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Los billetes estaban dispuestos en gruesos fajos con una banda de papel de color en medio. Me quedé mirándolos fijamente. Luego cogí uno de los fajos y lo examiné. Los billetes eran de veinte y había unos cincuenta. Digamos que sólo en ese fajo había mil dólares.

Hice la misma operación con unos cuantos fajos más. También consistían en billetes de veinte dólares, todos nuevos, recién salidos del horno. Tenía delante… ¿cien mil dólares? ¿Un cuarto de millón?

¿Dinero exigido a cambio de un rehén? ¿O del tráfico de drogas? Las transacciones de ese tipo generalmente se hacían con billetes viejos…

¿Cuál era el papel de Knobby Corcoran, un camarero que vivía en un estudio desordenado, sin apenas muebles y que ni se molestaba en cerrar la puerta con llave?

Volví a examinar el dinero. Luego cogí diez billetes de veinte y los añadí a los que tenía en el bolsillo. Devolví el resto a su lugar, cerré el maletín y los pasadores.

Luego decidí devolver el dinero de las propinas al cajón de donde lo había cogido. Como había mezclado ese dinero con el mío, no supe cuánto había cogido, aunque imaginé que Knobby tampoco llevaba la cuenta. Devolví más o menos unos cien dólares en billetes varios. Lo pensé mejor y añadí uno de los de veinte a la colección. Luego coloqué otro billete detrás del cajón con objeto de que sólo quien lo buscara lo encontrara. Después puse un tercer billete al fondo de la estantería del ropero y un cuarto dentro de unas viejas botas que había dentro del armario.

Apagué la luz, salí, y cerré la puerta. Bajé en el ascensor hasta el vestíbulo y el portero me deseó buenas noches. Le saludé inclinando la cabeza. Todavía me dolían las plantas de los pies después del salto, y le culpé a él por ello.

Justo cuando salí a la calle pasó por delante un taxi. A veces las cosas son así de fáciles.

En muchos sitios de Nueva York hay taquillas: en las estaciones de metro, o en las terminales de tren. Utilicé una en la terminal de autobuses de la Octava Avenida: abrí la puerta, metí el maletín dentro, introduje un par de monedas en la ranura, cerré la puerta, giré la llave, saqué la llave y me la llevé. Habría sido una temeridad pasear todos esos billetes por la ciudad, aunque también me pareció extraño abandonarlos en un lugar público.

Dios sabe que no quería ir allí. No hacía tanto que había fingido un ataque al corazón para huir de Walter Ignatius Grabow, pero aun así volvía a subirme a la grupa del caballo y a meterme en la mismísima boca del lobo.

Me convencí de que no sería tan peligroso. Si estaba en casa, lo sabría porque me respondería por el interfono, lo cual me daría tiempo a dar media vuelta y largarme. De todos modos, no iba a estar en casa, pues era sábado por la noche y él era un artista y todos los artistas salen a tomar unas copas los sábados por la noche. Estaría de juerga en casa de algún amigo, o tal vez bebiendo unas copas en algún bar o compartiendo un zumo de California Zinfandel con alguien del sexo femenino.

En el caso de que su novia fuera Crystal, y por tanto ya no tenía novia, estaría bebiendo solo a la salud de ella, sentado a oscuras en su apartamento, ahogando las penas con whisky barato y ni se molestaría en responder a la llamada del interfono; se quedaría sentado en un rincón hasta que yo abriera la cerradura y me colara dentro del vestíbulo…

Seguí, no obstante, pensando en eso mientras tocaba el timbre y esperaba a que me respondieran. Nadie lo hizo. La cerradura de la puerta de entrada era de las caras, así que tardé unos minutos antes de abrirla.

Subí hasta el segundo piso. El inquilino del segundo piso, el de las plantas, tenía puesta música rock en el tocadiscos y había suficientes invitados para reforzar la música con un murmullo continuo de conversación. Cuando pasé por delante de la puerta, olí el penetrante aroma de la marihuana, cuyo humo sirve de magnífico acompañamiento para la música y la conversación. Subí otro tramo de escaleras y escuché detrás de la puerta de Grabow, pero todo cuanto pude oír fue la música del apartamento de abajo. Me arrodillé y comprobé que no salía luz por debajo de la puerta. Pensé que quizá estaba abajo bebiendo y bailando al son de los Eagles, contándole a todo el mundo la escena de la otra tarde con un lunático.

Mientras tanto, el lunático fortaleció su ánimo y abrió la puerta. Grabow vivía y trabajaba en una habitación enorme, con la mar de espacio vacío que servía para separar entre sí las distintas zonas, como el dormitorio, la cocina, la sala de estar y el taller. La zona de la sala de estar consistía en una docena de módulos de sofá de una elegante felpa marrón y un par de mesas bajas de pastor de formica blanca. La zona del dormitorio tenía una cama enorme cubierta con una manta y varias alfombras en el suelo, alrededor de la cama; la pared de detrás era de ladrillo y colgados había un escudo, un par de lanzas cruzadas y varias máscaras primitivas. Las piezas parecían ser de Oceanía, de Nueva Guinea o de Nueva Irlanda; no me habría importado tenerlas en casa, ni tampoco llevarlas a la subasta de Parke-Bernet.

La cocina era una monada: una estufa grande, una nevera con cubitera automática, congelador aparte, un fregadero doble de acero inoxidable, lavaplatos y secadora; las ollas y las sartenes —de cobre y acero inoxidable— colgaban de unas perchas de hierro forjado.

La zona del taller era igualmente hermosa: dos mesas largas y estrechas, una más alta que la otra, un par de sillas y taburetes, el material de impresión, un horno de ceramista, estantes de acero hasta el techo llenos de pinturas, productos químicos, herramientas y chismes; una prensa de imprimir manual y por último unas cuantas cajas con papel.

Debían de ser las 10:15 cuando abrí la puerta y supongo que tardé unos veinte minutos en inspeccionar el apartamento.

He aquí algunas de las cosas que no encontré: ningún ser humano, vivo o muerto, ningún maletín, de ante o de cuero, nada de joyas, nada de dinero, aparte de calderilla encima de la mesita de noche, ningún cuadro de Grabow ni de nadie más, ninguna obra de arte aparte de las piezas de Oceanía.

En cambio, hallé dos planchas de cobre meticulosamente grabadas, una llave que muy probablemente abría una caja de seguridad, un portalápices de piel rojo, que no contenía lápices sino un surtido de instrumental quirúrgico de acero, cada cual con el mango en forma de hexágono.

No robé nada. Hubo un momento, tengo que admitirlo, que sentí la necesidad imperiosa de colocarme una de las máscaras en la cara, arrancar el escudo y las lanzas de la pared y echar a correr por las calles del Soho emitiendo gritos de guerra salvajes. Controlé mis impulsos y dejé la máscara, el escudo y las lanzas donde estaban. Eran muy bonitos e innegablemente de gran valor, pero cuando se ha robado un cuarto de millón, un robo de menor cuantía resulta inevitablemente insulso.

Cuando el taxi se detuvo enfrente del edificio donde vivía Jillian, le dije al conductor:

—Continúe hasta la esquina.

—Pero ya he bajado la bandera —objetó el taxista—. Me arriesgo a perder un cliente.

—¿Y qué es la vida sin riesgos?

—Amigo, eso lo dices porque no arriesgas nada.

Estaba en lo cierto. Le di una propina bastante generosa —quizá no del todo— y vi que se alejaba refunfuñando. Me dirigí hacia el edificio donde vivía Jillian, andando pegado a los edificios y con los ojos bien abiertos por si acaso había coches de policía. No vi a ninguno ni tampoco vi a nadie sospechoso. Me escondí bajo las sombras durante unos diez minutos, al término de los cuales dos figuras salieron del edificio de Jillian. Eran Todras y Nyswander. Me alegré de que, después de tantas horas, siguieran empeñados en encontrarme.

Después de que se fueran en el coche, esperé otros cinco minutos más por si se les ocurría dar la vuelta a la manzana. Cuando hube comprobado que no lo hacían, pensé en llamar desde una cabina para asegurarme de que no valía la pena molestarse y llamé directamente desde el interfono del vestíbulo.

La distorsión del interfono no pudo disimular la ansiedad de Jillian.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Bernie.

—Oh, yo no…

—¿Estás sola?

—La policía acaba de salir.

—Lo sé. He esperado a que se fueran.

—Dicen que fuiste tú quien mató a Crystal. Dicen que eres peligroso, que no estuviste en el Garden, sino en su apartamento, tú la mataste…

Seguíamos hablando por el interfono.

—¿Puedo subir, Jillian?

—No lo sé.

—Esta noche he hecho muchos progresos, Jillian. Sé quién la asesinó. Deja que suba y te lo contaré todo.

Jillian no dijo nada y, por un momento, me pregunté si me habría oído. Tal vez había colgado el interfono y estaba llamando a la policía.

Oí el timbre del interfono y empujé la puerta.

Jillian llevaba una falda de lana verde y azul y un jersey azul marino. Las medias también eran azul marinas y llevaba unas zapatillas de gamuza. Me sirvió una taza de café y me pidió disculpas por haber sido tan brusca por el interfono.

—Estoy muy nerviosa. Esta noche no he parado de recibir visitas.

—¿De esos dos policías?

—Esos vinieron al final. Bueno, ya lo sabes, les viste largarse. Primero vino otro policía. Me dijo cómo se llamaba…

—¿Ray Kirschmann?

—Eso es. Dijo que quería que yo te diera un mensaje. Le dije que no te vería pero aun así me guiñó el ojo. No me sorprendería que me hubiese sonrojado. Ya puedes imaginar a qué me refiero…

—Es de esa clase de policías. ¿Cuál era el mensaje?

—Que te pongas en contacto con él. Dijo que tú tienes las agallas de un ladrón y que lo demostraste regresando al lugar del crimen. Dijo algo acerca de que está convencido de que tienes lo que fuiste a buscar allí y que quiere verte para comprobarlo. Cuando le dije que no entendía lo que me estaba diciendo, me dijo que tú sí lo entenderías y que lo importante era que te pusieras en contacto con él.

—Que regresé al lugar del crimen, ¿qué significará eso?

—Creo que lo sé por algo que dijeron los otros. Y también sé otras cosas. Cuando se largó Kirschmann llegó Craig.

—Creía que le habías dicho que no querías verle.

—Eso le dije, pero pensé que acabaríamos antes si subía que si teníamos que discutir a través del interfono. Le dije que no podía quedarse.

—¿Qué quería?

Jillian hizo una mueca.

—Fue horrible. Está convencido de que asesinaste a Crystal. Dijo que la policía está segura de ello y se culpa por haberte hablado de las joyas. Eso es precisamente lo que venía a decirme: negar que habíais cerrado un trato. Dijo que lo más probable es que cantaras si te arrestaban y que sería tu palabra contra la suya y que, por tanto, la policía creería antes la palabra de un dentista respetable que la de un ladrón convicto.

—Naturalmente.

—Pero para que él no tuviese problemas, yo tendría que jurar que tu historia es una absoluta insensatez. Le dije que estaba segura de que eras incapaz de matar a nadie, y se puso histérico. Me acusó de estar a tu favor y en contra de él, y luego yo me enfadé; te juro que no sé qué demonios vi en él el día que empezamos nuestra relación.

—Tiene unos dientes muy bonitos.

—Cuando se marchó, me puse delante del televisor y entonces llegó su abogado.

—¿Verill?

—Sí. Creo que vino para apoyar a Craig. Craig le contó lo de vuestro trato. Verill tampoco está dispuesto a que eso salga a relucir, así que trató de convencerme de que era fundamental que eso se mantuviera en secreto. Creo que quería sobornarme, aunque no llegó a decirlo claramente.

—Muy interesante.

—Fue muy hábil, aunque de la manera más legal posible, como si lo que recibiría a cambio del favor no fuera un sobre con dinero, sino más bien algún tipo de fondo libre de impuestos. Eso fue lo que deduje por su actitud. Dijo que estaba muy claro que tú habías matado a Crystal porque la policía tenía pruebas.

—¿Qué clase de pruebas?

—No lo dijo. —Apartó la mirada y luego tragó saliva—. Tú no la mataste, ¿verdad, Bernie?

—Por supuesto que no.

—De haberlo hecho, también responderías que no, ¿verdad?

—No sé lo que respondería si la hubiese matado. Jamás he matado a nadie, así que jamás he tenido que plantearme esa respuesta. Jillian, ¿por qué demonios habría tenido que matar yo a esa mujer? Si me hubiese encontrado robando en su piso, habría huido antes de que llegara la policía. Quizá le habría dado un golpe para apartarla de mi camino…

—¿Es eso lo que ocurrió?

—No, porque no me encontró. Pero de haber sido así, y de haberla golpeado, se habría hecho un poco de daño y nada más. Lo que es imposible es que la apuñalara en el corazón con un escalpelo dental, para empezar porque yo no habría llevado encima uno de esos instrumentos.

—Es lo que yo pienso.

—Bueno, pues estás en lo cierto.

Jillian abrió los ojos y le tembló el labio inferior.

—Esos dos policías llegaron tres cuartos de hora después de que se fuera Verill. Dijeron que ayer por la noche volvieron a entrar en el apartamento de Crystal, a pesar de estar sellado. Dijeron que fuiste tú.

—¿Han vuelto a entrar en el apartamento de Crystal? —Arrugué la frente tratando de imaginarlo—. ¿Qué motivo me habría impulsado a hacerlo?

—Dijeron que debiste de dejarte algo, o bien que querías destruir alguna prueba.

Eso era precisamente a lo que se refería Ray Kirschmann. Creía que había vuelto por las joyas.

—De todos modos —dije—, estuve aquí ayer por la noche.

—Podrías haberlo hecho antes de venir.

—Anoche era incapaz de hacer nada. Si te acuerdas, no podía casi ni tenerme en pie.

Jillian evitó mi mirada.

—Dijeron que tienen un testigo que te vio salir de la casa de Crystal a la hora que se cometió el crimen. Y también tienen a una mujer que dice que estuvo hablando contigo un rato antes.

—Mierda. Henrietta Tyler…

—¿Quién?

—Una anciana encantadora que odia a los perros y los desconocidos. Me sorprende que se acuerde de mí y de que haya querido colaborar con la justicia. Creía que alguien que odia a los perros y los desconocidos no podía ser tan malo. ¿Qué te ocurre?

—¡Entonces, estuviste allí!

—No maté a nadie, Jillian. El único delito que cometí esa noche fue robar, y estaba muy ocupado cometiéndolo mientras alguien más asesinaba a Crystal.

—Estabas…

—En el escenario del crimen. Es decir, en el apartamento.

—Luego viste…

—Vi la puerta del ropero desde el interior, eso es todo.

—No entiendo.

—Es lógico. No vi quién la mataba, pero esta noche he hecho muchas indagaciones y ahora sé quién lo hizo. Todo encaja, incluso el segundo asalto. —Me incliné—. ¿Podrías preparar un poco más de café? Es una larga historia.