3

Siempre me ocurre lo mismo. Cuando abro la boca, me entra aire caliente. Pero entonces las circunstancias eran especiales. Después de todo, estaba obedeciendo órdenes.

—Ábrela, Bern; un poco más. Así… Muy bien. Perfecto, maravilloso.

¿Maravilloso…? Se dice que todos tenemos nuestro punto de vista, y estoy seguro de que es cierto. Si Craig Sheldrake quería creer que esa boca abierta era maravillosa, allá él. Supongo que no era la peor dentadura del mundo. Veinte años atrás un dentista risueño me había colocado un aparato ortopédico, lo cual me permitió disparar gomitas contra mis compañeros de clase. Desde que había dejado de fumar y me había pasado a uno de esos dentífricos que aseguran emblanquecer los dientes, la verdad es que ya no me parecía tanto a uno de los actores secundarios de La maldición de los colmillos amarillos. Tenía todos los molares y los bicúspides empastados, me habían arrancado las muelas del juicio y matado la raíz del colmillo superior izquierdo. Así pues, dadas las circunstancias, creo que se trata de una dentadura respetable, que, además, a lo largo de los años me había causado relativamente pocos problemas, aunque me parece una exageración calificarla de maravillosa o fantástica.

Una sonda de acero inoxidable me rozó un nervio. Me moví ligeramente en la silla y emití la única clase de ruido que uno es capaz de emitir cuando tiene la boca llena de dedos. La sonda, implacable, volvió a tocar el nervio.

—¿Lo notas?

—Sí…

—Una pequeña caries, Bern. No es nada serio, pero lo arreglaremos ahora mismo. Esta es la ventaja de hacerse una limpieza bucal tres o cuatro veces al año. Vienes, te hacemos una radiografía de rutina, echamos un vistazo y descubrimos a tiempo estas pequeñas caries antes de que sea demasiado tarde. ¿Tengo razón o no, chico?

—Sí…

—No entiendo por qué la gente teme las radiografías. Bueno, si se está embarazada, es diferente, pero tú no estás preñado, ¿verdad, Bernie?

Craig se rio de su propia broma, no sé por qué. Si eres dentista, tienes que reírte de tus propias bromas, lo cual debe de resultar muy complicado, aunque puesto que el paciente no puede reír, es imposible interpretar su silencio como una reprimenda.

—Bueno, lo arreglaremos antes de que Jillian te haga la limpieza. Primer molar de la mandíbula inferior derecha… eso está chupado; anestesiaremos sólo la zona afectada. Por supuesto, otros te anestesiarían hasta la lengua durante seis u ocho horas, pero estás de suerte, Bern; estás en manos del dentista más grande del mundo y no tienes que preocuparte de nada… excepto de pagar la factura, claro —concluyó echándose a reír.

—Sí… claro.

—Ábrela un poco más. Perfecto… maravilloso.

Me llenó la boca hábilmente de algodón. Sus dedos olían mal. Luego cogió un tubo de plástico y lo colocó debajo de la lengua; el aparato empezó a sorber.

—Te presento al señor Sed —dijo—. Es lo que les digo a los niños. El señor Sed os viene a sorber la saliva para que no me estropee el trabajo. Bueno, a los críos se lo digo de otra forma.

—Ya…

—Verás, les digo que este es el señor Sed y cuando les molesto con el óxido nitroso, les digo que van a dar una vuelta con el cohete del doctor Sheldrake. A los niños les encanta esto del espacio.

—Sí…

—Ahora secaremos esta encía —añadió mientras me doblegaba el labio inferior y me secaba la encía con un trozo de algodón—. Y ahora pondremos un poco de benzocaína para que no sientas la aguja cuando inyectemos la anestesia en la pieza que hay que arreglar. —Se echó a reír—. Vamos, Bernie, era una broma. No es necesario inyectar un litro de eso si eres lo bastante hábil para pinchar la aguja en el punto correcto. Agradece a tus astros el que puedas contar con el dentista más grande del mundo.

El dentista más grande del mundo me inyectó la novocaína sin hacerme daño y se puso a trabajar en la interminable lucha contra la decadencia dental. No sentí nada. En realidad, lo que más me dolió fue lo que dijo mientras trabajaba, aunque sus primeras frases resultaron razonables.

—Verás, Bernie, eres un hombre afortunado teniéndome a mí como dentista. Pero eso no es nada comparado con lo afortunado que soy yo. ¿Sabes por qué? Porque tengo mucha suerte de ser dentista.

—Ya…

—No sólo porque me gano bien la vida, de eso no tengo la culpa, ya que el dinero es la compensación por lo mucho que trabajo; lo que cobro es justo. Ofrezco calidad a cambio de una buena retribución. Lo bueno de la odontología es que es útil de muy distintas maneras. La mayoría de dentistas que conozco empezaron queriendo ser médicos. Jamás hubiera imaginado que su pasión fuera la medicina. Creo que esa pasión obedecía más bien a la idea que sus padres tenían del nivel social del que disfrutaban los médicos: dinero, prestigio y hacer un bien a la humanidad. Cualquiera sería feliz ayudando a la humanidad con el incentivo del dinero y el prestigio, ¿no crees?

—Sí…

—Habla más alto, Bern, no te oigo. —Volvió a reír—. Estaba bromeando, por supuesto. ¿Cómo va eso? ¿Sientes algo?

—No…

—Naturalmente que no. Como iba diciendo, todos esos chicos se metieron en la facultad de odontología. Quizá no los aceptaron en la de medicina, hay gente inteligente que no consigue entrar, o quizá los disuadió el plan de estudios: cuatro años de facultad, dos de interno y luego residente. Ya sabes, cuando eres joven, siete u ocho años te parecen una eternidad. La noción del tiempo cambia cuando se llega a nuestra edad, pero para entonces ya es demasiado tarde.

Creo que teníamos aproximadamente la misma edad, estábamos más cerca de los cuarenta que de los treinta, aunque todavía no lo bastante como para asustarse. Era alto, más que yo. Tenía el cabello castaño con reflejos rojos y lo llevaba bastante corto y deliberadamente despeinado. Su cara, alargada y estrecha, tenía una expresión afable; los ojos marrones, la nariz ligeramente curvada y con pecas. Hacía un par de años que había decidido dejarse bigote, al estilo viril que lucen los modelos masculinos en los anuncios de colonias. Era más rojo que el pelo y no le sentaba tan mal como para aconsejarle que se lo afeitara aunque, para ser sincero, lo habría preferido. Debajo del bigote, cuando abría la boca, se veía la dentadura más sana que se pudiera imaginar.

—Así que hay muchos dentistas que secretamente desearían ser médicos. Algunos ni siquiera lo ocultan. Otros se metieron en odontología porque… bueno, hay que trabajar de algo en esta vida. Parece una profesión decente, trabajas las horas estipuladas, los ingresos no están mal, eres tu propio jefe, gozas de prestigio social y todo lo demás. Yo era uno de esos, Bern, aunque en mi caso ocurrió algo maravilloso. ¿Adivinas qué fue?

—No…

—Me enamoré de mi trabajo. Pues sí, como lo oyes. De repente reconocí que la odontología servía para solucionar problemas. Ya no se trata de salvar vidas, lo cual es un consuelo. Bernie, yo no quiero pacientes que puedan morir. Los médicos están preparados para esos dramas. Yo prefiero tratar con cuestiones vitales menos trascendentes, como por ejemplo, ¿se puede salvar este diente? Verás, un hombre o una mujer acude a mi consulta, lo visito, le hago una radiografía de la dentadura y, si hay algún problema, lo solucionamos.

No fue necesario que asintiera. Craig parecía lo bastante entusiasmado para seguir hablando.

—Soy tan afortunado, Bern… Me acuerdo de cuando con mi mejor amigo tratábamos de decidir qué queríamos hacer con nuestras vidas. Yo opté por odontología y él por farmacia. Su carrera parecía más fácil y sus ingresos potenciales más elevados. Empiezas con una farmacia, luego abres otras… en fin, que te conviertes en un empresario. Durante un corto período de tiempo dudé de mi elección. Dios mío, ¿me imaginas detrás de un mostrador vendiendo aspirinas y laxantes? No podría ser un empresario, Bern. Habría sido un desastre. Abre un poco más la boca. Perfecto… maravilloso. Sí, sería un desastre y además me aburriría como una ostra. Una vez leí que los profesionales de la farmacia follan más que cualquier otro sector de profesionales. Creo que era un estudio hecho en California. No sé si será verdad o no. ¿Qué mujer querría tirarse a un farmacéutico…?

Siguió hablando en estos términos durante un rato, y yo traté de desconectar. Supongo que Craig pensó que, dada mi situación, no me quedaba más remedio que escucharle.

—Así que ni loco me metería en farmacia —agregó—. Te juro que no me gustaría tener otra profesión que la que tengo ahora. Soy un americano satisfecho, ¿entiendes?

—Sí…

—Aunque de todos modos, Bernie, soy una persona normal. Tengo fantasías, como todo el mundo. A veces me pregunto qué sería hoy de no haber escogido odontología. Es una pregunta hipotética, nada más. Y como es hipotética, puedo permitirme el lujo de divertirme. Por ejemplo, me gusta imaginar que soy una persona amante del riesgo y de la aventura, lo cual es falso por supuesto.

—Sí…

—Intento imaginar que soy un atleta profesional. Juego mucho a squash y a tenis, aunque soy bastante torpe en ambos; así que en esos dos deportes no puedo soñar con ser un campeón, pues el abismo es demasiado grande. El problema de la realidad es que se interpone entre los mejores sueños. Así pues, pienso en algo que me gustaría ser y lo disfruto fantaseando, porque en realidad no sé en qué consiste.

—¿Sí…?

—Es excitante, arriesgado y peligroso, aunque no puedo decir que no tenga la habilidad ni el temperamento para ello… Estoy seguro de que se gana mucho y de que el horario es flexible. Y además trabajas solo.

—¿Qué…?

De pronto, empecé a interesarme por las bobadas de Craig.

—Me refiero a un crimen —continuó—. Pero no de esos violentos. Bern, me gustaría ser un criminal cuyas acciones no implicaran a terceras personas. Algo que te permita trabajar solo, sin tener que formar parte de una banda. He dado muchas vueltas al asunto, Bernie, y si tuviera que empezar de nuevo y la odontología estuviera fuera de mi alcance, me haría ladrón. —Tras interrumpirse por unos segundos, añadió—: Como tú, Bernie.

Aquello supuso un duro golpe para mí. Me habían desenmascarado con notable sutileza. El viejo Craig Sheldrake, el señor ecuánime y el «dentista más grande del mundo», había empezado hablando de lo mucho que le gustaba su trabajo y había terminado arrojándome un vaso de agua fría a la cara. Ni toda la novocaína del mundo habría conseguido amortiguar el duro golpe que recibí.

Siempre he procurado mantener mi vida profesional y personal lo más alejadas posible la una de la otra. Excepto durante las cortas estancias como huésped del Estado, en las cuales la libertad de asociación está penada severamente, no suelo relacionarme con criminales famosos. Aunque de vez en cuando mis amigos gasten alguna broma al fisco, la verdad es que no se dedican a robar en apartamentos, gasolineras o licorerías, ni a falsificar cheques. Su altura moral tal vez no sea mayor que la mía, pero su cociente de respetabilidad es infinitamente más alto.

Ellos también me respetan. No tengo por costumbre hablar sobre mi trabajo. Creen que me dedico a las inversiones, que vivo de una pequeña renta privada, o que estoy en una empresa de exportaciones. En fin, no saben exactamente a qué me dedico. A veces me hago el interesante cuando quiero impresionar a una señorita, aunque la mayor parte del tiempo sólo soy el «bueno de Bernie», quien suele llevar algo de calderilla en el bolsillo, pero que jamás malgasta y con quien siempre se puede contar para echar una partida de póquer o bridge; quien probablemente trabaja vendiendo seguros, pero que jamás ha intentado vender uno a sus amigos. Pero mi dentista sabía que yo era un ladrón. El hecho de que me hubiese desenmascarado no era el fin del mundo. Lo más sorprendente era la manera cómo lo había hecho.

—No he podido resistirme —comentó Craig—. ¡Demonios, Bern, no he podido evitarlo! A mí no me importa. Leí tu nombre en el periódico hace un año, cuando te acusaron de un asesinato. Por casualidad, me fijé en la noticia, además, ponía tu dirección, que naturalmente guardo en mi archivo, así que no pude evitar comprobarlo. No te lo había mencionado antes porque no había ninguna necesidad.

—Ya…

—Pero ahora sí la hay. Bernie, ¿te gustaría ganar un buen puñado de dólares? Supongo que cada ladrón tiene sus preferencias, pero jamás he oído que haya alguno a quien no le gusten las joyas. No estoy hablando de bisutería barata, sino de joyas auténticas: diamantes, esmeraldas, rubíes y piezas de oro de catorce y dieciocho quilates. Seguro que cualquier ladrón estaría orgulloso de meterse todo eso en el saco.

Estuve a punto de decirle que no usara lo que sin duda él creía era el argot de los ladrones, pero no lo hice.

—Abre un poco más la boca, Bernie. Bueno, vayamos al asunto. Te acuerdas de Crystal, ¿verdad? Trabajó para mí, pero eso fue antes de que tú vinieras a la consulta. Luego cometí el error de casarme con ella. Perdí una buena profesional y a cambio gané una esposa descuidada. Creo que ya te he hablado en varias ocasiones de esa fulana. Cuento esta historia a quien creo que la escuchará sin moverse de la silla.

¿Quién demonios iba a moverse de la silla teniendo la boca abierta y el señor Sed succionándole la saliva?

—Le compré cuantas joyas le apetecieron —continuó—. Por aquel entonces me pareció que era una buena inversión. No me gusta guardar el dinero, Bern, no soy de esos… Consiguió convencerme de que las joyas eran una buena inversión, y como tenía bastante dinero en negro que no podía invertir en bolsa, tuve que buscar algo que pudiera pagarse en efectivo y sin factura. Créeme, el asunto de las joyas es un buen negocio.

—Sí…

—Pero luego nos divorciamos. Ella se quedó con las joyas y yo no pude denunciarla porque habrían investigado de dónde había salido el dinero para comprarlas. No quiero problemas con la justicia, Bern. Me gano bien la vida, pero esa puta se ha quedado con doscientos mil dólares en joyas, más el apartamento del parque Gramercy y lo que había en él. Yo sólo me quedé con mi ropa y con la consulta, y encima le pago cada mes una pensión, por lo menos hasta que muera o se case otra vez. Francamente espero que ocurra lo primero, y cuanto antes mejor. El problema es que es una persona sana y lo bastante lista para no volver a casarse, así pues, a menos que siga bebiendo como lo hace y muera de una cirrosis, estaré atado para siempre.

No estoy divorciado, básicamente porque jamás me he casado, pero al parecer toda la gente que conozco está casada, o separada, o en vías de hacerlo. Cuando les oigo hablar de pensiones, me estremezco, aunque también me siento agradecido.

—Sería muy sencillo —continuó Craig.

Luego pasó a exponer su plan y las horas que suponía que Crystal se ausentaba de casa. Me dio numerosos detalles y yo me limité a contestar con monosílabos casi inaudibles cada vez que él paraba para dirigir sus esfuerzos al molar. Cuando terminó con el perforado, me dijo que enjuagara y luego se puso a trabajar con el empaste; entretanto, no paró de repetir las ventajas del negocio que me proponía, lo muy zorra que era Crystal y lo mucho que merecía que le robaran las joyas. Supongo que esta última parte respondía a un proceso de racionalización. Sin duda, imaginaba que yo preferiría robar a una mala persona. A mí me era indiferente, aunque por regla general prefiero robar a alguien que no conozco de nada. En este trabajo lo mejor es guardar siempre las distancias.

Craig Sheldrake, el «dentista más grande del mundo», continuó hablando al tiempo que empastaba la muela. Cuando terminó de hablar, la muela ya estaba empastada, y me quitó el señor Sed y los algodones, estuve unos minutos enjuagando y escupiendo para luego volver a abrir la boca para que el gran Craig verificara el resultado de su trabajo. Me quedé sentado en la silla y él de pie a mi lado. Mientras me pasaba la punta de la lengua por la muela remodelada, Craig se quedó con los brazos cruzados a la espera de formular la pregunta decisiva:

—Y bien, Bern, ¿cerramos el trato?

—No —respondí—. Rotundamente no. Ni hablar.

Mi respuesta no fue una evasiva. Hablaba en serio.

Me gusta planear los trabajos por mí mismo. Hay muchos ladrones que prefieren trabajar en base a información confidencial. Tener buenos contactos es la base para obtener esa información. Alguien se pone en contacto con el ladrón no sólo para informarle de un trabajo concreto, sino para darle por escrito todo cuanto tiene que hacer. Es una manera fácil de trabajar y a muchos ladrones les entusiasma.

Pero las cárceles están llenas de esos ladrones, porque en realidad, cuando se trabaja con un contacto, uno no sabe nada de nada. Los que compran mercancías robadas son gente curiosa. Si tuviera una hija, me opondría rotundamente a que se casara con uno de ellos. La actividad de los intermediarios es manifiestamente ilegal, pero raras veces van a la cárcel por sus pecados, en parte porque es difícil probar su delito, que además no levanta demasiadas protestas populares, y en parte porque son lo bastante hábiles para mantenerse neutrales.

Por lo menos, si trabajas por cuenta propia nadie puede delatarte. Si surge algún problema, el último responsable de tus actos eres tú mismo.

No me preocupaba que Craig pudiera delatarme. El principal inconveniente era que le gustaba demasiado hablar, acostumbrado como estaba a tener a la gente tumbada delante de él sin poder hablar y condenada a escuchar. Algún día se le podría ocurrir comentar con alguien el magnífico negocio que él y el viejo Bernie Rhodenbarr habían hecho con Crystal.

Así pues, ¿por qué decidí entrar a robar en el apartamento de Crystal el día que un desconocido acabó con su vida?

Supongo que por avaricia, y tal vez también por orgullo. El apartamento del parque Gramercy me pareció un lugar accesible, sin demasiados riesgos ni demasiados equipos de seguridad que sortear. Hay un sinfín de apartamentos en los que es facilísimo entrar, pero en los que lo único que vale la pena llevarse es un aparato de televisión en color. La casa de Crystal Sheldrake era un objetivo de primer orden; la única desventaja era que Craig sabría quién había sido el autor del robo. Sin embargo, pensando en la precariedad de mi cuenta bancaria, acabé por convencerme de que dicha objeción en realidad no existía.

De repente me invadió una oleada de orgullo. Craig había hablado larga y tendidamente de lo estupendo y arriesgado que debía de ser el oficio de ladrón y, aunque quizá lo había hecho para convencerme, aun así surtió efecto. Lo cierto es que mi trabajo realmente es excitante, arriesgado y todo lo demás. Por eso me resulta tan difícil dejar de visitar los hogares de los demás, aparte de porque el único trabajo para el que estoy más o menos cualificado es el de falsificar placas de matrícula, y para practicarlo hay que estar entre rejas.

Poco después se me ocurrió una idea: podría haber sabido desde el principio que iba a cometer ese robo; podría haberme mostrado poco dispuesto a hacerlo para que el dentista más grande del mundo no me pidiera demasiado en concepto de comisión. Creo que entonces no fui consciente de ello, pero, consciente o no, funcionó bastante bien. No sé cuánto me habría pedido Craig, pero a mí me pareció que lo más justo habría sido un cinco por ciento, teniendo en cuenta que él, sentado en casa delante del televisor, no correría riesgo alguno. De todos modos, Craig era un aficionado, y los aficionados raras veces poseen sentido de la proporción en asuntos como este y, por tanto, podría haberme pedido tranquilamente la mitad.

En fin, cuando bajó hasta el veinte por ciento, reprimí la curiosidad de saber hasta cuánto habría estado dispuesto a bajar —lo que a él le interesaba era que Crystal se quedara sin las joyas—. Me rendí y le dije que haría ese sucio trabajo.

—¡Fantástico! —exclamó—. No te arrepentirás, Bern.

Me quedé quieto en la silla. Craig salió de la sala, como si dudara de lavarse las manos antes de atender al próximo paciente. Luego entró Jillian. Me recliné de nuevo en la silla y Jillian procedió a la limpieza bucal.

No habló demasiado, lo cual me pareció magnífico. No es que tuviera nada contra ella, sino que necesitaba un descanso auditivo y, además, tenía cosas en que pensar. Mis pensamientos se centraron en el apartamento de Crystal Sheldrake y la manera de entrar allí. Todavía dudaba de la decisión que acababa de tomar, así que me debatí conmigo mismo hasta que me convencí de que ese robo era pan comido.

Después de meditar sobre esto, pensé en la joven enfermera. No entiendo por qué a uno le vienen fantasías censurables cuando tiene a una enfermera delante. Quizá sea por el uniforme. Enfermeras, azafatas, acomodadoras y monjas encienden la libido de cualquier hombre.

Jillian era una chica delgada, con el pelo liso de color castaño. Pensé que su cutis respondía al habitual de las islas Británicas —porcelana blanca con destellos rojos—. Sus manos, a diferencia de las de su jefe, eran pequeñas, con los dedos perfilados.

Solía tener la costumbre de apoyarse ligeramente contra el cliente mientras trabajaba. No podía quejarme. Para ser sincero, me gustaba.

Así que la limpieza se me pasó en un santiamén. Cuando terminó, me pasé la lengua por los dientes y saboreé ese tacto tan peculiar que les queda cuando están recién limpios y que sólo dura unas horas. Después intercambiamos un par de bromas y me explicó, por enésima vez, la manera correcta de cepillarme los dientes —cada profesional te enseña un método distinto, y todos aseguran que es la única manera posible de hacerlo—. Finalmente dijo:

—Siempre es agradable verle, señor Rhodenbarr.

—Lo mismo digo, Jillian.

—Me satisface saber que va a ayudar a Craig a recuperar las joyas.

—Sí…

Supongo que podría haberme lanzado en paracaídas en ese mismo instante. Era el momento más propicio, el avión todavía estaba en el aire y yo llevaba puesto el paracaídas.

No estaba contento. Mi dentista no había tardado ni cinco minutos en irse de la lengua. Presumiblemente, Jillian era su confidente y supongo que la mayoría de secretos se los contaba en posición horizontal. Ya había barajado antes esta hipótesis, a tenor del evidente atractivo de la chica y de la histórica predilección de Craig por embaucar a sus ayudantes.

En cuanto a mí, me parecía muy mal que alguien estuviera enterado de los planes de un ladrón, y en caso de ser dos las personas enteradas, mucho peor. No importaba que esas dos personas fueran amantes. Quizá incluso era peor, pues si por casualidad discutían, uno de ellos, resentido, podía dedicarse a contar a todo el mundo los secretos del otro.

Decidí hablar con Craig para convencerle de que, por el bien de todos, lo mejor que podía hacer era inyectarse una dosis de novocaína en el pico. Me pidió disculpas y prometió mantener la boca cerrada a partir de entonces; me di por satisfecho con su respuesta. Ya no tendría que tirarme con paracaídas…

Orgullo y avaricia…

Eso ocurrió un jueves. Pasé el fin de semana en Hamptons, navegando. Tomé un rato el sol, unas copas en el bar y por la noche dormí en un motel llamado Huntting Inn. Compartí la opinión del resto de los huéspedes respecto a la tranquilidad que se respiraba en la zona, y me sorprendió gratamente descubrir a unas cuantas mujeres hospedadas allí que estaban de muy buen ver. Cuando regresé a Manhattan, el extracto bancario me indicó que había gastado por encima de mis posibilidades, así que me alegré de haber decidido asaltar la residencia Sheldrake. No es que me muriera de ganas por hacerlo, pero por lo menos tenía una razón de peso.

Pasé el martes y el miércoles estudiando la situación. El miércoles por la noche llamé a Craig a su apartamento de la calle Sesenta y tres para que me informara de más detalles sobre la rutina de Crystal.

Le dije que el sábado por la noche me parecía el mejor momento para actuar.

No tenía intención de esperar hasta el sábado. Fue al día siguiente, jueves, cuando mantuve la conversación con la señora Henrietta Tyler y asalté el apartamento de Crystal. Sí, también me consumí en su armario y traté de encontrarle el pulso en su muñeca sin vida.