Me quedé dormido después de que sonara el despertador. El primer vistazo al reloj (eran casi las nueve) me hizo saltar de la cama de un brinco, con el corazón a mil por hora. No recordaba la última vez que se me habían pegado las sábanas, por muy cansado que estuviera; me he entrenado para estar despierto y sentado al primer tono. Me vestí en un abrir y cerrar de ojos y salí sin ducharme, afeitarme ni desayunar. El sueño, o lo que fuera, se me había clavado en un recoveco de la mente y escarbaba en ella, como si algo terrible estuviera sucediendo justo fuera de mi vista. Cuando el tráfico me retrasó, pues llovía a cántaros, tuve que reprimir el impulso de abandonar mi coche donde estaba y hacer el resto del trayecto corriendo. La carrera desde el estacionamiento hasta la comisaría me dejó chorreando.
Quigley estaba en el primer descansillo, desparramado a lo largo de una barandilla, vestido con una espantosa chaqueta de cuadros y haciendo crujir un sobre de papel marrón de pruebas entre los dedos. En un sábado normal, debería haber estado a salvo de Quigley, pues no estaba trabajando en ningún caso importantísimo que requiriera su atención las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Sin embargo, siempre va atrasado con el papeleo, y probablemente había ido a la comisaría para intentar presionar a uno de mis refuerzos para que lo hiciera por él.
—Detective Kennedy —me saludó—. ¿Podríamos hablar un momentito?
Había estado esperándome: debería habérmelo tomado como la primera advertencia.
—Tengo prisa —respondí.
—Le estoy haciendo un favor, detective. No le queda otra alternativa.
El eco envió su voz en una espiral ascendente por el hueco de la escalera, pese a que intentaba mantener el volumen bajo. Aquel tono pegajoso y confidencial debería haber sido mi segunda advertencia, pero estaba empapado, iba con prisa y en aquel momento tenía asuntos más importantes que atender. Estuve a punto de continuar andando, pero el sobre de pruebas me detuvo. Era uno de los pequeños, del tamaño de la palma de mi mano; no veía la ventanilla, así que podría haber contenido cualquier cosa. Si Quigley se había hecho con algo relacionado con el caso y si yo no hinchaba su escuálido ego, se aseguraría de que un problema de archivo impidiera que esa prueba llegara a mis manos en varias semanas.
—Dispara —lo alenté, con un hombro apuntando hacia el siguiente tramo de escaleras, para darle a entender que aquella conversación iba a ser breve.
—Buena elección, detective. ¿Por casualidad conoces a una jovencita de entre veinticinco y treinta y cinco años, un metro sesenta y cinco aproximadamente, muy delgada y con una media melena oscura? Me atrevería a decir que es muy atractiva, si te van un poco las desaliñadas.
Por un instante pensé que tendría que agarrarme a la barandilla. La pulla de Quigley me resbaló; lo único en que podía pensar era en una mujer desconocida con mi número de teléfono memorizado en su móvil y un anillo desprendido de su dedo ahora guardado en una bolsa de pruebas para su identificación.
—¿Qué le ha pasado?
—Entonces ¿la conoces?
—Sí. La conozco. ¿Qué ha pasado?
Quigley alargó la espera, arqueando las cejas en un intento por mostrarse enigmático, justo hasta el momento previo en que lo hubiera aplastado contra la pared.
—Ha entrado aquí tan campante a primera hora de la mañana. Quería ver a Mikey Kennedy de inmediato, si me permites que te llame así, y no aceptaba un no por respuesta. «Mikey», ¿de verdad? Habría jurado que te gustaban más limpias, más respetables, pero sobre gustos no hay nada escrito.
Me sonrió. Yo era incapaz responder. El alivio parecía haberme devorado por dentro.
—Bernadette la informó de que no habías llegado y le dijo que podía sentarse a esperarte, pero a la Pequeña Miss Urgencias eso no le bastó. No dejaba de incordiar y alzar la voz, y ha armado un jaleo de mucho cuidado. Entiendo que a algunos les gusten las mujeres escandalosas, pero esto es un edificio policial, no una discoteca.
—¿Dónde está? —pregunté.
—Tus novias no son responsabilidad mía, detective Kennedy. Yo estaba entrando cuando he presenciado el follón. Pensé que podía ayudarte mostrándole a esa jovencita que no puede entrar aquí como si fuera la reina de Saba y exigiendo esto, aquello y lo de más allá. Así que le hice saber que era amigo tuyo y que podía explicarme cualquier cosa que quisiera decirte.
Metí las manos en los bolsillos del abrigo para ocultar mis puños apretados.
—Te refieres a que la presionaste para que hablara contigo.
Los labios de Quigley se desdibujaron.
—Abstente de adoptar ese tono conmigo, detective. Yo no la presioné en absoluto. Lo que hice fue meterla en una sala de interrogatorios y mantener una pequeña charla con ella. Tardé un rato en convencerla, pero al final se dio cuenta de que siempre es mejor acatar las órdenes de un guardia.
—La amenazaste con arrestarla —aventuré, sin alzar la voz.
La idea de estar encerrada debió de despertar un miedo cerval en Dina; casi pude oír el parloteo desatado que surgía en el interior de su cabeza. Mantuve los puños en los bolsillos, concentrado en el pensamiento de archivar cada una de las quejas en el culo fofo de Quigley. Me importaba un comino que tuviera al inspector jefe de su parte y yo acabara investigando casos de robo de ganado ovino en Leitrim el resto de mi vida, siempre que hundiera a aquel saco de mierda de Quigley conmigo.
—Estaba en posesión de una propiedad privada de la policía; de una propiedad robada, además —comentó Quigley con pretendida integridad—. No podía pasarlo por alto, ¿no crees? Si se negaba a entregármela, era mi deber arrestarla.
—¿De qué estás hablando? ¿A qué propiedad privada de la policía te refieres?
Intenté pensar en qué podía haberme llevado a casa: un archivo, una fotografía, algo que no hubiera echado en falta hasta entonces. Quigley me dedicó una sonrisita nauseabunda y sostuvo en alto el sobre con la prueba.
Lo incliné hacia la débil luz perlada que entraba por la ventana del descansillo, pero él no lo soltó. Por un instante no entendí qué veía. Era una uña de mujer, con la manicura perfecta, pintada de un tono beis rosado y pálido. Se la habían arrancado de cuajo. Una brizna de lana de color rosa había quedado prendida en una astilla.
Quigley decía algo, en algún lugar, pero yo ya no lo escuchaba. El aire se había tornado denso y salvaje y me aporreaba el cráneo, farfullando atropelladamente con mil voces sin sentido. Necesitaba desviar la mirada, derribar a Quigley y salir corriendo. Pero no podía moverme. Era como si me hubiesen clavado dos alfileres en los ojos para mantenérmelos abiertos.
La caligrafía de la etiqueta de la bolsa de pruebas me era familiar, firme e inclinada hacia la derecha, no los garabatos de semianalfabeto de Quigley. «Lugar de recogida: salón de la residencia de Conor Brennan…». Aire frío, olor a manzanas, el rostro demacrado de Richie.
Cuando pude volver a oírle, Quigley seguía perorando. El hueco de la escalera convertía su voz en un sonido sibilante e incorpóreo.
—Al principio pensé: «Caramba, ¿quién lo habría dicho? El gran Scorcher Kennedy descuidando un sobre con pruebas para que su amiguita lo coja de camino a la puerta…». —Soltó una risita. Casi pude notarla chorreándome por la cara como la grasa—. Pero luego, mientras estaba aquí esperándote para recibirte con todos los honores, le he echado un vistazo al expediente de tu caso. Jamás me entrometería, pero supongo que entiendes que necesitaba saber dónde encajaba esto para poder decidir cómo proceder correctamente. Y resulta que me he percatado de un detalle muy interesante: la caligrafía del sobre no es tuya (después de tantos años en el cuerpo, conozco tu letra), pero aparece profusamente en el archivo. —Quigley se dio unos golpes en la sien—. No me llaman detective por nada, ¿no es cierto?
Me habría gustado estrujar el sobre en la mano hasta convertirlo en polvo y hacerlo desaparecer, hasta que su imagen se borrara de mi mente.
—Sabía que el joven Curran y tú erais uña y carne —continuó Quigley—, pero jamás pensé que llegarais a compartir tanto.
Aquella risita de nuevo.
—Así que lo que me preguntaba ahora es: ¿a quién le robó esto esa jovencita? ¿A Curran o a ti?
En algún lugar de mi mente, un engranaje volvía a moverse, preciso y mecánico. Eran los veinticinco años que llevaba dejándome la piel para aprender a controlarme. Mis amigos habían hablado pestes de mí por ello y los novatos ponían los ojos en blanco cuando les daba el sermón. A la mierda con todos. Merecía la pena sólo por no haber perdido los papeles durante aquella conversación en un ventoso descansillo. Cuando las garras de este caso empiezan a escarbarme dentro del cráneo, mi único consuelo es decirme que podría haber sido peor.
Quigley estaba disfrutando de cada segundo, lo sabía.
—No me digas que se te olvidó preguntárselo —me escuché decir, frío como el hielo.
Intuí bien: no había podido resistirse.
—Madre de Dios, menudo drama me ha montado. No quería decirme su nombre ni darme información sobre dónde o cómo se había hecho con esto; y cuando intenté presionarla, con suavidad, se puso histérica. No te engaño: se arrancó un mechón de pelo de raíz y me gritó que iba a decirte que se lo había arrancado yo. No es que eso me preocupara, porque cualquier hombre sensato creería antes la palabra de un agente que los desvaríos de una cría, pero esa chica está como un cencerro. Podría haberla retenido hablando con tranquilidad, pero de nada me habría servido: no me fiaba de lo que decía. Te lo digo de verdad: me da igual lo buena que esté, esa tía tendría que llevar puesta una camisa de fuerza.
—¡Lástima que no tuvieras una a mano!
—Te habría hecho un favor, créeme.
En el piso de arriba, la puerta de la sala de la brigada se abrió de par en par. Tres muchachos avanzaron por el pasillo hacia la cantina, maldiciendo con toda suerte de lindezas a un testigo que, de repente, se había quedado amnésico. Quigley y yo apoyamos la espalda contra la pared, cual conspiradores, mientras sus voces se desvanecían.
—Y entonces ¿qué hiciste con ella?
—Le dije que necesitaba controlarse un poco y que era libre de marcharse, y se largó. De camino a la salida, le levantó el dedo a Bernadette. Un encanto.
Con los brazos cruzados y aquella prominente papada, parecía una vieja gorda despotricando sobre la licenciosa juventud moderna. Aquel engranaje gélido y distante en mi interior casi quiso sonreír. Dina había acojonado a Quigley. De vez en cuando, la locura puede resultar útil.
—Es tu novia, ¿no? ¿O sólo un caprichito que te has agenciado? ¿Cuánto crees que habría querido por esto si te hubiera encontrado aquí esta mañana?
Le hice un gesto de advertencia con el dedo.
—Sé amable, amigo. Es una joven encantadora.
—Es una joven que ha tenido la inmensa fortuna de que no la arrestara por hurto. Lo he hecho por ti, como un favor. Creo que me debes una agradable y educada muestra de agradecimiento.
—Parece que ha puesto un poco de salsa a una mañana aburrida. Quizá seas tú quien debería agradecérmelo.
La conversación no discurría por el cauce que Quigley había planeado.
—Bien —dijo, intentando recuperar terreno.
Sostuvo el sobre con la prueba en alto y lo agitó entre sus dedos blanquecinos y grasientos.
—Dime algo, detective. Esta cosa de aquí… ¿La necesitas?
No se había dado cuenta. El alivio se apoderó de mí como una ola. Me sacudí la lluvia de la manga y me encogí de hombros.
—¿Quién sabe? Gracias por quitársela a esa joven y todo eso, pero la verdad es que dudo que sea determinante.
—Pero querrás asegurarte, ¿no? Porque cuando el proceso se ponga en marcha, ya no te servirá de nada.
Alguna que otra vez se nos olvida entregar una prueba. Se supone que no debería ocurrir, pero ocurre: te quitas el traje por la noche y notas un bulto en el bolsillo donde has metido un sobre cuando un testigo te preguntó si podía hablar contigo un momento, o abres el maletero del coche y hay una bolsa que deberías haber entregado la noche antes. Siempre que nadie más haya tenido acceso a tu bolsillo o a las llaves de tu coche, no es el fin del mundo. Pero Dina había estado en posesión de aquella prueba durante horas, o quizá días. Si alguna vez intentáramos presentarla ante un tribunal, cualquier abogado de la defensa alegaría que podría haber hecho cualquier cosa, desde respirar sobre la prueba hasta cambiarla por algo completamente distinto.
Las pruebas no siempre nos llegan inalteradas desde la escena del crimen: los testigos nos las entregan semanas más tarde, yacen en un campo bajo la lluvia durante meses hasta que un perro las olfatea… Trabajamos con lo que tenemos y encontramos modos de desviar los argumentos de la defensa. Pero esto era distinto. Nosotros mismos habíamos contaminado la prueba, y en consecuencia contaminaba todo lo que habíamos tocado. Si intentábamos esgrimirla ante un tribunal, cualquier movimiento que hubiéramos realizado en aquella investigación quedaría en entredicho: podíamos haberla usado como cebo, podíamos haber forzado al acusado o incluso podíamos haber inventado la prueba en nuestro provecho. Habíamos quebrantado las reglas. ¿Por qué iba a creer nadie que había sido la única vez?
Aparté el sobre con un dedo, con desdén; con sólo tocarlo sentí que un escalofrío me recorría la espalda.
—Quizá habría estado bien disponer de ella, por si resultaba necesaria para vincular a nuestro sospechoso con la escena del crimen. Pero tenemos un montón de pruebas adicionales en ese sentido. Creo que sobreviviremos.
Los ojillos afilados de Quigley me escudriñaron el rostro, analizándome.
—En cualquier caso… —dijo al fin.
Quigley intentaba ocultar su enojo: lo había convencido.
—Aunque esto no arruine vuestra investigación, podría haberlo hecho. El jefe se subirá por las paredes cuando sepa que uno de sus mejores equipos ha estado regalando pruebas como golosinas precisamente en este caso. Esos pobres niñitos…
Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua en señal de reproche.
—Te has encariñado del joven Curran, ¿verdad? No te gustaría verlo convertido de nuevo en un uniformado antes incluso de superar el período de prueba. La gran promesa, esa fantástica «relación laboral» que habéis establecido, todo se iría al traste. ¿No sería una lástima?
—Curran es mayorcito. Sabe cuidar de sí mismo.
—Ajá —respondió Quigley con aire de petulancia, señalándome, como si yo hubiera cometido una indiscreción y le hubiera revelado un gran secreto—. ¿Debo entonces achacarle el descuido a Curran?
—Interprétalo como quieras, amigo. Y si te apetece, quédate con la prueba.
—No importa, de verdad. Aunque lo hubiera hecho Curran, el muchacho está sólo en período de prueba; tú eres quien debería estar cuidando de él. Si alguien descubriera esto… ¿no sería del todo inoportuno, ahora que volvías a escalar posiciones?
Quigley se había acercado lo suficiente como para que yo pudiera ver el brillo húmedo de sus labios y el barniz de suciedad y grasa adherido al cuello de su chaqueta.
—Nadie querría que eso sucediera. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo.
Por un momento, pensé que hablaba de dinero. Por un breve instante, una vergonzosa pizca de tiempo, pensé en aceptar el trato. Tengo ahorros, en caso de que algo me sucediera y alguien tuviera que hacerse cargo de Dina; no demasiados, pero los suficientes para cerrarle el pico a Quigley, salvar a Richie, salvarme a mí mismo, enviar el mundo de vuelta a su órbita y permitir que todos continuemos adelante como si nada.
Y entonces lo entendí: era a mí a quien quería, y no había camino de retorno a la seguridad. Quería trabajar conmigo en los casos importantes, ponerse las medallas por lo que yo descubriera y descargar en mí el peso de los casos perdidos; quería deleitarse mientras yo loaba su actuación ante O’Kelly, advertirme con un significativo arqueo de cejas cuando algo no fuera lo bastante bueno, empaparse de la imagen de Scorcher Kennedy y servirse de ella a su merced. No habría fin.
Quiero creer que no fue esa la razón por la que rechacé la oferta de Quigley. Conozco a muchas personas que darían por supuesto que fue así de simple, que mi ego no me permitía pasar el resto de mi carrera acudiendo como un perro a su silbido y asegurándome de servirle el café a su gusto. Aún rezo por creer que me negué porque era lo correcto.
—No llegaría a un acuerdo contigo ni aunque me ataras una bomba al pecho —le espeté.
Mis palabras hicieron que Quigley retrocediera un paso, lejos de mi vista, pero no estaba dispuesto a tirar la toalla tan fácilmente. Tenía su premio tan cerca que casi babeaba.
—No digas nada de lo que puedas arrepentirte, detective Kennedy. Nadie tiene que saber dónde estaba esto anoche. Seguro que puedes arreglártelas con tu jovencita; no dirá una palabra. Ni tampoco Curran, si tiene algo de sentido común. Este sobre puede ir derechito a la sala de pruebas, como si nada de esto hubiera ocurrido.
Agitó el sobre y oí el áspero roce de la uña contra el papel.
—Será nuestro pequeño secreto. Piénsatelo bien antes de faltarme al respeto.
—No hay nada que pensar.
Al cabo de un momento, Quigley se recostó sobre la barandilla.
—Te voy a explicar algo sin pedirte nada a cambio, Kennedy —anunció.
Su tono había cambiado: aquel untuoso revestimiento de falso colegueo había desaparecido.
—Yo sabía que ibas a joder este caso. El martes, en cuanto regresaste de hablar con el comisario, lo supe. Siempre te has creído alguien especial, ¿verdad? Don Perfecto nunca pone un pie fuera de la línea. Y, en cambio, mírate ahora.
De nuevo aquella sonrisita, esta vez rayana en un gruñido impregnado de toda la malicia que ya no se esforzaba en disimular.
—Me encantaría saber una cosa: ¿qué te ha hecho cruzar la línea esta vez? ¿Acaso te habías cansado ya de ser un santo y pensaste que podrías salirte con la tuya pasara lo que pasase, que nadie sospecharía nunca del gran Scorcher Kennedy?
Nada de papeleo, a fin de cuentas, ni la intención de pedirme prestado a uno de mis refuerzos. Quigley había venido a trabajar un sábado por la mañana porque no quería perderse la oportunidad de presenciar cómo me daban la patada.
—Me apetecía hacerte feliz, amigo. Y al parecer lo he conseguido —contesté.
—Siempre me has tomado por un idiota. Venga, riámonos todos de Quigley, el tontainas, el lerdo, seguro que ni siquiera se da cuenta. Pues adelante, explícame una cosa: si tú eres el héroe y yo soy el patán, ¿cómo es que tú estás con el agua al cuello y yo lo vi venir desde el principio?
Se equivocaba. Yo jamás lo había subestimado. Siempre había sabido cuál era su única habilidad: su olfato de hiena, el instinto que lo impulsa a resoplar y salivar delante de sospechosos vacilantes, de testigos asustados, de novatos con piernas temblorosas, de cualquiera que rezume un punto débil o huela a sangre. Pero me había equivocado al creer que eso no me incluía. Todos aquellos años de inacabables y atroces sesiones de terapia, de mantenerme vigilante ante cualquier movimiento, palabra y pensamiento, me habían servido para convencerme de que estaba curado, de que todas las grietas estaban selladas, de que toda la sangre se había limpiado. Sabía que me había labrado el camino hacia la seguridad. Y había creído, sin ningún género de dudas, que eso equivalía a estar a salvo.
En el preciso instante en que pronuncié las palabras «Broken Harbour» delante de O’Kelly, todas las cicatrices descoloridas de mi mente se iluminaron como un faro. Desde aquel momento había caminado sobre las líneas brillantes de esas cicatrices, obediente como un animal de granja, directo hacia este. Había avanzado por aquel caso resplandeciendo como Conor Brennan había resplandecido en aquella calle a oscuras, una señal centelleante para los depredadores y carroñeros de varios kilómetros a la redonda.
—Tú no eres tonto, Quigley —respondí—. Eres un desgraciado. Podría cagarla a todas horas a partir de este preciso instante y hasta que me retire y, aun así, seguiría siendo mejor policía de lo que tú serás jamás. Me avergüenza estar en la misma brigada que tú.
—Entonces estás de suerte. Es posible que no tengas que continuar soportándome por mucho más tiempo. No después de que el comisario vea esto.
—Ahora me encargo yo —dije.
Extendí la mano para agarrar el sobre, pero Quigley lo apartó de mi alcance. Frunció los labios y deliberó mientras balanceaba la prueba, sujeta entre los dedos índice y pulgar.
—No estoy seguro de que pueda darte esto. ¿Cómo sé dónde acabará?
Cuando recuperé el aliento, le respondí:
—Me pones enfermo.
A Quigley se le agrió el rostro, pero vio algo en el mío que le hizo cerrar la boca. Dejó caer el sobre en mi mano como si estuviera infectado.
—Entregaré un informe completo —me dijo— a la mayor brevedad posible.
—Hazlo —repliqué—, pero asegúrate de mantenerte alejado de mi camino.
Me guardé el sobre con la prueba en el bolsillo y dejé a Quigley allí.
Subí a la última planta, me encerré en un cubículo del servicio de hombres y apoyé la frente contra el frío y húmedo plástico de la puerta. Mi mente se había vuelto resbaladiza y traicionera como una capa de hielo invisible en la carretera, no tenía dónde agarrarme; cada pensamiento parecía mandarme a través del agua gélida dando bandazos e intentaba aferrarme a algo sólido, pero no encontraba nada. Cuando por fin dejaron de temblarme las manos, abrí la puerta y bajé a la sala de investigaciones.
La calefacción funcionaba a todo trapo y en la sala se vivía un tremendo ajetreo: los refuerzos respondían las llamadas telefónicas, actualizaban los datos de la pizarra, tomaban café, reían de un chiste verde y mantenían un debate sobre los patrones de las salpicaduras de sangre. Toda aquella energía me mareó. Me abrí camino a través de ella con la sensación de que las piernas podían flaquearme en cualquier momento.
Richie estaba sentado ante su escritorio, con la camisa arremangada, revolviendo entre hojas de informes, sin mirarlas de verdad. Arrojé mi abrigo empapado sobre el respaldo de mi silla, me incliné sobre él y le dije en voz baja:
—Vamos a recoger unos cuantos papeles cada uno y vamos a salir de esta sala fingiendo que tenemos mucha prisa, pero sin hacer aspavientos. Vamos.
Por un segundo, me miró fijamente. Tenía los ojos inyectados en sangre y un aspecto lamentable. Luego asintió, recogió un puñado de informes y se levantó de la silla.
Al final del pasillo de la planta superior hay una sala de interrogatorios que no utilizamos a menos que sea estrictamente necesario. La calefacción no funciona; incluso en pleno verano, en esa sala hace un frío de muerte, como subterráneo, y un fallo en el cableado eléctrico hace que los fluorescentes, que además se queman cada dos semanas, emitan un fulgor crudo que te atraviesa los ojos. Allí nos metimos.
Richie cerró a nuestra espalda. Se quedó de pie junto a la puerta, con un fajo de papeles inservibles colgando olvidado de una mano y una mirada huidiza como la de un camello de barrio. Eso era lo que parecía: un patán malnutrido y encorvado apoyado en una pared llena de grafitis, montando guardia por si aparecía algún yonqui de poca monta en busca de una dosis. Yo había empezado a concebir la idea de que aquel tipo se convirtiera en mi compañero. Su huesudo hombro contra el mío había comenzado a parecerme algo de verdad. La sensación de que por fin había encontrado un buen compañero, un tipo cálido. Ahora, sentía asco por ambos.
Me saqué el sobre con la prueba del bolsillo y lo dejé en la mesa.
Él se mordió los labios, pero no se acobardó ni se sobresaltó. La última brizna de esperanza que me quedaba saltó por los aires: Richie había estado esperando este momento.
El silencio se prolongó hasta el infinito. Probablemente Richie creyera que lo estaba utilizando para presionarlo, tal como haría con un sospechoso. Tuve la sensación de que el aire de la sala se había vuelto quebradizo como el cristal y pensé que, si hablaba, estallaría en un millón de añicos afilados que caerían sobre nuestras cabezas y nos haría fosfatina.
—Una mujer lo ha entregado esta mañana —dije finalmente—. Su descripción encaja con la de mi hermana.
Richie se sobresaltó. Levantó la cabeza y me miró fijamente, con el rostro compungido y olvidándose de respirar.
—Me gustaría saber cómo coño ha podido ponerle las manos encima.
—¿Tu hermana?
—La mujer que viste esperándome ahí fuera el martes por la noche.
—No sabía que fuera tu hermana. No me lo dijiste.
—Y yo no sabía que fuera de tu incumbencia. ¿Cómo ha conseguido esto?
Richie se dejó caer contra la puerta y se pasó una mano por la boca.
—Se presentó en mi casa —dijo sin mirarme—. Anoche.
—¿Cómo sabía dónde vives?
—No lo sé. Ayer regresé dando un paseo a casa porque quería pensar.
Una mirada, rápida, como si le doliera, a la mesa.
—Imagino que debió de esperar en la calle otra vez, ya fuera a mí o a ti. Debió de verme salir y me siguió hasta casa. Hacía cinco minutos que había entrado cuando sonó el timbre.
—¿Y la invitaste a compartir una taza de té y una agradable conversación? ¿Es eso lo que haces normalmente cuando una extraña se presenta en la puerta de tu casa?
—Me preguntó si podía pasar. Estaba helada, vi cómo temblaba. Y no era una completa desconocida. La recordaba del martes por la noche.
Por supuesto que la recordaba. Los hombres, en concreto, no suelen olvidar a Dina con facilidad.
—No quería dejar que una amiga tuya se helara de frío en el umbral de mi casa.
—Eres un santo. ¿Y no se te ocurrió, no sé, llamarme y decirme que estaba allí?
—Claro que se me ocurrió. Iba a hacerlo. Pero ella estaba… no estaba en buena forma, tío. Se me agarró del brazo y no dejó de repetir una y otra vez: «No le digas a Mikey que estoy aquí, no te atrevas a decírselo a Mikey o se va a poner hecho una furia…». Te juro que lo habría hecho si ella me hubiera dado la oportunidad. Incluso cuando iba al baño me pedía que dejara el teléfono con ella… y mis compañeros de piso estaban en el pub, de modo que no podía lanzarles una señal o hacer que uno de ellos le diera conversación y la entretuviera mientras yo te enviaba un mensaje de texto. Al final pensé que no había ningún mal, que al menos pasaría la noche en un lugar seguro y que tú y yo tendríamos ocasión de hablar por la mañana.
—«No había ningún mal» —repetí—. ¿Es así como llamas tú a esto?
Un breve y tortuoso silencio.
—¿Qué quería? —le pregunté.
—Estaba preocupada por ti —contestó Richie.
Solté tal carcajada que ambos nos sobresaltamos.
—¡Claro que sí! ¡Desde luego, puñetera gracia tiene el asunto! Intuyo que a estas alturas conocerás lo suficiente a Dina como para haber detectado que, si hay alguien de quien preocuparse, es de ella. Eres detective, amigo. Eso significa que se supone que debes percatarte de las obviedades. Mi hermana está como una regadera. Le falta por lo menos un tornillo. Podría subirse por las paredes y colgarse de una lámpara de araña como un mono. No me digas que se te pasó por alto.
—A mí no me pareció que estuviera loca. Alterada sí, muchísimo, pero sólo porque estaba preocupada por ti. Preocupada de verdad, frenética.
—A eso es exactamente a lo que me refiero. Eso es estar loco. ¿Preocupada por qué, si puede saberse?
—Por este caso. Por cómo te estaba afectando. Dijo que…
—Lo único que Dina sabe sobre este caso es que existe. Eso es todo. Y sólo eso bastó para que se pusiera histérica.
Nunca le explico a nadie que Dina está loca. Ha habido gente que me ha planteado esa posibilidad en el pasado, ocasionalmente, pero nadie ha cometido dos veces el mismo error.
—¿Quieres saber cómo pasé la noche del martes? Escuchando sus delirios sobre por qué no podía dormir en su piso porque la cortina de la ducha hacía tictac como el péndulo de un reloj. ¿Y quieres saber cómo pasé la tarde del miércoles? Intentando convencerla de que no prendiera fuego a una pila de hojas que había arrancado de mis libros.
Richie se retorció, incómodo, contra la puerta.
—No sabía nada de eso. En mi casa no se comportó de ese modo.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¡Por supuesto que no! Porque sabía que si lo hacía me llamarías en un abrir y cerrar de ojos, y eso no encajaba en sus planes. Está loca, pero no tiene ni un pelo de tonta. Y, cuando le interesa, tiene una fuerza de voluntad asombrosa.
—Me dijo que había pasado las últimas noches en tu casa, hablando contigo, y que el caso te había fundido los plomos. Me… —Alzó la vista hacia mí. Escogía sus palabras con cuidado—. Me dijo que no estabas bien, que siempre te habías portado bien con ella, que siempre habías sido amable con ella, incluso cuando no se lo merecía, eso fue lo que me dijo, pero que te asustaste cuando apareció en tu casa la otra noche y desenfundaste la pistola. Me dijo que se marchó porque le dijiste que lo mejor que podía hacer era suicidarse.
—Y tú la creíste.
—Supuse que estaba exagerando. Pero aun así… no se equivocaba al decir que estás estresado… Me contó que este caso te estaba destrozando, que estaba acabando contigo y que aun así no ibas a renunciar a él.
En medio de todo aquel sombrío embrollo, no atinaba a entender si lo que Dina buscaba era vengarse de mí por algo real o imaginario o si bien había detectado algo que a mí se me había escapado, algo que la había impulsado a aporrear la puerta de Richie como un pajarillo presa del pánico que picotea en una ventana. Y tampoco acertaba a discernir cuál de las dos opciones era peor.
—Me dijo: «Tú eres su compañero, él confía en ti. Tienes que cuidar de él. A mí no me deja hacerlo ni tampoco a su familia, pero quizá a ti sí te deje».
—¿Te acostaste con ella? —pregunté.
Me había esforzado por no preguntarlo. La fracción de segundo después de que Richie abriera la boca me reveló todo cuanto necesitaba saber.
—No te molestes en contestarme —añadí.
—Escucha, tío, escúchame bien: no me dijiste que era tu hermana. Y ella tampoco. Te juro por Dios que si lo hubiera sabido…
Había estado a punto de decírselo. Pero me había contenido porque, que Dios me ampare, pensé que eso me haría vulnerable.
—¿Quién pensabas que era? ¿Mi novia? ¿Mi exmujer? ¿Mi hija? ¿En qué sentido habría mejorado eso la situación?
—Me dijo que era una antigua amiga tuya. Me explicó que os conocíais desde niños, que tu familia y la suya solían alquilar caravanas en Broken Harbour durante el verano. Eso fue lo que me dijo. ¿Por qué iba a pensar que me estaba mintiendo?
—¿Porque está como una puta regadera? Se presenta en tu casa desvariando sobre un caso del que no tiene ni idea y te suelta un rollo acerca de mi supuesta crisis nerviosa. El noventa por ciento de lo que dice son sandeces. ¿Y ni siquiera se te ocurre pensar que el otro diez por ciento puede estar al mismo nivel?
—A mí no me parecieron sandeces. Tenía razón: este caso te ha afectado mucho. Lo pensé prácticamente desde el principio.
Me dolía el alma con cada respiración.
—¡Caramba, eso es enternecedor! Me conmueves. Y pensaste que la respuesta más apropiada era follarte a mi hermana.
Richie tenía aspecto de haber dado felizmente un brazo por zanjar aquella conversación.
—No fue así.
—¿Cómo que no fue así? ¿Me lo explicas? ¿Acaso te drogó? ¿Te esposó a la cama?
—No era mi intención… Y no creo que tampoco fuera la suya.
—¿De verdad pretendes decirme qué piensa mi hermana? ¿Después de sólo una noche?
—¡No! Lo único que digo…
—Porque yo la conozco muchísimo mejor que tú, chaval, y aún no he conseguido encontrar ni una sola pista de lo que le pasa en la cabeza. Creo que es más que posible que se presentara en tu casa con el plan de hacer exactamente lo que hizo. De hecho, estoy al cien por cien convencido de que fue idea suya y no tuya. Eso no significa que tuvieras que seguirle el juego. ¿En qué demonios estabas pensando?
—Te prometo que una cosa llevó a la otra… Temía que este caso te perturbara, comenzó a caminar en círculos alrededor de la sala, llorando… Estaba tan alterada que ni siquiera podía sentarse. Entonces la abracé, sólo para tranquilizarla…
—Y ahí es donde cierras el pico. No necesito que me des los detalles gráficos.
No me hacía falta; veía perfectamente cómo había sucedido todo. Es tan, tan letalmente fácil dejarse arrastrar por la locura de Dina… Al principio piensas que sólo vas a tener que mojarte los dedos de los pies en la orilla para poder agarrarla de la mano y sacarla de allí, y al minuto siguiente estás dando brazadas como un desesperado, debatiéndote por tomar aire.
—Te aseguro que sucedió sin querer.
—La hermana de tu compañero —dije.
De repente me sentí agotado, exhausto y con el estómago revuelto. Algo regurgitaba y me ardía en la garganta. Apoyé la cabeza contra la pared y me presioné los ojos con los dedos.
—La hermana chiflada de tu compañero. ¿Cómo pudo parecerte correcto?
—No me lo parece —contestó Richie con voz queda.
La negritud tras mis dedos era profunda y sosegada. No quería volver a abrir los ojos y ver aquella luz cruda y penetrante.
—Y cuando te has despertado esta mañana —continué—, Dina había desaparecido, y con ella el sobre con la prueba. ¿Dónde lo tenías?
Un momento de silencio.
—Sobre mi mesilla de noche.
—A la vista de cualquiera que pasara por ahí: tus compañeros de piso, un ladrón, un polvo de una noche. Fantástico, chaval.
—Cierro la puerta de mi dormitorio con pestillo y durante el día lo llevaba conmigo, en el bolsillo de la chaqueta.
Todas las discusiones que habíamos mantenido sobre Conor y Pat, animales semirreales y antiguas historias de amor: el postulado de Richie había sido una patraña. Había tenido la respuesta todo el tiempo, tan cerca que yo habría podido alargar la mano y arrebatársela.
—Y te ha salido estupendamente, ¿no es cierto?
—Jamás pensé que se lo llevaría. Ella…
—Lo que pasa es que tú nunca piensas. Y tampoco pensaste cuando ella entró en tu habitación.
—Era tu amiga, o yo creía que lo era. No imaginé que fuera por ahí robando cosas, y mucho menos eso. Estaba muy preocupada por ti, eso era obvio. ¿Por qué querría entonces fastidiarte el caso?
—No, no, no. No te equivoques. No es ella quien ha fastidiado el caso. —Me aparté las manos de la cara. Richie estaba rojo como la grana—. Te birló el sobre porque cambió de idea sobre ti, chaval. Y no es la única. Cuando lo vio, cayó en la cuenta de que quizá no fueras el tipo maravilloso, fiable y de buena fe que ella había imaginado, lo cual significaba que, en realidad, podrías no ser la mejor persona para cuidar de mí. Así que imaginó que la única alternativa que le quedaba era hacerlo ella misma, trayéndome la prueba con la que mi compañero había decidido escapar. Dos por uno: yo recupero mi caso y descubro la verdad acerca de la persona con la que estoy trabajando. A mí me parece que, dejando de lado la locura, algo de razón tenía.
Richie clavó la mirada en sus zapatos y guardó silencio.
—¿Tenías previsto revelarme la existencia de esta prueba en algún momento?
Se enderezó de golpe.
—Claro que sí. Cuando la encontré, al principio, pensé en decírtelo. Por eso la guardé en un sobre y la etiqueté. Si no hubiera previsto decírtelo, la habría arrojado al váter y habría tirado de la cadena.
—Entonces enhorabuena, amiguito. ¿Qué quieres, una medalla?
Señalé con la cabeza el sobre con la prueba. No podía mirarlo; el rabillo de mi ojo parecía haberse tensado con algo vivo e iracundo, un gran insecto que zumbaba contra el delgado papel y el plástico, que luchaba por abrir el sobre y atacarme.
—«Lugar de recogida: salón de la residencia de Conor Brennan». Lo recogiste mientras yo estaba fuera hablando por teléfono con Larry, ¿no es cierto?
Richie se quedó mirando los papeles que tenía en la mano, sin comprender, como si no fuera capaz de recordar qué eran. Abrió la mano y dejó que se esparcieran por el suelo.
—Sí —respondió.
—¿Dónde estaba?
—Debía de estar en la alfombra. Estaba volviendo a colocar las cosas en el sofá y esto colgaba de la manga de un jersey. No estaba allí cuando sacamos la ropa del sofá para revisarla, ¿recuerdas? La examinamos a conciencia, por si encontrábamos alguna mancha de sangre. Debió de engancharse al jersey cuando lo dejamos en el suelo.
—¿De qué color era el jersey? —pregunté.
Yo sabía que, si entre el vestuario de Conor Brennan hubiera habido una prenda de lana rosa, lo recordaría.
—Verde, tirando a caqui.
Y la alfombra era de color crema, con cercos verdes y amarillos. Los muchachos de Larry podían registrar el piso de arriba abajo con lupa en busca de algo que coincidiera con aquel filamento rosa y no encontrar nada. Desde el primer momento en que vi aquella uña, supe con qué encajaba.
—¿Y cómo interpretaste este hallazgo? —quise saber.
Se produjo un silencio. Richie dejó vagar la mirada perdida.
—Detective Curran —insistí.
—La uña, por la forma y el color del esmalte, encaja con las de Jenny Spain —respondió—. La brizna de lana que lleva prendida… —Hizo un gesto espasmódico con la comisura del labio—. Me pareció que encajaba con el bordado de la almohada que asfixió a Emma.
El hilo empapado que Cooper había extraído de la garganta de la niña, mientras sostenía su frágil mandíbula abierta con los dedos índice y pulgar.
—¿Y qué pensaste que podía significar eso?
—Pensé que Jennifer Spain podía ser nuestra asesina —contestó él con voz plana y muy baja.
—Nada de podía ser. Lo es.
Sus hombros se movieron inquietos contra la puerta.
—No es una conclusión definitiva. La lana podría habérsele enganchado de alguna otra manera. Quizá antes, al acostar a Emma…
—A Jenny no se le despeina ni un pelo. ¿Crees que se habría pasado la noche con una uña rota corriendo el riesgo de que se le enganchara por todas partes? ¿Y que se habría acostado sin limársela? ¿Que habría dejado una brizna de lana prendida de su uña durante horas?
—Quizá se la transfiriera Pat. Quizá se le pegara a la camisa del pijama cuando estaba asfixiando a Emma y luego, cuando peleaba con Jenny, a ella se le rompiera la uña y esa brizna de lana quedara prendida de ella…
—Justamente esta fibra, de las miles y miles del pijama de Pat o del de ella, de entre todo lo que había en la cocina. ¿Cuáles son las probabilidades?
—Podría ocurrir. No podemos cargar a Jenny con la culpa de todo. Cooper estaba seguro de que sus heridas no fueron autoinfligidas, ¿recuerdas?
—Eso ya lo sé —dije—. Hablaré con ella.
La idea de tener que lidiar con el mundo que se abría fuera de aquella sala me hizo sentir como si me hubieran golpeado con un bastón detrás de las rodillas. Me senté pesadamente sobre la mesa; ya no me sostenía en pie.
A Richie no se le había escapado: «Hablaré con ella», no «Hablaremos». Abrió la boca, pero volvió a cerrarla, mientras buscaba la pregunta correcta.
—¿Por qué no me lo explicaste? —quise saber.
Oí la nota cruda de dolor en mi voz, pero no me importó.
Richie apartó la mirada. Se arrodilló en el suelo y empezó a recoger los papeles que había dejado caer.
—Porque sabía qué harías después —contestó.
—¿Qué? ¿Arrestar a Jenny? ¿No acusar a Conor de un triple homicidio que no cometió? ¿Qué, Richie? ¿Qué parte te parecía tan horrible como para no permitir que ocurriera?
—Horrible no… Es sólo que… No lo sé, tío. No estoy seguro de que arrestarla sea lo correcto en este caso.
—A eso nos dedicamos. A arrestar a asesinos. Y, si tienes algún problema con la descripción del puesto, búscate otro, maldita sea.
Richie volvió a ponerse en pie súbitamente.
—Por eso, por eso precisamente no te lo dije. Sabía que eso sería lo que dirías. Lo sabía. Contigo, tío, todo es blanco o negro. Nada de preguntas; acatas las normas y te marchas a casa. Yo necesitaba reflexionar sobre el asunto porque sabía que, en el mismísimo momento en que te lo dijera, sería demasiado tarde.
—¡Por supuesto que todo es blanco o negro! Si masacras a tu familia, vas a la cárcel. ¿Dónde diantre ves tú las tonalidades de gris?
—Jenny está viviendo un calvario. Y vivirá cada segundo de su vida con ese mismo dolor. Me angustia sólo pensar en ello. ¿Crees que la cárcel la castigará más de lo que ella misma se castiga? No hay nada que pueda hacer o que nosotros podamos hacer por enmendar lo que hizo, y tampoco considero que sea necesario encerrarla para evitar que vuelva a hacerlo. ¿De qué va a servir condenarla a cadena perpetua?
Yo que había creído que ese era precisamente el don de Richie, su talento especial: persuadir a los testigos y a los sospechosos para que creyeran, por absurdo e imposible que pareciera, que él los contemplaba como seres humanos. Me había impresionado cómo había convencido a los Gogan de que no los consideraba unos simples soplagaitas irritantes, cómo había persuadido a Conor Brennan de que era algo más que otro animal salvaje que necesitáramos sacar de las calles. Debería haberme dado cuenta aquella noche en nuestro escondite, cuando nos convertimos en sólo un par de hombres charlando, debería haberlo sabido entonces y haber intuido el peligro: Richie no fingía, empatizaba de verdad.
—Por eso insistías tanto en culpar a Pat Spain —observé—. Y yo que creía que lo hacías en aras de la verdad y de la justicia… ¡Menudo idiota he sido!
Richie tenía facilidad para sonrojarse.
—No fue así. Al principio creía honestamente que había sido él. Conor no encajaba y no me parecía que hubiera más opciones. Y luego, una vez vi lo que hay en ese sobre, pensé…
Se le apagó la voz.
—La idea de arrestar a Jenny hería tu delicada sensibilidad —alegué—, pero imaginaste que encarcelar a Conor de por vida por un crimen que no había cometido tampoco era una buena idea. ¡Qué detalle por tu parte! Así que decidiste hallar un modo de descargar toda la culpa sobre Pat. De ahí tu magnífica actuación con Conor ayer: ahí es adonde intentabas conducirlo. Y, en efecto, estuvo a punto de morder el anzuelo. Debió de arruinarte el día cuando decidió no hacerlo.
—Pat está muerto, tío. No puede hacerle daño. Ya sé que no quieres que todos piensen que es un asesino, pero recuerda lo que él mismo dijo en ese foro: sólo quería cuidar de Jenny. Si él tuviera la oportunidad, ¿qué crees que escogería? ¿Asumir la vergüenza o meterla entre rejas de por vida? Nos suplicaría que lo convirtiéramos en un asesino, tío. Nos lo suplicaría de rodillas.
—Y eso mismo es lo que intentabas hacer con la bruja de la señora Gogan y con Jenny. Toda esa mierda sobre si Pat perdía los estribos con frecuencia últimamente, si sufría una crisis nerviosa, si temía que pudiera hacerle daño… Lo que pretendías era que Jenny arrojara a Pat bajo las ruedas de un autobús. Pero resulta que una triple asesina tiene más sentido del honor que tú.
Richie enrojeció aún más. No respondió.
—Imaginemos por un segundo que lo hacemos a tu manera. Que arrojamos esa uña a la trituradora, culpamos a Pat, cerramos el expediente y dejamos que Jenny salga tranquilamente del hospital. ¿Qué crees que sucederá después, teniendo en cuenta lo que ocurrió aquella noche? Ella quería a sus hijos y amaba a su esposo. ¿Qué crees que hará en cuanto reúna las fuerzas suficientes?
Richie depositó los informes sobre la mesa, a una distancia prudencial del sobre, e igualó los bordes de la pila.
—Acabará lo que había empezado —contestó.
—Sí —confirmé.
La luz quemaba el aire y convertía aquella sala en una neblina blanca, en una confusión de contornos incandescentes suspendidos en el aire.
—Eso es exactamente lo que hará. Y esta vez no fallará. Si dejamos que salga del hospital, estará muerta en menos de cuarenta y ocho horas.
—Sí. Probablemente.
—¿Y eso sí te parece bien?
Levantó un hombro en un gesto parecido a un encogimiento.
—¿Qué buscas, venganza? Crees que merece morir y que, como en este país no rige la pena de muerte, lo mejor es que se mate ella misma. ¿Es ese tu punto de vista?
Los ojos de Richie buscaron los míos.
—Es lo mejor que podría ocurrirle —sentenció.
Estuve a punto de saltar de mi silla y agarrarlo por el cuello de la camisa.
—No puedes hablar en serio. A Jenny le quedan… ¿Cuántos años? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Y crees que lo mejor que puede hacer con todo ese tiempo es meterse en la bañera y cortarse las venas?
—Sesenta años, sí, quizá. La mitad de ellos en la cárcel.
—Es el mejor lugar para ella. Esa mujer necesita tratamiento. Necesita que la mediquen. No sé qué trastorno mental padece, pero hay médicos que pueden determinarlo. Si la encierran, obtendrá todo eso. Pagará su deuda con la sociedad, le pondrán la cabeza en su sitio y, cuando cumpla su condena, podrá afrontar una nueva vida, la que sea.
Richie sacudía la cabeza de lado a lado, con fuerza.
—No. No lo hará. No lo hará. ¿Te has vuelto loco? No le queda nada. Mató a sus hijos. Apretó la almohada hasta que notó que dejaban de luchar. Apuñaló a su marido y luego se tumbó junto a él mientras se desangraba. Ningún médico del mundo puede solucionar eso. Ya viste el estado en que se encontraba. Está ida, tío. Deja que se marche. Ten algo de piedad.
—¿Quieres hablar de piedad? Jenny Spain no es el único personaje en esta historia. ¿Te acuerdas de Fiona Rafferty? ¿Te acuerdas de la madre de ambas? ¿Sientes algo de piedad por ellas? Piensa en lo que han perdido y luego mírame y dime que merecen perder también a Jenny.
—Ellas no se merecían nada de esto. ¿Crees que les resultará más fácil sobrellevarlo cuando sepan que lo hizo ella? La perderán de todos modos. Así, al menos, el asunto quedaría zanjado de una vez por todas.
—No quedaría zanjado —le rebatí.
Al pronunciar aquellas palabras me quedé sin aliento, como si mi pecho se estuviera plegando como un fuelle.
—Para ellas, esto nunca va a quedar zanjado.
Richie guardó silencio. Se sentó frente a mí y contempló sus dedos mientras alineaba los informes, una y otra vez.
—Su deuda con la sociedad… No entiendo qué significa eso —dijo al cabo de un rato—. Dime el nombre de una sola persona que vaya a vivir mejor si Jenny se pasa veinticinco años en la cárcel.
—Cierra la boca de una puta vez. No te atrevas siquiera a formular esa pregunta —le espeté—. Son los jueces quienes dictan sentencia, no nosotros. Para eso existe todo este puñetero sistema: para impedir que los capullos arrogantes como tú jueguen a ser Dios y dicten sentencias de muerte a su conveniencia. Tienes que atenerte a las putas reglas, entregar las putas pruebas y dejar que el puto sistema haga su trabajo. No eres tú quien debe dejar a Jenny Spain en libertad.
—No se trata de dejarla en libertad. Obligarla a pasar años enfrentándose a ese dolor… Eso es tortura, tío. No está bien.
—Te equivocas. Tú crees que no está bien. No sé por qué, pero lo crees. Quizá porque tienes razón, o quizá porque este caso te rompe el corazón, o quizá porque tú también te sientes culpable o porque Jenny te recuerda a la señorita Kelly que te dio clases cuando tenías cinco años. Por eso precisamente existen las reglas: porque no podemos fiarnos de que nuestra conciencia nos diga qué está bien y qué está mal. No en algo como esto. Si cometes un error, las consecuencias son tremendas, horribles, inconcebibles; por no mentar el hecho de tener que vivir con ellas. Y las reglas dicen que Jenny debe estar en prisión. Todo lo demás es basura.
Richie negaba con la cabeza.
—Sigue estando mal. En este caso, yo confío en mi propio criterio.
Podría haber soltado una carcajada o un aullido.
—¿Ah sí? Pues mira adonde te ha llevado. Regla cero, Richie, la regla que remata todas las reglas: tu mente es una basura. Es una maraña débil, rota y hecha polvo que te defraudará a la mínima ocasión que se le presente. ¿No crees que la mente de mi hermana le decía que estaba haciendo lo correcto cuando te siguió hasta tu casa? ¿No crees que Jenny creía estar haciendo lo correcto el lunes por la noche? Si confías en tu conciencia, la cagarás y la cagarás a lo grande. Todas y cada una de las cosas buenas que he hecho en mi vida han sido precisamente por no confiar en mi mente.
Richie alzó la cabeza para mirarme. Le costó un gran esfuerzo.
—Tu hermana me contó lo de vuestra madre —dijo.
Por un segundo, estuve a punto de propinarle un puñetazo en la cara. Vi que se preparaba para encajarlo, vi la ráfaga de miedo o de esperanza. Para cuando logré abrir el puño y respirar de nuevo, sólo había silencio.
—¿Qué te contó exactamente? —le pregunté.
—Que vuestra madre se ahogó durante el verano de tus quince años. Que estabais en Broken Harbour.
—¿Por casualidad mencionó cómo ocurrió?
Había dejado de mirarme.
—Sí. Me explicó que vuestra madre había entrado en el agua por sí misma. A propósito, sí.
Esperé, pero había concluido.
—Y supusiste que eso significaba que me faltaba un pelo para necesitar una camisa de fuerza, ¿no?
—Yo no…
—No, jovencito, lo pregunto sólo por curiosidad. Adelante, explícamelo: ¿cuál fue la cadena de pensamiento que te condujo a esa conclusión? ¿Creíste que estaría tan aterrorizado por lo sucedido que acercarme a menos de un kilómetro de Broken Harbour podía provocarme un brote psicótico? ¿Imaginaste que la locura es hereditaria y que, de repente, podría sentir la necesidad imperiosa de rasgarme las vestiduras y gritar porque veía hombres-lagarto en los tejados? ¿Te preocupaba acaso que me volara los sesos mientras estaba contigo? Creo que merezco saberlo.
—Jamás he pensado que estuvieras loco. Nunca —respondió Richie—. Pero sí que me preocupaba tu comportamiento con Brennan, me preocupaba incluso antes de… antes de anoche. Te lo dije, ya lo sabes. Pensé que te estabas pasando de la raya.
Me moría de ganas de apartar la silla y ponerme a caminar describiendo círculos por la sala, pero sabía que, si me acercaba un poco más a Richie, le pegaría, y también sabía que eso estaría mal incluso aunque me costara recordar por qué. Me quedé donde estaba.
—De acuerdo. Lo dijiste. Y, una vez hablaste con Dina, imaginaste que entendías el porqué. No sólo eso: imaginaste que tendrías vía libre para andar jugando con las pruebas. Ese incauto, pensaste, ese viejo lunático y quemado jamás lo adivinará por sí solo. Está demasiado ocupado abrazando su almohada y lloriqueando por su mamaíta muerta. ¿Es así, Richie? ¿Me acerco un poco?
—No. Para nada. Pensé…
Richie inspiró rápida y profundamente.
—Pensé que íbamos a ser compañeros durante un largo tiempo. Sé que quizá pienses que quién demonios me creo, pero yo… No sé… Creí que funcionaba. Esperaba que…
Lo miré con tal intensidad que dejó que la frase muriera en el silencio. En su lugar, dijo:
—Como mínimo, esta semana hemos sido compañeros. Y ser compañeros significa que, si tú tienes un problema, yo tengo un problema.
—Eso es adorable, sólo que yo no tengo ningún problema, amiguito. Al menos, no tenía ninguno hasta que tú decidiste hacerte el listillo con una prueba. Mi madre no tiene nada que ver en esto. ¿Lo entiendes? ¿Puedes meterte eso en la cabeza?
Se encogió de hombros.
—Lo único que digo es que… Imaginé que quizá… Entiendo por qué no te gusta la idea de que Jenny acabe su trabajo.
—¡No me gusta la idea de que maten a nadie, maldita sea! No me gusta que la gente se mate ni que la maten. Por eso me dedico a esto. Y te aseguro que no requiere ninguna sesuda explicación psicológica. La parte que suplica un buen psicólogo es aquella en la que tú te has dedicado a estar ahí sentadito afirmando que deberíamos ayudar a Jenny Spain para que se arroje desde un rascacielos.
—Venga, tío, no digas tonterías. Nadie dice que haya que ayudarla. Lo único que digo es que deberíamos… dejar que la naturaleza siga su curso.
En cierto sentido, era un alivio; un alivio pequeño y amargo, pero un alivio al fin y al cabo. Jamás habría sido un buen detective. Si no hubiera sido aquello, si yo no hubiera sido lo bastante estúpido y débil como para ver sólo lo que quería ver y dejar que lo demás se me escapara, antes o después habría pasado cualquier otra cosa.
—A ver si te enteras: ¡yo no soy el puñetero David Attenborough! No me siento en la línea de banda y me dedico a contemplar el curso de la naturaleza. Y si alguna vez me descubro albergando ese pensamiento, seré yo quien se asome al borde de un rascacielos.
Percibí el malévolo destello de asco en mi voz y vi que Richie se estremecía, pero lo único que sentí fue un placer gélido.
—El asesinato es naturaleza. ¿Acaso no te has dado cuenta? Las personas se mutilan unas a otras, se violan, se asesinan y se hacen lo mismo que los animales se hacen entre sí: es pura naturaleza en acción. La naturaleza es el diablo al que me enfrento, amiguito. La naturaleza es mi peor enemigo. Y, si no es también el tuyo, entonces te has equivocado de profesión.
Richie no contestó. Tenía la cabeza gacha y rascaba la mesa con una uña dibujando tensas figuras geométricas invisibles; lo recordé haciendo garabatos en la ventana de la sala de observación, como si hubiera sucedido hacía mucho, mucho tiempo. Transcurrido un rato, preguntó:
—¿Qué vas a hacer? ¿Colocar ese sobre en la sala de pruebas como si nunca hubiera pasado nada y continuar desde ahí?
«Vas», no «vamos», otra vez el singular.
—Aunque quisiera hacerlo, esa alternativa queda descartada. Cuando Dina se presentó aquí esta mañana, yo aún no había llegado. Y le entregó el sobre a Quigley.
Richie se quedó paralizado.
—¡Joder! —exclamó, como si le hubieran sacado el aire de un puñetazo en el estómago.
—¡Oh, sí, joder! Créeme, Quigley no tiene ninguna intención de pasarlo por alto. ¿Qué te dije hace sólo un par de días? «A Quigley le encantaría encontrar una oportunidad para echarnos bajo las ruedas de un autobús. No se lo pongas en bandeja».
Había empalidecido aún más si cabe. Una parte sádica de mí, que salía a rastras de su oscura cueva porque no me quedaban energías para mantenerla encerrada, estaba disfrutando de lo lindo.
—¿Qué hacemos?
Le temblaba la voz. Tenía las palmas hacia arriba, mirándome, como si yo fuera el héroe de resplandeciente armadura que pudiera solucionar aquel espantoso embrollo, barrerlo de la faz de la Tierra.
—«Nosotros» no hacemos nada. Tú te vas a casa.
Richie me observó inseguro, intentando descifrar qué quería decirle con aquello. El frío de la sala lo hacía temblar por estar en mangas de camisa, pero no parecía darse cuenta.
—Recoge tus cosas y lárgate a casa. Quédate allí hasta que yo te pida que regreses —le ordené—. Puedes emplear el tiempo en pensar en cómo justificar tus acciones ante el comisario, si quieres, aunque dudo mucho que eso vaya a suponer ninguna diferencia.
—¿Qué vas a hacer?
Me puse en pie apoyando todo mi peso sobre la mesa, como un anciano.
—No es asunto tuyo.
Al cabo de un momento, Richie me preguntó:
—¿Qué pasará conmigo?
Un detalle que lo honraba: era la primera vez que mencionaba su futuro.
—Volverás con los de uniforme. Y te quedarás ahí.
Yo seguía con la vista fija en mis manos, plantadas en la mesa, pero pude verlo de soslayo. Richie asentía con unos cabeceos repetitivos y vacíos de significado, intentando asimilar todo lo que eso conllevaba.
—Estabas en lo cierto. Formábamos un buen equipo. Habríamos podido ser buenos compañeros —le dije.
—Sí —respondió Richie.
La oleada de pesar en su voz estuvo a punto de hacer que me tambaleara.
—Lo habríamos sido.
Recogió su fajo de informes y se puso en pie, pero no avanzó hacia la puerta. Yo no levanté la mirada.
—Permite que te ofrezca mis disculpas —dijo al cabo de un minuto—. Ya sé que llegados a este punto no sirve de nada, pero aun así quiero hacerlo: lo siento mucho, muchísimo, por todo.
—Vete a casa —repliqué.
Fijé la vista en mis manos hasta que se desenfocaron y se convirtieron en un par de extrañas cosas blancas encogidas sobre la mesa, deformes y agusanadas, esperando a saltar. Por fin escuché el sonido de la puerta al cerrarse. La luz me atizaba desde todas las direcciones, rebotaba en la ventanilla de plástico del sobre y se me clavaba en los ojos. Jamás había estado en una sala que pareciera tan despiadadamente luminosa ni tan vacía.