1 febrero, lunes

Desde que me levanté no se me quita de las mientes la idea de que un mes más y a esconder. Hoy, febrero; bueno, pues en marzo, a volar. Mentira parece. A ratos pego brincos de la alegría, pero otras veces me achucharon y me doy mismamente compasión. Estas cosas le llevan a uno a pensar en la vida. Aquilino decía que si uno piensa en la vida es que la va a doblar. No sé, no sé… El caso es que yo no quiero pensar en la vida, pero es como si no, porque uno no piensa siempre lo que quiere. Ahora he cogido la pichicharra de que yo he nacido en América y de repente llego aquí y voy y me asomo a la terraza y me emperró en verlo todo con ojos nuevos.

Y me digo: «¡Qué hermosa es esa ladera de vides, y esa torre cubierta de verdín, y la estación con los trenes que suben y bajan!». Pero si hay algo imposible en la vida es pegársela uno mismo y así, aunque yo me digo esto, por dentro una voz me dice: «Que no Lorenzo; boberías, tú y tu gente donde habéis nacido es aquí, y esa ladera, y esa torre, y esa estación las conoces talmente como si las hubieses parido. Y donde vas de nuevas es a América y aunque allí tengas ante las narices una ladera de vides, una torre con verdín y una estación donde los raíles brillen y los trenes suban y bajen, no serán lo mismo y tú andarás más despistado que un chivo en un garaje, porque así son las cosas; y si tú, en América, quieres aguantar has de hacerte americano; o sea, para que nos entendamos, sin memoria de nada de lo de aquí». La fetén es que esto me descompone, porque yo quisiera llevarme a América a mis amigos, y mis cazaderos, y mis perdices y todo; claro que, bien mirado, si yo allá voy a disponer de un par de docenas de negros que me ojeen las piezas y de una Sara queta repetidora, y un buen bote para ir de un sitio a otro; y si con el tiempo monto un negocio de pieles de liebre que me dé para vivir como un príncipe y para asomarme cada año por aquí a ver a los amiguetes y a tirar cuatro tiros con ellos, en ese caso hay que dejar el sentimiento a un lado y pensar con la de arriba.

A la mañana, José, el de Secretaría, me hizo la instancia para la excedencia por más de un año y menos de diez. Don Basilio la informó y dice que en un par de semanas listo. Del Gobierno ya pidieron a Madrid los certificados de penales. La cosa se va liando. Tardé en dormirme. Sentí el exprés de Galicia.

4 febrero, jueves

Hoy pasó un mal trago la chavala. ¡Hay qué ver lo que cuesta un hijo! La dio el telele por la mañana y al mediodía me mandó recado con el chico de Crescencio. La encontré en cama devolviendo. Cuando está así me recuerda a la madre y me llevo un cojijo del demonio. ¡Qué días, órdiga! A la hora de comer ya andaba tan animadilla, como si nada. Es lo bueno de estas cosas, se pasan en un verbo y aunque vuelvan otro día, uno siempre piensa que ha de ser la última.

Recibí carta del Tino. Este hermano mío las urde como agua. ¡Vaya un prójimo! Ahora me sale con que en América le tenga presente y si encuentro una proporción le ponga cuatro letras porque todavía se siente joven para empezar otra vez. Ni recuerdo qué tiempo tiene el Tino, aunque desde luego no es ya ningún chaval. Le contestaré otro día. De la Veba, ni palabra.

El tiempo ha templado y a última hora se ha puesto a diluviar.

6 febrero, sábado

Mañana se cierra la temporada. Antaño esta fecha era para mí un día de duelo. Hoy, ni lo pienso siquiera. ¡Qué cosas! Dentro de mes y medio a darle otra vez gusto al dedo. Si yo fuera millonario pasaría en Europa hasta marzo y de marzo a septiembre me largaría a América. He quedado con Melecio en subir mañana en las burras a lo del Marqués. Hace tiempo que no lo pateamos y Melecio se emperra en que es el mejor sitio para despedirnos.

Me llegué donde el Ginebra a ver a ese tal Marcelo. Él tipo así, al pronto, tiene jeta de acelga, pero luego no resulta mal chaval. Porfía que si me gusta la caza me quedaré en América de por vida; que allí hay pájaros para divertirse. Luego me salió con que el «Miguel Ángel» es un barco de una vez; no hace todavía el año que le pusieron en servicio los italianos. Dice que la tercera es mejor que la primera de cualquier barco de postín y que las fiestas de a bordo, con chavalinas de los cinco continentes, son un mar de oportunidades. Le aclaré que estaba casado y que voy con la señora y me dijo que así era otra cosa. Por lo visto tocaremos en Dakar, Río Janeiro, Santos, Montevideo y Buenos Aires. ¡Menuda jira! Estuve cascando con la Anita hasta las tantas. Luego no me podía dormir y sentí el exprés de Galicia.

7 febrero, domingo

No sé por qué nos emperramos en subir a lo del Marqués. Es el cazadero más pateado de la provincia. Las perdices se levantan en París y si queda una liebre viva a estas alturas, esa sabe más que Lepe, Lepijo y su hijo. ¡Qué cosas! Una vi a mediodía y la tiré por calentarme la mano, pero la zorra de ella pegó un respingo y entonces creí que quedaba, pero no. La tía debió llevarse más de un perdigón en el culo, pero se me perdió entre la maleza de la ribera. El sol andaba arriba, pero batía un viento muy fino. Yo todo era decirme: «Aprovecha, Lorenzo, estás cazando en España por última vez; en tu vida volverás a pisar un tomillo español, ni a dar con los caños en un chaparro español, ni a sentir volar una perdiz española, ni…». Y tanto lo pensé que al sentarnos a merendar, a la abrigada, tenía como un bulto en lo alto del pecho que casi ni me dejaba respirar. Y cuando vi a la Doly, el animalito, que me miraba a los ojos como con tristeza, se me iban las lágrimas y le dije a Melecio, echándolo a barato, que sentía capricho por saber si la última perdiz que cobrase aquí sería macho o hembra. Melecio, el hombre, andaba afectado y me confesó que cuando yo me largue colgará la escopeta, sin más. Iba a darle en la espalda, pero pensé que sería peor para los dos y sólo le dije: «No digas disparates». Él dijo que quince años cazando a mi lado, domingo tras domingo, crean un hábito y que ya no entendería la caza sin tenerme a su vera. La Doly metió el cuezo y nos lamió la cara, primero a él y luego a mí. ¡Qué instinto el de estos bichos! Le recordé a Melecio cómo lloraba el animal cuando enterramos al Mele y él me hizo un gesto para que callase la boca. Entonces abrí el pan y le ofrecí un cacho de tocino y Melecio dijo que no con la cabeza, y yo tampoco podía tragar y me tumbé con las manos en la nuca, y me petaba oír por última vez el viento en los pinos y el agua, abajo, entre los sauces, y el galleo de las picazas entre la fronda. No hicimos sino dar tientos y tientos a la bota hasta que el vino se acabó y entonces nos miramos y dijo Melecio que dar otra vuelta y el sol ya bajaba, pero nos levantamos y tiramos para arriba. Y fue como un milagro, porque al regresar donde las bicicletas sin habernos estrenado, se arrancó de un barbecho una perdiz, grandota como un ganso, y tiramos los dos, pero sólo sonó un tiro y allí quedó la tía patas arriba, con perdigones del uno y del otro. Al acomodar a la perra en el soporte dijo Melecio: «Bueno, se acabó lo que se daba». Y allí delante estaba el monte del común, casi negro, y detrás los pinos, y más detrás los tesos pelados, y más detrás todavía, el resplandor rojo del sol que acababa de ocultarse y, al pie, el camino con las roderas endurecidas, y todo eso era mío, porque yo me esforzaba en no pensarlo porque de otro modo hubiera tenido que decirle que nanay al tío Egidio y ya era un poco tarde para eso. De regreso parecía aquello un funeral. Melecio pinchó y anduvimos reparando la goma a la luz de la luna. Las luces de la ciudad se veían desde lo alto y era un espectáculo. Me acosté aliquebrado. En toda la noche el viento dejó de sacudir la persiana de la cocina.

10 febrero, miércoles

Me topé esta mañana con don Rodrigo cuando subía a Secretaría y me plantó que si a Chile. Le respondí que a ver, y él, que si tuviera mi edad, haría otro tanto. Le dije que a qué ton y él que esto es como un tranvía lleno y aquello como un tranvía vacío y que aquí si te subes al tranvía ha de ser a costa de que otro se apee y que en cambio allá todavía hay ocasión no sólo de subir al tranvía, sino de hacer el viaje sentado. Ya me huelo por donde va. Lo que queda por ver es si uno, por el hecho de ir sentado en un tranvía, ya va a gozarla. Le dije lealmente que agradecía su información y él me salió entonces con que tampoco me pensara que allí paguen por dormir y que yo debía ir a América con ganas de arrimar el hombro, ya que tropezaría con muchas dificultades antes de triunfar. Se me hizo que lo decía con retintín y le dije lealmente que me olía que él sabía algo de Chile que se guardaba. El hombre se reía las muelas y me contestó que no había tal y que lo único los temblores de tierra. ¡Gibar! Ya es algo. Se lo conté a la chavala a la hora de comer, y lo que es la ignorancia, la gilí, como unas pascuas, que eso la divierte y que lo único que no aguanta es un día igual a otro como ocurre aquí.

Por la tarde se presentaron Aquilino y la Lourdes. El Aquilino con la tripita, la ropa planchada y el correaje reluciente va cogiendo aires de general. ¡Vaya un tipo! A la Lourdes, ya es de antiguo, no la trago. De novios ya me gibaban sus dientes de caballo, pero ahora que la conozco mejor me cabrea que no abra la boca si no es para despellejar al prójimo. Sacó a colación a Serafín, mi cuñado, pero de que vi por donde iba, le pregunté si era cierto que veía mal de un ojo y quería ponerse lentes. La tía pegó un respingo, pero tragó, y me salió con que quién me había ido con el cuento. Lo que yo la dije que se decía el pecado, pero no el pecador y, entonces, la candaja se subía por las paredes. ¡Toma del frasco! A última hora se puso a fumar como una marrana, con una pierna sobre la otra y enseñando hasta el ombligo. Hay mujeres que la gozan provocando y si no parece como que no estuvieran a gusto.

13 febrero, sábado

Volvió a llover. Me reí las muelas con Zacarías. Me le topé en la plaza y el baboso que si andaba cojo. Después de quince años todavía no se ha enterado que cuando llueve me gusta remeter las punteras para echar fuera las cascarrias y no manchar la ropa. El rácano es un desaseado y el ir más o menos curioso se la trae floja.

A la tarde me encerré en casa y no salí. Aproveché para contestar al Tino y preguntarle por la Veba. Al acostarme llovía si Dios tenía qué. Dice la Anita, y no la falta razón, que nos vamos a volver ranas.

16 febrero, martes

Sigue diluviando. El desagüe de la azotea no tira y está imposible. Pasé descalzo donde el señor Moro y le dije si podía saberse qué echan allí para que el sumidero se tapone todo el tiempo. La pingo de la Carmina se arrancó como una novilla y me salió con que la preguntara al pasmarote de mi mujer dónde ponía las mondas cada vez que comía una naranja. La dije que más despacio y sin ofender, pero ella que si quieres. Finalmente le dije al señor Moro que la hiciera callar la boca si no quería que la cosiese los hocicos de media guarra. El candongo de él que eso si sabría, pegar a una mujer, y lo que yo le dije que si de veras se pensaba que la Carmina lo era. El tío se cabreó, se puso faltón y entonces terció la Anita con que más tonto era yo por tratar con gentes de medio pelo. La Carmina se fue a ella, pero yo la agarré por el brazo, según iba, y la voceé que si me marrotaba el chico yo iría a la cárcel, pero ella se iba al camposanto, como me llamo Lorenzo. La tipa, al pronto, se quedó quieta parada y luego se puso a reír a lo bobo y me voceó que valiente hijo iba a tener ese manojo de huesos, pero la Anita la volvió la espalda y me dijo que lo dejara porque ya sé como las gastan las mujeres que se pasan la vida esperando a un hombre sin haber de qué. Salió Crescencio con la escoba y en un verbo desatrancó el desagüe y entonces el señor Moro dijo que yo era un azuzón y que armaba un alboroto por cualquier pendejada. Cerré el pico por no armar la de Dios, pero la tipa ésta me las paga antes de marchar. ¡Por éstas!

18 febrero, jueves

Me pasé por el Gobierno. Ya tenemos los pasaportes listos. Dentro de veinte días habrá que ir pensando en liar las maletas. Tengo una cosa dentro que no me lamo. Uno no ve el momento de arrancar. La Anita que soy un culillo de mal asiento. Bueno, lo seré, pero lo cierto es que a uno empieza a gibarle un sitio cuando se huele que en otro puede andar mejor. Todo lo demás son coplas. La chavala como un geranio. Veremos a ver qué dura. Hace dos días que no veo a Melecio vivo ni muerto.

21 febrero, domingo

Después de misa tomamos el vermut en Yago. Luego comimos donde los viejos. El marrajo como un cascabel, pero ella se va a ir en agua. ¡Madre, qué barbaridad! Va para dos meses que no lo deja. Cada vez que asomo la gaita, ya se sabe, a mojar la pestaña. Y lo que yo me digo, que una cosa es sentir la separación y otra convertirse en un lloraduelos. Pero ¿quién es el guapo que le va a la chavala con la embajada? Su casa, el papá, la mamá y el hermanito son sagrados, como yo digo. Todo lo de ellos está bien hecho y si yo pongo reparos, ya se sabe, Lorenzo es tan hidalgo como el gavilán. Me empieza a gibar ya tanto restregarme por las narices al tío Egidio. Después de todo a quién Dios no da hijos, el diablo le da sobrinos. Ya es cosa vieja y ahora no parece sino que uno lo hubiera inventado para la ocasión. Es lo mismo que decirles a ellos papá y mamá, cuando a mí, lealmente, no me sale. Uno no es un farotón, pero tampoco un lila, ¡qué coño! La Anita porfía que a mí me gusta apearme siempre por la cola, pero no lleva razón. A mí la lengua quieta, eso de siempre, otra cosa es si me meten los dedos en la boca. ¿Pero a qué ton voy a decirle mamá a esta tipa que, con todos los respetos, la he conocido ayer? Mejor me peta no llamarla y digo usted, o señora, o no digo nada, porque el mamá me cabrea a mí, y el madre la giba a ella; total, siempre hay cuestión.

Al terminar de comer salió a relucir lo de la vacuna y mi señor preguntó si no me alcanzaba el seguro. Ya le dije que no, por funcionario; luego dijo que si tenía médico de cabecera y le dije que nanay, que cuando lo de la madre regañé con él y que como ni me recuerdo de la última vez que estuve enfermo, lo había dejado para cuando viejo. El hombre no entiende de bromas y saltó con que mal hecho y que en América lo primero un médico. Ella en cuanto que oyó América, lo de siempre, empezó a moquitear y se gibó la fiesta. Me largué al café y a la noche la chavala me puso jeta. La dije que qué y ella que un poquito más de consideración, que si de novio todo eran facilidades ahora no había razón para cambiar. Lo que yo me digo: Lorenzo, abre el ojo, que asan carne.

23 febrero, martes

De Madrid, ni pío. Le pregunté a don Basilio, que al fin y al cabo es el Director, si no convendría dar otro toque. El vaina que calma, que aún quedan por delante tres semanas. Me pone negro la tranquilidad de esta gente.

Saqué los cuartos del Banco. Dos mil doscientas treinta y tres pelas, que no está mal. Eso, si el suegro no se descuelga a última hora con un par de billetes. ¡Qui lo sa!

Me llegué dónde mi hermana. Uno se encuentra chicos hasta en los pucheros. ¡La madre que los echó! Y ya dan guerra, ya. Está la Titina esa que es más lista que un conejo. Ahora que voy a largarme me doy cuenta de que estos chaveas no son para mí como los demás. Eso de la voz de la sangre no es un cuento. La chalada de mi hermana que si me pinta allá no la eche en olvido, ya que cada día que pasa está más necesitada. Le pregunté por Serafín y la de siempre, a moquitear. La pregunté si no cumplía y me salió con que si el Serafín no bebiera no habría mejor hombre que él. Ya la advertí que es ley de vida que hasta el más blanco tenga un lunar Ella que a ver, pero que cuando viene mamado se pone imposible y que ella ya se lo tiene dicho hasta con el hierro de la cocina, pero como si no. La Modes, greñas aparte, tiene así un pronto que es tal y como ver a la madre. Al acostarnos me salió la Anita con que no la gustaría confiar el niño a una negra. Lo que yo la dije que, primero, tenerle y después buscaremos una blanca, que eso, como todo, es cuestión de billetes.

27 febrero, sábado

Hubo carta del tío Egidio. Dice que su señora tan contenta de nuestra llegada y que aunque es criolla se entiende con los españoles. Luego dice que los boletos para el transandino los recojamos en una tienda de juguetes de la calle Azcuénaga, de Buenos Aires, no recuerda bien el número, que se llama «La Sonrisa». El dueño es amigo suyo y debemos preguntar por don Eusebio. Dice que no le abonemos nada, pues el asunto de la plata está ya arreglado. Ya le dije a la chavala que yo pensaba porfiar un poco en lo de los cuartos, pero que tal como se explica me da miedo el ofenderlo.

Estuve donde Melecio. El hombre sigue achucharrado y hacerle abrir la boca cuesta un triunfo. Cuando se le murió el chaval, cuate. Se emperró en no llorar y el sentimiento le recomía por dentro. No digo yo que fuera a llorar por esto, pero, al menos, podía hablar y algo se descongestionaría. De la excedencia, ni palabra. También gibaría que por una pendejada así tuviéramos que retrasar el viaje.