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Sobre las diez de la mañana siguiente me estaba untando una rebanada de pan blanco con confitura de ruibarbo. Había comprado esa confitura, importada directamente de Escocia, porque supuse que algo que iba envasado en un tarro octogonal y con una etiqueta tan elegante tenía que ser forzosamente bueno. Me sentí obligado a vaciar el tarro a pesar de haberme equivocado en mis deducciones. Tenía la rebanada de pan completamente untada y estaba a punto de cortarla en triángulos, cuando sonó el teléfono.

Descolgué el auricular y Jillian Paar dijo:

—¿Señor Rhodenbarr? Soy Jillian, de la consulta del doctor Craig.

—Hola, qué tal —respondí—. Hace una mañana espléndida, ¿no te parece? ¿Cómo van las cosas por la consulta?

Al cabo de unos segundos, dijo:

—¿No se ha enterado de la noticia?

—¿Qué noticia?

—No sé si ha salido en los periódicos. Se me pegaron las sábanas y he tenido que salir corriendo de casa: sólo he tenido tiempo de tomar un café. Craig tenía una visita a las nueve y veinte y siempre es muy puntual; pero hoy no ha aparecido. Telefoneé a su casa y nadie contestó, así que supuse que debía de estar de camino. Puse la radio y oí la noticia.

—Por Dios, Jillian, ¿qué ha ocurrido?

Hubo una pausa y luego Jillian habló apresuradamente:

—Le han detenido, Bernie. Ya sé que parece una tontería, pero es verdad. Ayer por la noche alguien asesinó a Crystal. Le clavaron un puñal o algo así y a medianoche la policía detuvo a Craig acusado de homicidio. ¿Tú no sabes nada de esto?

—No puedo creerlo —respondí mientras sujetaba el auricular con la oreja y el hombro para partir la tostada—. En el Times no hay nada.

Habría podido añadir que tampoco en el News, pero sí habían informado de ello en todos los noticiarios de radio y televisión; por alguna extraña razón no lo mencioné.

—No sé qué hacer, Bernie.

Mordí un trozo de tostada y la mastiqué, pensativo:

—Supongo que lo primero que hay que hacer es cerrar la consulta y anular las visitas de hoy.

—Eso ya lo he hecho. Conoces a Marian, ¿verdad?, la recepcionista. Ahora mismo está hablando por teléfono. Cuando termine, la mandaré a su casa y después…

—Tú también te vas a casa.

—Claro, pero tiene que haber algo que pueda hacer.

Di otro mordisco a la tostada y sorbí un poco de café. Tuve la impresión de que mi paladar empezaba a acostumbrarse a la confitura de ruibarbo, aunque dudaba de que volviera a comprarla. Por otro lado, el café no era lo que mejor acompañaba, seguramente un té inglés habría ido mejor. Tenía que recordarlo para la próxima ocasión.

—No creo que Craig la haya asesinado —comentó Jillian—. Era una golfa y él la odiaba, pero dudo que Craig fuera capaz de matar a nadie, ni siquiera a una desgraciada como Crystal.

Traté de recordar una frase latina que habla bien de los muertos. Creo que es algo así como De mortuis ta-tum ta-tum bonum[2].

—Si pudiera hablar con él, Bernie…

—¿No sabes nada de él?

—No.

—¿A qué hora lo detuvieron?

—No lo sé. Por la radio sólo dicen que lo detuvieron para interrogarle. Si se hubiese tratado sólo de un simple interrogatorio, no habría sido necesario detenerle, ¿verdad?

—Quizá no. —Hice una pausa, mastiqué un trozo de tostada y pregunté—: ¿Han dicho a qué hora la mataron?

—Creo que el cadáver fue descubierto alrededor de la medianoche.

—Bueno, entonces no podemos deducir a qué hora detuvieron a Craig. Deben de haberle interrogado sin acusarle todavía de nada. Podría haber insistido en que le acusan del homicidio, pero seguramente no se le habrá ocurrido. Tampoco debe de haber pedido la presencia de un abogado.

En estos casos, hay que llamar a un abogado, aunque no sea criminalista.

Me acordé de mis propias experiencias. Antes de decidirme por Herbie Tannenbaum, había tenido un par de portavoces, pero Herbie me convenció porque siempre me ha tratado con justicia. Yo puedo llamarle a cualquier hora y él puede confiar en que le pagaré los honorarios aun estando sin blanca. Sabe cómo acceder a los jueces y cómo negociar con el fiscal del distrito. De todos modos, supuse que no era la clase de abogado que Craig necesitaba.

—Podrías ponerte en contacto con el abogado de Craig —añadí—. Tal vez sepa algo más.

—No sé quién es.

—Quizá él te telefonee para decirte que canceles todas las visitas. Posiblemente no sepa que has escuchado las noticias.

—¿Y por qué no ha llamado todavía? ¡Ya son casi las diez y media!

Estuve a punto de responder que porque ella ocupaba la línea telefónica, pero tragué otro bocado y dije:

—Deben de haber dejado pasar un tiempo prudencial antes de arrestarle. No desesperes, Jillian. Si está arrestado, se halla en un sitio seguro. Si el abogado no te llama esta tarde, haz algunas llamadas para averiguar dónde lo tienen encerrado. Tal vez te permitan verle. De no ser así, por lo menos te facilitarán el nombre de su abogado. No esperes que Craig te llame. Sólo le permitirán llamar a su abogado; ese es el único privilegio que conceden a un detenido. —A menos, claro, que Craig sobornara a un guardia, aunque seguramente no sabría hacerlo—. No tienes que preocuparte por nada, Jillian. Tendrás noticias de su abogado o incluso podrás ponerte en contacto con él. En cualquier caso, todo saldrá bien, si Craig es inocente…

—¡Por supuesto que es inocente!

—Pues lo soltarán enseguida. Siempre detienen al marido cuando asesinan a la esposa. Además, por lo que he oído, Crystal llevaba una vida muy frívola…

—¡Era una puta!

—En ese caso, es muy probable que haya un gran número de hombres con motivos suficientes para asesinarla; quizá fue con uno al apartamento…

—¡Como en Buscando al señor Goodbar!

—Así es. Verás, estoy seguro de que hay más sospechosos en este caso que cucarachas en la calle Eldridge, y de que el dentista más grande del mundo volverá a sus empastes en menos que canta un gallo.

—¡Eso espero! —Respiró hondo—. ¿No podría salir en libertad bajo fianza? Es algo habitual, ¿no?

—No cuando te acusan de homicidio. No hay libertad bajo fianza para los casos de homicidio en primer grado.

—No me parece justo.

—Hay pocas cosas que sean justas. Creo que no deberías hacer nada, Jillian. Ve a tu casa, o quédate ahí, como prefieras.

—Estoy asustada, Bernie.

—¿Asustada?

—No sé por qué ni de qué, pero estoy aterrorizada. ¿Bernie?

—¿Qué?

—¿Podrías venir aquí? Es una tontería, pero eres el único al que puedo pedírselo. No quiero estar sola.

Vacilé unos instantes, en parte porque tenía un trozo de tostada en la boca. Jillian insistió:

—Olvida que te lo he pedido. Sé que estás muy ocupado, y eso sería una imposición y…

—Ahora mismo voy.

Hay algo que debo aclarar: si acudí de inmediato a la consulta de Craig al sur del Central Park no fue porque sintiera una especial predilección por meterme en la boca del lobo, ni tampoco porque todavía me acordara de lo que sentí cuando Jillian se apoyó contra mí durante la limpieza bucal.

En principio, podría parecer que tenía un interés especial por mantenerme al margen. Al fin y al cabo, yo era un ladrón y, por tanto, se me podría considerar como el sospechoso número uno. Por otro lado, no era más que un paciente y amigo casual de Craig Sheldrake, y la relación con Jillian no era tan estrecha como para que ella hubiese acudido a mí en busca de consuelo. De hecho, hasta esa mañana siempre me había llamado «señor Rhodenbarr». Por todo ello lo mejor era pasar inadvertido.

No obstante —siempre hay algún problema—, quienquiera que hubiese asesinado a Crystal se había llevado un maletín lleno de joyas que, por cierto, desde mi punto de vista, me pertenecían. Estaba dispuesto a recuperarlas.

Además, como sin duda se recordará, esas maravillas estaban en el interior de un maletín que llevaba conmigo cuando entré en el apartamento. Por lógica, a nadie se le ocurriría pensar que era mío —entre otras razones, porque también lo había robado—. Pero de lo que no podía estar seguro era de que el interior del maldito maletín no estuviese lleno de mis huellas dactilares. El exterior era de ante así que, igual que la muñeca de Crystal, no habría recogido huella alguna. Me resultó fácil imaginar la llegada de la policía a mi casa para preguntarme qué hacía mi maletín lleno de joyas en el apartamento de un supuesto homicida.

Por consiguiente, si le cogían a él, yo tendría graves problemas, y si no le cogían, se largaría con mi botín. Si finalmente no arrestaban a nadie porque el dentista más grande del mundo había cometido el homicidio más estúpido del mundo, en ese caso tampoco estaría de suerte, porque Craig me entregaría a la policía en bandeja: «Le hablé de las joyas que poseía Crystal y pareció muy interesado en lo que contaba. Luego me acordé de que había leído en alguna parte que era un ladrón y que una vez se vio mezclado en un asunto de homicidio; jamás imaginé que sería capaz de entrar a robar en el apartamento de la pobre Crystal…».

Incluso podría escribirle el guión y, tras la actuación de la consulta, no dudé de que sabría interpretarlo de maravilla. Quizá eso no lo libraría de la cárcel, pero sería suficiente para encerrarme a mí en la celda de enfrente.

En realidad, podría enfocarlo por ahí aunque no fuera culpable. Si no aparecía ningún sospechoso, sin duda se desesperaría. Quizá acabaría dudando de mí como yo de él, y al final se inclinaría por pensar que había asaltado el apartamento de Crystal dos días antes de lo establecido —como en realidad ocurrió— y que la maté accidentalmente en un momento de desesperación. Podría llegar a la conclusión de que nuestro acuerdo saldría a relucir un día u otro y, en consecuencia, que lo que le convenía a él era confesarlo por adelantado.

En fin, dadas las circunstancias, había demasiados caminos que podían conducirme a tener serios apuros.

Por otro lado, Craig Sheldrake me caía bien. Cuando se es paciente del dentista más grande del mundo resulta difícil dejarle plantado por otro que, con un cartel en la ventana, anuncie extracciones sin dolor. Craig cuidaba bien de mi boca y quería que así siguiera siendo.

En cuanto a Jillian, era ciertamente una joven encantadora, y me gustaba que me llamara Bernie en vez de señor Rhodenbarr. Y el singular olor a especias de sus dedos parecía más una característica de todo el cuerpo que de los dedos en concreto. Jillian era la amante de Craig, por supuesto, pero eso no me importaba, pues no tenía intención de entrometerme en la relación de un amigo. Ese no es mi estilo. Yo sólo robo dinero en efectivo y objetos inanimados. Si Craig resultaba ser culpable, Jillian se quedaría sin empleo y sin amante, lo mismo que yo sin dentista, así que quizá podríamos consolarnos mutuamente.

¿Para qué demonios me servían tantas especulaciones? Algún desgraciado no había tenido bastante con matar a Crystal Sheldrake; había robado las joyas que yo antes había robado. Y estaba dispuesto a hacerle pagar por ello.