Jillian y yo salimos de la consulta diez o quince minutos después de que lo hicieran Todras y Nyswander. Almorzamos en una cafetería en la esquina de la Séptima Avenida. Tomamos café y sándwiches de queso; al final tuve que comerme la mitad del de Jillian.
—Crystal Sheldrake… ¿qué sabemos de ella?
—Que está muerta.
—Aparte de eso, era la exesposa de Craig y alguien la asesinó, pero ¿qué más sabemos?
—¿Qué importa eso ahora, Bernie?
—La asesinaron por algún motivo —dije—. Si supiéramos ese motivo, podríamos empezar a averiguar quién lo hizo.
—¿Acaso vamos a resolver nosotros el crimen?
Me encogí de hombros.
—Podríamos hacerlo.
Jillian insistió en que sería muy excitante. Sus ojos azules brillaron de excitación. Decidió que seríamos Nick y Nora Charles, o el señor y la señora North, dos parejas de detectives que solía confundir. Quería saber por dónde empezaríamos, pero yo regresé al tema de Crystal.
—Era una fulana, Bernie. Cualquiera habría podido asesinarla.
—Lo de que era una fulana lo sabemos por Craig. Los hombres suelen hablar así cuando se trata de sus exesposas.
—Frecuentaba los bares y ligaba con el primero que le apetecía. Tal vez uno de esos resultó ser un maníaco homicida.
—¿Y por casualidad llevaba encima un escalpelo dental?
—Pues… —Alzó la taza y sorbió un poco de café—. No sé, quizá el tipo que se ligó era dentista y… Bueno, supongo que los dentistas no van por ahí con un escalpelo en el bolsillo.
—Sólo los que son maníacos homicidas en sus horas libres. Incluso si fue asesinada por un dentista, dudo que este se dejara el escalpelo clavado en el corazón de Crystal. No, alguien robó deliberadamente un escalpelo de la consulta de Craig para que le inculparan, lo cual significa que el asesino no era un desconocido y que el asesinato fue premeditado. El asesino tenía motivos para hacer lo que hizo, fue alguien relacionado con la vida de Crystal. Así pues, debemos averiguar más cosas acerca de ella.
—¿Como qué?
—Buena pregunta. ¿Quieres más café?
—No. Bernie, quizá escribía un diario. ¿Las mujeres todavía escriben diarios?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Tal vez guardara cartas de amor. Tenemos que encontrar algo que nos permita saber con quién se veía. Si pudieras entrar en su apartamento… ¿Qué te ocurre?
—Pues que hay que entrar en un apartamento antes de que se asesine al propietario. Cuando se ha cometido un crimen, la policía actúa con mucha eficacia. Sella las puertas y las ventanas e incluso monta guardia en el edificio. También confisca todo cuanto el asesino pueda haberse dejado, así que si había un diario o cartas de amor y el asesino no fue lo bastante astuto para llevárselo —«como por ejemplo un maletín de joyas», pensé con rencor—, seguro que ya está en poder de la policía. De todos modos, no creo que tuviera nada de eso.
—¿Por qué no?
—Dudo que fuera el estilo de Crystal.
—¿Y cómo sabes cuál era su estilo? No la conocías, ¿verdad?
Evité la pregunta volviéndome hacia la camarera y haciéndole un gesto de que nos trajera la cuenta. No era la primera vez que me preguntaba qué comensal habría sido el primero en inventar esa pantomima y por qué razón había conseguido institucionalizarse con el paso de los años.
—Debe de tener familia en algún sitio. Podrías ponerte en contacto con ella fingiendo ser una amiga de la escuela.
—¿De qué escuela?
—No lo sé, pero sin duda aparecerá en la noticia del periódico.
—Soy más joven que Crystal. Es imposible que estuviéramos en la misma clase.
—Bueno, nadie te preguntará la edad. Estarán demasiado apenados. De todos modos, podrás hacerlo por teléfono. Verás, Jillian, necesitarnos saber algo más de su vida, sobre todo en lo que se refiere a hombres. Debemos empezar por ahí.
Jillian guardó silencio. La camarera se acercó a la mesa con la cuenta; saqué el billetero y pagué. Jillian, concentrada en sus pensamientos, no se ofreció a pagar su parte. No importaba. Después de todo, me había comido la mitad de su sándwich.
—Está bien —dijo—, lo intentaré.
—Haz unas llamadas a ver qué ocurre. No des tu nombre. Lo mejor que puedes hacer es no ausentarte demasiado tiempo de tu casa, por si Craig intenta ponerse en contacto contigo. No sé si le permitirán hacer llamadas, pero quizá su abogado quiera hablar contigo.
—¿Cómo podré ponerme en contacto contigo, Bernie?
—Puede ser algo complicado. Mi nombre figura en la guía B. Rhodenbarr, zona oeste, setenta y uno, pero no sé si estaré en casa. Yo te llamaré. ¿Tu teléfono figura en la guía?
Jillian negó con la cabeza. Buscó el monedero y escribió su número y dirección en el dorso de la tarjeta de su centro de belleza, donde tuvo una cita nueve días atrás con alguien que se llamaba Keith.
—¿Y tú, Bernie, qué harás?
—Buscaré a cierta persona.
—¿A quién?
—No lo sé, pero la reconoceré cuando la vea.
—¿Una mujer? ¿Cómo la reconocerás?
—Estará bebiendo como una cosaca en un bar muy frívolo.
El bar se llamaba Recovery Room. Las servilletas para los cócteles tenían dibujos de enfermeras. Del único dibujo que me acuerdo es de uno donde aparecía un ruiseñor de Florencia preguntando a una matasanos maliciosa qué haría con todos esos termómetros rectales. La respuesta constituía toda una lista de cócteles estrafalarios. Tenían nombres como Gaseosa Etérea, Especial I-V o Post Mortem, y cada ejemplar se vendía al precio de uno, dos o tres dólares. De las paredes colgaban distintos accesorios médicos: tablillas de la Cruz Roja, mascarillas quirúrgicas…
Obviamente, no era el bar más adecuado para atraer la atención de los profesionales de la medicina. Estaba situado en el primer piso de un edificio de ladrillo en la calle Irving, a unos metros del parque Gramercy y demasiado lejos del hospital Bellevue para que el personal acudiera allí; la clientela estaba compuesta, en su mayoría, por vecinos del barrio. Era un auténtico tugurio.
Las borracheras de Frankie, por otro lado, eran lo bastante serias para mantener al Recovery Room anclado en una realidad sombría. Estar borracho a las cuatro de la tarde de un día laborable es lo más serio que uno pueda imaginar.
Hice varias paradas antes de llegar al Recovery Room. Primero fui a mi apartamento y luego me dirigí a Lexington, donde compré una botella de aceite de oliva importado. Al doblar la esquina, bebí un par de tragos. Había leído en alguna parte acerca de este viejo método de preparar el estómago antes de una borrachera seria. A continuación, empecé mi peregrinaje: tomé unas copas en la Tercera Avenida y finalmente me encaminé hacia el Recovery Room. En cada uno de los bares tomé una buena dosis de vino blanco y me entretuve lo bastante para comprobar que nadie quería hablar de Crystal Sheldrake. Conocí a dos tipos con los que hubiera podido hablar de béisbol, y a otro que quería hablar de Texas, pero eso fue todo.
Hasta que encontré a Frankie. Era una mujer alta, de cabello negro rizado y rostro taciturno. Estaba sentada en la barra del Recovery Room con una copa delante, fumando un Virginia Slim y tarareando una versión de One for My Baby. Supongo que debía de tener aproximadamente mi edad, pero antes del atardecer parecería mucho mayor, es algo habitual en los alcohólicos.
Mis indagaciones empezaron en el lugar adecuado. Aquel local parecía ideal para Crystal. Me acerqué a la barra, pedí una copa a un camarero y le pregunté a Frankie si estaba sola. Fue un atrevimiento, pues había sólo dos clientes más en la barra —un par de marineros jugando a cartas en un extremo—. De todos modos, a Frankie no pareció importarle.
—Bienvenido a bordo, hermano —dijo—. Puedes sentarte a mi lado todo el rato que quieras, mientras no seas un maldito dentista.
¡Había dado en el clavo!
—Verás, Bernie, Crystal era la sal de esta maldita tierra. Pero en fin, tú también la conocías, ¿verdad?
—La conocí hace años.
—Sí, claro, antes de que se casara con ese sacamuelas asesino. Juro a Dios que jamás volveré a ir a la consulta de uno de esos bastardos. No me importa que se me pudran los dientes. Al infierno con ellos, ¿me entiendes?
—Por supuesto, Frankie.
—No tengo que masticar nada. Al infierno con la comida. Si puedo bebérmela, no necesito masticarla, ¿entiendes?
—Sí.
—Crystal era una dama, una jodida señora, ¿entiendes?
—Sí —repetí.
—Eso es lo que era. —Señaló al camarero y le dijo—: Roger, querido, sírveme otra copa, pero esta vez que sea brandy con un poco de crema de menta. Empieza a saber a Lavoris y no quiero acordarme de los dentistas, ¿comprendes?
—De acuerdo —dijo Roger, mientras le retiraba el vaso y cogía uno limpio—. Brandy… ¿Con hielo?
—Sin hielo. El hielo revienta el estómago. También encoge las venas y las arterias. Y la crema de menta provoca diabetes. Debería dejar de beber, pero es mi perdición. Bernie, supongo que no querrás estar bebiendo toda la noche.
—¿Ah no?
—En primer lugar, la soda te hará daño. Las burbujas se meten en las venas y es horrible, lo mismo que les ocurre a los buzos cuando no hacen la descompresión.
—Nunca había oído nada parecido, Frankie.
—Bueno, pues ahora ya lo sabes. Además, el vino pudre la sangre. Está hecho de uvas y enzimas, y son las enzimas de las uvas lo que te destrozan.
—El brandy también está hecho de uvas.
Me lanzó una mirada y dijo:
—Cierto, pero está destilado. Esto lo purifica.
—Ya.
—Deja de tomar eso antes de que te arruine la salud. Tómate algo más.
—¿Qué tal un vaso de agua?
Me miró horrorizada.
—¿Agua? ¿En esta ciudad? ¿Has visto alguna vez fotografías ampliadas de lo que sale de los grifos de Nueva York? Dios mío, el agua de Nueva York está llena de esos malditos gusanos microscópicos. Si bebes agua sin alcohol, te buscarás serios problemas.
—Está bien.
—Deja que te vea bien, Bernie. —Trató de mirarme fijamente—. Un escocés… —dijo con autoridad—. Un Cutty con hielo. Roger, querido, sirve a Bernie un Cutty Sark con hielo.
—No sé, Frankie.
—Por el amor de Dios, bebe y calla. ¿Es que pretendes beber a la salud de Crystal con un vaso de agua agusanada? ¿Acaso te has vuelto loco? Calla y bebe el maldito whisky.
—Y ahora fíjate en Dennis —continuó—. Dennis estaba loco por Crystal, ¿no es así, Dennis?
—Era estupenda —respondió Dennis.
—Todo el mundo la quería, ¿verdad?
—En cuanto entraba, este antro cambiaba de color —dijo Dennis—. Pero un chiflado se la ha cargado. Fue su marido, ¿verdad?
—Un dentista.
—¿Qué le hizo, le pegó un tiro?
—La apuñaló.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Dennis.
Después de tomar un par de copas más en el Recovery Room, Frankie insistió en cambiar de bar. Justo en la esquina se hallaba el Joan’s Joynt, un local más pequeño y sombrío que el anterior. Allí nos encontramos con Dennis, un hombre fornido propietario de un aparcamiento en la Tercera Avenida. Dennis bebía whisky irlandés intercalado con cerveza, Frankie seguía con el brandy y yo, obedeciendo órdenes estrictas, no dejé el Cutty Sark con hielo. Aunque dudaba de estar haciendo lo más sensato, tras cada copa, la situación parecía cobrar más sentido. No dejaba de pensar en la botella de aceite de oliva. Imaginé el aceite recubriéndome el estómago para repeler el Cutty Sark; una copa tras otra deslizándose por la garganta hasta llegar al estómago engrasado para ser repelida antes de dar el golpe. Sin embargo, tuve la impresión de que una gran cantidad de alcohol corría por mis venas…
—Otra ronda —decía Dennis, entusiasmado—. Y tú, Jimbo, sírvete también algo. Otro brandy para Frankie y un Cutty para mi amigo Bernie.
—Bueno, mejor que no…
—Oye, invito yo. Cuando Dennis invita, todo el mundo tiene que beber.
Así que Dennis pagó la ronda y todos bebimos.
En el Hen’s Tooth Frankie dijo:
—Bernie, quiero que conozcas a Charlie y a Hilda. Bernie.
—Mi nombre es Jack —se presentó Charlie—. Frankie, no sé por qué te empeñas en llamarme Charlie. Sabes de sobra que me llamo Jack.
—No importa —dijo Frankie.
—Encantada de conocerte, Bernie —dijo Hilda—. ¿También eres agente de seguros?
—No es ningún maldito dentista —dijo Frankie.
—Soy ladrón —respondieron seis o siete Cuttys con hielo.
—¿Qué?
—Eso está muy bien —dijo alguien, supongo que fue Jack o Charlie.
—¿Y qué haces con ellos? —preguntó Hilda.
—¿Con qué…?
—Con los gatos[1].
—Pide rescate por ellos.
—¿Se gana dinero con eso?
—Por Dios, mirad quién pregunta si se gana dinero con los mininos.
—Eres terrible —dijo Hilda, obviamente complacida—. Eres incorregible.
—Hablando en serio —dijo Charlie o Jack—: ¿A qué te dedicas, Bernie?
—A las inversiones —respondí.
—Impresionante.
—Por suerte mi ex era administrativo —dijo Hilda—. Jamás habría imaginado que acabaría diciendo esto, pero la verdad es que con un administrativo una no teme que la asesinen.
—No sé —dijo Dennis—. Mi experiencia es que te pueden matar por casi nada.
—Pero jamás te apuñalarán.
—Es mejor que te apuñalen. Por lo menos es más rápido. La gente sólo ve el dinero que se gana en un garaje, pero no se da cuenta de los problemas constantes que uno tiene. Créeme, si le rozas el coche a alguien, no tardan ni cinco minutos en exigir responsabilidades. Nadie se hace cargo del agotamiento que eso supone.
Hilda le puso una mano encima del brazo y dijo:
—La gente cree que tienes una vida muy fácil, pero no es así, Dennis.
—Eso es, maldita sea. Y luego se preguntan por qué uno se tira a la bebida. Con un negocio y una esposa como la mía, no es de extrañar que necesite una copa al final del día.
—¡Menudo tipo estás hecho, Dennis!
Me aparté un momento del grupo para hacer una llamada telefónica, pero cuando llegué al teléfono ya no recordaba a quién quería llamar. Me dirigí al servicio. Había muchos nombres de chicas y números de teléfono escritos en la pared del urinario, aunque no encontré el de Crystal. Pensé en marcar uno de los números sólo para ver qué ocurría. Decidí que no era la clase de pensamiento que se supone debe tener un hombre sobrio.
Cuando regresé a la barra, Charlie estaba pidiendo otra ronda.
—Casi me olvido de ti —dijo—. Cutty con hielo, ¿no?
—Sí.
—Oye, Bernie —dijo Frankie—, ¿estás bien? Tienes mala cara.
—Es el aceite de oliva.
—¿Qué?
—Nada —respondí y alcancé la copa.