La filosofía popular, un sí es no es despiadada y sin entrañas, afirma de manera categórica que nunca segundas partes fueron buenas. La filosofía popular es, con frecuencia, un tanto burda y sansirolé, demasiado primaria y elemental como para reparar en eso que, con petulancia disculpable, llaman los exquisitos sutilezas o matices. Generalizar —dicho sea con perdón de la filosofía popular— es errar. Uno, en su oficio de escritor, no es sino un ser zarandeado por fuerzas contradictorias, fuerzas no siempre tan sumisas y controlables como uno deseara.
El alumbramiento del escritor, si penoso, no siempre resulta redondo y definitivo, y aún hay ocasiones que, tras el jadeo final, uno constata, descorazonado y esperanzado, que no se desembarazó del todo, que aún resta personaje dentro. El escritor en trance, en definitiva, a quien más se asemeja es a la mujer en trance. El escritor nunca decide en qué medida va a ser fecundado. El que venga un fruto, o vengan dos, o vengan tres, excede a sus previsiones; lo mismo que el que sea macho o hembra; lo mismo que el que el primero salga balarrasa y el segundo licenciado en Ciencias Políticas y Económicas.
Los sabihondos, que nunca faltan, argüirán maliciosamente que lo que uno pretende es estrujar su relativo éxito inicial, que éxito relativo es ya en nuestro país, afortunadamente, colocar en un par de años siete u ocho mil ejemplares de una novela. Pero el sabihondo, como la filosofía popular, a menudo se pasa de listo. Uno, al echar al mundo el «Diario de un cazador», imaginó que había sido el suyo un parto regularmente laborioso, pero completo. Mas a poco constató que no; que dentro, en ese lugar recóndito donde se localizan las entrañas del escritor, bullían más personajes. Ahora, al alumbrar este hermano gemelo, uno renegaría de la providencia de Dios si afirmara frívolamente que es el último y definitivo; es decir, que uno admite —aunque no proyecte, que uno, en estos menesteres, y por mucho que nos envanezca, no es sino un mandado— que estos «diarios» puedan ser trillizos y aún quintillizos como las sufridas, simétricas y estereotipadas hermanas Dionne. Después de todo, Lorenzo, el cazador, pese a su modestia, a su candor, a su primitivismo exaltado, puede servir lo mismo que cualquier colosal burgués para darnos mañana la medida de una época un sí es no es revuelta y aleatoria, una época en la que están proscritas las señales acústicas; una época, en fin, cuyos prohombres sestean indolentemente, amparados por un acolchado e inexorable bando del silencio.
Uno, desde su oficio de escritor, no debe honradamente predecir el futuro. Uno, humildemente, se limita a prometer a sus lectores que no negará apoyo a su personaje, que no le abandonará, en tanto no se sienta entera, feliz y absolutamente parido.
M. D.
(diciembre 1957)