6

Supongo que Jillian se quedó absolutamente perpleja. La expresión de su rostro denotaba una mezcla de confusión y asombro, con un trasfondo de conmoción. ¿He hablado ya de sus ojos? Pues bien, adquirieron un tono azulado y jamás los había visto tan grandes.

—¡Bernie! —exclamó ella.

—¡Policía! ¡Abran!

Sin soltarla, susurré:

—Ya no eres la chica de Craig, sino la mía. Por eso me has pedido que viniera…

Jillian abrió la boca y, con un gesto de asentimiento, expresó que estaba dispuesta a seguir mis órdenes. Incluso antes de que se lo indicara, se encaminó hacia la puerta. Cogí un Kleenex de la caja que había encima de la mesa de Marian y, cuando entraron los dos agentes, me estaba limpiando el carmín de la cara.

—Siento interrumpirles —dijo el más alto.

Era ancho de espaldas, y tenía los ojos muy separados, como si en el útero hubiese estado tentado de convertirse en gemelos siameses y en el último minuto hubiese cambiado de opinión. No pareció sentir el habernos interrumpido.

—Somos policías —dijo el otro.

El día del apagón general del mes de julio alguien dijo: «Estamos a oscuras, ¿verdad?». Esta es la frase más obvia que jamás había oído… hasta aquel momento.

El más bajo era más delgado. Tenía el pelo ondulado y lucía un pequeño bigote mal arreglado; ningún director de Hollywood le habría escogido para un papel de policía. Parecía más bien el típico chivato de una banda de criminales. De todos modos, de pie delante de nosotros parecía, al igual que su compañero, un auténtico policía. Tal vez sea por la postura, o por la expresión de su rostro, por la extraña energía que parecen proyectar hacia el exterior, el caso es que todos los polis parecen polis.

Se presentaron. El tipo musculoso se llamaba Todras, el armiño Nyswander. Todras era detective y Nyswander policía; de tener nombre de pila, lo mantuvieron en secreto. Les dimos nuestros nombres completos y Todras pidió a Jillian que le deletreara el nombre. Ella obedeció y Nyswander lo anotó en una pequeña libreta. Todras preguntó a Jillian con qué diminutivo se dirigía a ella la gente y Jillian le respondió que con ninguno.

—Bueno, es una visita rutinaria —dijo Todras, que parecía el líder indiscutible de los dos, el guardia ofensivo que allanaba el camino antes de que Nyswander empezara a escudriñar—. Supongo que sabe lo de su jefe, señorita Paar.

—He oído algo en la radio.

—Sí, bueno, creo que estará ocupado durante un tiempo. Veo que ha cerrado la consulta. ¿Ha cancelado las visitas?

—Sí.

Los dos policías se miraron.

—Será mejor que también cancele las de todo el mes —sugirió Nyswander.

—O las que quedan para terminar el año.

—Parece que se ha metido en un buen lío.

—Tal vez lo mejor será que cierre la consulta —dijo Todras.

—Será mejor.

—Por cierto, debería empezar a pensar en trabajar para otro.

—Alguien que tenga bastante con el divorcio y sepa detenerse antes de llegar al homicidio.

—O bien alguien que cuando mate a su primera esposa sepa cómo librarse del cadáver.

—Eso es.

—De acuerdo.

Fue realmente espléndida la manera cómo los dos policías interpretaron ese diálogo. Fue como si estuvieran interpretando un vaudeville. Jillian y yo hicimos las veces de un caluroso público realmente entusiasmado con la interpretación.

Jillian no pareció opinar lo mismo que yo. Le temblaba ligeramente el labio inferior. Tenía los ojos llorosos.

—No puedo creerlo —dijo Jillian.

—Pues es verdad, señorita Paar.

—Así es —convino Nyswander.

—No es capaz de hacer una cosa así.

—Nunca se sabe —dijo Todras.

—Las apariencias engañan —añadió Nyswander.

—¡Pero el doctor Sheldrake no sería capaz de matar a nadie!

—Al parecer, mató a una persona muy concreta —dijo Nyswander.

—A su esposa.

—Lo cual me parece muy concreto.

Jillian arrugó la frente y volvió a temblarle el labio. Me sorprendió gratamente el partido que le estaba sacando a ese temblor. Quizá le temblara de verdad o lo hiciera inconscientemente, el caso es que encajaba con la representación.

—Es agradable trabajar con él —dijo Jillian.

—¿Hace mucho que trabajan juntos, señorita Paar?

—No mucho. Aquí conocí a Bernie, el señor Rhodenbarr.

—¿Conoció al señor Rhodenbarr por mediación del doctor?

Jillian asintió con la cabeza.

—Sí, Bernie era uno de sus pacientes. Nos conocimos aquí y poco después empezamos a salir.

—Supongo que tenían una cita por cuestiones médicas, ¿me equivoco, señor Rhodenbarr?

Se equivocaba. Si comprobaban la agenda, de inmediato advertirían el error. Sin embargo, decidí asentir prudentemente.

—Así es. La señorita Paar me llamó y acudí para hacerle compañía. Estaba nerviosa y no quería estar sola.

Se miraron con complicidad y Nyswander anotó algo en la libreta. Tal vez la hora y la temperatura.

—Supongo que hace tiempo que es usted paciente del doctor, señor Rhodenbarr.

—Un par de años.

—¿Conoció a su anterior esposa?

En realidad, nadie nos había presentado formalmente.

—No. Creo que no.

—Era la enfermera del doctor antes de casarse con él, ¿no es cierto?

—La higienista —puntualizó Jillian.

Los dos policías se quedaron mirándola fijamente. Yo dije que tenía entendido que la señora Sheldrake se había retirado después de casarse con su jefe y que cuando empecé a visitar la consulta ella ya no estaba.

—Buen negocio —dijo Nyswander—: Casarse con el jefe. Es aún mejor que casarse con la hija del jefe.

—A menos que el jefe te mate —sugirió Todras.

La conversación continuó en esta línea durante un rato. De vez en cuando me permití interrumpirles con alguna pregunta aparentemente banal, que no obstante me sirvió para reunir más detalles sobre el caso.

El forense había confirmado que el fallecimiento se había producido entre la medianoche y la una de la madrugada. Por supuesto, sabemos que Crystal Sheldrake falleció a las 10.49, pero me pareció oportuno silenciar esa información.

No había signos de que hubiesen forzado la puerta, ni de que se hubiesen llevado algo del piso. Todo apuntaba, pues, a que Crystal había abierto la puerta a su asesino. Dado que acababa de salir de la ducha, era lógico suponer que el asesino era un conocido de la difunta.

En eso estaba de acuerdo. La puerta no había sido forzada porque siempre procuro dejar la cerradura en el mismo estado que la encuentro; no parecía que se hubiesen llevado nada porque todo estaba en orden (los aficionados suelen revolver los cajones o dejar signos evidentes de tener mucha prisa). Quienquiera que hubiese asesinado a Crystal Sheldrake podría haber dejado el apartamento como si hubiese estado habitado por ángeles del infierno, pero curiosamente le facilité las cosas y antes de que llamara a la puerta yo ya había cogido las joyas y las había guardado en el maletín.

Al parecer, Craig no podía justificar dónde se hallaba cuando asesinaron a su exesposa. En caso de que hubiese mencionado su cena con Jillian, Todras & Nyswander ni siquiera se habían enterado, aunque no tardarían mucho en hacerlo, como también descubrirían que Jillian era la novia del jefe y que yo no era más que un ladrón, lo cual, tarde o temprano, constituiría un serio problema. Mientras tanto, Craig se había limitado a decirles que estuvo en su casa, descansando. Mucha gente pasa las noches en casa descansando, aunque esas noches son las más difíciles de justificar.

Los muchachos aportaron otro detalle interesante: alguien, supongo que un vecino, había visto a un hombre que respondía a la descripción de Craig saliendo del edificio de la calle Gramercy aproximadamente a la hora que se suponía que se había cometido el crimen. Yo no sabía la hora exacta cuando fue vista esa persona, ni si salía del edificio o concretamente del apartamento de Crystal, ni tampoco si el testigo estaba seguro de la hora y la identificación del sospechoso. Cualquiera podría haber visto al hombre que se acostó con Crystal, o al que la asesinó, o incluso a Bernard Rhodenbarr en el momento de su retirada.

También pudo ser Craig. Lo único que sabía del asesino era que tenía dos pies y que no hablaba demasiado. Si Gary Cooper estuviera vivo, podría haberlo hecho él, o tal vez Marcel Marceau. O Craig, que por una vez en la vida no abrió la boca.

—Me preguntaba si podríamos echar un vistazo a la oficina —dijo Todras. Y cuando Jillian le explicó que precisamente el lugar donde nos hallábamos era la oficina, agregó—: Bueno, no sé cómo lo llaman… Me refiero a la habitación donde…

—¿Perdone?

—Donde tienen esa silla que se echa para atrás —dijo Nyswander.

—Y todos esos artilugios.

—Y esos palos con un espejito cuadrado en la punta.

—Eso es —dijo Todras, sonriendo al acordarse. Tenía los dientes largos y blancos como la nieve. Le brillaron los ojos al tiempo que sonreía—. Y ese tubo que te succiona la saliva. No nos olvidemos de él.

—Eso se llama «señor Sed» —dije.

—¿Cómo?

Jillian nos acompañó hasta la habitación donde Craig hacía su trabajo, el lugar donde solucionaba los problemas de los demás para que pudieran degustar un sabroso bistec o un bombón de almendra.

Los dos polis se divirtieron un rato haciendo subir y bajar la silla. Luego volvieron a su trabajo y empezaron por abrir el cajón del instrumental.

—Esto es interesante —dijo el pequeño Nyswander—. ¿Para qué sirve?

Jillian le contó que servía para quitar la placa bacteriana de los dientes. Nyswander asintió y añadió que era conveniente hacerse una limpieza bucal de vez en cuando; Jillian le contestó que era vital porque, de lo contrario, el hueso se deterioraba, las encías enfermaban y uno acababa por perder los dientes.

—La gente cree que lo peor son las caries —explicó—, pero se pueden tener los dientes en perfecto estado y caérsete por culpa de las encías.

—Mis dientes son magníficos —dijo Todras—, pero me temo que no pueda decir lo mismo de las encías.

Todos no echamos a reír. Nyswander y Todras siguieron examinando el instrumental y preguntando, en cada caso, para qué servía. Afortunadamente ya no recuerdo los muchos nombres y las variadas funciones que Jillian fue recitando.

—Todos estos chismes —dijo Todras— se parecen. Es como si pertenecieran a un mismo juego, pero en vez de estar dentro de una caja para que puedas estar seguro de que no falta ninguno, están alineados dentro de un cajón. ¿El doctor los compró juntos o por separado?

—Pueden comprarse de un mismo juego.

—¿Fue este el caso?

Jillian se encogió de hombros.

—No lo sé. Abrió la consulta muchos años antes de que yo empezara a trabajar para él. Naturalmente, los instrumentos individuales pueden comprarse por separado. Son de acero de la mejor calidad, aunque a veces, por accidente, se rompen. Algunos se doblan, los escalpelos, por ejemplo, se deterioran. Por eso hay algunos repetidos. Yo soy la higienista, así que no me encargo del papeleo, pero sé que de vez en cuando renovamos el material.

—Pero todos son iguales —insistió Nyswander.

—Parecen iguales, pero cada cual tiene su especificidad, como por ejemplo…

Se detuvo al ver que Nyswander hacía un gesto de negación con la cabeza. Pero fue Todras quien dijo:

—Todos tienen el mango hexagonal, lo que significa que son de la misma marca, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿De qué empresa son, señorita Paar? ¿Por casualidad lo sabe?

—De Artículos Dentales y Ópticos Celniker.

—¿Puede deletrearlo por favor, señorita Paar?

Jillian obedeció y Nyswander lo anotó, luego puso el capuchón al bolígrafo y pasó la página. Entretanto, Todras se metió la mano en el bolsillo y sacó un instrumento dental. Me pareció bastante parecido al que Jillian había llamado escalpelo dental. Yo mismo había tenido tiempo atrás uno muy parecido, aunque naturalmente de inferior calidad. Formaba parte de un kit de cuchillos que usaba, cuando era niño, para cortar las alas de los pájaros.

—¿Sabe qué es esto, señorita Paar?

—Es un escalpelo dental. ¿Por qué?

—¿Es uno de los suyos?

—No lo sé. Es posible.

—¿Por casualidad sabe cuántos de este modelo tiene el doctor?

—No tengo ni idea. Supongo que unos cuantos.

—¿Los lleva encima cuando sale de la consulta?

—¿Para qué?

Volvieron a intercambiar sendas miradas. Supongo que ambos sabían a qué se referían.

—Lo encontramos en el apartamento de Crystal Sheldrake —dijo Nyswander.

—De hecho, fue otro agente quien lo encontró.

—Más concretamente, Crystal Sheldrake lo tenía clavado en el cuerpo.

—Más concretamente en el corazón.

—Más concretamente —repitió Todras, o quizá Nyswander— su jefe se ha metido en un buen apuro.

Jillian parecía desconcertada, mientras que yo me mostré indiferente, pues me había fijado en ese mango hexagonal cuando le tomé el pulso a Crystal. Al instante, pensé que podía tratarse de uno de los instrumentos de Craig, incluso estuve a punto de llevármelo.

No obstante, tenía razones suficientes para no hacerlo. La más obvia era que llevándome el arma del crimen habría podido acabar directamente en las garras de la policía. Dado que si te atrapan con las herramientas de un ladrón sueles pasarlo mal, no quise ni imaginar qué ocurriría si te cogían con el arma de un crimen.

Por otro lado, el escalpelo demostraba que Craig era inocente y que alguien había cometido el error más grande de su vida, pues ¿por qué razón habría utilizado Craig un escalpelo dental para asesinar a su esposa, sabiendo que sería el principal sospechoso? Tarde o temprano, la policía se haría la misma pregunta, así que si me hubiese llevado el escalpelo y el forense dictaminaba que había sido asesinada con este instrumento, Craig habría estado en un buen apuro.

Por eso lo dejé allí y ahora me esforzaba por fingir que era la primera vez que veía un escalpelo.

—¿Con esto la mataron? —exclamé, boquiabierto.

—Así es —respondió Todras.

—Se lo clavaron en el corazón —añadió Nyswander—. Así la mataron.

—Debió de morir al instante.

—Apenas sangró. No hubo lucha, ni forcejeo alguno.

—¡Increíble! —volví a exclamar.

Jillian estaba al borde de un ataque de nervios y temí por su reacción. Si bien era lógico que reaccionara con perplejidad al enterarse de que presumiblemente su jefe había cometido un crimen, ya no me pareció normal que llevara la perplejidad hasta el límite de la histeria.

—No puedo creerlo —decía.

Tendió la mano para tocar el escalpelo, pero en el último instante se echó atrás, evitando el contacto con el reluciente metal. Todras sonrió y volvió a guardar el escalpelo en el bolsillo, Nyswander sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y empezó a seleccionar escalpelos de una bandeja de instrumental. Metió cuatro o cinco dentro del sobre, lamió la solapa, lo selló y escribió algo en la parte posterior.

Jillian le preguntó qué estaba haciendo:

—Pruebas —respondió—. El fiscal del distrito quiere demostrar que el doctor tenía otros escalpelos del mismo tamaño y forma que el utilizado en el crimen. ¿Quiere mirarlo bien, señorita Paar? Quizá tenga algo, un rasguño por ejemplo, que usted reconozca.

—Ya lo he visto. No puedo identificarlo, si es eso a lo que se refiere. Todos se parecen.

—Quizá descubra algo si lo examina atentamente. Todras, deja que la señorita Paar vuelva a examinarlo.

Jillian no parecía dispuesta a volver a mirarlo, pero se obligó a sí misma y comentó que el instrumento no tenía nada de particular, era idéntico a los utilizados en la consulta. Añadió que todos los dentistas del país usaban los artículos Celniker, pues eran los más usuales, y que en todas las consultas dentales de Nueva York encontrarían miles de ellos.

Nyswander dijo que estaba convencido de que era así, pero que sólo había un dentista con motivos obvios para matar a Crystal Sheldrake.

—Pero se preocupaba por ella —objetó Jillian—. Deseaba hacer las paces con ella. Creo que nunca dejó de amarla.

Los dos policías se miraron, la verdad es que no me sorprendió. No entiendo por qué de repente Jillian habló de eso; naturalmente, a los dos policías les interesó el tema y empezaron a preguntar acerca de la futura reconciliación. Luego, después de que Jillian improvisara bastante bien, Todras concluyó que podía ser un buen motivo para que Craig quisiera asesinarla.

—Quería recuperarla —dijo—, ella lo rechazó y, desesperado, la mató por amor.

—«Todos los hombres matan lo que aman —citó Nyswander—. Cada cual a su manera: el cobarde con un beso, el valiente con una espada». Y el dentista con un escalpelo.

—Eso es —dijo Todras.

—Es de Oscar Wilde.

—Me gusta.

—Bueno, lo del dentista con el escalpelo no lo dijo Oscar Wilde.

—Menos broma.

—Es original, ¿verdad?

—Vamos, Nyswander.

—Me pareció que encajaba.

—Ya basta.

Creí que Jillian se echaría a gritar. Me habría gustado decirle que no se preocupara, que todo aquello era pura comedia y que dentro de un minuto saludarían y saldrían del escenario y de nuestras vidas, luego podríamos diseñar nuestra propia escena.

—¡Un momento! —exclamó Jillian.

Los dos hombres se volvieron y se quedaron mirándola fijamente.

—¿Cómo sé que trajeron ese escalpelo? Quizá usted lo cogió de una de las bandejas mientras yo miraba hacia otro lado. Tal vez todo eso de la corrupción policial es verdad: incriminación y falsificación de pruebas y…

Los dos tipos seguían mirándola fijamente, y en ese punto Jillian se quedó sin palabras. Deseé, y no por primera vez en mi vida, que hubiese una manera de detener el presente para volver atrás.

No obstante, sé que es imposible, tal y como explicó Omar Khayyám mucho antes de que se inventaran las grabadoras. El dedo mecánico lo escribe todo, y la pequeña Jillian acababa de meter la pata.

—Este escalpelo dental —dijo Todras, mostrándonoslo de nuevo—, no es el que hallaron en el pecho de Crystal Sheldrake. Nunca llevamos encima el arma del crimen. El escalpelo con que se cometió el crimen se halla en estos momentos en el laboratorio, mientras los de la bata blanca hacen las pertinentes pruebas de sangre y todo cuanto se suele hacer en estos casos.

Jillian guardó silencio.

—El escalpelo que mi compañero le ha mostrado —añadió Nyswander— lo compramos al venir hacia aquí en una de las tiendas de Artículos Celniker. Es una copia exacta del arma homicida y nos es muy útil para la investigación. Como no constituye prueba alguna, no existe ninguna posibilidad de falsificación.

Todras, sonriendo, volvió a guardar el escalpelo.

—Sólo por curiosidad —dijo—, tal vez le gustaría contarnos cómo pasó la noche de ayer, señorita Paar.

—Yo…

—¿Qué hizo ayer por la noche?

—Ayer por la noche… —dijo Jillian y parpadeó, se mordió el labio y me miró suplicante— cené.

—¿Sola?

—Conmigo —intervine—. ¿Esto también lo apunta? ¿Por qué? Jillian no es sospechosa, ¿verdad? Creí que tenían pruebas suficientes contra el doctor Sheldrake.

—Así es —respondió Todras.

—Pura rutina —añadió Nyswander, que de pronto me pareció más astuto que antes—. ¿Así que cenaron juntos?

—Sí. Cariño, ¿cómo se llamaba el restaurante?

—Belvedere. Pero…

—Belvedere, eso es. Debimos de salir de allí hacia las nueve.

—Y luego supongo que fueron a casa.

—Jillian sí —dije—. Yo fui al Garden a disfrutar de unas peleas. Ya habían empezado cuando llegué, pero tuve tiempo de ver tres o cuatro encuentros preliminares antes del gran combate. A Jillian no le gusta el boxeo.

—Detesto la violencia —añadió Jillian.

Todras pareció aproximarse a mí sin apenas moverse.

—Supongo que puede demostrar que estuvo allí.

—¿Demostrarlo? ¿Por qué tengo que demostrarlo?

—Bueno, ya sabe, pura rutina, señor Rhodenbarr. Supongo que fue con un amigo.

—No, fui solo.

—¿De verdad? Pero seguro que se encontró allí algún conocido.

Medité unos segundos y luego respondí:

—Bueno, estaban los habituales de la primera fila. Me refiero a los chulos, los camellos y los caballeros. Pero yo sólo soy un aficionado y a esa gente no la conozco.

—Entiendo…

—Estuve charlando con el que se sentaba a mi lado sobre boxeo y esas cosas, pero no sé cómo se llama ni si sería capaz de reconocerle.

—Claro…

—De todos modos, ¿por qué tendría que demostrar dónde estuve?

—¿No podría…?

—Un momento. Veamos si encuentro la entrada. Creo que no la tiré. —Miré a Jillian—. ¿Ayer llevaba esta chaqueta? Creo que sí, pero quizá eché la entrada a la basura cuando me limpié los bolsillos antes de acostarme. Podría estar en el cubo de la basura de mi apartamento. No creo que… aquí hay algo.

Sorprendentemente, mostré a Nyswander una entrada que correspondía a la pelea de la noche anterior en el Madison Square Garden. La observó atentamente antes de dársela a Todras, quien no pareció, por lo menos atendiendo a su sonrisa, muy contento de verla.

La entrada calmó la situación. No podían sospechar de nosotros, pues ya tenían al asesino en la cárcel, pero la reacción de Jillian les había alertado. Optaron de nuevo por una línea de preguntas menos intimidatorias, anotando las respuestas antes de pasar a otro tema. Me tranquilicé un poco, aunque no del todo, pues uno no puede estar tranquilo del todo hasta que no los ve desaparecer por la puerta. Estaban a punto de largarse cuando Todras alzó la mano, se la colocó encima de la cabeza y se rascó con diligencia.

—Rhodenbarr —dijo—, Bernard Rhodenbarr. ¿Dónde demonios habré oído este nombre antes?

—Pues… no lo sé —respondí.

—¿En qué trabajas, Bernie?

Me alarmé. Cuando te tutean significa que puedes ser un criminal. Mientras a sus ojos se es un ciudadano, se te dirigen con un respetable señor Rhodenbarr, pero cuando te llaman Bernie, hay que empezar a alertarse. No creo que Todras fuera consciente de ello, pero yo sí lo fui y decidí actuar en consecuencia.

—Me dedico a las inversiones —respondí—. Fondos mutuales, y sobre todo a los fondos de inversión del Estado.

—Muy bien. Rhodenbarr, Rhodenbarr. Este nombre me suena.

—No sé de qué —dije—, a menos que usted se criara en el Bronx.

—¿Cómo lo sabes?

«Por el acento —pensé—. Cualquiera que hable como Penny Marshall en Laverne and Shirley no puede haber crecido en ningún otro sitio». Sin embargo, respondí con otra pregunta:

—¿En qué escuela estudió?

—¿Por qué?

—¿En qué escuela?

—James Monroe, ¿por qué?

—Esto lo explica todo. Inglés de primer año. ¿No se acuerda de la señorita Rhodenbarr? Tal vez fuera la que le hizo leer a Oscar Wilde.

—¿Es una profesora de inglés?

—Era. Murió… no recuerdo cuántos años hace. Era una señora mayor de pelo gris y muy estricta.

—¿Era parienta tuya?

—La hermana de mi padre. Tía Peg, pero para los alumnos era la señorita Margaret Rhodenbarr…

—Margaret Rhodenbarr…

—Eso es.

Abrió el bloc de notas y, por un momento, pensé que iba a anotar el nombre de mi tía, pero al final se encogió de hombros y volvió a guardar el bloc.

—Debe de ser por eso —dijo—. Un nombre como este, tan poco frecuente… Se queda grabado en la memoria y de vez en cuando regresa. Tal vez no estuviera en su clase, pero me acuerdo del nombre.

—Quizá sea eso.

—Pensaré en ello —dijo al tiempo que abría la puerta y dejaba pasar a Nyswander primero—. La memoria es algo curioso; tarde o temprano acaba uno por despejar las incógnitas.