20

Llegué a la consulta de Craig con diez minutos de antelación. Había hablado con Jillian sobre las tres y media y me había dicho que estaba todo arreglado. No me extrañó que aún no hubiesen llegado, e incluso llegué a pensar que no se presentarían. Me quedé de pie en el pasillo junto a la puerta de cristal y, a las 3:58, se abrieron las puertas del ascensor y aparecieron los tres: Craig, Jillian y un hombre alto y delgado, vestido con un traje negro. No me sorprendió que fuera Carson Verill.

Craig nos presentó. El abogado me estrechó la mano efusivamente y me sonrió con igual intensidad. Le vi los dientes: los tenía muy blancos, lo cual tampoco me sorprendió teniendo en cuenta que era el representante legal del dentista más grande del mundo. Permanecimos unos minutos allí, Verill y yo presentándonos, Craig carraspeando y Jillian revolviendo el bolso hasta dar con la llave de la puerta. Finalmente abrió la puerta, encendió la luz y luego la lámpara del escritorio de Marion. Después se sentó en la silla de Marion y yo indiqué a Craig y a Verill que se sentaran en el sofá.

Se produjo un intercambio de palabras con cierto nerviosismo. Craig se refirió al tiempo y Verill se disculpó por el retraso.

—En fin, señor Rhodenbarr, será mejor que vayamos al grano. Tengo entendido que quiere hacernos una oferta. Ha amenazado con contar a la policía que usted y el señor Sheldrake acordaron robar las joyas de su exesposa, a menos que este asuma el coste de su defensa.

—Vaya suerte —dije.

—¿A qué se refiere?

—Ya sabe, poder hablar así sin deliberación. Tiene un talento increíble, pero ¿por qué demonios no ponemos las cartas sobre la mesa? Craig y yo pactamos robar las joyas de Crystal, eso lo sabemos todos; podemos hablar en confianza, así que dejémonos de protocolos.

—Bernie, hagámoslo a la manera de Carson, ¿de acuerdo? —intervino Craig.

Verill clavó la mirada en Craig. Tuve la impresión de que no le había gustado su intervención y que prefería que Craig guardara silencio.

—No estoy dispuesto a hacer ningún trato, señor Rhodenbarr. Aunque sí me gustaría saber cuál es su postura. He hablado con la señorita Paar y con el doctor Sheldrake y creo que podré ayudarle. No tengo mucha experiencia en casos como este y no sé si sería capaz de defenderle, pero si lo que quiere es entregarse y declararse culpable…

—Soy inocente, señor Verill.

—Tenía entendido que…

Esbocé una amplia sonrisa, procurando mostrar sólo los mejores dientes.

—Me imputan dos homicidios, señor Verill. Un asesino muy inteligente me ha tendido una trampa. Lo dispuso todo para que su cliente fuera acusado de homicidio, pero luego decidió que sería más efectivo cargarlo a mis espaldas. Lo hizo muy bien, aunque creo que lo entenderá mejor si le cuento lo que realmente ocurrió.

—La señorita Paar asegura que usted sospechaba de ese artista. Pero apareció muerto en su apartamento.

Asentí con la cabeza.

—Debería haber imaginado que él no había asesinado a Crystal. Podría haberla estrangulado, pero lo de apuñalar no era del estilo de Grabow. No, hubo una tercera persona, y esa persona es la que cometió los dos crímenes.

—¿Una tercera persona?

—Había tres hombres en la vida de Crystal: Grabow, el artista; Knobby Corcoran, un camarero de un bar y finalmente el sabueso legal.

—¿Quién?

—Un colega suyo. Un abogado llamado John, quien a menudo salía con Crystal. Eso es todo lo que se sabe de él.

—Entonces, será mejor olvidarlo.

—Creo que no, porque fue él quien la asesinó.

—¿Qué? —inquirió Verill, arqueando las cejas—. En ese caso, es imprescindible conocer su identidad.

—Estoy de acuerdo. De todos modos, será difícil. Supe de su existencia por una mujer llamada Frankie. El problema es que ayer esa mujer se tomó mucha ginebra y una caja entera de Valium.

—Así pues, ¿cómo vas a averiguar la identidad de ese John, Bernie? —preguntó Craig.

—No lo sé.

—Quizá no tenga nada que ver con el caso. Tal vez sólo fuera otro de los amigos de Crystal. Tenía muchísimos…

—Y como mínimo un enemigo —repliqué—. No olvides que Crystal era el eje de algo, y de que alguien debía de tener razones poderosas para asesinarla. Tú, Craig, tenías motivos para ello, pero no lo hiciste porque sabías que serías el principal sospechoso.

—Correcto.

—Yo también tenía un motivo: evitar que me arrestaran por robo; pero tampoco lo hice. Ese John sí tenía una razón de peso.

—¿Como cuál, Bern?

—Grabow era un falsificador —expliqué—. Empezó como artista, luego se pasó al mundo de la impresión y finalmente decidió abandonar el mundo del arte para ganar dinero. Supongo que imaginó que, dadas sus aptitudes, la manera más fácil de ganar dinero era fabricándolo, y eso fue lo que hizo.

»Sabía lo que hacía. Vi algunas muestras de su trabajo y eran casi tan buenas como las que emite el Estado. También vi el lugar donde vivía y trabajaba y, para ser un artista sin éxito, la verdad es que vivía por todo lo alto. Aunque no pueda demostrarlo, tengo la corazonada de que él hizo esas planchas para falsificar billetes, que debió de cambiar al comprar tabaco o tomar unas copas. Recordad que ese tipo era artista y no un criminal. No tenía contactos ni tenía idea de cómo colocar esos billetes. Debía hacer una tirada reducida. Cuando conseguía una generosa cantidad de dinero oficial, se iba a comprar muebles. Grabow tenía su propia empresa y le habría seguido funcionando de no ser por la avaricia.

—¿Qué tiene que ver todo esto con…?

—¿Con nosotros? Veréis, supongo que Grabow cubriría una amplia zona en su empeño por cambiar los billetes. En alguna de sus salidas debió de conocer a Crystal y empezaron a verse con regularidad. Tal vez él quiso presumir o quizá ella hizo demasiadas preguntas, pero de un modo u otro se enteró de que era un falsificador.

»Por aquel entonces, ya estaba liada con Knobby Corcoran, un camarero que probablemente sabía cómo comprar y vender material de esa clase. Tal vez fue idea de Crystal o de Knobby, aunque juraría que lo sugirió el abogado.

—¿Sugerir qué? —inquirió Jillian.

—Pues producir más billetes falsos de lo que venía haciendo hasta entonces Grabow. Nada de cambiarlos paulatinamente, sino hacer muchos de una sola tirada y vivir de los ingresos durante un par de años. Así lo sugirió el abogado. Crystal se los daría a Knobby y este buscaría a alguien dispuesto a pagar por un cuarto de millón en billetes de veinte falsos… unos cincuenta mil dólares. Crystal sería la intermediaria: Knobby le daría la pasta verdadera y Grabow la falsa; la verdadera se la quedaría Grabow y la falsa sería entregada a Knobby. De este modo, no tendrían que verse las caras. Me pareció que Grabow guardaba celosamente su intimidad; no quería que nadie supiera dónde vivía, así que el negocio que le proponían le garantizaba el anonimato.

—¿Fue el abogado quien urdió el plan, Bern? ¿Ese John?

Moví la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Así es, Craig.

—¿Y él que sacaba con eso?

—Todo.

—¿Qué quieres decir?

—Pues todo, porque el dinero verdadero no iba a llegar a Grabow y el falso tampoco a Knobby. Dado que ambos se acostaban con Crystal, ambos imaginaban que podían confiar en ella. Lo único que no sé es si Crystal estaba enterada de sus planes. Cuando recibió el dinero de Knobby, se lo entregó al abogado y luego recibió el falso de Grabow, y le dijo que le pagaría al cabo de un par de días. Al abogado sólo le quedaba asesinarla e irse tranquilo a casa.

—¿Por qué supone todo eso, señor Rhodenbarr?

—Porque ya tenía el dinero de Knobby Corcoran, señor Verill. Es muy simple, asesina a Crystal, coge el dinero falso y ahí se acaba todo. Su nombre jamás se relacionaría con el asunto. En cuanto a los otros dos, cuando supieran que Crystal había muerto, cada uno supondría que el otro le había traicionado, incluso quizá acabarían matándose. Hasta aquí, ningún problema para el abogado. Tiene el dinero verdadero y puede intentar vender el falso. De conseguirlo, la suma total ascendería a unos cien mil dólares; una suma por la que mucha gente en este mundo está dispuesta a matar, incluso un abogado.

Verill sonrió y dijo:

—Hay gente en esta profesión que no es todo lo ética que debería.

—No se disculpe, nadie es perfecto. Todos tenemos algo de ladrón inmoral.

Me acerqué a la ventana y miré a la calle; me quedé observando los taxis tirados por caballos alineados en la calle Cincuenta y nueve. El sol estaba cubierto por nubes. Lo había estado casi toda la tarde.

—El jueves por la noche fui al apartamento de Crystal a robar las joyas. Estuve encerrado en su armario mientras retozaba en la cama con un amigo. Luego este se fue. Mientras me las arreglaba para salir de allí, Crystal tomó una ducha. El timbre la interrumpió. Salió, abrió la puerta y el abogado le clavó un escalpelo dental en el corazón.

»Luego se dirigió al dormitorio. El objetivo de su visita no era sólo matarla. Buscaba el dinero falso que ella guardaba, seguramente para Knobby. Crystal ya le había dicho que Grabow se lo había entregado en un maletín, así que fue directamente al dormitorio y vio un maletín apoyado contra la pared.

»Naturalmente, ese no era el maletín del dinero. Supongo que estaba dentro del armario conmigo. Creo que fue ahí donde Crystal debió de guardarlo, porque de lo contrario no habría tenido sentido que lo cerrara con llave. Las joyas, en cambio, las tenía a mano. En ese armario tenía que haber algo que Crystal no solía guardar en casa.

»El abogado cogió el maletín y se largó. Cuando llegó a su casa y lo abrió, se encontró con un puñado de joyas envueltas con ropa para que no hicieran ruido al caminar. No era el botín que esperaba, pues no le sería tan fácil venderlo, pero por lo menos tenía los billetes verdaderos y, tarde o temprano, conseguiría colocar las joyas.

»Tal vez incluso pensó en regresar al apartamento para buscar el dinero falso. Pero Knobby Corcoran se le adelantó. Knobby cambió su turno con otro camarero el día después del asesinato de Crystal y entró en el apartamento de esta por si encontraba el maletín. Debía de saber dónde tenía que buscar porque quizá Crystal le había dicho algo así como: “No te preocupes, está seguro en mi armario”. De hecho, se fue del apartamento con el dinero falso y lo guardó en el armario de su propio apartamento.

—¿Cómo lo sabe, señor Rhodenbarr?

—Muy fácil: ahí fue donde lo encontré.

—Ahí lo encontró…

—Encontré el maletín lleno de billetes de veinte dólares. ¿Cómo, si no, lo sabría? Los dejé allí…

Jillian sabía que acababa de mentir. Le había contado que había guardado los billetes en una taquilla de la estación de autobuses. Deseé con todas mis fuerzas que no recordara la historia. Comprobé que estaba pensando en otras cosas.

—El escalpelo… —dijo—. El abogado asesinó a Crystal con uno de nuestros escalpelos.

—Correcto.

—Por tanto, debía de ser un paciente nuestro.

—¿Un abogado llamado John? —se preguntó Craig—. ¿Cuántos pacientes tenemos que sean abogados? —Frunció el entrecejo y se rascó la cabeza—. Hay bastantes —dijo—, y John no es precisamente un nombre poco común, aun así…

—No tiene por qué ser un paciente —comenté—. Supongamos la siguiente hipótesis: Crystal estuvo en el apartamento de Grabow, vio los instrumentos dentales que utilizaba para su trabajo y se percató de que eran de la misma marca que los de Craig. Aunque se tratara sólo de una coincidencia, se lo comentó al abogado. Este obtuvo el arma asesina de la manera más simple del mundo. Decidió utilizar un instrumento dental para inculpar directamente a Craig; en el caso de que este consiguiera probar su inocencia, entonces las sospechas se volverían hacia Grabow.

Caminé de un lado al otro de la habitación hasta que decidí sentarme en el borde de la mesa de Marion.

—Era un buen plan —continué—. Sólo tenía un cabo suelto: yo.

—¿Tu, Bern?

—Sí —respondí a Craig—. Yo. Conseguiste salir de la cárcel porque me cargaste el muerto a mí.

—Bern, ¿qué otra cosa podía hacer? —Le miré con acritud—. Además, yo no la había matado y si tú estuviste en su apartamento y uno de mis escalpelos… ¡Por Dios, parecía que querías inculparme y…!

—Olvídalo. Buscaste la manera de salir de la cárcel y lo conseguiste. Knobby entró en el apartamento de Crystal y se llevó el dinero falso; eso significó que el caso era algo más complicado que el típico caso del marido que mata a su exesposa. El abogado se percató de que tenía que actuar con diligencia. Quedaban cabos sueltos y tenía que atarlos, porque si la policía empezaba a investigar la vida de Crystal, tal vez su nombre aparecería en la lista.

»También estaba preocupado por Grabow. Quizá incluso se entrevistaron. Tal vez pensó que Grabow conocía la relación que Crystal mantenía con él. No podía saber qué le había contado Crystal a él. En cualquier caso, Grabow era una seria amenaza para nuestro abogado. De hecho, Grabow estaba muy nervioso el día que le conocí. Tal vez ya se había puesto en contacto con el abogado. En fin, Grabow tenía que desaparecer, y el abogado decidió matarle, con lo cual me complicaba un poco más la vida. Se las arregló para llevar al artista a mi apartamento, lo mató con otro de esos malditos escalpelos y escondió un par de joyas de Crystal en el piso para facilitar la investigación a la policía. En primer lugar, yo no tenía motivo alguno para asesinar a Grabow; en segundo, habría sido una estupidez por mi parte hacerlo con un escalpelo dental en mi propia casa y, finalmente, no sería lógico que hubiese escondido allí algunas de las joyas de Crystal. En cualquier caso, debió de pensar que con eso bastaría para que la policía me buscara por presunto homicidio, y lamentablemente estaba en lo cierto. —Respiré hondo y miré a mis tres interlocutores—. Esto es lo que tenemos hasta ahora, por eso estamos aquí.

Se produjo un silencio. Al final Verill lo rompió. Carraspeó y dijo:

—El problema es que usted nos ha contado una historia muy convincente acerca de un abogado cuya identidad desconoce por completo. Imagino que no será tan fácil desenmascararle. Ha mencionado a una mujer, ¿una amiga de Crystal Sheldrake?

—Frankie Ackerman.

—¿Ha dicho que se suicidó?

—Murió a causa de la ingestión de alcohol y Valium. Pudo ser un accidente o un suicidio. Hablaba de Crystal con cierta inquietud. No es imposible que se pusiera en contacto con el abogado. Tal vez él la llenó de pastillas y alcohol en su empeño por atar los cabos sueltos.

—Eso parece poco probable, ¿no cree?

—Es posible —convine—. En cualquier caso, está muerta.

—Exacto. Y la posibilidad de identificar a ese abogado parece haber muerto con ella. En cuanto al camarero, ¿Corcoran se llama?

—Knobby Corcoran.

—¿Él tiene los billetes falsos?

—Si las cosas no han cambiado desde ayer, sí. Intuyo que Knobby y el dinero ya están lejos de aquí. Después de cerrar el bar, se fue a casa, cogió el maletín y abandonó la ciudad. No creo que regrese. Debió de huir, aterrorizado por los asesinatos o quizá ya tenía planeado traicionar a sus socios. Vivía de las propinas; tal vez tanto dinero era demasiado para él. Apuesto a que Knobby tomó un taxi hasta el aeropuerto y subió a un avión hacia algún país del Trópico; no me sorprendería que dentro de unos meses circularan billetes falsos por las Indias Occidentales.

Verill frunció el entrecejo.

—Así pues, no tiene nada en que apoyar su teoría —dijo pausadamente—. No tiene ninguna pista que le conduzca a desvelar la identidad de ese abogado.

—Bueno, yo no diría eso.

—¿Qué?

—Sé quién es.

—¿De veras?

—Y tengo pruebas.

—¿Ah sí?

Me levanté de la mesa, me dirigí hacia la puerta de entrada e hice pasar a Dennis.

—Les presento a Dennis —anuncié—. Conocía bastante bien a Crystal y era buen amigo de Frankie Ackerman.

—Era una mujer estupenda —dijo Dennis.

—Dennis, esta es Jillian Paar, el doctor Craig Sheldrake y el señor Carson Verill.

—Encantado de conocerle —dijo a Jillian—. Encantado, doctor —dijo a Craig y esbozó una sonrisa a Verill. Luego añadió—: Es él.

—¿Cómo?

—Es él —repitió, señalando con el dedo a Carson Verill—. Es el novio de Crystal. Él es el «sabueso legal». Él es Johnny.

Verill rompió el silencio. Se levantó de la silla, se puso en pie y exclamó:

—¡Esto es ridículo!

Lo que yo dije no fue mucho mejor:

—El asesinato siempre es ridículo.

Aunque no me siento orgulloso de la frase, reconozco que fue lo que dije.

—¡Ridículo, Rhodenbarr! ¿Quién es este patán, y de dónde lo ha sacado?

—Se llama Dennis. Dirige un aparcamiento.

—En realidad, soy el propietario.

—Bueno, pues es el propietario —añadí.

—Creo que ha estado bebiendo. Y también creo que se ha vuelto loco, Rhodenbarr. Primero intenta manipularme para que lo defienda, y ahora me acusa de homicidio.

—Parece una incongruencia —acepté—. Creo que ya no deseo que me defienda, aunque supongo que ya no tendré que defenderme de nada. Tiene que confesarse autor de los dos homicidios y automáticamente retirarán los cargos contra mí.

—¡Está loco!

—Podría estarlo después de toda esta semana, pero no.

—Para empezar, no me llamo John o ¿no se le ha ocurrido?

—Sí, y ha sido un problema —admití—. Cuando empecé a sospechar de usted, pensé que tal vez se llamaba John Carson Verill, y que se había quitado el John. No tuve suerte. Carson es su nombre de pila, y el apellido es Woolford: Carson Woolford Verill, el hombre con tres apellidos. Usted es el hombre de quien hablaba Frankie Ackerman. Me parece obvio, si se para a pensar en ello.

—No lo entiendo, Bernie —dijo Jillian, asombrada—. Si se llama Carson…

—«¡He aquí a Johnny!» —exclamé—. ¿Qué Johnny, Jillian?

—¡Oh!

—Correcto. Hay millones de personas que se llaman John, así que me extraña que Frankie imitara a Ed MacMahon cada vez que conocía a un John. Pero llamarse Carson es distinto. Es un nombre muy poco común, así que a Frankie le debió de parecer divertido.

—Ridículo —insistió Verill—. Soy un hombre respetablemente casado. Quiero a mi esposa y siempre le he sido fiel. Jamás estuve liado con Crystal.

—No es usted tan respetable como dice —dijo Jillian—. Es un seductor.

—Tonterías.

—Ayer por la noche se me insinuó, pero cuando vio que no tenía nada que hacer, desistió.

—Esto es absurdo.

—Conoció a Crystal hace unos años —dije—, cuando todavía era la esposa de Craig, ¿me equivoco?

Craig lo confirmó.

—Carson fue mi abogado durante el divorcio —explicó—. Tal vez por eso tuve que pagar a Crystal una pensión tan alta. Quizá mi abogado de confianza se metía en la cama con mi esposa y ambos planearon exprimirme. —El dentista más grande del mundo estaba hundido. Parecía estar más ofuscado por lo de la pensión que por el homicidio—. Eres un hijo de puta.

—Craig, no creerás…

—Me gustaría tenerte sentado en la silla. Te rompería todos los dientes.

—Craig…

—En los próximos años podrá disfrutar de revisiones dentales gratuitas, señor Verill —dije—. Los dentistas penitenciarios son terribles. Ya tendrá ocasión de comprobarlo.

Se volvió hacia mí con expresión de no poder creer lo que ocurría.

—¡Estás loco! No puedes demostrar nada. No tienes ninguna prueba.

—Eso es lo que siempre dice el malo de la película —ironicé—. Cuando empieza hablar de la falta de pruebas, uno ya sabe que es el culpable.

—Las únicas pruebas que existen son las teorías de un ladrón y la declaración de un guardacoches borracho. Eso es todo lo que hay.

—¿Quién es ese guardacoches borracho? Yo no aparco coches, soy propietario de un aparcamiento.

—En cuanto a pruebas fehacientes…

—La cuestión de las pruebas es algo sorprendente —dije—. Se encuentran cuando menos se las busca. Cuando la policía empiece a mostrar su fotografía, seguro que habrá más gente de la que imagina que le vio con Crystal. Además, cuando ayer entró en mi apartamento, también debió de verle alguien, por no hablar de las joyas… No las escondió todas en mi apartamento porque es demasiado avaro. ¿Dónde está el resto? ¿En su apartamento, en una caja de seguridad?

—No encontrarán ninguna joya.

—Está demasiado seguro de sí mismo. Supongo que las tiene a buen recaudo.

—Jamás he robado joyas. No sé de qué estás hablando.

—No olvidemos lo del dinero falso. Con eso bastará para que le cuelguen.

—¿De qué dinero hablas?

—De los billetes de veinte dólares.

—Sí, claro… —Arqueó las cejas—. Creo haber entendido que el maldito Knobby se los ha llevado al sur.

—Podría ser, pero tengo la corazonada de que Grabow imprimió unos cuantos antes, lo cual me hace pensar que hay unos dos mil dólares de esos billetes falsos en su oficina.

—¿En mi oficina?

—En Vesey Street. Es curioso que esa zona esté tan desierta los domingos. Parece que una bomba de neutrones hubiese destruido a los seres humanos, respetando los edificios. Tengo el presentimiento de que en el cajón de su escritorio se halla un fajo de billetes de veinte, y apuesto lo que sea a que coinciden con las planchas que hay en el apartamento de Grabow.

Verill hizo ademán de acercarse, pero no se movió.

—En mi oficina… —dijo.

—Sí. Por cierto, tiene una oficina muy bonita. Naturalmente, no tiene vistas al parque, como Craig, pero se ve parte del puerto desde la ventana, y eso ya es mucho.

—¿Escondiste dinero allí?

—No diga tonterías. Knobby se llevó el dinero. ¿Cómo podría haberlo escondido?

—Debería haberte matado, Rhodenbarr. Si hubiese sabido que estabas en el armario, habría terminado con todo allí mismo. Podría haberlo arreglado para que pareciera que tú y Crystal os habíais matado. Tú la apuñalaste y ella te pegó un tiro.

—Y así habría podido coger los billetes del armario. Eso habría simplificado las cosas, ¿verdad?

Ni siquiera me escuchaba.

—Tuve que deshacerme de Grabow. Le conocí. Tal vez ella le había hablado de mí. Con Knobby sólo se acostaba de vez en cuando, después de haber pasado la noche bebiendo, pero con Grabow mantenía una relación. Podría haberse enterado de mi nombre y deducir que yo estaba detrás del asunto.

—¿Así que le citó en mi apartamento?

—Creyó que se reuniría contigo. Tenía su número de teléfono. No figuraba en la guía, pero naturalmente se lo había dado a Crystal. Le telefoneé y le cité en tu apartamento. Le dije que tenía el dinero falsificado y que quería devolvérselo. Fue muy fácil pasar por delante de tu portero.

—Lo sé. ¿Cómo consiguió entrar en el apartamento?

—Eché la puerta abajo, como en las películas.

En ese momento decidí que tenía que cambiar la cerradura de la puerta e instalar una como la de Grabow, a pesar de que tampoco había servido de mucho.

—Cuando llegó Grabow, el portero llamó por el interfono para comunicarlo y le dije que le dejara subir. El hombre supuso que eras tú.

—Por supuesto.

—Grabow me dijo que no parecía un ladrón, pero no sospechó nada. —Se interrumpió un momento—. Me resultó más fácil matarle a él que a Crystal, a pesar de ser alto y corpulento.

—Dicen que cuando uno se acostumbra a algo, ya nada le resulta difícil.

—Esperé a que llegaras, para que pareciera que os habíais matado. Pero no fuiste a casa.

—Así es —dije. Estuve a punto de añadir que estaba en casa de Jillian, pero recordé que Craig estaba presente—. Temía que la policía estuviera vigilando el piso, así que me fui a un hotel.

—Lo entiendo. Finalmente decidí marcharme. El portero no me vio entrar ni salir. No había dejado huella alguna. No creo que importe demasiado que haya unos cuantos billetes falsos escondidos en mi cajón. Soy un abogado respetable. ¿Qué palabra supones que creerá la policía, la tuya o la mía?

—¿Y qué hay de esta gente, Verill?

—¿Quién, este borracho?

—Soy el propietario, maldito seas —dijo Dennis—. No estás hablando de un puesto de venta ambulante de perritos calientes, sino de una propiedad privada.

—No creo que Craig quiera contar a la policía todo lo que sabe —continuó Verill—. Además, estoy seguro de que la señorita Paar sabe qué parte de la tostada está untada con mantequilla.

—No funcionará, Verill.

—Por supuesto que sí.

—No —dije alzando la voz—. Ray, ya basta. Sal y arresta a este hijo de puta para que podamos irnos a casa.

La puerta de la oficina interior se abrió y entró Ray Kirschmann.

—Este es Ray Kirschmann —anuncié—. Es policía. Le dejé entrar antes de ir a buscar a Dennis. Tal vez me excediera, Craig, me refiero al abrir la cerradura y todo eso, pero ya sabes que forma parte de mi rutina. Ray, te presento a Craig Sheldrake. A Jillian ya la conoces. Este es Carson Verill, el asesino. Y este es Dennis. Dennis, creo que no sé cuál es tu apellido.

—Hegarty, aunque no es necesario que te disculpes. Yo tampoco me acordaba de tu nombre. Te he estado llamando Ken.

—Uno siempre puede equivocarse.

—Cielos —dijo Ray, dirigiéndose a mí—. Eres más frío que un témpano de hielo.

—Tengo las agallas de un ladrón.

—Tú lo has dicho.

—De hecho, fuiste tú quien lo dijo. ¿Quieres leer a Carson sus derechos?

—Las agallas de un ladrón…

Dejé que Ray siguiera creyendo que tenía las agallas de un ladrón, aunque creo que todos los presentes nos comportamos con igual frialdad.

Dennis fue el más gélido de todos, pues había identificado a Verill sin haberle visto jamás en su vida. Si no me hubiese tomado la molestia de hacer las respectivas presentaciones, quizá Dennis habría señalado a Craig.

En cuanto a mí, no estoy seguro de que me mantuviera tan impasible como dijo Ray. Tengo que admitir que empecé a temblar cuando vi a Verill sacar un escalpelo del bolsillo de su chaqueta mientras Ray le leía lo de que tenía derecho a no decir nada. Ray no se percató de ello, pero yo me quedé perplejo. Carson Verill lanzó un alarido y se clavó el escalpelo en el corazón. A partir de entonces regresé a mi estado habitual de frialdad.