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La calle King se extiende justo por debajo del extremo sur de Greenwich Village, y va en dirección oeste desde la calle Macdougal hasta el Hudson. El Soho es un distrito comercial que se ha convertido en refugio de artistas; de todos modos, donde vivía Grabow había sido siempre zona residencial. La mayor parte de la manzana estaba ocupada por edificios de piedra marrón de cuatro o cinco plantas. Me fijé en algunos edificios que antiguamente habían sido locales comerciales, y que ahora habían sido convertidos en estudios para artistas, lo cual me recordó que me hallaba al sur de la calle Houston.

El edificio de Grabow era uno de estos. Se hallaba a unos cuantos metros de la Sexta Avenida y era una estructura cuadrada de ladrillo rojo. Tenía cuatro plantas, pero la altura de los tejados lo alineaba con los edificios marrones de cinco plantas. En cada una de las plantas el edificio lucía ventanas industriales muy grandes que se extendían por todo lo ancho del edificio, una ventaja inigualable para artistas y exhibicionistas.

Una ventaja, también, para la verdadera jungla de plantas del segundo piso, una pared tropical ciertamente deslumbrante. Las plantas estaban embebiendo el sol de la tarde. El edificio estaba situado en la acera norte de la calle, así que las ventanas daban al sur, lo cual era probablemente fantástico para las plantas, pero menos deseable para los artistas, quienes suelen preferir la luz del norte. En la primera, tercera y última planta las cortinas evitaban que la luz del sol arrugara las obras maestras. O tal vez los inquilinos estaban durmiendo, o no estaban en casa, o estaban haciendo un pase de películas en super 8.

Abrí la puerta y accedí a un pequeño vestíbulo enfrente del cual había otra puerta; estaba cerrada. La cerradura me pareció bastante decente. A través del cristal de la puerta entreví un tramo de escalera, el ascensor y una puerta que supuestamente conducía a la planta baja. Supuse que esa puerta era una exigencia de las normas de seguridad, ya que la planta baja tenía su propia entrada desde la calle, supongo que desde los días en que había albergado una tienda. El inquilino recibía el correo a través de una ranura en la puerta delantera; en el vestíbulo donde yo me hallaba había sólo tres buzones, cada uno con un timbre debajo; en el del medio figuraba el nombre de Grabow. Nada especial, sólo un trozo de cinta con el nombre escrito en lápiz. Me bastó con eso.

Así que su estudio estaba en medio de los tres, lo cual implicaba que tendría que subir dos tramos de escalera. Decidí pulsar el timbre, pero vacilé unos instantes. Me habría gustado tener su número telefónico. Después de todo, aún me quedaban muchas monedas. De llamar antes por teléfono me aseguraría de poder entrar o no en el piso. Pero por otro lado, si le llamaba podía suceder cualquier cosa, como que me respondiera su esposa, o Craig Sheldrake. Últimamente respondía a todos los teléfonos…

Decidí no pensar en eso. Durante todo el trayecto hasta el Soho había estado intentando no pensar ni en Craig ni en su sorprendente presencia en el apartamento de Jillian. Si empezaba a pensar en eso, empezaría a preguntarme por qué estaba allí en lugar de la cárcel y por qué razón dejaban en libertad bajo fianza a los presuntos homicidas, o por qué la policía había retirado los cargos contra Craig y a quién estarían buscando para reemplazarle.

Pulsé el timbre de Grabow. No ocurrió nada. Examiné detenidamente la cerradura y me toqué las herramientas que llevaba en el bolsillo del pantalón. La cerradura no me asustaba; el principal obstáculo era no tener la certeza de que el piso estuviera vacío. Grabow era un artista. Para empezar, los artistas tienen unos horarios muy raros, y este en concreto no salía en la guía de teléfonos, lo cual significaba que tal vez ni tuviera teléfono; quizá era un bastardo temperamental y si estaba durmiendo o trabajando quizá ni se molestara en responder a la llamada; y si yo irrumpía en su piso tal vez la interrupción le molestara tanto como a un oso en hibernación.

—¿Puedo ayudarte en algo?

No había oído que se abriera la puerta. Respiré hondo antes de volverme y me obligué a sonreír amablemente.

—Estoy buscando a una persona —respondí.

—¿A quién?

—Parece que no está en casa, así que…

—¿A quién buscas?

¿Por qué no me había fijado en los nombres de los demás inquilinos? De algún modo supe quién era ese hombre. Aunque no tenía ninguna razón lógica para suponer que ese espectro amenazante era Walter Ignatius en persona, habría apostado todas mis monedas a que lo era.

Era imponente. Tenía la frente ancha y el pelo rubio peinado hacia atrás. Tenía los pómulos salientes y las mejillas hundidas. Seguramente se había roto la nariz en alguna ocasión y me apiadé del pobre que se lo había hecho, pues Grabow parecía de los que saben cómo ajustar cuentas.

—Pues al señor Grabow —respondí—. Busco al señor Grabow.

—Soy yo.

Me lo imaginé atacando una tela o metiendo un pincel en un bote de pintura. Tenía unas manos enormes: un escalpelo dental habría desaparecido en ellas. Si ese hombre hubiese querido asesinar a Crystal, sus manos habrían sido más letales que cualquier arma que hubieran sostenido.

—Qué curioso, esperaba encontrarme con alguien mayor.

—Soy mayor de lo que parezco. ¿Qué quieres?

—¿Es usted el señor William C. Grabow?

Movió la cabeza con un gesto de negación.

—Walter. Walter I. Grabow.

—Qué raro —dije. Debería haber tenido una libreta donde mirar, un trozo de papel, algo. Saqué mi cartera y busqué la tarjeta de Jillian, aunque no se la mostré—. William C. Grabow —dije—. Tal vez se hayan equivocado.

Grabow no dijo nada.

—Estoy seguro de que se han equivocado —dije y volví a referirme a la tarjeta—. Usted tiene una hermana, ¿verdad señor Grabow?

—Tengo dos hermanas.

—Tenía una hermana que se llamaba Clara Grabow Ullrich y que vivía en Worcester, Massachusetts, y…

—No.

—¿Cómo dice?

—Te equivocas. Tengo dos hermanas, Rita y Florence. Rita es monja y Flo vive en California. ¿Quién es esta Clara?

—Bueno, Clara Grabow Ullrich está muerta; murió hace unos meses y…

Hizo un gesto con la mano como despidiendo a Clara Grabow para siempre.

—No me importa. Te has equivocado. Yo soy Walter I. y tú buscas a William.

—William C.

—Bueno, eso.

—Siento haberle molestado, señor Grabow.

Me encaminé hacia la puerta. Se apartó para dejarme pasar y luego asió el pomo de la puerta con la mano, y no la movió.

—Espera un momento —dijo.

—¿Qué ocurre?

¿Se habría acordado de repente esa mole de una hermana perdida? ¿Habría decidido reclamar sus derechos sobre un legado inexistente?

—Esta dirección —dijo.

—¿Cómo?

—¿De dónde has sacado esta dirección?

—Mi empresa me la ha proporcionado.

—¿Empresa? ¿Qué empresa?

—Carson, Kidder y Diehl.

—¿Y eso qué es?

—Un bufete de abogados.

—¿Eres abogado? Tú no eres abogado.

—No, soy un investigador privado. Trabajo para abogados.

—Esta dirección no figura en ningún sitio. ¿Cómo la obtuvieron?

—Existen guías urbanas, señor Grabow. Aunque no tenga teléfono, todos los inquilinos están…

—Estoy aquí de realquiler. No soy el inquilino y no figuro en ninguna guía —dijo con cara de pocos amigos.

—Ya.

—¿Cómo?

—El Gremio de Artistas Gotham.

—¿Te dieron ellos esta dirección?

—Así fue cómo la consiguió mi empresa. Acabo de acordarme. Figuraba en la lista del Gremio de Artistas Gotham.

—De eso hace muchos años —dijo con los ojos desorbitados—. De cuando pintaba. Entonces me dedicaba al color, grandes telas, tenía posibilidades, talento… —Se despertó del ensueño—. ¿Trabajas para esta empresa y vienes aquí un sábado?

—Trabajo las horas que quiero, señor Grabow. No sigo la rutina de nueve a cinco.

—Entiendo.

—Bueno, pues si me disculpa, dejaré que continúe con sus asuntos.

Hice ademán de querer salir, pero Grabow no quitó la mano del pomo de la puerta.

—Señor Grabow…

—¿Quién coño eres?

¿Cómo me habría metido en un lío así? ¿Cómo saldría de él? Empecé a soltar el mismo discurso, balbuceando lo de que era un investigador privado, repitiendo el nombre de mi empresa; todo eso quedó en el aire como la niebla. Me inventé mi nombre, volví a consultar la tarjeta para ver si me inspiraba algo, y Grabow tendió la mano.

—Déjame ver eso.

La tarjeta no contenía nada de lo que acababa de inventarme. Todo cuanto contenía era la dirección y el número de teléfono de Jillian en una cara, y en la otra la cita de Jillian con Keith. Vi su enorme garra haciéndome señas.

Hice ademán de entregársela. Luego me detuve, emití un terrible gemido y me llevé la mano —tarjeta incluida— al pecho.

—¡Qué ocurre!

—¡Aire! —gruñí—. ¡Aire, me estoy muriendo!

—¡Qué demonios te…!

—¡El corazón!

—Veamos…

—¡Las pastillas!

—¿Pastillas? Yo no…

—¡Aire!

Abrió la puerta. Di un paso, medio doblado, tosiendo, luego otro, y finalmente me enderecé y eché a correr como un demonio.