los planetas. Luego, en el medio del puente, por ejemplo, en medio de un paseo, en el medio siempre, ya fuera de un libro, una conversación, o del acto de amor, volvía a tomar conciencia de que nunca había hecho lo que quería y por no haber hecho lo que quería se desarrolló dentro de mí esa creación que no era sino una planta obsesiva, una especie de vegetación coralina, que estaba expropiando todo, incluida la propia vida, hasta que la propia vida se convirtió en lo que se negaba, pero que se imponía, creando vida y matándola al mismo tiempo. La veía persistir después de la muerte, como el cabello que crece en un cadáver, y, aunque la gente hable de «muerte», el cabello sigue dando testimonio de la vida, y, al final, no hay muerte, sino esa vida del cabello y las uñas, y, aunque haya desaparecido el cuerpo y el espíritu se haya extinguido, en la muerte sigue algo vivo, expropiando el espacio, causando el tiempo, creando un movimiento infinito. Podía suceder gracias al amor, o a la pena, o al hecho de nacer con un pie deforme; la causa no era nada, el acontecimiento lo era todo. En el principio era el Verbo... Fuera lo que fuese, el Verbo, enfermedad o creación, seguía su curso desenfrenado; seguiría infinitamente, sobrepasaría el tiempo y el espacio, duraría más que los ángeles, destronaría a Dios, desengancharía el Universo. Cualquier palabra contenía todas las palabras... para quien hubiera llegado al desprendimiento gracias al amor o a la pena o a la causa que fuese. En cada palabra la corriente regresaba hasta el principio perdido y que nunca volvería a encontrar, ya que no había ni principio ni fin, sino sólo lo que se expresaba en el principio y en el fin. Así transcurría en el tranvía ovárico aquel viaje del hombre y el sapo formados de la misma sustancia, ni mejores ni peores que Dante pero infinitamente diferentes, uno que no sabía el significado exacto de nada, el otro que sabía con demasiada exactitud el significado de todo, y, por tanto, perdidos y confusos ambos a través de principios y fines, para acabar, por último, transportados hasta Java o India Street, Greenpoint, donde les harían entrar de nuevo en la llamada corriente de la vida un par de golfas de serrín, con los ovarios crispados, de la conocida variedad de los gasterópodos. Lo que ahora me parece la prueba más maravillosa de mi aptitud o ineptitud para con los tiempos es el hecho de que nada de lo que la gente escribía o hablaba tenía el menor interés para mí. Lo único que me obsesionaba era el objeto, la cosa separada, desprendida, insignificante. Podía ser una parte de un cuerpo humano o una escalera de un teatro de variedades; podía ser una chimenea o un botón que hubiera encontrado en el arroyo. Fuera lo que fuese, me permitía abrirme, entregarme, poner mi firma. Estaba tan claramente fuera de su mundo como un caníbal de los límites de la sociedad civilizada. Estaba henchido de un amor perverso hacia la cosa en sí: no un apego filosófico, sino un hambre apasionada, desesperadamente apasionada, como si la cosa desechada, sin valor, que todo el mundo pasaba por alto, encerrase el secreto de mi regeneración.

Viviendo en un mundo en que había una plétora de lo nuevo, me apegaba a lo viejo. En cada objeto había una partícula minúscula que me llamaba la atención de modo especial. Yo tenía un ojo microscópico para la mancha, para la vena de fealdad que para mí constituía la única belleza del objeto. Me atraía y apreciaba lo que distinguía al objeto, o lo volvía inservible, o lo databa, fuera lo que fuese. Si eso era perverso, también era sano, si consideramos que yo no estaba destinado a pertenecer a ese mundo que estaba surgiendo a mi alrededor. Pronto también yo me convertí en algo parecido a aquellos objetos que veneraba, en algo aparte, en un miembro inútil de la sociedad. Estaba claramente anticuado, no había duda. Y, sin embargo, era capaz de divertir, de instruir, de alimentar, pero nunca de verme aceptado, de modo auténtico. Cuando lo deseaba, cuando se me antojaba, podía elegir a un hombre cualquiera, de cualquier estrato de la sociedad y hacer que me escuchase. Podía tenerlo hechizado, si lo deseaba, pero, como un mago, o un hechicero, sólo mientras el espíritu permaneciera en mí. En el fondo, sentía en los demás una desconfianza, un desasosiego, un antagonismo que, por ser instintivo, era irremediable. Debería haber sido un payaso; eso me habría permitido la más amplia gama de expresión. Pero yo subestimaba esa profesión. Si me hubiera hecho payaso, o incluso animador de variedades, habría sido famoso. La gente me habría apreciado precisamente porque no me habría entendido; pero habría entendido que no había que entenderme. Eso habría sido un alivio, como mínimo.

Siempre me asombraba la facilidad con que la gente se enfurecía con sólo oírme hablar. Quizá mi forma de hablar fuera algo extravagante, si bien ocurría con frecuencia cuando hacía los mayores esfuerzos para contenerme. El giro de una frase, la elección de un adjetivo desafortunado, la facilidad con que las palabras salían de mis labios, las alusiones a temas que eran tabú: todo conspiraba para señalarme como un proscrito, como un enemigo para la sociedad. Por bien que empezaran las cosas, tarde o temprano me descubrían. Si me mostraba modesto y humilde, por ejemplo, en ese caso resultaba demasiado modesto, demasiado humilde. Si me mostraba alegre y espontáneo, audaz y temerario, en ese caso resultaba demasiado franco, demasiado alegre. Nunca conseguía estar del todo au point con el individuo con quien estuviera hablando. Si no era una cuestión de vida o muerte —todo era una cuestión de vida o muerte para mí entonces—, si simplemente se trataba de pasar una velada agradable en casa de algún conocido, sucedía lo mismo. Emanaban de mí vibraciones, alusiones y matices, que cargaban la atmósfera desagradablemente. Podía ser que se hubieran divertido durante toda la velada con mis historias, podía ser que les hubiese hecho desternillarse de risa, como ocurría a menudo, y todo parecía augurar lo mejor. Pero, tan fatalmente como el destino, tenía que ocurrir algo antes de que concluyera la velada, una vibración se soltaba y hacía sonar la araña o recordaba a algún alma sensible el orinal de debajo de la cama. Aun antes de que hubieran dejado de reír, empezaba a hacer sentir sus efectos del veneno. «Esperamos volverlo a ver un día de éstos», decían, pero la mano húmeda y fláccida que tendían desmentía las palabras.

Personna non grata! ¡Joder, qué claro lo veo ahora! No había dónde escoger: tenía que tomar lo que había a mano y aprender a apreciarlo. Tenía que aprender a vivir con la escoria, a nadar como una rata de alcantarilla o ahogarme. Si optas por incorporarte al rebaño, eres inmune. Para que te acepten y te aprecien, tienes que anularte, volverte indistinguible del rebaño. Puedes soñar, si sueñas lo mismo que él. Pero si sueñas algo diferente, no estás en América, no eres un americano de América, sino un hotentote de África, o un calmuco, o un chimpancé. En cuanto tienes ideas «diferentes», dejas de ser americano. Y en cuanto te vuelves algo diferente, te encuentras en Alaska o en la Isla de Pascua o en Islandia.

¿Digo esto con rencor, con envidia, con mala intención? Quizá. Quizá. Siento no haber podido llegar a ser americano. Quizá. Con mi fervor actual, que es también americano, estoy a punto de dar a luz a un edificio monstruoso, un rascacielos, que indudablemente durará hasta mucho después de que hayan desaparecido los demás rascacielos, pero que desaparecerá también cuando lo que lo produjo desaparezca. Todo lo americano desaparecerá algún día, más completamente que lo griego, o lo romano, o lo egipcio. Esta es una de las ideas que me hizo salir de la cálida y cómoda corriente sanguínea en que en un tiempo pastábamos en paz todos como búfalos. Una idea que me ha causado pena infinita, pues no pertenecer a algo duradero es la peor de las agonías. Pero no soy un búfalo ni deseo serlo. Ni siquiera soy un búfalo espiritual. Me he escabullido para reincorporarme a una corriente de conciencia más antigua, una raza anterior a la de los búfalos, una raza que sobrevivirá al búfalo.

Todas las cosas, todos los objetos animados o inanimados que son diferentes están veteados de rasgos indelebles. Lo que yo soy es indeleble, porque es diferente. Esto es un rascacielos, como he dicho, pero es diferente de los rascacielos habituales a l'américaine. En este rascacielos no hay ascensores ni ventanas del piso setenta y tres desde las que tirarse. Si te cansas de subir, es que estás de malas. No hay directorio en el vestíbulo principal. Si buscas a alguien, tendrás que buscar. Si quieres una bebida, tendrás que salir a buscarla; no hay despacho de bebidas en este edificio ni estancos ni cabinas telefónicas. ¡Todos los demás rascacielos tienen lo que desees! Este sólo contiene lo que yo deseo, lo que a mí me gusta. Y en algún lugar de este rascacielo está Valeska, y ya llegaremos a ella cuando el ánimo me mueva a hacerlo. Por el momento se encuentra bien, Valeska, teniendo en cuenta que está a dos metros bajo tierra y a estas alturas quizá completamente agujereada por los gusanos. Cuando existía en carne y hueso, también estaba agujereada por los gusanos humanos, que no tienen respeto a nada que tenga un tono diferente, un olor diferente.

Lo triste en el caso de Valeska era que tenía sangre negra en las venas. Era deprimente para todos los que la rodeaban. Te hacía advertirlo, quisieras o no. La sangre negra, como digo, y el hecho de que su madre fuese una ramera. La madre era blanca, naturalmente. Quien fuera el padre nadie lo sabía, ni siquiera la propia Valeska.

Todo iba de primera hasta el día en que a un entrometido judío de la oficina del vicepresidente le dio por espiarla. Se sintió horrorizado, según me comunicó confidencialmente, ante la idea de que yo hubiera contratado como secretaria mía a una negra. Por la forma como hablaba parecía que pudiese contaminar a los repartidores. El día siguiente me llamaron la atención. Era exactamente como si hubiera cometido un sacrilegio. Desde luego, fingí no haber observado nada extraño en ella, excepto que era extraordinariamente inteligente y competente. Por último, el presidente en persona tomó cartas en el asunto. Celebró una entrevista con ella en la que muy diplomáticamente propuso darle un puesto mejor en La Habana. No dijo nada de la mácula del color. Simplemente, que sus servicios habían sido extraordinarios y que les gustaría ascenderla... a La Habana. Valeska volvió a la oficina hecha una furia. Cuando estaba furiosa, era magnífica. Dijo que no se movería de allí. Steve Romero y Hymie estaban presentes y fuimos a cenar juntos. Durante la noche nos pusimos un poco piripis y a Valeska se le soltó la lengua. Camino de casa me dijo que no se iba a dar por vencida; quería saber si eso pondría en peligro mi empleo. Le dije tranquilamente que, si la despedían, yo también me iría. Hizo como que no me creía al principio. Le dije que hablaba en serio, que no me importaba lo que ocurriera. Pareció exageradamente impresionada; me cogió las dos manos y las retuvo muy cariñosamente, mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

Aquello fue el comienzo de la historia. Creo que fue el día siguiente mismo cuando le pasé una nota en la que decía que estaba loco por ella. Leyó la nota sentada enfrente de mí y, cuando acabó, me miró directamente a los ojos y dijo que no lo creía. Pero volvimos a ir a cenar aquella noche y tomamos más copas y bailamos y, mientras bailábamos, se apretaba contra mí lascivamente. Quiso la suerte que fuera la época en que mi mujer se disponía a abortar otra vez. Se lo estaba contando a Valeska, mientras bailábamos. Camino de casa, dijo de repente: «¿Me dejas que te preste cien dólares?» La noche siguiente la llevé a cenar a casa para que le entregara los cien dólares a mi mujer. Me asombró lo bien que se llevaban las dos. Antes de que acabase la velada, quedamos en que Valeska vendría a casa el día del aborto para cuidar a la niña. Llegó el día y di permiso por la tarde a Valeska. Aproximadamente una hora después de que se hubiera marchado, decidí de repente tomarme la tarde libre también. Me dirigí al teatro de la Calle 14, donde ponían una revista. Cuando me faltaba una manzana para llegar al teatro, cambié de idea de pronto. Sencillamente, pensé que, si pasaba algo —si mi mujer la diñaba—, me remordería la conciencia por haber pasado la tarde viendo una revista. Paseé un poco, entré y salí vanas veces de la sala de juegos y después me dirigí a casa.

Es extraño cómo salen las cosas. Estaba intentando distraer a la niña, cuando recordé de repente un truco que mi abuelo me había enseñado, cuando yo era niño. Coger las fichas de dominó y hacer acorazados altos con ellas; después tirar despacito del mantel sobre el que flotan los acorazados hasta que llegue al borde de la mesa, momento en que das un rápido tirón repentino y caen al suelo. Repetimos el juego una y mil veces, los tres, hasta que a la niña le entró tanto sueño, que se fue tambaleándose a la habitación de al lado y se quedó dormida. Las fichas estaban tiradas por el suelo y el mantel también. De pronto, sin saber cómo, Valeska estaba reclinada contra la mesa, metiéndome la lengua hasta la garganta y yo le estaba metiendo mano entre las piernas. Al tumbarla sobre la mesa, me enroscó con las piernas. Sentí una de las fichas bajo el pie, parte de la flota que habíamos destruido una docena de veces o más. Pensé en mi abuelo sentado en el banco, en cómo había advertido a mi madre un día que yo era demasiado joven para leer tanto, en su mirada pensativa mientras apretaba la plancha caliente contra la costura húmeda de una chaqueta; pensé en el ataque de los Rough Riders contra San Juan Hill, en la imagen de Teddy cargando a la cabeza de sus voluntarios que aparecía en el voluminoso libro que solía yo leer junto a su banco; pensé en el acorazado Maine que flotaba sobre mi cama en el cuartito de la ventana enrejada, y en el almirante Sewey y en Schley y en Sansón; pensé en el viaje a los astilleros que nunca llegué a hacer porque en camino mi padre recordó de repente que teníamos que ir a ver al médico aquella tarde y, cuando salí de la consulta del médico, había perdido las amígdalas y la fe en los seres humanos... Apenas habíamos acabado, cuando sonó el timbre y era mi mujer que volvía del matadero. Todavía iba abrochándome la bragueta, cuando atravesé el vestíbulo para abrir la puerta. Venía blanca como la cal. Parecía como si no fuera a poder pasar nunca más por otro trance semejante. La acostamos y después recogimos las fichas de dominó y volvimos a colocar el mantel sobre la mesa. La otra noche en un bistrot, yendo hacia el retrete, pasé por casualidad por delante de dos viejos que jugaban al dominó. Tuve que detenerme un momento y coger una ficha. Al sentirla en la mano, recordé inmediatamente los acorazados, el ruido que hacían al caer al suelo. Y, con los acorazados, la pérdida de las amígdalas y de mi fe en los seres humanos. De modo que, cada vez que pasaba por el Puente de Brooklin y miraba hacia abajo, hacia los astilleros, tenía la impresión de que se me caían las tripas. Allí arriba, suspendido entre las orillas, tenía siempre la impresión de estar colgado sobre un vacío; allí arriba todo lo que me había ocurrido alguna vez parecía irreal, y peor que eso: innecesario. En lugar de unirme a la vida, a los hombres, a la actividad de los hombres, el puente parecía romper todos los vínculos. Daba igual que me dirigiera hacia una orilla o hacia la otra: a ambos lados estaba el infierno. Sin saber cómo, había conseguido romper mi vinculación con el mundo que estaban creando las manos y las mentes humanas. Quizás estuviera en lo cierto mi abuelo, tal vez me hubiesen echado a perder desde el principio los libros que leía. Pero hace siglos que los libros no me llaman la atención. Hace ya mucho tiempo que casi he dejado de leer. Pero el vicio persiste. Ahora las personas son libros para mí. Las leo desde la primera página hasta la última y después las dejo de lado. Las devoro, una tras otra. Y cuanto más leo, más insaciable me vuelvo. No podía haber fin, y no lo hubo, hasta que no empezara a formarse dentro de mí un puente que me volviese a unir a la corriente de la vida, de la que me habían separado siendo niño.

Una sensación terrible de desolación se cernió sobre mí durante años. Si creyera en los astros, tendría que creer en que estaba completamente sometido al dominio de Saturno. Todo lo que me sucedió ocurrió demasiado tarde como para significar mucho para mí. Así ocurrió incluso con mi nacimiento. Estaba previsto para Navidad, pero nací con un retraso de media hora. Siempre me pareció que estaba destinado a ser la clase de individuo que se está destinado a ser por haber nacido el 25 de diciembre. El almirante Dewey nació ese día y también Jesucristo... quizá también Krishnamurti, que yo sepa. El caso es que me retuvo en sus garras como un pulpo, salí con otra configuración: en otras palabras, con una disposición desfavorable. Dicen —me refiero a los astrólogos— que las cosas irán mejorando para mí con el paso del tiempo; de hecho, el futuro ha de ser bastante espléndido. Pero, ¿qué me importa el futuro? Habría sido mejor que mi madre hubiera tropezado en la escalera la mañana del 25 de diciembre y se hubiese roto el pescuezo: ¡eso me habría proporcionado un buen comienzo! Así, pues, cuando intento pensar dónde se produjo la ruptura, voy retrocediendo cada vez más, hasta que no queda más remedio que explicarla por el retraso en la hora de nacimiento. Hasta mi madre, con su lengua viperina, pareció entenderlo en cierto modo. «¡Siempre a remolque, como la cola de una vaca!»: así era como me caracterizaba. Pero, ¿acaso es culpa mía que me retuviera encerrado en su seno hasta que hubiese pasado la hora? El destino me había preparado para ser determinada persona; los astros estaban en la conjunción correcta y yo coincidía con los astros y daba patadas por salir. Pero no pude escoger a la madre que me iba a dar a luz. Quizá tuve suerte por no nacer idiota, si consideramos las circunstancias. No obstante, una cosa parece clara —y es una secuela del día 25 — : que nací con un complejo de crucifixión. Es decir, para ser precisos, que nací fanático. ¡Fanático! Recuerdo que desde la más tierna infancia me espetaban esa palabra. Sobre todo, mis padres. ¿Qué es un fanático? Alguien que cree apasionadamente y actúa desesperadamente en función de lo que cree. Yo siempre creía en algo y, por eso, me metía en líos. Cuantos más palmetazos me daban, más firmemente creía. Creía... ¡y el resto del mundo, no! Si se tratara exclusivamente de recibir castigo, uno podría seguir creyendo hasta el final; pero la actitud del mundo es mucho más insidiosa. En lugar de castigarte, va minándote, excavándote, quitándote el terreno bajo los pies. No es ni siquiera traición, a lo que me refiero. La traición es comprensible y resistible. No, es algo peor, algo más bajo que la traición. Es un negativismo que te hace fracasar por intentar abarcar demasiado. Te pasas la vida consumiendo energía en intentar recuperar el equilibrio. Eres presa de un vértigo espiritual, te tambaleas al borde del precipicio, se te ponen los pelos de punta, no puedes creer que bajo tus pies haya un abismo insondable. Se debe a un exceso de entusiasmo, a un deseo apasionado de abrazar a la gente, de mostrarles tu amor. Cuanto más tiendes los brazos hacia el mundo, más se retira. Nadie quiere amor auténtico, odio auténtico. Nadie quiere que metas la mano en sus sagradas entrañas: eso es algo que sólo debe hacer el sacerdote en la hora del sacrificio. Mientras vives, mientras la sangre está todavía caliente, tienes que fingir que no existen cosas como la sangre y el esqueleto por debajo de la envoltura de la carne. ¡Prohibido pisar el césped! Ese es el lema de acuerdo con el cual vive la gente.

Si sigues manteniendo el equilibrio así al borde del abismo el tiempo suficiente, adquieres una gran destreza: te empujen del lado que te empujen, siempre recuperas el equilibrio. Al estar siempre en forma, adquieres una alegría feroz, una alegría que no es natural, podríamos decir. En el mundo actual sólo hay dos pueblos que entienden el significado de esta declaración: los judíos y los chinos. Si da la casualidad de que no perteneces a ninguno de los dos, te encuentras en un apuro extraño. Siempre te ríes cuando no debes; te consideran cruel y despiadado, cuando, en, realidad, eres simplemente resistente y duradero. Pero, si te ríes cuando los otros ríen y lloras cuando los otros lloran, en ese caso tienes que prepararte para morir como ellos mueren y para vivir como ellos viven. Eso significa estar en lo cierto y llevar la peor parte al mismo tiempo. Significa estar muerto, cuando estás vivo, y estar vivo sólo cuando estás muerto. En esa compañía el mundo siempre presenta un aspecto normal, aunque en las condiciones más anormales. Nada es cierto ni falso, el pensamiento es el que hace que lo sea. Y cuando te empujan más allá del límite, tus pensamientos te acompañan y no te sirven de nada.

En cierto sentido, en un sentido profundo, quiero decir, a Cristo nunca lo empujaron más allá del límite. En el momento en que estaba tambaleándose y balanceándose a consecuencia de una gran reculada, apareció aquella corriente negativa, e impidió su muerte. Todo el impulso negativo de la humanidad pareció enrollarse en una monstruosa masa inerte para crear el número entero humano, la cifra uno, uno e indivisible. Hubo una resurrección que es inexplicable, a no ser que aceptemos el hecho de que los hombres siempre han estado más que dispuestos a negar su propio destino. La tierra gira y gira, los astros giran y giran, pero los hombres, el gran cuerpo de hombres que componen el mundo, están presos en la imagen del uno y sólo uno.

Si no lo crucifican a uno, como a Cristo, si consigue uno sobrevivir, seguir viviendo y superar la sensación de desesperación y de futilidad, en ese caso ocurre otra cosa curiosa. Es como si uno hubiera muerto realmente y hubiese resucitado efectivamente; vive uno una vida supranormal, como los chinos. Es decir, que uno es alegre, sano e indiferente de una forma que no es natural. Desaparece el sentido trágico: sigue uno viviendo como una flor, una roca, un árbol, unido a la Naturaleza y enfrentado a ella al mismo tiempo. Si muere tu mejor amigo, ni siquiera te preocupas de ir al entierro; si un coche atropella a un hombre delante de ti, sigues caminando como si nada hubiera ocurrido; si estalla una guerra, dejas a tus amigos ir al frente, pero tú, por tu parte, no te interesas por la matanza. Y así sucesivamente. La vida se convierte en un espectáculo a medida que se produce. La soledad queda suprimida, porque todos los valores, incluidos los tuyos, están destruidos. Lo único que florece es la compasión, pero no es una compasión humana, una compasión limitada: es algo monstruoso y maligno. Te importa todo tan poco, que puedes permitirte el lujo de sacrificarlo por cualquiera o por cualquier cosa. Al mismo tiempo, tu interés, tu curiosidad, se desarrolla a un ritmo fantástico. También eso es sospechoso, ya que puede atarte a un botón de cuello igual que a una causa. No existe una diferencia fundamental, inalterable entre las cosas: todo es flujo, todo es perecedero. La superficie de tu ser está desintegrándose constantemente; sin embargo, por dentro te vuelves duro como un diamante. Y quizá sea ese núcleo duro, magnético, dentro de ti lo que atrae a los otros hacia ti de buen o mal grado. Una cosa es segura: que cuando mueres y resucitas, perteneces a la tierra y lo que quiera que sea de la tierra es tuyo inalienablemente. Te conviertes en una anomalía de la naturaleza, en un ser sin nombre; nunca volverás a morir, sino que desaparecerás como los fenómenos que te rodean.

En la época en que estaba experimentando el gran cambio no conocía nada de lo que ahora estoy consignando. Todo lo que soporté era como una preparación para el momento en que, después de ponerme el sombrero una noche, salí de la oficina, de lo que había sido mi vida privada hasta entonces, y busqué a la mujer que me iba a liberar de una muerte en vida. Ahora, a la luz de ello, rememoro mis paseos nocturnos por las calles de Nueva York, las noches blancas en que caminaba dormido y veía la ciudad en que había nacido como se ven las cosas en un espejismo. Muchas veces era a O'Rourke, el detective de la empresa, a quien acompañaba por las silenciosas calles. Con frecuencia el suelo estaba cubierto de nieve y el aire era helado. Y O'Rourke venga hablar interminablemente de robos, de asesinatos, del amor, de la naturaleza humana, de la Edad de Oro. Tenía la costumbre de detenerse de repente en plena perorata y en medio de la calle y colocar su pesado pie entre los míos para que no pudiera moverme.

Y después, cogiéndome por la solapa, acercaba su cara a la mía y me hablaba a los ojos, y cada palabra penetraba como la rosca de una barrena. Vuelvo a vernos a los dos parados en el medio de una calle a las cuatro de la mañana, mientras el viento aullaba, y caía la nieve, y O'Rourke ajeno a todo menos a la historia que tenía que desembuchar. Recuerdo que siempre, mientras él hablaba, yo observaba los alrededores con el rabillo del ojo, consciente no de lo que decía sino de que nos encontrábamos parados en Yorkville o en Alien Street o en Broadway. Siempre me parecía un poco extravagante la seriedad con que contaba sus horribles historias de asesinatos en medio del mayor revoltijo de arquitectura que el hombre haya creado nunca. Mientras me hablaba de huellas dactilares, podía ser que yo estuviese estudiando con la mirada una albardilla o una cornisa en un pequeño edificio de ladrillo rojo justo detrás de su sombrero negro; me ponía a pensar en el día en que se había instalado la cornisa, en quién podía haber sido el hombre que la había diseñado y por qué la había hecho tan fea, tan parecida a cualquiera de las otras cornisas asquerosas y desagradables ante las que habíamos pasado desde el East Side hasta Harlem y más allá de Harlem, si deseábamos seguir adelante, más allá de Nueva York, más allá del Mississippi, más allá del Gran Cañón, más allá del desierto de Mojave, en cualquier parte de América en que haya edificios para el hombre y la mujer. Me parecía absolutamente demencial que cada día de mi vida tuviese que sentarme a escuchar las historias de los demás, las triviales tragedias de pobreza e infortunio, de amor y muerte, de anhelo y desilusión. Si, como sucedía, cada día acudían hasta mí por lo menos cincuenta hombres, cada uno de los cuales derramaba el relato de su infortunio, y con cada uno de ellos tenía que guardar silencio y «recibir», era más que natural que llegara un momento en que tuviese que hacer oídos sordos, y endurecer el corazón. El bocado más minúsculo era suficiente para mí; podía mascarlo y mascarlo y digerirlo durante días y semanas. Y, sin embargo, me veía obligado a permanecer sentado allí, a verme inundado, o salir por la noche y recibir más, a dormir escuchando, a soñar escuchando. Desfilaban ante mí hombres procedentes de todo el mundo, de todos los estratos de la sociedad, hablantes de mil lenguas diferentes, adoradores de dioses diferentes, observadores de leyes y costumbres diferentes. El relato del más pobre de ellos habría ocupado un volumen enorme, y, sin embargo, si se hubiesen transcrito íntegramente todos y cada uno, habrían podido comprimirse en el tamaño de los Diez Mandamientos, podrían haberse registrado en el reverso de un sello de correos, como el Padrenuestro. Cada día me estiraba tanto, que mi piel parecía cubrir el mundo entero; y cuando estaba solo, cuando ya no estaba obligado a escuchar, me encogía hasta quedar reducido al tamaño de la punta de un alfiler. La delicia mayor, pero rara, era caminar por las calles a solas... caminar por las calles de noche, cuando estaban desiertas, y reflexionar sobre el silencio que me rodeaba. Millones de personas tumbadas boca arriba, muertas para el mundo, con las bocas abiertas, que sólo emitían ronquidos. Caminar por entre la arquitectura más demencial que jamás se haya inventado, preguntándome por qué y con qué fin, si todos los días tenía que salir de aquellos cuchitriles miserables o palacios magníficos un ejército de hombres deseosos de desembuchar el relato de su miseria. En un año, calculando por lo bajo, me tragaba veinticinco mil relatos; en dos años, cuarenta mil; en diez años, me volvería loco de remate. Ya conocía bastante gente para poblar una ciudad de buen tamaño. ¡Qué ciudad sería, si se los pudiera reunir a todos juntos! ¿Desearían rascacielos? ¿Desearían museos? ¿Desearían bibliotecas? ¿Construirían también alcantarillas y puentes y vías férreas y fábricas? ¿Harían las mismas cornisas de hojalata, todas iguales, una, y otra, y otra, ad infiniturn, desde Battery Park hasta Golden Bay? Lo dudo. Sólo el aguijón del hambre podía hacerles moverse. El estómago vacío, la mirada feroz en los ojos, el miedo, el miedo o algo peor, era lo que los mantenía en movimiento. Uno tras otro, todos iguales, todos incitados por la desesperación, construyendo los rascacielos más altos, los acorazados más temibles, fabricando el mejor acero, el encaje más fino, la cristalería más delicada, aguijoneados por el hambre. Caminar con O'Rourke y no oír hablar sino de robos, incendios provocados, violaciones, homicidios, era como oír un pequeño motivo de una gran sinfonía. Y de igual modo que puede uno silbar una tonada de Bach y estar pensando en una mujer con la que uno quiere acostarse, así también, mientras escuchaba a O'Rourke, iba pensando en el momento en que dejara de hablar y dijese: «¿Qué vas a comer?» En medio del asesinato más horripilante me ponía a pensar en el filete de lomo de cerdo que con seguridad nos servirían en un lugar que estaba un poco más adelante y me preguntaba también qué clase de verduras nos pondrían para acompañarlo, y si pediría después tarta o natillas. Lo mismo me ocurría cuando me acostaba con mi mujer de vez en cuando; mientras ella gemía y balbuceaba, podía ser que yo estuviera preguntándome si había vaciado ella los posos de la cafetera, porque tenía la mala costumbre de descuidar las cosas: me refiero a las cosas importantes. El café recién hecho era importante... y los huevos con jamón recién hechos. Mala cosa sería que volviera a quedar preñada, grave en cierto modo, pero más importante que eso era el café recién hecho por la mañana y el olor de los huevos con jamón. Podía soportar las angustias y los abortos y los amores frustrados, pero tenía que llenar el vientre para seguir tirando y quería algo nutritivo, algo apetitoso. Me sentía exactamente como Jesucristo se habría sentido, si lo hubieran bajado de la cruz y no le hubiesen dejado morir. Estoy seguro de que el sobresalto de la crucifixión habría sido tan grande, que habría sufrido una amnesia completa con respecto a la humanidad. Estoy seguro de que, después de que hubiera curado de sus heridas, le habrían importado un comino las tribulaciones de la humanidad, de que se habría lanzado con la mayor fruición sobre una taza de café y una tostada, suponiendo que hubiera podido conseguirlas.

Quien, por un amor demasiado grande, lo que al fin y al cabo es monstruoso, muere de sufrimiento, renace para no conocer ni amor ni odio, sino para disfrutar. Y ese disfrute de la vida, por haberse adquirido de forma no natural, es un veneno que tarde o temprano corrompe el mundo entero. Lo que nace más allá de los límites del sufrimiento humano actúa como un boomerang y provoca destrucción. De noche las calles de Nueva York reflejan la crucifixión y la muerte de Cristo. Cuando el suelo está cubierto de nieve y reina un silencio supremo, de los horribles edificios de Nueva York sale una música de una desesperación y una ruina tan sombrías, que hace arrugarse la carne. No se puso piedra alguna sobre otra con amor ni reverencia; no se trazó calle alguna para la danza ni el goce. Juntaron una cosa a otra en una pelea demencial por llenar la barriga y las calles huelen a barrigas vacías y barrigas llenas y barrigas a medio llenar. Las calles huelen a un hambre que no tiene nada que ver con el amor; huelen a la barriga insaciable y a las creaciones del vientre vacío que son nulas y vanas.

En esa nulidad y vaciedad, en esa blancura de cero, aprendí a disfrutar con un bocadillo o un botón de cuello. Podía estudiar una cornisa o una albardilla con la mayor curiosidad mientras fingía escuchar el relato de una aflicción humana. Recuerdo las fechas de ciertos edificios y los nombres de los arquitectos que los proyectaron. Recuerdo la temperatura y la velocidad del viento, cuando estábamos parados en determinada esquina; el relato que lo acompañaba se ha esfumado. Recuerdo que incluso estaba recordando alguna otra cosa entonces, y puedo deciros lo que estaba recordando, pero, ¿para qué? Había en mí un hombre que había muerto y lo único que quedaba eran sus recuerdos; había otro hombre que estaba vivo, y ese hombre debía ser yo, yo mismo, pero estaba vivo sólo al modo como lo está un árbol, o una roca, o un animal del campo. Así como la ciudad misma se había convertido en una enorme tumba en que los hombres luchaban para ganarse una muerte decente, así también mi propia vida llegó a parecerse a una tumba que iba construyendo con mi propia muerte. Iba caminando por un bosque de piedra cuyo centro era el caos, bailaba o bebía hasta atontarme, o hacía el amor, o ayudaba a alguien, o planeaba una nueva vida, pero todo era caos, todo piedra, y todo irremediable y desconcertante. Hasta el momento en que encontrara una fuerza suficientemente grande como para sacarme como un torbellino de aquel demencial bosque de piedra, ninguna vida sería posible para mí ni podría escribirse una sola página que tuviera sentido. Quizás al leer esto, tenga uno todavía la impresión del caos, pero está escrito desde un centro vivo y lo caótico es meramente periférico, los retazos tangenciales, por decirlo así, de un mundo que ya no me afecta. Hace sólo unos meses me encontraba en las calles de Nueva York mirando a mi alrededor, como había hecho hace doce años; una vez más me vi estudiando la arquitectura, estudiando los detalles minúsculos que sólo capta el ojo transtornado. Pero aquella vez era como si hubiera llegado de Marte. ¿Qué raza de hombres es ésta?, me pregunté. ¿Qué significa? Y no había recuerdo del sufrimiento ni de la vida que se extinguía en el arroyo; lo único que ocurría era que estaba observando un mundo extraño e incomprensible, un mundo tan alejado de mí, que tenía la sensación de pertenecer a otro planeta. Desde lo alto del Empire State Building miré una noche la ciudad, que conocía desde abajo: allí estaban, en su verdadera perspectiva, las hormigas humanas con las que me había arrastrado, los piojos humanos con los que había luchado. Se movían a paso de caracol, cada uno de ellos cumpliendo indudablemente su destino microcósmico. En su infructuosa desesperación habían elevado ese edificio colosal que era su motivo de orgullo y de jactancia. Y desde el techo más alto de aquel edificio colosal habían suspendido una ristra de jaulas en que los canarios encarcelados trinaban con su gorjeo sin sentido. Dentro de cien años, pensé, quizás enjaularían a seres humanos vivos, alegres, dementes, que cantarían al mundo por venir. Quizás engendrarían una raza de gorjeadores que trinarían mientras los otros trabajasen. Tal vez habría en cada jaula un poeta o un músico, para que la vida de abajo siguiera fluyendo sin trabas, unida a la piedra, unida al bosque, un caos agitado y crujiente de nulidad y vacío. Dentro de mil años podrían estar todos dementes, tanto los trabajadores como los poetas, y todo quedar reducido de nuevo a ruinas como ha ocurrido ya una y mil veces. Dentro de otros mil años, o cinco mil años, o diez mil, exactamente donde ahora estoy parado examinando la escena, puede que un niño abra un libro en una lengua todavía desconocida que trate de esta vida que pasa ahora, una vida que el hombre que escribió el libro nunca experimentó, una vida con forma y ritmo disminuidos, con comienzo y final, y al cerrar el libro el niño pensará qué gran raza eran los americanos, qué maravillosa vida hubo en un tiempo en este continente que ahora habita. Ninguna raza por venir, excepto quizá la raza de los poetas ciegos, podrá nunca imaginar el caos agitado con que se compuso esa historia futura.

¡Caos! ¡Un caos tremendo! No es necesario escoger un día concreto. Cualquier día de mi vida —allá, al otro lado del charco— serviría. Cualquier día de mi vida, mi minúscula, microcósmica vida, era un reflejo del caos exterior. A ver, dejadme recordar... A las siete y media sonaba el despertador. No me levantaba de la cama de un salto. Me quedaba en ella hasta las ocho y media, intentando dormir otro poco. Dormir... ¿cómo podía dormir? En el fondo de mi mente había una imagen de la oficina, a la que ya iba a llegar tarde. Ya veía a Hymie llegar a las ocho en punto, el conmutador zumbando ya con llamadas de auxilio, los solicitantes subiendo las amplias escaleras de madera, el olor intenso a alcanfor procedente del vestuario. ¿Por qué levantarse y repetir la canción y la danza de ayer? Con la misma rapidez con que los contrataba desaparecían. Me estaba dejando los cojones en el trabajo y no tenía una camisa limpia para ponerme. Los lunes mi mujer me entregaba el estipendio semanal: el dinero para los transportes y para la comida. Siempre estaba en deuda con ella y ella con el tendero, el carnicero, el casero, etcétera. No podía ni pensar en afeitarme: no había tiempo. Me ponía la camisa rota, engullía el desayuno, y le pedía prestado cinco centavos. Si ella estaba de mal humor, se los soplaba al vendedor de periódicos del metro. Llegaba a la oficina sin aliento, con una hora de retraso y doce llamadas por hacer antes de hablar siquiera con un solicitante. Mientras hago una llamada, hay otras tres llamadas que esperan respuesta. Uso dos teléfonos a la vez. El conmutador está zumbando. Hymie saca punta a sus lápices entre llamada y llamada. McGovern, el portero, está a mi lado para hacerme una advertencia sobre uno de los solicitantes, probablemente un pillo que intenta presentarse de nuevo con un nombre falso. Detrás de mí están las fichas y los registros con los nombres de todos los solicitantes que hayan pasado alguna vez por la máquina. Los malos llevan un asterisco en tinta roja; algunos de ellos tienen seis apodos detrás del nombre. Entretanto, la habitación bulle como una colmena. Apesta a sudor, pies sucios, uniformes antiguos, alcanfor, desinfectante, malos alientos. A la mitad habrá que rechazarlos: no es que no los necesitemos, sino que no nos sirven ni siquiera en las peores condiciones. El hombre que está frente a mi escritorio, parado ante la barandilla con manos de paralítico y la vista nublada, es un ex alcalde de Nueva York. Ahora tiene setenta años y aceptaría encantado cualquier cosa. Trae cartas de recomendación estupendas, pero no podemos admitir a nadie que tenga más de cuarenta y cinco años de edad. En Nueva York cuarenta y cinco es el límite. Suena el teléfono y es un secretario melifluo de la Y.M.C.A. Me pregunta si podría hacer una excepción con un muchacho que acaba de entrar en su despacho... un muchacho que ha estado en el reformatorio durante un año aproximadamente. ¿Qué hizo? Intentó violar a su hermana. Italiano, naturalmente. O'Mara, mi ayudante, está interrogando minuciosamente a un solicitante. Sospecha que es epiléptico. Por fin, descubre lo que buscaba y, por si quedaran dudas, al muchacho le da un ataque allí mismo, en la oficina. Una de las mujeres se desmaya. Una mujer bonita con una hermosa piel en torno al cuello está intentando convencerme para que la contrate. Es una puta de pies a cabeza y sé que, si la admito, me costará caro. Quiere trabajar en determinado edificio de la parte alta de la ciudad... porque, según dice, queda cerca de su casa. Se acerca la hora de comer y empiezan a llegar algunos compañeros. Se sientan alrededor a verme trabajar, como si se tratara de una función de variedades. Llega Kronski, el estudiante de medicina; dice que uno de los muchachos que acabo de contratar tiene la enfermedad de Parkinson. He estado tan ocupado, que no he tenido tiempo de ir al retrete. O'Rourke me cuenta que todos los telegrafistas y todos los gerentes tienen hemorroides. A él le han estado dando masajes eléctricos durante los dos últimos años, pero ningún remedio surte efecto. La hora de la comida y somos seis a la mesa. Alguien tendrá que pagar por mí, como de costumbre. La engullimos y volvemos pitando. Más llamadas que hacer, más solicitantes a quienes entrevistar. El vicepresidente está armando un escándalo porque no podemos mantener el cuerpo de repartidores en el nivel normal. Todos los periódicos de Nueva York y de treinta kilómetros a la redonda publican largos anuncios pidiendo gente. Se han recorrido todas las escuelas en busca de repartidores eventuales. Se ha recurrido a todas las oficinas de caridad y sociedades de asistencia. Desaparecen como moscas. Algunos de ellos ni siquiera duran una hora. Es un molino humano. Y lo más triste es que es totalmente innecesario. Pero eso no es de mi incumbencia. Lo que me incumbe es actuar o morir, como dice Kipling. Tapo agujeros, con una víctima tras otra, mientras el teléfono suena como loco, el local apesta cada vez más, los agujeros se vuelven cada vez mayores. Cada uno de ellos es un ser humano que pide un mendrugo de pan; tengo su altura, peso, color, religión, educación, experiencia, etc. Todos los datos pasarán a un registro que se rellenará alfabéticamente y después cronológicamente. Nombres y fechas. Las huellas dactilares también, si tuviéramos tiempo. ¿Y para qué? Para que el pueblo americano disfrute de la forma de comunicación más rápida conocida, para que puedan vender sus artículos más deprisa, para que en el momento en que te caigas muerto en la calle se pueda avisar inmediatamente a tus parientes más próximos, es decir, en el plazo de una hora, a no ser que el repartidor a quien se confíe el telegrama decida abandonar el trabajo y arrojar el fajo de telegramas al cubo de la basura. Veinte millones de tarjetas de felicitación de Navidad, todas ellas para desearte Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo, de parte de los directores y el presidente y el vicepresidente de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica, y quizás el telegrama diga: «Mamá agoniza, ven en seguida», pero el empleado de la oficina está demasiado ocupado para fijarse en el mensaje y, si pones una denuncia por daños y perjuicios, daños y perjuicios espirituales, hay un departamento jurídico preparado expresamente para hacer frente a esas emergencias, de modo que puedes estar seguro de que tu madre morirá y tendrás unas Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo de todos modos. Naturalmente, despedirán al empleado y un mes después más o menos volverá a buscar trabajo de repartidor y se lo admitirá y se lo destinará al turno de noche cerca de los muelles, donde nadie lo reconocerá, y su mujer vendrá con los chavales a dar las gracias al director de personal, o quizás al propio vicepresidente, por la bondad y consideración de que ha dado muestras. Y después, un día, todo el mundo se sorprenderá al enterarse de que dicho repartidor ha robado la caja fuerte y encargarán a O'Rourke que coja el tren nocturno para Cleveland o Detroit y le siga la pista, aunque cueste diez mil dólares. Y después el vicepresidente dará la orden de que no se contrate a ningún otro judío, pero al cabo de tres o cuatro días aflojará un poco porque solamente vienen judíos a pedir trabajo.

Y como las cosas se están poniendo tan difíciles y el material está escaseando más que la hostia, estoy a punto de contratar a un enano del circo y lo habría contratado, si no se hubiera deshecho en lágrimas y no me hubiese confesado que no es varón sino hembra. Y, para acabarlo de arreglar, Valeska «lo» toma bajo su protección, se «lo» lleva a casa esa noche y con el pretexto de la compasión, le hace un examen minucioso, incluida una exploración vaginal con el dedo índice de la mano derecha. Y la enana se pone muy acaramelada y, al final, muy celosa. Ha sido un día extenuante y camino de casa me tropiezo con la hermana de uno de mis amigos, que insiste en llevarme a cenar. Después de cenar, nos vamos al cine y en la oscuridad empezamos a magrearnos y, al final, las cosas llegan a tal punto, que salimos del cine y volvemos a la oficina, donde me la tiro sobre la mesa cubierta de zinc del vestuario. Y cuando llego a casa, algo después de medianoche, recibo una llamada de teléfono de Valeska, que quiere que coja el metro inmediatamente y vaya a su casa, es muy urgente. Es un trayecto de una hora y estoy muerto de cansancio, pero, como ha dicho que es urgente, me pongo en camino.

Y cuando llego, me presenta a su prima, una joven bastante atractiva, que, según ha contado, acaba de tener una aventura con un desconocido porque estaba cansada de ser virgen. ¿Y para qué me querían con tanta urgencia? Hombre, es que, con la emoción, se ha olvidado de tomar las precauciones habituales y quizás esté embarazada, y entonces, ¿qué? Querían saber qué había que hacer en mi opinión, y dije: «Nada.» Y entonces Valeska me lleva aparte y me pregunta si me importaría acostarme con su prima, para que fuera haciéndose, por decirlo así, y no le volviese a pasar lo mismo.

Todo aquello era una locura y estuvimos riendo los tres histéricamente y después empezamos a beber: lo único que había en la casa era Kummel y no necesitamos mucho para cogerla.

Y después la situación se volvió más disparatada porque las dos empezaron a toquetearme y ninguna de las dos dejaba hacer nada a la otra. Total, que las desnudé a las dos y las metí en la cama y se quedaron dormidas una en brazos de la otra. Y cuando salí, a eso de las cinco de la mañana, me di cuenta de que no tenía ni un centavo en el bolsillo e intenté sacarle cinco centavos a un taxista, pero no hubo manera, así que al final me quité el abrigo forrado de piel y se lo di... por cinco centavos. Cuando llegué a casa, mi mujer estaba despierta y con un cabreo de la hostia porque había tardado tanto. Tuvimos una discusión violenta y, al final, perdí los estribos y le di un guantazo y cayó al suelo y se echó a llorar y entonces se despertó la niña y, al oír llorar a mi mujer, se asustó y empezó a gritar a todo pulmón. La chavala del piso de arriba bajó corriendo a ver qué pasaba. Iba en bata y con la melena suelta por la espalda. Con la agitación se acercó a mí y pasaron cosas sin que ninguno de los dos nos lo propusiéramos. Llevamos a mi mujer a la cama con una toalla mojada sobre la frente y, mientras la chavala del piso de arriba estaba inclinada sobre ella, me quedé detrás y le levanté la bata. Se la metí y ella se quedó así largo rato diciendo un montón de tonterías para tranquilizarla. Por fin, me metí en la cama con mi mujer y, para mi total asombro, empezó a apretarse contra mí y, sin decir palabra, nos apalancamos y así nos quedamos hasta el amanecer. Debería haber estado agotado, pero, en realidad, estaba completamente despierto, y me quedé tumbado junto a ella pensando en que no iba a ir a la oficina sino a buscar a la puta de la hermosa piel con la que había estado hablando por la mañana. Después de eso, empecé a pensar en otra mujer, la esposa de uno de mis amigos que siempre se burlaba de mi indiferencia. Y luego empecé a pensar en una tras otra —todas las que había dejado pasar por una razón o por otra— hasta que por fin me quedé profundamente dormido y en pleno sueño me corrí. A las siete y media sonó el despertador, como de costumbre, y, como de costumbre, miré mi camisa rota colgada de la silla y me dije que no valía la pena y me di la vuelta. A las ocho sonó el teléfono y era Hymie. Más vale que vengas rápidamente, me dijo, porque hay huelga. Y así día tras día, sin razón alguna, excepto que el país entero estaba majareta y lo que cuento sucedía en todas partes, en mayor o menor escala, pero lo mismo en todas partes, porque todo era caos y carecía de sentido.

Así fue siempre, día tras día, durante casi cinco años completos. El continente mismo se veía asolado constantemente por ciclones, tornados, marejadas, inundaciones, sequías, ventiscas, oleadas de calor, plagas, huelgas, atracos, asesinatos, suicidios: una fiebre y un tormento continuos, una erupción, un torbellino. Yo era como un hombre sentado en un faro: debajo de mí, las olas bravías, las rocas, los arrecifes, los restos de las flotas naufragadas. Podía dar la señal de peligro, pero era impotente para prevenir la catástrofe. Respiraba peligro y catástrofe. A veces la sensación era tan fuerte, que me salía como fuego por las ventanas de la nariz. Anhelaba liberarme de todo aquello y, sin embargo, me sentía atraído irresistiblemente. Era violento y flemático al mismo tiempo. Era como el propio faro: seguro en medio del más turbulento mar. Debajo de mí había roca sólida, la misma plataforma de roca sobre la que se alzaban los imponentes rascacielos. Mis cimientos penetraban en la tierra profundamente y la armadura de mi cuerpo estaba hecha de acero remachado en caliente. Sobre todo, yo era un ojo, un enorme reflector que exploraba el horizonte, que giraba sin cesar, sin piedad. Ese ojo tan abierto parecía haber dejado adormecidas todas mis demás facultades; todas mis fuerzas se consumían en el esfuerzo por ver, por captar el drama del mundo.

Si anhelaba la destrucción, era simplemente para que ese ojo se extinguiera. Anhelaba un terremoto, un cataclismo de la naturaleza que precipitase el faro en el mar, deseaba una metamorfosis, la conversión en pez, en leviatán, en destructor. Quería que la tierra se abriera, que tragase todo en un bostezo absorbente. Quería ver la ciudad en el seno del mar. Quería sentarme en una cueva y leer a la luz de una vela. Quería que se extinguiera ese ojo para que tuviese ocasión de conocer mi propio cuerpo, mis propios deseos. Quería estar solo durante mil años para reflexionar sobre lo que había visto y oído... y para olvidar. Deseaba algo de la tierra que no fuera producto del hombre, algo absolutamente separado de lo humano, de lo cual estaba harto. Deseaba algo puramente terrestre y absolutamente despojado de idea. Quería sentir la sangre corriendo de nuevo por mis venas, aun a costa de la aniquilación. Quería expulsar la piedra y la luz de mi organismo. Deseaba la oscura fecundidad de la naturaleza, el profundo pozo de la matriz, el silencio, o bien los lamidos de las negras aguas de la muerte. Quería ser esa noche que el ojo despiadado iluminaba, una noche esmaltada de estrellas y colas de cometas. Pertenecer a la noche, tan espantosamente silenciosa, tan absolutamente incomprensible y elocuente al mismo tiempo. No volver a hablar ni a oír ni a pensar nunca más. Verme englobado y abarcado y abarcar y englobar al mismo tiempo. No más compasión, no más ternura. Ser humano sólo terrestremente, como una planta o un gusano o un arroyo. Verme desintegrado, privado de la luz y de la piedra, variable como una molécula, duradero como el átomo, despiadado como la tierra.

Aproximadamente una semana antes de que Valeska se suicidara, conocí a Mara. La semana o las dos semanas que precedieron a aquel acontecimiento fueron una auténtica pesadilla. Una serie de muertes repentinas y de encuentros extraños con mujeres. La primera fue Paulina Janowski, una judía de dieciséis o diecisiete años que no tenía hogar ni amigos ni parientes. Vino a la oficina en busca de trabajo. Era casi la hora de cerrar y no tuve valor para rechazarla de plano. No sé por qué, se me ocurrió llevarla a casa a cenar y, de ser posible, intentar convencer a mi mujer para alojarla por un tiempo. Lo que me atrajo de ella fue su pasión por Balzac. Todo el camino hasta casa fue hablándome de Ilusiones perdidas. El metro iba atestado e íbamos tan apretados, que daba igual de lo que habláramos porque los dos íbamos pensando en la misma cosa. Naturalmente, mi mujer se quedó estupefacta al verme a la puerta en compañía de una joven bonita. Se mostró educada y cortés con su frialdad habitual, pero en seguida comprendí que era inútil pedirle que alojara a la muchacha. Lo máximo que pudo hacer fue acompañarnos a la mesa, mientras durase la cena. En cuanto hubimos acabado, se excusó y se fue al cine. La muchacha empezó a llorar. Todavía estábamos sentados a la mesa, con los platos apilados delante de nosotros. Me acerqué a ella y la abracé. La compadecía sinceramente y no sabía qué hacer por ella. De repente, me echó los brazos al cuello y me besó apasionadamente. Estuvimos un rato así abrazándonos y después pensé que no, que era un crimen, y que, además, quizá mi mujer no se hubiera ido al cine, que tal vez volviese de un momento a otro. Dije a la chica que se calmara, que cogeríamos el tranvía y daríamos una vuelta. Vi la hucha de la niña sobre la repisa de la chimenea, la cogí, me la llevé al retrete y la vacié en silencio. Sólo había unos setenta y cinco centavos. Cogimos un tranvía y nos fuimos a la playa. Por fin, encontramos un lugar desierto y nos tumbamos en la arena. Estaba histéricamente apasionada y no quedó más remedio que hacerlo. Pensé que después me lo reprocharía, pero no lo hizo. Nos quedamos un rato allí tumbados y se puso a hablar de Balzac otra vez. Al parecer, tenía la ambición de ser escritora. Le pregunté qué iba a hacer. Dijo que no tenía la menor idea. Cuando nos levantamos para marcharnos, me pidió que la dejara en la carretera. Dijo que pensaba ir a Cleveland o a algún sitio así.

Cuando la dejé parada delante de una estación de gasolina, eran más de las doce de la noche. Tenía unos treinta y cinco centavos en el monedero. Cuando me puse en camino hacia casa, empecé a maldecir a mi mujer por lo hija de puta mezquina que era. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido a ella a quien hubiese dejado parada en la carretera sin saber adonde ir. Sabía que, cuando regresara, ni mencionaría el nombre de la muchacha.

Volví a casa y me estaba esperando. Pensé que iba a volver a armarme un escándalo. Pero no, había esperado porque había un recado importante de O'Rourke. Debía telefonearle tan pronto como llegara a casa. Sin embargo, decidí no telefonear. Decidí quitarme la ropa y acostarme. Justo cuando acababa de instalarme cómodamente en la cama, sonó el teléfono. Era O'Rourke. Había un telegrama para mí en la oficina: quería saber si debía abrirlo y leérmelo. Le dije que naturalmente que sí. El telegrama iba firmado por Mónica. Procedía de Buffalo. Decía que llegaba a la Estación Central por la mañana con el cuerpo de su madre. Le di las gracias y volví a la cama. Mi mujer no preguntó nada. Me quedé tumbado preguntándome qué hacer. Si accedía a la petición de Mónica, sería volver a empezar otra vez. Precisamente había estado agradeciendo a mi estrella que me hubiera librado de Mónica. Y ahora volvía con el cadáver de su madre. Lágrimas y reconciliación. No, no me gustaba aquella perspectiva. Suponiendo que no me presentase, ¿qué pasaría? Siempre habría alguien para hacerse cargo de un cadáver. Sobre todo, si la desconsolada hija era una atractiva joven rubia de vivaces ojos azules. Me pregunté si volvería a su trabajo en el restaurante. Si no hubiera sabido griego y latín, nunca habría hecho buenas migas con ella. Pero mi curiosidad pudo más. Y, además, era tan tremendamente pobre, que también eso me conmovió. Quizá no habría estado mal del todo, si no le hubiesen olido las manos a grasa. Eso era lo que echaba a perder su encanto: sus manos grasientas. Recuerdo la primera noche que la conocí y que fuimos a pasear por el parque. Tenía un aspecto encantador, y era despierta e inteligente. Era la época en que se llevaban las faldas cortas y a ella le favorecía especialmente. Solía ir al restaurante noche tras noche simplemente para verla moverse de un lado para otro, verla inclinarse para servir o agacharse para recoger un tenedor. Y a las bonitas piernas y los ojos hechiceros había que sumar una parrafada maravillosa sobre Homero; al cerdo y al sauerkraut, un verso de Safo, las conjugaciones latinas, las odas de Píndaro; al postre, quizá los Rubaiyat o Cynara. Pero las manos grasientas y la cama desaliñada de la pensión de enfrente del mercado... ¡pufff!... me daban náuseas. Cuanto más la rehuía, más se apegaba a mí. Cartas de amor de diez páginas con notas al pie sobre Así hablaba Zaratustra. Y después un silencio repentino, del que me felicité de corazón. No, no podía hacerme a la idea de ir a la Estación Central por la mañana. Me di la vuelta y me quedé profundamente dormido. Por la mañana pediría a mi mujer que telefoneara a la oficina y dijese que estaba enfermo. Ya hacía más de una semana que no caía enfermo: ya era hora de volver a estarlo.

Al mediodía encontré a Kronski esperándome delante de la oficina. Quería que comiera con él: deseaba presentarme a una muchacha egipcia. La muchacha resultó ser judía, pero procedía de Egipto y parecía egipcia. Estaba buenísima y los dos nos pusimos a trabajarla a la vez. Como había dicho que estaba enfermo, decidí no volver a la oficina, sino dar un paseo por el East Side. Kronski volvería para sustituirme. Dimos la mano a la muchacha y nos fuimos cada uno por nuestro camino. Me dirigí hacia el río, donde hacía más fresco, y casi al instante me olvidé de la muchacha. Me senté al borde del muelle con las piernas colgando sobre el larguero. Pasó una chalana cargada de ladrillos rojos. De repente, me vino Mónica a la memoria. Mónica llegando a la Estación Central con un cadáver. ¡Un cadáver franco de porte con destino a Nueva York! Parecía tan absurdo y ridículo, que me eché a reír. ¿Qué habría hecho con él? ¿Lo habría dejado en la consigna o en un apartadero? Seguro que estaba maldiciéndome. Me pregunté qué habría hecho si hubiera podido imaginarme sentado allí, en el muelle, con las piernas colgando sobre el larguero. Hacía calor y bochorno, a pesar de la brisa que soplaba del río. Empecé a dar cabezadas. Mientras dormitaba me vino Paulina a la memoria. La imaginé caminando por la carretera con la mano alzada. Indudablemente, era una chica valiente. Era curioso que no pareciera preocuparle quedar embarazada. Quizás estuviese tan desesperada, que le diera igual. ¡Y Balzac! Eso también era muy absurdo. ¿Por qué Balzac? Bueno, eso era asunto suyo. De cualquier modo, tendría suficiente para comer, hasta que encontrara a otro tipo. Pero, ¡que una chica así pensase en llegar a ser escritora! Bueno, ¿y por qué no? Todo el mundo tenía ilusiones de una clase o de otra. También Mónica quería ser escritora. Todo el mundo se estaba haciendo escritor. ¡Escritor! ¡Dios, qué fútil parecía!

Me adormecí... Cuando me desperté, tenía una erección. El sol parecía abrasarme justo en la bragueta. Me levanté y me lavé la cara en una fuente. Seguía haciendo el mismo calor y bochorno. El asfalto estaba blando como puré, las moscas picaban, la basura se pudría en el arroyo. Fui caminando entre las carretillas y mirando las cosas con mirada vacía. La erección persistió todo el tiempo, a pesar de que no tenía presente ningún objeto definido. Hasta que no volví a pasar por la Segunda Avenida, no recordé de repente a la judía egipcia de la comida. Recordé haberle oído decir que vivía encima del Restaurante Ruso, cerca de la Calle Doce. Seguía sin tener idea de lo que iba a hacer. Iba mirando escaparates simplemente, matando el tiempo. No obstante, los pies me iban arrastrando hacia el norte, hacia la Calle Catorce. Cuando llegué a la altura del Restaurante Ruso, me detuve un momento y después subí las escaleras corriendo de tres en tres. La puerta del vestíbulo estaba abierta. Subí dos pisos leyendo los nombres en las puertas. Vivía en el último piso y bajo su nombre aparecía el de un hombre. Llamé suavemente. No hubo respuesta. Volví a llamar, un poco más fuerte. Esa vez oí a alguien ir y venir. Después una voz cerca de la puerta preguntó quién era y al mismo tiempo giró el pomo de la puerta. Abrí la puerta de un empujón y entré a tientas en la habitación a oscuras. Fui a caer en sus brazos y la sentí desnuda bajo la bata medio abierta. Debía de haber estado profundamente dormida y sólo a medias comprendió quién la estaba abrazando. Cuando se dio cuenta de que era yo, intentó escaparse, pero la tenía bien cogida y empecé a besarla apasionadamente y a hacerle retroceder al mismo tiempo hacia el sofá que había cerca de la ventana. Susurró algo sobre que la puerta había quedado abierta, pero no iba a correr el riesgo de dejarla escapar de mis brazos. Así, que di un ligero rodeo y poco a poco la llevé hasta la puerta y le hice empujarla con el culo. La cerré con la mano libre y después la llevé hasta el centro de la habitación y con la mano libre me desabroché la bragueta y saqué el canario y se lo metí. Estaba tan drogada por el sueño que era casi como manejar un autómata. También me daba cuenta de que disfrutaba con la idea de que la follaran medio dormida. Lo malo era que cada vez que la embestía, se despertaba un poco más.

Y a medida que recobraba la conciencia, se asustaba cada vez más. No sabía qué hacer para volver a dormirla sin perderme un polvo tan bueno. Conseguí tumbarla en el sofá sin perder terreno, y entonces ella estaba más cachonda que la hostia, y se retorcía como una anguila. Desde que había empezado a darle marcha, creo que no había abierto los ojos ni una vez. Yo repetía sin cesar para mis adentros: «un polvo egipcio... un polvo egipcio», y para no correrme inmediatamente, empecé a pensar en el cadáver que Mónica había traído hasta la Estación Central y en los treinta y cinco centavos que había dejado con Paulina en la carretera. Y entonces, ¡pan!, una sonora llamada en la puerta, ante lo cual abrió los ojos y me miró sumamente aterrorizada. Empecé a retirarme rápidamente, pero, ante mi sorpresa, ella me retuvo con todas sus fuerzas. «No te muevas», me susurró al oído. «¡Espera!» Se oyó otro sonoro golpe y después oí la voz de Kronski que decía: «Soy yo, Thelma... soy yo, Izzy.» Al oírlo, casi me eché a reír. Volvimos a colocarnos en una posición natural y, cuando cerró los ojos suavemente, se la moví dentro, despacito para no volver a despertarla. Fue uno de los polvos más maravillosos de mi vida. Creía que iba a durar eternamente. Cada vez que me sentía en peligro de irme, dejaba de moverme y me ponía a pensar: pensaba, por ejemplo, en dónde me gustaría pasar las vacaciones, en caso de que me las dieran, o pensaba en las camisas que había en el cajón de la cómoda, o en el remiendo de la alfombra del dormitorio justo al pie de la cama. Kronski seguía parado delante de la puerta: le oía cambiar de posición. Cada vez que sentía su presencia allí, le tiraba un viaje a ella de propina y, medio dormida como estaba, me respondía, divertida, como si entendiera lo que quería yo decir con aquel lenguaje de mete y saca. No me atrevía a pensar en lo que ella podría estar pensando o, si no, me habría corrido inmediatamente. A veces me aproximaba peligrosamente, pero el truco que me salvaba era pensar en Mónica y en el cadáver en la Estación Central. Aquella idea, su carácter humorístico, quiero decir, actuaba como una ducha fría. Cuando acabamos, abrió los ojos y me miró, como si fuera la primera vez que me veía. No tenía nada que decirle; mi única idea era largarme lo más rápidamente posible. Mientras nos lavábamos, vi una nota en el suelo junto a la puerta. Era de Kronski. Acababan de llevar a su esposa al hospital: quería que ella fuera a encontrarse con él en el hospital. ¡Sentí un gran alivio! Eso significaba que podía largarme sin tener que dar explicaciones inútiles.

Al día siguiente recibí una llamada de Kronski. Su mujer había muerto en el quirófano. Aquella noche fui a casa a cenar; todavía estábamos sentados a la mesa, cuando sonó el timbre. Allí estaba Kronski, a la puerta, con aspecto de estar absolutamente hundido. Siempre me resultaba difícil pronunciar palabras de condolencia; con él era absolutamente imposible. Al oír a mi mujer pronunciar sus trilladas palabras de pésame, me sentí más asqueado que nunca de ella. «¡Vamonos de aquí!», dije.

Caminamos en absoluto silencio por un rato. Al llegar a la altura del parque, entramos y nos dirigimos hacia los prados. Había una niebla espesa y no se veía nada a un metro de distancia. De repente, mientras avanzábamos a ciegas, se echó a sollozar. Me detuve y volví la cabeza a otro lado. Cuando pensé que había acabado, me di la vuelta y me lo encontré mirándome con una sonrisa extraña. «Es curioso», dijo, «lo difícil que es aceptar la muerte». Sonreí yo también en aquel momento y le eché la mano al hombro. «Sigue», dije, «di todo lo que tengas que decir. Desahógate». Reanudamos el paso, y recorrimos los prados de un extremo a otro, como si fuéramos caminando bajo el mar. La niebla se había vuelto tan espesa, que apenas podía distinguir sus facciones. Él iba hablando tranquilamente, pero como un loco. «Sabía que iba a suceder», dijo, «era demasiado bonito como para durar». La noche antes de que cayera enferma, él había tenido un sueño. Había soñado que había perdido su identidad. «Iba tambaleándome y dando vueltas en la oscuridad y pronunciando mi nombre. Recuerdo que llegué a un puente, y, al mirar el agua, me vi ahogándome. Me tiré del puente de cabeza y, cuando salí a la superficie, vi a Yetta flotando bajo el puente. Estaba muerta.» Y de repente añadió: «Estabas allí ayer cuando llamé a la puerta, ¿verdad? Sabía que estabas allí y no podía marcharme. Sabía también que Yetta estaba agonizando y quería estar con ella, pero tenía miedo de ir solo.» No dije nada y él siguió con sus divagaciones. «La primera muchacha a la que amé murió del mismo modo. Yo era un niño y no podía olvidarla. Todas las noches iba al cementerio y me sentaba junto a su tumba. La gente creía que había perdido el juicio. Ayer, cuando estaba parado ante la puerta, todo me volvió a la memoria. Volvía a estar en Trenton, en la tumba, y la hermana de la muchacha a la que amaba estaba sentada a mi lado. Ella dijo que no podía seguir así mucho tiempo, que me volvería loco. Pensé para mis adentros que realmente estaba loco y para demostrármelo a mí mismo decidí hacer alguna locura, así que le dije: "No es a ella a quien amo, sino a ti", y la atraje hacia mí y nos tumbamos a besarnos y, al final, me la jodí, al lado mismo de la tumba. Y creo que aquello me curó, porque nunca regresé allí y nunca más volví a pensar en ella... hasta ayer cuando estaba parado en la puerta. Si hubiera podido echarte el guante ayer, te habría estrangulado. No sé por qué me sentí así, pero me pareció que habías abierto una tumba, que estabas violando el cuerpo de la muchacha a la que yo amaba. Es una locura, ¿verdad? ¿Y por qué he venido a verte esta noche? Quizá porque me eres absolutamente indiferente... porque no eres judío y puedo hablarte... porque te importa un comino, y tienes razón... ¿Has leído La rebelión de los ángeles?»

Acabábamos de llegar al sendero para bicicletas que rodea el parque. Las luces del bulevar nadaban en la niebla. Lo miré atentamente y vi que estaba fuera de sí. Me pregunté si podría hacerle reír. Temía también que, si se echaba a reír, no se detuviera nunca. Así que empecé a hablar de lo que saliese, de Anatole France primero, y después de otros escritores, y, por último, cuando sentí que se me escapaba, cambié de improviso al tema del general Ivolgin, y ante eso se echó a reír, pero no era risa, sino un cloqueo, un cloqueo horrible, como un gallo con la cabeza en el tajo. Fue un ataque tan violento, que tuvo que detenerse y sujetarse el vientre; le brotaban lágrimas de los ojos y entre los cloqueos dejaba escapar los sollozos más terribles y desgarradores. «Sabía que me harías sentirme mejor», dijo abruptamente, al extinguirse el último estallido. «Siempre he dicho que eres un hijo de puta loco... eres un cabrito judío tú también, sólo que no lo sabes... Ahora, dime, cabronazo, ¿qué tal te fue ayer? ¿Se la metiste? ¿No te dije que era un buen polvo? ¿Y sabes con quién está viviendo? ¡La hostia! ¡Qué suerte tuviste de que no te pescara! Está viviendo con un poeta ruso... tú también conoces a ese tipo. Te lo presenté una vez en el Café Royal. Más vale que no se entere. Te saltará la tapa de los sesos... y escribirá un bello poema y se lo enviará a ella con un ramo de flores. Sí, lo conocí en Stelton, en la colonia anarquista. Su viejo era un nihilista. Toda la familia está loca. Por cierto, más vale que te andes con cuidado. Quería decírtelo el otro día, pero no pensé que actuarías tan deprisa. Mira, puede que tenga sífilis. No estoy intentando meterte miedo. Te lo digo por tu bien...»

Aquella explosión pareció calmarlo. Estaba intentando decirme a su retorcido modo judío que me apreciaba. Para hacerlo, primero tenía que destruir todo lo que me rodeaba: mi mujer, el trabajo, mis amigos, la «tipa negra», como llamaba a Valeska, etc. «Creo que algún día vas a ser un gran escritor», dijo. «Pero», añadió maliciosamente, «primero tendrás que sufrir un poco. Quiero decir sufrir de verdad, porque todavía no sabes lo que significa esa palabra. Te lo crees simplemente, que has sufrido. Primero tienes que enamorarte. Por ejemplo, esa tipa negra: no pensarás que estás enamorado de ella, ¿verdad? ¿Le has mirado bien el culo...? quiero decir si te has dado cuenta de cómo le va creciendo. Dentro de cinco años se parecerá a la tía Jemima. Haréis una pareja magnífica paseando por la avenida con una fila de negritos detrás. Preferiría verte casado con una chica judía. Desde luego, no sabrías apreciar su valor, pero te vendría bien. Necesitas algo que te haga sentar la cabeza. Estás desperdiciando tus energías. Oye, ¿por qué andas por ahí con todos esos chorras con que haces amistad? Pareces tener un don para hacer amistad con la gente que no te conviene. ¿Por qué no te dedicas a algo útil? Ese trabajo no es para ti: podrías ser un gran tipo, un tipo importante en otro sitio. Quizás un dirigente sindical... no sé qué exactamente. Pero primero tienes que liberarte de esa mujer con cara de vinagre que tienes. ¡Pufff! Cuando la miro, me dan ganas de escupirle a la cara. No comprendo cómo un tipo como tú ha podido casarse con una mala puta como ésa. ¿Qué te llevó a hacerlo...? ¿simplemente un par de ovarios calientes? Oye, eso es lo que te pasa: sólo piensas en el sexo... No, tampoco quiero decir eso. Tienes inteligencia y tienes pasión y entusiasmo... pero parece importarte un comino lo que haces o lo que te pasa. Si no fueses el cabrón romántico que eres, casi juraría que eras judío.

Mi caso es diferente: nunca he tenido ninguna razón para esperar algo del futuro. Pero tú llevas algo dentro... sólo que eres demasiado vago como para sacarlo. Mira, cuando te oigo hablar a veces, pienso para mis adentros: ¡si ese tipo fuera capaz de escribirlo! Pero, hombre, si podrías escribir un libro que hiciera caérsele la cara de vergüenza a un tipo como Dreiser. Tú eres diferente de los americanos que conozco; en cierto modo, no tienes nada que ver con este país, y está pero que muy bien que así sea. Estás un poco chiflado, también... supongo que lo sabes. Pero en el buen sentido. Mira, hace un rato, si hubiera sido cualquier otra persona la que me hubiese hablado así, la habría asesinado. Creo que te aprecio más porque no has intentado manifestarme compasión. Sé que no debo esperar compasión de ti. Si hubieras dicho una sola palabra hipócrita esta noche, me habría vuelto loco realmente. Lo sé. Estaba al borde mismo. Cuando has empezado a hablar del general Ivolgin, he pensado por un momento que todo había acabado para mí. Eso es lo que me hace pensar que tienes algo dentro... ¡ha sido una auténtica demostración de astucia! Y ahora déjame decirte una cosa... si no te dominas, pronto vas a estar majareta. Llevas algo dentro que te está royendo las entrañas. No sé lo que es, pero no puedes engañarme. Te conozco mejor que la madre que te parió. Sé que algo te aflige... y no es tu mujer, ni tu trabajo, ni, siquiera, esa tipa negra de la que crees estar enamorado. A veces pienso que deberías haber nacido en otra época. Oye, no quiero que pienses que te estoy convirtiendo en un ídolo, pero hay algo de verdad en lo que digo... si tuvieras simplemente un poco más de confianza en ti mismo, podrías ser el hombre más grande del mundo ahora mismo. Ni siquiera tendrías que ser escritor. Podrías llegar a ser otro Jesucristo, si no me equivoco. No te rías... lo digo en serio. No tienes ni la menor idea de tus posibilidades... estás completamente ciego para lo que no sean tus deseos. No sabes lo que quieres. No lo sabes porque nunca te paras a pensar. Te estás dejando consumir por la gente. Eres un tonto de remate, un idiota. Si yo tuviera la décima parte de lo que tú tienes, podría volver el mundo patas arriba. Crees que es una locura, ¿eh? Bueno, pues, escúchame... nunca he estado más cuerdo en mi vida. Cuando he venido esta noche a verte, pensaba que estaba casi a punto de suicidarme. Da casi igual que lo haga o no. Pero el caso es que ahora no tiene demasiado sentido. Con eso no la recuperaré. Nací sin suerte. Dondequiera que voy parezco llevar conmigo el desastre. Pero no quiero irme para el otro barrio todavía. Primero quiero hacer algo bueno en el mundo. Puede que te parezca una tontería, pero es verdad. Quisiera hacer algo para los demás...»

Se detuvo de improviso y volvió a mirarme con aquella extraña sonrisa triste. Era la mirada de un judío desesperanzado en quien, como en todos los de su raza, el instinto de vida era tan fuerte, que, aunque no había absolutamente nada que esperar, se sentía incapaz de matarse. Esa desesperanza era algo totalmente ajeno a mí. Pensé para mis adentros: ¡si al menos pudiera estar en su pellejo y él en el mío! Pero, bueno, ¡si yo podría matarme por una bagatela! Y lo que más me reventaba era la idea de que él ni siquiera disfrutaría en el entierro... ¡el entierro de su propia esposa! Dios sabe que los entierros a que asistíamos eran bastante tristes, pero siempre había algo de comer y de beber después, y algunos buenos chistes verdes y algunas carcajadas con ganas. Quizá fuera yo demasiado joven para apreciar los aspectos tristes, aunque veía con bastante claridad cómo se lamentaban y lloraban. Pero eso nunca significó gran cosa para mí, porque después del entierro, sentados en la terraza de la cervecería contigua al cementerio, siempre había una atmósfera de buen humor a pesar de los vestidos de luto y los crespones y las coronas de flores. Como un niño que era entonces, me parecía que estaban intentando establecer algún tipo de comunicación con el difunto. Algo casi al estilo egipcio, cuando vuelvo a pensarlo. Hubo una época en que creía que eran un hatajo de hipócritas. Pero no lo eran. Eran simplemente alemanes estúpidos y sanos con ganas de vivir. La muerte era algo que superaba su comprensión, por extraño que parezca, pues, si te atenías exclusivamente a lo que decían, te imaginabas que ocupaba gran parte de sus pensamientos. Pero en realidad no la comprendían en absoluto... no como los judíos, por ejemplo. Hablaban de la otra vida, pero en realidad nunca creyeron en ella. Y, si alguien estaba tan desconsolado que llegaba hasta el extremo de llorar, lo miraban con suspicacia, como se miraría a un demente. Había límites para la pena como había límites para la alegría, ésa era la impresión que me daban. Y en los límites extremos siempre estaba la barriga que había que llenar... con bocadillos de queso de Limburgo y cerveza y Kümmel y patas de pavo, si las había. Y al cabo de un minuto ya estaban riendo. Riendo de algún rasgo de carácter curioso del difunto. Hasta la forma como usaban el pretérito me causaba un efecto curioso. Una hora después de que estuviera bajo tierra, ya estaban diciendo del difunto: «Tenía tan buen carácter...», como si hiciese mil años que hubiera muerto la persona a que se referían, un personaje histórico, o un personaje de los Nibelungos. El caso era que estaba muerta, definitivamente muerta para siempre, y ellos, los vivos, estaban ya separados de ella y para siempre, y había que vivir el hoy y el mañana, había que lavar la ropa, preparar la comida, y, cuando le llegara el turno al siguiente, habría que seleccionar un ataúd y reñir por el testamento, pero todo formaría parte de la rutina diaria y perder tiempo lamentándose y sintiendo pena era un pecado porque Dios, si es que existía, lo había querido así y nosotros, los mortales, no teníamos nada que decir al respecto. Sobrepasar los límites dispuestos de la alegría y de la pena era perverso. Estar al borde de la locura era el pecado más grave. Tenían un sentido extraordinario, animal, de la adaptación; habría constituido un espectáculo maravilloso, si hubiera sido verdaderamente animal, pero resultaba horrible cuando te dabas cuenta de que no era sino obtusa indiferencia e insensibilidad alemanas. Y aun así, no sé por qué, yo prefería aquellos estómagos mimados a la pena de cabeza de hidra del judío. En el fondo no podía compadecer a Kronski: tendría que compadecer a toda su tribu. La muerte de su mujer era un simple detalle, una menudencia, en la historia de sus calamidades. Como había dicho él mismo, había nacido sin suerte. Había nacido para ver salir mal las cosas... porque durante cinco mil años las cosas habían salido mal en la sangre de la raza. Venían al mundo con esa mirada de soslayo, deprimida y desesperanzada en el rostro y abandonarían el mundo del mismo modo. Dejaban mal olor tras sí: un veneno, un vómito de pena. El hedor que intentaban eliminar del mundo era el hedor que ellos mismos habían traído al mundo. Reflexionaba sobre todo eso, mientras le escuchaba.

Me sentía tan bien y tan limpio por dentro, que, cuando nos separamos, después de haber doblado una esquina, me puse a silbar y a canturrear. Y luego se apoderó de mí una sed terrible y me dije con mi mejor acento irlandés: «Pues, claro. Mira, chaval, lo que tendrías que estar haciendo es tomando una copita», y, al decirlo, me metí en una taberna y pedí una buena jarra de cerveza espumosa y un espeso bocadillo de hamburguesa con mucha cebolla. Me tomé otra jarra de cerveza y después una copa de coñac y pensé para mis adentros con mi rudeza habitual: «Si el pobre tío no tiene bastante juicio para disfrutar con el entierro de su mujer, en ese caso yo lo disfrutaré por él.» Y cuanto más lo pensaba, más contento me ponía, y, si sentía la más mínima pena o envidia, era sólo por el hecho de que no podía ponerme en el pellejo de la pobre judía muerta, porque la muerte era algo que superaba absolutamente la comprensión de un pobre goi como yo y era una pena desperdiciarla en gente como ellos, que sabían todo lo que había que saber de la cuestión y, en cualquier caso, no la necesitaban. Me embriagué tanto con la idea de morir, que en mi estupor de borracho iba diciendo entre dientes al Dios de las alturas que me matara aquella noche: «Mátame, Dios, para saber en qué consiste.» Intenté lo mejor que pude imaginar cómo sería eso de entregar el alma, pero no hubo manera. Lo máximo que pude hacer fue imitar un estertor de agonía, pero al hacerlo casi me asfixié, y entonces me asusté tanto, que casi me cagué en los pantalones. De todos modos, eso no era la muerte. Eso era asfixiarse simplemente. La muerte se parecía más a lo que habíamos experimentado en el parque: dos personas caminando una al lado de la otra en la niebla, rozándose contra los árboles y los matorrales, y sin decirse ni palabra. Era algo más vacío que el nombre mismo y, aun así, correcto y pacífico, digno, si lo preferís. No era una continuación de la vida, sino un salto en la oscuridad y sin posibilidad de volver atrás nunca, ni siquiera como una mota de polvo. Y era algo correcto y bello, me dije, pues, ¿por qué habría uno de querer volver atrás? Probar una vez es probar para siempre: la vida o la muerte. Caiga del lado que caiga la moneda, está bien mientras no apuestes. Desde luego, es penoso asfixiarse con la propia saliva: es desagradable más que nada. Y, además, no siempre muere uno de asfixia. A veces uno perece mientras duerme, sereno y tranquilo como un cordero. Llega el Señor y te reintegra al redil, como se suele decir. El caso es que dejas de respirar. ¿Y por qué diablos habríamos de seguir respirando para siempre? Cualquier cosa que hubiera que hacer interminablemente sería una tortura. Los pobres diablos humanos que somos deberíamos sentirnos contentos de que alguien idease una salida. A la hora de dormir, no nos lo pensamos mucho. Pasamos la tercera parte de nuestras vidas roncando sin parar como ratas borrachas. ¿Qué me decís de eso? ¿Es eso trágico? Bueno, entonces, digamos tres terceras partes de sueño como el de ratas borrachas. ¡Joder! Si tuviéramos un poco de juicio, ¡bailaríamos de alegría sólo de pensarlo! Podríamos morir todos mañana en la cama, sin dolor, sin sufrimiento: si tuviésemos juicio como para sacar partido de nuestros remedios. No queremos morir, eso es lo malo que tenemos. Eso es lo que da sentido a Dios y a la olla de grillos de nuestra azotea. ¡El general Ivolgin! Eso le hizo soltar un cloqueo... y algunos sollozos sin lágrimas. Lo mismo habría podido decir «queso de Limburgo». Pero el general Ivolgin significa algo para él... algo demencial. Lo de «queso de Limburgo» habría sido demasiado sensato, demasiado trivial. Sin embargo, todo es queso de Limburgo, incluido el general Ivolgin, el pobre borracho estúpido. El general Ivolgin surgió del queso de Limburgo dostoyevskiano, su marca de fábrica particular. Eso significa determinado sabor, determinada etiqueta. Así, que la gente lo reconoce, cuando lo huele, cuando lo prueba. Pero, ¿de qué estaba hecho ese queso de Limburgo del general Ivolgin? Hombre, pues, de lo que quiera que esté hecho el queso de Limburgo, que es x y, por tanto, incognoscible. Y entonces, ¿qué? Pues, nada... nada en absoluto. Punto final... o bien un salto en la oscuridad y sin regreso.

Mientras me quitaba los pantalones, recordé de repente lo que el cabrón me había dicho. Me miré la picha y presentaba un aspecto tan inocente como siempre. «No me digas que tienes sífilis», dije, sosteniéndola en la mano y apretándola un poco, para ver si le salía un poco de pus. No, no pensaba que hubiera demasiada posibilidad de tener sífilis. Yo no había nacido con esa clase de estrella. Purgaciones, sí, eso era posible. Todo el mundo tiene purgaciones alguna vez. Pero, ¡la sífilis, no! Sabía que él me la haría tener, si pudiera, simplemente para hacerme comprender lo que era el sufrimiento. Pero no me iba a tomar la molestia de complacerle. Nací tonto y con suerte. Bostecé. Todo olía tanto al queso limburgués de los cojones, que, con sífilis o sin ella, pensé para mis adentros, si ella está conforme, echaré otro palete y daré por terminado el día. Pero, evidentemente, no estaba conforme. Lo que le apetecía era volverme el culo. Así que me quedé así, con el nabo tieso contra su culo y se lo metí por telepatía. Y por Dios que debió de recibir el mensaje a pesar de lo profundamente dormida que estaba, porque no tuve ninguna dificultad para entrar por la puerta trasera y, además, no tuve que mirarle a la cara, lo que era un alivio de la hostia. Cuando le envié el último viaje, pensé para mis adentros: «Mira, chaval, es queso de Limburgo y ahora puedes darte la vuelta y roncar...»

Parecía que fuera a durar eternamente, el canto del sexo y de la muerte. La tarde siguiente misma en la oficina recibí una llamada de teléfono de mi mujer para decirme que acababan de llevar al manicomio a su amiga Arline. Eran amigas desde el colegio de monjas en Canadá, en el que las dos habían estudiado música y el arte de la masturbación. Yo había ido conociendo poco a poco a todo el grupo, incluida la hermana Antolina, que llevaba un braguero para hernia y, al parecer, era la sacerdotisa suprema del culto del onanismo. Todas ellas habían estado alguna vea enamoradas de la hermana Antolina. Y Arline, la de la jeta de pastel de chocolate, no era la primera del grupo que iba al manicomio. No digo que fuera la masturbación lo que las llevase allí, pero indudablemente la atmósfera del convento tenía algo que ver con ello. Todas ellas estaban viciadas en el embrión.

Antes de que pasara la tarde, entró mi viejo amigo McGregor. Llegó con su habitual aspecto melancólico y quejándose de la llegada de la vejez, a pesar de que apenas pasaba de los treinta años. Cuando le conté lo de Arline, pareció animarse un poco. Dijo que siempre había estado convencido de que le pasaba algo raro. ¿Por qué? Porque cuando intentó forzarla una noche, ella se echó a llorar histéricamente. Lo peor no era el llanto, sino lo que decía. Decía que había pecado contra el Espíritu Santo, por lo que iba a tener que llevar una vida de continencia. Al recordar el caso, se echó a llorar con su tristeza habitual. «Yo le dije: "Bueno, no tienes por qué hacerlo, si no quieres... basta conque lo sostengas en la mano." ¡La hostia! Cuando dije aquello, creí que iba a volverse tarumba. Dijo que yo estaba intentando mancillar su inocencia: así es como lo dijo. Y, al mismo tiempo, la cogió con la mano y me la apretó tan fuerte, que casi me desmayé. Y sin dejar de llorar, además. Y aún machacando sobre lo del Espíritu Santo y su "inocencia". Recordé lo que tú me habías dicho una vez y le di un buen bofetón en la boca. Surtió efecto como una magia. Al cabo de poco, se tranquilizó, lo suficiente para metérsela suavemente poco a poco, y entonces empezó la auténtica diversión. Oye, ¿te has follado alguna vez a una mujer chalada? Vale la pena. Desde el momento en que se la metí, empezó a hablar por los codos. No te lo puedo describir exactamente, pero era como si no supiese que me la estaba jodiendo. Oye, no sé si alguna vez has hecho que una mujer se comiese una manzana, mientras lo hacías... pues, bien, ya te puedes imaginar el efecto que te causa. Este era mil veces peor. Me crispó los nervios de tal modo, que incluso empecé a pensar que también yo estaba un poco chiflado... Y ahora escucha esto, que seguro te costará creer, pero te estoy diciendo la verdad. ¿Sabes lo que hizo cuando acabamos? Me abrazó y me dio las gracias... Espera, eso no es todo. Después se levantó y se arrodilló y elevó una plegaria por mi alma. Joder, lo recuerdo tan bien. "Por favor, haz de Mac un buen cristiano", dijo. Y yo allí tumbado escuchándola y con la picha fláccida. No sabía si estaba soñando o qué. "¡Por favor, haz de Mac un buen cristiano!" ¿Qué te parece?»

— ¿Qué vas a hacer esta noche? —añadió alegremente.

— Nada en particular —dije.

— Entonces vente conmigo. Tengo una chavala que quiero que conozcas... Paula, la conocí en el Roseland hace unas noches. No está loca: simplemente es ninfómana. Quiero verte bailar con ella. Será un placer... sólo de verte. Oye, si no te corres en los pantalones cuando empiece a menearse, entonces yo soy un hijo de puta. Vamos, cierra la oficina. ¿Para qué seguir muriéndose de asco aquí?

Como había mucho tiempo por matar antes de ir al Roseland, nos fuimos a un tugurio cerca de la Séptima Avenida. Antes de la guerra, era un establecimiento francés; ahora era una taberna clandestina regentada por un par de italianos. Había una pequeña barra junto a la puerta y en la trastienda un cuartito con suelo de serrín y una máquina de música tragaperras. Nuestra intención era tomar un par de copas y después comer. Esa era nuestra intención. Sin embargo, conociéndolo como lo conocía, no estaba nada seguro de que fuéramos al Roseland juntos. Si aparecía una mujer que fuese de su gusto —y para eso no importaba que fuera fea, que tuviese mal aliento, ni que fuera coja—, yo sabía que me dejaría en la estacada y se largaría. Lo único que me preocupaba, cuando estaba con él, era asegurarme por adelantado de que tenía dinero suficiente para pagar las copas que pedía. Y, naturalmente, no perderlo nunca de vista hasta que estuviesen pagadas las copas.

Las dos o tres primeras copas lo sumergían siempre en los recuerdos. Reminiscencias de gachís, claro está. Sus recuerdos traían a la memoria una historia que me había contado una vez y que me había causado una impresión indeleble. Trataba de un escocés en su lecho de muerte. Justo cuando estaba a punto de fallecer, su mujer, viéndole hacer esfuerzos por decir algo, se inclinó sobre él con ternura y le dijo: «¿Qué, Jock? ¿Qué es lo que estás intentando decir?» Y Jock, con un último esfuerzo, se alzó fatigosamente y dijo: «Simplemente coño... coño... coño.»

Ese era siempre el tema inicial y el tema final, con McGregor. Era su forma de decir: futilidad. El leitmotiv era la enfermedad, porque entre polvo y polvo, por decirlo así, se preocupaba hasta perder la cabeza o, mejor, se preocupaba hasta perder el capullo. Era la cosa más natural del mundo, al final de una noche, que dijera: «Vamos arriba un momento, quiero enseñarte la picha.» De tanto sacarla y mirarla y lavarla y restregarla una docena de veces al día, naturalmente tenía siempre la picha entumecida e inflamada. De vez en cuando iba al médico para que se la explorara con la sonda. O, simplemente para tranquilizarlo, el médico le daba una cajita de ungüento y le decía que no bebiese demasiado. Eso provocaba discusiones interminables, porque, como me decía, «si el ungüento sirve para algo, ¿por qué tengo que dejar de beber?». O, «si dejara de beber totalmente, ¿crees tú que necesitaría usar el ungüento?». Desde luego, cualquiera que fuese mi recomendación, le entraba por un oído y le salía por el otro. Tenía que preocuparse de algo y el pene era indudablemente buen motivo de preocupación. A veces, lo que le preocupaba era el cuero cabelludo. Tenía caspa, como casi todo el mundo, y cuando tenía la picha en buenas condiciones, se olvidaba de ella y se preocupaba del cuero cabelludo. O bien del pecho. En cuanto pensaba en el pecho, se ponía a toser. ¡Y qué tos! Como si estuviera en las últimas fases de la tisis. Y cuando andaba tras una mujer, estaba nervioso e irritable como un gato. Nunca la conseguía demasiado rápido para su gusto. En cuanto la había poseído, ya estaba preocupándose de cómo librarse de ella. A todas les encontraba alguna falta, alguna cosita trivial, generalmente, que le quitaba el apetito.

Estaba repitiendo eso mientras estábamos sentados en la penumbra de la trastienda. Después de tomar un par de copas, se levantó, como de costumbre, para ir al retrete, y de camino echó una moneda en la máquina tragaperras y el mecanismo se puso en marcha, ante lo cual se animó y señalando los vasos, dijo: «¡Pide otra ronda!» Volvió del retrete con aspecto extraordinariamente satisfecho, ya fuese porque había descargado la vejiga o porque se había tropezado con una chavala en el pasillo, no lo sé. El caso es que, mientras se sentaba, cambió de tema... muy sosegado ahora y muy sereno, casi como un filósofo. «¿Sabes una cosa, Henry? Estamos entrando en años. Ni tú ni yo deberíamos estar desperdiciando el tiempo así. Si es que alguna vez vamos a llegar a algo, ya es hora de que empecemos...» Hacía años que le oía ese rollo y sabía cuál iba a ser la conclusión. Eso era un pequeño paréntesis mientras echaba un vistazo por la habitación tranquilamente y escogía a la tía que tuviera menos aspecto de tonta. Mientras charlaba sobre el lamentable fracaso de nuestras vidas, le bailaban los pies y los ojos le brillaban cada vez más. Ocurriría como siempre ocurría, que, mientras decía: «Por ejemplo, Woodruff. Nunca saldrá adelante porque no es otra cosa que un hijo de puta, mezquino y gorrón por naturaleza...», en ese preciso momento, como digo, alguna gorda borracha pasaría por delante de la mesa y le llamaría la atención y, sin la más mínima pausa, interrumpiría su relato para decir: «¡Hola, chica! ¿porqué no te sientas y tomas una copa con nosotros?» Y, como una puta borracha como ésa nunca anda sola, sino en pareja siempre, pues, nada, respondería: «Desde luego, ¿puedo traer a mi amiga?» Y McGregor, como si fuera el tío más galante del mundo, diría: «¡Pues, claro! ¿Por qué no? ¿Cómo se llama?» Y después, tirándome de la manga, se inclinaría hacia mí y me susurraría: «No te me escapes, ¿oyes? Las invitaremos a una copa y nos las quitaremos de encima, ¿comprendes?»

Y, como ocurría siempre, tras una copa vino otra y la cuenta estaba subiendo demasiado y él no conseguía entender por qué había de desperdiciar el dinero con un par de gorronas, así que sal tú primero, Henry, y haz como que vas a comprar una medicina y te seguiré dentro de unos minutos... pero espérame, so hijoputa, no me dejes en la estacada como hiciste la última vez. Y, como hacía siempre, cuando salí afuera, caminé todo lo rápido que me permitieron las piernas, riéndome para mis adentros y agradeciendo a mi estrella por haberme librado de él tan fácilmente. Con todas aquellas copas en la barriga, no me importaba demasiado dónde me llevaran los pies. Broadway iluminado exactamente tan demencial como siempre y la multitud espesa como melaza. Métete en ella como una hormiga y déjate llevar a empujones. Todos haciéndolo, unos por alguna razón válida y otros sin razón alguna. Todos esos empujones y movimientos representan acción, éxito, progreso. Párate a mirar los zapatos o las camisas elegantes, el nuevo abrigo para el otoño, anillos de matrimonio a noventa y ocho centavos cada uno. Uno de cada dos establecimientos, un emporio de comida. Cada vez que tomaba aquel camino hacia la hora de cenar, una fiebre de expectación se apoderaba de mí. Es sólo un trecho de unas cuantas manzanas desde Times Square hasta la Calle Cincuenta, y cuando dice uno Broadway, eso es lo único que quiere uno decir en realidad, y la verdad es que no es nada, simplemente un gallinero y, para colmo, asqueroso, pero a las siete de la tarde, cuando todo el mundo se precipita hacia una mesa, hay una especie de chisporroteo eléctrico en el aire y se te ponen los pelos de punta como antenas y, si eres receptivo, no sólo percibes todos los golpes y parpadeos, sino que, además, te entra el prurito estadístico, el quid pro quo de la suma interactiva, intersticial, ectoplasmática de cuerpos chocando en el espacio como las estrellas que componen la Vía Láctea, sólo que ésta es la Alegre Vía Blanca, la cima del mundo sin techo y sin siquiera una raja o un agujero bajo tus pies por el que caer y decir que es mentira. Su absoluta impersonalidad te provoca tal grado de cálido delirio humano, que te hace correr hacia adelante como una jaca ciega y sacudir tus delirantes orejas. Todo el mundo deja de ser quien es tan total, tan execrablemente, que te conviertes automáticamente en la personificación de toda la raza humana, dándote la mano con mil manos humanas, cacareando con mil lenguas humanas diferentes, maldiciendo, aplaudiendo, silbando, canturreando, monologando, perorando, gesticulando, orinando, fecundando, lisonjeando, engatusando, lloriqueando, cambalacheando, maullando, etc. Eres todos los hombres que vivieran hasta Moisés, y a partir de ahí eres una mujer comprando un sombrero, o una jaula de pájaro, o simplemente una trampa para ratones. Puedes estar al acecho en un escaparate, como un anillo de oro de catorce quilates, o puedes trepar por el costado de un edificio como una mosca humana, pero nada detendrá la procesión, ni siquiera paraguas volando a la velocidad de la luz, ni morsas de dos cubiertas que avancen tranquilamente hacia los bancos de ostras. Broadway, tal como lo veo ahora y lo he visto durante veinticinco años, es una rampa que fue concebida por Santo Tomás de Aquino cuando estaba todavía en el útero. Originalmente, estaba destinado a ser usado sólo por serpientes y lagartos, por el lagarto cornudo y la garza roja, pero cuando la Armada Invencible española se hundió, la especie humana salió culebreando del queche y se derramó por todos lados, creando mediante una especie de serpenteo y culebreo ignominiosos la raja coniforme que va de Broadway, por el sur, hasta los campos de golf, por el norte, a través del centro inerte y carcomido de la isla de Manhattan. Desde Times Square hasta la Calle Cincuenta aparece incluido todo lo que Santo Tomás de Aquino olvidó incluir en su magna obra, es decir, entre otras cosas, bocadillos de hamburguesa, botones de cuello, perros de lanas, máquinas tragaperras, bombines grises, cintas de máquina de escribir, pirulíes, retretes grasientos, paños higiénicos, pastillas de menta, bolas de billar, cebollas picadas, servilletas arrugadas, bocas de alcantarilla, goma de mascar, sidecares y caramelos ácidos, celofán, neumáticos de cuerdas, magnetos, linimento para caballo, pastillas para la tos, pastillas de menta, y esa opacidad felina de eunuco histéricamente dotado que se dirige al despacho de refrescos con un fusil de cañones recortados entre las piernas. La atmósfera de antes de comer, la mezcla de pachulí, pecblenda caliente, electricidad helada, sudor azucarado y orina pulverizada te provoca una fiebre de expectación delirante. Cristo no volverá a bajar nunca más a la tierra ni habrá legislador alguno, ni cesará el asesinato ni el robo ni la revolución y, sin embargo... y, sin embargo, uno espera algo, algo terroríficamente maravilloso y absurdo, quizás una langosta fría con mayonesa servida gratis, quizás una invención, como la luz eléctrica, como la televisión, sólo que más devastadora, más desgarradora, una invención impensable que produzca una calma y un vacío demoledores, no la calma y el vacío de la muerte sino de una vida como la que soñaron los monjes, como la que sueñan todavía en el Himalaya, en Polinesia, en la Isla de Pascua, el sueño de Hombres anteriores al diluvio, antes de que se escribiera la palabra, el sueño de hombres de las cavernas y antropófagos, de los que tienen doble sexo y colas cortas, de aquellos de quienes se dice que están locos y no tienen modo de defenderse porque los que no están locos los sobrepasan en número. Energía fría atrapada por brutos astutos y después liberada como cohetes explosivos, ruedas intrincadamente engranadas para causar la ilusión de fuerza y velocidad, unas para producir luz, otras energía, otras movimiento, palabras telegrafiadas por maníacos y montadas como dientes postizos, perfectos y repulsivos como leprosos, movimiento congraciador, suave, escurridizo, absurdo, vertical, horizontal, circular, entre paredes y a través de paredes, por placer, por cambalache, por delito; por el sexo; todo luz, movimiento, poder concebido impersonalmente, generado, y distribuido a lo largo de una raja asfixiada semejante a un coño y destinada a deslumbrar y espantar al salvaje, al patán, al extranjero, pero nadie deslumbrado ni espantado, éste hambriento, aquél lascivo, todos uno y el mismo y no diferentes del salvaje, del patán, del extranjero, salvo en insignificancias, un batiburrillo, las burbujas del pensamiento, el serrín de la mente. En la misma raja coñiforme, atrapados pero no deslumbrados, millones han caminado antes de mí, entre ellos uno, Blaise Cendrars, que después voló a la luna y de ella a la tierra de nuevo y Orinoco arriba personificando a un hombre alocado pero en realidad sano como un botón, si bien ya no vulnerable, ya no mortal, la masa magnífica de un poema dedicado al archipiélago del insomnio. De los que padecían esa fiebre pocos salieron del cascarón, entre ellos yo mismo todavía sin salir de él, pero permeable y maculado, conocedor con ferocidad tranquila del tedio de la deriva y el movimiento incesantes. Antes de cenar el golpear y el tintinear de la luz del cielo que se filtra suavemente por la cúpula de gris osamenta, los hemisferios errantes cubiertos de esporas con núcleos de huevos azules coagulándose, en un cesto langostas, en el otro la germinación de un mundo antisépticamente personal y absoluto. De las bocas de las alcantarillas, cenicientas por la vida subterránea, hombres del mundo futuro saturados de mierda, la electricidad helada mordiéndolos como ratas, el día que se acaba y la oscuridad que se acerca como las frías y refrescantes sombras de las alcantarillas. Como un nabo blando que se sale deslizándose de un coño recalentado, yo, el que todavía no ha salido del cascarón, haciendo algunas contorsiones abortivas, pero o bien todavía no lo bastante muerto y blando o bien libre de esperma y patinando ad astra, pues todavía no es hora de cenar y un frenesí peristáltico se apodera del intestino grueso, de la región hipogástrica, del lóbulo umbilical pospineal. Las langostas, cocidas vivas, nadan en hielo, sin dar ni pedir cuartel, simplemente inmóviles e inmotivadas en el tedio acuoso y helado de la muerte, mientras la vida flota a la deriva por el escaparate rebozado en desolación, un escorbuto lastimoso devorado por la tomaína, mientras el gélido vidrio de la ventana corta como una navaja, limpiamente y sin dejar residuos.

La vida que pasa a la deriva por el escaparate... también yo soy parte de la vida, como la langosta, el anillo de catorce quilates, pero hay un hecho muy difícil de probar, y es el de que la vida es una mercancía con una carta de porte pegada a ella, pues lo que escojo para comer es más importante que yo, el que come, ya que el uno se come al otro y, en consecuencia, comer, el verbo, rey del gallinero. En el acto de comer el huésped se ve perturbado y la justicia derrotada temporalmente. El plato y lo que hay en él, mediante el poder depredador del aparato intestinal, exige atención y unifica el espíritu, primero hipnotizándolo, después masticándolo, luego absorbiéndolo. La parte espiritual del ser pasa como espuma, no deja testimonio ni rastro alguno de su paso, se esfuma, se esfuma más completamente que un punto en el espacio después de una disertación matemática. La fiebre, que puede volver mañana, guarda la misma relación con la vida que la que guarda el mercurio en un termómetro con el calor. La fiebre no convertirá la vida en calor, por lo que consagra las albóndigas y los espaguetis. Masticar mientras otros miles mastican, cuando cada mascada es un asesinato, proporciona el necesario molde social desde el que te asomas a la ventana y ves que hasta se puede hacer una escabechina con la especie humana, o que se la puede mutilar o matar de hambre o torturar porque, mientras se mastica, la simple ventaja de estar sentado en una silla con la ropa puesta, limpiándote la boca con una servilleta, te permite comprender lo que los más sabios de los sabios nunca han sido capaces de comprender, a saber, que no hay otra forma de vida posible, pues con frecuencia dichos sabios no se dignan usar silla, ropa ni servilleta. Así, los hombres que corren cada día a horas regulares por una raja coñiforme de una calle llamada Broadway, en busca de esto o de lo otro, tienden a probar esto y lo otro, que es exactamente el método de los matemáticos, lógicos, físicos, astrónomos, y demás. La prueba es el hecho y el hecho no tiene otro significado que el que le atribuyen los que establecen los hechos.

Devoradas las albóndigas, tirada cuidadosamente al suelo la servilleta de papel, eructando un poquito y sin saber por qué ni adonde, salí al bullicio de veinticuatro quilates y con la multitud que se dirigía al teatro. Aquella vez erré por las calles adyacentes siguiendo a un ciego con un acordeón. De vez en cuando me siento en un porche y escucho un aria. En la ópera, la música carece de sentido; aquí, en la calle, presenta el tono demente preciso que le infunde intensidad. La mujer que acompaña al ciego sostiene una taza de hojalata en las manos; es tan parte de la vida como la taza de hojalata, como la música de Verdi, como la Metropolitan Opera House. Todo el mundo y todas las cosas son parte de la vida, pero, cuando se han sumado todos, todavía falta no sé qué para que sea vida. ¿Cuándo es vida?, me pregunto, ¿y por qué ahora no? El ciego sigue su vagabundeo y yo me quedo sentado en el porche. Las albóndigas estaban podridas: el café era asqueroso, la mantequilla estaba rancia. Todo lo que miro está podrido, rancio, es asqueroso. La calle es como un mal aliento; la calle siguiente es igual, y la siguiente y la siguiente. En la esquina el ciego se vuelve a detener y toca Home to Our Mountams. Me encuentro un trozo de goma de mascar en el bolsillo: me pongo a masticarla. Mastico por masticar. No hay absolutamente nada mejor que hacer, a no ser tomar una decisión, lo que es imposible. El porche es cómodo y nadie me molesta. Soy parte del mundo, de la vida, como se suele decir, y pertenezco y no pertenezco a ella.

Me quedo sentado en el porche una hora más o menos, soñando despierto. Llego a las mismas conclusiones a que llego siempre, cuando dispongo de un minuto para pensar. O bien debo ir a casa inmediatamente para empezar a escribir o debo huir y empezar una nueva vida. La idea de empezar un libro me aterroriza: hay tanto que decir, que no sé dónde o cómo empezar. La idea de huir y empezar de nuevo es igualmente aterradora; significa trabajar como un negro para subsistir. Para un hombre de mi temperamento, siendo el mundo como es, no hay la más mínima esperanza ni solución. Aun cuando pudiera escribir el libro que quiero escribir, nadie lo aceptaría: conozco a mis compatriotas demasiado bien. Aun cuando pudiese empezar de nuevo, sería inútil, fundamentalmente porque no deseo trabajar ni llegar a ser un miembro útil de la sociedad. Me quedo ahí sentado mirando la casa de enfrente. No sólo tiene un aspecto feo y carente de sentido, como todas las demás casas de la calle, sino que, además, de mirarla tan intensamente, se ha vuelto absurda de repente. La idea de construir un lugar para refugiarse de esa forma particular me parece absolutamente demencial. La propia ciudad me parece un ejemplo de la mayor demencia; demencia, todo lo que hay en ella, alcantarillas, metro elevado, maquinas tragaperras, periódicos, teléfonos, polis, pomos de puerta, hostales de mala muerte, rejas, papel higiénico, todo. Todo podría perfectamente no existir y no sólo no se habría perdido nada, sino que se habría ganado todo un universo. Miro a la gente que pasa presurosa a mi lado para ver si por casualidad uno de ellos pudiera coincidir conmigo. Supongamos que detuviese a uno de ellos y le hiciera una simple pregunta. Supongamos que me limitase a decirle de sopetón: «¿Por qué sigue usted llevando la vida que lleva?» Probablemente llamaría a un poli. Me pregunto: «¿Se habla alguien a sí mismo como lo hago yo?» Me pregunto si me pasará algo raro. La única conclusión que puedo sacar es la de que soy diferente. Y ésa es una cuestión muy grave, lo mires como lo mires. Henry, me digo, alzándome despacio del porche, estirándome, sacudiéndome el polvo y escupiendo la goma de mascar, todavía eres joven, eres un chaval, y si les dejas que te tengan atrapado, eres un idiota, porque vales más que cualquiera de ellos, sólo que necesitas liberarte de tus ideas falsas sobre la humanidad. Tienes que comprender, Henry, hijo, que tienes que habértelas con asesinos, con caníbales, sólo que van bien vestidos, afeitados, perfumados, pero eso es lo que son: asesinos, caníbales. Lo mejor que puedes hacer ahora, Henry, es ir a comprarte un helado y cuando te sientes en el despacho de refrescos, estáte ojo avizor y olvídate del destino del hombre, porque todavía podrías encontrar un buen polvete y un buen polvete te limpiará los rodamientos de bolas y te dejará buen sabor de boca, mientras que esto lo único que produce es dispepsia, caspa, halitosis, encefalitis. Y mientras estoy calmándome así, se me acerca un tipo a pedirme diez centavos y le doy veinticinco para no quedarme corto, pensando para mis adentros que, si hubiera tenido un poco más de sentido común, me habría tomado una jugosa chuleta de cerdo con ellos en lugar de las asquerosas albóndigas, pero qué más da ahora, todo es comida y la comida produce energía y la energía es lo que mueve el mundo. En lugar de tomarme el helado de chocolate, sigo caminando y al cabo de poco estoy exactamente donde he querido estar todo el tiempo, que es delante de la ventanilla de despacho de localidades del Roseland. Y ahora, Henry, voy y me digo, si tienes suerte, tu viejo amigo McGregor estará aquí y primero te echará una bronca de la hostia por escapar corriendo y luego te prestará cinco dólares, y, si contienes la respiración mientras subes las escaleras, quizá veas a la ninfómana también y consigas un polvo puro y simple. ¡Entra con mucha calma, Henry, y estáte ojo avizor! Y entro con pies de plomo, como siguiendo instrucciones, dejo el sombrero en el guardarropas, orino un poco, cosa normal, y después vuelvo a bajar las escaleras y examino a las taxi girls, todas diáfanamente vestidas, empolvadas, perfumadas, con aspecto lozano y despierto, pero probablemente muertas de aburrimiento y con las piernas cansadas. Al pasar, echo un polvo imaginario a todas y cada una de ellas. El local está rebosante de coños y jodienda y por eso estoy bastante seguro de encontrar a mi viejo amigo McGregor aquí. Es maravilloso con qué facilidad he dejado de pensar en la condición del mundo. Lo menciono porque por un momento, justo mientras estudiaba con la mirada un jugoso culo, he tenido una recaída. Casi he vuelto a entrar en trance. Estaba pensando, ¡palabra!, que quizá debería largarme a casa y empezar el libro. ¡Una idea aterradora! En cierta ocasión pasé toda una tarde sentado en una silla y no vi ni oí nada. Debí de escribir un libro de buen tamaño antes de despertar. Mejor no sentarse. Más vale seguir circulando. Henry lo que deberías hacer es venir aquí algún día con una pasta gansa y ver simplemente lo que daba de sí. Quiero decir cien o doscientos dólares, y gastarlos como el agua y decir que sí a todo. Esa de aspecto arrogante y figura de estatua, apuesto a que se retorcería como una anguila, si se le untara la mano bien. Supongamos que dijese: «¡Veinte dólares!», y tú pudieras decir: «¡Cómo no!» Supongamos que pudieses decir: «Oye, tengo un coche abajo... vámonos a Atlantic City por unos días.» Henry, no hay coche ni veinte dólares. No te sientes... sigue circulando.

En la barandilla que separa de la pista de baile me quedo parado y los miro deslizarse. No es una recreación inofensiva... es cosa seria. A cada extremo de la pista de baile hay un letrero que dice: «Prohibido bailar indecorosamente.» Pero que muy requetebién. No hay nada malo en colocar un letrero en cada extremo de la pista. En Pompeya probablemente colgaran un falo. Así se hace en América. Significa lo mismo. No debo pensar en Pompeya o me veré sentado y escribiendo un libro de nuevo. Sigue circulando, Henry. Concentra la atención en la música. Sigo haciendo esfuerzos para imaginar lo bien que me lo pasaría, si tuviese el precio de una ristra de boletos, pero cuanto más esfuerzos hago, más vuelvo a caer. Al final, estoy hundido hasta las rodillas en lechos de lava y el gas me está asfixiando. No fue la lava lo que mató a los pompeyanos, fue el gas venenoso que precipitó la erupción. Así fue como los atrapó la lava en posturas tan extrañas, con los pantalones bajados, por decirlo así. Si de repente todo Nueva York se viera sorprendido así... ¡qué museo formaría! Mi amigo McGregor parado ante el lavabo restregándose la picha... los que practican abortos en el East Side cogidos con las manos en la masa... las monjas tumbadas y masturbándose unas a otras... el subastador con un despertador en la mano... las telefonistas ante el conmutador... J. P. Morganana sentado en la taza del retrete limpiándose el culo plácidamente... los polizontes con mangueras de goma torturando... bailarinas desnudistas haciendo el último striptease...

Hundido en la lava hasta las rodillas y con los ojos nublados de esperma; J. P. Morganana se está limpiando el culo plácidamente, mientras las telefonistas conectan las clavijas, mientras polizontes con mangueras de goma practican la tortura, mientras mi amigo McGregor se restriega la picha para quitarse los gérmenes y la unta de pomada y la examina al microscopio. Todo el mundo se ve sorprendido con los pantalones bajados, incluidas las bailarinas desnuditas que no llevan pantalones, ni barba, ni bigote, sólo un pedacito de tela para taparse el coñito centelleante. Sor Antolina tumbada en la cama del convento, con la barriga ajustada con un braguero, los brazos en jarras y esperando la Resurrección, esperando, esperando una vida sin hernia, sin relaciones sexuales, sin pecado, sin maldad, mientras mordisquea unas galletas, un pimiento, unas aceitunas finas, un poco de queso de cerdo. Los muchachos judíos en el East Side, en Harlem, en el Bronx, Carnarsie, Bronville, abriendo y cerrando las trampas, sacando los brazos y las piernas, haciendo girar la máquina de fabricar salchichas, obstruyendo los desagües, trabajando como furias por dinero al contado y si abres el pico, te ponen de patas en la calle. Con mil cien boletos en el bolsillo y un «Rolls Royce» esperándome abajo, podría pasármelo pipa, echando un polvo a todas y cada una de ellas respectivamente sin. tener en cuenta la edad, el sexo, la raza, la religión, la nacionalidad, el nacimiento ni la educación. No hay solución para un hombre como yo, por ser yo quien soy y por ser el mundo lo que es. El mundo se divide en tres partes, de las cuales dos son albóndigas y espaguetis y la otra un enorme chancro sifilítico. La arrogante de la figura de estatua probablemente sea un polvo sin rodeos, una especie de con anonyme revestido de hoja de oro y papel de estaño. Más allá de la desesperación y de la desilusión hay siempre la ausencia de cosas peores y los emolumentos del hastío. Nada es más asqueroso ni más vano que la alegría viva captada en plena juerga por el ojo mecánico de la época mecánica, mientras la vida madura en una caja negra, un negativo al que hace cosquillas un ácido y que revela un simulacro momentáneo de nada. En el límite extremo de esa nada momentánea llega mi amigo McGregor y se detiene a mi lado y con él está aquella de la que ha hablado, la ninfómana llamada Paula. Esta se mueve con ese balanceo flexible y garboso del sexo ambiguo, todos sus movimientos irradian de la ingle, siempre en equilibrio, siempre lista para flotar, para serpentear y retorcerse, y asir, con los ojos haciendo tictac, los dedos de los pies crispándose y centelleando, la carne rizándose como un lago surcado por una brisa. Es la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los observo a los dos mientras se mueven espasmódicamente centímetro a centímetro por la pista; se mueven como un pulpo excitado por el celo. Entre los tentáculos balanceantes la música riela y fulgura, tan pronto rompe en una cascada de esperma y agua de rosas, como forma de nuevo un chorro aceitoso, una columna que se alza erecta sin base, se desintegra otra vez como greda, dejando la parte superior de la pierna fosforescente, una cebra de pie en un charco de malvavisco dorado con charnelas de goma y pezuñas derretidas, con el sexo desatado y retorcido en un nudo. En el suelo marino las ostras bailan la danza de San Vito, unas con trismo, otras con rodillas de articulación doble. La música está espolvoreada con raticida, con el veneno de la serpiente de cascabel, con el fétido aliento de la gardenia, con el esputo del yak sagrado, con el sudor de la rata almizclera, la nostalgia confitada del leproso. La música es una diarrea, un lago de gasolina, estancado con cucarachas y orina de caballo rancia. Las empalagosas notas son la espuma y la baba del epiléptico, el sudor nocturno de la negra fornicadora jodida por el judío. Toda América está en la embarradura del trombón, ese relincho agotado y exhausto de las morsas gangrenadas atracadas a la altura de Point Loma, Pawtucket, cabo Hatteras, Labrador, Carnarsie y puntos intermedios. El pulpo está bailando como una picha de goma: la rumba de Spuyten Duyvil inédit. Laura, la ninfómana, está bailando la rumba, la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los miro bailando la rumba, con el sexo exfoliado y retorcido como la cola de una vaca. En el vientre del trombón se encuentra el alma americana pediéndose a sus anchas. Nada se desperdicia: ni el menor esputo de un pedo. En el sueño dorado y dulzón de la felicidad, en la danza de orina y gasolina pastosas, la gran alma del continente americano galopa como un pulpo, con todas las alas desplegadas, todas las escotillas echadas, y el motor zumbando como una dinamo. La gran alma dinámica atrapada en el clic del ojo de la cámara, en el ardor del celo, exangüe como un pez, resbaladiza como mucosidad, el alma de gentes de razas diferentes copulando en el suelo marino, con ojos desorbitados por el deseo, atormentados por la lascivia. La danza del sábado por la noche, la danza de melones que se pudren en el cubo de la basura, de moco verde fresco y ungüentos viscosos para las partes tiernas. La danza de las máquinas tragaperras y de los monstruos que las inventan. La danza de los revólveres y de los cabrones que lo usan. La danza de la cachiporra y de los capullos que golpean sesos hasta convertirlos en un pulpo de pólipo. La danza del mundo del magneto, de la bujía que no hace chispa, del suave zumbido del mecanismo perfecto, de la carrera de velocidad en una plataforma giratoria, del dólar a la par y los bosques muertos y mutilados. El sábado por la noche de la danza apagada del alma, en la que cada bailarín que brinca es una unidad funcional o el baile de San Vito del sueño de la culebrilla, Laura, la ninfómana, sacudiendo el coño, con los dulces labios de pétalo de rosa dentados con garras de rodamiento de bolas, con el culo como una articulación esférica. Centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, empujan por la pista el cadáver copulador. Y después, ¡zas! Como si desconectaran un conmutador, cesa la música de repente y con la interrupción los bailarines se separan, con los brazos y las piernas intactos, como hojas de té que bajan al fondo de la taza. Ahora el aire está azul de palabras, un lento chisporroteo como el del pescado en la plancha. La broza del alma vacía alzándose como cháchara de monos en las ramas más altas de los árboles. El aire azul de palabras que salen por los ventiladores, y vuelven de nuevo en el sueño por túneles y chimeneas arrugadas, aladas como el antílope, rayadas como la cabra, ora inmóvil como un molusco, ora escupiendo llamas. Laura, la ninfómana, fría como una estatua, con las partes devoradas y el cabello arrebatado musicalmente. Al borde del sueño, Laura de pie con los labios mudos y sus palabras cayendo como polen a través de una niebla. La Laura de Petrarca sentada en un taxi, cada una de cuyas palabras suena en la caja registradora, y después queda esterilizada, y luego cauterizada. Laura, el basilisco hecho enteramente de amianto, caminando a la hoguera con la boca llena de goma de mascar. Excelente es la palabra que lleva en los labios. Los pesados labios aflautados de la concha marina. Los labios de Laura, los labios de un amor uranio. Todo flotando hacia la sombra a través de la niebla en declive. Ultimas heces murmurantes de labios como conchas deslizándose a lo largo de la costa del Labrador, escurriéndose hacia el este en la corriente de yodo. Laura perdida, la última de los Petrarcas, desvaneciéndose lentamente al borde del sueño. No es gris el mundo, sino falto de lascivia, el ligero sueño de bambú de la inocencia suave como la superficie de una cuchara.

Y esto en la negra nada frenética del vacío de la ausencia deja una deprimente sensación de desaliento saturado, que no es sino el alegre gusano juvenil de la exquisita ruptura de la muerte con la vida. Desde ese cono invertido del éxtasis la vida volverá a alzarse hasta la prosaica eminencia del rascacielos, a arrastrarme por los pelos y los dientes, henchido de una tremenda alegría vacía, el feto animado del nonato gusano de la muerte al acecho de la descomposición y la putrefacción.

El domingo por la mañana, el teléfono me despierta. Es mi amigo Maxie Schnadig que me anuncia la muerte de nuestro amigo Luke Ralston. Maxie ha adoptado un tono de voz verdaderamente acongojado que me molesta. Dice que Luke era un tipo excelente. Eso también me suena a falso, porque, si bien Luke era un buen tío, sólo era pasable, no precisamente lo que se dice un tipo excelente. Luke era un marica innato y en definitiva, cuando llegué a conocerlo íntimamente, resultó ser un pelma. Así se lo dije a Maxie por teléfono: por la forma como me respondió comprendí que no le gustó demasiado. Dijo que Luke siempre había sido un amigo para mí. Era bastante cierto, pero no del todo. La verdad era que me alegraba de veras de que la hubiera palmado en el momento oportuno: eso quería decir que podía olvidar los ciento cincuenta dólares que le debía. De hecho, al colgar el aparato sentí auténtico júbilo. Era un alivio tremendo no tener que pagar aquella deuda. En cuanto al fallecimiento de Luke, no me perturbaba lo más mínimo. Al contrario, me iba a permitir hacer una visita a su hermana, Lottie, a quien siempre había querido tirarme, sin conseguirlo nunca por una razón o por otra. Ya me veía presentándome allí por el día para darle el pésame. Su marido estaría en la oficina y no habría ningún obstáculo. Me veía rodeándola con los brazos y consolándola; no hay nada como abordar a una mujer cuando está apenada. La veía saltársele los ojos —tenía unos ojos grises, grandes y bellos—, mientras la trasladaba hacia el sofá. Era de esas mujeres que te dejan echarles un polvo mientras fingen estar escuchando música o algo así. No le gustaba la realidad tal como es, los hechos desnudos, por decirlo así. Al mismo tiempo, tenía la suficiente presencia de ánimo para colocarse una toalla debajo con el fin de no manchar el sofá. Yo la conocía a fondo. Sabía que el mejor momento para conseguirla era ahora, ahora que era presa de la emoción por la muerte del pobre Luke... a quien, por cierto, no tenía ella en gran concepto. Desgraciadamente, era domingo y seguro que el marido estaría en casa. Volví a la cama y me quedé tumbado pensando primero en Luke y en todo lo que había hecho por mí y después en ella, Lottie. Se llamaba Lottie Sommers: siempre me pareció un nombre bonito. Le cuadraba perfectamente. Luke era tieso como un palo, con cara de calavera, e impecable y justo hasta lo indecible. Ella era el extremo opuesto: suave, llenita, hablaba despacio, acariciaba las palabras, se movía lánguidamente, usaba los ojos eficazmente. Nadie habría dicho que eran hermanos. Me excité tanto pensando en ella, que intenté abordar a mi mujer. Pero la pobre gilipollas, con su complejo de puritanismo, fingió horrorizarse. Apreciaba a Luke. No se le habría ocurrido decir que era un tipo excelente, porque no era su forma de expresarse, pero insistió en que era un amigo auténtico, leal, fiel, etc. Yo tenía tantos amigos leales, auténticos, fieles, que todo aquello era palabrería para mí. Al final, tuvimos una discusión tan violenta a causa de Luke, que le dio un ataque de histeria y se puso a lamentarse y a sollozar... en la cama, fijaos. Eso me dio hambre. La idea de llorar antes de desayunar me pareció monstruosa. Bajé a la cocina y me preparé un desayuno maravilloso, y mientras me lo comía, me reía para mis adentros de Luke, de los ciento cincuenta dólares que su muerte repentina había borrado de la lista, de Lottie y de la forma como me miraría cuando llegara el momento... y, por último, lo más absurdo de todo, pensé en Maxie, Maxie Schnadig, el fiel amigo de Luke, de pie ante la tumba con una gran corona y quizás arrojando un puñado de tierra al ataúd en el preciso momento en que lo bajaban. No sé por qué, aquello me pareció demasiado estúpido como para expresarlo con palabras. No sé por qué había de parecerme tan ridículo, pero así era. Maxie era un bobalicón. Yo lo soportaba sólo porque podía darle un sablazo de vez en cuando. Y, además, no hay que olvidar a su hermana Rita. Solía dejarle invitarme a su casa ocasionalmente fingiendo que me interesaba su hermano, que estaba trastornado. Siempre era una buena comida y el hermano retrasado mental era realmente divertido. Parecía un chimpancé y hablaba también como un chimpancé.

Maxie era demasiado inocente como para sospechar que me estaba divirtiendo simplemente; creía que me interesaba de verdad por su hermano.

Era un domingo hermoso y, como de costumbre, tenía veinticinco centavos en el bolsillo. Caminé por ahí preguntándome dónde ir a dar un sablazo. No es que fuera difícil juntar un poco de pasta, no, pero la cuestión era conseguir la pasta y largarse sin que le aburrieran a uno mortalmente. Recordé a una docena de tipos de allí mismo, del barrio, tipos que apoquinarían sin refunfuñar, pero sabía que después vendría una larga conversación: sobre arte, religión, política. Otra cosa que podía hacer, que había hecho una y mil veces en casos de apuro, era presentarme en las oficinas de telégrafos, simulando una visita amistosa de inspección y después, en el último minuto, sugerirles que sacaran de la caja un dólar o algo así hasta el día siguiente. Eso exigiría tiempo y, peor todavía, conversación. Después de pensarlo fría y calculadoramente, decidí que lo mejor era recurrir a mi amiguito Curley, que vivía en Harlem. Si Curley no tenía dinero, lo hurtaría para mí del monedero de su madre. Sabía que podía confiar en él. Desde luego, iba a querer acompañarme, pero yo encontraría un modo de librarme de él antes de que pasara la tarde. No era más que un chaval y no necesitaba ser delicado con él.

Lo que me gustaba de Curley era que, aunque sólo era un chaval de diecisiete años, no tenía el menor sentido moral, ni escrúpulos, ni vergüenza. Había acudido a mí en busca de trabajo de repartidor, siendo un muchacho de catorce años. Sus padres, que por aquel entonces estaban en Sudamérica, lo habían enviado por barco a Nueva York para dejarlo a cargo de una tía suya, que lo sedujo casi inmediatamente. Nunca había ido al colegio porque los padres siempre estaban trabajando; eran saltimbanquis que trabajaban «a salto de mata», como él decía. El padre había estado en la cárcel varias veces. Por cierto, que no era su padre auténtico. El caso es que Curley fue a verme siendo un mozalbete que necesitaba ayuda, que necesitaba un amigo más que nada. Al principio pensé que podría hacer algo por él. Caía simpático al instante a todo el mundo, sobre todo a las mujeres. Se convirtió en el niño mimado de la oficina. Sin embargo, no tardé en comprender que era incorregible, que en el mejor de los casos tenía madera de delincuente astuto. No obstante, me gustaba y seguí ayudándole, pero nunca me fié de él como para quitarle la vista de encima. Creo que me gustaba sobre todo porque no tenía el menor sentido del humor. Era capaz de hacer cualquier cosa por mí y, al mismo tiempo, de traicionarme. No podía reprochárselo... Me divertía. Tanto más cuanto que era franco al respecto. Simplemente no podía evitarlo. Su tía Sophie, por ejemplo. Decía que lo había seducido. Era cierto, pero lo curioso era que se había dejado seducir mientras leían la Biblia juntos. A pesar de lo joven que era, parecía comprender que su tía Sophie lo necesitaba en ese sentido. Así que se dejó seducir, según dijo, y después, cuando hacía un tiempo que nos conocíamos, se ofreció a presentarme a su tía para que la beneficiara. Llegó hasta el extremo de hacerle chantaje. Cuando tenía gran necesidad de dinero, iba a verla y se lo sacaba... con veladas amenazas de contar la verdad. Con cara inocente, desde luego. Era asombroso lo que se parecía a un ángel, con grandes ojos claros que parecían tan francos y sinceros. Tan dispuesto a hacerte favores... casi como un perro fiel. Y después, cuando se había ganado tu aprecio, lo bastante astuto como para hacer que le complacieras en sus caprichos. Y, además, extraordinariamente inteligente. La sagaz inteligencia de un zorro y... la total crueldad de un chacal.

En consecuencia, no me sorprendió en absoluto enterarme aquella tarde de que había estado haciendo de las suyas con Valeska. Después de Valeska, abordó a la prima que ya había quedado desflorada y que necesitaba a algún hombre en quien pudiera confiar. Y de ésta pasó, por último, a la enana, que se había hecho un nidito en casa de Valeska. La enana le interesaba porque tenía un coño perfectamente normal. No había tenido intención de hacer nada con ella, porque, según dijo, era una lesbiana repulsiva, pero un día se tropezó con ella mientras se bañaba y así empezó la cosa. Reconoció que estaba empezando a resultarle insoportable, porque las tres lo perseguían sin cesar.

La que más le gustaba era la prima porque tenía algo de pasta y estaba dispuesta a soltarla. Valeska era demasiado astuta, y, además, olía un poco fuerte. De hecho, estaba empezando a hartarse de las mujeres. Decía que era culpa de su tía Sophie. Lo había iniciado mal. Mientras me cuenta eso, va registrando afanosamente los cajones de la cómoda. El padre es un hijoputa despreciable que se merece la horca, dice, mientras busca infructuosamente. Me enseñó un revólver con cachas de nácar... ¿cuánto darían por él? Un revólver era algo demasiado bueno para usarlo contra el viejo... le gustaría dinamitarlo. Al intentar averiguar por qué odiaba al viejo, resultó que el chaval estaba enamorado de su madre. No podía soportar la idea de que el viejo se acostara con ella. ¿No pretenderás decir que estás celoso de tu viejo?, le pregunté. Sí, está celoso. Si quería saber yo la verdad, no le importaría acostarse con su madre. ¿Por qué no? Por eso era por lo que había permitido a su tía Sophie que lo sedujera... pensaba constantemente en su madre. Pero, ¿no te sientes mal, cuando le registras el monedero?, le pregunté. Se echó a reír. No es dinero de ella, sino de él. ¿Y qué han hecho por mí? Se han pasado la vida dejándome a cargo de otra gente. Lo primero que me enseñaron fue a engañar a la gente. ¡Bonita forma de educar a un niño...!

No hay ni un centavo en la casa. La solución que se le ocurre a Curley es ir conmigo a la oficina en que trabaja y, mientras yo doy conversación al director, registrar el vestuario y limpiar toda la calderilla. O, si no temo arriesgarme, registrará la caja. Nunca sospecharían de nosotros, dice. Le pregunto si ha hecho eso alguna otra vez. Naturalmente... una docena de veces o más, en las narices mismas del director. ¿Y no hubo un escándalo? Claro que sí... despidieron a algunos empleados. ¿Por qué no pides algo prestado a tu tía Sophie?, le sugiero. Eso es muy fácil, sólo que tendría que echarle un quiqui rápido y ya no quiere echarle ningún quiqui más. Huele que apesta, la tía Sophie. ¿Qué quieres decir con eso de que apesta? Simplemente... que no se lava con regularidad. ¿Por qué? ¿Qué le pasa? Nada, que es religiosa. Y al mismo tiempo se está poniendo gorda y sebosa. Pero le sigue gustando que le eches un quiqui, ¿verdad? ¿Que si le gusta? Se pirra más que nunca por el asunto. Es repugnante. Es como acostarse con una marrana. ¿Qué piensa tu madre de ella? ¿De ella? Está más cabreada que la hostia con ella. Piensa que Sophie está intentando seducir al viejo. Bueno, ¡puede que sea verdad! No, el viejo tiene otras cosas. Una noche lo cogí con las manos en la masa, en el cine, muy acaramelado con una chavala. Es una manicura del Hotel Astor. Probablemente esté intentando sacarle algo de pasta. Esa es la única razón por la que seduce a una mujer. Es un hijoputa asqueroso y despreciable, ¡y me gustaría verlo algún día en la silla eléctrica! Tú eres el que vas a acabar en la silla eléctrica algún día, si no te andas con ojo. ¿Quién, yo? ¡De eso, nada! Soy demasiado listo. Eres bastante listo, pero te vas de la lengua. Yo que tú, procuraría mantener el pico cerrado. ¿Sabes una cosa?, añadí, para sobresaltarlo todavía más, O'Rourke sospecha de ti; si alguna vez riñes con O'Rourke, estás perdido... ¿Y por qué no dice nada, si sabe algo? No te creo. Le explico con bastante detalle que O'Rourke es una de esas poquísimas personas del mundo que prefieren no causar dificultades a otra persona, si pueden evitarlo. O'Rourke —le digo— tiene instinto de detective sólo en el sentido de que le gusta saber lo que sucede a su alrededor. Lleva el carácter de las personas grabado y archivado permanentemente en la cabeza, de igual modo que los comandantes de un ejército no dejan en ningún momento de tener presente el terreno del enemigo. La gente cree que O'Rourke anda por ahí husmeando y espiando, que siente un placer especial al realizar ese trabajo sucio para la empresa. No es así. O'Rourke es un estudioso nato de la naturaleza humana. Se entera de las cosas sin esfuerzo, gracias, indudablemente, a su forma peculiar de observar el mundo. Ahora bien, por lo que a ti respecta... no me cabe duda de que sabe todo sobre ti. Nunca le he preguntado, lo reconozco, pero lo imagino por las preguntas que hace de vez en cuando. Quizá lo único que quiera es que te confíes. Alguna noche se encontrará contigo accidentalmente y quizá te pida que vayas con él a algún sitio a tomar un bocado. E, inesperadamente, te dirá: ¿recuerdas, Curley, cuando trabajabas en una oficina SA, en la época en que despidieron a aquel empleadillo judío por robar la caja? Creo que hacías horas extraordinarias aquella noche, ¿verdad? Un caso interesante, ése. ¿Sabes? Nunca descubrieron si el empleado robó la caja o no. Naturalmente, tuvieron que despedirlo por negligencia, pero no podemos asegurar que robara realmente el dinero. Hace un tiempo que pienso en ese asunto. Tengo una corazonada sobre quién cogió el dinero, pero no estoy absolutamente seguro...

Y entonces probablemente te mire fijamente y cambie abruptamente de conversación. Probablemente te cuente una historia sobre un ladrón que conoció, el cual se creía muy listo y pensaba que iba a quedar impune. Prolongará la historia para ti hasta que te sientas como si estuvieras sentado sobre brasas. Para entonces estarás deseando largarte, pero, justo cuando estés listo para marcharte, recordará de repente otro caso muy interesante y te pedirá que esperes un poquito más, mientras pide otro postre.

Y seguirá así durante tres o cuatro horas de un tirón, sin hacer en ningún momento la menor insinuación abierta, pero sin dejar tampoco de estudiarte detenidamente, y, por último, cuando te creas libre, justo cuando estés dándole la mano y suspirando de alivio, te cortará el paso y, colocándote sus enormes pies entre las piernas, te cogerá de la solapa y mirándote fijamente a los ojos, dirá con voz dulce y agradable: «Mira una cosa, chaval, ¿no crees que sería mejor que confesaras?» Y si crees que sólo está intentando amedrentarte y que puedes fingirte inocente y salir bien librado, te equivocas. Porque, al llegar a ese extremo, cuando te pide que confieses, habla en serio y nada del mundo va a detenerlo. Cuando llega a ese extremo, te recomiendo que desembuches hasta el último centavo. No me pedirá que te despida ni te amenazará con la cárcel: se limitará a sugerirte tranquilamente que ahorres un poquito cada semana y se lo entregues a él. Nadie se enterará. Probablemente ni siquiera me lo diga a mí. No, es muy delicado con esas cosas, ¿comprendes?

—Y suponiendo —dice Curley de improviso — que le dijese que robé el dinero para ayudarte a ti, ¿qué pasaría entonces? —Se echó a reír histéricamente.

-No me parece que O'Rourke te creyera -dije con calma-. Naturalmente, puedes intentarlo, si crees que te ayudará a salvarte. Pero creo que más que nada causará mal efecto. O'Rourke me conoce... sabe que no te dejaría hacer una cosa así.

— Pero, ¡sí que me dejaste hacerlo!

— No te dije que lo hicieras. Lo hiciste sin que yo lo supiese. Eso es completamente diferente. Además, ¿puedes probar que acepté dinero de ti? ¿No parecerá un poco ridículo acusarme a mí, la persona que te protegió, de incitarte a dar un golpe así? ¿Quién te va a creer? O'Rourke, no. Además, todavía no te ha atrapado. ¿Por qué preocuparte por adelantado? Quizá podrías empezar a devolver el dinero poco a poco antes de que te tenga acorralado. Hazlo anónimamente.

Para entonces Curley estaba completamente agotado. Había un poco de aguardiente en el aparador, que su viejo guardaba de reserva, y le propuse que tomáramos un poco para animarnos. Mientras bebíamos el aguardiente, me acordé de repente de que Maxie había dicho que estaría en casa de Luke presentando sus respetos. Era el momento oportuno para cazar a Maxie. Estaría dominado por el sentimentalismo y podría contarle cualquier patraña, por manida que fuese. Podría decir que la razón por la que había adoptado un tono tan duro por teléfono era porque estaba desesperado, porque no sabía a quién recurrir en busca de los diez dólares que necesitaba tan urgentemente. Al mismo tiempo podría quedar con Lottie. Aquella idea me hizo sonreír. ¡Si Luke pudiera ver qué clase de amigo era yo! Lo más difícil sería acercarse al féretro y mirar apenado a Luke. ¡No reírse!

Expliqué la idea a Curley. Se rió con tantas ganas, que le caían lágrimas por la cara. Lo que, dicho sea de paso, me convenció de que lo más prudente sería dejar a Curley abajo, mientras daba el sablazo. De todos modos, eso fue lo que decidimos.

Estaban sentándose a la mesa precisamente, cuando entré con la expresión más triste que pude poner. Maxie estaba allí y casi se escandalizó de mi repentina aparición. Lottie ya se había ido. Eso me ayudó a mantener el semblante triste. Pedí que me dejaran solo con Luke unos minutos, pero Maxie insistió en acompañarme. Los otros sintieron alivio, supongo, pues habían pasado la tarde acompañando a los desconsolados amigos hasta el féretro. Y como buenos alemanes que eran, no les gustaba que les interrumpiesen la cena. Mientras miraba a Luke, todavía con aquella expresión apenada que había conseguido poner, noté los ojos de Maxie fijos en mí inquisitivamente. Alcé la vista y le sonreí como de costumbre. Ante lo cual puso cara de absoluta perplejidad. «Oye, Maxie», dije, «¿estás seguro de que no nos oyen?» Puso cara de mayor asombro y aflicción todavía, pero asintió con la cabeza para tranquilizarme. «Pasa lo siguiente, Maxie... he subido aquí expresamente para verte... para pedirte que me prestes unos dólares. Sé que parece ruin, pero puedes imaginar lo desesperado que debo de estar para hacer una cosa así.» Mientras chamullaba esto, él sacudía la cabeza solemnemente formando una gran O con la boca, como si estuviera intentando ahuyentar a los espíritus. «Mira, Maxie», proseguí rápidamente intentando mantener la voz baja y triste, «ése no es el momento de echarme un sermón. Si quieres hacer algo por mí, déjame diez dólares ahora, ahora mismo... pásamelos aquí, mientras miro a Luke. Ya sabes que realmente apreciaba a Luke. No hablaba en serio por teléfono. Me has cogido en un mal momento. Mi mujer estaba tirándose de los pelos. Estamos en un lío, Maxie, y cuento contigo para hacer algo. Sal conmigo, si puedes, y te lo explicaré con más detalle...» Como esperaba, Maxie no podía salir conmigo. No se le ocurriría siquiera la idea de abandonarlos en un momento así... «Bueno, dámelos ahora», dije, casi brutalmente. «Te lo explicaré todo mañana. Comeré contigo en el centro.»

-Oye, Henry —dice Maxie, hurgándose en el bolsillo, violento ante la idea de que lo sorprendan con un fajo en la mano en aquel momento—, oye —dijo—, no me importa darte el dinero, pero, ¿no podrías haber encontrado otra forma de ponerte en contacto conmigo? No es por Luke... es... —empezó a toser y a tartamudear, sin saber realmente lo que quería decir.

— ¡Por el amor de Dios! —musité, inclinándome más sobre Luke para que, si alguien nos sorprendía, no sospechara lo que me traía entre manos...— por el amor de Dios, no lo discutas ahora... entrégamelo y acabemos de una vez... estoy desesperado, ¿me oyes? —Maxie estaba tan confuso y aturdido, que no podía separar un billete sin sacar el fajo del bolsillo. Inclinándome sobre el féretro reverentemente, tiré del billete que sobresalía de su bolsillo. No pude distinguir si era de un dólar o de diez. No me detuve a examinarlo, sino que me lo guardé lo más rápidamente posible y me enderecé. Después cogí a Maxie del brazo y volví a la cocina donde la familia estaba comiendo solemnemente pero con ganas. Querían que me quedara a tomar un bocado, y era difícil negarse, pero me negué lo mejor que pude y me largué, con la cara crispada por la risa histérica.

En la esquina, junto al farol, me esperaba Curley. En aquel momento ya no pude contenerme más. Cogí a Curley del brazo y corriendo y tirando de él calle abajo me eché a reír, a reír como raras veces he reído en mi vida. Creía que no iba a parar nunca. Cada vez que abría la boca para empezar a explicar el incidente, me daba un ataque. Al final, me asusté. Pensé que quizá me muriera de risa. Después de haber conseguido calmarme un poco, en medio de un largo silencio, va Curley y dice de repente: ¿Lo has conseguido? Aquello provocó otro ataque, más violento incluso que los anteriores. Tuve que inclinarme sobre una barandilla y sujetarme el vientre. Sentía un dolor terrible en el vientre, pero era un dolor agradable.

Lo que me alivió más que nada fue ver el billete que había sacado del fajo de Maxie. ¡Era un billete de veinte dólares! Aquello me calmó al instante. Y al mismo tiempo me enfureció un poco. Me enfureció pensar que en el bolsillo de aquel idiota de Maxie había otros billetes más, probablemente otros más de veinte, otros más de diez, otros más de cinco. Si hubiera salido conmigo como le sugerí, y si hubiese yo echado un buen vistazo a aquel fajo, no habría sentido remordimiento de obligarle a dármelo por la fuerza. No sé por qué había de sentirme así, pero me enfureció. La idea más inmediata era la de librarme de Curley lo más rápidamente posible —un billete de cinco dólares lo contentaría— y después irme de juerga un poco. Lo que deseaba especialmente era encontrar a una tía vil y asquerosa que no tuviera ni pizca de decencia. ¿Dónde encontrar a una así... exactamente así? Bueno, primero librarse de Curley. Naturalmente, Curley se siente ofendido. Esperaba quedarse conmigo. Finge no querer los cinco dólares, pero cuando ve que estoy dispuesto a guardármelos, se apresura a cogerlos y esconderlos.

La noche de nuevo, la noche incalculablemente desierta, fría, mecánica de Nueva York, en la que no hay paz, ni refugio, ni intimidad. La inmensa y helada soledad de la multitud de un millón de pies, el fuego frío y superfluo de la ostentación eléctrica, la abrumadora insensatez de la perfección de la mujer que, mediante la perfección, ha cruzado la frontera del sexo y ha pasado al signo menos, ha pasado al rojo, como la electricidad, como la energía mental de los hombres, como los planetas sin aspecto, como los programas de paz, como el amor por la radio. Llevar dinero en el bolsillo en medio de energía blanca y neutra, caminar sin sentido y sin fecundar a través del brillante resplandor de las calles blanqueadas, pensar en voz alta en plena soledad y al borde de la locura, ser de una ciudad, una gran ciudad, ser del último momento del tiempo en la mayor ciudad del mundo y no sentirse parte de ella, es convertirse uno mismo en una ciudad, un mundo de piedra inerte, de luz superflua, de movimiento ininteligible, de imponderables e incalculables, de la perfección secreta de todo lo que es menos. Caminar con dinero entre la multitud nocturna, protegido por el dinero, arrullado por el dinero, embotado por el dinero, la propia muchedumbre dinero, el aliento dinero, ni un solo objeto, por pequeño que sea, en ninguna parte que no sea dinero, dinero, dinero por todas partes y aun así no es bastante, y luego no hay dinero o poco dinero o menos dinero o más dinero, pero dinero, siempre dinero, y si tienes dinero o no tienes dinero, lo que cuenta es el dinero y el dinero hace dinero, pero, ¿qué es lo que hace al dinero hacer dinero?

Otra vez la sala de baile, el ritmo del dinero, el amor que llega por la radio, el contacto impersonal y sin alas de la multitud. Una desesperación que llega hasta las propias suelas de los zapatos, un hastío, una desesperanza. En medio de la mayor perfección mecánica, bailar sin gozo, estar tan desesperadamente solo, ser casi inhumano porque eres humano. Si hubiera vida en la luna, ¿qué prueba podría haber casi tan perfecta, tan triste como ésta? Si alejarse del sol es llegar a la fría idiotez de la luna, en ese caso hemos llegado a nuestra meta, la vida no es sino la fría y lunar incandescencia del Sol. Esto es la danza de la vida helada en el hueco de un átomo, y cuanto más bailamos, más se enfría.

Así que bailamos, al son de un ritmo glacial y frenético, al son de ondas cortas y ondas largas, una danza dentro de la taza de la nada, en que cada centímetro de lascivia se cuenta en dólares y centavos. Pasamos de una hembra perfecta a otra en busca del defecto vulnerable, pero son perfectas e impermeables en la impecable consistencia lunar. Esta es la helada virginidad blanca de la lógica del amor, la tela de araña de la marea baja, la franja de la vacuidad absoluta. Y en esa franja de la lógica virginal de la perfección estoy bailando la danza del alma y de la desesperación blanca, el último hombre blanco apretando el gatillo contra la última emoción, el gorila de la desesperación golpeándose el pecho con garras enguantadas e inmaculadas. Soy el gorila que nota que le crecen las alas, un gorila aturdido en el centro de un vacío parecido a la nada; también la noche crece como una planta eléctrica proyectando brotes ardorosos al espacio de terciopelo negro. Soy el negro espacio de la noche en que los brotes revientan con angustia, una asteria nadando en el helado rocío de la luna. Soy el germen de una nueva demencia, una monstruosidad revestida de lenguaje inteligible, un sollozo sepultado como una esquirla en lo más íntimo del alma. Estoy bailando la danza muy sensata y encantadora del gorila angélico. Estos son mis hermanos y hermanas que están locos y no son angélicos. Estamos bailando en el hueco de la taza de la nada. Somos de una sola misma carne, pero estamos separados como estrellas.

En el momento todo está claro para mí, está claro que en esta lógica no hay redención, pues la propia ciudad es la forma suprema de locura y todas y cada una de las partes, orgánicas o inorgánicas, expresión de esa misma locura. Me siento absurda y humildemente grande, no como un megalómano, sino como una espora humana, como la esponja muerta de la vida hinchada hasta la saturación. Ya no miro a los ojos de la mujer que estrecho en los brazos, sino que nado a través de ellos, cabeza y brazos y piernas, y veo que tras las cuencas de los ojos hay una región inexplorada, el mundo del futuro, y aquí no hay lógica alguna, simplemente la germinación silenciosa de acontecimientos no interrumpidos por la noche ni por el día, por el ayer ni por el mañana. El ojo, acostumbrado a la concentración en puntos del espacio, se concentra en puntos del tiempo; el ojo ve hacia adelante y hacia atrás, como guste. El ojo que era el yo del sí mismo ya no existe; este ojo sin yo no revela ni ilumina. Viaja a lo largo de la línea del horizonte, viajero incesante e ignorante. Al intentar conservar el cuerpo perdido, crecí en lógica como la ciudad, un punto dígito en la anatomía de la perfección. Crecí más allá de mi propia muerte, espiritualmente brillante y dura. Estaba dividido en ayeres interminables, mañanas interminables, descansando sólo en la cúspide del acontecimiento, una pared con muchas ventanas, pero la casa había desaparecido. Debo destrozar las paredes y las ventanas, el último caparazón del cuerpo perdido, si quiero reincorporarme al presente. Por eso es por lo que ya no miro a los ojos ni a través de los ojos, sino que mediante la prestidigitación de la voluntad nado a través de ojos, cabeza y brazos y piernas para explorar la curva de la visión. Veo a mi alrededor, como la madre que en otro tiempo me llevó en su seno veía a la vuelta de las esquinas del tiempo. He quebrado el muro creado por el nacimiento y la línea del viaje es redonda y continua, uniforme como el ombligo. No hay forma, ni imagen, ni arquitectura, sólo vueltas concéntricas de pura locura. Soy la flecha de la sustancialidad del sueño. Verifico volando. Anulo dejándome caer a la tierra.

Así pasan los momentos, momentos verídicos del tiempo sin espacio en que lo sé todo y sabiéndolo todo me desplomo bajo el salto del sueño sin yo.

Entre esos momentos, en los intersticios del sueño, la vida intenta construir en vano, pero el andamio de la lógica de la ciudad no es apoyo. Como individuo, como carne y sangre, me nivelan cada día para formar la ciudad sin carne ni sangre, cuya perfección es la suma de toda lógica y la muerte del alma. Estoy luchando contra una muerte oceánica en que mi propia muerte no es sino una gota de agua que se evapora. Para alzar mi vida individual, una simple fracción de centímetro por encima de este mar de sangre que se hunde, he de tener una fe mayor que la de Cristo, una sabiduría más profunda que la del mayor profeta. He de tener la capacidad y la paciencia para formular lo que no va contenido en el lenguaje de nuestro tiempo, pues lo que no es inteligible carece de sentido. Mis ojos son inútiles, pues sólo me devuelven la imagen de lo conocido. Mi cuerpo entero ha de convertirse en un rayo constante de luz, que se mueva con mayor rapidez todavía, que nunca se detenga, que nunca mire hacia atrás, que nunca se consuma. La ciudad crece como un cáncer; he de crecer como un sol. La ciudad corroe cada vez más lo rojo; es un insaciable piojo blanco que me devora. Voy a morir en cuanto ciudad para volver a ser un hombre. Así, pues, cierro los oídos, los ojos, la boca.

Antes de que vuelva a ser un hombre, probablemente existiré como parque, una especie de parque natural al que la gente vaya a descansar, a pasar el tiempo. Lo que digan o hagan tendrá poca importancia, pues sólo traerán su fatiga, su aburrimiento, su desesperanza. Seré un amortiguador entre el piojo blanco y el glóbulo rojo. Seré un ventilador para erradicar los venenos acumulados mediante el esfuerzo por perfeccionar lo que es imperfectible. Seré ley y orden tal como existe en la naturaleza, tal como se proyecta en el sueño. Seré el parque salvaje en plena pesadilla de la perfección, el sueño sosegado, inconmovible, en plena actividad frenética, el tiro al azar en la blanca tabla de billar de la lógica. No sabré llorar ni protestar, pero estaré siempre ahí en absoluto silencio para recibir y para restaurar. No diré nada hasta que llegue otra vez el momento de ser un hombre. No haré esfuerzos para preservar ni para destruir. No emitiré juicios ni críticas. Los que estén hartos acudirán a mí en busca de reflexión y meditación; los que no estén hartos morirán como vivieron, en el desorden, en la desesperación, ignorando la verdad de la redención. Si alguien me dice, debes ser religioso, no responderé. Si alguien me dice, no tengo tiempo ahora, me espera una gachí, no responderé. Ni aunque esté tramándose una revolución responderé. Siempre habrá una gachí o una revolución a la vuelta de la esquina, pero la madre que me llevó en su seno dobló más de una esquina y no respondió, y, al final, se dio la vuelta de dentro afuera y yo soy la respuesta.

Naturalmente, a partir de semejante manía extravagante de perfección nadie habría esperado una evolución hasta la conversión en parque salvaje, ni siquiera yo, pero es infinitamente mejor, mientras esperas la muerte, vivir en estado de gracia y asombro natural. Infinitamente mejor, a medida que la vida avanza hacia una perfección mortal, ser simplemente una brizna de espacio vivo palpitante, un trecho de verde, un poco de aire fresco, un estanque de agua. Mejor también recibir a los hombres silenciosamente y abrazarlos, pues no hay respuesta que darles mientras sigan corriendo frenéticamente a doblar la esquina.

Pienso ahora en la pedrea de una tarde de domingo de hace mucho tiempo, cuando estaba pasando una temporada en casa de mi tía Caroline cerca de Hill Gate. Mi primo Gene y yo nos habíamos visto acorralados por una pandilla de chicos mientras jugábamos en el parque. No sabíamos de qué parte luchábamos, pero estábamos luchando con todo ahínco entre el montón de piedras junto a la orilla del río. Teníamos que mostrar más valor incluso que los otros muchachos porque sospechaban que éramos mariquitas. Así fue como ocurrió que matamos a uno de la pandilla contraria. Justo cuando nos atacaban, mi primo Gene tiró una piedra de buen tamaño al cabecilla y le dio en el vientre. Yo lancé mi piedra al mismo tiempo y le di en la sien y cayó para quedarse en el sitio sin decir ni pío. Unos minutos después llegaron los polis y encontraron muerto al muchacho. Tenía ocho o nueve años, más o menos la misma edad que nosotros. No sé lo que nos habrían hecho, si nos hubiesen atrapado. El caso es que, para no despertar sospechas corrimos a casa: por el camino nos habíamos limpiado un poco y nos habíamos peinado. Entramos con aspecto tan inmaculado como cuando habíamos salido de casa. La tía Caroline nos dio nuestras dos grandes rebanadas de pan de centeno con mantequilla fresca y un poco de azúcar por encima y nos sentamos en la mesa de la cocina a escuchar con sonrisa angelical. Era un día extraordinariamente caluroso y pensó que era mejor que nos quedáramos en casa, en la gran habitación del frente, donde habían bajado las persianas, y que jugásemos a las canicas con nuestro amigo Joey Kesselbaum. Joey tenía fama de ser un poco retrasado y normalmente lo habríamos desplumado, pero aquella tarde, en virtud de una especie de acuerdo tácito, Gene y yo le permitimos que nos ganara todo lo que teníamos. Joey estaba tan contento, que después nos llevó abajo, a su sótano, e hizo que su hermana se levantase las faldas y nos enseñara lo que había debajo. Weesie la llamaban y recuerdo que se enamoró de mí instantáneamente. Yo venía de otra parte de la ciudad, tan lejana, les parecía, que era casi como si viniera de otra ciudad. Incluso parecían pensar que hablaba de forma diferente que ellos. Mientras que los otros chavales solían pagar para hacer que Weesie se levantara las faldas, para nosotros lo hacía por amor. Al cabo de un tiempo, la convencimos para que no volviese a hacerlo para los otros chicos: estábamos enamorados de ella y queríamos que se portara bien. Después de separarme de mi primo al final del verano no volví a verlo durante veinte años o más. Cuando por fin volvimos a vernos, lo que me impresionó profundamente fue su expresión de inocencia: la misma expresión que el día de la pedrea. Cuando le hablé de la pedrea, me asombró todavía má.s descubrir que había olvidado que fuimos nosotros quienes matamos al muchacho : recordaba la muerte del muchacho, pero, por el modo como hablaba de ella, parecía que ni él ni yo habíamos tenido nada que ver. Cuando mencioné el nombre de Weesie, le costó trabajo situarla. ¿No recuerdas el sótano de la casa de al lado... Joey Kesselbaum? Al oír aquello, una débil sonrisa pasó por su rostro. Le parecía extraordinario que recordara yo cosas así. Ya estaba casado, tenía hijos, y trabajaba en una fábrica de estuches para pipas. Consideraba extraordinario recordar acontecimientos que habían ocurrido en un pasado tan lejano.

Al separarme de él aquella tarde, me sentí terriblemente abatido. Era como si hubiera intentado extirpar una parte preciosa de mi vida, y a él mismo con ella. Parecía más apegado a los peces tropicales que coleccionaba que al maravilloso pasado. Por mi parte, recuerdo todo, todo lo que ocurrió aquel verano, y especialmente el día de la pedrea. De hecho, hay ocasiones en que el sabor de aquella gran rebanada de pan de centeno que su madre me dio aquella tarde es más fuerte que el de la comida que estoy saboreando. Y la imagen del chichi de Weesie casi más vivida que la sensación real de lo que tengo en la mano. La forma como quedó tumbado el muchacho, después de que lo derribáramos, mucho, pero mucho más importante que la historia de la Guerra Mundial. De hecho, todo aquel largo verano me parece como un idilio sacado de las leyendas artúricas. Con frecuencia me pregunto qué hubo en aquel verano particular que lo hace tan vívido en mi recuerdo. Basta con que cierre los ojos un momento para volver a vivir cada día. Desde luego, la muerte del muchacho no me causó angustia: antes de que pasara una semana, había quedado olvidada. También la imagen de Weesie parada en la penumbra del sótano con las faldas levantadas se esfumó fácilmente. Lo extraño es que la gruesa rebanada de pan de centeno que su madre me dio aquel día parece tener más fuerza que ninguna otra imagen de aquella época. Me sorprende... me sorprende profundamente. Quizá sea porque siempre que me daba la rebanada de pan, lo hacía con una ternura y una simpatía que nunca antes había conocido. Era una mujer muy agradable, mi tía Caroline. Tenía la cara marcada de viruela, pero era una cara cordial, simpática, que ninguna deformidad podía estropear. Era tremendamente enérgica y tenía una voz suave y acariciadora. Cuando se dirigía a mí, parecía prestarme más atención incluso, tenerme más consideración, que a su propiohijo. Me habría gustado quedarme con ella para siempre; si me lo hubiesen permitido, la habría escogido como madre. Recuerdo perfectamente que, cuando mi madre vino de visita, pareció enojarse de que estuviera tan contento con mi nueva vida. Incluso observó que era un desagradecido, observación que nunca olvidé, porque entonces comprendí por primera vez que ser desagradecido era quizá necesario y bueno para uno. Si cierro los ojos ahora y pienso en ella, en la rebanada de pan, pienso casi al instante que en aquella casa nunca supe lo que era una regañina. Creo que si hubiera dicho a mi tía Carolina que había matado a un muchacho en el solar, si le hubiese contado cómo ocurrió simplemente, me habría pasado el brazo por el hombro y me habría perdonado... al instante. Quizá sea por eso por lo que aquel verano es tan precioso para mí. Fue un verano de absolución tácita y completa. Por eso es por lo que tampoco puedo olvidar a Weesie. Tenía una bondad natural, una niña que estaba enamorada de mí y que no reprochaba nada. Fue la primera persona del otro sexo que me admiró por ser diferente. Después de Weesie, fue al revés. Me amaban, pero también me odiaban por ser lo que era. Weesie hizo un esfuerzo para entender. El propio hecho de que yo procediera de otro lugar, de que hablase otra lengua, la aproximaba más a mí. La forma como le brillaban los ojos cuando me presentó a sus amiguitos es algo que nunca olvidaré. Sus ojos parecían rebosar de amor y admiración. A veces, los tres íbamos paseando hasta la orilla del río por la tarde y sentados al borde hablábamos como hablan los niños, cuando los mayores no están presentes. Hablábamos entonces, ahora lo sé tan bien, de forma más sana y más profunda que nuestros padres. Para darnos aquella gruesa rebanada de pan cada día, los padres tenían que pagar un precio muy alto. El precio más alto era acabar alejados de nosotros. Pues, con cada rebanada que nos daban a comer, no sólo nos volvíamos más indiferentes hacia ellos, sino que, además, nos volvíamos superiores cada vez más. Nuestra fuerza y nuestra belleza radicaban en nuestra ingratitud. Al no ser afectuosos, éramos inocentes de cualquier delito. El muchacho al que vi caer muerto, que yacía allí inmóvil, sin emitir el menor sonido ni gemido, el asesinato de aquel muchacho parece casi una acción limpia, sana. En cambio, la lucha por la comida parece asquerosa y degradante y, cuando estábamos delante de nuestros padres, sentíamos que habían llegado hasta nosotros impuros y eso era algo que nunca podríamos perdonarles. La espesa rebanada de pan de por las tardes, precisamente porque no la ganábamos, nos sabía deliciosa. Nunca volverá el pan a tener ese sabor. Nunca volverán a dárnoslo así. El día del asesinato estaba más sabroso incluso que nunca. Tenía un ligero sabor a terror que no ha vuelto a tener nunca más. Y lo recibimos con la tácita pero completa absolución de la tía Caroline.

Hay algo en el pan de centeno que estoy intentando desentrañar: algo vagamente delicioso, terrorífico y liberador, algo asociado con los primeros descubrimientos. Pienso en otra rebanada de pan de centeno que está relacionada con un período anterior, cuando mi amiguito Stanley y yo solíamos saquear la nevera. Aquél era pan robado y, por consiguiente, más maravilloso incluso para el paladar que el pan que nos daban con amor. Pero fue en el acto de comer el pan de centeno, de caminar por ahí con él y hablar al mismo tiempo, como ocurrió algo parecido a una revelación. Fue como un estado de gracia, un estado de completa ignorancia, de abnegación. Parece que he conservado intacto lo que se me impartía en aquellos momentos, fuera lo que fuese, y no hay miedo de que vaya a perder nunca el conocimiento que obtuve. Quizá fuera simplemente el hecho de que no era conocimiento tal como lo concebimos normalmente. Era casi como recibir una verdad, si bien verdad es una palabra demasiado precisa. Lo importante de las discusiones que sosteníamos mientras comíamos el pan de centeno es que siempre se producían lejos de casa, lejos de la mirada de nuestros padres, a quienes temíamos pero nunca respetábamos. Abandonados a nosotros mismos, no había límites para lo que podíamos imaginar. Los hechos tenían poca importancia para nosotros: lo que pedíamos a un tema era que nos diera la oportunidad de expansionarnos. Lo que me asombra, cuando vuelvo a pensarlo, es lo bien que nos entendíamos mutuamente, lo bien que calábamos en el carácter esencial de todos y cada uno, joven o viejo. A la edad de siete años sabíamos con absoluta certeza, por ejemplo, que tal tipo acabaría en la cárcel, por ejemplo, que otro trabajaría como un esclavo, y otro sería un inútil, etc. Nuestros diagnósticos eran absolutamente correctos, mucho más correctos, por ejemplo, que los de nuestros padres, que los de nuestros maestros, más correctos, de hecho, que los de los llamados psicólogos. Alfie Betcha resultó ser un vago rematado; Johny Gerhardt fue a la cárcel; Bob Kunst llegó a ser un burro de carga. Predicciones infalibles. Las enseñanzas que recibíamos sólo servían para oscurecer nuestra visión. Desde el día en que entramos en el colegio, no aprendimos nada: al contrario, nos volvieron obtusos, nos envolvieron en una bruma de palabras y abstracciones.

Con el pan de centeno el mundo era lo que es esencialmente, un mundo primitivo regido por la magia, un mundo en que el miedo desempeñaba el papel más importante. El muchacho que pudiera inspirar mayor miedo era el jefe y se lo respetaba mientras pudiese mantener su poder. Había otros chicos que eran rebeldes, y se los admiraba, pero nunca llegaban a ser el jefe. La mayoría eran barro en las manos de los que no tenían miedo: en unos pocos se podía confiar, pero en la mayoría no. El aire estaba lleno de tensión: nada podía predecirse para mañana. Aquel núcleo vago y primitivo de una sociedad creaba apetitos vehementes, emociones intensas, curiosidad incisiva. Nada se daba por sentado: cada día requería una nueva prueba de poder, una nueva sensación de fuerza o de fracaso. Y así, hasta la edad de nueve o diez años, conocimos el auténtico sabor de la vida: éramos independientes. Es decir, aquellos de nosotros que teníamos la suerte de no haber sido echados a perder por nuestros padres, aquellos de nosotros que éramos libres para vagar por las calles de noche y descubrir las cosas con nuestros propios ojos.

Lo que pienso, con cierta pena y nostalgia, es que esa vida tan restringida de la infancia parece un universo ilimitado y la vida que la siguió, la vida del adulto, un dominio que disminuye constantemente. Desde el momento en que te meten en el colegio, estás perdido: tienes la sensación de que te han puesto un ronzal en torno al cuello. El pan pierde el sabor igual que lo pierde la vida. El hecho de conseguir el pan pasa a ser más importante que el de comerlo. Todo está calculado y todo tiene un precio.

Mi primo Gene llegó a ser una absoluta nulidad; Stanley llegó a ser un fracasado de primera. Además de esos dos muchachos, por los que sentía el mayor afecto, había otro, Joey, que más adelante llegó a ser cartero. Me dan ganas de llorar al pensar en lo que la vida ha hecho de ellos. De niños eran perfectos, Stanley el que menos, porque Stanley era más temperamental. Stanley se ponía furioso de vez en cuando y no sabías a qué atenerte con él de un día para otro. Pero Joey y Gene eran la esencia de la bondad: eran amigos en el antiguo sentido de la palabra. Pienso con frecuencia en Joey cuando voy al campo, porque era lo que se llama un muchacho de campo. Eso significa, en primer lugar, que era más leal, más sincero, más tierno, que los muchachos que nosotros conocíamos. Vuelvo a verlo viniendo a mi encuentro: siempre corría con los brazos abiertos y dispuesto a abrazarme, siempre sin aliento al contarme las aventuras que planeaba para que yo participara, siempre cargado de regalos que había guardado para cuando yo llegase. Joey me recibía como los monarcas de tiempos antiguos a sus huéspedes. Todo lo que veía era mío. Teníamos innumerables cosas que contarnos y nada era tedioso ni aburrido. La diferencia entre nuestros mundos respectivos era enorme. Aunque yo también era de la ciudad, cuando visitaba a mi primo Gene, me daba cuenta de que existía una ciudad más grande, una ciudad de Nueva York propiamente dicha en la que mi mundanidad era insignificante. Stanley no había hecho nunca excursiones fuera de su barrio, pero procedía de otro país, del otro lado del mar, Polonia, y entre nosotros siempre había el signo distintivo del viaje. El hecho de que hablase otra lengua también aumentaba nuestra admiración hacia él. Cada uno de nosotros iba rodeado de un aura que lo distinguía, de una identidad bien definida que se mantenía inviolada. Con la entrada en la vida esos rasgos diferenciales desaparecieron y todos nos volvimos más o menos parecidos y, desde luego, muy diferentes de lo que habíamos sido. Y es esa pérdida del yo particular, de la individualidad, quizá sin importancia, lo que me entristece y hace resaltar vivamente el pan de centeno. El maravilloso pan de centeno contribuyó a la formación de nuestro yo individual: era como el pan de la comunión en el que todos participan pero del que cada cual recibe según su estado de gracia particular. Ahora comemos del mismo pan, pero sin el beneficio de la comunión, sin gracia. Comemos para llenar el vientre y tenemos el corazón frío y vacío. Estamos separados pero no somos individuos.

Otra cosa en relación con el pan de centeno era que con frecuencia lo comíamos con una cebolla cruda. Recuerdo estar parado con Stanley al final de la tarde, con un bocadillo en la mano, ante la casa del veterinario, que estaba justo enfrente de la mía. Parecía ser siempre a la caída de la tarde cuando el doctor McKinney decidía castrar a un garañón, operación que se realizaba en público y que siempre congregaba a una pequeña multitud. Recuerdo el olor del hierro caliente y el temblor de las patas del caballo. La perilla del doctor McKinney, el sabor de la cebolla cruda y el olor a gas procedente de las alcantarillas justo detrás de nosotros, donde estaban colocando una nueva tubería de gas. Era una operación olfativa del principio al fin y, como muy bien la describe Abelardo, prácticamente indolora. Por no saber el motivo de la operación, solíamos sostener después largas discusiones, que generalmente acababan en una pelea. A nadie le gustaba tampoco el doctor McKinney: olía a yodopsina y a orina de caballo rancia. A veces, el arroyo de delante de su consulta estaba lleno de sangre y en invierno la sangre se helaba y daba un aspecto extraño a su acera. De vez en cuando llegaba el gran carro de dos ruedas, un carro abierto que olía a mil demonios, y cargaban en él un caballo muerto. Más que nada lo izaban, el cadáver, mediante una larga cadena que producía un crujido como la bajada de un ancla. El olor de un caballo muerto e hinchado es un olor inmundo pestilente y nuestra calle estaba llena de olores pestilentes. En la esquina estaba la tienda de Paul Sauer, delante de la cual, en la propia calle, apilaban pieles en bruto y pieles curtidas: también apestaban espantosamente. Y, además, el acre olor de la fábrica de estaño de detrás de la casa: como el olor del progreso moderno. El olor de un caballo muerto, que es casi insoportable, es mil veces mejor que el olor de sustancias químicas en combustión. Y el espectáculo de un caballo muerto con el agujero de una bala en la sien, la cabeza en un charco de sangre y el culo reventando con la última evacuación espasmódica, es todavía mejor que el de un grupo de hombres con delantales azules saliendo del portal arqueado de la fábrica de hojalata con una carretilla cargada de fardos de hojalata recién fabricada. Afortunadamente para nosotros, enfrente de la fábrica de hojalata había una panadería, y por la parte trasera de la panadería, que sólo era una verja, podíamos ver trabajar a los panaderos y percibir el irresistible olor dulce del pan y de los bollos. Y si, como digo, estaban colocando las tuberías del gas, había una extraña mezcla de olores: el olor de la tierra recién removida, de las tuberías de hierro oxidado, del gas de las alcantarillas, y de los bocadillos de cebolla que comían los trabajadores italianos, recostados contra los montones de tierra removida. Había también otros olores, naturalmente, pero menos impresionantes: como, por ejemplo, el olor de la sastrería de Silverstein donde siempre estaban planchando ropa. Ese era un hedor caliente y fétido, que puede comprenderse mejor imaginando que Silverstein, que era un judío flaco y hediondo, a su vez, estaba limpiando los pedos que sus clientes habían dejado en los pantalones. La puerta de al lado era la tienda de caramelos y de objetos de escritorio propiedad de dos solteronas chifladas y beatas: allí había el olor casi repugnantemente dulce de melcocha, de cacahuetes españoles, de azufaifa y caramelos Sen-Sen y cigarrillos Sweet Caporal. La papelería era como una cueva bonita, siempre fresca, siempre llena de objetos intrigantes: donde estaba el despacho de refrescos que despedía otro olor característico, se extendía una losa de mármol que en verano se volvía acre, pero, aun así, se mezclaba agradablemente con el olor seco y ligeramente picante del agua gaseosa, cuando caía con efervescencia en el vaso de helado.

Con los refinamientos propios de la madurez, los olores fueron esfumándose para quedar sustituidos por otro olor, el único claramente memorable y placentero: el olor a coño. Y, de modo muy especial, el olor que queda en los dedos después de magrear a una mujer, pues, no sé si se habrá observado antes, pero ese olor es más grato incluso, quizá porque ya llevaba consigo el perfume del pretérito, que el propio olor a coño. Pero este olor, que corresponde a la madurez, es un olor tenue comparado con los olores vinculados a la infancia. Es un olor que se evapora casi tan rápidamente en la imaginación como en la realidad. Se pueden recordar muchas cosas de la mujer que ha amado uno, pero es difícil recordar el olor de su coño... con alguna certeza. En cambio, el olor a cabello mojado, a cabello mojado de mujer, es mucho más fuerte y duradero... por qué, no lo sé. Incluso ahora, casi cuarenta años después, recuerdo el olor del cabello de mi tía Tillie después de que se lo hubiera lavado con champú. Lo hacía en la cocina, que siempre estaba recalentada. Generalmente, era un sábado por la tarde en que se preparaba para un baile, lo que significaba también otra cosa singular: que aparecería un sargento de caballería con bonitos galones amarillos, un sargento particularmente guapo que incluso a mí, que era un niño, me parecía demasiado gentil, viril e inteligente para una imbécil como mi tía Tillie. Pero el caso es que allí estaba sentada en un taburete junto a la mesa de la cocina secándose el cabello con una toalla. Junto a ella había una lamparita con la mecha ennegrecida y junto a la lámpara dos rizadores que sólo de verlos me daban una repugnancia inexplicable. Generalmente tenía un espejito sobre la mesa: vuelvo a verla haciendo muecas de desagrado al mirarse, mientras se apretaba las espinillas de la nariz. Era una criatura viscosa, fea e imbécil, con dos enormes dientes salientes que le daban expresión de caballo, siempre que retiraba los labios al sonreír. También olía a sudor, incluso después de bañarse. Pero el olor de su cabello... ese olor no lo puedo olvidar nunca, porque de algún modo va asociado con mi odio y desprecio hacia ella. Ese olor, cuando el cabello estaba secándose, era como el olor que sube del fondo de una ciénaga. Había dos olores: uno, el del cabello mojado, y otro, el del mismo cabello cuando lo arrojaba al hornillo y estaba en llamas. Siempre había nudos rizados de su cabello que se le quedaban en el peine e iban mezclados con caspa y el sudor de su cuero cabelludo, que era grasiento y sucio. Solía quedarme a su lado a observarla, preguntándome cómo sería el baile y cómo se conduciría en él. Cuando estaba toda acicalada, me preguntaba si estaba bonita y la quería, y, naturalmente, yo le decía que sí. Pero después, en el retrete, que estaba en el vestíbulo contiguo a la cocina, me sentaba a la luz oscilante de la vela que ardía sobre la repisa de la ventana, y me decía que parecía una loca. Después de que se hubiera ido, cogía los rizadores y los olía y los estrujaba. Eran repugnantes y fascinantes... como arañas. Todo lo que había en aquella cocina me fascinaba. A pesar de lo familiarizado que estaba con ella, nunca conseguí hacerla mía. Era a un tiempo tan pública y tan íntima. Allí me bañaban los sábados en el gran barreño de estaño. Allí se bañaban y se acicalaban las tres hermanas. Allí, en la pila, se lavaba mi abuelo hasta la cintura y después me entregaba los zapatos para lustrarlos. Allí me quedaba en invierno mirando por la ventana caer la nieve, miraba con ojos nebulosos e inexpresivos, como si estuviera en la matriz y oyese correr el agua mientras mi madre estaba sentada en el retrete. En la cocina era donde celebraban sus conversaciones secretas, sesiones aterradoras y odiosas de las que siempre reaparecían con caras largas y serias u ojos enrojecidos por el llanto. Por qué les gustaba tanto la cocina es algo que no sé. Pero con frecuencia, cuando estaban así celebrando una conferencia secreta, porfiando a propósito de un testamento o decidiendo cómo prescindir de algún pariente pobre, era cuando la puerta se abría de repente y llegaba un visitante, ante lo cual la atmósfera cambiaba inmediatamente. Quiero decir que cambiaba violentamente, como si se sintieran aliviados de que una fuerza exterior hubiese intervenido para evitarles los horrores de una sesión secreta prolongada. Ahora recuerdo que, al ver abrirse aquella puerta y asomar la cara de un visitante inesperado, mi corazón daba un brinco de alegría. No tardarían en darme una gran jarra de vidrio y en pedirme que fuera al bar de la esquina donde entregaba la jarra, por la ventanita de la puerta de entrada particular, y esperaba hasta que me la devolvían rebosante de cerveza espumeante. Aquella carrerita hasta la esquina en busca de una jarra de cerveza era una expedición de proporciones absolutamente incalculables. En primer lugar, estaba la barbería justo debajo de nosotros donde el padre de Stanley ejercía su profesión. Una y mil veces, justo cuando salía disparado a algún recado, veía al padre dando a Stanley una zurra con el asentador de la navaja, espectáculo que me encendía la sangre. Stanley era mi mejor amigo y su padre no era sino un polaco borracho. Sin embargo, una noche, al salir disparado con la jarra, tuve el intenso placer de ver a otro polaco atacar al viejo de Stanley con una navaja. Vi a su viejo atravesar la puerta de espaldas, con la¡ sangre corriéndole por el cuello y la cara blanca como una sábana. Cayó en la acera frente a la tienda, crispado y gimiendo, y recuerdo que lo miré un minuto o dos, seguí caminando y me sentí absolutamente contento y satisfecho. Stanley había salido a hurtadillas durante la pelea y me acompañó hasta la puerta del bar. También se alegraba, si bien estaba un poco asustado. Cuando volvimos, había una ambulancia delante de la puerta y estaban subiéndolo en la camilla con la cara y el cuerpo cubiertos con una sábana. A veces ocurría que, cuando yo salía, pasaba por delante de la casa el niño cantor predilecto del padre Carroll. Ese era un acontecimiento de primera importancia. El muchacho era mayor que todos nosotros y era un afeminado, un marica en formación. Hasta sus andares nos enfurecían. En cuanto lo avistábamos, corría la noticia en todas las direcciones y, antes de que hubiera llegado a la esquina, se veía rodeado por una pandilla de muchachos mucho más pequeños que se burlaban de él y lo imitaban hasta que se echaba a llorar. Entonces nos abalanzábamos sobre él como una manada de lobos, lo tirábamos al suelo y le desgarrábamos la ropa por la espalda. Era un espectáculo vergonzoso, pero nos hacía sentir bien. Ninguno de nosotros sabía todavía lo que era un marica, pero, fuera lo que fuese, estábamos en contra. De igual modo estábamos en contra de los chinos. Había un chino, el de la lavandería del final de la calle, que solía pasar con frecuencia y, como el mariquita de la iglesia del padre Carroll, tenía que pasar por baquetas. Era exactamente como los dibujos de coolies que se ven en los libros escolares. Llevaba una chaqueta de alpaca negra con ojales de trencilla, y una coleta. Generalmente, caminaba con las manos metidas en las mangas. Lo que mejor recuerdo son sus andares, unos andares taimados, dengosos, femeninos, que eran totalmente extraños y amenazadores para nosotros. Nos inspiraba un espanto mortal, y lo odiábamos porque era absolutamente indiferente a nuestras burlas. Pensábamos que era demasiado ignorante como para reparar en nuestros insultos. Hasta que un día, cuando entramos en la lavandería, nos dio una sorpresita. Primero nos entregó el paquete de ropa; luego se inclinó por debajo del mostrador y recogió un puñado de semillas de lichis de una gran bolsa. Iba sonriendo cuando salió de detrás del mostrador para abrir la puerta. Seguía sonriendo cuando agarró a Alfie Betcha y le tiró de las orejas: nos agarró a cada uno por turno y nos tiró de las orejas, sin dejar de sonreír. Después, hizo una mueca feroz y, ligero como un gato, corrió hasta detrás del mostrador y cogió un cuchillo largo y horrible que blandió hacia nosotros. Salimos atrepellándonos unos contra otros. Cuando llegamos a la esquina y volvimos la vista atrás, lo vimos parado en la puerta con una plancha en la mano y aspecto tranquilo y pacífico. Después de aquel incidente, nadie quiso volver nunca más a la lavandería: teníamos que pagar al pequeño Louis Pirossa cinco centavos cada uno para que fuese a recoger la ropa por nosotros. El padre de Louis era el dueño del puesto de fruta de la esquina. Solía darnos los plátanos pasados como muestra de afecto. A Stanley le gustaban de modo especial los plátanos pasados, pues su tía solía f reírselos. En casa de Stanley consideraban los plátanos pasados como una golosina. Una vez, el día de su cumpleaños, dieron una fiesta para Stanley e invitaron a todo el vecindario. Todo salió a pedir de boca hasta que llegaron los plátanos fritos. No sé por qué, pero nadie quiso tocar los plátanos, pues era un plato que sólo conocían polacos como los padres de Stanley. Se consideraba repugnante comer plátanos, fritos. En pleno desconcierto, algún listillo sugirió que deberíamos dar los plátanos al loco de Willie Maine. Este era mayor que todos nosotros pero no sabía hablar. Lo único que decía era «¡Bjork! ¡Bjork!» Era la única respuesta que daba a todo lo que se le decía. Así que, cuando le pasaron los plátanos, dijo: «¡Bjork!», y se abalanzó a por ellos con las dos manos. Pero su hermano, George estaba allí y consideró una ofensa que le endilgaran los plátanos pasados a su hermano loco. Así que George inició una pelea y Willie, al ver a su hermano atacado, empezó a luchar también, gritando: «¡Bjork! ¡Bjork!» No sólo golpeaba a los chicos, sino también a las chicas, lo que produjo un pandemonium. Por fin, el viejo de Stanley, al oír el ruido, subió desde la barbería con un asentador de navaja en la mano. Cogió al loco de Willie Maine por el cogote y empezó a zurrarlo. Mientras tanto, su hermano George salió a hurtadillas a llamar al señor Maine. Este, que era también un borrachín, llegó en mangas de camisa y, al ver que el barbero borracho estaba pegando al pobre Willie, se lanzó sobre él con sus vigorosos puños y lo golpeó despiadadamente. Willie, que entretanto había logrado soltarse, se puso a gatas a devorar los plátanos fritos que habían caído al suelo. Se los zampaba como una cabra, lo más deprisa que podía, a medida que los encontraba. Cuando el viejo lo vio masticando sin parar como una cabra, se puso furioso y, cogiendo el asentador, se lanzó contra Willie como una fiera. Entonces Willie empezó a gritar: «¡Bjork! ¡Bjork!», y de repente todo el mundo se echó a reír. Aquello aplacó al señor Maine. Por fin, se sentó y la tía de Stanley le trajo un vaso de vino. Al oír el alboroto, acudieron algunos de los demás vecinos y se sirvió más vino y después cerveza y luego aguardiente y, al cabo de poco, todo el mundo estaba contento y cantando y silbando y hasta los chicos se emborracharon y entonces el loco de Willie se emborrachó y volvió a ponerse a gatas como una cabra y gritó: «¡Bjork! i Bjork!», y Alfie Betcha, que estaba muy borracho a pesar de sólo tener ocho años, dio un mordisco al loco de Willie Maine en el trasero y después Willie lo mordió a él y luego todos empezamos a mordernos unos a otros y los padres se reían y daban gritos de júbilo y fue muy, pero que muy divertido y sirvieron más plátanos fritos y todo el mundo los comió esa vez y el loco de Willie Maine intentó cantarnos algo, pero sólo pudo cantar «¡Bjork! ¡Bjork!» Fue un éxito asombroso, la fiesta de cumpleaños, y durante una semana o más nadie habló de otra cosa que de la fiesta y de qué buenos polacos eran la familia de Stanley. También los plátanos fritos fueron un éxito y por un tiempo fue difícil conseguir plátanos pasados del viejo de Louis Pirossa porque había gran demanda de ellos. Y después ocurrió un suceso que entristeció a todo el vecindario: la derrota de Joe Gerhardt a manos de Joey Silverstein. Este era el hijo del sastre: era un muchacho de quince o dieciséis años, bastante tranquilo y estudioso, a quien los otros chicos daban de lado por ser judío. Un día, cuando iba a entregar unos pantalones en Fillmore Place, Joe Gerhardt, que era de su edad más o menos y que se consideraba un ser superior, se dirigó a él. Cruzaron unas palabras y después Joe Gerhardt arrebató los pantalones al joven Silverstein y los tiró al arroyo. Nadie habría imaginado nunca que el joven Silverstein respondería a semejante insulto recurriendo a los puños y así, cuando lanzó un golpe a Joe Gerhardt y le acertó en plena mandíbula todo el mundo quedó desconcertado, y más que nadie el propio Joe Gerhardt. Hubo una pelea que duró unos veinte minutos y al final Joe Gerhardt quedó tirado en la acera sin poder levantarse. Acto seguido, el joven Silverstein recogió los pantalones y regresó tranquilo y orgulloso a la tienda de su padre. Nadie le dijo ni palabra. Se consideró el caso como una calamidad. ¿Quién había oído nunca hablar de que un judío diera una paliza a un gentil? Era algo inconcebible, y, sin embargo, había sucedido, en las narices de todo el mundo. Noche tras noche, sentados en el bordillo de la acera, como solíamos hacer, comentábamos la situación desde todos los puntos de vista, pero sin solución hasta que... pues, hasta que el hermano menor de Joe Gerhardt, Johnny, se exaltó tanto, que decidió zanjar la cuestión por su cuenta. Johnny, a pesar de ser más joven y más pequeño que su hermano, era tan fuerte e invencible como un joven puma. Era un representante típico de los irlandeses de las chabolas que componían el vecindario. Para desquitarse del joven Silverstein, se le ocurrió esperarlo al acecho una noche cuando saliera de la tienda y echarle la zancadilla. Cuando le echó la zancadilla aquella noche, llevaba preparadas dos piedras que escondió en sus puños y, cuando el pobre joven Silverstein cayó, se abalanzó sobre él y después con las dos piedras le cascó en las sienes. Ante su asombro, Silverstein no ofreció resistencia: ni siquiera cuando se levantó y le dio la oportunidad de ponerse de pie, se movió lo más mínimo Silverstein. Entonces Johnny se asustó y escapó corriendo. Debió de darse un susto de muerte, porque nunca más volvió: lo único que se volvió a saber de él fue que lo habían detenido en algún lugar del Oeste y lo habían metido en un reformatorio. Su madre, que era una mala puta irlandesa desaliñada y alegre, dijo que se lo tenía merecido y que pedía a Dios no volver a ponerle la vista encima. Cuando el joven Silverstein se recuperó, ya no era el mismo: la gente decía que había quedado un poco chiflado. En cambio, Joe Gerhardt volvió a adquirir preeminencia. Al parecer, había ido a ver al joven Silverstein, cuando éste estaba en cama, y le había pedido perdón de todo corazón. Aquél fue un acto de tal delicadeza, de tal elegancia, que se consideró a Joe Gerhardt casi como un caballero andante: el primero y único caballero del barrio. Era una palabra que nunca se había usado entre nosotros y ahora estaba en boca de todo el mundo y se consideraba una distinción ser un caballero. Recuerdo que aquella repentina transformación del derrotado Joe Gerhardt en un caballero me causó profunda impresión. Unos años después, cuando me trasladé a otro barrio y conocí a Claude de Lorraine, un muchacho francés, estaba preparado para entender y aceptar a «un caballero». Aquel Claude era un muchacho como no había conocido nunca antes. En el barrio anterior lo habrían considerado un mariquita: en primer lugar, hablaba demasiado bien, demasiado correctamente, demasiado educadamente, y, además, era demasiado considerado, demasiado cortés, demasiado galante. Y luego que, estando jugando con él, oírle ponerse a hablar francés, cuando llegaba su padre o su madre, nos producía algo así como un sobresalto. Alemán ya lo habíamos oído hablar y hablar alemán era una trasgresión permisible, pero, ¡francés! Pero, bueno, si hablar francés o incluso entenderlo, era ser completamente distinto, completamente aristocrático, infecto, distingué. Y, sin embargo, Claude era uno de los nuestros, tan bueno como nosotros en cualquier sentido, incluso un poquito mejor, teníamos que reconocerlo en secreto. Mas había un pero: ¡su francés! Nos enemistaba. No tenía derecho a vivir en nuestro barrio, a ser tan capaz y viril como era. Muchas veces, cuando su madre lo llamaba y después de que le hubiéramos dicho adiós, nos reuníamos en el solar y hablábamos de todo lo referente a la familia Lorraine. Nos preguntábamos qué comerían, por ejemplo, porque siendo franceses debían de tener costumbres diferentes de las nuestras. Nadie había puesto nunca los pies en casa de Claude de Lorraine: ése era otro hecho sospechoso y repugnante. ¿Por qué? ¿Qué ocultaban? Y, sin embargo, cuando se cruzaban con nosotros por la calle, siempre se mostraban muy cordiales, siempre sonreían, siempre hablaban inglés y, además, un inglés excelente. Solían hacernos sentir bastante avergonzados de nosotros mismos: eran superiores, eso era lo que pasaba. Y había otra cosa desconcertante: con los otros chicos, una pregunta directa recibía una respuesta directa, pero con Claude de Lorraine nunca había respuestas directas. Siempre sonreía con mucho encanto antes de responder y se mostraba muy sereno, calmado, empleaba una ironía y una burla que no alcanzábamos a entender. Era una espina que teníamos clavada, y, cuando por fin se fue a vivir a otro barrio, todos suspiramos aliviados. Por mi parte, hasta quizá diez o quince años después no pensé en aquel muchacho y en su extraño comportamiento elegante. Y fue entonces cuando tuve la impresión de que había cometido un gran error. Pues de pronto un día recordé que Claude de Lorraine se me había acercado en cierta ocasión para ganarse mi amistad evidentemente y yo lo había tratado con bastante arrogancia. En el momento en que pensé en aquel incidente, caí en la cuenta de repente de que Claude de Lorraine debió de ver algo diferente en mí y de que había tenido la intención de honrarme tendiéndome la mano de la amistad. Pero en aquella época tenía yo un código de honor — malo o bueno, es igual — que era el de seguir en el rebaño. Si me hubiera convertido en amigo del alma de Claude de Lorraine, habría traicionado a los otros chicos. Fueran cuales fuesen las ventajas que me hubiera podido proporcionar aquella amistad, no eran para mí; era uno de la pandilla y mi deber era mantenerme alejado de alguien como Claude de Lorraine. He de decir que volví a recordar aquel incidente después de un intervalo aún mayor: después de haber vivido en Francia unos meses y de que la palabra raisonable hubiera llegado a adquirir un significado totalmente nuevo para mí. De repente, un día, al oírla en labios de alguien al pasar, pensé en las ofertas de Claude de Lorraine en la calle enfrente de su casa. Recordé vividamente que había usado la palabra razonable. Probablemente me había pedido que fuera razonable, palabra que entonces nunca se me habría ocurrido pronunciar, ya que no la necesitaba en mi vocabulario. Era una palabra, como «caballero», que raras veces se empleaba y, si acaso, con gran discreción y circunspección. Era una palabra que podía hacer que los demás se rieran de uno. Había muchas palabras como ésa: realmente, por ejemplo. Ningún conocido mío había usado nunca la palabra realmente... hasta que no apareció Jack Lawson. La usaba porque sus padres eran ingleses, y, aunque nos reíamos de él, se la perdonábamos. Realmente era una palabra que me recordaba inmediatamente al pequeño Cari Ragner, del barrio anterior. Cari Ragner era el hijo único de un político que vivía en la callecita bastante distinguida llamada Fillmore Place. Vivía cerca del final de la calle en una casita de ladrillo rojo que siempre estaba cuidada divinamente. Recuerdo la casa porque, al pasar delante del camino de la escuela, solía observar lo bien bruñidos que estaban los pomos metálicos de la puerta. De hecho, nadie tenía pomos metálicos en la puerta. El caso es que el pequeño Cari Ragner era uno de esos muchachos a los que no permitían juntarse con otros chicos. En realidad, raras veces lo veíamos. Generalmente era un domingo cuando lo veíamos por un instante caminando con su padre. Si su padre no hubiese sido una figura influyente en el barrio, a Cari lo habrían apedreado hasta matarlo. Era verdaderamente insoportable, con su traje de los domingos. No sólo llevaba pantalones largos y zapatos de charol, sino que, además, lucía sombrero hongo y bastón. A los seis años de edad, un muchacho que se hubiera dejado vestir de ese modo tenía que ser un tonto: ésa era la opinión unánime. Algunos decían que era un enclenque, como si eso fuera una excusa para su excéntrica forma de vestir. Lo extraño es que ni una vez le oí hablar. Era tan elegante, que quizá se había imaginado que era de mala educación hablar en público. En cualquier caso, solía esperarlo al acecho los domingos por la mañana simplemente para verlo pasar con su viejo. Lo miraba con la misma curiosidad ávida con que miraba a los bomberos limpiar las máquinas en el cuartel. A veces, de vuelta a casa, llevaba una cajita de helado, la más pequeña que había y probablemente suficiente sólo para él, para postre. «Postre» era otra palabra con la que de algún modo nos habíamos familiarizado y que usábamos despectivamente, cuando nos referíamos a gente como Cari Ragner y su familia. Podíamos pasarnos horas preguntándonos qué comería de postre aquella gente, y nuestro placer, consistía principalmente en repetir aquella palabra recién descubierta, postre, que probablemente había salido de contrabando de la casa de los Ragner. Debió de ser también por aquella época cuando Santos Dumont se hizo famoso. Para nosotros en el nombre de Santos Dumont había algo grotesco. Sus proezas no nos interesaban... sólo el nombre. Para la mayoría de nosotros olía a azúcar, a plantaciones cubanas, a la extraña bandera cubana que tenía una estrella en un ángulo y que era muy apreciada siempre por los que coleccionaban los cromos que daban con los cigarrillos Sweet Caporal y en los que aparecían representadas bien las banderas de las diferentes naciones bien las actrices célebres o los púgiles famosos. Así, pues, Santos Dumont era algo deliciosamente extranjero, a diferencia de las personas u objetos extranjeros habituales, como la lavandería china, o la altiva familia de Claude de Lorraine. Santos Dumont era una expresión mágica que sugería un bello bigote ondeante, un sombrero, espuelas, algo etéreo, delicado, gracioso, quijotesco. A veces traía el aroma de granos de café y de esteras de paja, o por ser tan totalmente exótica y quijotesca, provocaba una digresión sobre la vida de los hotentotes. Pues entre nosotros había chicos mayores que estaban empezando a leer y que nos entretenían horas enteras con relatos fantásticos que habían sacado de libros como Ayesha o Under Two Flags. El auténtico sabor del conocimiento va asociado del modo más preciso en mi mente con el solar vacío de la esquina del nuevo barrio, donde me trasplantaron a la edad de diez años. Allí, cuando llegaban los días otoñales y nos reuníamos en torno a la hoguera a asar pajaritos y patatas en las latitas que llevábamos con nosotros, surgía otra clase de discusiones que diferían de las antiguas que había conocido en que sus orígenes eran siempre librescos. Alguien acababa de leer un libro de aventuras, o un libro científico, e inmediatamente toda la calle se animaba con la introducción de un tema desconocido hasta entonces. Podía ser que uno de aquellos chicos acabara de descubrir la existencia de la corriente japonesa e intentase explicarnos cómo se formó y cuál era su efecto. Ese era el único modo como aprendíamos las cosas: recostados contra la valla, por decirlo así, mientras asábamos pajaritos y patatas. Aquellos retazos de conocimiento penetraban profundamente... tan profundamente, de hecho, que más adelante, confrontados con un conocimiento exacto, muchas veces resultaba difícil desalojar el antiguo. Así, un día un chico mayor nos explicó que los egipcios conocían la circulación de la sangre, algo que nos parecía tan natural, que después nos resultó difícil de tragar la historia del descubrimiento de la circulación de la sangre por un inglés llamado Harvey. Tampoco me parece ahora extraño que en aquellos días la mayoría de nuestras conversaciones versaran sobre lugares remotos, como China, Perú, Egipto, África, Islandia, Groenlandia. Hablábamos de fantasmas, de Dios, de la transmigración de las almas, del infierno, de astronomía, de pájaros y peces extraños, de la formación de piedras preciosas, de las plantaciones de caucho, de métodos de tortura, de los aztecas y los incas, de la vida marina, de volcanes y terremotos, de ritos funerarios y ceremonias nupciales en diferentes partes de la tierra, de lenguas, del origen de la América india, de los búfalos que estaban extinguiéndose, de enfermedades extrañas, de canibalismo, de brujería, de asesinos y bandoleros, de los milagros de la Biblia, de alfarería, de mil y un objetos que nunca mencionaban en casa ni en la escuela y que eran de vital importancia para nosotros porque estábamos hambrientos de saber y el mundo estaba lleno de maravilla y misterio, y sólo cuando nos reuníamos en el solar vacío tiritando nos poníamos a hablar en serio y sentíamos la necesidad de comunicación, que era a un tiempo agradable y terrorífica. La maravilla y el misterio de la vida... ¡que sofocan en nosotros cuando nos convertimos en miembros responsables de la sociedad! Hasta que no nos obligaron a trabajar, el mundo era muy pequeño y vivíamos en su periferia, en la frontera, por decirlo así, de lo desconocido. Un pequeño mundo griego que, sin embargo, era lo bastante profundo para proporcionar toda clase de variaciones, toda clase de aventuras y especulaciones. Tampoco era tan pequeño, ya que tenía en reserva las potencialidades más ilimitadas. No he ganado nada con la ampliación de mi mundo: al contrario, he perdido. Quiero volverme cada vez más infantil, y superar la infancia en la dirección contraria. Quiero desarrollarme en el sentido contrario exactamente al normal, pasar a un dominio superinfantil del ser que será absolutamente demente y caótico, pero no al modo del mundo que me rodea. He sido adulto y padre y miembro responsable de la sociedad. Me he ganado el pan de cada día. Me he adaptado a un mundo que nunca fue mío. Quiero abrirme paso a través de este mundo más amplio y encontrarme de nuevo en la frontera de un mundo desconocido que arroje a las sombras este mundo descolorido, unilateral. Quiero pasar de la responsabilidad de padre a la irresponsabilidad del hombre anárquico, al que no se puede constreñir ni sobornar ni calumniar. Quiero adoptar como guía a Oberón, el jinete nocturno que bajo sus negras alas desplegadas, elimina tanto la belleza como el horror del pasado: quiero huir hacia una aurora perpetua con una rapidez y una inexorabilidad que no dejen posibilidad de remordimiento ni de lamentación ni de arrepentimiento. Quiero sobrepasar al hombre inventivo, que es un azote de la tierra, para encontrarme de nuevo ante un abismo infranqueable que ni siquiera las alas más robustas me permitan atravesar. Aun cuando deba convertirme en un parque salvaje y natural habitado sólo por soñadores ociosos, no he de detenerme a descansar aquí, en la estupidez ordenada de la vida adulta y responsable. He de hacerlo en memoria de una vida que no se puede comparar con la vida que se me prometió, en memoria de la vida de un niño al que asfixió y sofocó la aquiescencia mutua de los que habían cedido. Repudio todo lo que los padres y las madres crearon. Regreso a un mundo más pequeño aún que el mundo helénico, a un mundo que siempre puedo tocar con los brazos extendidos, el mundo de lo que sé y reconozco de un momento a otro. Cualquier otro mundo carece de sentido para mí, y es ajeno y hostil. Al volver a atravesar el primer mundo luminoso que conocí de niño, no deseo descansar en él, sino abrirme paso a la fuerza hasta un mundo más luminoso del que debo haber escapado. Cómo será ese mundo es algo que no sé, ni estoy seguro siquiera de que lo vaya a encontrar, pero es mi mundo y ninguna otra cosa me intriga.

El primer vislumbre, la primera comprensión, del nuevo mundo luminoso se produjo al conocer a Roy Hamilton. Contaba entonces veintitrés años, probablemente el peor año de toda mi vida. Me encontraba en tal estado de desesperación, que decidí irme de casa, y sólo pensaba y hablaba de California, donde había proyectado empezar una nueva vida. Tan violentamente soñaba con aquella nueva tierra prometida, que posteriormente, cuando había regresado de California, apenas recordaba la California que había visto, sino que pensaba y hablaba sólo de la California que había conocido en mis sueños. Justo antes de partir fue cuando conocí a Hamilton. Era posible, pero no seguro, que fuera medio hermano de mi antiguo amigo McGregor: hacía poco que se habían conocido, pues Roy, que había vivido la mayor parte de su vida en California, había tenido siempre la impresión de que su auténtico padre era el señor Hamilton y no el señor McGregor. De hecho, había venido al Este precisamente para desentrañar el misterio de su origen. Al parecer, la vida con los McGregor no lo había acercado a la solución del misterio. En realidad, parecía estar más perplejo que nunca después de haber conocido al hombre que, por lo que había deducido, debía de ser su padre legítimo. Estaba perplejo, como más adelante me confesó, porque en ninguno de los dos hombres podía encontrar parecido con el hombre que consideraba ser. Probablemente fuera aquel problema obsesivo de decidir a quién tomar por padre el que había estimulado el desarrollo de su propio carácter. Digo esto, porque inmediatamente después de que me lo presentasen, sentí que me encontraba ante un ser como no había conocido antes. Por la descripción que McGregor me había hecho de él, esperaba encontrarme con un individuo bastante «extraño», palabra que en boca de McGregor significaba ligeramente chiflado. Efectivamente, era extraño, pero tan profundamente sensato, que me sentí entusiasmado al instante. Por primera vez hablaba con un hombre que pasaba por encima del significado de las palabras e iba a la esencia misma de las cosas. Tuve la impresión de estar hablando con un filósofo, no un filósofo como los que había conocido gracias a los libros, sino un hombre que filosofaba constantemente... y que vivía la filosofía que exponía. Es decir, que no tenía teoría alguna, excepto la de penetrar hasta la esencia misma de las cosas y, a la luz de cada nueva revelación, vivir su vida de tal modo que hubiera un mínimo de desacuerdo entre las verdades que se le revelaban y la ejemplificación de dichas verdades en la acción. Naturalmente, su comportamiento era extraño para los que lo rodeaban. Sin embargo, no había sido extraño para los que lo conocieron en el Oeste, donde, según decía, estaba en su elemento. Al parecer, allí lo consideraban como un ser superior y le escuchaban con el mayor respeto, incluso con reverencia.

Lo conocí en medio de una lucha cuya importancia no aprecié hasta muchos años después. En aquella época no comprendía yo por qué atribuía tanta importancia al hecho de descubrir a su padre auténtico: de hecho, solía gastarle bromas a ese respecto porque la función del padre significaba poco para mí, ni la función de la madre, si vamos al caso. En Roy Hamilton vi la lucha heroica de un hombre que ya se había emancipado y, sin embargo, intentaba establecer un sólido vínculo biológico que no necesitaba lo más mínimo. Paradójicamente, aquel conflicto sobre el padre auténtico lo había convertido en un superpadre. Era un maestro y un modelo: bastaba con que abriera la boca para que yo comprendiese estar oyendo una sabiduría totalmente diferente de cualquier cosa que hasta entonces hubiera asociado con esa palabra. Sería fácil desecharlo por místico, pues indudablemente era un místico, pero era el primer místico que había conocido que sabía también mantenerse de pies a tierra. Era un místico que sabía inventar cosas prácticas, entre ellas un taladro del tipo que se necesitaba urgentemente para la industria petrolífera y con el que más adelante logró hacer una fortuna. Sin embargo, a causa de su extraña charla metafísica, nadie prestó atención en aquella época a su invento, que era muy práctico.

Hablaba continuamente de sí mismo y de su relación con el mundo que lo rodeaba, característica que daba la desafortunada impresión de que era simplemente un charlatán egotista. Incluso se decía, lo que no dejaba de ser cierto, que parecía más preocupado por la verdad de la paternidad del señor McGregor que por el señor McGregor, el padre. Lo que querían dar a entender era que no amaba realmente a su recién encontrada padre, sino que simplemente obtenía una profunda satisfacción personal con la verdad del descubrimiento, que estaba aprovechando aquel descubrimiento para autoensalzarse, como de costumbre. Desde luego, era profundamente cierto, porque el señor McGregor en carne y hueso era infinitamente menos que el señor McGregor como símbolo del padre perdido. Pero los McGregor no sabían nada de símbolos y nunca los habrían entendido, aunque se los hubieran explicado. Estaban haciendo un esfuerzo contradictorio para acoger al instante al hijo perdido desde hacía tanto tiempo y a la vez reducirlo a un nivel comprensible en el que pudieran captarlo, no como el «hijo perdido», sino simplemente como el hijo. Mientras que era evidente para cualquiera con dos dedos de frente que su hijo no era un hijo, sino una especie de padre espiritual, una especie de Cristo, diría yo, que estaba haciendo un esfuerzo de lo más valeroso para aceptar como carne y sangre aquello de lo que se había librado con toda claridad.

Así, pues, me sorprendió y halagó que aquel extraño individuo a quien yo consideraba con la más ardiente admiración me eligiese para confidente suyo. En comparación con él, yo era demasiado libresco, intelectual y mundano de modo equivocado. Pero casi inmediatamente deseché ese aspecto de mi naturaleza y me complací en la luz cálida e inmediata que su intuición profunda y natural de las cosas creaba. En su presencia tenía la impresión de estar desnudo o, mejor, descortezado, pues era mucho más que mera desnudez lo que exigía a la persona a la que hablaba. Al hablarme, se dirigía a un yo mío cuya existencia sólo había yo sospechado vagamente, el yo mío, por ejemplo, que surgía, cuando, de repente, al leer un libro, me daba cuenta de que había estado soñando. Pocos libros tenían esa virtud de colocarme en trance, ese trance de lucidez absoluta en que, sin saberlo, adopta uno las resoluciones más profundas. La conversación de Roy Hamilton tenía esa virtud. Me hacía estar más despierto que nunca, preternaturalmente despierto, sin desintegrar al mismo tiempo la trama del sueño. En otras palabras, atraía al germen del yo, al ser que tarde o temprano crecería más que la personalidad desnuda, la individualidad sintética, y me dejaría solo y solitario para realizar mi propio destino.

Nuestra charla era como un lenguaje secreto en medio del cual los demás se dormían o se esfumaban como fantasmas. A mi amigo McGregor le desconcertaba e irritaba: me conocía más íntimamente que ninguno de los otros tipos, pero nunca había encontrado en mí algo que correspondiera al personaje que ahora le mostraba. Decía que Roy Hamilton era una mala influencia, lo que también era profundamente cierto, ya que aquel encuentro inesperado con su medio hermano contribuyó más que nada a enemistarnos. Hamilton me abrió los ojos y me ofreció nuevos valores, y, aunque más adelante iba a perder la visión que me había legado, aun así nunca podría volver a ver el mundo, ni mis amigos, como lo había visto antes de su llegada. Hamilton me transformó profundamente, como sólo un libro raro, una personalidad rara, una experiencia rara, pueden transformarlo a uno. Por primera vez en mi vida entendí lo que era experimentar una amistad sin sentirse esclavizado ni apegado a causa de la experiencia. Después de que nos separáramos, nunca sentí la necesidad de su presencia efectiva: se había entregado completamente y lo poseí sin que me poseyera. Fue la primera experiencia clara y completa de amistad y nunca se repitió con ningún otro amigo. Era el símbolo personificado y, en consecuencia, enteramente satisfactorio y, por tanto, ya no necesario para mí. Él mismo entendía esto cabalmente. Quizá fuera el hecho de no tener padre lo que le impelió por el camino que conducía al conocimiento del yo, que es el proceso final de identificación con el mundo y, por consiguiente, la comprensión de la inutilidad de los vínculos. Desde luego, en su posición de entonces, en la plenitud total de autocomprensión, nadie era necesario para él, y menos que nadie el padre de carne y hueso que buscó en vano en el señor McGregor. Su venida al Este y su búsqueda de su padre auténtico debió de haber sido algo así como una prueba final, pues cuando se despidió, cuando renunció al señor McGregor y al señor

Hamilton, era como un hombre que se había purificado de toda la escoria. Nunca he visto a un hombre tan singular, tan totalmente solo y vivo y con tanta confianza en el futuro como Roy Hamilton, cuando se despidió. Y nunca he visto tanta confusión e incomprensión como la que dejó tras sí en la familia McGregor. Era como si hubiera muerto en medio de ellos, hubiese resucitado y estuviera despidiéndose de ellos como individuo enteramente nuevo, desconocido. Vuelvo a verlos en el pasaje, con las manos estúpida, irremediablemente vacías, llorando sin saber por qué, a no ser que fuese porque se veían privados de algo que nunca habían poseído. Me gusta considerarla simplemente así. Estaban perplejos y despojados, y vagamente, pero que muy vagamente conscientes de que se les había ofrecido una gran oportunidad que no habían tenido fuerza ni imaginación para aprovechar. Eso era lo que la estúpida y vacía agitación de las manos me indicaba: era un gesto más penoso de contemplar que nada de lo que puedo imaginar. Me hizo sentir la horrible inadecuación del mundo, cuando se encuentra frente a frente con la verdad. Me hizo sentir la estupidez del vínculo de sangre y del amor que no está imbuido de espiritualidad.

Miro atrás rápidamente y me vuelvo a ver en California. Estoy solo y trabajo como un esclavo en el naranjal de Chula Vista, ¿Estoy logrando lo que quería? Creo que no. Soy una persona muy desgraciada, desamparada, miserable. Parece que he perdido todo. De hecho, apenas soy una persona: estoy más cerca de un animal. Me paso todo el día de pie o caminando tras dos asnos que van uncidos a mi almádena. No tengo pensamientos, ni sueños, ni deseos. Estoy totalmente sano y vacío. Soy una nulidad. Estoy tan enteramente vivo y sano, que soy como la deliciosa y engañosa fruta que cuelga de los árboles californianos. Otro rayo de sol más y estaré podrido. Pourri avant d'etre muri!

¿Soy realmente yo el que se pudre bajo este luminoso sol de California? ¿Es que no queda nada de mí, de todo lo que era hasta este momento? Dejadme pensar un momento... Estuve en Arizona. Recuerdo ahora que ya era de noche cuando pisé por primera vez el suelo de Arizona. Había sólo la luz suficiente para percibir el último vislumbre de una meseta que se desvanecía. Voy caminando por la calle principal de un pueblecito cuyo nombre he olvidado. ¿Qué estoy haciendo en esta calle, en este pueblo? Pues, es que estoy enamorado de Arizona, una Arizona de la imaginación que busco en vano con los ojos. En el tren todavía llevaba conmigo la Arizona que había traído de Nueva York... incluso después de que hubiéramos cruzado la frontera del estado. ¿No había un puente sobre un cañón que me había sobresaltado y me había sacado de mi ensueño? ¿Un puente como no había visto antes, un puente natural creado por una erupción cataclismática, hacía miles de años? Y sobre aquel puente había visto cruzar a un hombre, un hombre que parecía un indio, e iba montado en un caballo y junto al estribo colgaba una gran alforja. Un puente natural y milenario que en el ocaso y con un aire tan claro parecía como el puente más joven y más nuevo imaginable. Y sobre aquel puente tan resistente, tan duradero, pasaba, Dios sea loado, simplemente un hombre y un caballo, nada más. Así, que eso era Arizona y Arizona no era una invención de la imaginación, sino sólo la cosa misma clara y totalmente aislada que era el sueño y el soñador mismo montado a caballo. Y, al pasar el tren, pongo pie en tierra y mi pie ha dejado un agujero profundo en el sueño: estoy en el pueblo de Arizona que figura en la guía y es simplemente la Arizona geográfica que cualquiera que tenga el dinero puede visitar. Voy caminando por la calle principal con una maleta y veo bocadillos de hamburguesas y oficinas de venta de bienes raíces. Me siento tan terriblemente engañado, que me echo a llorar. Ahora es de noche y estoy paseando al final de una calle, donde empieza el desierto, y lloro como un bobo. ¿Cuál yo es el que llora? Hombre, pues, es el nuevo y pequeño yo que había empezado a germinar allí, en Brooklin, y que está ahora en medio de un vasto desierto y condenado a perecer.

¡Ahora, Roy Hamilton, te necesito! Te necesito por un momento, sólo un momento, mientras me caigo a pedazos. Te necesito porque no estaba del todo preparado para hacer lo que he hecho. ¿Y acaso no recuerdo que me dijiste que no era necesario hacer el viaje, pero que lo hiciera, si debía hacerlo? ¿Por qué no me convenciste para que no fuese? Ah, convencer no fue nunca lo suyo. Y pedir consejo no fue nunca lo mío. Así, que aquí estoy, fracasado en el desierto, y el puente que era real está detrás de mí y lo irreal está ante mí y sólo Cristo sabe que estoy tan desconcertado y perplejo, que, si pudiera hundirme en la tierra y desaparecer, lo haría.

Rememoro rápidamente y veo otro hombre al que dejaron morir tranquilamente en el seno de su familia: mi padre. Entiendo mejor lo que le ocurrió, si me remonto muy, muy atrás y pienso en calles como Maujer, Conselyea, Humboldt... sobre todo, Humboldt. Esas calles pertenecían a un barrio que no quedaba demasiado lejos del nuestro, pero que era diferente, más fascinante, más misterioso. Sólo había estado una vez, de niño, en Humboldt Street y ya no recuerdo el motivo de aquella excursión, salvo que fuera el de visitar a algún pariente enfermo que se consumía en un hospital alemán. Pero la calle misma me dejó la impresión más duradera: por qué, no tengo la menor idea. Permanece en mi recuerdo como la calle más misteriosa y más prometedora que he visto nunca. Quizá cuando estábamos preparados para irnos hubiera prometido mi madre, como de costumbre, algo espectacular como recompensa por acompañarla. Siempre me estaba prometiendo cosas que nunca se hacían realidad. Quizás entonces, cuando llegué a Humboldt Street y contemplé aquel nuevo mundo con asombro, quizás olvidé completamente lo que me habían prometido y la calle misma se convirtió en la recompensa. Recuerdo que era muy ancha y que había porches muy altos, como no había visto nunca antes, a ambos lados de la calle. También recuerdo que en la tienda de una modista en el primer piso de una de aquellas casas extrañas había un busto en la ventana con un metro colgado al cuello y sé que aquella imagen me conmovió profundamente. Había nieve en el suelo, pero el sol brillaba con fuerza y recuerdo vividamente que alrededor del fondo de los cubos de basura que se habían helado había un charquito de agua dejado por la nieve al derretirse. La calle entera parecía derretirse en el radiante sol invernal. En las barandillas de los altos porches los montículos de nieve que habían formado tan bonitas almohadillas estaban ya empezando a deslizarse, a desintegrarse, dejando manchas oscuras de la piedra parda que estaba entonces muy en boga. Los rotulitos de cristal de los dentistas y médicos, colocados en los ángulos de las ventanas, lanzaban brillantes destellos con el sol del mediodía y me daban la sensación por primera vez de que aquellos consultorios quizá no fueran las cámaras de tortura que sabía que eran. Imaginé, a mi modo infantil, que en aquel barrio, en aquella calle especialmente, la gente era más amable, más expansiva, y, naturalmente, infinitamente más rica. Debí de expansionarme enormemente, a pesar de ser sólo un niño, porque por primera vez miraba una calle que parecía libre de terror. Era el tipo de calle amplia, lujosa, brillante, derretida, que más adelante, cuando empecé a leer a Dostoyevski, asocié con el deshielo de San Petersburgo. Hasta las casas eran de un estilo arquitectónico diferente; había algo semioriental en ellas, algo grandioso y cálido a un tiempo, que me asustaba y a la vez me intrigaba. En aquella calle ancha y espaciosa, vi que las casas estaban muy retiradas de la acera, descansando con calma y dignidad, en un orden que no desfiguraba la intercalación de tiendas y talleres y establos de veterinario. Vi una calle compuesta exclusivamente por residencias y me sentí lleno de reverencia y admiración. Recuerdo todo esto e indudablemente influyó en mí intensamente; sin embargo, nada de esto basta para explicar el extraño poder y atracción que la simple mención de Humboldt Street evoca todavía en mí. Algunos años después, volví de noche a mirar de nuevo aquella calle, y me sentí más turbado aún que cuando la había mirado la primera vez. Desde luego, el aspecto de la calle había cambiado, pero era de noche y la noche es siempre menos cruel que el día. Una vez más experimenté el extraño deleite de la espaciosidad, de aquel lujo que entonces estaba algo marchito, pero todavía seguía fragante, todavía se imponía irregularmente como en otro tiempo las barandillas de piedra parda habían destacado a través de la nieve que se deshacía. Sin embargo, lo más claro de todo era la sensación casi voluptuosa de estar al borde de un descubrimiento. Volví a sentir intensamente la presencia de mi madre, de las grandes mangas abultadas de su abrigo de piel, la cruel rapidez con que me había arrastrado por las calles años atrás y la terca tenacidad con que me había yo regalado la vista con todo lo nuevo y extraño. En aquella segunda visita me pareció recordar vagamente a otro personaje de mi infancia, la vieja ama de llaves a la que llamaban con el estrafalario nombre de señora Kicking. No recordaba que hubiera caído enferma, pero sí que parecía recordar que estábamos visitándola en el hospital donde estaba agonizando y que aquel hospital debía de estar cerca de Humboldt Street, la cual no estaba agonizando sino que estaba radiante en la nieve que se derretía con el sol invernal. Entonces, ¿qué era lo que me había prometido mi madre y que no he podido recordar desde entonces? Capaz como era de prometer cualquier cosa, quizás aquel día, en un momento de distracción, me había prometido algo tan disparatado, que ni siquiera yo con mi credulidad infantil podía tragármelo del todo. Y, aun así, si me hubiera prometido la luna, aunque sabía que no había ni que pensarlo, me habría esforzado por infundir a su promesa algo de fe. Deseaba desesperadamente todo lo que me prometían, y si, después de reflexionar comprendía que era claramente imposible, aun así intentaba a mi modo encontrar un medio de volver realizables esas promesas. Que la gente pudiera hacer promesas sin tener nunca la menor intención de cumplirlas era algo inimaginable para mí. Aun cuando me engañaban de la forma más cruel, seguía creyendo; descubría que algo extraordinario y totalmente ajeno a la voluntad de la otra persona había intervenido para dejar sin efecto la promesa.

Esa cuestión de la creencia, aquella antigua promesa que nunca se cumplió, es lo que me hace pensar en mi padre, que se vio abandonado en el momento de mayor necesidad. Hasta la época de su enfermedad, ni mi padre ni mi madre habían mostrado nunca la menor inclinación religiosa. Aunque siempre estaban defendiendo a la iglesia ante los demás, personalmente nunca pusieron los pies en una iglesia desde que se casaron. Consideraban un poco chiflados a los que iban a la iglesia con demasiada regularidad. La propia forma como decían: «Fulano de Tal es religioso», era suficiente para dar a entender el desdén y el desprecio, o bien la compasión, que sentían por esos individuos. Si de vez en cuando, a causa de nosotros, los niños, visitaba la casa el pastor inesperadamente, lo trataban como a alguien con quien estaban obligados a mostrar deferencia por cortesía normal pero con quien no tenían nada en común, de quien recelaban un poco, como representante, de hecho, de una especie a medio camino entre un bobo y un charlatán. A nosotros, por ejemplo, nos decían: «un hombre encantador», pero cuando llegaban sus amigos y empezaba el cotilleo, entonces se oían una clase de comentarios enteramente diferentes, acompañados generalmente por el estruendo de carcajadas despectivas e imitaciones disimuladas.

Mi padre cayó mortalmente enfermo a consecuencia de dejar de beber demasiado bruscamente. Durante toda su vida había sido un hombre sociable y simpático: había echado una barriga que le sentaba bien, tenía las mejillas llenitas y rojas como un tomate, sus modales eran suaves e indolentes, y parecía destinado a vivir hasta una edad avanzada, sano como una nuez. Pero, por debajo de aquella apariencia halagüeña y alegre, las cosas no iban nada bien. Sus negocios andaban mal, las deudas se iban acumulando, y ya algunos de sus amigos más antiguos estaban empezando a abandonarlo. La actitud de mi madre era lo que más le inquietaba. Ella lo veía todo muy negro y no se molestaba en ocultarlo. De vez en cuando se ponía histérica y empezaba a reñir con él violentamente, renegando en el lenguaje más vil, rompiendo platos y amenazando con marcharse para siempre. Total, que una mañana él se levantó decidido a no probar nunca más ni una gota de alcohol. Nadie creyó que lo dijera en serio: había habido otros en la familia que habían dejado de beber, que se habían pasado al agua, como decían, pero que pronto volvieron a caer. Nadie de la familia, y todos ellos lo habían intentado en diferentes momentos, había conseguido nunca volverse abstemio. Pero mi viejo era diferente. De dónde o cómo consiguió la fuerza para mantener su resolución, es algo que sólo Dios sabe. Me parece increíble, porque, si yo hubiera estado en su pellejo, habría bebido hasta la muerte. No así el viejo. Aquélla era la primera vez en su vida que había mostrado resolución con respecto a algo. Mi madre estaba tan asombrada que, como una idiota que era, empezó a burlarse de él, a echarle pullas sobre aquella resistencia que lamentablemente tanta falta le había hecho hasta entonces. Aun así, él se mantuvo en sus trece. Sus compañeros de bebida desaparecieron con bastante rapidez. En resumen, pronto se vio casi completamente aislado. Aquello debió de herirlo en lo vivo, pues antes de que hubieran pasado muchas semanas, cayó mortalmente enfermo y hubo que consultar al médico. Se recuperó un poco, lo suficiente para levantarse de la cama y andar, pero seguía muy enfermo. Decían que padecía de úlceras de estómago, aunque nadie estaba completamente seguro de lo que le aquejaba. Ahora bien, todo el mundo entendía que había cometido un error al dejar de beber tan bruscamente. Sin embargo, era demasiado tarde para regresar a un modo de vida moderado. Su estómago estaba tan débil, que ni siquiera toleraba un plato de sopa. Al cabo de dos meses, se había vuelto casi un esqueleto. Y viejo. Parecía un Lázaro recién salido de la tumba.

Un día mi madre me llevó aparte y con lágrimas en los ojos, me pidió que fuera a ver al médico de la familia y me enterase de la verdad sobre el estado de mi padre. El doctor Rausch había sido el médico de la familia durante años. Era un típico alemán chapado a la antigua, ya bastante cansado y extravagante después de años de ejercer y aun así incapaz de separarse de sus pacientes. A su estúpido modo teutónico, intentaba asustar a los pacientes menos graves para que no volvieran, intentaba curarlos a fuerza de discutir, por decirlo así. Cuando entrabas en su consulta, ni siquiera se molestaba en mirarte, sino que seguía escribiendo o con lo que quiera que estuviese haciendo, al tiempo que te bombardeaba a preguntas de un modo rutinario e insultante. Se comportaba con tanta rudeza, con tanta suspicacia, que por ridículo que pueda parecer, casi parecía esperar que sus pacientes trajeran no sólo sus dolencias, sino también la prueba de sus dolencias. Te hacía sentir que no sólo había algo físico que no funcionaba, sino también algo mental. «Eso son imaginaciones suyas», era su frase favorita, que espetaba con sarcasmo y mirando de soslayo maliciosamente. Conociéndolo como lo conocía, y detestándolo con toda el alma, fui preparado, es decir, con el análisis de laboratorio de las evacuaciones de mi padre. Llevaba también un análisis de orina en el bolsillo del abrigo, por si acaso exigía más pruebas.

Cuando era yo un niño, el doctor Rausch había mostrado cierto afecto por mí, pero desde el día en que fui a verlo con purgaciones había perdido la confianza en mí y siempre ponía cara avinagrada, cuando yo asomaba la jeta por la puerta. De tal palo, tal astilla, era su lema, y, en consecuencia, no me sorprendió cuando, en lugar de darme la información que le pedía, se puso a sermonearnos, a mí y al viejo al mismo tiempo, por nuestra forma de vida. «No se puede ir contra la Naturaleza», dijo haciendo una solemne mueca de desagrado, sin mirarme al pronunciar las palabras, sino haciendo alguna anotación inútil en su libreta. Me acerqué tranquilamente a su escritorio, me quedé a su lado un momento sin decir palabra, y después, cuando levantó la vista con su habitual expresión de aflicción e irritación, dije: «No he venido en busca de enseñanzas morales... quiero saber qué le pasa a mi padre.» Al oír aquello, dio un brinco y volviéndose hacia mí con su expresión más severa, dijo, como el estúpido y brutal alemán que era: «Tu padre no tiene ninguna posibilidad de recuperarse. Morirá antes de seis meses.» Dije: «Gracias, eso es lo único que quería saber», y me dirigí hacia la puerta. Entonces, como si hubiera comprendido que había cometido un error, me siguió con andar pesado y, poniéndome la mano al hombro, intentó modificar la declaración tosiendo y tartamudeando y diciendo que no era absolutamente seguro que fuera a morir, etcétera, lo que interrumpí bruscamente abriendo la puerta y gritándole, a pleno pulmón, para que los pacientes de la sala de espera lo oyesen: «Creo que es usted un viejo gilipuertas y espero que la diñe pronto. ¡Buenas noches!» Cuando llegué a casa, modifiqué el informe del doctor un poco diciendo que el estado de mi padre era muy grave, pero que, si se cuidaba mucho, saldría a flote perfectamente. Aquello pareció reanimar enormemente al viejo. Por su propia iniciativa, se puso a dieta de leche y bizcochos, cosa que, fuera o no lo que más le convenía, desde luego no le hizo daño. Siguió en estado de semiinvalidez durante un año, calmándose interiormente cada vez más a medida que pasaba el tiempo y decidido, al parecer, a no dejar que nada turbara su paz mental, nada, aunque se hundiese el mundo. A medida que recuperaba las fuerzas, le dio por dar un paseo diario hasta el cementerio, que quedaba cerca. Allí se sentaba en un banco al sol y miraba a los viejos pasar el tiempo por entre las tumbas. La proximidad de la tumba, en lugar de entristecerlo, parecía animarlo. Si acaso, parecía haberse reconciliado con la idea de su posible muerte, hecho que indudablemente hasta entonces se había negado a encarar. Muchas veces volvía a casa con flores que había cogido en el cementerio, con la cara rebosante de alegría serena, y, tras sentarse en el sillón, contaba la conversación que había tenido aquella mañana con uno de los otros valetudinarios que frecuentaban el cementerio. Al cabo de un tiempo, resultó evidente que estaba disfrutando verdaderamente de su reclusión, o mejor, no precisamente disfrutando, sino aprovechando profundamente la experiencia de un modo que la inteligencia de mi madre no podía comprender. Se estaba volviendo perezoso, era la forma como ella lo expresaba. A veces incluso lo expresaba de un modo más extremo, llevándose el dedo índice a la sien al hablar de él, pero sin decir nada a las claras a causa de mi hermana, que sin lugar a dudas estaba un poco mal de la cabeza.

Y luego, un día, por cortesía de una anciana viuda que visitaba la tumba de su hijo cada día y era, como decía mi madre, «religiosa», conoció a un ministro perteneciente a una de las iglesias vecinas. Aquél fue un acontecimiento trascendental en la vida del viejo. De repente, se abrió y floreció y la esponjita de su alma, que casi se había atrofiado por falta de alimento, adquirió proporciones tan tremendas que se volvió casi irreconocible. El hombre responsable de aquel cambio extraordinario en el viejo no tenía nada de extraordinario personalmente; era un ministro congregacionalista adscrito a una modesta parroquia pequeña que lindaba con nuestro barrio. Su única virtud era la de mantener su religión en segundo plano. El viejo no tardó en caer en una especie de idolatría de adolescente; no hablaba de otra cosa que de aquel ministro a quien consideraba su amigo. Como en su vida había abierto la Biblia, ni ningún otro libro, si vamos al caso, fue bastante asombroso, por no decir más, oírle pronunciar una corta oración antes de comer. Ejecutaba esa breve ceremonia de modo extraño, muy parecido al modo como se toma un tónico, por ejemplo. Si me recomendaba leer determinado capítulo de la Biblia, añadía muy en serio: «Te hará bien.» Era una nueva medicina que había descubierto, una especie de remedio de curandero que estaba garantizado para curar todas las enfermedades, porque, en cualquier caso, no podía hacer daño indudablemente. Asistía a todos los oficios, a todas las funciones que se celebraban en la iglesia, y entre uno y otro, cuando salía a dar un paseo, por ejemplo, se detenía en la casa del ministro y charlaba un poco con él. Si el ministro decía que el presidente era un alma buena y debía ser reelegido, el viejo repetía a todo el mundo exactamente lo que el ministro había dicho e instaba a todo el mundo a votar por la reelección del presidente. Dijera lo que dijese el ministro, era correcto y justo y nadie podía contradecirle. No hay duda de que fue una educación para el viejo. Si el ministro había citado las pirámides en su sermón, el viejo se ponía inmediatamente a informarse sobre las pirámides. Por la forma como hablaba de las pirámides, parecía como si todo el mundo le debiera haber llegado a conocer el tema. El ministro había dicho que las pirámides eran una de las glorias supremas del hombre, ergo, no saber de las pirámides era ser vergonzosamente ignorante, casi un pecador. Afortunadamente, el ministro no se extendía mucho sobre el tema del pecado: era de esos curas modernos que convencen a sus fieles más despertando su curiosidad que apelando a su conciencia. Sus sermones se parecían más a un curso de ampliación de escuela nocturna y, por tanto, para gente como el viejo eran muy entretenidos y estimulantes. De vez en cuando, invitaba a los miembros varones a un pequeño festín destinado a demostrar que el buen pastor era simplemente un hombre como ellos y, llegada la ocasión, podía disfrutar de una comida sabrosa e incluso de un vaso de cerveza. Además, se comentó que incluso cantaba: no himnos religiosos, sino cancioncillas alegres de la variedad popular. Atando cabos, de semejante comportamiento alegre se podía inferir incluso que de vez en cuando disfrutaba echando un polvete... siempre con moderación, desde luego. Esa era la palabra que fue como un bálsamo para el alma atormentada del viejo: «moderación». Fue como descubrir un nuevo signo del zodíaco. Y aunque todavía estaba demasiado enfermo como para volver a un modo de vida moderado, aun así le sentó bien a su alma. Y, por eso, cuando el tío Ned, que estaba continuamente pasándose al agua y volviendo a caer continuamente, vino a casa una noche, el viejo le echó un sermoncito sobre la virtud de la moderación. En aquel momento el tío Ned se había pasado al agua, de modo que, cuando el viejo, movido por sus propias palabras, fue de repente al aparador a buscar una garrafa de vino, todo el mundo se escandalizó. Nadie se había atrevido nunca a invitar al tío Ned a beber, cuando había dejado la bebida; atreverse a una cosa así constituía una grave falta de lealtad. Pero el viejo lo hizo con tal convicción, que nadie pudo ofenderse, y el resultado fue que el tío Ned se tomó su vasito de vino y se fue a casa aquella noche sin detenerse en un bar a apagar la sed. Fue un acontecimiento extraordinario, del que se habló mucho los días siguientes. De hecho, el tío Ned empezó a actuar de forma un poco extraña desde aquel día. Al parecer, el día siguiente fue a la bodega y compró una botella de jerez que vació en la garrafa. Colocó la garrafa en el aparador, como había visto hacer al viejo, y, en lugar de acabársela de un trago, se contentó con un vaso cada vez: «sólo una gotita», como él decía. Su comportamiento era tan extraordinario, que mi tía, que no podía dar crédito a sus ojos, vino un día a casa y sostuvo una larga conversación con el viejo.

Le pidió entre otras cosas, que invitara al ministro a su casa alguna tarde, para que el tío Ned tuviese oportunidad de caer bajo su benéfica influencia. En resumen, que Ned no tardó en entrar en la congregación y, como al viejo, la experiencia pareció sentarle muy bien. Todo fue sobre ruedas hasta el día de la excursión al campo. Desgraciadamente, fue un día excepcionalmente caluroso, y entre los juegos, la agitación, la hilaridad, al tío Ned le dio una sed tremenda. Hasta que no estuvo piripi, no observó alguien la regularidad y la frecuencia con que se acercaba al barril de cerveza. Entonces ya era demasiado tarde. Una vez en ese estado, no había quien pudiese con él. Ni siquiera el ministro pudo. Ned abandonó la excursión en silencio y se fue de parranda durante tres días y tres noches. Quizás habría durado más, si no hubiese tenido una pelea a puñetazos en el muelle, donde el vigilante nocturno lo encontró inconsciente. Lo llevaron al hospital con una contusión en la cabeza de la que no se recuperó. Al volver del entierro, el viejo dijo sin echar una lágrima: «Ned no sabía ser moderado. Ha sido culpa suya. En fin, ha pasado a mejor vida...»

Y, como para demostrar al ministro que no era de la misma pasta que el tío Ned, se volvió más asiduo en el cumplimiento de sus deberes para con la iglesia. Lo habían nombrado sacristán, cargo del que estaba extraordinariamente orgulloso y en virtud del cual se le permitía ayudar durante los oficios dominicales a hacer la colecta. Imaginar a mi viejo avanzando por el pasillo de una iglesia congregacionalista con la caja de la colecta en la mano; imaginarlo parado reverentemente ante el altar con la caja de la colecta mientras el ministro bendecía la ofrenda, me parece ahora algo tan increíble que apenas sé qué decir. Como contraste, me gusta imaginar al hombre que era cuando yo era un chavalín e iba a buscarlo al embarcadero un sábado a mediodía. En torno a la entrada del embarcadero había entonces tres bares que los sábados al mediodía estaban llenos de hombres que se habían parado a tomar un bocadillo y una jarra de cerveza en el mostrador. Vuelvo a ver al viejo, tal como era a los treinta años, una persona sana, afable, con una sonrisa para todo el mundo y una ocurrencia agradable para pasar el tiempo, vuelvo a verlo con el brazo apoyado en la barra, con la mano izquierda alzada para beber la cerveza espumeante. Mis ojos quedaban entonces a la altura de la pesada cadena de oro que le atravesaba el chaleco; recuerdo el traje escocés que llevaba en verano y la distinción que le daba entre los otros hombres del bar que no habían tenido la suerte de nacer sastres. Recuerdo cómo metía la mano en la gran fuente de cristal y me daba unas galletas saladas, al tiempo que me decía que fuese a mirar el marcador del escaparate del Brooklin Times, que quedaba cerca. Y quizás, al salir corriendo a ver quién iba ganando, pasara cerca del bordillo una hilera de ciclistas por la pequeña franja de asfalto reservada para ellos. Quizás estuviese llegando al muelle el transbordador y me paraba un momento a mirar a los hombres uniformados tirando de las enormes ruedas de madera a que estaban sujetas las cadenas. Cuando abrían las puertas de par en par y ponían las pasarelas, una multitud se precipitaba por el cobertizo y se dirigía hacia los bares que adornaban las esquinas más cercanas. Aquélla era la época en que el viejo sabía el significado de la «moderación», cuando bebía porque sentía verdadera sed, y beber una jarra de cerveza junto al embarcadero era prerrogativa de un hombre. Entonces era como tan bien ha dicho Melville: «Da a todas las cosas el alimento que les conviene... es decir, en caso de que sea asequible. El alimento de tu alma es luz y espacio; así, pues, aliméntala con luz y espacio. Pero la comida para el cuerpo es champán y ostras; así, pues, aliméntalo con champán y ostras; y de ese modo merecerá una gozosa resurrección, en caso de que la haya.» Sí, me parece que entonces el alma del viejo no se había marchitado todavía, que estaba rodeada de luz y espacio interminables y que su cuerpo, sin preocuparse de la resurrección, se alimentaba con todo lo conveniente y asequible: si no champán y ostras, por lo menos buena cerveza y galletitas saladas. Entonces su cuerpo no estaba condenado, ni su modo de vida, ni su falta de fe. Tampoco estaba todavía rodeado de buitres, sino sólo de buenos camaradas, comunes mortales como él que no miraban ni hacia arriba ni hacia abajo sino al frente, con los ojos siempre fijos en el horizonte y satisfechos de lo que veían.

Y ahora, hecho una ruina, se ha convertido en un sacristán de la iglesia y se para ante el altar, encanecido, encorvado y ajado, mientras el ministro da su bendición a la mezquina colecta que se destinará para construir una nueva bolera. Quizá necesitara experimentar el nacimiento del alma, para alimentar aquel tumor en forma de esponja con la luz y el espacio que la iglesia congregacionalista ofrecía. Pero qué pobre sustitutivo para un hombre que había conocido los placeres de la comida que el cuerpo apetecía y que, sin remordimientos de conciencia, había colmado hasta su alma, parecida a una esponja, con una luz y un espacio profanos, pero radiantes y terrestres. Pienso de nuevo en su decorosa barriguita sobre la que llevaba atada la gruesa cadena de oro y me parece que con la muerte de su panza sólo quedó con vida la esponja de un alma, una especie de apéndice de su muerte corporal. Pienso en el ministro que lo había tragado como una especie de devorador de esponjas inhumano, el guardián de un wigwam cubierto de escalpelos espirituales. Pienso en lo que siguió a continuación como una especie de tragedia en esponjas, pues, aunque prometió luz y espacio, tan pronto como desapareció de la vida de mi padre, todo el etéreo edificio se desplomó. Todo ocurrió del modo más corriente y natural. Una noche, tras la reunión habitual de los hombres, el viejo vino a casa con semblante apenado. Le habían comunicado aquella noche que el ministro los dejaba. Le habían ofrecido un puesto más ventajoso en el municipio de New Rochelle y, a pesar de su gran renuencia a abandonar a sus fieles, había decidido aceptarlo tras mucho meditarlo: en otras palabras, como un deber. Iba a significar ingresos mayores, desde luego, pero eso no era nada en comparación con las graves responsabilidades que iba a asumir. Lo necesitaban en New Rochelle y obedecía a la voz de su conciencia. El viejo contó todo eso con la misma mojigatería con que el ministro había pronunciado sus palabras. Pero en seguida se vio claro que el viejo se sentía herido. No lograba entender por qué no podían encontrar otro ministro en New Rochelle. Dijo que no era justo tentar al ministro con un salario mejor. Lo necesitamos aquí, dijo desconsolado, con tal tristeza que casi sentí ganas de llorar. Añadió que iba a hablar francamente con el ministro, que, si alguien podía convencerlo para que se quedara, era él. Ciertamente, los días siguientes hizo todo lo que pudo, ante el gran embarazo del ministro sin duda alguna. Era penoso ver la expresión de desconcierto con que volvía de aquellas conferencias. Era la expresión de un hombre que intentara agarrarse a una paja para no ahogarse. Naturalmente, el ministro siguió en sus trece. Ni siquiera cuando el viejo se derrumbó y se echó a llorar delante de él pudo inducirle a cambiar de idea. Aquél fue el momento crucial. Desde aquel momento el viejo experimentó un cambio radical. Pareció amargarse y volverse displicente. No sólo olvidó bendecir la mesa, sino que, además, se abstuvo de ir a la iglesia. Volvió a su antigua costumbre de ir al cementerio a tomar el sol en un banco. Se volvió adusto, luego melancólico, y, por último, apareció en su rostro una expresión de tristeza permanente, una tristeza teñida de desilusión, de desesperación, de futilidad. No volvió a mencionar el nombre del ministro, ni la iglesia, ni a ninguno de los sacristanes con los que en otro tiempo había estado asociado. Si por casualidad se los cruzaba en la calle, les daba los buenos días sin pararse a estrecharles la mano. Leía los periódicos asiduamente, desde la primera página hasta la última, sin hacer comentarios. Hasta los anuncios leía, sin dejarse ninguno, como sí intentara taponar un enorme agujero que tuviese ante los ojos constantemente. No volví a verle reír nunca más. Como máximo, nos mostraba una especie de sonrisa cansada, desesperanzada, una sonrisa que se desvanecía al instante y que nos ofrecía el espectáculo de una vida extinta. Estaba muerto como un cráter, muerto sin la menor esperanza de resurrección. Ni aunque le hubiesen dado un estómago nuevo o un nuevo y resistente tracto intestinal, habría sido posible devolverlo de nuevo a la vida. Había dejado atrás el aliciente del champán y las ostras, la necesidad de luz y espacio. Era como el dodo, que entierra la cabeza en la arena y pía por el culo. Cuando se quedaba dormido en la poltrona, se le caía la mandíbula inferior como un gozne que se hubiera soltado; siempre había roncado lo suyo, pero entonces roncaba más fuerte que nunca, como un hombre que estuviera verdaderamente muerto para el mundo. De hecho, sus ronquidos se parecían mucho al estertor de la muerte, salvo que se veían interrumpidos por un silbido prolongado e intermitente como el de los vendedores de cacahuetes. Cuando roncaba, parecía estar desmenuzando el universo entero para que nosotros, los que lo sucedíamos, tuviéramos suficiente leña para toda la vida. Era el ronquido más horrible y fascinante que he oído en mi vida: era estertoroso y estentóreo, mórbido y grotesco; a veces era como un acordeón al plegarse, otras veces como una rana croando en las ciénagas; a un prolongado silbido seguía a veces un resuello espantoso, como si estuviera entregando el alma, después volvía a subidas y bajadas regulares, a un tajar constante y sordo como si estuviese desnudo hasta la cintura, con un hacha en la mano, ante la locura acumulada de todo el batiburrillo de este mundo. Lo que daba a aquellos espectáculos un carácter ligeramente demencial era la expresión de momia de la cara en que sólo los grandes belfos cobraban vida, eran como las branquias de un tiburón en la superficie del océano en calma. Roncaba como un bendito en el seno de las profundidades, sin que lo molestara un sueño ni una corriente, nunca inquieto, nunca importunado por un deseo insatisfecho; cuando cerraba los ojos y se desplomaba, la luz del mundo se iba y quedaba solo como antes de nacer, un cosmos que se desintegraba. Estaba allí sentado en su poltrona como Jonás debió de estar sentado en el cuerpo de la ballena, seguro en el último refugio de una mazmorra, sin esperar nada, sin desear nada, no muerto sino enterrado vivo, tragado entero e ileso, con los gruesos belfos oscilando suavemente con el flujo y el reflujo del blanco aliento del vacío. Estaba en la tierra de Nod buscando a Caín y a Abel pero sin encontrar a un ser vivo, ni una palabra, ni un signo. Se sumergía con la ballena y rascaba el helado y negro fondo; recorría millas y millas a toda velocidad, guiado exclusivamente por las lanudas crines de los animales submarinos. Era el humo que salía en volutas por las chimeneas, las densas capas de nubes que oscurecían la luna, el espeso légamo que formaba el resbaladizo suelo de linóleo de las profundidades oceánicas. Estaba más muerto que los muertos por estar vivo y vacío, más allá de cualquier esperanza de resurrección, en el sentido de que había traspasado los límites de la luz y el espacio y estaba cobijado con seguridad en el negro agujero de la nada. Era más digno de envidia que de compasión, pues su sueño no era una calma pasajera ni un intervalo, sino el sueño mismo que es el abismo y, por eso, al dormir se hundía, se hundía cada vez más en el sueño al dormir, en la más honda profundidad profundamente dormido, el más profundo y más dulce de los sueños del sueño. Estaba dormido. Está dormido. Estará dormido. Duerme. Duerme. Padre, duerme, te lo ruego, porque los que estamos despiertos bullimos de horror...

Con el mundo que se alejaba revoloteando en las últimas alas de un ronquido sordo veo abrirse la puerta para dar paso a Grover Watrous. «¡Cristo sea con vosotros!», dice arrastrando su pie deforme. Ya es un joven hecho y derecho y ha encontrado a Dios. Sólo hay un Dios y Grover Watrous lo ha encontrado, así que no hay nada más que decir, excepto que todo tiene que volver a decirse en el nuevo lenguaje de Dios que habla Grover Watrous. Ese nuevo y brillante lenguaje que Dios inventó especialmente para Grover Watrous me intriga enormemente, primero porque siempre había considerado a Grover un redomado zoquete, segundo porque noto que ya no tiene manchas de tabaco en sus ágiles dedos. Cuando éramos niños, Grover vivía en la puerta contigua a la nuestra. Me visitaba de vez en cuando para practicar un dúo conmigo. A pesar de que sólo tenía catorce o quince años, fumaba como un carretero. Su madre no podía hacer nada para impedirlo, porque Grover era un genio y un genio tenía que tener un poco de libertad, sobre todo cuando además tenía la mala suerte de haber nacido con un pie deforme. Grover era el tipo de genio que florece en la suciedad. No sólo tenía manchas de nicotina en los dedos, sino que llevaba las uñas negras de porquería que se le rompían tras horas de practicar, por lo que imponían a Grover la cautivadora obligación de arrancárselas con los dientes. Grover solía escupir uñas rotas junto con partículas de tabaco que se le quedaban entre los dedos. Era delicioso y estimulante. Los cigarrillos dejaban agujeros quemados en el piano y, como observaba mi madre críticamente, deslustraban las teclas. Cuando Grover se marchaba, la sala apestaba como la trastienda de una funeraria. Apestaba a cigarrillos apagados, a sudor, a ropa sucia, a los tacos de Grover y al calor seco que dejaban las mortecinas notas de Weber, Berlioz, Liszt y compañía. Apestaba también al oído supurante de Grover y a sus dientes cariados. Apestaba a los mimos y lloriqueos de su madre. Su propia casa era un establo divinamente apropiado para su genio, pero el salón de nuestra casa era como la sala de espera de una funeraria y Grover era un zafio que ni siquiera sabía lavarse los pies. En invierno la nariz le goteaba como una alcantarilla y Grover, por estar demasiado absorto en su música para preocuparse de limpiarse la nariz, dejaba chorrear el moco frío hasta que le llegaba a los labios donde una blanca lengua muy larga lo chupaba. A la flatulenta música de Weber, Berlioz, Liszt y compañía añadía una salsa picante que volvía tolerables a esas mediocridades. De cada dos palabras que salían de los labios de Grover una era un taco, y una expresión frecuente era: «No hay modo de que me salga bien este trozo de los cojones.» A veces se enfadaba tanto, que se ponía a aporrear el piano con los puños como un loco. Era su genio que le salía por donde no debía. De hecho, su madre atribuía gran importancia a aquellos arrebatos de cólera; la convencían de que llevaba algo dentro. La otra gente decía sencillamente que Grover era insoportable. No obstante, se le perdonaban muchas cosas por su pie deforme. Grover era lo bastante taimado como para aprovecharse de aquel defecto; siempre que quería algo a toda costa, le daba dolor en el pie. El piano era el único que no podía respetar aquel miembro tullido. Así, pues, el piano era un objeto al que maldecir y dar patadas y aporrear hasta hacerlo añicos. En cambio, si estaba en forma, Grover se pasaba horas sentado al piano; de hecho, no había quien lo arrancara de él. En esas ocasiones su madre se quedaba parada en el césped delante de la casa y acechaba a los vecinos para sacarles unas palabras de elogio. Se quedaba tan embelesada con la «divina» interpretación de su hijo, que olvidaba hacer la comida. El viejo, que trabajaba en las alcantarillas, solía llegar a casa malhumorado y hambriento. A veces subía directamente a la sala y arrancaba de un tirón a Grover del piano. También él usaba un vocabulario bastante grosero y cuando se lo soltaba al genio de su hijo, no le quedaba a Grover gran cosa que decir. En opinión del viejo, Grover era sencillamente un hijoputa holgazán que era capaz de hacer mucho ruido. De vez en cuando amenazaba con tirar el piano de los cojones por la ventana... y a Grover con él. Si la madre era lo bastante temeraria como para intervenir durante esas escenas, él le daba un bofetón y le decía que se fuera a la mierda. También tenía sus momentos de debilidad, naturalmente, y entonces preguntaba a Grover qué matraqueaba, y si éste decía, por ejemplo «hombre, pues, la sonata Pathétique», el viejo buitre decía: «¿Qué diablos significa eso? ¿Por qué no lo expresan en cristiano?» La ignorancia del viejo era más insoportable todavía para Grover que su brutalidad. Sentía auténtica vergüenza de su viejo y, cuando éste no estaba delante, lo ridiculizaba sin piedad. Cuando se hizo un poco mayor, solía insinuar que no habría nacido con un pie deforme, si el viejo no hubiese sido tan cabrón y despreciable. Decía que el viejo debía de haber dado una patada a su madre en el vientre, cuando estaba encinta. Esa supuesta patada en el vientre debió de haber afectado a Grover de diversas formas, pues cuando llegó a ser un joven hecho y derecho, como decía, se entregó a Dios con tal pasión, que no podías sonarte la nariz delante de él sin pedir permiso a Dios primero.

La conversión de Grover se produjo inmediatamente después de que el viejo se desinflase, y por eso es por lo que me he acordado de ella. Nadie había visto a los Watrous por unos años y después, en medio de un maldito ronquido, podríamos decir, allí entró Grover pavoneándose, impartiendo bendiciones e invocando a Dios como testigo mientras se remangaba las mangas para librarnos del mal. Lo que primero noté en él fue el cambio en su apariencia personal; se había lavado en la sangre del cordero. Estaba tan inmaculado, realmente, que casi emanaba de él un perfume. También su lenguaje se había limpiado; en lugar de blasfemias feroces, ahora sólo había bendiciones e invocaciones. No era una conversación lo que sostenía con nosotros, sino un monólogo en que, si había alguna pregunta, él mismo la contestaba. Al tomar el asiento que se le ofrecía, dijo con la agilidad de una liebre que Dios había entregado a su amado Hijo único para que pudiéramos disfrutar de vida eterna. ¿Queríamos realmente esa vida eterna... o íbamos a limitarnos a revolearnos en los goces de la carne y a vivir sin conocer la salvación? La incongruencia de mencionar los «goces de la carne» a una pareja entrada en años, uno de cuyos miembros estaba profundamente dormido y roncando, no se le pasó por la cabeza, desde luego. Estaba tan vivo y alborozado en el primer acceso de la misericordiosa gracia de Dios, que debió de haber olvidado que mi hermana estaba mochales, pues, sin siquiera preguntar cómo estaba, empezó a arengarla con aquella palabrería espiritual recién descubierta, a la que ella era enteramente impenetrable, porque, como digo, le faltaban tantos tornillos, que, si hubiera estado hablando de espinacas picadas, le habría causado el mismo efecto. Una frase como «los placeres de la carne» significaba para ella algo así como un bello día con una sombrilla roja. Por la forma como estaba sentada al borde de la silla y moviendo la cabeza, yo veía que lo único que esperaba era que él se parase a recobrar aliento para contarle que el pastor - su pastor, que era un episcopalista— acababa de regresar de Europa y que iba a haber una tómbola en el sótano de la iglesia en la que ella ocuparía una caseta llena de tapetes procedentes de las rebajas de los almacenes. De hecho, es cuanto él hizo una pausa, le soltó todo el rollo: sobre los canales de Venecia, la nieve de los Alpes, los coches de dos ruedas de Bruselas, el extraordinario liverwurst de Munich. No sólo era religiosa, mi hermana; es que estaba completamente chiflada. Grover acababa de decir algo sobre que había visto un nueva cielo y una nueva tierra... pues el primer cielo y la primera tierra habían llegado a su fin, dijo, mascullando las palabras en una especie de glissando para revelar un mensaje profético sobre la Nueva Jerusalén que Dios había establecido en la tierra y en que él, Grover Watrous, que en otro tiempo había usado un lenguaje grosero y había estado desfigurado por un pie deforme, había encontrado la paz y la calma de los justos. «No habrá más muerte...», empezó a gritar, cuando mi hermana se inclinó hacia delante y preguntó con toda inocencia si le gustaba jugar a los bolos, ya que el pastor acababa de instalar una bolera muy bonita en el sótano de la iglesia y sabía que le gustaría ver a Grover, pues era un hombre encantador y bondadoso con los pobres. Grover dijo que jugar a los bolos era pecado y que él no pertenecía a ninguna iglesia porque Dios lo necesitaba para cosas más elevadas. «El que se supere heredará todas las cosas», añadió, «y yo seré su Dios, y él será mi hijo». Volvió a hacer una pausa para sonarse la nariz en un pañuelo blanco muy bonito, con lo que mi hermana aprovechó la ocasión para recordarle que en otro tiempo siempre le goteaba la nariz pero que nunca se limpiaba. Grover la escuchó muy solemnemente y después observó que se había curado de muchos malos hábitos. En aquel momento el viejo se despertó y, al ver a Grover en persona sentado junto a él, se asustó mucho y por unos momentos pareció que no estaba seguro de si Grover era un fenómeno mórbido del sueño o una alucinación, pero la vista del pañuelo blanco le devolvió la lucidez. «¡Ah, eres tú!», exclamó. «El chico de los Watrous, ¿verdad? Bueno, hombre, ¿y qué haces aquí, por todos los santos?»

— He venido en nombre del Santo de Santos —dijo Grover tan campante — . Me ha purificado la muerte en el Calvario y estoy aquí en el dulce nombre de Cristo para que os redimáis y caminéis en la luz, el poder y la gloria.

El viejo pareció aturdido. «Pero, hombre, ¿qué es lo que te ha pasado?», dijo, mostrando a Grover una débil sonrisa consoladora. Mi madre acababa de llegar de la cocina y se había quedado junto a la silla de Grover. Estaba haciendo una mueca con la boca para intentar dar a entender al viejo que Grover estaba chalado. Hasta mi hermana pareció darse cuenta de que algo raro le pasaba, sobre todo cuando se negó a visitar la nueva bolera que su encantador pastor había instalado expresamente para los jóvenes como Grover.

¿Qué le pasaba a Grover? Nada, excepto que tenía los pies plantados sólidamente en el quinto cimiento de la gran muralla de la Ciudad Santa de Jerusalén, el quinto cimiento compuesto enteramente de sardónice, desde el que dominaba la vista de un río puro de agua de vida, que brotaba del trono de Dios. Y la vista de ese río de la vida era para Grover como la picadura de mil pulgas en el colon inferior. Hasta que no hubiera dado por lo menos siete vueltas a la tierra corriendo no iba a poder sentarse tranquilamente a observar la ceguera y la indiferencia de los hombres con alguna ecuanimidad. Estaba vivo y purificado, y aunque, para los espíritus indolentes y sucios de los cuerdos, estaba «chiflado», a mí me pareció que estaba mejor así que antes. Era un pelmazo que no podía hacerte daño. Si le escuchabas durante largo rato, te purificabas un poco, aunque quizá no quedaras convencido. El nuevo lenguaje brillante de Grover siempre se me metía hasta el diafragma y, mediante una risa excesiva, me limpiaba la basura acumulada por la indolente cordura que me rodeaba. Estaba vivo como Ponce de León había esperado estar vivo; vivo como sólo unos pocos hombres lo han estado. Y, al estar vivo de un modo no natural, le importaba un comino que te rieras en sus narices, ni le habría importado que le hubieses robado las pocas posesiones que tenía. Estaba vivo y vacío, lo que es tan próximo a Dios que es demencial.

Con los pies sólidamente plantados en la gran muralla de la Nueva Jerusalén, Grover conocía un gozo inconmensurable. Quizá si no hubiera nacido con un pie deforme, no habría conocido ese gozo increíble. Quizás hubiese sido una suerte que su padre hubiera dado una patada a su madre en el vientre, mientras Grover estaba todavía en la matriz. Tal vez hubiese sido aquella patada en el vientre lo que le había hecho elevarse, lo que lo había vuelto tan completamente vivo y despierto, que hasta en el sueño pronunciaba mensajes de Dios. Cuanto más duramente trabajaba, menos cansado se sentía. Ya no tenía preocupaciones, ni remordimientos, ni recuerdos desgarradores. No reconocía deberes, ni obligaciones, salvo los que tenía para con Dios. ¿Y qué esperaba Dios de él? Nada, nada... excepto que cantara alabanzas de Él. Dios sólo pedía a Grover Watrous que se revelara vivo en la carne. Sólo le pedía que estuviese cada vez más vivo. Y cuando estaba plenamente vivo, Grover era una voz y esa voz era un diluvio que reducía todas las cosas a caos y ese caos, a su vez, se convirtió en la boca del mundo en cuyo centro mismo estaba el verbo ser. En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Así, que Dios era ese extraño y pequeño infinitivo que es lo único que hay... ¿y es que no es bastante? Para Grover era más que suficiente: era todo. A partir de ese Verbo, ¿qué más daba el camino que siguiera? Separarse del Verbo era alejarse del centro, erigir una Babel. Quizá Dios hubiera lisiado deliberadamente a Grover Watrous para mantenerlo en el centro, en el Verbo. Mediante una cuerda invisible Dios mantenía a Grover Watrous sujeto a su estaca, que pasaba por el corazón del mundo, y Grover se convirtió en la gorda gansa que ponía un huevo de oro cada día.

¿Por qué escribo sobre Grover Watrous? Porque he conocido a millares de personas y ninguna de ellas estaba tan viva como él. La mayoría de ellas eran más inteligentes, muchas de ellas eran brillantes, algunas eran famosas incluso, pero ninguna estaba viva y vacía como Grover. Grover era infatigable. Era como un trocito de radio que, aunque se lo sepulte bajo una montaña, no pierde su poder de emitir energía. Había visto antes muchas personas de las llamadas enérgicas —¿acaso no está América llena de ellas?—, pero nunca, en forma de ser humano, un depósito de energía. ¿Y qué era lo que creaba ese depósito inagotable de energía? Una iluminación. Sí, ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, que es la única forma como ocurre algo importante. De la noche a la mañana Grover tiró por la borda sus valores preconcebidos. De repente, dejó de moverse como los demás. Echó el freno y dejó el motor en marcha. Si en otro tiempo, como otra gente, había pensado que era necesario llegar a algún sitio, ahora sabía que un sitio era cualquier sitio y, por tanto, aquí mismo, así que, ¿a santo de qué moverse? ¿Por qué no aparcar el coche y mantener el motor en marcha? Entretanto, la propia tierra se está moviendo y Grover sabía que estaba girando y que él estaba girando con ella. ¿Va la tierra a algún sitio? Indudablemente, Grover debió de hacerse esta pregunta e indudablemente debió de haberse convencido de que no iba a ningún sitio. Entonces, ¿quién había dicho que debíamos llegar a algún sitio? Grover preguntaba a unos y a otros hacia dónde se dirigían y lo extraño era que, aunque todos se dirigían a sus destinos individuales, ninguno de ellos se detuvo nunca a pensar que el único destino inevitable, igual para todos, era la tumba. Eso asombró a Grover porque nadie podía convencerlo de que la muerte no era una cosa segura, mientras que nadie podía convencer a nadie de que cualquier otro destino no fuera cosa segura. Convencido de la absoluta seguridad de la muerte, Grover se volvió de repente tremenda y arrolladoramente vivo. Por primera vez en su vida empezó a vivir, y al mismo tiempo el pie deforme desapareció completamente de su conciencia. Esto es algo extraño también, si uno lo piensa, porque el pie deforme, exactamente igual que la muerte, era otro hecho ineluctable. Y, sin embargo, el pie deforme desapareció de su mente, o, lo que es más importante, todo lo que había unido al pie deforme. Del mismo modo, al haber aceptado la muerte, también la muerte desapareció de la mente de Grover. Al haber aceptado la certeza de la muerte, todas las incertidumbres desaparecieron. Ahora el resto del mundo iba cojeando con incertidumbres de pie deforme, y Grover Watrous era el único que estaba libre y no impedido. Grover Watrous era la personificación de la certeza. Podía estar equivocado, pero estaba seguro. ¿Y de qué sirve estar en lo cierto, si tiene uno que ir cojeando o con un pie deforme? Sólo unos pocos hombres han comprendido alguna vez esta verdad y sus nombres han pasado a ser grandes. Probablemente Grover Watrous no llegará a ser conocido, pero no por ello deja de ser grande. Probablemente ésa sea la razón por la que escribo sobre él: el simple hecho de que tuve suficiente juicio para comprender que Grover había alcanzado la grandeza, aunque nadie vaya a admitirlo. En aquella época pensaba simplemente que Grover era un fanático inofensivo, sí, un poco «chiflado», como insinuaba mi madre. Pero todos los hombres que habían captado la verdad de la certeza estaban un poco chiflados y ésos son los únicos hombres que han realizado algo para el mundo. Otros hombres, otros grandes hombres, han destruido un poco por aquí y por allá, pero esos pocos de que hablo, y entre los cuales incluyo a Grover Watrous, eran capaces de destruirlo todo para que la verdad viviera. Generalmente esos hombres habían nacido con un impedimento, con un pie deforme, por decirlo así, y por una extraña ironía lo único que los hombres recuerdan es el pie deforme. Si un hombre como Grover queda desposeído de su pie deforme, el mundo dice que ha llegado a estar «poseso». Esa es la lógica de la incertidumbre y su fruto es la miseria. Grover fue el único ser auténticamente alegre que conocí en mi vida y, en consecuencia, esto es un pequeño monumento que estoy erigiendo en su memoria, en memoria de esa certidumbre alegre. Es una lástima que tuviera que usar a Cristo de muleta, pero es que, ¿qué importa cómo se llegue a la verdad, con tal de que la captemos y vivamos gracias a ella?