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—El parque Gramercy es un oasis en medio de un mar cruel —dijo la señora Henrietta Tyler—, un respiro de las hondas y las flechas contra las cuales ya nos advirtió el poeta. —Se le escapó un suspiro, la clase de suspiro que sigue a la contemplación de un oasis en medio del mar. Añadió—: Joven, no sé qué haría sin este bendito verdor; sencillamente, no sé qué haría.

Ese «bendito verdor» no es más que un parque privado situado en el corazón mismo de la calle 20 Este de Manhattan. Está cercado con una valla de hierro forjado negro, de unos dos metros y medio de altura. La verja, cerrada siempre con llave, impide el acceso a las personas que no tienen el derecho legal a entrar. Sólo aquellos que viven en ciertos edificios situados alrededor del parque y pagan una cuota anual para su mantenimiento tienen la llave que abre la verja de hierro.

La señora Henrietta Tyler, que estaba sentada a mi lado en el banco verde, tenía esa llave. En el cuarto de hora que estuvimos sentados juntos, me dijo su nombre y me contó buena parte de su vida. Si hubiésemos tenido más tiempo, sin duda me habría contado todo cuanto había ocurrido en Nueva York desde el año de su nacimiento, que debió de ser, según mis cálculos, un año o dos después de la derrota de Napoleón en Waterloo. La señora Henrietta era una viejecita encantadora; cubría su cabeza con un pequeño sombrero con velo. Mi abuela también llevaba sombreros pequeños con velo. Ahora ya nadie los usa.

—No hay perros —decía la señora Henrietta—. Estoy encantada de que esté prohibido traer perros al parque. Es el único sitio de la ciudad donde puede pasearse tranquilamente sin tener que andar vigilando dónde pisas. El perro es un animal horrible. Se ensucia por todos lados. En cambio los gatos son mucho más exigentes, ¿no cree? Eso no quiere decir que no me molestara pisar una caca de gato. No entiendo por qué la gente tiene la manía de tener animales en casa. A mí ni siquiera se me ocurriría tener un abrigo de pieles. Debería estar prohibido apartar a esos animales de su hábitat.

Estoy convencido de que la señora Henrietta no le habría hablado así a un desconocido. Pero en el parque Gramercy no hay desconocidos, como tampoco hay perros. Mi presencia en el parque indicaba que yo era una persona decente y respetable que o tenía un buen empleo, o vivía de renta, y que era además uno de «Ellos». Llevaba un traje de estambre tropical a cuadros grises, una camisa azul claro y una corbata a rayas azules; el maletín que tenía a mis pies era un modelo muy estilizado de ante, que debía de haberle costado mucho dinero a su propietario.

En definitiva, debía de parecer un soltero tomándose un respiro en el parque después de una dura jornada de trabajo. Tal vez incluso pareciera que antes me había estado tomando unos martinis y en ese momento disfrutaba del aire fresco de un plácido día de septiembre antes de irme a mi apartamento, por cierto bien amueblado, a calentarme algo en el microondas y beberme un par de cervezas mientras en la tele daban el parte meteorológico.

En fin, señora Henrietta, ese no era el caso.

No había tenido una jornada laboral agotadora, ni tampoco en la oficina se respiraba mal ambiente. Tampoco me había tomado ningún martini, entre otras razones porque cuando voy a trabajar no me permito beber ni un solo trago. Además, no tengo ningún microondas en mi modesto apartamento y hace bastante tiempo que dejé de ver los partes meteorológicos. Mi apartamento está en la zona oeste, a varios kilómetros del parque Gramercy, y no pagué ni un centavo por el maletín de ante; me lo apropié hace unos meses cuando fui, aprovechando que el apartamento estaba vacío, a robar una colección de monedas de un distinguido caballero. Sin duda le había costado mucho dinero, y sólo Dios sabe que contenía un gran número de monedas cuando salí del apartamento.

Ni siquiera tenía la llave del parque. Había entrado gracias a una pequeña ganzúa de acero alemán. Por extraño que parezca, pues la verdad es que ese parque es el sitio ideal para pasar una hora lejos de perros y desconocidos, la cerradura de la verja no tiene ninguna medida de seguridad.

—Esto de correr por el parque… —decía la señora Henrietta—; mire, ahí va uno. ¿Qué le parece?

Levanté la vista. El hombre en cuestión tenía más o menos mi edad, unos treinta y cinco años, aunque era medio calvo. Estaba corriendo o haciendo jogging. No importa.

—Están todo el día igual; en verano y en invierno. Nunca tienen bastante. Los días que hace frío se ponen esos horribles… chándals, creo que así se llaman. En los atardeceres templados como hoy suelen ponerse pantalones cortos de algodón. ¿Cree que eso es sano?

—Si no lo fuera, supongo que la gente no lo practicaría.

La señora Henrietta asintió con la cabeza.

—Pero no puedo creer que sea bueno para la salud —dijo—. Además, debe de ser muy desagradable. Usted no será uno de ellos, ¿verdad?

—Bueno, de vez en cuando me pregunto si me iría bien para la salud; pero cuando lo pienso, me tomo un par de aspirinas y me meto en la cama hasta que olvido el tema.

—Me parece lo más sensato. Este deporte es ridículo, y lo que es ridículo no puede ser bueno para la salud. —Volvió a suspirar—. Por suerte, tienen que practicarlo fuera del parque y no dentro. Tenemos que estar muy agradecidos de ello.

—Como con lo de los perros…

Me miró, y a través del velo vi que le brillaban los ojos.

—Pues sí, es más o menos lo mismo.

A las siete y media la señora Henrietta se quedó ligeramente dormida en el banco y el jogger ya se había marchado. Por suerte, una mujer con el pelo rubio y largo hasta los hombros, que llevaba una blusa de cachemira y unos vaqueros color trigo, había bajado las escaleras de piedra delante del número 17 de Gramercy Park West y, tras consultar el reloj, se había encaminado hacia la esquina de la calle Veintiuno. Al cabo de quince minutos aún no había regresado. A menos que en el edificio vivieran dos mujeres que respondieran a la misma descripción, se trataba de Crystal Sheldrake, la futura exesposa de Craig Sheldrake, el dentista más importante del mundo. Dado que ella había salido del apartamento, iba siendo hora de que yo entrara en él.

Salí del parque —para lo cual no se necesita una llave ni una ganzúa de acero alemán—, crucé la calle, maletín en mano, y subí las escaleras del número 17. El edificio tenía cuatro plantas; era un espécimen ejemplar de la arquitectura del revival griego de principios del siglo XIX. Supongo que por aquel entonces las cuatro plantas estaban ocupadas por una única familia, dejando los bajos para almacén de maletas y periódicos viejos. Pero las cosas cambian, tal y como habría dicho la señora Henrietta, y ahora cada planta constituía un único apartamento. Observé los cuatro timbres del vestíbulo; pasé por alto los de Yalman, Porlock y Leffingwell (cuyos nombres, leídos juntos, suenan a despacho de arquitectos especializados en parques industriales) y pulsé el de Sheldrake. No respondieron. Volví a llamar y finalmente me decidí a entrar. Llevaba una llave. «La muy zorra cambió la cerradura —me había dicho Craig—, pero con la de abajo no lo consiguió porque los vecinos se enfadaron con ella». La llave evitó que perdiera un par de minutos. Me metí la llave en el bolsillo y me dirigí al ascensor. Mientras bajaba, decidí que no quería cruzarme con Yalman ni con Porlock —aunque Leffingwell vivía en la primera planta, pensé que también podía bajar, pues quizá había ido a regar las plantas de su jardín en la terraza—. Crucé el vestíbulo y subí dos tramos de la escalera enmoquetada hasta el apartamento de Crystal Sheldrake. Llamé al timbre, escuché las dos campanadas en el interior y luego golpeé la puerta un par de veces, fingiendo ser un agente de seguros. Después pegué la oreja a la puerta y escuché unos segundos; finalmente puse manos a la obra.

La puerta de Crystal Sheldrake tenía dos cerraduras nuevas de la marca Rabson. Es preciso aclarar que la Rabson es una buena cerradura, pero además una de ellas estaba equipada con un cilindro a prueba de ganzúas. Por supuesto, nada es insuperable para un buen profesional como yo, pero la maldita cerradura me hizo perder unos minutos. Habría tardado más de no ser porque en casa tengo un par de cerraduras iguales, una en la sala de estar, pues así practico con los ojos cerrados mientras escucho música; la otra en la puerta de mi apartamento para disuadir a ladrones menos diligentes que yo.

Entré en el apartamento con los ojos bien abiertos y, antes de cerrar la puerta, ya había echado un vistazo a todo el piso. En el pasado no solía hacerlo, pero desde que en cierta ocasión encontré un cadáver en un apartamento y me fue terriblemente difícil demostrar que no tenía nada que ver con aquella muerte, lo he tomado como una costumbre. La experiencia es algo tan efectivo como un maestro, pues uno tiende a recordar las lecciones que ha recibido.

No vi ningún cadáver. Tampoco había ningún ser vivo, excepto yo. Cerré la puerta con ambas cerraduras, dejé el maletín encima de un canapé de palisandro de estilo Victoriano, me enfundé unos guantes de goma y me puse a trabajar.

El juego al que estaba jugando se llamaba La Búsqueda del Tesoro. «Me gustaría que miraras por todos los rincones», me había dicho Craig, y estaba dispuesto a hacer todo lo posible para satisfacerle. Había bastantes habitaciones: la sala de estar, un comedor, un dormitorio bastante grande, otro más pequeño habilitado como estudio y sala de televisión y una cocina, con numerosas ollas y cazuelas colgadas de las paredes. La cocina fue la habitación que más me gustó. El dormitorio era de oropel y muy virginal; el estudio poco original y la sala de estar un triunfo ecléctico que reflejaba el mal gusto de varias generaciones. Por eso empecé por la cocina, donde encontré seiscientos dólares escondidos dentro de la nevera, más concretamente en el compartimiento de la mantequilla.

Nunca está de más mirar en la nevera. Curiosamente, un gran número de personas guardan dinero en la cocina, y la mayoría lo esconde en la nevera —supongo que así siempre tienen billetes frescos—. Recordando lo que me había dicho Craig, sólo cogí un par de billetes.

—La muy cerda guarda dinero en la nevera. Generalmente tiene un par de billetes en el compartimiento de la mantequilla. Así guarda el pan con la mantequilla.

—Muy lista.

—También solía guardar la marihuana en el bote del té. Si viviera en una casa con césped, seguro que la escondería entre la hierba.

No miré dentro del bote del té, así que no sé qué clase de hierba contenía. Me metí los billetes en la billetera y regresé a la sala de estar para echar un vistazo al escritorio. Había más dinero en el primer cajón de la derecha, tal vez unos doscientos dólares en billetes de cinco, diez y veinte. No era una cantidad suficiente para sentirme excitado, aunque debo confesar que empezaba a estarlo. Siempre me ocurre esto cuando entro furtivamente en propiedad ajena y me agencio lo que no me pertenece. Sé que, moralmente, esto es censurable, e incluso algunos días me molesta sentirme así, pero no tengo remedio. Me llamo Bernie Rhodenbarr, soy un ladrón y me encanta robar. Así de sencillo.

En el instante que me metí el dinero en el bolsillo, ese dinero pasó a ser mío. Examiné los demás cajones del escritorio y, en el del ángulo superior derecho, encontré tres estuches de reloj. El primero estaba vacío; el segundo y el tercero no. En uno había un Omega y en el otro un Patek Phillipe. Cerré los estuches y los metí en el maletín, donde ya me pertenecían.

Crystal Sheldrake vivía sola, aunque a menudo tenía invitados hasta altas horas de la noche; poseía piezas de joyería muy valiosas. Las mujeres guardan las joyas en el dormitorio. Estoy seguro de que lo hacen porque así creen tenerlas a mano cuando se visten, pero en el fondo es porque les encanta dormir rodeadas de oro y diamantes. Se sienten más seguras…

—Solía volverme loco —comentaba Craig—. A veces dejaba las joyas a la vista de todo el mundo. Las pulseras y los collares los guardaba en el cajón de la mesita de noche. La suya era la de la izquierda, aunque supongo que ahora se ha apropiado de ambas, así que míralas bien. Solía rogarle que guardara las joyas en la caja fuerte, pero me contestaba que era demasiada molestia. Nunca me hacía caso.

—Esperemos que siga así…

—No creo. Crystal nunca sigue los consejos.

Cogí el maletín y entré en el dormitorio. Encontré pendientes, anillos, pulseras, collares, broches, medallones y relojes, joyas modernas y antiguas; algunas piezas eran bastante buenas y, a mi juicio, muy valiosas. Los dentistas suelen cobrar en dinero negro, así que lo más normal es que lo gasten en joyas u otros caprichos.

Busqué concienzudamente por todos los rincones. Al parecer, Crystal Sheldrake era una mujer limpia y ordenada, aunque el interior de sus cajones eran la excepción: un sinfín de chucherías y papeles compartían espacio con medias y tarros de maquillaje medio vacíos. Me lo tomé con calma y mi maletín fue llenándose a medida que mis dedos iban hurgando. Disponía de todo el tiempo del mundo. Crystal se había marchado a las siete y cuarto y probablemente no regresaría hasta después de la medianoche, eso si no llegaba antes del amanecer. Según Craig, sus salidas solían incluir un par de copas en cada uno de los bares del vecindario, una cena rápida por el camino y luego unas horas más dedicadas a la bebida seria. Naturalmente, a veces planificaba las noches con antelación, como cuando se citaba para cenar con alguien e iba al teatro. De todos modos, por el aspecto que ofrecía su apartamento aquel día deduje que lo había dejado preparado por si le surgía algún plan interesante. Lo cual significaba que traería a un desconocido al piso o bien se iría al del desconocido; en ambos casos, cuando cruzara el umbral de su casa, ya haría horas que yo me habría largado. Si finalmente iba a casa de él, quizá las joyas estarían peritadas antes de que se diera cuenta de que faltaban. Por el contrario, si traía al tipo a casa y ambos estaban demasiado borrachos para percatarse de que faltaban las joyas y si, además, él se largaba antes de que ella despertara, sin duda esta le atribuiría el robo. En cualquier caso, yo saldría con las manos limpias de aquel asunto y tendría dólares suficientes para vivir holgadamente los próximos ocho o diez meses, incluso después de haber dado su parte a Craig. Por supuesto, nadie sospecharía del verdadero contenido del maletín y, a pesar de que el camino entre las joyas y el dinero en efectivo es largo y sinuoso, al hijo de la señora Rhodenbarr le iban bastante bien las cosas. Recuerdo que pensé en ello. No obstante, no sé cómo explicar lo cómodo que me sentí cuando, al cabo de un rato, Crystal Sheldrake me encerró en el armario.