18

Nos despertamos alrededor de las diez. En esa zona había varias iglesias, así que despertamos al son de las campanas. Permanecimos en la cama durante dos horas, escuchando las campanas. Hay maneras peores de pasar una mañana de domingo.

Finalmente, Jillian se levantó, se puso un albornoz y preparó café mientras yo me vestía con el traje de siempre. Fui a telefonear.

La esposa de Ray Kirschmann me dijo que había ido a trabajar. Me preguntó si quería dejar un mensaje y le respondí que no.

Probé en comisaría. Alguien me informó de que Ray tenía el día libre, y que muy probablemente estaría en su casa con los pies encima de la mesa viendo un partido de fútbol televisado. Añadí que tampoco quería dejar ningún mensaje.

Me pregunté si sería una buena idea ir a mi casa. Quería ducharme, pero no valía la pena porque luego tendría que volver a ponerme la misma ropa. Al ser domingo, no encontraría ninguna tienda abierta para comprar una camiseta, unos calcetines y ropa interior.

Volví a descolgar el auricular y marqué mi número. Comunicaba.

Eso no implicaba necesariamente nada. Alguien podría haber llamado unos segundos antes que yo. Así que colgué y volví a marcar el número al cabo de un minuto. Siguió comunicando.

Eso tampoco implicaba nada. Tal vez había recibido la visita de una persona que había decidido desconectarlo, o pincharlo, o quizá…

—¿Bernie, ocurre algo malo?

—Sí —respondí—. ¿Dónde tienes la guía telefónica?

Busqué el número de la señora Hesch y lo marqué. Cuando descolgó, oí el sonido de la televisión de fondo y su voz cascada por el tabaco.

—Señora Hesch, soy Bernard Rhodenbarr, su vecino.

—El ladrón.

—Sí. Señora Hesch…

—Y la celebridad… Te he visto por la televisión hace una hora. Sacaron una fotografía. Debieron de tomártela en prisión, porque llevabas el pelo muy corto.

Supe al instante a qué fotografía se refería.

—Hay policías por todo el edificio. Me preguntaron por ti. Me preguntaron si sabía que eras ladrón y les respondí que todo cuanto sabía de ti era que eras mi vecino. ¿Debería haberles dicho algo más? Eres un hombre agradable, limpio, y siempre vas vestido decentemente; eso es todo lo que sé. Trabajas mucho, ¿no es así? Te ganas la vida, ¿verdad?

—Cierto.

—Tienes lo bastante para vivir bien. Por lo menos no eres como esos ricachones de la zona este; ¿se han preocupado esos alguna vez por mí? Tú eres un buen vecino. No has robado nunca a nadie de este bloque, ¿me equivoco?

—Está usted en lo cierto.

—La policía está en tu apartamento, en el vestíbulo, fotografiando, llamando a los timbres y cosas por el estilo…

—Señora Hesch, en cuanto a la policía, ¿había uno que…?

—Espera un momento, que enciendo el cigarrillo. Ya está.

—¿Ha venido uno que se llama Kirschmann?

—Cereza.

—¿Qué dice?

—Cereza. Eso es lo que significa kirsch en alemán. Me dijo que se llamaba Kirschmann y de inmediato pensé en una cereza.

—¿Está aquí?

—Primero llamaron dos y me hicieron mil y una preguntas, luego vino ese Kirschmann y me preguntó lo mismo. Más tarde, llegaron otros con la misma historia. Tú no eres un asesino, ¿verdad, hijo?

—Claro que no.

—Eso fue lo que les dije a ellos y a mí misma; es lo que siempre he dicho de ti. ¿Verdad que no asesinaste a esa nafkeh del parque Gramercy?

—Por supuesto que no.

—Bien. ¿Y tampoco…?

—¿Cómo la ha llamado?

Nafkeh.

—¿Qué significa?

—Puta, y perdona la expresión. Tampoco asesinaste al hombre, ¿verdad?

¿De qué hombre hablaba?

—Claro que no. Señora Hesch, ¿podría hacerme un favor? ¿Podría decirle a Ray Kirschmann que se ponga al aparato sin que nadie más se entere? A los otros les dice que acaba de acordarse de algo muy importante y se las arregla para que Ray suba a su apartamento sin que los demás policías se enteren.

Podía hacerlo y lo hizo. No tardó mucho rato. De repente, oí una voz familiar que decía:

—¿Sí?

—¿Ray?

—Nada de nombres.

—¿Nada de nombres?

—¿Dónde demonios estás?

—Al teléfono.

—Será mejor que me digas dónde estás. Bernie, esta vez te has metido en un buen lío.

—Creía que habías dicho nada de nombres.

—Olvida lo que he dicho. Fuiste muy astuto entrando en el apartamento de esa dama por segunda vez y llevándote el botín, pero deberías haberte puesto en contacto conmigo, Bern. Ahora no sé si podré hacer nada por ti.

—Puedes cazar al asesino, Ray.

—Está bien, puedo hacerlo, aunque jamás hubiera imaginado que eras un asesino, Bern. Me sorprende.

—Me sorprendería aún más a mí, Ray. En cuanto a lo de las joyas…

—Sí, Bern, ya las hemos encontrado.

—Repítelo…

—Justo donde las dejaste. Habría sido distinto si hubiese estado solo, pero tuvo que ser Nyswander quien diera con el alijo: una pulsera de diamantes, una pieza de esmeraldas y perlas. Magnífico.

—¿Sólo tres piezas?

—Sí. —Hubo una pausa, de carácter especulativo—. ¿Había algo más? El resto lo tienes escondido, ¿verdad, Bern?

—Alguien las ocultó para incriminarme, Ray.

—Por supuesto. Debe de haber alguien que quiere deshacerse de sus joyas. ¿Qué tal un donativo de Navidad?

Respiré hondo antes de proseguir:

—Ray, yo no robé esas joyas. Las ocultaron en mi casa para incriminarme. El tipo que las robó es el mismo que asesinó a Crystal. Él dejó las joyas en mi apartamento. Bueno, supongo que las hallasteis en mi apartamento.

—El problema es que las encontró Nyswander. Ese malnacido es incorruptible. Pero supones que las hallamos en tu apartamento porque fue ahí donde las escondiste.

—El hombre que cometió el robo y los asesinatos es alguien del que probablemente nunca has oído hablar.

—Ponme a prueba.

—Es muy peligroso, Ray. Es un asesino.

—Ibas a decirme su nombre.

—Grabow.

—Dijiste que no había oído hablar de él.

—Walter I. Grabow. La I es de Ignatius, si te sirve de algo, aunque supongo que no.

—Divertido.

—Es muy complicado, Ray. Creo que deberíamos vernos, los dos a solas, para que pueda contártelo todo.

—Tienes razón, será mejor que nos veamos. Bernie, ¿sabes qué ocurrió? Pues que perdiste la chaveta. Creo que fue ese segundo homicidio el que te desquició.

—¿De qué estás hablando?

—Jamás hubiera imaginado que eras un asesino —continuó—, aunque con lo frío que eres, tampoco es extraño. Sí, el segundo homicidio, en tu apartamento, supongo que te desquició.

—¿Se puede saber de qué demonios hablas?

—Decías que jamás había oído hablar de Grabow, que era muy peligroso. Pues es el maldito hijo de puta que hallamos muerto en tu apartamento, con un escalpelo clavado en el corazón y ¿aún crees que es peligroso? Por el amor de Dios, Bernie, tú sí eres peligroso. ¿Por qué no me dices dónde estás y te entregaré sano y salvo antes de que algún loco te pegue un tiro? Créeme, es lo mejor. Te procuras un buen abogado y dentro de siete años, o como máximo quince, volverás a estar en la calle. ¿Te parece mal?

Seguía hablando con ese tono de sinceridad y franqueza cuando colgué el auricular.