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—Si no fuera por mi compañera… —dijo Dennis—. Sábado por la noche y fíjate qué caterva de difuntos hay aquí. Durante la semana es un sitio genial, pero los fines de semana todo el mundo está en casa con la mujer y los niños. Como la gente no trabaja, no tiene necesidad de desahogarse después de la jornada laboral, ¿comprendes? El negocio del aparcamiento no tiene horario ni días. Te tiene todo el día atado al reloj. ¿Y para qué quiere uno perder el tiempo un sábado por la noche con la mujer y los hijos? Tú no eres encargado de un aparcamiento. Me dijiste de qué trabajabas, pero ya no me acuerdo.

Yo tampoco recordaba qué le habría dicho, aparte de que era ladrón.

—Me dedico a las inversiones.

—Bien. Aunque te parezca imposible, ya no me acuerdo de cómo te llamas…

—Ken, Ken Harris.

—Sí, claro. Yo me llano Dennis, y trabajo en un garaje. Creo no haberme olvidado de tu bebida. Knobby, ven un momento. Ponme otro igual y un Cutty Sark con hielo para mi amigo. ¿Me equivoco, Ken?

—En parte sí, Dennis.

—¿Por qué?

Le dije a Knobby:

—De momento prefiero un café. Antes de volver a emborracharme, prefiero preparar el estómago.

No necesitaba hacerlo. No había tomado nada de alcohol en todo el día, exceptuando la jarra de cerveza en la calle Spring y de eso ya hacía más de dos horas. Me era imprescindible mantenerme sobrio porque siempre lo estoy cuando trabajo, y esa noche tenía planeado trabajar. Estaba compartiendo la barra del Spyder’s Parlor con el viejo Dennis, y el bueno de Knobby servía copas, pero el ladrón pidió sólo café.

—Supongo que estarás haciendo la ronda habitual, ¿verdad Kenny?

¿Quién demonios era Kenny?

—Bueno, más o menos.

—¿Has visto a Frankie?

—No, esta noche no la he visto.

—Se suponía que debía pasar por aquí después de la cena. A veces no hay quien la saque del Joan’s Joynt, aunque por lo general es muy dependiente, ¿comprendes? Seguro que no está en casa. Hace unos minutos llamé a su casa y nadie respondió.

—Estará por ahí —dijo Knobby.

Knobby era un tipo joven, de unos treinta años, pero la calva le envejecía. Tenía las cejas espesas, la mandíbula saliente, la nariz pequeña y los ojos castaños. Era delgado pero de complexión fuerte, con lo cual le sentaba muy bien la camiseta roja del Spyder’s Parlor, en la que había un diseño estampado en negro de una tela de araña, con una araña macho a un lado extendiendo los brazos a su presa femenina, una mosca.

—La buena de Frances tiene que hacer su ronda —dijo—. Con un poco de paciencia, la tendremos aquí antes de que se acabe la noche.

Se alejó hacia el otro extremo de la barra.

—Aparecerá o no aparecerá —dijo Dennis—. Por lo menos tú estás aquí y tengo a alguien con quien beber. Odio beber solo. Si bebes solo, pareces un alcohólico, ¿comprendes? Puedo decidir por mí mismo si tomo o no tomo alcohol. Vengo aquí sólo por compañerismo.

—Comprendo —dije—. Supongo que Frankie tiene razones de peso para beber estos días.

—¿Te refieres a la que asesinaron?

—Así es.

—Un asunto desagradable. Cuando hablé con Frankie hace un par de horas, me pareció que estaba mal.

—¿Triste?

—Más bien inquieta. Me contó que habían soltado al marido, ese veterinario o lo que sea.

—Creo que es dentista.

—Bueno, no importa. Me dijo que tenía que hacer algo, aunque no concretó, quizá ya iba un poco bebida. Ya sabes cómo se pone…

—Pues sí.

—Las mujeres no aguantan tanto como nosotros… Es algo físico, Ken.

Aunque tal vez no viniera muy a cuenta, le hice un gesto a Knobby con la mano y le pedí otra copa para Dennis y otro café para mí. Cuando el camarero se alejó, le dije a Dennis:

—Hace un momento Knobby la ha llamado Frances.

—Así se llama. Frances Ackerman.

—Pero todo el mundo la llama Frankie.

—¿Y qué?

—No, nada, me ha parecido curioso. —Con la mano dibujé un círculo en el aire e insistí—: ¿Sabes por casualidad cuál es el nombre de pila de Knobby?

—Mierda, déjame pensar… Antes lo sabía. Bueno, creo que lo sabía.

—No creo que sus padres le pusieran Knobby; no me parece un nombre demasiado adecuado para un bebé.

—No, seguro que no le pusieron ese nombre. Para entonces aún debía de tener cabello. El día que su madre lo parió, debía de tener más pelo del que tiene ahora.

—Le hemos pedido las bebidas y ninguno de los dos sabemos su nombre, Dennis.

—Me parece divertido que lo plantees en estos términos, Ken. —Levantó la copa y bebió—. Qué coño, termínate el café y pediremos otra ronda. Así podremos preguntarle quién demonios es. O quién demonios se cree que es, ¿vale?

Tardamos varias rondas en averiguarlo. Cuando por fin me enteré de que se llamaba Thomas Corcoran y de que vivía cerca del local, tenía los nervios a flor de piel por la sobredosis de cafeína. Aproveché una visita al servicio para buscar el teléfono de Knobby en la guía; descubrí, además que vivía en la calle 28 Este, entre la Primera y la Segunda Avenidas. Marqué el número y dejé que sonara una docena de veces; nadie respondió. Miré por encima del hombro para asegurarme de que nadie se fijaba en mí, y acto seguido arranqué la página de la guía para tener la referencia para un futuro no muy lejano.

De vuelta a la barra, Dennis me preguntó:

—¿Estaba con un amigo?

—¿Qué?

—Creí que estabas hablando con una fulana y por eso te he preguntado si estaba con un amigo.

—Bueno, no tiene enemigos.

—Eso está bien, Ken. Apuesto a que cuando era niño le llamaban Corky.

—¿A quién?

—A Knobby. Si su apellido es Corcoran, seguro que le llamaban Corky, ¿no crees?

—Supongo que sí.

—¡Vamos! —exclamó Dennis—. Termínate el café y se lo preguntaremos. ¡Oye, Corky! ¡Ven aquí, holgazán!

Le puse una mano al hombro y le dije:

—Yo paso esta vez; tengo que ver a una persona.

—Sí, sí, no tiene enemigos… Bueno, si está con un amigo, tráela más tarde por aquí, ¿vale? No me iré enseguida. Tal vez venga Frankie y tomemos unas copas, pero de cualquier modo me quedaré a vigilar el fuerte.

—Bueno, quizá nos veamos más tarde, Dennis.

—Estaré aquí —dijo—. ¿A qué otro sitio voy a ir?