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Por supuesto, el problema derivó de la ley de Parkinson. Una persona, ya sea un burócrata o un ladrón, suele invertir en su trabajo todo el tiempo del que dispone. Dado que yo sabía que Crystal Sheldrake no regresaría al apartamento como mínimo hasta la medianoche, dediqué varias horas a despojarla de sus posesiones. Siempre he sabido que los ladrones deben seguir la vieja filosofía del playboy, es decir, «meter y sacar», pero hay que matizar algo sobre el hecho de aprovechar al máximo el tiempo disponible. Si se trabaja con prisas, se corre el riesgo de dejar pruebas incriminatorias. Además, es un placer revolver las cosas ajenas, participar de manera vicaria —e incluso neurótica— de la vida de otra persona. Admito que lo que más me atrae de mi profesión es el placer que comporta esa emoción.

Por eso me lo tomé con calma. Podría haber revuelto el pied-à-terre de Sheldrake en veinte eficientes minutos si me lo hubiese propuesto, pero no lo hice.

Cuando conseguí abrir la segunda cerradura eran las 7.57 —por casualidad miré el reloj antes de entrar—. A las 9.14 cerré el maletín. Tras cogerlo, comprobé satisfecho que su peso había aumentado considerablemente.

Luego volví a dejarlo en el suelo y empecé a revolver, ya más sosegadamente, otros cajones. No creo que buscara algo en concreto. Alguien más inexperto que yo habría dicho que buscaba ciertas vibraciones. Tal vez fuera cierto, aunque no habría osado confesarlo a nadie. En realidad, creo que lo más probable es que intentara prolongar el estado de felicidad en que me hallaba sumido por estar donde se suponía que no debía estar y donde nadie sabía que estaba. Ni siquiera Craig lo sabía, le había dicho que lo haría un par de días después, pero hacía una tarde tan agradable y la noche era tan propicia para entrar…

Estaba en el dormitorio examinando un retrato al pastel de una joven elegantemente peinada y vestida, con una esmeralda en el cuello que parecía mucho más valiosa que todo lo que había robado a Crystal Sheldrake. La pintura sería de principios del siglo XIX y la joven tenía un aspecto afrancesado. Había algo en su expresión que me atrajo. Pensé que debía de haberse llevado tantos desengaños a lo largo de la vida, especialmente con los hombres, que había llegado a asumirlo. Quise transmitirle con la mirada que yo podría hacerla feliz, pero su expresión inalterable pareció responder que estaba segura de que sería inútil. Pensé que muy probablemente tendría razón.

Afortunadamente la puerta tenía dos cerraduras y las había cerrado al entrar —habría podido echar el cerrojo para que nadie entrara desde fuera, pero hace tiempo que dejé de utilizar esa práctica cuando comprendí que gracias a ello los ciudadanos sabían cuándo había un ladrón en su casa, acudiendo directamente a la comisaría—. Me quedé perplejo, el corazón se me subió a la garganta y empecé a sudar. Alguien abrió la primera cerradura y dirigió una frase casi inaudible a otra persona, o quizá a nadie en particular; luego abrió la segunda cerradura, yo salí de mi estupor y me moví.

En la habitación había una ventana, lo cual no es extraño, pero el problema fue que en la parte exterior había instalado el dichoso aparato del aire acondicionado, así que era imposible huir por allí con rapidez. Había otra ventana, pero algún aguafiestas había colocado rejas con objeto de evitar que un ladrón despreciable entrara por allí. Por supuesto, esas rejas también evitaban que los ladrones despreciables salieran de la casa, aunque muy probablemente quien las colocó no tuvo en cuenta este detalle.

Tras desechar las ventanas, me fijé en la cama y pensé en esconderme debajo. El espacio que quedaba entre el somier y la alfombra era demasiado estrecho. Aunque habría cabido, sin duda hubiese estado muy incómodo. Además, esconderse debajo de una cama es algo realmente indigno, aparte de que es un truco poco original.

Sé que esconderse en el armario de un dormitorio también está muy visto, pero por lo menos es un sitio más confortable. Mientras alguien abría la segunda cerradura Rabson, corrí a meterme en el armario. Ya lo había abierto antes y sabía que había vestidos y sombrereras a cuadros. La llave estaba puesta en la cerradura, esperando a que yo la girara. No entiendo por qué la gente no suele esconder las llaves de los armarios, supongo que en ese caso sería una lata tener que ir a buscarla cada vez que uno quiere cambiarse los zapatos, además, cerrar el armario con llave, aun dejándola puesta en la cerradura, proporciona una suerte de seguridad emocional. La primera vez que registré el armario no cogí nada. Si Crystal tenía abrigos de pieles, los guardaba en otro sitio; de todos modos, no me gusta robar abrigos de pieles.

El caso es que no me molesté en cerrar la puerta del armario con llave, así que no tuve que perder tiempo abriéndola. Me metí dentro y cerré la puerta. Me acurruqué entre un montón de vestidos perfumados, tratando de ocultarme. Respiré hondo y en ese momento oí que la puerta se abría y entraban dos personas hablando.

No pude escuchar la conversación, pero se trataba de un hombre y una mujer. Por tanto, Crystal Sheldrake había vuelto con sus vaqueros color trigo y su blusa de cachemira. No tenía idea de quién podía ser el hombre, pero pensé que sabía lo que hacía, pues se la había ligado en muy poco tiempo. Tal vez estuviera casado, lo cual explicaría sus prisas y el motivo por el que habían venido al apartamento de Crystal.

Se sirvieron una copa. En el armario olí a Arpège y Shalimar mezclados con sudor y añoré los dos martinis que había rechazado antes de cenar. Jamás bebo antes de trabajar porque podría mermar mis reflejos. Empecé a pensar en esa norma y en mis reflejos, y me sentí bastante más estúpido de lo normal.

No me había tomado los martinis ni tampoco había cenado porque preferí posponer ese placer para cuando pudiera celebrar mi éxito. Había pensado en cenar en un tugurio de la calle Cornelia. De primero sopa de espárragos fría, luego mollejas con setas y una ensalada de espinacas y gajos de naranja, y tal vez media botella de un buen vino blanco para acompañar las mollejas. Finalmente tomaría café y, por supuesto, una copa de coñac. Prescindiría de los postres, pues hay que cuidar la línea, aunque no sea uno de esos obsesos que corren por el parque Gramercy. Así pues, nada de postres, aunque sí tal vez una segunda copa de coñac como recompensa por haber hecho un buen trabajo.

Oí el ruido de cubitos de hielo procedente de la sala de estar. Pusieron la radio o un disco. Parecían cada vez más animados.

Mis pensamientos se volvieron inexorablemente hacia el alcohol. Pensé en los martinis, fríos como el Klondike, en una botella de ginebra Tanqueray, transparente como el cristal, y en un vermut Noilly Prat con una corteza de limón flotando y el vaso perfectamente helado. Luego pasé al vino y me pregunté si el vino blanco sería el más idóneo para mi cena.

—Maravillosa, una tarde maravillosa… —voceó la mujer—. Pero ¿sabes una cosa, cariño? Tengo un poco de calor.

Aquel comentario me pareció inaudito, pues en el apartamento había dos aparatos de aire acondicionado: uno en el dormitorio y el otro en la sala de estar, ambos conectados. Aunque los guantes de goma me hacen sudar las manos, no tenía calor… al menos hasta que me metí en el armario.

El aire acondicionado del dormitorio no surtía efecto alguno en el aire del armario que, por cierto, no era nada «acondicionado». Me sudaban las manos, así que me quité los guantes y los metí en el bolsillo. En ese momento, lo último que me preocupaba eran las huellas dactilares. Al principio, sentí una especie de sofoco y luego una desagradable sensación de claustrofobia.

Respiré hondo. Pensé que con un poco de suerte quizá lograría escapar. Tal vez Crystal y su amiguito estarían lo bastante acaramelados para no percatarse de que se habían llevado las joyas. Tal vez harían lo que fuera que habían venido a hacer y, a continuación, se largarían o entrarían en coma, y así yo podría salir del armario y poner pies en polvorosa con mi botín. ¡El botín…!

Había dejado el maletín de ante en el dormitorio, justo enfrente del armario, apoyado contra la pared debajo del retrato de la mademoiselle desengañada. Así pues, aunque Crystal no se percatara de la ausencia de sus joyas, lo más probable era que reparara en la presencia del maletín, lo cual le indicaría no sólo que habían robado en el piso, sino que el ladrón había tenido que interrumpir su trabajo. Crystal llamaría de inmediato al 911 y la escena del crimen se llenaría de policías, de entre los cuales sin duda habría uno lo bastante listo para mirar en el armario y yo, Bernard Grimes Rhodenbarr, estaría completamente jodido y, al cabo de unos minutos, de camino a la comisaría.

—Algo más confortable… —dijo la mujer.

Entendí a qué se refería porque estaban de camino al dormitorio, lo cual me dejó petrificado. Cuando llegaron, hicieron lo que habían venido a hacer, y no estoy dispuesto a entrar en detalles…

En realidad, no les presté la menor atención. Dejé que mi mente regresara al tema de qué vino combinaría mejor con las mollejas. Rechacé la opción de un blanco francés, me resultó más apetecible un blanco alemán. Un Rin no estaría nada mal, pero después de pensarlo dos veces decidí que un Mosela tendría un poco más de autoridad. Pensé en el Piesporter Goldtröpfchen que había probado hacía tiempo, una botella que compartí con una mujer con la que, al final, fue lo único que compartí. Sin duda sería el mejor vino para las mollejas, pues ese plato no exigía un vino seco, sino un poco dulce, afrutado…

Me acordé luego de un Ockfener Bockstein Kabinett del año 75, con un aroma parecido a una manzana Granny Smith y ligeramente especiado. No tenía ninguna garantía de que el restaurante que había escogido tuviera ese vino, pero tampoco tenía garantía alguna de que pudiera cenar allí; así que lo mejor era dar rienda suelta a la imaginación. ¿Por qué demonios se me había ocurrido tomar sólo media botella? De un vino exquisito hay que beber la botella entera.

Completé mi cena imaginando cuál sería la verdura du jour. Pensé en un poco de coliflor con queso holandés y mantequilla encima. Si no había coliflor, sería calabacín medio crudo con salsa de tomate y albahaca, gratinado con queso parmesano.

Finalmente volví a la copa de coñac. Me convencí de que tendría que ser un buen coñac. Medité sobre los buenos coñacs que a lo largo de la vida había tomado y sobre las circunstancias, mucho más confortables que la presente, en que los había saboreado.

Pensé que una copa me ayudaría. Me dije que un ladrón bien equipado debería llevar consigo una petaca, o quizá un termo, para que el martini se mantuviera siempre frío.

Todo tiene su fin. El coito de Crystal Sheldrake y su amigo, que a mí me pareció eterno, duró exactamente veintitrés minutos. No sé exactamente a qué hora Crystal abrió la puerta, pues tenía cosas más urgentes en que pensar, pero consulté el reloj al cabo de unos minutos y eran las 9.38. Volví a consultarlo cuando entraron en el dormitorio y eran las 10.02. Cuando terminaron, en mi reloj eran las 10.25.

Se produjo un silencio y luego las habituales frases «has estado magnífica…», «eres sensacional…», «tenemos que repetirlo más a menudo…», para evitar manifestar sus sentimientos. Luego el hombre añadió:

—¡Dios, es muy tarde! Ya son las diez y media. Será mejor que me marche.

—Te vas a casa con… ¿cómo se llama?

—No me digas que ya no te acuerdas de su nombre.

—Prefiero olvidarlo. Cariño, a veces consigo olvidar que existe.

—¿Estás celosa?

—Por supuesto. ¿Acaso te sorprende?

—Vamos, Crystal, no me engañes; no puedes estar celosa.

—¿Ah, no?

—Pues no.

—¿Crees que estoy fingiendo? En fin, quizá tengas razón, no lo sé. Llevas la corbata torcida.

—Gracias.

La conversación continuó en ese tono durante un rato, es decir, versando sobre nimiedades de escaso interés para mí. Me costó concentrarme en lo que decían, no sólo porque era más aburrido que una película sueca, sino porque estaba esperando el momento en que uno de los dos pisara el maletín y se preguntara qué demonios hacía allí. Pero no sucedió. Siguieron hablando hasta que ella lo acompañó a la puerta, luego la cerró, creo que con llave.

Me pareció sensato por su parte cerrar la puerta con llave, sobre todo sabiendo que el ladrón todavía estaba en el apartamento, escondido en el interior del ropero.

Se produjo un largo silencio, luego sonó el teléfono dos veces y Crystal descolgó el auricular. No conseguí enterarme de qué hablaba.

De pronto ella exclamó:

—¡Maldito hijo de puta!

No supe si se refería al hombre con quien acababa de acostarse, o a su exmarido. Lo cierto es que no me importaba. Volvió a proferir un exabrupto y luego se oyó un ruido sordo, tal vez había lanzado algo contra la pared. Después la casa volvió a quedar sumida en la calma.

Crystal regresó al dormitorio. Por el ruido de los cubitos en la copa, deduje que había vuelto a llenarla. Sólo pensaba en largarme de allí.

Lo siguiente que escuché fue el ruido de un grifo. Había un lavabo en el pasillo, junto a la sala de estar, y un cuarto de baño completo fuera del dormitorio. Crystal había decidido tomar una ducha, así que era el momento de salir del armario, recoger el maletín y huir del apartamento.

Cuando me disponía a hacerlo, el sonido del agua en la ducha se intensificó. De pronto, oí unos pasos que se acercaban; luego giró la llave y me encerró en el maldito armario.

Fue una casualidad, por supuesto. Quería abrir la puerta y, puesto que la había cerrado antes de salir, asumió que aún lo estaba y por eso giró la llave.

—Qué extraño —dijo.

Luego giró la llave y abrió el armario para descolgar un albornoz verde.

No me atreví ni a respirar. Y no porque temiera ser descubierto, sino porque es imposible hacerlo cuando estás a punto de sufrir un infarto.

Ahí delante estaba Crystal, con un gorro de ducha en la cabeza. Yo la vi a ella, pero ella no me vio a mí, lo cual me pareció fantástico. En un abrir y cerrar de ojos volvió a cerrar la puerta… con llave.

Magnífico. Mi «anfitriona» estaba obsesionada por los armarios. Hay gente que no puede salir de una habitación, aunque sea por cinco minutos, sin apagar las luces. Pues bien, Crystal no podía irse sin cerrar con llave el armario. Oí que volvía al cuarto de baño, que cerraba la puerta y que se metía debajo de la ducha.

Traté de abrir la puerta. Cuando comprobé que no cedía a mis esfuerzos, estuve a punto de echarme a llorar.

Me encontraba en medio de una farsa espectacular.

Acaricié la cerradura con los dedos. Fue un gesto absurdo. Un simple golpe habría derribado la puerta al instante, pero habría hecho demasiado ruido. Así que debía encontrar una manera más sutil para salir de allí; para empezar tenía que quitar de una vez por todas la maldita llave de la cerradura.

Fue bastante fácil. Arranqué una etiqueta de papel de una de las bolsas con que Crystal protegía sus vestidos. Me arrodillé y deslicé el pedazo de papel por debajo de la puerta para que quedara justo debajo de la cerradura. Luego usé una de mis pequeñas ganzúas de acero para remover la cerradura, hasta que conseguí que la llave cayera al suelo.

Tiré suavemente del papel para recuperar la llave que había encima. No es necesario forzar una cerradura cuando tienes la llave al alcance de la mano. Cuando estaba a punto de cogerla, sonó el timbre del interfono.

El maldito trasto sonó tan fuerte que podría haber despertado a medio vecindario. Me quedé perplejo, y recé para que Crystal no lo oyera; naturalmente, mi plegaria fue inútil, pues el timbre volvió a sonar y oí que Crystal cerraba el grifo de la ducha.

Contuve el aliento y seguí tirando del papel. Lo último que quería era que Crystal, de camino a la puerta, reparara en que la llave del armario había caído al suelo. De pronto, abrió la puerta del cuarto de baño y oí sus pasos dirigiéndose hacia la puerta.

No me moví, arrodillado en el suelo como si estuviera rezando. Aunque se percatara de que faltaba la llave, por lo menos no podría abrir el armario, ya que aquella ya estaba en mi poder.

No obstante, salió tan deprisa del cuarto de baño, que cuando pasó por delante del armario no se fijó en nada. Supongo que debió de cubrirse con el albornoz verde. Imaginé que primero respondería por el interfono. Esperé y supongo que ella hizo lo mismo. Luego sonó dos veces el timbre de la puerta y ella abrió.

En aquel momento yo volvía a estar oculto tras los vestidos. Agucé el oído. Oí la voz de Crystal, y me pareció reconocer en ella cierta expresión de pánico, que pude confirmar más tarde.

De pronto, escuché un grito desgarrado, como si alguien hubiese puesto un disco y hubiese levantado bruscamente la aguja. Después se oyó un golpe seco.

Y yo seguía allí, cómodamente encerrado en el armario, como el homosexual más cauto del mundo. Al cabo de un minuto, pensé en usar la llave para abrir la puerta, pero de nuevo oí pasos. Esta vez no se trataba de Crystal.

El desconocido entró en el dormitorio y lo removió todo abriendo cajones y desplazando muebles. También trató de abrir la puerta del armario, pero seguía cerrada con llave. Sin duda aquel tipo no era un experto en abrir cerraduras. Se alejó del armario y me sentí más seguro.

Al cabo de un rato volvió a la sala de estar, abrió la puerta principal y se marchó.

Consulté el reloj. Faltaban unos minutos para las once. Miré la llave que sostenía en la mano, la introduje en la cerradura y le di una vuelta; antes de abrir la puerta vacilé unos segundos, pues imaginé qué iba a encontrar al salir y no tenía prisa en verlo. Por otra parte, estaba harto del maldito armario.

Salí y encontré algo mucho peor de lo que había imaginado: Crystal Sheldrake yacía en el suelo, con una pierna doblada a la altura de la rodilla y el pie debajo de la otra pierna, con el gorro de la ducha todavía puesto y el albornoz abierto, dejando al descubierto su escultural cuerpo.

Tenía un hematoma en la mejilla derecha y un arañazo muy fino que iba desde debajo del ojo izquierdo hasta el mentón.

Para colmo, tenía un instrumento de metal reluciente clavado entre sus voluminosos senos, a la altura del corazón.

Le tomé el pulso. No sé por qué lo hice, pues Dios sabe que estaba más muerta que el Charlestón; pero lo he visto hacer en la televisión y me pareció que era lo más adecuado dada la situación. Repetí la acción varias veces, pues no estaba seguro de hacerlo correctamente, pero al final desistí y lo mandé al diablo.

No me mareé ni nada por el estilo. Me temblaron las rodillas un momento, pero no tardé en recuperarme. Me sentí despreciable porque la muerte es algo despreciable y el asesinato particularmente horrible. Pensé que habría podido hacer algo para evitarlo, pero de haber salido en ayuda de Crystal, me habría autocondenado al instante.

En fin, ella estaba muerta y yo no podía ayudarla, y además era un ladrón. Por supuesto, no quería que me sorprendieran en la escena de un crimen mucho más serio que un robo. Para empezar, debía limpiar las superficies donde había dejado mis huellas dactilares, luego recuperar el maletín y finalmente salir a toda prisa del apartamento.

No fue necesario limpiar la muñeca de Crystal, las huellas no quedan marcadas en la piel. Me limité a limpiar las superficies que había tocado desde que me había quitado los guantes —que, por cierto, volví a ponerme inconscientemente—. Cogí una toalla del cuarto de baño y limpié la parte interior de la puerta del armario, así como el suelo. Después, por precaución, dado que no me acordaba de qué más había tocado, limpié el pomo de la puerta.

Puesto que el asesino había tocado ese pomo, tal vez estuviera borrando sus huellas, aunque no sabía si él también había usado guantes.

En fin, no era asunto mío.

Acabé de limpiar y volví al cuarto de baño para dejar la toalla en su sitio. Regresé al dormitorio y eché un vistazo a la joven desengañada del retrato; le guiñé el ojo y luego busqué mi maletín.

No sirvió de mucho… Quienquiera que hubiese asesinado a Crystal Sheldrake se había llevado consigo las joyas.