Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio nunca hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía en seguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara.
Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal, etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo.
Desde el principio mismo debí de haberme ejercitado en no desear nada demasiado ardientemente. Desde el principio mismo, fui independiente, pero de forma falsa. No necesitaba a nadie porque quería ser libre, libre para hacer y dar sólo lo que dictaran mis caprichos. En cuanto esperaban algo de mí o me lo pedían, me plantaba. Esa fue la forma que adoptó mi independencia. En otras palabras, estaba corrompido, corrompido desde el principio. Como si mi madre me hubiera amamantado con veneno, y, aunque me destetó pronto, el veneno permaneció en mi organismo. Parece ser que, incluso cuando me destetó, me mostré completamente indiferente; la mayoría de los niños se rebelan, o fingen rebelarse, pero a mí me importaba un comino. Era un filósofo, siendo todavía un niño de mantillas. Estaba contra la vida, por principio. ¿Qué principio? El principio de la futilidad. Todos los que me rodeaban luchaban sin cesar. Por mi parte, nunca hice un esfuerzo. Si parecía que hacía un esfuerzo, era sólo para agradar a alguien; en el fondo, me importaba un bledo. Y si pudierais decirme por qué había de ser así, lo negaría, porque nací con una vena de maldad y nada puede suprimirla. Más adelante, cuando ya había crecido, me enteré de que les costó un trabajo de mil demonios sacarme de la matriz. Lo entiendo perfectamente. ¿A santo dequé moverse? ¿A son de qué salir de un lugar agradable y cálido, un refugio acogedor donde te ofrecen todo gratis? El recuerdo más temprano que tengo es el del frío, la nieve y el hielo en el arroyo, de la escarcha en los cristales de las ventanas, del helor de las verdes paredes maderosas de la cocina. ¿Por qué vive la gente en los rudos climas de las zonas templadas, como las llaman impropiamente? Porque la gente es idiota por naturaleza, perezosa por naturaleza, cobarde por naturaleza. Hasta que no cumplí diez años, nunca me di cuenta de que existían países «cálidos», lugares donde no tenías que ganarte la vida con el sudor de la frente ni tintar y fingir que era tónico y estimulante. En todos los sitios donde hace frío hay gente que se mata a trabajar y, cuando tienen hijos, les predican el evangelio del trabajo, que, en el fondo, no es sino la doctrina de la inercia. Mi familia estaba formada por nórdicos puros, es decir, idiotas. Suyas eran todas las ideas equivocadas que se hayan podido exponer en este mundo. Una de ellas era la doctrina de la limpieza, por no hablar de la de la probidad. Eran penosamente limpios. Pero por dentro apestaban. Ni una sola vez habían abierto la puerta que conduce hasta el alma; ni una sola vez se les ocurrió dar un salto a ciegas en la oscuridad. Después de comer, se lavaban los platos con presteza y se colocaban en la alacena; después de haber leído el periódico, se plegaba cuidadosamente y se guardaba en un estante; después de lavar la ropa, se planchaba y doblaba y luego se guardaba en los cajones. Todo se hacía pensando en el mañana, pero el mañana nunca llegaba. El presente sólo era un puente, y en él siguen gimiendo, como el mundo, y ni a un solo idiota se le ocurre volar el puente.
Mi amargura me impulsa con frecuencia a buscar razones para condenarlos, para mejor condenarme a mí mismo. Pues soy como ellos también, en muchos sentidos. Durante mucho tiempo creía que había escapado, pero con el paso del tiempo veo que no soy mejor, que soy un poco peor incluso, porque yo vi siempre las cosas con mayor claridad que ellos y, sin embargo, seguí siendo incapaz de cambiar mi vida. Cuando rememoro mi vida, me parece que nunca he hecho nada por mi propia voluntad, sino siempre apremiado por otros. A menudo la gente me toma por un aventurero; nada podría estar más alejado de la verdad. Mis aventuras han sido siempre casuales, siempre impuestas, siempre sufridas en lugar de emprendidas. Pertenezco por esencia a ese pueblo nórdico, altivo y jactancioso que nunca ha tenido el menor sentido de la aventura, a pesar de lo cual ha recorrido la Tierra y la ha vuelto del revés, esparciendo vestigios y ruinas por todas partes. Espíritus inquietos, pero no aventureros. Espíritus agonizantes, incapaces de vivir en el presente. Vergonzosos cobardes, todos ellos, yo incluido. Pues sólo existe una gran aventura y es hacia dentro, hacia uno mismo, y para ésa ni el tiempo ni el espacio ni los actos, siquiera, importan.
Cada ciertos años estuve a punto de hacer ese descubrimiento, pero fue muy propio de mí que siempre consiguiera escurrir el bulto. Si intento pensar en una buena excusa, la única que se me ocurre es el ambiente, las calles que conocí y la gente que vivía en ellas. No puedo pensar en calle alguna de América, ni en persona alguna que viva en ella, capaces de enseñarle a uno el camino que conduce al descubrimiento de sí mismo. He recorrido las calles de muchos países del mundo, pero en ninguna parte me he sentido tan degradado y humillado como en América. Pienso en todas las calles de América combinadas y como formando una enorme letrina, una letrina del espíritu en que todo se ve aspirado hacia abajo, drenado y convertido en mierda eterna. Sobre esa letrina el espíritu del trabajo agita una varita mágica; palacios y fábricas surgen juntos, y fábricas de municiones y de productos químicos y acerías y sanatorios y prisiones y manicomios. El continente entero es una pesadilla que produce la mayor miseria para el mayor número. Yo era uno solo, una sola entidad en medio de la mayor francachela de riqueza y felicidad (riqueza estadística, felicidad estadística), pero nunca conocí a un hombre que fuera verdaderamente rico ni verdaderamente feliz. Yo por lo menos sabía que era desgraciado, que era pobre, que estaba desarraigado, que desentonaba. Ese era mi único consuelo, mi única alegría. Pero no bastaban. Habría sido mejor para mi paz espiritual, para mi alma, que hubiera expresado mi rebelión a las claras, que hubiese ido a la cárcel, que me hubiese podrido y hubiese muerto en ella. Habría sido mejor que, como el loco Czolgosz, hubiera matado a tiros a algún honrado presidente McKinley, a algún alma apacible e insignificante como ésa que nunca hubiese hecho el menor daño a nadie. Porque en el fondo de mi corazón anidaba un asesino: quería ver a América destruida, arrasada de arriba abajo. Quería verlo suceder por pura venganza, como expiación por los crímenes que cometían contra mí y contra otros como yo que nunca han sido capaces de alzar la voz y expresar su odio, su rebelión, su legítima sed de sangre.
Yo era el producto maligno de un suelo maligno. Si no fuera imperecedero, el «yo» de que escribo habría quedado destruido hace mucho tiempo. A algunos esto puede parecerles una invención, pero lo que quiera que imagine haber ocurrido sucedió efectivamente, por lo menos para mí. La Historia puede negarlo, ya que no he participado en la historia de mi pueblo, pero aun cuando todo lo que digo sea falso, parcial, rencoroso, malévolo, aun cuando sea yo un mentiroso y un envenenador, aun así es la verdad y tendrán que tragarla.
En cuanto a lo que sucedió...
Todo lo que ocurre, cuando tiene importancia, es contradictorio por naturaleza. Hasta que no apareció aquella para la que escribo esto, pensaba que las soluciones para todas las cosas se encontraban en algún lugar exterior, en la vida, como se suele decir. Cuando la conocí, pensé que estaba aprehendiendo la vida, aprehendiendo algo en que podría hincar el diente. En lugar de eso, la vida se me escapó de las manos completamente. Extendí los brazos en busca de algo a que apegarme... y no encontré nada. Pero, al hacerlo, con el esfuerzo por aterrarme, por apegarme, a pesar de haber quedado desamparado, descubrí algo que no había buscado: a mí mismo. Descubrí que lo que había deseado toda mi vida no era vivir —si se llama vida a lo que otros hacen — , sino expresarme. Comprendí que nunca había sentido el menor interés por vivir, sino sólo por lo que ahora estoy haciendo, algo que es paralelo a la vida, pertenece a ella al mismo tiempo, y la sobrepasa. Lo verdadero me interesa poco o nada, y tampoco lo real, siquiera; sólo me interesa lo que imagino ser, lo que había asfixiado día a día para vivir. Que muera hoy o mañana carece de importancia para mí, nunca la ha tenido, pero que ni siquiera hoy, tras años de esfuerzo, pueda decir lo que pienso y siento... eso sí que me preocupa, me irrita. Desde la infancia me veo tras la pista de ese espectro, sin disfrutar de nada, sin desear otra cosa que ese poder, esa capacidad. Todo lo demás es mentira: todo lo que haya hecho o dicho en cualquier época que no tuviera relación con eso. Y ésa es, en gran medida, la mayor parte de mi vida.
Yo era una contradicción en esencia, como se suele decir. La gente me consideraba serio y de altas miras, o alegre e imprudente, o sincero y formal, o descuidado y despreocupado. Era todo eso a la vez... y algo más, algo que nadie sospechaba, yo menos que nadie. Cuando era un niño de seis o siete años, solía sentarme en la mesa de trabajo de mi abuelo y leer para él, mientras cosía. Lo recuerdo vivamente en los momentos en que, apretando la plancha caliente contra la costura de una chaqueta, se quedaba con una mano sobre la otra y miraba soñador por la ventana. Recuerdo la expresión de su cara, cuando se quedaba soñando así, mejor que el contenido de los libros que leía, mejor que las conversaciones que sosteníamos o que los juegos en que participaba en la calle. Solía preguntarme con qué estaría soñando, qué era lo que le hacía quedarse así ensimismado. Todavía no había yo aprendido a soñar despierto. Siempre estaba lúcido, en el presente, y entero. Su ensueño me fascinaba. Sabía que no tenía relación con lo que estaba haciendo, que no pensaba lo más mínimo en ninguno de nosotros, que estaba solo y estando solo se sentía libre. Yo nunca me sentía solo, y menos que nunca cuando estaba solo. Me parecía que siempre estaba acompañado; era como una migaja de un gran queso, que era el mundo, supongo, aunque nunca me detuve a pensarlo. Pero sé que nunca existí separado, nunca pensé que fuera yo el gran queso, por decirlo así. De modo que, incluso cuando tenía razones para sentirme desdichado, para quejarme, para llorar, tenía la ilusión de participar en una desdicha común, universal. Cuando lloraba, el mundo entero lloraba: y así lo imaginaba. Muy raras veces lloraba. La mayoría de las veces estaba contento, me divertía. Me divertía porque, como he dicho antes, en realidad todo me importaba tres cojones. Estaba convencido de que, si las cosas me salían mal, le salían mal a todo el mundo. Y generalmente las cosas sólo salían mal cuando uno se preocupaba demasiado. Eso se me quedó grabado desde muy niño. Por ejemplo, recuerdo el caso de mi amigo de la infancia Jack Lawson. Durante todo un año estuvo en cama víctima de los peores sufrimientos. Era mi mejor amigo, o por lo menos eso decía la gente. Bueno, pues, al principio probablemente lo compadecía y quizá de vez en cuando pasaba por su casa para preguntar por él, pero al cabo de un mes o dos me volví completamente insensible a su sufrimiento. Me decía que tenía que morir y que cuanto antes mejor, y, después de haber pensado eso, actué en consecuencia, es decir, que muy pronto lo olvidé, lo abandoné a su suerte. Por aquel entonces sólo contaba doce años y recuerdo que me sentí orgulloso de mi decisión. También recuerdo el entierro... lo vergonzoso que fue. Allí estaban, amigos y parientes, todos congregados en torno al féretro y todos ellos llorando a gritos como monos enfermos. La madre, sobre todo, me daba cien patadas. Era una persona rara, espiritual, adepta de la Christian Science, creo, y, aunque no creía en la enfermedad ni en la muerte tampoco, armó tal escándalo, que era como para que el propio Cristo se hubiera alzado de la tumba. Pero, ¡su amado Jack, no! No, Jack yacía allí frío como el hielo y rígido y sordo a sus llamadas. Estaba muerto y la cosa no tenía vuelta de hoja. Yo lo sabía y me alegraba. No desperdicié lágrimas en relación con ello. No podía decir que había pasado a mejor vida porque, al fin y al cabo, su «él» había desaparecido. El se había ido y con él los sufrimientos que había soportado y el dolor que involuntariamente había causado a otros. «¡Amén!», dije para mis adentros, y acto seguido, como estaba ligeramente emocionado, me tiré un sonoro pedo... justo al lado del ataúd.
Eso de tomar las cosas en serio... recuerdo que no me apareció hasta la época en que me enamoré por primera vez. Y ni siquiera entonces me las tomaba demasiado en serio. Si lo hubiera hecho verdaderamente, no estaría ahora aquí escribiendo sobre eso: habría muerto de pena, o me habría ahorcado. Fue una mala experiencia porque me enseñó a vivir una mentira. Me enseñó a sonreír cuando no lo deseaba, a trabajar cuando no creía en el trabajo, a vivir cuando carecía de razón para seguir viviendo. Incluso cuando la hube olvidado, conservé la costumbre de hacer aquello en lo que no creía.
Desde el principio todo era caos, como he dicho. Pero a veces llegué a estar tan cerca del centro, del núcleo de la confusión, que me asombra que no explotara todo a mi alrededor.
Es costumbre achacar todo a la guerra. Yo digo que la guerra no tuvo nada que ver conmigo, con mi vida. En una época en que otros conseguían puestos cómodos, yo pasaba de un empleo miserable a otro, sin ganar nunca lo suficiente para subsistir. Casi tan rápidamente como me contrataban me despedían. Me sobraba inteligencia, pero inspiraba desconfianza. Dondequiera que fuese fomentaba discordia: no porque fuera idealista, sino porque era como un reflector que revelaba la estupidez y futilidad de todo. Además, no era un buen lameculos. Eso me marcaba, indudablemente. Cuando solicitaba trabajo, notaban al instante que me importaba un comino que me lo dieran o no. Y, naturalmente, por lo general me lo negaban. Pero al cabo de un tiempo el simple hecho de buscar trabajo se convirtió en una actividad, en un pasatiempo, por decirlo así. Me presentaba y me ofrecía para cualquier cosa. Era una forma de matar el tiempo: no peor, por lo que veía, que el propio trabajo. Era mi propio jefe y tenía mi horario propio, pero, a diferencia de otros jefes, provocaba mi propia ruina, mi propia bancarrota. No era una sociedad ni un consorcio ni un estado ni una federación o comunidad de naciones: si a algo me parecía, era a Dios.
Aquella situación se prolongó desde mediados de la guerra aproximadamente hasta... pues, hasta un día en que caí en la trampa. Por fin llegó un día en que deseé de verdad y desesperadamente un trabajo. Lo necesitaba. Como no tenía un minuto que perder, decidí coger el peor trabajo del mundo, el de repartidor de telegramas. Entré en la oficina de personal de la compañía de telégrafos —la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica— hacia el anochecer, dispuesto a pasar por el aro. Acababa de salir de la biblioteca pública y llevaba bajo el brazo unos libros voluminosos sobre economía y metafísica. Para mi gran asombro, me negaron el empleo.
El tipo que me rechazó era un enano que estaba a cargo del conmutador. Pareció tomarme por un estudiante universitario, a pesar de que en mi solicitud quedaba claro que hacía mucho tiempo que había acabado los estudios. Incluso me había adornado en la solicitud con el título de licenciado en filosofía por la Universidad de Columbia. Al parecer, el enano que me había rechazado lo había pasado por alto o bien le había parecido sospechoso. Me enfurecí, tanto más cuanto que por una vez en mi vida solicitaba trabajo en serio. No sólo eso, sino que, además me había tragado mi orgullo, que en cierto sentido es bastante grande. Naturalmente, mi mujer me obsequió con sus habituales mirada y sonrisa despectivas. Dijo que me había limitado a hacerlo por cumplir. Me fui a la cama pensando en ello, irritado todavía, y a medida que pasaba la noche, aumentaba mi enojo. El hecho de tener una mujer y una hija a quienes mantener no era lo que más me preocupaba; la gente no te ofrecía empleos porque tuvieras una familia a la que alimentar, eso lo entendía perfectamente. No, lo que me irritaba era que me hubiesen rechazado a mí, a Henry V. Miller, a un individuo competente, superior, que había solicitado el empleo más humilde del mundo. Aquello me indignaba. No podía sobreponerme. Por la mañana me levanté muy temprano, me afeité, me puse mis mejores ropas y salí al galope hacia el metro. Me dirigí inmediatamente a las oficinas principales de la compañía de telégrafos... hasta el piso vigésimo quinto o dondequiera que tuviesen sus despachos el presidente y los vicepresidentes. Dije que deseaba ver al presidente. Naturalmente, el presidente estaba o bien de viaje o bien demasiado ocupado para recibirme, pero, ¿no me importaría ver al vicepresidente o, mejor, a su secretario? Vi al secretario del vicepresidente, un tipo inteligente y considerado, y le eché un rapapolvo. Lo hice con habilidad, sin acalorarme demasiado, pero dándole a entender que no les iba a resultar tan fácil deshacerse de mí.
Cuando cogió el teléfono y preguntó por el director general, pensé que se trataba de una simple broma y que iban a hacerme danzar de uno a otro hasta que me hartara. Pero cuando le oí hablar, cambié de opinión. Cuando llegué al despacho del director general, que estaba en otro edificio de la parte alta de la ciudad, me estaban esperando. Me senté en un cómodo sillón de cuero y acepté uno de los grandes puros que me ofrecieron. Aquel individuo pareció interesarse al instante por la cuestión.
Quería que le contara todo, hasta el último detalle, con sus grandes orejas peludas aguzadas para captar hasta la menor información que justificase algo que estaba tomando forma en su chola. Comprendí que el azar me había convertido en el instrumento que él necesitaba. Le dejé que me sonsacara lo que cuadrase con su idea, sin dejar de observar en ningún momento de dónde soplaba el viento. Y, a medida que avanzaba la conversación, iba notando que cada vez se entusiasmaba más conmigo. ¡Por fin me mostraba alguien un poco de confianza! Eso era lo único que necesitaba para soltar uno de mis rollos favoritos. Pues, después de años de buscar trabajo, me había convertido en un experto naturalmente; sabía no sólo lo que no había que decir, sino también lo que había que dar a entender, lo que había que insinuar. No tardó en llamar al subdirector general y le pidió que escuchara mi historia. Para entonces ya sabía yo cuál era la historia. Entendí que Hymie —«ese cabrito judío», como lo llamaba el director general— no tenía por qué dárselas de director de personal. Hymie había usurpado esa prerrogativa, eso estaba claro. También estaba claro que Hymie era judío y que los judíos no le caían nada bien al director general, ni al señor Twilliger, el vicepresidente, que era una espina clavada en la carne del director general.
Quizá fuera Hymie, «ese cabrito judío», el responsable del alto porcentaje de judíos en el cuerpo de repartidores de telegramas. Tal vez fuese Hymie realmente quien daba trabajo en la oficina de personal... en Sunset Place, según dijeron. Deduje que era una oportunidad excelente para el señor Clancy, el director general, para bajar los humos a un tal señor Burns, quien, según me informó, hacía treinta años que era director de personal y evidentemente estaba descuidando sus obligaciones.
La conferencia duró varias horas. Antes de que acabara, el señor Clancy me llevó aparte y me informó de que me iba a hacer jefe del cotarro. Sin embargo, antes de entrar en funciones, me iba a pedir como favor especial, y también como una especie de aprendizaje que me sería muy útil, que trabajara de repartidor especial. Recibiría el sueldo de director de personal, pero me lo pagarían de una cuenta aparte. En resumen, tenía que pasar de una oficina a otra y observar la forma como llevaban los asuntos todos y cada uno. De vez en cuando debía hacer un pequeño informe sobre cómo iban las cosas. Y una que otra vez, me sugirió, había de visitarlo en su casa en secreto y charlaríamos un poco sobre la situación en las ciento una sucursales de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Nueva York. En otras palabras, iba a ser un espía durante unos meses y después me pondría a manejar el cotarro. Tal vez me hicieran también director general algún día, o vicepresidente. Era una oferta tentadora, a pesar de ir envuelta en mucha mierda. Dije que sí.
Unos meses después estaba sentado en Sunset Place contratando y despidiendo como un demonio. Era un matadero, ¡palabra! Algo que no tenía el menor sentido. Un desperdicio de hombres, material y esfuerzo. Una farsa horrible sobre un telón de fondo de sudor y miseria. Pero así como había aceptado espiar, así también acepté contratar y despedir y todo lo que llevaba consigo. Dije que sí a todo. Si el vicepresidente ordenaba no contratar a inválidos, no contrataba a inválidos. Si el superintendente decía que había que despedir sin avisar a todos los repartidores mayores de cuarenta y cinco años, los despedía sin avisar. Hacía todo lo que me ordenaban, pero de modo que tuvieran que pagarlo. Cuando había huelga, me cruzaba de brazos y esperaba a que pasase. Pero primero procuraba que les costara sus buenos cuartos. El sistema entero estaba tan podrido, era tan inhumano, tan asqueroso, tan irremediablemente corrompido y complicado, que habría hecho falta un genio para darle un poco de sentido o poner orden en él, por no hablar de bondad o consideración humanas. Yo estaba contra todo el sistema laboral americano, que está podrido por ambos extremos. Era la quinta rueda del vagón y ninguno de los dos bandos me utilizaba sino para explotarme. De hecho, todo el mundo se veía explotado: el presidente y su cuadrilla por los poderes invisibles, los empleados por los ejecutivos, y así sucesivamente v por turno, sin parar, de cabo a rabo de la compañía. Desde mi perchita en Sunset Place, podía observar a vista de pájaro toda la sociedad americana. Era como una página de la guía de teléfonos. Alfabética, numérica, estadísticamente, tenía sentido. Pero, cuando la mirabas de cerca, cuando examinabas las páginas por separado, o las partes por separado, cuando examinabas a un solo individuo y lo que lo constituía, el aire que respiraba, la vida que llevaba, los riesgos que corría, veías algo tan inmundo y degradante, tan bajo, tan miserable, tan absolutamente desesperante y sin sentido, que era peor que mirar dentro de un volcán. Podías ver la vida americana en conjunto: económica, política, moral, espiritual, artística, estadística, patológicamente. Parecía un gran chancro en una picha gastada. En realidad, parecía algo peor que eso, porque ya ni siquiera podías ver algo que se pareciese a una picha. Quizás en el pasado aquello hubiera tenido vida, hubiese producido algo, hubiera proporcionado por lo menos un momento de placer, un estremecimiento momentáneo. Pero, al mirarlo desde donde estaba yo sentado, parecía más podrido que el queso más agusanado. Lo asombroso era que su hedor no los matara... Uso tiempos de pretérito constantemente, pero, desde luego, ahora es lo mismo, quizá un poco peor incluso. Por lo menos, ahora sentimos todo el hedor.
Para cuando Valeska entró en escena, ya había yo contratado varios cuerpos de ejército de repartidores. Mi despacho en Sunset Place era como una alcantarilla abierta, y apestaba como tal. Me había metido en la trinchera de primera línea y recibía desde todos lados a la vez. Para empezar, el hombre a quien había quitado el puesto, murió de pena unas semanas después de mi llegada. Resistió lo suficiente para ponerme al corriente y después la diñó. Las cosas ocurrían tan deprisa, que no tuve oportunidad de sentirme culpable. Desde el momento en que llegaba a la oficina, era un largo pandemónium ininterrumpido. Una hora antes de mi llegada —siempre llegaba tarde—, el local ya estaba atestado de solicitantes. Tenía que abrirme paso a codazos escaleras arriba y abrirme camino a la fuerza, literalmente, para poder entrar. Hymie lo pasaba peor que yo, porque estaba fijo en la barricada. Antes de que pudiera quitarme el sombrero, tenía que responder a una docena de llamadas telefónicas. En mi mesa había tres teléfonos y todos sonaban a la vez. Empezaban a tocarme los cojones con sus gritos, antes incluso de que me hubiese sentado a trabajar. Ni siquiera había tiempo para jiñar... hasta las cinco o las seis de la tarde. Hymie lo pasaba peor que yo porque no podía moverse del conmutador. Permanecía sentado a él desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, cambiando volantes de sitio. Un volante era un repartidor prestado por una oficina a otra oficina por todo el día o por parte de él. Ninguna de las ciento una oficinas tenía nunca el personal completo; Hymie tenía que jugar al ajedrez con los volantes, mientras yo trabajaba como un loco para llenar los huecos. Si por milagro conseguía un día cubrir todas las vacantes, a la mañana siguiente encontraba la misma situación exactamente... o peor. Quizás el veinte por ciento del cuerpo fuesen fijos; los demás eran vagabundos. Los fijos ahuyentaban a los nuevos. Los fijos ganaban de cuarenta a cincuenta dólares por semana, a veces sesenta o setenta y cinco, a veces hasta cien dólares por semana, lo que quiere decir que ganaban mucho más que los oficinistas y muchas veces más que sus propios directores. En cuanto a los nuevos, les resultaba difícil ganar diez dólares a la semana. Algunos de ellos trabajaban una hora y renunciaban, y muchas veces tiraban un fajo de telegramas al cubo de la basura o por una alcantarilla. Y siempre que se iban, querían su paga inmediatamente, lo que era imposible, porque en la complicada contabilidad establecida, nadie podía saber lo que había ganado un repartidor hasta pasados diez días por lo menos. Al principio, invitaba al solicitante a sentarse a mi lado y le explicaba todo detalladamente. Hice eso hasta que perdí la voz. Pronto aprendí a reservar mis fuerzas para el interrogatorio necesario. En primer lugar, uno de cada dos muchachos era un mentiroso nato, si no un pillo encima. Muchos de ellos ya habían sido contratados y despedidos varias veces. Algunos lo consideraban un medio excelente de encontrar otro empleo, porque sus tareas les abrían las puertas de centenares de oficinas en las que, normalmente, nunca habrían puesto los pies. Afortunadamente, McGovern, el viejo de confianza que guardaba la puerta y repartía los formularios de solicitud, tenía ojos de lince. Y además estaban los gruesos registros detrás de mí, en que había una ficha de todos los solicitantes que habían pasado por la cárcel. Los registros se parecían a un archivo de la policía; estaban llenos de marcas en tinta roja, que indicaban tal o cual delito. A juzgar por aquellas pruebas, me encontraba en un lugar de aúpa. Uno de cada dos nombres estaba relacionado con un robo, un fraude, una riña, o demencia o perversión o cretinismo. «Ten cuidado: ¡Fulano de Tal es epiléptico!» «No contrates a ese hombre: ¡es negro!» «Ándate con ojo: X ha estado en Dannemora o bien en Sing-Sing.»
Si hubiera sido un hueso con la etiqueta, nunca se habría contratado a nadie. Tuve que aprender rápidamente, y no de los archivos ni de quienes me rodeaban, sino de la experiencia. Había mil y un detalles por los que juzgar a un solicitante: tenía que observarlos todos a un tiempo, y rápidamente, porque en un solo y corto día, aun cuando seas tan rápido como Jack Robinson, sólo puedes contratar a un número determinado y no más. Y por muchos que contratara, nunca bastaban. El día siguiente iba a haber que empezar de nuevo. Sabía que algunos sólo iban a durar un día, pero tenía que contratarlos igualmente. El sistema fallaba desde el principio al fin, pero no era a mí a quien correspondía criticarlo. Lo que me incumbía era contratar y despedir. Me encontraba en el centro de una plataforma giratoria lanzada a tal velocidad, que nada podía permanecer de pie. Lo que se necesitaba era un mecánico, pero, según la lógica de los superiores, no había ninguna avería en el mecanismo, todo funcionaba a las mil maravillas, sólo que había un desorden momentáneo. Y el desorden momentáneo causaba epilepsia, robo, vandalismo, perversión, negros, judíos, putas y Dios sabe qué más: a veces, huelgas y lock-outs. Con lo que, de acuerdo con aquella lógica, se cogía una gran escoba y se barría el establo hasta dejarlo bien limpio, o se cogían porras y revólveres y se hacía entrar en razón a los pobres idiotas víctimas de la ilusión de que el sistema fallaba desde la base. De vez en cuando, estaba bien hablar de Dios, o reunirse para cantar en coro... hasta una gratificación podía estar justificada alguna que otra vez, es decir, cuando todo iba tan mal, que no había palabras para justificarlo. Pero, en general, lo importante era seguir contratando y despidiendo; mientras hubiera hombres y municiones, debíamos avanzar, seguir limpiando de enemigos las trincheras. Mientras tanto Hymie seguía tomando píldoras purgantes... en cantidad suficiente como para hacerle volar el trasero, en caso de que hubiera tenido, pero ya no tenía, simplemente se imaginaba que jiñaba, se imaginaba que cagaba en el retrete. En realidad, el pobre tío vivía en trance. Había ciento una oficinas de que ocuparse y cada una de ellas tenía un cuerpo de repartidores mítico, si no hipotético, y, ya fuesen reales o irreales los repartidores, tangibles o intangibles, Hymie tenía que distribuirlos de la mañana a la noche, mientras yo llenaba los huecos, lo que también era imaginario, porque, ¿quién podía decir, cuando se había enviado a un recién contratado a una oficina, si llegaría hoy o mañana o nunca? Algunos de ellos se perdían en el metro o en los laberintos bajo los rascacielos; otros se pasaban el día viajando en el metro elevado porque yendo con uniforme era gratuito y quizá nunca se habían dado el gustazo de pasarse el día viajando en él. Algunos salían camino de Staten Island y acababan en Canarsie, o bien los traía un poli en estado de coma. Otros olvidaban dónde vivían y desaparecían completamente. Otros, a los que contratábamos en Nueva York, aparecían en Filadelfia un mes después, como si fuera la cosa más normal del mundo. Otros salían hacia su destino y en camino consideraban que era más fácil vender periódicos y se ponían a venderlos con el uniforme que les habíamos dado, hasta que los atrapaban. Otros se iban directos a la sala de observación de un hospital psiquiátrico, movidos por algún extraño instinto de conservación.
Cuando llegaba por la mañana, lo primero que hacía Hymie era sacar punta a sus lápices; lo hacía religiosamente por muchas llamadas que sonaran, porque, como me explicó más adelante, si no sacaba punta a los lápices al instante, se quedaría sin sacar. A continuación miraba por la ventana para ver qué tal tiempo hacía. Después, con un lápiz recién afilado, dibujaba una casilla en la parte de arriba de la pizarra que guardaba a su lado y daba el informe meteorológico. Eso, según me informó también, resultaba ser muchas veces una excusa útil. Si la nieve alcanzaba treinta centímetros de espesor o el piso estaba cubierto de aguanieve, hasta al diablo podría excusársele por no distribuir los volantes con mayor rapidez, y también podría excusarse al director de personal por no llenar los huecos en días así, ¿no? Pero lo que constituía un misterio para mí era por qué no se iba a jiñar primero, en lugar de conectar el conmutador tan pronto como había sacado punta a sus lápices. También eso me lo explicó más adelante. El caso es que el día comenzaba siempre con confusión, quejas, estreñimiento y vacantes. También empezaba con pedos sonoros y malolientes, malos alientos, salarios bajos, pagos atrasados que ya debían haberse liquidado, zapatos gastados, callos y juanetes, pies planos, billeteros desaparecidos y estilográficas perdidas o robadas, telegramas flotando en la alcantarilla, amenazas del vicepresidente, consejos de los directores, riñas y disputas, aguaceros e hilos telegráficos rotos, nuevos métodos de eficacia y antiguos que se habían desechado, esperanza de tiempos mejores y una oración por la gratificación que nunca llegaba. Los nuevos repartidores salían de la trinchera y eran ametrallados; los viejos excavaban cada vez más hondo, como ratas en un queso. Nadie estaba satisfecho, y menos que nadie el público. Por el hilo se tardaba diez minutos en llegar a San Francisco, pero el mensaje podía tardar un año en llegar a su destinatario... o podía no llegar nunca.
La Y.M.C.A., deseosa de mejorar la ética de los muchachos trabajadores de toda América, celebraba reuniones al mediodía: ¿me gustaría enviar a algunos muchachos de aspecto pulcro a escuchar una charla de cinco minutos dada por William Carnegue Asterbilt (hijo) sobre el servicio? El señor Mallory de la Sociedad de Beneficencia desearía saber si podría dedicarle unos minutos algún día para que me hablara de los presidiarios modélicos en libertad provisional que estarían encantados de prestar cualquier clase de servicios, incluso los de repartidores de telegramas. La señora de Guggenhoffer, de las Damas Judías de la Caridad, me estaría muy agradecida de que le ayudase a mantener algunos hogares destrozados que se habían deshecho porque todos los miembros de la familia estaban enfermos, inválidos o imposibilitados. El señor Haggerty, del Hogar para Jóvenes Vagabundos, estaba seguro de que tenía a los jovencitos que me convenían, con sólo que les diera una oportunidad; todos ellos habían recibido malos tratos de sus padrastros o madrastras.
El alcalde de Nueva York me agradecería que prestara mi atención personal al portador de la presente del que respondía en todos los sentidos... pero el misterio era por qué demonios no daba él un empleo a dicho portador. Un hombre, inclinado sobre mi hombro, me entrega un trozo de papel en que acaba de escribir: «Yo entender todo, pero no oír voces.» Luther Winifred está a mi lado, con su andrajosa chaqueta sujeta con alfileres. Luther es dos séptimas partes indio puro y cinco séptimas partes germanoamericano, según me explica. Por el lado indio es crow («cuervo») de la tribu de los crows («cuervos») de Montana. Su último empleo fue el de poner persianas pero no tiene fondillos en los pantalones y le da vergüenza subir a una escalera delante de una dama. Salió del hospital el otro día y por eso está todavía un poco débil, pero no
tanto como para no poder repartir telegramas, en su opinión.
Y después está Ferdinand Mish... ¿cómo podría haberlo olvidado? Ha estado esperando en la cola toda la mañana para hablar conmigo. Nunca contesté a las cartas que me envió. ¿Era eso justo?, me pregunta dulcemente. Desde luego que no. Recuerdo vagamente la última carta que me envió desde el Hospital Canino y Felino en el Grand Concourse, donde trabajaba de ayudante. Me decía que se arrepentía de haber renunciado a su puesto, «pero fue porque mi padre era demasiado estricto conmigo y no me permitía disfrutar de ninguna diversión ni de ningún placer fuera de casa». «Ya tengo veinticinco años», escribía, «y no creo que deba dormir con mi padre, ¿no le parece? Sé que dicen que es usted un caballero excelente y, como ahora soy independiente, espero...» McGovern, el viejo portero, está junto a Ferdinand esperando que le haga una seña. Quiere poner a Ferdinand de patas en la calle: lo recuerda de cuando cinco años atrás Ferdinand cayó en la acera frente a la oficina principal, con el uniforme puesto, víctima de un ataque epiléptico. No, joder, ¡no puedo hacerlo! Voy a darle una oportunidad, al pobre tío. Le enviaré a Chinatown, que es un barrio bastante tranquilo. Entretanto, mientras Ferdinand se pone el uniforme en la habitación de atrás, me estoy tragando el rollo de un muchacho huérfano que quiere «ayudar a la compañía a triunfar». Dice que, si le doy una oportunidad, rezará por mí todos los domingos, cuando vaya a la iglesia, excepto los domingos que tenga que presentarse en la comisaría por estar en libertad condicional. Al parecer, él no hizo nada. Simplemente empujó al tipo y el tipo cayó de cabeza y se mató. El siguiente: un ex cónsul de Gibraltar. Tiene una caligrafía muy bonita... demasiado bonita. Le pido que venga a verme al final del día: no me inspira confianza. Mientras tanto, Ferdinand ha tenido un ataque en el vestuario. ¡Menos mal! Si hubiera ocurrido en el metro, con un número en la gorra y todo lo demás, me habrían despedido. El siguiente: un tipo con un solo brazo y hecho una furia porque McGovern le está enseñando la puerta. «¡Qué hostia! ¿Es que no estoy fuerte y sano?», grita, y para demostrarlo levanta una silla con el brazo bueno y la hace añicos. Vuelvo a la mesa y me encuentro en ella un telegrama para mí. Lo abro. Es de George Blasini, ex repartidor número 2459 de la Oficina del S. O. «Siento haber tenido que renunciar tan pronto, pero ese trabajo no era compatible con mi natural indolente y, aunque soy un auténtico amante del trabajo y de la frugalidad, hay veces que no podemos controlar ni dominar nuestro orgullo personal.» ¡Mierda!
Al principio, sentía entusiasmo, a pesar de que los de arriba me desanimaban y los de abajo eran unos pelmas. Tenía ideas y las ponía en práctica, tanto si gustaban al vicepresidente como si no. Cada diez días más o menos me llamaban la atención y me echaban un sermón por tener «un corazón demasiado grande». Nunca tenía dinero en el bolsillo, pero usaba libremente el dinero de los demás. Mientras fuera el jefe, tenía crédito. Regalaba dinero a diestro y siniestro, regalaba mis trajes y mi ropa interior, mis libros, todo lo superfluo. Si hubiera estado en mi mano, habría regalado la compañía a los pobres tipos que me importunaban. Si me pedían diez centavos, daba medio dólar; si me pedían un dólar, daba cinco. Me importaba tres cojones cuánto les daba, porque era más fácil pedir prestado y dárselo a los pobres tipos que negárselo. En mi vida he visto tanta miseria junta, y espero no volver a verla nunca más. Los hombres son pobres en todas partes: siempre lo han sido y siempre lo serán. Y, por debajo de la terrible pobreza, hay una llama, generalmente tan baja que es casi invisible. Pero está ahí y, si tiene uno el valor de avivarla, puede convertirse en una conflagración. Constantemente me instaba a no ser demasiado indulgente, ni demasiado sentimental, ni demasiado caritativo. «¡Tienes que ser firme! ¡Tienes que ser duro!», me advertían. «¡A tomar por culo!», me decía para mis adentros. «Seré generoso, flexible, clemente, tolerante, tierno.» Al principio, escuchaba a todos hasta el final; si no podía darles empleo, les daba dinero, y, si no tenía dinero, les daba cigarrillos o les daba ánimos. Pero, ¡les daba algo! El efecto era asombroso. Los resultados de una buena acción, de una palabra amable, son incalculables. Me veía colmado de gratitud, de buenos deseos, de invitaciones, de pequeños regalos conmovedores, enternecedores. Si hubiera tenido auténtico poder, en lugar de ser la quinta rueda de un vagón, sólo Dios sabe lo que habría podido hacer. Podría haber usado la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica como base para acercar a toda la humanidad a Dios, podría haber transformado tanto Norteamérica como Sudamérica y también el Dominio de Canadá. Tenía el secreto en la mano: ser generoso, ser amable, ser paciente. Hacía el trabajo de cinco hombres. Durante tres años apenas dormí. No tenía ni una sola camisa en buenas condiciones y muchas veces me daba tanta vergüenza pedir prestado a mi mujer o sacar algo de la hucha de la niña, que para comprar el billete para ir al trabajo por la mañana le soplaba el dinero al ciego que vendía periódicos en la estación del metro. Debía tanto dinero por todas partes, que ni siquiera trabajando durante veinte años habría podido pagarlo. Pedía a los que tenían y daba a los que lo necesitaban, y era lo mejor que podía hacer, y lo volvería a hacer, si estuviera en la misma posición.
Incluso realicé el milagro de acabar con el absurdo trasiego de personal, algo que nadie había abrigado esperanzas de conseguir. En lugar de apoyar mis esfuerzos, los contrarrestaban insidiosamente. Según la lógica de los superiores, el trasiego de personal había cesado porque los salarios eran muy altos. Así, que los redujeron. Fue como quitar el culo de un cubo de un puntapié. El edificio entero se tambaleó y se desplomó en mis manos. Y, como si no hubiera pasado nada, insistieron en que se llenasen los huecos inmediatamente. Para dorar la píldora un poco, insinuaron que podía incluso aumentar el porcentaje de judíos, podía aceptar un inválido de vez en cuando, si no estaba totalmente incapacitado, podía hacer esto y lo otro, todo lo cual, según me habían informado anteriormente, era contrario al reglamento.
Me puse tan furioso, que acepté a cualquiera y cualquier cosa; habría aceptado potros y gorilas, si hubiera podido imbuirles la poca inteligencia necesaria para entregar telegramas. Unos días antes sólo había habido cinco o seis vacantes a la hora de cerrar. Ahora había trescientas, cuatrocientas, quinientas: se me escurrían como arena entre los dedos. Era maravilloso. Permanecía sentado y sin hacer pregunta alguna los contrataba a carretadas: negros, judíos, paralíticos, lisiados, ex presidiarios, putas, maníacos, depravados, idiotas, cualquier cabrón que pudiera mantenerse sobre dos piernas y sostener un telegrama en la mano. Los directores de las ciento una oficinas estaban muertos de miedo. Yo me reía. Me reía todo el día pensando en el tremendo lío que estaba creando. Llovían las quejas de todas partes de la ciudad. El servicio estaba tullido, estreñido, estrangulado. Una mula podría haber llegado más rápido que algunos de los idiotas que yo ponía a trabajar.
Lo mejor de la nueva etapa fue la introducción de repartidoras de telegramas. Cambió la atmósfera entera del local. Sobre todo para Hymie, fue un regalo del cielo. Cambió de sitio el conmutador para poder verme mientras hacía malabarismos con los volantes. A pesar del aumento de trabajo, tenía una erección permanente. Venía a trabajar con una sonrisa en los labios y no dejaba de sonreír en todo el día. Estaba en el cielo. Al final del día, siempre tenía yo una lista de cinco o seis a las que valía la pena probar. El truco consistía en mantenerlas en la incertidumbre, prometerles un empleo, pero conseguir primero un polvo gratis. Generalmente bastaba con convidarlas a comer para llevarlas de nuevo a la oficina por la noche y tumbarlas en la mesa cubierta de zinc del vestuario. Si, como ocurría a veces, tenían un piso acogedor, las llevábamos a su casa y acabábamos la fiesta en la cama. Si les gustaba beber, Hymie se traía una botella. Si valían la pena, por poco que fuese, y necesitaban un poco de pasta, Hymie sacaba su fajo de billetes y extraía uno de cinco o de diez dólares, según los casos. Se me hace la boca agua, cuando pienso en aquel fajo que siempre llevaba. Nunca supe de dónde lo sacaba, porque era el que cobraba menos de la empresa. Pero siempre había el mismo fajo y me daba lo que le pidiera. Y en cierta ocasión sucedió que efectivamente nos dieron una gratificación y devolví a Hymie hasta el último centavo, lo que le asombró tanto que aquella noche me llevó a «Delmonico's» y se gastó una fortuna conmigo. Y no sólo eso, sino que, además, al día siguiente insistió en comprarme un sombrero y camisas y guantes. Incluso insinuó que podía ir a su casa y joderme a su mujer, si me apetecía, aunque me advirtió que por aquellos días andaba algo pachucha de los ovarios.
Además de Hymie y McGovern, tenía de ayudantes a dos bellas rubias que muchas noches nos acompañaban a cenar. Y también estaba O'Mara, un antiguo amigo mío que acababa de regresar de Filipinas y a quien nombré mi ayudante principal. También estaba Steve Romero, un peso pesado a quien tenía por allí por si hubiera camorra. Y O'Rourke, el detective de la empresa, que se presentaba ante mí al final del día, cuando empezaba su trabajo. Por último, añadí otro hombre al equipo: Kronski, un joven estudiante de medicina, que estaba diabólicamente interesado en los casos patológicos, de los cuales teníamos para dar y tomar. Eramos un equipo alegre, unido por el deseo de joder a la empresa a toda costa. Y, al tiempo que jodiamos a la empresa, jodiamos todo lo que se pusiera a tiro, salvo O'Rourke, pues éste tenía que conservar su dignidad y, además, padecía de la próstata y había perdido completamente el interés por follar. Pero O'Rourke era quien con frecuencia nos invitaba a cenar por la noche y a él era también a quien recurríamos, cuando estábamos en apuros.
Así estaban las cosas en Sunset Place después de que hubieran pasado dos años. Me encontraba saturado de humanidad, con experiencias de una y otra clase. En los momentos de serenidad, tomaba notas que tenía intención de usar más adelante, en caso de que alguna vez tuviera oportunidad de contar mis experiencias. Esperaba un momento de respiro. Y después, por casualidad, un día que me habían echado una reprimenda por alguna negligencia injustificable, el vicepresidente dejó caer una frase que se me quedó atrancada en el buche. Había dicho que le gustaría ver a alguien escribir un libro del género de los de Horatio Alger sobre los repartidores de telegramas; dio a entender que quizá podría ser yo la persona indicada para hacerlo. Me puse furioso al pensar en lo cretino que era y al mismo tiempo me sentí encantado porque, en secreto, deseaba ardientemente decir las verdades y desahogarme. Pensé para mis adentros: «Espera, cacho gilipollas, espera a que me desahogue... y verás qué libro del género de Horatio Alger te voy a dar... ¡espera y verás!» Cuando salí de su despacho, mi cabeza era un torbellino. Veía el ejército de hombres, mujeres y niños que había pasado por mis manos, los veía llorar, rogar, suplicar, implorar, maldecir, escupir, echar rayos, amenazar. Veía las huellas que dejaban en las carreteras, los veía tumbados en el suelo en los trenes de carga, veía a los padres vestidos con harapos, la carbonera vacía, el agua de la pila derramándose, las paredes rezumando y entre las frías perlas del rezumadero las cucarachas corriendo como locas; los veía moverse renqueando como gusanos contrahechos o caer de espaldas presas de un frenesí epiléptico, con la boca crispada, los labios derramando saliva, las piernas retorcidas, veía las paredes ceder y la peste salir a borbotones como un fluido alado, y los superiores, con su lógica de hierro, esperando que pasara, esperando que todo quedase recompuesto, esperando, esperando, tranquilos, satisfechos, con grandes puros en la boca y los pies sobre el escritorio, diciendo que se trataba de un desorden momentáneo. Veía al personaje de Horatio Alger, el sueño de una América enferma, ascendiendo cada vez más alto, primero repartidor de telegramas, después telegrafista, luego gerente, después jefe, luego inspector, después vicepresidente, luego presidente, después magnate de un consorcio, luego rey de la cerveza, después señor de todas las Américas, dios del dinero, dios de dioses, barro de barro, nulidad en la cima, un cero con noventa y siete mil decimales a cada lado. «Cacho cabrones», me decía para mis adentros, «os voy a dar el retrato de doce hombres insignificantes, ceros sin decimales, cifras, dígitos, los doce gusanos indestructibles que están excavando la base de vuestro podrido edificio. Os voy a presentar a Horatio Alger con el aspecto que ofrece el día después del Apocalipsis, cuando el hedor ha desaparecido».
Habían acudido a mí desde todos los confines de la tierra en busca de auxilio. Salvo los primitivos, no había raza que no estuviera representada en el cuerpo. Excepto los ainos, los maoríes, los papúes, los vedas, los lapones, los zulúes, los patagones, los igorrotes, los hotentotes, los tuaregs, excepto los tasmanos, los desaparecidos hombres de Grimaldi, los desaparecidos atlantes, tenía un representante de casi todas las especies bajo el sol. Tenía dos hermanos que todavía eran adoradores del sol, dos nestorianos procedentes del antiguo mundo asirio; tenía dos gemelos malteses procedentes de Malta y un descendiente de los mayas del Yucatán; tenía algunos de nuestros hermanitos morenos de las Filipinas y algunos etíopes de Abisinia; tenía hombres procedentes de las pampas de Argentina y vaqueros extraviados de Montana; tenía griegos, polacos, croatas, eslovenos, rutenos, checos, españoles, galeses, fineses, suecos, rusos, daneses, mexicanos, puertorriqueños, cubanos, uruguayos, brasileños, australianos, persas, japoneses, chinos, javaneses, egipcios, africanos de Costa de Oro y de Costa de Marfil, hindúes, armenios, turcos árabes, alemanes, irlandeses, ingleses, canadienses... y multitud de italianos y de judíos. Sólo recuerdo haber tenido un francés y duró unas tres horas. Tuve algunos indios americanos, la mayoría cherokees, pero no tibetanos ni esquimales: vi nombres que nunca podría haber imaginado y caligrafías que iban desde la cuneiforme hasta la compleja y asombrosamente bella de los chinos. Oí pedir trabajo a hombres que habían sido egiptólogos, botánicos, cirujanos, buscadores de oro, profesores de lenguas orientales, músicos, ingenieros, médicos, astrónomos, antropólogos, químicos, matemáticos, alcaldes de ciudades y gobernadores de estados, guardianes de prisiones, vaqueros, leñadores, marineros, piratas de ostras, estibadores, remachadores, dentistas, cirujanos, ejecutores de abortos, pintores, escultores, fontaneros, arquitectos, traficantes de drogas, tratantes de blancas, buzos, deshollinadores, labradores, vendedores de ropa, tramperos, guardas de faros, chulos de putas, concejales, senadores, todos los puñeteros oficios que existen bajo el sol, y todos ellos sin blanca, pidiendo trabajo, cigarrillos, un billete de metro, ¡una oportunidad, Dios Todopoderoso, tan sólo otra oportunidad! Vi y llegué a conocer a hombres que eran santos, si es que existen santos en este mundo; vi y hablé con sabios, crapulosos y no crapulosos; escuché a hombres que llevaban el fuego divino en las entrañas, que podían haber convencido a Dios Todopoderoso de que eran dignos de otra oportunidad, pero no al vicepresidente de la Compañía Telegráfica Cosmococo. Estaba sentado, clavado a mi escritorio, y viajaba por todo el mundo a la velocidad de un relámpago, y descubrí que en todas partes ocurre lo mismo: hambre, humillación, ignorancia, vicio, codicia, extorsión, trapacería, tortura, despotismo: la inhumanidad del hombre para con el hombre: las cadenas, los arneses, el dogal, la brida, el látigo, las espuelas. Cuanto mayor es la calidad de un hombre, en peores condiciones está. Hombres que caminaban por las calles de Nueva York con aquel maldito traje degradante, los despreciados, los más viles de los viles, que caminaban como alces, como pingüinos, como bueyes, como focas amaestradas, como asnos pacientes, como jumentos enormes, como gorilas locos, como maniáticos dóciles mordisqueando el cebo colgado, como ratones bailando un vals, como cobayas, como ardillas, como conejos, y muchos, muchos de ellos estaban capacitados para gobernar el mundo, para escribir el mejor libro jamás escrito. Cuando pienso en algunos de los persas, los hindúes, los árabes que conocí, cuando pienso en el carácter de que daban muestras, en su gracia, en su ternura, en su inteligencia, en su santidad, escupo a los conquistadores blancos, los degenerados británicos, los testarudos alemanes, los relamidos y presumidos franceses. La tierra es un gran ser sensible, un planeta saturado por completo con el hombre, un planeta vivo que se expresa balbuceando y tartamudeando; no es la patria de la raza blanca ni de la raza negra ni de la raza amarilla ni de la desaparecida raza azul, sino la patria del hombre y todos los hombres son iguales ante Dios y tendrán su oportunidad, si no ahora, dentro de un millón de años. Nuestros hermanitos morenos de las Filipinas pueden volver a florecer un día y también los indios asesinados del América del Norte y del Sur pueden revivir un día para cabalgar por las llanuras donde ahora se alzan las ciudades vomitando fuego y pestilencia. ¿Quién dirá la última palabra? ¡El hombre! La tierra es suya porque él es la tierra, su fuego, su agua, su aire, su materia mineral y vegetal, su espíritu de todos los planetas, que se transforma gracias a él, mediante signos y símbolos incesantes, mediante manifestaciones interminables. Esperad, vosotros, mierdas telegráfico-cosmocócicos, demonios encumbrados que estáis esperando a que reparen las cañerías, esperad, asquerosos conquistadores blancos que habéis mancillado la tierra con vuestras pezuñas hendidas, vuestros instrumentos, vuestras armas, vuestros gérmenes mórbidos, esperad, todos los que nadáis en la abundancia contando vuestras monedas, todavía no ha sonado la última hora. El último hombre dirá lo que tenga que decir antes de que todo acabe. Habrá que hacer justicia hasta la última molécula sensible... ¡y se hará! Nadie dejará de recibir su merecido, y menos que nadie vosotros, los mierdas cosmocócicos de Norteamérica.
Cuando llegó el momento de tomar las vacaciones —¡estaba tan deseoso de contribuir al éxito de la empresa, que no las había tomado desde hacía tres años! — , me tomé tres semanas en lugar de dos y escribí el libro sobre los doce hombrecillos. Lo escribí de una sentada, cinco, siete, a veces ocho mil palabras al día. Pensaba que, para ser escritor, había que producir por lo menos cinco mil palabras al día. Pensaba que había que decir todo de una vez —en un libro— y después desplomarse. No sabía ni papa del oficio de escritor. Estaba cagado de miedo. Pero estaba decidido a borrar a Horatio Alger de la conciencia norteamericana. Supongo que era el peor libro que jamás haya escrito un hombre. Era un volumen colosal y defectuoso del principio al fin. Pero era mi primer libro y estaba enamorado de él. Si hubiera tenido el dinero, como Gide, lo habría publicado a mis expensas. Si hubiese tenido tanto valor como Whitman, habría ido vendiéndolo de puerta en puerta. Todas las personas a las que se lo enseñé dijeron que era espantoso. Me recomendaron que renunciara a la idea de escribir. Tenía que aprender, como Balzac, que hay que escribir volúmenes y volúmenes antes de firmar con el propio nombre. Tenía que aprender, y no tardé en hacerlo, que hay que abandonar todo y no hacer otra cosa que escribir, que tienes que escribir y escribir y escribir, aun cuando nadie crea en ti. Quizá lo hagas precisamente porque nadie cree en ti, quizás el auténtico secreto radique en hacer creer a la gente. Que el libro fuera inadecuado, defectuoso, malo, espantoso, como decían, era más que natural. Estaba intentando al principio lo que un genio no habría emprendido hasta el final. Quería decir la última palabra al principio. Era absurdo y patético. Fue una derrota aplastante, pero me reforzó la espina dorsal con hierro y la sangre con azufre. Por lo menos supe lo que era fracasar. Supe lo que era intentar algo grande. Hoy, cuando pienso en las circunstancias en las que escribí el libro, cuando pienso en la abrumadora cantidad de material a que intenté dar forma, cuando pienso en lo que intenté realizar, me doy palmaditas en la espalda, me pongo un diez. Estoy orgulloso de que resultara un fracaso lamentable; si lo hubiese logrado, habría sido un monstruo. A veces, cuando miro simplemente los nombres de aquellos sobre quienes pensaba escribir, siento vértigo. Cada uno de ellos llegaba hasta mí con un mundo propio; llegaba hasta mí y lo descargaba sobre mi escritorio; esperaba que yo lo recogiera y me lo pusiese sobre los hombros. No tenía tiempo de crear un mundo mío propio: tenía que permanecer fijo como Atlas, con los pies en el lomo del elefante y el elefante sobre el lomo de la tortuga. Preguntarse sobre qué descansaba la tortuga sería volverse loco.
En aquella época no me atrevía a pensar en otra cosa que en los hechos». Para penetrar bajo los hechos, tendría que haber sido un artista, y no se llega a ser artista de la noche a la mañana. Primero tienes que verte aplastado, ver destruidos tus puntos de vista contradictorios. Tienes que verte borrado del mapa como ser humano para renacer como individuo. Tienes que verte carbonizado y mineralizado para elevarte a partir del último común denominador del yo. Tienes que superar la compasión para sentir desde las raíces mismas de tu ser. No se puede hacer un nuevo cielo y una nueva tierra con «hechos». No hay «hechos»: sólo existe el hecho de que el hombre, cualquier hombre, en cualquier parte del mundo, va camino de la ordenación. Unos hombres toman el camino más largo y otros el más corto. Todos los hombres desarrollan su destino a su modo v nadie puede prestar otra ayuda que la de mostrarse amable, generoso y paciente. Por mi entusiasmo, en aquella época me resultaban inexplicables ciertas cosas que ahora veo con claridad. Pienso, por ejemplo, en Carnahan, uno de los doce hombrecillos sobre los que decidí escribir. Era lo que se dice un repartidor modélico. Estaba licenciado por una de las universidades más importantes, tenía una inteligencia sólida y un carácter ejemplar. Trabajaba dieciocho y veinte horas al día y ganaba más que ningún otro repartidor del cuerpo. Los clientes a los que servía escribían cartas para ponerlo por las nubes; le ofrecían buenos puestos que rechazaba por una u otra razón. Vivía frugalmente y enviaba la mayor parte de su sueldo a su esposa e hijos que vivían en otra ciudad. Tenía dos vicios: la bebida y el deseo de triunfar. Podía pasarse un año sin beber, pero si tomaba un traguito, no podía parar. Por dos veces había ganado una fortuna en Wall Street y, aun así, antes de acudir a mí en busca de trabajo, no había pasado de sacristán de la iglesia de un pueblecito. Lo habían despedido de ese empleo porque se había puesto a beber el vino sacramental y se había pasado la noche tocando las campanas. Era honrado, sincero, formal. Yo tenía confianza implícita en él y su hoja de servicios sin tacha demostró que no me había equivocado. No obstante, disparó a su mujer y a sus hijos a sangre fría y después se disparó a sí mismo. Afortunadamente, ninguno de ellos murió; estuvieron internados todos ellos en el mismo hospital y se recuperaron. Después de que lo hubieran trasladado a la cárcel, fui a ver a su mujer para obtener su ayuda. Se negó rotundamente. Dijo que era el hijo de puta más mezquino y cruel que se había echado a la cara: quería verlo colgado. Durante dos días intenté convencerla, pero se mostró inflexible. Fui a la cárcel y hablé con él a través de las rejas. Advertí que ya se había hecho popular entre las autoridades, que ya le habían concedido privilegios especiales. No estaba desanimado lo más mínimo. Al contrario, esperaba aprovechar el tiempo que pasara en la cárcel «estudiando a fondo» el arte de vender. Iba a ser el mejor vendedor de América, cuando saliese en libertad. Casi podría decir que parecía feliz. Dijo que no me preocupara por él, que se las arreglaría perfectamente. Dijo que todo el mundo se portaba fetén con él y que no tenía nada de qué quejarse. Me despedí un poco aturdido. Me fui a una playa cercana y decidí darme un baño. Veía todo con nuevos ojos. Casi me olvidé de regresar a casa, de tan absorto como había quedado en mis meditaciones sobre aquel tipo. ¿Quién podría decir que lo que le había ocurrido no había sido para su bien? Podía ser que saliera de la cárcel hecho un evangelista en lugar de un vendedor. Nadie podía predecir lo que haría. Y nadie podía ayudarle porque estaba desarrollando su destino a su manera particular. Había otro tipo, un hindú, llamado Guptal. No sólo era un modelo de buena conducta: era un santo. Sentía pasión por la flauta, que tocaba a solas en su pequeña y miserable habitación. Un día lo encontraron desnudo, con el cuello cortado de oreja a oreja, y a su lado sobre la cama estaba su flauta. En el entierro hubo doce mujeres que vertieron lágrimas apasionadas... incluida la esposa del conserje que lo había asesinado. Podría escribir un libro sobre aquel joven que fue el hombre más bondadoso y santo que he conocido, que nunca había ofendido a nadie ni había cogido nunca nada de nadie, pero había cometido el error capital de venir a América a propagar la paz y el amor. Otro era Dave Olinski, otro repartidor fiel, diligente, que sólo pensaba en trabajar. Tenía una debilidad fatal: hablaba demasiado. Cuando acudió a mí, ya había dado la vuelta al globo varias veces y lo que no había hecho para ganarse la vida no vale la pena contarlo. Sabía unas doce lenguas y estaba bastante orgulloso de su capacidad lingüística. Era uno de esos hombres cuya buena voluntad y entusiasmo son precisamente su ruina. Quería ayudar a todo el mundo, mostrar a todo el mundo el camino del éxito. Quería más trabajo del que podíamos darle: era un glotón del trabajo. Quizá debería haberle avisado, cuando lo envié a su oficina del East Side, que iba a trabajar en un barrio peligroso, pero afirmaba saber tanto e insistió tanto en trabajar en aquella zona (a causa de su capacidad lingüística), que no le dije nada. Pensé para mis adentros: «Muy pronto lo descubrirás por ti mismo.» Y no me equivocaba lo más mínimo, pues no pasó mucho tiempo sin que tuviera contratiempos. Un día un muchacho del barrio, un judío pendenciero, entró y pidió un impreso. Dave, el repartidor, estaba tras el mostrador. No le gustó el modo como el otro pidió el impreso. Le dijo que debía ser más educado. Se ganó un bofetón en el oído. Aquello le desató la lengua todavía más, con lo que recibió tal sopapo, que le hizo tragarse los dientes y le rompió la mandíbula por tres sitios. Ni siquiera así supo mantener cerrado el pico. Como el grandísimo imbécil que era, va a la comisaría y pone una denuncia. Una semana después, estando sentado en un banco dormitando, una pandilla de rufianes irrumpió en el local y le pegó una paliza que lo dejó hecho papilla. Le dejaron la cabeza tan molida, que los sesos parecían una tortilla. De paso, vaciaron la caja fuerte y la dejaron patas arriba. Dave murió camino del hospital. Le encontraron quinientos dólares escondidos en la punta del calcetín... Otros eran Clausen y su mujer Lena. Se presentaron juntos, cuando él solicitó el empleo. Lena llevaba un niño en los brazos y él llevaba dos pequeños de la mano. Me los envió una agencia de socorro a los necesitados. Lo contraté como repartidor nocturno para que tuviera un salario fijo. Al cabo de unos días recibí una carta suya demencial en la que me pedía disculpas por haber faltado, ya que tenía que presentarse a la comisaría por estar en libertad condicional. Después otra carta en la que decía que su mujer se había negado a acostarse con él porque no quería tener más hijos y me preguntaba si tendría la amabilidad de ir a verlos para intentar convencerla de que se acostara con él. Fui a su casa: un sótano en el barrio italiano. Parecía un manicomio. Lena estaba embarazada otra vez, de unos siete meses, y al borde de la imbecilidad. Le había dado por dormir en la azotea porque en el sótano hacía demasiado calor, y también porque no quería que él volviera a tocarla. Cuando le dije que en su estado actual daría igual, se limitó a mirarme y a sonreír con una mueca. Clausen había estado en la guerra y quizás el gas lo había dejado un poco chiflado. Dijo que le rompería la crisma, si volvía a subir a la azotea. Insinuó que dormía en ella para entenderse con el carbonero que vivía en el ático. Al oír aquello, Lena volvió a sonreír con aquella mueca triste de batracio. Clausen perdió la paciencia y le dio de repente un puntapié en el culo. Ella salió enojada y se llevó a los chavales. El le dijo que era mejor que no volviera nunca más. Entonces abrió un cajón y sacó un gran colt. Dijo que lo guardaba por si acaso lo necesitaba alguna vez. También me enseñó unos cuchillos y una especie de cachiporra que había hecho él mismo. Después se echó a llorar. Dijo que su mujer lo estaba poniendo en ridículo, que estaba harto de trabajar para ella, porque se acostaba con todos los vecinos. Los chicos no eran suyos, porque ya no podía hacer un niño aunque quisiera. El propio día siguiente, mientras Lena estaba en la compra, subió a los niños a la azotea y con la cachiporra que me había enseñado les rompió la crisma. Después se tiró de la azotea de cabeza. Cuando Lena llegó a casa y vio lo que había ocurrido, perdió el juicio. Tuvieron que ponerle una camisa de fuerza y llamar a una ambulancia. Otro era Schuldig, el soplón, que había pasado veinte años en la cárcel por un delito que no había cometido. Lo habían azotado casi hasta matarlo para conseguir que confesara; después el encierro incomunicado, el hambre, la tortura, la perversión, la droga. Cuando por fin lo soltaron, ya no era un ser humano. Una noche me describió sus últimos treinta días en la cárcel, la agonía de la espera a que lo soltasen. Nunca he oído nada semejante; no creía que un ser humano pudiera sobrevivir a semejante angustia. Una vez libre, le atormentaba el miedo a que pudieran obligarlo a cometer un crimen y lo volviesen a enviar a la cárcel. Se quejaba de que lo seguían, lo espiaban, iban tras él constantemente. Decía que «ellos» le estaban tentando para que hiciera cosas que no deseaba hacer. «Ellos» eran los polis que le seguían los pasos, que cobraban para volverlo a encerrar. Por la noche, cuando estaba dormido, le susurraban al oído. Se sentía impotente frente a ellos, porque primero lo hipnotizaban. A veces colocaban droga bajo su almohada, y con ella un revólver o un cuchillo. Querían que matara a algún inocente para tener una acusación más sólida contra él esa vez. Iba de mal en peor. Una noche, después de haberse paseado durante horas con un fajo de telegramas en el bolsillo, se dirigió a un poli y le pidió que lo encerrara. No podía recordar su nombre ni su dirección ni la oficina siquiera para la que trabajaba. Había perdido su identidad completamente. Repetía sin cesar: «Soy inocente... soy inocente.» Volvieron a torturarlo mientras lo interrogaban. De repente, dio un salto y exclamó como un loco: «Confesaré... confesaré...», y acto seguido empezó a contar un crimen tras otro. Siguió así durante tres horas. De improviso, en plena confesión horripilante, se interrumpió, echó una mirada rápida a su alrededor, como quien vuelve en sí de repente, y después, con la rapidez y la fuerza de que sólo un loco puede hacer acopio, dio un salto tremendo a través de la habitación y estrelló el cráneo contra la pared de piedra... Cuento esos incidentes breve y apresuradamente a medida que me vienen a la mente; mi memoria rebosa con millares de detalles semejantes, con multitud de caras, gestos, relatos, confesiones, todos ellos entrelazados y entretejidos como la prodigiosa fachada de algún templo indio hecho no de piedra, sino de la experiencia de la carne humana, un monstruoso edificio de sueño construido enteramente con realidad y que, sin embargo, no es realidad, sino simplemente el recipiente que contiene el misterio del ser humano. Mi mente se pasea por la clínica donde por ignorancia y con buena voluntad llevé a algunos de los más jóvenes para que los curaran. No se me ocurre una imagen más evocadora para expresar la atmósfera de aquel lugar que el cuadro de El Bosco en que el mago, al modo de un dentista extrayendo un nervio en vivo, aparece representado como liberador de la locura. Todo el relumbrón y la charlatanería de nuestros especialistas científicos alcanzaba la apoteosis en la persona del afable sádico que dirigía aquella clínica con connivencia y consentimiento plenos de la ley. Era la imagen viva de Caligari, pero sin las orejas de burro. Fingiendo que entendía las secretas regulaciones de las glándulas, investido con los poderes de un monarca medieval, indiferente hacia el dolor que infligía, ignorante de todo lo que no fuera su conocimiento médico, se ponía a trabajar en el organismo humano como un fontanero en las tuberías subterráneas. Además de los venenos que introducía en el organismo del paciente, recurría a sus puños o a sus rodillas, según los casos. Cualquier cosa justificaba una «reacción». Si la víctima se mostraba letárgica, le gritaba, le daba bofetadas, le pellizcaba en el brazo, le daba puñetazos, patadas. Si, por el contrario, la víctima tenía demasiada energía, empleaba los mismos métodos, sólo que con mayor gusto. Los sentimientos del sujeto carecían de importancia para él; cualquiera que fuese la reacción que lograra obtener era simplemente una demostración o manifestación de las leyes que regulan el funcionamiento de las glándulas de secreción interna. El objetivo de su tratamiento era volver al sujeto apto para la sociedad. Pero, por deprisa que trabajara e independientemente de que tuviese éxito o no, la sociedad producía cada vez más inadaptados. Algunos de ellos lo eran tan maravillosamente, que, cuando, para obtener la reacción proverbial, les daba una enérgica bofetada, respondían con un gancho o una patada en los cojones. Era cierto, la mayoría de sus sujetos eran exactamente como los calificaba: delincuentes incipientes. El continente entero iba pendiente abajo —todavía va— y no sólo las glándulas necesitan una regulación, sino también los rodamientos de bolas, la armadura, la estructura del esqueleto, el cerebro, el cerebelo, el coxis, la laringe, el páncreas, el hígado, el intestino grueso y el intestino delgado, el corazón, los riñones, los testículos, la matriz, las trompas de Falopio, y toda la pesca. El país entero carece de ley, es violento, explosivo, demoníaco. Está en el aire, en el clima, en el paisaje ultragrandioso, en los bosques petrificados que yacen horizontalmente, en los ríos torrenciales que corroen los cañones rocosos, en las distancias supranormales, los supernos y áridos yermos, las cosechas más que florecientes, los frutos monstruosos, la mezcla de sangres quijotescas, la miscelánea de cultos, sectas, creencias, la oposición de leyes y lenguas, el carácter contradictorio de temperamentos, principios, necesidades, exigencias. El continente está lleno de violencia enterrada, de los huesos de monstruos antediluvianos y de razas humanas desaparecidas, de misterios envueltos en la fatalidad. A veces la atmósfera es tan eléctrica, que el alma se siente llamada a salir de su cuerpo y enloquece. Como la lluvia, todo llega a cántaros... o no llega. El continente entero es un volcán enorme cuyo cráter está oculto momentáneamente por un panorama conmovedor que es en parte sueño, en parte miedo, en parte desesperación. De Alaska al Yucatán es la misma historia. La Naturaleza domina, la Naturaleza triunfa. Por todos lados el mismo instinto asesino, destructivo, saqueador. Por fuera parece un pueblo recto: sano, optimista, valiente. Por dentro están llenos de gusanos. Una chispita y explotan.
Con frecuencia ocurría, como en Rusia, que llegaba un hombre en busca de camorra. Se había despertado así, como azotado por un monzón. Nueve de cada diez veces se trataba de un buen tipo, un tipo a quien todo el mundo apreciaba. Pero cuando se encolerizaba, nada podía detenerlo. Era como un caballo enloquecido y lo mejor que se podía hacer por él era dejarlo en el sitio de un tiro. Siempre ocurre lo mismo con las personas pacíficas. Un día les da la locura homicida. En América ocurre constantemente. Lo que necesitan es un desahogo para su energía, para su sed de sangre. Europa sangra regularmente mediante la guerra. América es pacifista y caníbal. Por fuera parece un hermoso panal de miel, con todos los abejones arrastrándose unos sobre otros y trabajando frenéticamente; por dentro, es un matadero, en que cada hombre acaba con su vecino y le chupa el tuétano de los huesos. Superficialmente, parece un mundo masculino y audaz; en realidad, es una casa de putas dirigida por mujeres, en que los nativos del país hacen de chulos y los malditos extranjeros venden su carne. Nadie sabe lo que es quedarse sentado de culo y contento. Eso sólo ocurre en las películas en que todo está falsificado, hasta las llamas del infierno. El continente entero está profundamente dormido y en ese sueño se produce una gran pesadilla.
Nadie podría haber dormido más profundamente que yo en medio de aquella pesadilla. La guerra, cuando llegó, sólo produjo un débil retumbo en mis oídos. Como mis compatriotas, era pacifista y caníbal. Los millones de hombres que resultaron liquidados en la carnicería se desvanecieron en una nube, de modo muy parecido a los aztecas y a los incas y a los indios pieles rojas y a los búfalos. La gente fingía sentirse profundamente conmovida, pero no lo estaba. Simplemente estaban revolviéndose espasmódicamente en su sueño. Nadie perdió el apetito, nadie se levantó a tocar la alarma contra incendios. El día que me di cuenta por primera vez de que había habido una guerra fue unos seis meses más o menos después del armisticio. Fue en un tranvía de la línea que cruza la ciudad por la calle 14. Uno de nuestros héroes, un muchacho de Texas con una ristra de medallas en el pecho, vio por casualidad a un oficial que pasaba por la acera y se puso furioso. Él mismo era sargento y probablemente tenía razones poderosas para sentirse irritado. El caso es que la vista del oficial lo puso tan furioso, que se levantó de su asiento y empezó a despotricar a gritos contra el gobierno, el ejército, los civiles, los pasajeros del tranvía, contra todo el mundo y contra todo. Dijo que, si hubiese otra guerra, no lo podrían arrastrar a ella ni con un tiro de veinte mulas. Dijo que, antes de ir él, tendría que ver muertos a todos y cada uno de los hijos de puta; dijo que le importaban tres cojones las medallas con que lo habían condecorado y, para demostrar que hablaba en serio, se las arrancó y las tiró por la ventanilla; dijo que, si volvía a verse alguna vez en una trinchera con un oficial, le dispararía por la espalda como a un perro sarnoso, y que eso iba también por el general Pershing o cualquier otro general. Dijo muchas más cosas, con algunas blasfemias que había aprendido al otro lado del charco, y nadie abrió el pico para contradecirle. Y, cuando acabó, tuve la impresión por primera vez de que había habido una guerra y de que el hombre a quien oía había estado en ella y de que, a pesar de su valentía, la guerra lo había convertido en un cobarde, y de que si llegara a matar otra vez, sería con toda lucidez y a sangre fría, y nadie tendría agallas para enviarlo a la silla eléctrica, porque había cumplido con su deber para con sus semejantes, que consistía en negar sus instintos sagrados, así que todo era justo y correcto, porque un crimen lava otro en nombre de Dios, patria y humanidad, la paz sea con todos vosotros. Y la segunda vez que experimenté la realidad de la guerra fue cuando el ex sargento Griswold, uno de nuestros repartidores nocturnos, perdió los estribos e hizo añicos la oficina de una de las estaciones de ferrocarril. Me lo enviaron para que lo despidiera, pero no tuve valor para echarlo. Había realizado una destrucción tan bella, que más que nada sentí deseos de abrazarlo y estrecharlo; lo único que deseaba con toda el alma era que subiese al piso vigésimo quinto o dondequiera que tuviesen sus despachos el presidente y los vicepresidentes y acabara con toda la maldita pandilla. Pero en nombre de la disciplina, y para representar hasta el final aquella farsa asquerosa, tenía que hacer algo para castigarlo o me castigarían a mí, si no; y, como no se me ocurría un castigo más leve, le quité el trabajo a comisión y lo dejé con el salario fijo. Se lo tomó bastante a mal, por no comprender exactamente cuál era mi posición, si a favor o en contra de él, así que pronto recibí una carta suya en la que me decía que me iba a hacer una visita dentro de un día o dos y que más me valía que me anduviera con cuidado porque me iba a arrancar el pellejo. Decía que se presentaría después de las horas de trabajo y que, si tenía miedo, más me valía tener por allí algunos guardaespaldas para protegerme. Yo sabía que hablaba en serio y me entró bastante tembleque, cuando dejé la carta sobre la mesa. Sin embargo, lo esperé solo, pues consideré que sería todavía más cobarde pedir protección. Fue una experiencia extraña. En cuanto me puso la vista encima, debió de advertir que, si yo era un hijo de puta y un hipócrita mentiroso y asqueroso, como me llamaba en su carta, era porque él era lo que era, es decir, no mucho mejor. Debió de comprender inmediatamente que los dos estábamos en el mismo barco y que el maldito barco estaba haciendo agua por todas partes. Vi que algo así le pasaba por la cabeza al avanzar hacia mí, por fuera todavía furioso, todavía echando espuma por la boca, pero por dentro completamente apagado, blando y fofo. Por mi parte, el miedo que sentía se había esfumado en el momento en que lo vi entrar. El simple hecho de estar allí tranquilo y solo, de ser menos fuerte, menos capaz de defenderme, me daba ventaja. Y no es que yo quisiera tener ventaja sobre él. Pero la situación había tomado ese cariz y, naturalmente, lo aproveché. En el momento en que se sentó, se ablandó como masilla.
Ya no era un hombre, sino sólo un niño grande. Debe de haber habido millones como él, niños grandes con ametralladoras que podían aniquilar regimientos enteros sin pestañear; pero de regreso en las trincheras del trabajo, sin un arma, sin un enemigo claro y visible, estaban tan desamparados como hormigas. La comida y el alquiler — eso era lo único por lo que luchar—, pero no había forma, forma clara y visible, de luchar por ello. Era como ver un ejército fuerte y bien equipado, capaz de vencer lo que se pusiera por delante y que, sin embargo, recibiese cada día la orden de retirarse, de retirarse y retirarse y retirarse porque eso era lo más indicado estratégicamente, aun cuando significara perder terreno, perder cañones, perder munición, perder víveres, perder sueño, perder valor, y perder la propia vida, por último. Dondequiera que hubiese hombres luchando por la comida y el alquiler, se producía esa retirada, en la niebla, en la oscuridad, sin otra razón que la de que era lo más indicado estratégicamente. Luchar era fácil, pero luchar por la comida y el alquiler era como luchar con un ejército de fantasmas. Lo único que podías hacer era retirarte, y mientras te retirabas veías morir a tus propios hermanos, uno tras otro, silenciosa, misteriosamente, en la niebla, en la oscuridad, y no había nada que hacer. Estaba tan confuso, tan perplejo, tan irremediablemente aturdido y vencido, que apoyó la cabeza en los brazos y lloró sobre mi escritorio. Y mientras está sollozando así, suena el teléfono de repente y es el despacho del vicepresidente —nunca el vicepresidente en persona, siempre su despacho- y quieren ver despedido inmediatamente a ese tal Griswold, y yo digo: «¡Sí, señor!», y cuelgo. No le digo nada de eso a Griswold, pero lo acompaño a su casa y ceno con él y con su esposa y sus chicos. Y cuando le dejo, me digo que, si tengo que despedir a ese tipo, alguien va a pagarlo... y, en cualquier caso, quiero saber primero de dónde procede la orden y por qué. Y por la mañana, acalorado y malhumorado, me dirijo directamente al despacho del vicepresidente y digo que quiero hablar con el vicepresidente en persona y le pregunto: «¿Ha sido usted quien ha dado la orden? ¿Y por qué?» Y, antes de que tenga ocasión de negarlo, o de explicar sus razones, le tiro un directo donde no le gusta y no puede encajarlo —«y si no le gusta, señor Twilldilliger, puede usted quedarse con el puesto, mi puesto y el de él, y metérselo en el culo»— y acto seguido me marcho y le dejo con la palabra en la boca. Vuelvo al matadero y me pongo a trabajar como de costumbre. Desde luego, espero que antes de acabar el día me despidan. Pero nada de eso. No, para mi asombro, recibo una llamada del director general para decirme que tenga calma, que me tranquilice un poco, sí, serénese, no se precipite, vamos a examinar el asunto, etc. Supongo que todavía estarán examinándolo porque Griswold siguió trabajando como siempre: de hecho, lo ascendieron incluso a la categoría de oficinista, lo que fue una faena también, porque de oficinista ganaba menos que de repartidor, pero su orgullo quedó a salvo e indudablemente aquello le bajó un poco los humos. Pero eso es lo que le ocurre a un tipo, cuando sólo es un héroe en sueños. A no ser que la pesadilla sea lo suficientemente fuerte como para despertarte, sigues retrocediendo, y o bien acabas ante un tribunal o de vicepresidente. En cualquier caso es lo mismo, un lío de la hostia, una farsa, un fiasco del principio al fin. Lo sé porque lo viví, y desperté. Y, cuando desperté, me marché. Me marché por la misma puerta por la que había entrado... sin siquiera decir: «¡Con permiso, señor!»
Las cosas suceden instantáneamente, pero primero hay que pasar por un largo proceso. Lo que percibes, cuando ocurre algo, es la explosión, y un segundo antes la chispa. Pero todo sucede de acuerdo con una ley... y con el consentimiento pleno y la colaboración del cosmos entero. Antes de que pudiera alzarme y explotar, había que preparar la bomba adecuadamente, había que cebarla apropiadamente. Después de poner las cosas en orden para los cabrones de arriba, tuvieron que hacerme tragar el orgullo, tuvieron que enviarme a patadas de un lado para otro como un balón, tuvieron que pisotearme, aplastarme, humillarme, encadenarme, maniatarme, reducirme a la impotencia como a un calzonazos. Nunca en mi vida he deseado tener amigos, pero en aquel período particular parecían brotar a mi alrededor como hongos. Nunca tenía un momento de tranquilidad. Si iba a casa por la noche con la esperanza de descansar, había alguien esperándome. A veces era una pandilla la que me esperaba y parecía darles igual que llegara o no. Cada grupo de amigos que hacía despreciaba al otro. Stanley, por ejemplo, despreciaba a todos. También Ulric se mostraba bastante desdeñoso hacia los otros. Acababa de regresar de Europa después de una ausencia de varios años. No nos habíamos visto mucho desde la infancia hasta un día en que, por pura casualidad, nos encontramos en la calle. Aquél fue un día importante porque me abrió un mundo nuevo, un mundo con el que había soñado a menudo pero que nunca había tenido esperanzas de ver. Recuerdo vivamente que estábamos parados en la esquina de la Sexta Avenida con la Calle 49 hacia el atardecer. Lo recuerdo porque parecía completamente absurdo estar escuchando a un hombre hablar del Monte Etna y el Vesubio y Capri y Pompeya y Marruecos y París en la esquina de la Sexta Avenida y la Calle 49, Manhattan. Recuerdo la forma como miraba a su alrededor mientras hablaba, como alguien que no había comprendido del todo dónde se había metido, pero que intuía vagamente que había cometido un error horrible al regresar. Sus ojos parecían decir todo el tiempo: «Esto no tiene valor, ni el más mínimo valor.» Sin embargo, no decía eso, sino simplemente esto: «¡Estoy seguro de que te gustaría! ¡Estoy seguro de que es el lugar para ti!» Cuando se separó de mí, me sentía aturdido. El tiempo que pasó hasta que volví a verlo me pareció una eternidad. Quería volver a oírlo todo, hasta los más pequeños detalles. Nada de lo que había oído o leído sobre Europa parecía igualar a aquella entusiasta descripción de labios de mi amigo. Me parecía tanto más milagroso cuanto que los dos procedíamos del mismo ambiente. Él lo había conseguido porque tenía amigos ricos... y porque sabía ahorrar su dinero. Yo nunca había conocido a nadie que fuera rico, que hubiese viajado, que tuviera dinero en el banco. Todos mis amigos eran como yo, vivían al día, y nunca pensaban en el futuro. O'Mara, sí, había viajado un poco, casi por todo el mundo... Pero de vagabundo, o bien en el ejército, lo que era incluso peor que ser un vagabundo. Mi amigo Ulric fue el primer conocido mío del que podía decir de verdad que había viajado. Y sabía hablar de sus experiencias.