11

El Spyder’s Parlor estaba oscuro y vacío. Las sillas estaban colocadas encima de las mesas y los taburetes sobre la barra, en posición invertida. Un cartel en la ventana indicaba que abrían a mediodía durante la semana, pero era sábado, por lo que estaría cerrado hasta media tarde.

«Grabow, Grabow, Grabow», repetí mentalmente. En el vestíbulo de un hotel consulté la guía telefónica y descubrí ocho Grabows, más dos escritos sin la última letra. Pedí que me cambiaran un billete por monedas y llamé a los diez números. De los diez, seis no contestaron. Los cuatro restantes no sabían nada de un artista llamado Grabow. Una señora dijo que el hermano de su marido era pintor de paredes, pero que vivía en Orchard Park.

—Es un suburbio de Buffalo —dijo—. De todos modos, no ha cambiado de nombre, todavía se llama Grabowski. Supongo que no le servirá de mucho.

Le respondí que no, pero que se lo agradecía de todos modos. Estaba a punto de abandonar el hotel cuando se me ocurrió una idea; regresé a la guía telefónica y empecé a llamar a todos los Grabowski. Habría sido una brillante idea si hubiese funcionado, pero naturalmente no funcionó y por ello gasté inútilmente un montón de monedas. Llamé a los diecisiete Grabowski que figuraban en la guía y contestaron algunos, tal vez catorce o quince, y naturalmente ninguno de ellos pintaba nada, ni pinturas ni paredes, ni tampoco ninguno jamás había coloreado un cuaderno para pintar, ni nada parecido. Así terminó ese particular callejón sin salida.

El banco más cercano se hallaba en la acera este de la Tercera Avenida. Compré un cartucho de monedas de diez centavos —todavía te dan cincuenta por cinco dólares, es una de las pocas gangas que quedan—, y me las llevé a otro vestíbulo de hotel. Por el camino encontré varias cabinas telefónicas, pero en el interior ya no hay guías. Llamé al Spyder’s Parlor para asegurarme de que todavía estaba cerrado. Luego empecé a mirar en el apartado de abogados. No sé exactamente qué esperaba encontrar. Había dieciocho páginas de abogados y muchos de ellos se llamaban John, pero ¿y qué? No tenía motivos suficientes para llamar a ninguno. Hojeé la lista de nombres en espera de encontrar algo que me sorprendiera y una empresa llamada Carson, Kidder y Diehl me llevó a consultar la letra V. Llamé a Carson Verill, el abogado de Craig, y conseguí hablar con él. No sabía nada de Errol Blankenship y me preguntó quién era yo y qué quería. Le dije que era un dentista y amigo personal de Craig. No me importó tener que inventarme un nombre, aunque Carson no pareció darle demasiada importancia.

Llamé a Errol Blankenship. Me dijeron que había salido, pero que podía dejar mi nombre y número de teléfono.

«Grabow, Grabow, Grabow…». La lista de artistas ocupaba un par de páginas. No había ningún Grabow. Lo busqué por galerías de arte, quizá era propietario de una. De ser así, le había puesto un nombre distinto a Grabow.

Invertí una moneda para llamar a la galería Espalda Estrecha, en la calle West Broadway del Soho. Una mujer con voz áspera respondió a la llamada justo cuando iba a colgar para probar suerte en otro sitio.

—Tal vez pueda ayudarme. Hace un mes vi un cuadro que me quedó grabado en la memoria. El problema es que no sé nada del artista.

—Entiendo. Un momento, que enciendo un cigarrillo. Ya está. Veamos: ¿vio usted el cuadro en nuestra galería?

—No.

—¿Ah, no? ¿Dónde lo vio?

—En el apartamento de un amigo. Parece ser que lo compró el año pasado en la Feria de arte al aire libre de Washington Square. Quizá no lo comprara allí, no lo sé.

—Entiendo.

Me sorprendió que me comprendiera.

—Sólo me acuerdo del nombre del artista —continué—. Se trata de un tal Grabow.

—¿Grabow?

—Grabow —repetí y luego se lo deletreé.

—¿Se trata del nombre o del apellido?

—Así venía firmado el cuadro —dije—. Imagino que será su apellido.

—¿Y usted quiere encontrarlo?

—Así es. No soy un experto en arte…

—Pero seguro que sabe lo que le gusta.

—A veces. No todos los cuadros que veo me gustan, pero ese me gustó mucho. Lo cierto es que no he podido olvidarme de él. Los propietarios dicen que no quieren venderlo, así que se me ha ocurrido que tal vez podría contactar con el artista para ver otros cuadros. La verdad es que no sé cómo contactar con él. No figura en la guía telefónica y estoy perdido.

—Por eso ha llamado aquí.

—Así es.

—Ojalá hubiese podido esperar hasta más tarde. No, no se excuse, no es que no pueda atenderle. ¿Se dedica a llamar a todas las galerías de arte de la ciudad? Por lo menos debe de tener acciones de la compañía telefónica.

—No, yo…

—O tal vez es rico. ¿Es usted rico?

—No precisamente.

—Porque si es usted rico, le puedo mostrar infinidad de cuadros aunque no los haya pintado el señor Grabow. ¿Por qué no se pasa por aquí y ve lo que tenemos?

—Ya.

—Porque me temo que no tenemos ningún Grabow. Tenemos una inmensa selección de óleos y acrílicos de Denise Raphaelson. También dibujos de la misma autora. Seguramente no habrá oído hablar de ella.

—Bueno, yo…

—Sin embargo, está usted hablando con ella. ¿Impresionado?

—Pues sí.

—¿De verdad? No sé de qué. Creo que nunca he oído hablar de un pintor llamado Grabow. ¿Tiene idea de la cantidad de artistas que hay en esta ciudad? ¿Está llamando a todas las galerías de arte?

—No —respondí, y antes de que me interrumpiera añadí—: De hecho, es la primera a la que llamo.

—¿De veras? ¿A qué se debe el honor?

—Me gustó el nombre. Galería Espalda Estrecha.

—Lo escogí por la forma del local: se va estrechando a medida que se avanza hacia la parte trasera. Empezaba a reprocharme no haberle puesto Galería Denise Raphaelson. Eso sería publicidad gratuita, pero después de su llamada creo que ha valido la pena. ¿Cuál es el estilo pictórico de ese Grabow?

¿Cómo demonios iba a saberlo?

—Moderno —respondí.

—¡Menuda sorpresa! Pensé que se trataba de un maestro holandés del siglo XVI.

—Bueno, abstracto. Una especie de geométrico.

—¿Estilo duro?

¿Qué demonios significaba eso?

—Eso es.

—Dios santo, eso es lo que todo el mundo hace ahora. No me pregunte por qué. ¿De verdad le gusta ese estilo? Quiero decir que una vez se han captado las formas y los colores, ¿qué queda? En mi opinión, es un tipo de arte para salas de espera, ¿comprende?

—No —respondí, perplejo.

—Quiero decir que un cuadro así puede colgarse en una sala de espera o un vestíbulo, y no va a ofender a nadie; hace juego con la decoración y alegra a todo el mundo, pero en el fondo ¿qué es? No me quejo de que no sea figurativo; mi pregunta hace referencia a la artisticidad. Para colgarlo en una sala de espera de un dentista es sensacional, y si usted es dentista, entonces me callo. ¿Es usted dentista?

—Por Dios, no.

—Parece que odie a los dentistas. Quizá se dedica a romper los dientes a la gente. Esta mañana estoy idiota.

—Lo siento.

—En fin, creo que lo mejor para encontrar a ese Grabow es ponerse en contacto con el Gremio de Artistas Gotham; aunque, de todos modos, mi opinión es que no debería molestarse. Lo que debería hacer es comprarse un cuadro de la inigualable Denise Raphaelson. En fin, en la sede del Gremio podrá consultar todo cuanto necesite; tienen diapositivas de las obras de los artistas y además están por orden alfabético según los nombres de los artistas. También le informarán de qué galería expone la obra de un determinado artista y de cómo ponerse en contacto directo con él en el caso de que no esté vinculado a ninguna galería. Creo que se encuentra más o menos en la calle 50 Este. Gremio de Artistas Gotham…

—Creo que te amo.

—¿Lo dice en serio? Lo único que sé de usted es que no es dentista, lo cual es un punto a su favor, para serle sincera. Apuesto a que está casado.

—Apuesto a que te equivocas.

—¿De verdad? ¿Vive con alguien?

—No.

—Pesa setenta kilos, mide metro ochenta y tiene verrugas.

—Te equivocas con las verrugas.

—Mejor, porque me dan asco. ¿Cómo se llama?

¿Había posibilidad alguna de que la policía interrogara a esa señora? Francamente, no.

—Bernie —respondí—. Bernie Rhodenbarr.

—Por Dios, si me casara con usted, continuaría teniendo las mismas iniciales y podría seguir llevando mis blusas bordadas. Sin embargo, no nos conoceremos jamás. Habremos compartido este mágico momento en el teléfono, pero jamás nos veremos las caras. Es triste, pero a la vez perfecto. Me ha dicho que me amaba y eso es lo mejor que me ha ocurrido desde ayer. Gremio de Artistas Gotham, ¿lo ha apuntado?

—Sí. Adiós, Denise.

—Adiós, Bernie. Mantén el contacto, querido.

El Gremio de Artistas Gotham estaba situado en la calle 54 Este, entre Park y Madison. Por teléfono me dijeron que debía personarme allí, así que tomé un autobús en esa dirección y luego anduve unos metros hasta llegar a la oficina. Estaba dos pisos más arriba de un restaurante japonés.

Gracias al previo ensayo con Denise Raphaelson, no vacilé en contar la misma historia al joven de mirada solemne que me atendió.

Me trajo media docena de diapositivas y un proyector.

—Este es el único Grabow que tenemos —dijo—. Mire a ver si hay algún cuadro que se parezca al que usted recuerda.

Las pinturas no se parecían en nada a la descripción que le había dado a Denise; incluso me atrevería a decir que el estilo del que habíamos estado hablando no había existido jamás. La obra de Grabow se componía de manchas de color amorfas aplicadas según un criterio que sin duda debía de ser significativo para el artista. No era el estilo que a mí me gustaba; de todos modos, fui consciente de que tal vez esos cuadros, vistos a tamaño natural, conseguirían impresionarme.

—Grabow —dije con tono de convencimiento—. El cuadro que vi era como estos. Estoy seguro de que se trata del mismo artista.

No conseguí ningún número de teléfono ni ninguna dirección. Cuando un artista es representado por una galería, eso es todo lo que te dicen, y a Walter Ignatius Grabow le representaba la galería Koltnow, de la calle Green. Se hallaba también en el Soho, posiblemente a dos pasos de la de Denise Raphaelson. O tal vez, menos que eso; mis conocimientos geográficos de esa zona de la ciudad son muy limitados.

Encontré un teléfono público en el hotel Wedgeworth, de la calle 55 Park. Llamé a la galería Koltnow, pero nadie respondió. Llamé al apartamento de Jillian, pero nadie respondió. Llamé a la consulta de Craig pero… Llamé al 411 y le pregunté a la operadora si figuraba en la guía de Manhattan un tal Walter Ignatius Grabow. Me dijo que no. Pensé en volver a llamar a Denise para decirle que había conseguido dar con Grabow y para darle las gracias por su consejo, pero me reprimí. Volví a llamar a la Koltnow, a Jillian y a la consulta de Craig, pero no ocurrió nada. Nadie estaba en casa. Marqué el número de mi casa y comprobé que yo tampoco estaba en casa. Todo el mundo estaba almorzando.

Ray Kirschmann consideraba que tenía derecho a la mitad de las joyas de Crystal, pero yo todavía no las había robado. A pesar de haber estado muy cerca de la verdad, se había equivocado en sus deducciones. Todras y Nyswander sabían que la historia de mi tía era una mentira y que yo era un ladrón. No tenía ni idea de si sabían que había joyas en juego, ni tampoco podía adivinar qué le habrían preguntado a Jillian y qué les habría respondido ella. Tampoco sabía gran cosa de la situación de Craig. Probablemente seguía en la cárcel y, si Blankenship era un buen abogado, le habría aconsejado que mantuviera la boca cerrada. Pero ¿cuántos abogados hay que sean buenos? Craig podía empezar a cantar en cualquier momento la canción de Bernie el Ladrón; en ese caso, ¿en qué situación me quedaba yo? Entre yo y una acusación por homicidio había sólo una entrada del Garden, lo cual me pareció un escudo poco inexpugnable.

Empecé a caminar por las calles. Hacía un agradable día de otoño.

La niebla enturbiaba ligeramente el cielo, pero aun así el sol calentaba bastante y se respiraba aire fresco.

«Maldita sea —pensé—, ¿quién mató a esa mujer? ¿W. I. Grabow? ¿Knobby? ¿El abogado John? ¿Eran el asesino y el amante la misma persona? ¿El asesino la había matado porque estaba celoso del amante o por una razón totalmente distinta a esta? ¿Dónde encajaban las joyas en el rompecabezas? ¿Y Craig? ¿Y yo?».

El único lugar donde de momento encajaba era en cabinas telefónicas; cuando volví a llamar a la galería Koltnow, me contestó una mujer. Por el tono de voz, deduje que era mayor que Denise Raphaelson, y su conversación fue menos festiva. Le dije que sabía que representaban a Walter Grabow y que yo era un viejo amigo suyo y que quería ponerme en contacto con él.

—Antes teníamos cuadros suyos, aunque creo recordar que jamás vendimos ninguno. Intentaba reunir material de primera para hacer una exposición, pero no llegó a materializarse. ¿Cómo ha conseguido nuestro número?

—A través del Gremio de Artistas Gotham.

—Bien. ¿Todavía figuramos con el nombre de galería Wally? Me sorprende. Nunca llegó a afirmarse en el gusto del público, y luego se metió en el diseño y se interesó más que nada por las técnicas de impresión. Dejó de pintar, lo cual me pareció una tontería porque tenía una sensibilidad especial por el color y con eso del diseño se limitaba al dibujo preciso. ¿Usted también es artista?

—Sólo un viejo amigo.

—Entonces, lo que le cuento no le interesa. Querrá saber dónde puede encontrarle, ¿verdad? Espere un momento.

Esperé y, al cabo de unos minutos, la operadora me dijo que introdujera una moneda de cinco centavos. Introduje una moneda de diez centavos por la ranura y le dije que se quedara con el cambio. No me dio las gracias y acto seguido la mujer de la galería Koltnow leyó de un tirón un número de la calle King. No recordaba dónde estaba la calle King.

—¿Calle King?

—Perdone, no vive en esta zona, ¿verdad?

—Cierto.

—Bueno, pues la calle King está en el Soho, concretamente al sur de la calle Houston.

—Perfecto.

Acababa de acordarme dónde estaba la calle King, pero de todos modos me indicó los metros que debía tomar, lo cual no habría sido necesario.

—Esta es la última dirección que tengo de él —dijo—. No puedo garantizarle que todavía viva allí; de todos modos, nosotros continuamos enviándole invitaciones para las inauguraciones y no nos devuelven las cartas; así que si le escribe, la oficina de Correos se lo confirmará, pero…

Continuó así un rato más. Dijo que no tenía su número de teléfono, pero me aconsejó que lo consultara en la guía de teléfonos a menos, naturalmente, que ya lo hubiera hecho; de ser así, y de no encontrarle en la dirección de la calle King, entonces podía preguntar en el supermercado, lo cual a veces da buenos resultados. Siguió, pues, con este tipo de consejos estúpidos que cualquier niño habría deducido por sí mismo.

La operadora volvió a cortar para pedir más dinero. Nunca están satisfechas. Iba a introducir otra moneda en la ranura cuando de repente volví en mí. Y colgué.

Todavía tenía la moneda en la mano. Me la metí en el bolsillo. Luego, sin saber muy bien lo que hacía, hice otra llamada. Marqué el número de Jillian y al oír una voz masculina respondí: «Lo siento, me he equivocado», y colgué. Fruncí el entrecejo, comprobé el número en la tarjeta que guardaba en la cartera, busqué otra moneda —aún me quedaban algunas— y volví a marcar el número.

—¿Diga?

Aquella voz me era familiar, pues durante años me había dicho «Abre un poco más, por favor…».

Era la voz de Craig Sheldrake.

—¿Sí? ¿Quién es?

«Somos los ladrones —pensé—. ¿Qué estás haciendo aquí?».