Capítulo 15

Dormí en el sofá, para asegurarme de que incluso el giro más silencioso de una llave en la cerradura me despertaría. Aquella noche encontré a Dina cuatro o cinco veces: acurrucada durmiendo en el umbral de casa de mi padre, gritando y riendo en una fiesta mientras alguien bailaba descalzo al ritmo de unos tambores salvajes; en la bañera, boquiabierta y con los ojos como platos bajo una película de agua cristalina, con los cabellos flotando alrededor… Cada una de las veces, al despertarme, estaba de pie y de camino a la puerta.

Dina y yo habíamos discutido anteriormente, en sus peores etapas. Jamás de aquella manera, pero de vez en cuando algo que a mí me parecía insignificante la había hecho estallar de ira y lanzarme algo mientras se dirigía hacia la puerta. Siempre había salido corriendo tras ella. La mayoría de las veces le había dado alcance al cabo de unos segundos, pues se había entretenido fuera esperando a que acudiera en su busca. Incluso en las pocas ocasiones en las que había logrado esquivarme o en que se había enfrentado a mí a voz en grito hasta que yo retrocedía antes de que alguien llamara a la policía y acabara encerrada en un manicomio, la había perseguido, buscado, telefoneado y le había enviado mensajes de texto hasta dar con ella y persuadirla para que regresara a mi casa o a la de Geri. En el fondo, era lo que Dina quería: que la encontraran y la llevaran de vuelta a casa.

Me desperté temprano, me duché, me afeité, me preparé un desayuno ligero y mucho café. No llamé a Dina. En cuatro ocasiones empecé a escribirle un mensaje, pero en las cuatro lo borré. De camino al trabajo no me desvié para pasar frente a su piso ni me arriesgué a tener un accidente mientras alargaba el cuello para escudriñar a cualquier chica delgada con melena oscura que pasara cerca de mí: si quería contactar conmigo, sabía dónde encontrarme. Mi propio atrevimiento me dejó sin aliento. Notaba las manos temblorosas, pero, al mirarlas, posadas sobre el volante, parecían estables y fuertes.

Richie estaba ya en su escritorio, con el teléfono pegado a la oreja, mientras hacía rodar su silla adelante y atrás y escuchaba una alegre musiquita de espera lo bastante alta como para llegar hasta mis oídos.

—Empresas de control de plagas —me anunció, señalando con la cabeza una hoja impresa que tenía sobre la mesa—. He probado todos los números que le facilitaron a Pat en el foro de debate, pero no ha habido suerte. Eso de ahí es un listado de todos los exterminadores de Leinster, veremos si obtenemos algún resultado.

Me senté y descolgué mi teléfono.

—Aunque no saques nada, no podemos asumir que no haya nada por obtener. Hoy en día, hay mucha gente por ahí suelta trabajando en negro. Si alguien no declaraba sus ingresos a Hacienda, ¿crees que nos lo va a contar a nosotros?

Richie abrió la boca para decir algo, pero la música de espera se cortó y arrastró la silla hacia su escritorio.

—Buenos días, al habla el detective garda Richard Curran. Busco información acerca de…

Ningún mensaje de Dina; no es que esperara recibir ninguno, pues ni siquiera tenía mi número del trabajo, pero una parte de mí había albergado un resquicio de esperanza. Había uno del doctor Dolittle y sus rastas diciendo que había comprobado el foro de casa y jardín y, caramba, la gente parecía estar majareta. Según él, los esqueletos alineados podían ser obra de un visón, pero la idea de una mascota exótica abandonada también era una opción plausible y, desde luego, había gente perfectamente capaz de pasar un glotón de contrabando y despreocuparse después de los cuidados que debía prestarle. Tenía previsto darse un paseo por Brianstown durante el fin de semana y buscar algún indicio de «algo divertido». También había un mensaje de Kieran, cuyo mundo, a las ocho de la mañana del viernes ya había empezado a atronar con drum and bass; me pedía que lo telefonease.

Richie colgó, sacudió la cabeza mirándome y empezó a marcar de nuevo. Yo le devolví la llamada a Kieran.

—¡Colega! Espera un segundo.

Una pausa mientras bajaba la música a un volumen que implicaba que apenas tenía que gritar.

—He comprobado la cuenta del tal Pat-el-colega en ese foro de casa y jardín: no hay mensajes privados, ni entrantes ni salientes. Podría haberlos borrado, pero, para verificarlo, necesitaríamos enviar una citación a los propietarios del sitio web. Básicamente, ese era el motivo de mi llamada, para informarle de que estamos llegando a un punto muerto. El programa de recuperación de datos ha concluido su tarea y hemos verificado todos los resultados que ha arrojado. No hay más publicaciones sobre comadrejas o lo que sea en ningún punto del historial de ese ordenador. Literalmente, lo más interesante que nos ha aportado es el correo electrónico que un idiota le reenvió a Jenny Spain acerca de unos extranjeros que secuestraron a un niño en un centro comercial y le raparon el pelo en los lavabos, lo cual sólo resulta interesante porque debe de ser la leyenda urbana más vieja del mundo y no concibo que todavía haya personas que siguen creyéndosela. Si de verdad quiere averiguar qué vivía en el desván de su hombre y supone que lo reveló en internet, el siguiente paso sería presentar una solicitud al proveedor de servicios de internet de las víctimas y mantener los dedos cruzados para que conserven un registro de los sitios web visitados.

Richie colgó de nuevo; apoyó una mano sobre el teléfono y, en lugar de marcar otro número, me observó, expectante.

—No tenemos tiempo para eso —dije—. Nos quedan menos de dos días para presentar cargos contra Conor Brennan o dejarlo en libertad. ¿Hay algo en su ordenador que debamos saber?

—Por ahora no. No hay enlaces que conduzcan a las víctimas: ni visitas a las mismas páginas web ni intercambio de correos electrónicos. Además, no veo ningún dato eliminado en los últimos días, de manera que diría que no borró nada interesante al saber que íbamos a por él, a menos que lo hiciera tan bien que no podamos descubrirlo y, perdóneme si le parezco arrogante, pero lo dudo mucho. Básicamente, apenas ha tocado su ordenador en los últimos seis meses. Revisaba su correo electrónico de vez en cuando, se ocupaba del mantenimiento de un par de páginas web y estuvo viendo un puñado de documentales de animales del National Geographic en línea, pero poca cosa más. No parece un tipo en busca de emociones fuertes, la verdad.

—De acuerdo —respondí—. Seguid revisando el ordenador de los Spain. Y mantenme al día.

Pude oír el encogimiento de hombros en la voz de Kieran.

—De acuerdo, colega. A ver si encontramos la aguja en el pajar. Le llamo luego.

Por un segundo traicionero, pensé en desistir. ¿Qué importaba lo que Pat hubiera contado en el ciberespacio sobre su problema con las alimañas? Lo único que conseguiríamos era dar a la gente otro motivo para tacharlo de chalado. Pero Richie me observaba, esperanzado como un cachorrillo al ver su correa, y se lo había prometido.

—Sigue con eso —le dije, señalando con la cabeza el listado de control de plagas—. Tengo una idea.

A pesar de estar sometido a una gran presión, Pat había sido un tipo organizado y eficiente. En su lugar, yo no me habría tomado la molestia de reescribir mi saga de publicaciones al cambiar de foro de debate. Quizá, en la escala de Kieran, Pat no se tratara de ningún genio de la informática, pero me apostaba lo que fuera a que sabía cómo copiar y pegar.

Recuperé sus publicaciones originales, la de Wildwatcher y la del foro de casa y jardín, y empecé a pegar frases en Google. Bastaron cuatro intentos para que apareciera un nuevo comentario de Pat-el-colega.

—Richie —lo llamé.

Richie ya estaba moviendo su silla hacia mi escritorio.

El sitio web era estadounidense, un foro de cazadores. Pat había empezado a participar en él a finales de julio, casi dos meses después de estallar en llamas en la página de casa y jardín: se había dedicado a lamerse las heridas durante un tiempo o a buscar el lugar de consulta idóneo, o quizá su necesidad de ayuda hubiera tardado en alcanzar un punto que no podía ignorar.

El tono apenas había cambiado.

«Lo oigo casi todos los días, pero no sigue un patrón definido; pueden ser cuatro o cinco veces en un día o una noche, y en otras ocasiones permanece en silencio durante 24 horas. He tenido un monitor de vídeo para bebés instalado en el altillo, pero no ha habido suerte. Me pregunto si el bicho debe de ocupar el hueco que queda entre el suelo del desván y el techo de la habitación que hay debajo. He intentado comprobarlo con una linterna, pero no veo nada. Tengo previsto dejar la trampilla del altillo abierta y colocar otro monitor de vídeo apuntando hacia la abertura, para ver si esa cosa se envalentona y decide salir a explorar. (Cubriré la trampilla con malla de alambre para que no aparezca en la almohada de uno de mis hijos, no os preocupéis. No me he vuelto completamente loco… ¡todavía!)».

—Aguarda un momento —dijo Richie—. En el foro de casa y jardín, Pat se puso hecho una fiera porque no quería que Jenny supiera nada de esto, no quería asustarla. ¿Recuerdas? Y, sin embargo, ahora pensaba colocar ese monitor en el descansillo. ¿Cómo pretendía ocultárselo?

—Quizá no quisiera hacerlo. Los matrimonios conversan de vez en cuando, muchacho. Quizá Pat y Jenny se sinceraron en algún momento a lo largo de ese tiempo y ella se puso al día de todo lo relacionado con esa cosa del desván.

—Sí —replicó Richie. Había empezado a mover nerviosamente una rodilla—. Quizá.

«Pero, dado que el primer monitor no ha servido de nada, me preguntaba si a alguien se le ocurre alguna otra idea. Como de qué especie puede tratarse o qué cebo podría atraerlo. POR FAVOR, por lo que más queráis, no me digáis que ponga veneno ni que llame a un exterminador, porque esas opciones están descartadas, fin de la historia. Aparte de eso, ¡¡cualquier idea será bienvenida!!».

Los cazadores le proporcionaron la lista de sospechosos habituales, esta vez inclinados en su mayoría hacia la opción del visón (coincidían con el doctor Dolittle respecto a los esqueletos alineados). En cuanto a las soluciones, no obstante, eran mucho más expeditivos que en los otros foros. Al cabo de pocas horas, un tipo le había aconsejado a Pat:

«¡Al diablo con las trampas para ratones! ¡Eso son chorradas! Es hora de hacerse con un armamento decente. Lo que necesitas es una trampa de verdad. Echa un vistazo a estas».

El enlace te llevaba a un sitio web que debía de ser lo más parecido a una tienda de golosinas para cazadores: páginas y páginas de trampas destinadas a atrapar toda suerte de bichos, desde ratoncitos hasta osos, y para todo tipo de personas, desde los amantes de los animales hasta los sádicos más salvajes, todo ello descrito con una jerga cariñosa y a medias comprensible.

«Tres opciones. Uno: hazte con una trampa que te permita atraparlo con vida; son las que parecen jaulas de alambre; no le harás daño. Dos: hazte con un cepo, una trampa para sujetarle una pata, las que te vienen a la memoria cuando piensas en las trampas que has visto en las películas; conseguirás inmovilizar a tu presa hasta que vuelvas a por ella, pero ten mucho cuidado ya que, en función del animal que sea, podría hacer mucho ruido; si crees que eso podría molestar a tu mujer o a los críos, descártala. Y tres: hazte con una trampa Conibear; le rompe el pescuezo a la presa y la aniquila casi de inmediato. Escojas lo que escojas, que mida unos diez centímetros con las fauces abiertas. Buena suerte. Y procura no pillarte los dedos».

En su siguiente publicación, Pat parecía mucho más feliz: de nuevo, la perspectiva de tener un plan suponía para él una gran diferencia.

«Tío, muchísimas gracias, me estás salvando el culo. Te debo una. Creo que voy a comprar una de las segundas, para atraparlo por la pata. Tal vez parezca raro, pero no quiero matar a ese bicho, al menos no hasta que le haya echado un vistazo, y creo que tengo derecho a enfrentarme a él cara a cara. Aunque, después de todas las molestias que me ha causado, tampoco me apetece preocuparme por no hacerle daño. Que se joda, llevo demasiado tiempo sufriéndolo; ahora le ha llegado el turno de sufrirme a mí, para variar, y no pienso desperdiciar mi oportunidad».

Richie tenía las cejas arqueadas.

—Encantador —comentó.

Casi deseé no haber cedido a la tentación de investigarlo y haber delegado todo aquel asunto en Kieran.

—Los tramperos llevan toda la vida utilizando cepos —repliqué—. Eso no los convierte en unos sádicos psicópatas.

—¿Recuerdas lo que dijo Tom? Puedes conseguir trampas que no provocan heridas tan graves al animal, pero Pat no quiso ninguna de esas. Tom dijo que cuestan unos pocos euros más y supuse que sería por eso, pero… —Richie se pasó la lengua por los dientes y sacudió la cabeza—. Creo que me equivocaba, tío. No fue por el dinero. Pat quería hacerle daño.

Seguí el hilo de las publicaciones. Otro usuario no parecía muy convencido.

«Colocar un cepo dentro de casa es una idea absurda. Piénsatelo bien. ¿Qué vas a hacer con tu presa? Entiendo que quieras contemplarla o lo que sea, pero ¿y luego? No podrás agarrarla sin más y sacarla de tu casa. Te arrancará la mano de cuajo. En el bosque, le disparas y se acabó, pero yo te recomendaría que no instalaras un cepo en el desván. Poco importa lo fantástica que sea tu mujer… porque a ninguna le gusta tener agujeros de bala decorando sus bonitos techos».

Pat no se inmutó.

«Seré sincero contigo: ni siquiera me había planteado pensar qué haré una vez haya atrapado a ese bicho. Me había concentrado en cómo me sentiré cuando suba ahí arriba y lo vea en la trampa. Te juro que no recuerdo la última vez que esperaba algo con tantas ganas. ¡Me siento como un niño en Nochebuena! No estoy seguro de qué haré después. Si decido matarlo, supongo que podría golpearle la cabeza con algún objeto contundente».

—«Golpearle la cabeza con algún objeto contundente» —dijo Richie—. Como alguien hizo con Jenny.

Continué leyendo.

«De otro modo, si decido soltarlo, podría dejarlo en la trampa hasta que caiga rendido y no tenga fuerzas para atacarme, luego envolverlo con una manta, llevármelo a la montaña y dejarlo en libertad, ¿no? ¿Cuánto tardaría en cansarse lo suficiente para hacer de ese bicho un animal inofensivo? ¿Unas cuantas horas o unos cuantos días?».

Un escalofrío me recorrió la columna. Noté los ojos de Richie posados en mí: Pat, el pilar de la sociedad, soñando despierto con que un bicho agonizara durante tres días sobre las cabezas de su mujer y sus hijos. No alcé la vista.

El tipo que albergaba dudas sobre el cepo seguía sin estar convencido:

«No es posible saberlo con exactitud. Hay demasiadas variables en juego. Depende de cuál sea la presa, de cuándo fue la última vez que comió o bebió, de las lesiones que le cause la trampa y de si intenta roerse la pata para escapar. Y aunque parezca inofensivo, podría volver en sí una última vez cuando intentes liberarle la pata y darte un mordisco. En serio, colega… Llevo haciendo esto mucho tiempo y te aseguro que es una idea pésima. Hazte con otra cosa, no con un cepo».

Pat tardó un par de días en contestar.

«Demasiado tarde. ¡Ya lo he encargado! Al final he apostado por algo un poco más grande de lo que me habíais recomendado. Pensé ¡qué demonios!, más vale prevenir que curar, ¿no es cierto?».

Emoticonos riendo y revolcándose por el suelo.

«Ahora sólo me queda esperar a atrapar a ese bicho y decidir qué hacer con él. Probablemente me limite a observarlo durante un tiempo y espere a ver si me inspiro».

Esta vez Richie no levantó la vista. El mismo escéptico señalaba que aquello no era ningún espectáculo para recrearse la vista:

«Las trampas no son para torturar. Cualquier trampero decente recoge su presa lo antes posible. Lo siento, amigo, pero este asunto pinta mal. Me da igual lo que tengas en las paredes, tienes problemas peores».

Pat no se dio por aludido.

«Claro, pero este es el problema que estoy abordando ahora, ¿de acuerdo? ¿Quién sabe? Quizá cuando vea al animal ahí atrapado me compadezca de él. Aunque, sinceramente, lo dudo. Mi hijo tiene tres años y lo ha oído varias veces. Es un pequeñajo con agallas, no se asusta fácilmente, pero esa cosa lo tiene aterrorizado. Hoy me ha dicho: “¿Puedes subir a matarlo con una pistola, papi?”. ¿Qué se suponía que debía contestarle? “No, lo siento, hijito, ni siquiera he podido ver a ese maldito capullo”. Le he dicho que por supuesto, así que os aseguro que me cuesta mucho imaginarme compadeciéndome de ese bicho, sea lo que sea. Nunca le he hecho daño deliberadamente a nadie en toda mi vida. Bueno, tal vez a mi hermano pequeño cuando éramos críos, pero quién no lo ha hecho. Sin embargo, esto es diferente. Y si no lo entendéis, lo siento en el alma».

La trampa tardó un tiempo en llegar y la espera pasó factura a Pat. El veinticinco de agosto regresó al foro:

«Bien, creo que tengo un problema (bueno, más de lo mismo). Esa cosa ha salido del desván. Ahora desciende por las paredes. Empecé oyéndolo en el salón, siempre en un punto concreto, junto al sofá, así que hice un agujero en la pared e instalé un monitor. Nada, el bicho se trasladó a la pared del pasillo. Cuando instalé un monitor allí, se marchó a la cocina, etc., etc., etc. Os juro que cualquiera diría que pretende volverme loco sólo por diversión. Sé que es imposible, pero es la sensación que tengo. En cualquier caso, se está envalentonando. En cierto sentido, creo que puede ser positivo, porque, si sale de las paredes a un espacio abierto, es más probable que pueda echarle un vistazo, pero ¿debería preocuparme que pueda atacarnos?».

El tipo que había sugerido la página web de venta de trampas estaba impresionado.

«¡Joder! ¿Agujeros en las paredes? Tu mujer debe de ser de otro mundo. Si yo le dijera a mi esposa que quiero agujerear las paredes, me echaría a patadas».

Pat sonaba complacido (una hilera de caritas verdes sonrientes).

«Sí, tío, es una auténtica joya. Una entre un millón. No es que esté demasiado contenta, porque TODAVÍA no ha oído ninguno de los ruidos realmente graves, sólo alguna rascada ocasional que uno podría atribuir a un ratón o a una urraca, pero le parece bien, dice que, si es lo que necesito, adelante. Ahora entendéis por qué TENGO que atrapar a esa cosa, ¿verdad? Ella se lo merece. En realidad, se merece un abrigo de visón y no un visón medio muerto, pero si eso es lo mejor que puedo darle, entonces os aseguro que lo tendrá».

—Fíjate en la hora de las publicaciones —comentó Richie en voz baja. Deslizó el dedo por la pantalla, desplazándose por el horario junto a las entradas—. Pat escribe siempre muy tarde.

El foro estaba configurado con el huso horario de la Costa Oeste de Estados Unidos. Hice los cálculos: Pat se conectaba a las cuatro de la madrugada.

El escéptico quería saber más.

«¿A qué viene esa chorrada de los monitores para bebés? Créeme, no soy ningún experto en la materia, pero no graban, ¿verdad? Ese bicho podría estar bailando una polca en tu desván mientras tú vas a cambiarle el agua al canario y, si no estás ahí para verlo justo en ese momento, los monitores no sirven para una mierda. ¿Por qué no te haces con unas cámaras de vídeo y lo grabas?».

A Pat no le gustó la sugerencia.

«Porque no; NO QUIERO grabarlo. ¿De acuerdo? Quiero atrapar al bicho real en un momento real en mi casa real. Quiero mostrárselo a mi esposa real. Cualquiera puede obtener imágenes de un animal. YouTube está lleno de ellas. Lo que yo necesito es atrapar al ANIMAL. De todos modos, creo que no te he pedido consejo sobre la tecnología que utilizo, sólo sobre qué hacer con esta cosa que corretea por las paredes. Si crees que no puedes ayudarme, tranquilo. Estoy seguro de que hay muchas otras consultas que podrían servirse de tu genialidad».

El tipo de las trampas intentó apaciguarlo.

«Eh, tío, no te preocupes porque baje por las paredes. Arregla los agujeros y olvídate del tema hasta que recibas la trampa. Hasta entonces, todo lo que hagas será en vano. Procura tomártelo con calma y espera».

Pat no parecía convencido.

«Sí, quizá. Os mantendré al corriente. Gracias».

—Sin embargo, no reparó los agujeros, ¿no es cierto? —apuntó Richie—. Si hubiera colocado malla de alambre o los hubiera cubierto con algo, habríamos visto las marcas. Los dejó tal cual.

No añadió nada más: en algún momento, las prioridades de Pat habían cambiado.

—Quizá los disimuló con los muebles —aventuré.

Richie no contestó.

A finales de agosto, Pat recibió por fin la trampa.

«¡¡¡Ha llegado hoy!!! Es preciosa. Al final opté por una clásica, con dientes. ¿Qué sentido tiene hacerse con una trampa si no se parece a las que veías en las películas cuando eras niño? Me pasaría el día sentado acariciándola como un villano de James Bond —más caritas sonrientes—, pero será mejor que suba a colocarla antes de que mi esposa regrese a casa. No le entusiasma demasiado la idea, y la trampa tiene una pinta letal, cosa que a mí me parece bien pero a ella quizá no tanto… ¿Algún consejo?».

Un par de personas le sugerían que tuviera cuidado de no pillarse los dedos en el cepo: al parecer, eran ilegales en la mayoría de los países del mundo civilizado. Me pregunté cómo había podido pasar por la aduana. Probablemente, el vendedor la había marcado como «objeto decorativo clásico» y había cruzado los dedos.

Pat no parecía preocupado.

«Bueno, me arriesgaré; sigue siendo mi casa (al menos hasta que el banco venga a reclamarla) y tengo que protegerla, así que puedo instalar la trampa que me apetezca. Os mantendré al tanto de los progresos. Me muero de ganas».

Estaba tan cansado que se me empezaban a cruzar los cables. Las palabras saltaban de la pantalla como una voz que me hablaba al oído, sobreexcitada. Me sorprendí inclinándome sobre el ordenador para escucharla mejor.

Pat regresó al foro una semana después, pero esta vez el tono parecía mucho más contenido.

«Bueno, he probado con carne picada cruda como cebo, pero no ha habido suerte. Lo he intentado también con un bistec crudo, porque es más sangriento y pensé que quizá eso podría ser de ayuda, pero tampoco ha funcionado. Lo dejé en la trampa durante tres días para que lo olfateara, pero tuve que sacarlo cuando comenzó a apestar. Nada. Estoy empezando a preocuparme. No tengo ni idea de qué voy a hacer si esto no da resultado. La próxima vez lo probaré con un cebo vivo. Por favor, muchachos, cruzad los dedos por mí.

»Y hay otra cosa rara. Cuando subí para quitar el bistec (antes de que apestara tanto que mi mujer lo oliera, porque no quería que lo descubriera) había una pila de cosas en un rincón del desván. Seis guijarros muy erosionados, como piedrecitas de la playa, y tres conchas marinas, viejas, blancas y secas. No estoy seguro de que no estaban ahí antes. ¿Qué coño está pasando?».

A nadie en el foro parecía preocuparle. La opinión general era que Pat invertía demasiado tiempo y espacio mental en aquel asunto y se preguntaban qué importancia tenía que hubiera unas cuantas piedras en el desván. El escéptico quería saber por qué continuaba empecinado en el asunto:

«En serio, tío, ¿por qué intentas convertir esto en un culebrón? Echa un poco de veneno, sal a tomarte un par de cervezas y olvídate de una vez por todas del tema. Podrías haberlo hecho hace meses. ¿Existe alguna razón por la que no lo hayas hecho aún?».

A las dos de la madrugada del día siguiente, Pat regresó hecho un basilisco.

«Está bien, ¿quieres saber por qué no quiero utilizar veneno? Pues te lo voy a explicar. Mi mujer piensa que me he vuelto loco. ¿De acuerdo? No deja de decirme que no, que no es verdad, que sólo estoy nervioso, pero la conozco muy bien y sé lo que piensa. No lo entiende; lo intenta, pero cree que todo esto es fruto de mi imaginación. Necesito mostrarle ese animal; a estas alturas, con oír los ruidos solamente no voy a conseguir convencerla. Tiene que VERLO en carne y hueso para saber que: uno, todo esto no es ninguna alucinación mía o, dos, no estoy exagerando algo tan estúpido como un ratón o lo que sea. De otro modo, va a acabar dejándome y llevándose a los críos. Y NO PIENSO PERMITIR QUE OCURRA. Mi mujer y esos niños son lo único que tengo. Si echo veneno, el animal podría irse a morir a algún otro sitio y ella nunca sabría que ha existido. Pensaría que me volví loco y que luego me repuse y siempre estaría alerta por si me descarrío otra vez. Antes de que digas nada, SÍ, he pensado en tapiar el agujero antes de echar el veneno, pero, entonces, ¿qué pasará si dejo a esa alimaña fuera en lugar de encerrarla dentro y se marcha para siempre? Así que, ya que lo preguntas, no pienso utilizar veneno porque adoro a mi familia. Y ahora, VETE A LA MIERDA».

Richie emitió un leve silbido al tiempo que se acercaba más a la pantalla, a mi lado, pero ninguno de los dos levantó la vista. El escéptico publicó una carita sonriente que guiñaba un ojo; otro usuario envió un emoticono cuyo dedo apuntaba hacia su sien y alguien aconsejó a Pat que se tomara las azules antes de las amarillas. El tipo de las trampas les pidió que lo dejaran en paz.

«Muchachos, basta. Yo quiero saber qué atrapa. Si lo hacéis enfadar y no vuelve a conectarse, entonces ¿qué? Pat-el-colega, no hagas caso a estos imbéciles. Sus madres no les enseñaron buenos modales. Consigue un cebo vivo y pruébalo. Los visones son asesinos. Si es un visón, no podrá resistirse. Y luego cuéntanos qué atrapas».

Pat desapareció. Durante los días siguientes hubo quien bromeó proponiendo que el tipo de las trampas viajara a Irlanda para cazar aquella cosa él mismo, así como también algunas especulaciones ligeramente compasivas acerca del estado mental y el matrimonio de Pat («Estas son el tipo de cosas por las que yo sigo soltero»). Después todo el mundo cambió de tema. El cansancio empezaba a hacer mella en mi cerebro: por una milésima de segundo de confusión, me preocupé porque Pat no escribiera y me pregunté si deberíamos presentarnos en Broken Harbour para comprobar si se encontraba bien. Agarré una botella de agua y me la presioné contra el cuello para refrescarme.

Dos semanas después, el veintidós de septiembre, Pat regresó, y lo hizo en peor forma.

«¡¡POR FAVOR, LEED ESTO!! Tuve algunos problemas para conseguir cebo vivo; finalmente, fui a una tienda de mascotas y compré un ratón. Lo coloqué sobre una de esas planchas con pegamento y lo metí dentro de la trampa. El pobrecillo chillaba como un loco y me hizo sentir fatal, pero no tenía más remedio, ¿vale? Me quedé mirando el monitor prácticamente CADA SEGUNDO, TODA LA NOCHE. Juro sobre la tumba de mi madre que sólo cerré los ojos unos veinte minutos en torno a las cinco de la madrugada; no quería, pero estaba hecho polvo y eché una cabezadita. Cuando me desperté, el ratón y la plancha de pegamento HABÍAN DESAPARECIDO. NO ESTABAN. El cepo NO SALTÓ. Seguía COMPLETAMENTE ABIERTO. Esta mañana, en cuanto mi mujer se ha llevado a los críos a la escuela, he subido al desván para comprobarlo: la trampa está abierta, el ratón y el tablero con pegamento han desaparecido. ¡¡¡¡¿Qué coño está pasando?!!!! ¿Cómo ha podido hacer algo así UN ANIMAL? ¿¿¿Y qué hago yo ahora??? No puedo explicárselo a mi mujer, porque no lo entiende. Si se lo cuento, va a pensar que soy un lunático. ¿¿¿QUÉ PUEDO HACER???».

Sentí una repentina oleada de nostalgia por aquella primera vez en que recorrimos la casa, sólo tres días atrás, cuando pensé que Pat era un perdedor que escondía un alijo de droga en las paredes y Dina se encontraba a salvo preparando sándwiches para ejecutivos. Si eres bueno en este oficio, y yo lo soy, cada paso en un caso de homicidios te hace avanzar en una única dirección: hacia el orden. Nos arrojan montones de escombros sin sentido y los ordenamos hasta que conseguimos sacar el lienzo de las tinieblas y exponerlo a la luz del día, sólido, completo, claro. Bajo todo el papeleo y el politiqueo, en eso consiste nuestro trabajo; y es ese corazón frío y resplandeciente lo que yo adoro con cada fibra del mío. Pero este caso era distinto. Tenía la sensación de estar retrocediendo, de que la fiereza de su reflujo feroz nos arrastraba. Cada paso nos sumía más en el caos, nos enredaba entre los rizos de la locura y tiraba de nosotros hacia el fondo.

El doctor Dolittle y Kieran, el técnico informático, se lo estaban pasando en grande: la locura siempre se antoja una gran aventura cuando lo único que tienes que hacer es pulsar una tecla aquí o allá, mirar boquiabierto el desbarajuste que se presenta ante ti, despojarte de los residuos en la seguridad de tu hogar y luego ir al pub y contarles a tus amigos esa historia tan entretenida. Pero yo no me estaba divirtiendo tanto como ellos. Y entonces, se coló en mi mente con un pinchazo de intranquilidad: Dina quizá había acertado en algo relacionado con este caso, aunque tal vez no en el sentido que ella creía.

La mayoría de los cazadores se habían olvidado de Pat y su epopeya (más emoticonos sonrientes señalándose la sien con el dedo, alguien que quería saber si había luna llena en Irlanda…). Algunos empezaron a tomarle el pelo:

«¡¡¡Tío, creo que tienes uno de estos!!! ¡¡¡Hagas lo que hagas, no dejes que se acerque al agua!!!».

El enlace conducía a la imagen de un gremlin.

El trampero continuaba intentando tranquilizarlo.

«No te desanimes, Pat-el-colega. Piensa en el lado positivo: al menos ahora sabes qué clase de cebo le gusta. La próxima vez, sólo tienes que fijarlo un poco mejor. Estás a punto de resolverlo. Y otra cosa. No pretendo acusar a nadie de nada, entiéndeme, es algo que se me ha ocurrido. ¿Qué edad tienen tus hijos? ¿Son lo bastante mayorcitos como para creer que volver loco a su padre podría resultar divertido?».

A las 4.45 de la madrugada siguiente, Pat contestó:

«Gracias, tío. Sé que intentas ayudar, pero esta trampa no funciona. No tengo ni idea de qué más probar ahora. Básicamente, estoy jodido».

Y ahí concluía la historia. Los habituales jugaron a «¿Qué hay en el desván de Pat-el-colega?» durante un tiempo (fotos del Pie Grande, de duendecillos, de Ashton Kutcher y el inevitable Rickroll[12]). Cuando se aburrieron, el hilo de conversación fue menguando.

Richie se recostó en la silla y se frotó el cuello para aliviar la tensión.

—Caramba —dijo mirándome de reojo.

—Sí.

—¿Qué deduces de eso?

Se mordisqueó los nudillos y clavó la vista en la pantalla, sin leer; estaba concentrado, pensando. Al cabo de un momento, tomó una honda bocanada de aire.

—Lo que yo deduzco —contestó— es que Pat había perdido el juicio. Al margen de que hubiera o no un bicho en su casa, se había vuelto loco.

Su voz era simple y grave, casi triste.

—Estaba sometido a mucha presión. No es necesariamente lo mismo —aduje.

Sólo jugaba a hacer de abogado del diablo; en el fondo, sabía que tenía razón. Richie negó con la cabeza.

—No, tío. No. Ese de ahí —señaló dando un golpecito en el borde de mi monitor con una uña— no es el mismo tipo de este verano. En julio, en el foro de casa y jardín, Pat sólo habla de proteger a Jenny y a los niños. Pero aquí le trae sin cuidado que Jenny esté asustada o que ese bicho tal vez ataque a los críos, siempre y cuando pueda echarle el guante. Y luego pretende abandonarlo en una trampa, en una trampa que eligió específicamente para provocarle el mayor sufrimiento posible, y piensa quedarse a contemplarlo mientras muere. No sé cómo lo llamarían los médicos, pero ese tipo no estaba bien. No lo estaba.

Aquellas palabras resonaron como un eco en mi cabeza. Tardé un instante en recordar por qué: yo mismo se las había dicho a Richie, justo dos noches atrás, acerca de Conor Brennan. No lograba enfocar la vista; la imagen del monitor parecía descentrada, como un denso bulto de peso muerto que hacía oscilar la carcasa en ángulos extraños.

—No —dije—. Ya lo sé.

Tomé un trago de agua: el frío ayudaba, pero me dejó un regusto nauseabundo a óxido en la lengua.

—Aun así, conviene no olvidar que eso no lo convierte necesariamente en un asesino. No menciona nada sobre causar daño a su mujer o sus hijos, y sí mucho sobre cuánto los quiere. Por eso está tan empeñado en atrapar a ese animal: porque cree que es el único modo de salvar a su familia.

—«Mi función es cuidar de ella» —repitió Richie—. Es lo que dijo en ese foro de casa y jardín. Si creyó que ya no estaba capacitado para hacerlo… «¿Qué demonios hago ahora?».

Yo sabía lo que venía a continuación. La idea me provocó una arcada, como si el agua hubiera estado contaminada. Cerré el navegador y observé la pantalla, que se tornó de un azul soso e inocuo.

—Ya acabarás con esa lista de llamadas más tarde. Ahora tenemos que hablar con Jenny Spain.

Estaba sola. La habitación tenía un aire casi veraniego: lucía un día luminoso, alguien había entreabierto la ventana y una leve brisa jugueteaba con las persianas; la atmósfera viciada con olor a desinfectante se había disipado para llenar la estancia de un tenue olor a limpio. Jenny estaba apoyada en almohadas, contemplando el dibujo cambiante del sol y las sombras en la pared, con las manos extendidas e inmóviles sobre la manta azul. Sin maquillaje parecía más joven y natural que en las fotos de su boda y, ahora que se apreciaban sus singularidades, también menos anodina: un lunar en la mejilla descubierta, un labio superior irregular que apuntaba una sonrisa… No era un rostro extraordinario en modo alguno, pero poseía una dulzura y una claridad de líneas que evocaban barbacoas en verano, golden retrievers y partidos de fútbol sobre un césped recién cortado, y yo siempre me he sentido atraído por la discreta e infinitamente estimulante belleza de lo mundano, una belleza que pasa fácilmente desapercibida.

—Señora Spain —la saludé—. No sé si nos recuerda: somos el detective Michael Kennedy y el detective Richard Curran. ¿Nos permite entrar unos minutos?

—Oh…

Los ojos de Jenny, enrojecidos e hinchados, se deslizaron por nuestros rostros. Logré contener un estremecimiento de dolor.

—Sí. Me acuerdo. Supongo que… sí. Pasen.

—¿No hay nadie que la acompañe?

—Fiona está trabajando y mi madre tenía que ir a tomarse la tensión. Regresará dentro de un rato. Estoy bien.

Seguía hablando con voz ronca y gruesa, pero había alzado la vista rápidamente al oírnos entrar: su cabeza empezaba a aclararse, que Dios la amparara. Parecía tranquila, pero me resultaba difícil determinar si cabía atribuirlo a la estupefacción por la conmoción vivida o al cristal quebradizo del agotamiento.

—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.

No me respondió. Los hombros de Jenny describieron algo similar a un encogimiento.

—Me duele la cabeza y la cara. Me han administrado calmantes. Supongo que ayudan. ¿Han descubierto algo sobre… lo que pasó?

Fiona había mantenido el pico cerrado, lo cual era bueno, pero también interesante. Le lancé a Richie una mirada de advertencia (no quería mencionar el nombre de Conor, no mientras Jenny estuviera tan lenta y tan embotada que su reacción pudiera no revelar nada), pero él estaba concentrado en la luz del sol que se filtraba a través de las persianas. Tenía la mandíbula tensa.

—Estamos siguiendo una línea de investigación definida —la informé.

—Una línea. ¿Qué línea?

—La mantendremos informada.

Había dos sillas junto a la cama, con unos cojines aplastados en el respaldo, donde Liona y la señora Rafferty habían intentado descansar. Así la más cercana a Jenny y empujé la otra hacia Richie.

—¿Puede contarnos algo más sobre el lunes por la noche? Cualquier cosa, por insignificante que sea.

Jenny negó con la cabeza.

—No recuerdo nada. Lo he intentado. Lo intento sin cesar… pero la mitad del tiempo no logro concentrarme a causa de la medicación y la otra mitad me duele demasiado la cabeza. Creo que, cuando deje de tomar calmantes y pueda marcharme de aquí, cuando regrese a casa… ¿Sabe cuándo…?

Imaginarla entrando en aquella casa me provocó un escalofrío, íbamos a tener que hablar con Fiona para que contratara un equipo de limpieza o le pidiera a Jenny que se instalara en su piso, o tal vez ambas cosas.

—Lo siento —le contesté—. No sabemos nada de eso. ¿Qué me dice respecto a antes del lunes por la noche? ¿Recuerda algo fuera de lo normal que haya ocurrido recientemente, algo que la preocupara?

Otra negación con la cabeza. Sólo se apreciaban algunos fragmentos de su rostro bajo el vendaje, de modo que resultaba difícil descifrar su expresión.

—La última vez que hablamos —continué—, comentamos que, en los últimos meses, alguien había estado entrando en su casa.

Jenny volvió el rostro hacia mí y capté una chispa de recelo: sabía que algo pasaba (sólo había comentado con Fiona el primer episodio), pero no atinaba a acertar qué.

—¿Eso? ¿Qué tiene eso que ver?

—Debemos considerar la posibilidad de que estén relacionados con el ataque —le aclaré.

Jenny frunció el ceño. Podría haber estado divagando, pero su inmovilidad revelaba que, en medio de aquella neblina, se estaba esforzando por recordar. Al cabo de un largo minuto dijo, casi con desdén:

—Ya se lo conté. No fue nada importante. Para serles sincera, ni siquiera estoy segura de que entraran en casa alguna vez. Quizá los niños cambiaran las cosas de sitio.

—¿Podría facilitarnos los detalles? —insistí—. Fechas, horas, cosas que echó en falta.

Richie sacó su cuaderno de notas.

La cabeza de Jenny se movía sin descanso sobre la almohada.

—No me acuerdo. Debió de ser, no sé, en julio, quizá. Yo estaba recogiendo y noté que faltaban un bolígrafo y unas lonchas de jamón. O quizá fueran sólo imaginaciones mías. Habíamos pasado el día fuera y me puse un poco nerviosa; pensé que quizá había olvidado cerrar alguna puerta con llave y alguien había entrado. Hay gente ocupando ilegalmente algunas de las casas vacías, y a veces se acercan a fisgonear. Eso es todo.

—Fiona dijo que usted la había acusado de usar su juego de llaves para entrar.

Los ojos de Jenny se dirigieron al techo.

—Ya se lo dije: Fiona hace una montaña de cualquier cosa. Yo no la acusé de nada. Le pregunté si había estado en casa, porque es la única que tenía un juego de llaves. Me contestó que no. Fin de la historia. No hubo ningún drama.

—¿No llamó usted a la policía?

Jenny se encogió de hombros.

—¿Para explicarles qué? ¿Que no encontraba un bolígrafo y que alguien se había comido unas cuantas lonchas de jamón de la nevera? Se habrían reído de mí. Cualquiera se habría reído de mí.

—¿Cambió usted las cerraduras?

—Cambié el código de la alarma, por si acaso. Cambiar todas las cerraduras cuando ni siquiera sabía si en verdad había sucedido algo me parecía una insensatez.

—Pero después de cambiar el código de la alarma se produjeron otros incidentes —comenté yo.

Logró soltar una risita, lo bastante quebradiza como para hacerse añicos en el aire.

—Pero ¿qué está diciendo? ¿Qué incidentes? No vivíamos en una zona de conflicto. Utiliza un tono como si alguien hubiera bombardeado nuestro salón.

—Quizá mis datos sean erróneos —contesté con toda la calma—. ¿Qué ocurrió exactamente?

—Ni siquiera lo recuerdo. Nada relevante. ¿Podríamos aplazar esta conversación? Me duele horrores la cabeza.

—Sólo le robaremos unos pocos minutos más, señora Spain. ¿Podría facilitarme los detalles correctos?

Jenny se llevó las yemas de los dedos a la nuca, con cautela, e hizo una mueca de dolor. Noté que Richie movía los pies y me miraba, listo para marcharse, pero lo ignoré. El hecho de que la víctima intente jugar contigo te provoca una sensación extraña; mirar a la criatura herida a quien supuestamente deberías estar ayudando y ver en ella a un adversario cuyo ingenio debes superar es una situación antinatural. A mí suele estimularme. Prefiero enfrentarme a un desafío que a una masa de dolor en carne viva.

Al cabo de un momento, Jenny dejó caer de nuevo la mano en su regazo.

—El mismo tipo de cosas, puede que incluso aún más insignificantes —añadió—. Por ejemplo, en un par de ocasiones me di cuenta de que las cortinas del salón estaban mal descorridas: yo las aliso cuando las sujeto a los lados para que caigan rectas, pero un par de veces las encontré retorcidas. ¿Ve a lo que me refiero? Probablemente no fueran más que los niños jugando al escondite o…

La mención de los niños la hizo contener el aliento.

—¿Algo más? —me apresuré a preguntar.

Jenny exhaló lentamente y se recompuso.

—Sólo… cosas como esas. Me gusta encender velas para que la casa huela bien. Guardo un montón de ellas en uno de los armarios de la cocina, todas de aromas distintos, y las cambio cada pocos días. En una ocasión, durante el verano, quizá en agosto, fui a coger una vela con olor a manzana y no estaba… y recordaba haberla visto la semana anterior. Pero a Emma le encantaba precisamente aquella vela de manzana, así que quizá se la llevara al jardín para jugar y luego la olvidara.

—¿Se lo preguntó?

—No me acuerdo. Sucedió hace meses. Eran cosas sin importancia.

—Pues a mí me parece desconcertante —objeté yo—. ¿No estaba asustada?

—No. Claro que no. Aunque hubiera sido un ladrón, sólo se llevaba cosas como velas y jamón, y eso no es precisamente aterrador, ¿no cree? Pensé que, si realmente había alguien, sería uno de los críos de la urbanización: algunos de ellos son auténticos salvajes, son como monos, gritan y te arrojan cosas al coche cuando pasas conduciendo. En casa, las cosas se pierden. ¿O hay que llamar a la policía cada vez que te desaparecen unos calcetines en la lavadora?

—De manera que no cambió las cerraduras ni siquiera después de que se produjeran aquellos incidentes.

—No. No lo hice. Si alguien entraba en casa, y digo «si», quería atraparlo. No quería que molestara a nadie más; quería detenerlo.

Aquel recuerdo le hizo alzar la barbilla, imprimió firmeza a su mandíbula e inundó sus ojos de una decisión fría y lista para el combate, barrió por completo aquel aspecto anodino y la convirtió en una persona vivaz y fuerte. Pat y ella habían formado una buena pareja: eran dos luchadores.

—Con el tiempo, decidí no poner la alarma cuando salíamos, a veces, por si a alguien se le ocurría entrar y tener así la oportunidad de sorprenderlo al regresar a casa. ¿Lo ve? No estaba asustada.

—Lo entiendo —dije—. ¿Cuánto esperó para contárselo a Pat?

Jenny se encogió de hombros.

—No se lo conté.

Aguardé. Al cabo de un momento añadió:

—No se lo conté. No quería que se preocupara.

—No pretendo juzgar sus actos, señora Spain, pero se me antoja una decisión muy extraña —comenté con sutileza—. ¿No se habría sentido más segura si Pat lo hubiera sabido? De hecho, ¿no habría estado él más seguro de haberlo sabido?

Un encogimiento la hizo estremecerse de dolor.

—Ya tenía bastantes problemas.

—¿Por ejemplo?

—Lo habían despedido. Se esforzaba por conseguir un nuevo empleo, pero no había manera. Estábamos… no teníamos mucho dinero. Pat estaba un poco estresado.

—¿Algo más?

Otro encogimiento de hombros.

—¿No le basta con eso?

Aguardé de nuevo, pero esta vez no cambió de opinión.

—Hemos encontrado una trampa en su desván, una trampa para animales —anuncié.

—Madre mía. Eso.

Aquella risa de nuevo, pero esta vez tuve tiempo de captar un destello de terror quizá, o de furia, que por un instante insufló vida a su rostro.

—Pat creía que había un armiño, un zorro o algún otro animal que entraba y salía de la casa. Se moría de ganas de ver lo que era. Éramos un par de urbanitas; al principio de mudarnos, nos emocionábamos sólo con ver a los conejos entre las dunas de arena. Atrapar a un zorro vivo habría sido la cosa más entretenida del mundo.

—¿Y atrapó algo?

—No, claro que no. Ni siquiera sabía qué tipo de cebo debía emplear. Tal como le he dicho, éramos un par de urbanitas.

Hablaba con voz ligera, festiva, pero tenía los dedos clavados como garras a la manta.

—¿Y los agujeros en las paredes? Nos dijo que eran para un proyecto de bricolaje. ¿Tenían algo que ver con ese armiño?

—No. Bueno, un poco, pero en verdad no.

Jenny cogió el vaso de agua que había sobre la mesilla de noche y bebió un trago largo. La vi luchar por hacer que su mente trabajara más deprisa.

—Los agujeros aparecieron sin más, ¿sabe? Esas casas… no están bien cimentadas. Los agujeros surgen de la nada. Pat tenía previsto arreglarlos, pero primero quería solucionar otra cosa, el cableado eléctrico, quizá, no lo sé, no me acuerdo. No entiendo de eso.

Me lanzó una mirada autocrítica, de mujercita indefensa. Yo me mantuve impasible.

—Y se preguntaba si quizá el armiño, o lo que fuera, bajaría por las paredes para que pudiéramos atraparlo. Eso es todo.

—¿Y a usted eso no la molestaba? ¿El retraso en reparar las paredes, la posibilidad de que hubiera una alimaña en la casa?

—La verdad es que no. Si le soy sincera, nunca creí que hubiera un armiño ni ningún otro animal grande. De otro modo, no habría permitido que los niños siguieran en aquella casa. Pensaba que se trataría de un pájaro o de una ardilla. A los niños les habría encantado ver una ardilla. Evidentemente, habría sido mucho mejor si, en lugar de destrozar las paredes, a Pat le hubiera dado por construir un cobertizo en el jardín. —Esa risa de nuevo, le costaba tanto esfuerzo que dolía oírla—. Pero necesitaba mantener la mente ocupada en algo. Así que no le di ninguna importancia. Hay aficiones peores.

Podría haber sido verdad, podría haber sido una versión refractada de la historia que Pat había hecho circular en internet, pero no podía interpretar la expresión de su rostro a través de todos los obstáculos que se interponían entre nosotros. Richie se removió en su silla. Escogiendo muy bien las palabras, dijo:

—Según varias informaciones a las que hemos tenido acceso, Pat estaba bastante alterado a causa de esa ardilla, zorro o lo que fuera. ¿Podría hablarnos de eso?

El destello de una emoción vivida volvió a cruzar el rostro de Jenny, demasiado veloz para atraparlo.

—¿Qué informaciones? ¿De quién?

—No podemos facilitarle los detalles —contesté yo con tranquilidad.

—Pues lo lamento muchísimo, pero sus informaciones son erróneas. Si esto es obra de Fiona, esta vez no se ha limitado a hacer una montaña de un grano de arena: se lo ha inventado. Pat ni siquiera estaba seguro de que tal bicho existiera… y podría haber sido un simple ratón. Un hombre adulto no se altera por un ratón. ¿Usted se alteraría?

—No —admitió Richie, esbozando una leve sonrisa—. Sólo estamos cotejando datos. Hay otra cosa que quería preguntarle: ha dicho usted que Pat necesitaba algo que lo mantuviera ocupado. ¿Qué hacía durante todo el día, después de que lo despidieran? Aparte del bricolaje, claro.

Jenny se encogió de hombros.

—Buscar un nuevo empleo, jugar con los niños. Salía mucho a correr; bueno, desde que empeoró el mal tiempo no tanto, pero sí durante el verano; el paisaje que se divisa desde Ocean View es precioso. Había estado trabajando como una hormiguita desde que salimos de la universidad, y el hecho de disponer de un poco de tiempo libre le sentaba bien.

Lo dijo demasiado a la ligera, como si se lo hubiera estado repitiendo a sí misma.

—Antes nos ha comentado que estar en paro lo estresaba —añadió Richie—. ¿En qué medida?

—Obviamente, no le gustaba estar sin empleo; ya sé que hay gente a la que sí le gusta, pero Pat no es de esos. Habría sido más feliz de haber sabido cuándo obtendría un nuevo empleo, pero aprovechó el tiempo como pudo. Ambos creemos que hay que mantener siempre una actitud positiva; que tenemos que pensar siempre en positivo.

—¿Ah, sí? Hay un montón de hombres en paro en estos días a quienes les cuesta horrores adaptarse a su nueva situación, y no hay de qué avergonzarse. Algunos de ellos se deprimen o se vuelven irascibles; otros se dan a la bebida o pierden los nervios con más facilidad. Es natural, desde luego. Eso no los convierte en hombres frágiles ni en locos. ¿Le sucedía a Pat algo de eso?

Richie se esforzaba por establecer esa complicidad con la que había conseguido que Conor y los Gogan bajaran la guardia, pero su estrategia no estaba funcionando; el ritmo le fallaba y su voz delataba un tono forzado. En lugar de relajar a Jenny, había conseguido crisparla; sus ojos azules enardecían de ira.

—Claro que no. No sufrió ninguna crisis nerviosa ni nada por el estilo. Quien les haya dicho…

Richie levantó las manos.

—Si así fuera, no pasaría nada, es todo lo que digo. Podría ocurrirle al más pintado.

—Pat estaba bien. Necesitaba encontrar un nuevo empleo. No estaba loco. ¿Entendido, detective? ¿Le vale mi respuesta?

—Yo no digo que estuviera loco. Sólo quería saber si estaba preocupada por él, porque se hiciera daño a sí mismo o la lastimara a usted. El estrés…

—¡No! Pat jamás haría algo semejante. Ni en un millón de años. Él… Pat era… Pero ¿qué están haciendo? ¿Intentan…?

Jenny se había desplomado sobre las almohadas y respiraba con rapidez.

—¿Les importaría… que dejáramos esto para otro momento? ¿Por favor?

De repente, su rostro se había vuelto gris y sus manos parecían inertes sobre la manta. Esta vez no fingía. Miré a Richie, pero tenía la cabeza inclinada sobre su cuaderno y no alzó la vista.

—Desde luego —dije—. Gracias por su tiempo, señora Spain. Una vez más, acepte nuestras más sinceras condolencias. Espero que no le hayamos causado demasiadas molestias.

No respondió. El brillo de sus ojos se había apagado; ya no estaba con nosotros. Nos levantamos de las sillas y salimos de la habitación con el máximo sigilo posible. Mientras cerraba la puerta tras nosotros, oí que Jenny rompía a llorar.

En la calle, el cielo estaba encapotado; los escasos rayos de sol que se filtraban entre las nubes inducían a pensar que, aun así, era un día cálido; las montañas aparecían moteadas de luz y sombra.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —pregunté.

Richie se estaba guardando el cuaderno en el bolsillo.

—La he cagado —sentenció.

—¿Por qué?

—Por ella. Por su estado. Me ha dejado fuera de juego.

—El pasado miércoles, eso no te supuso ningún problema.

Levantó un hombro.

—Ya, quizá no. Pero cuando creíamos que era obra de algún extraño me parecía distinto, ¿entiendes? Si vamos a tener que explicarle que fue su propio marido quien le hizo eso, quien se lo hizo a sus hijos… Supongo que, en el fondo, esperaba que ella ya lo supiera.

—Si en verdad fue él quien lo hizo. ¿Por qué no avanzamos paso a paso?

—Ya lo sé. La he fastidiado. Lo siento.

Seguía toqueteando su cuaderno. Estaba pálido y encogido, como si esperara una reprimenda. Un día antes probablemente se habría llevado una, pero aquella mañana yo ni siquiera recordaba por qué tenía que malgastar energía en ello.

—Bueno, no has causado ningún daño irreparable —dije—. De todas maneras, nada de lo que diga ahora tendrá validez ante un tribunal; está tan dopada que cualquier declaración quedaría anulada en un abrir y cerrar de ojos. Era un buen momento para marcharse.

Pensé que mis palabras lo tranquilizarían, pero su rostro continuó tenso.

—¿Cuándo volveremos a interrogarla?

—Cuando los médicos reduzcan la dosis de analgésicos. Por lo que comentó Fiona, será pronto. Vendremos a comprobarlo mañana.

—Podría tardar un tiempo en recuperarse y estar en disposición de hablar. Ya la has visto: estaba prácticamente inconsciente.

—Está en mejor forma de lo que finge estar —repliqué—. Al final, se ha desmoronado, sí, pero hasta entonces… Tiene el pensamiento embotado y siente dolor, eso desde luego, pero ha progresado muchísimo desde el otro día.

—Pues a mí me ha parecido que tenía un aspecto deplorable —apuntó Richie.

Se dirigía hacia el coche.

—Espera un momento —dije.

Tanto Richie como yo necesitábamos respirar aire fresco; además, yo estaba demasiado cansado para mantener aquella conversación y conducir con seguridad al mismo tiempo.

—Tomémonos cinco minutos.

Dirigí mis pasos hacia la tapia donde nos habíamos sentado la mañana en que se practicaron las autopsias; me pareció que desde entonces había transcurrido una década. La ilusión del verano no duró: la luz del sol era fina y trémula, y el aire era tan afilado que me atravesaba el abrigo. Richie se sentó junto a mí, sin dejar de subirse y bajarse la cremallera de la chaqueta.

—Oculta algo —apunté.

—Quizá. Es difícil asegurarlo, con toda la medicación.

—Yo estoy seguro. Se esfuerza demasiado por aparentar que, hasta el lunes por la noche, su vida era perfecta. Los allanamientos fueron una nadería, la alimaña de Pat era una chorrada, todo iba bien. Charlaba con nosotros como si nos hubiéramos reunido para tomar una humeante taza de café.

—Existe gente así. Todo va bien, siempre. Si algo no funciona, se trata de no admitirlo; se limitan a apretar los dientes y a continuar diciendo que todo va fantásticamente bien, con la esperanza de que sus deseos se hagan realidad.

Tenía los ojos posados en mí. No pude reprimir una media sonrisa.

—Es cierto. Es muy difícil desprenderse de las costumbres. Y tienes razón: parece propio de Jenny. Pero, en un momento como este, pensarías que va a contar todo lo que sabe, a menos que tenga una poderosísima razón para no hacerlo.

—Lo más lógico sería que recordara la noche del lunes —añadió Richie al cabo de un instante—. Y entonces, todo apuntaría a Pat. Tal vez mantenga la boca cerrada por su marido. Pero dudo mucho que lo hiciera por alguien a quien no había visto en años.

—Entonces ¿por qué resta importancia al hecho de que alguien se colara en su casa? Si de verdad no estaba asustada, ¿por qué no? Si cualquier mujer del mundo sospecha que hay alguien que entra en la casa en la que vive con sus hijitos, actúa para evitarlo. A menos que conozca perfectamente a quien entra y sale y eso no le suponga ningún problema.

Richie se mordió una cutícula y meditó mis palabras, escudriñando la tenue luz del sol. Sus mejillas empezaban a recobrar algo de color, pero seguía teniendo la espina dorsal curvada por la tensión.

—Entonces ¿por qué se lo contó a Fiona?

—Porque quizá al principio no lo sabía. Ya la has oído: intentaba atrapar a ese tipo. ¿Qué pasa si lo hizo? ¿O si Conor se envalentonó y decidió dejarle una nota a Jenny en algún sitio? Recuerda que ahí hay gato encerrado. Fiona cree que nunca existió una historia romántica entre ambos (o, al menos, eso es lo que nos ha contado), pero dudo que, de haber existido, lo supiera. Como mínimo, eran amigos, amigos íntimos, y lo fueron durante mucho tiempo. Si Jenny descubrió que Conor andaba cerca, es posible que decidiera retomar la amistad.

—¿Sin decírselo a Pat?

—Quizá temía que perdiera los estribos y le diera una paliza a Conor; recuerda que entre ambos había una historia de celos. Y quizá Jenny sabía que Pat tenía algo de lo que estar celoso.

Pronunciarlo en voz alta hizo que me recorriera una descarga eléctrica, que a punto estuvo de hacerme saltar de aquella tapia. Por fin, y ya era hora, aquel caso empezaba a encajar en una de las plantillas, la más antigua y desgastada de todas.

—Pat y Jenny estaban locos el uno por el otro —objetó Richie—. Si hay algo en lo que todo el mundo concuerda, es justo en eso.

—¡Pero si tú estás defendiendo que intentó matarla!

—No es lo mismo. Hay quien mata a las personas que más quiere; sucede todos los días. Pero no le pones los cuernos a la persona de la que estás enamorado.

—La naturaleza humana es la naturaleza humana. Jenny está atrapada en mitad de la nada, sin amigos, sin un empleo, hasta las cejas de preocupaciones por el dinero, con Pat obsesionado por el animal que se oculta en el desván, y, de repente, cuando más lo necesita, Conor reaparece. Alguien que la conocía cuando era la chica dorada con la vida perfecta, alguien que la ha adorado durante la mitad de sus vidas. Hay que ser un santo para no sentirse tentado.

—Tal vez —convino Richie; seguía mordisqueándose la cutícula—. Pongamos que estás en lo cierto. Eso no nos aporta ningún motivo adicional que señale a Conor.

—Quizá Jenny decidió poner fin a la aventura.

—Pero eso sería un motivo para matarla a ella. O a Pat, si Conor creyera que eso haría que Jenny regresara junto a él. No a toda la familia.

El sol se había ocultado; las montañas se fundían en un tono gris y el viento hacía revolotear las hojas en círculos vertiginosos antes de estamparlas de nuevo contra el húmedo suelo.

—Depende de en qué grado pretendiera castigarla —tercié.

—Está bien —aceptó Richie.

Dejó de morderse la uña, se metió las manos en los bolsillos y se arrebujó en la chaqueta.

—Quizá. Pero entonces ¿por qué no lo cuenta Jenny?

—Porque no se acuerda.

—Tal vez no se acuerde del lunes por la noche. Pero recuerda los últimos meses a la perfección. Si había tenido una aventura con Conor, o incluso si sólo quedaba con él para charlar, se acordaría. Y si hubiera previsto dejarlo, lo sabría.

—¿Y crees que le gustaría verlo impreso en los titulares? «La madre de los niños asesinados tenía una aventura con el acusado, según el tribunal». ¿Crees que se va a presentar voluntaria para convertirse en «la Zorra de la Semana» ante los medios de comunicación?

—Pues sí, lo creo. Estás insinuando que ese tipo mató a sus hijos. ¿Cómo iba a encubrir eso?

—Quizá porque se siente culpable —especulé—. Si tenían una aventura, Jenny sería la culpable de que Conor hubiera aparecido en sus vidas, lo cual implicaría que lo que Conor hizo después fuera también culpa suya. A muchas personas les costaría mucho ordenar sus ideas respecto a un asunto así, por no hablar ya de contárselo a la policía. Nunca subestimes el poder de la culpa.

Richie negó con la cabeza.

—Aunque tengas razón respecto a lo de la aventura, eso no apunta a Conor. Señala a Pat. Estaba perdiendo la cordura, tú mismo lo has dicho. De repente, descubre que su esposa le está poniendo los cuernos con su amigo de toda la vida y estalla. Se carga a Jenny para castigarla y a los críos para que no tengan que vivir sin sus padres, y luego se suicida porque no le queda nada por lo que vivir. Ya viste lo que dijo en ese foro: «Mis hijos y ella son lo único que me queda».

Un par de insensatos estudiantes de medicina habían sacado sus ojeras y sus barbas de dos días a fumar un cigarrillo. Sentí un súbito arrebato de impaciencia, tan violento que hizo añicos el cansancio, una impaciencia dirigida hacia todo lo que me rodeaba: el hediondo olor del humo del tabaco; los cautelosos pasitos de baile que habíamos dado durante el interrogatorio de Jenny; la imagen de Dina llamándome con insistencia desde un recoveco de mi mente, y Richie, su testarudez y su maraña de objeciones e hipótesis.

—Bueno —dije. Me puse en pie y me sacudí el polvo del abrigo—. Empecemos por averiguar si tengo razón en lo de la aventura, ¿te parece?

—¿Conor?

—No —respondí.

Tenía tantas ganas de atrapar a Conor que casi podía olerlo, ese olor acre a resina que desprendía, pero ahí es justo donde el autocontrol resulta especialmente útil.

—Lo reservaremos para más adelante. No pienso acercarme a Conor Brennan hasta que no pueda arremeter contra él con toda la artillería pesada. Vamos a ir a hablar de nuevo con los Gogan. Y esta vez seré yo quien se encargue de hacerlo.

Cada día que pasaba, Ocean View tenía peor aspecto. El martes había parecido un náufrago maltrecho a la espera de su salvador, como si lo único que necesitara fuera un promotor inmobiliario forrado de dinero y con la energía suficiente para irrumpir en aquel paraje y hacer realidad todas las formas luminosas que debía acoger. Ahora parecía el fin del mundo. Casi esperaba encontrar perros salvajes merodeando con sigilo alrededor del coche cuando me detuve, los últimos supervivientes en surgir, tambaleantes y gimiendo, de aquellos esqueletos de casas. Pensé en Pat corriendo en círculos alrededor de aquel vertedero, intentando librarse de aquellos ruidos que escarbaban sus pensamientos; en Jenny escuchando el silbido del viento en sus ventanas, leyendo libros forrados de rosa para mantener a flote su actitud positiva y preguntándose dónde había ido a parar su final feliz.

Por supuesto, Sinéad Gogan estaba en casa.

—¿Qué quieren? —preguntó en el umbral.

Vestía las mismas mallas grises del martes. Reconocí la mancha de grasa en su regordete muslo.

—Nos gustaría intercambiar unas palabras con usted y con su marido.

—Mi marido no está.

Lo cual era un fastidio. Gogan tenía el cerebro de un mosquito; yo había confiado en que imaginaría que tendrían que hablar con nosotros.

—No pasa nada —repliqué—. Podemos regresar y hablar con él más tarde, si necesitamos su colaboración. Por ahora, veamos si usted puede ayudarnos.

—Jayden ya les contó…

—Sí, lo hizo —la corté yo, apartándola de mi camino para dirigirme al salón, con Richie siguiéndome—. Pero esta vez no estamos interesados en hablar con Jayden, sino con usted.

—¿Por qué?

Jayden volvía a estar sentado en el suelo, matando zombis.

—No he ido al colé porque estoy enfermo —se apresuró a aclarar.

—Apaga eso —le ordené, mientras me acomodaba en uno de los sillones.

Richie ocupó el otro. Jayden puso cara de asco, pero, cuando señalé el mando a distancia y chasqueé los dedos, hizo lo que le ordenaba.

—Tu madre tiene algo que contarnos.

Sinéad permaneció en la puerta.

—No es verdad.

—Claro que sí. Ha estado ocultando algo desde la primera vez que vinimos a verla. Y ha llegado el momento de contárnoslo. ¿Qué era, señora Gogan? ¿Algo que vio? ¿Que oyó? ¿Qué?

—No sé nada sobre ese tipo. No lo he visto nunca.

—Eso no es lo que le he preguntado. Me importa un bledo si no tiene nada que ver con ese tipo ni con ningún otro. Pero quiero oírlo. Siéntese.

Sinéad sopesó la posibilidad de adoptar la actitud de «a mí nadie me da órdenes en mi propia casa», pero bastó una mirada mía para dejarle claro que sería una idea nefasta. Al final puso los ojos en blanco y se desplomó en el sofá, del cual se desprendió un crujido.

—Tengo que ir a despertar al bebé dentro de un minuto. Y no sé nada que tenga que ver con nada. ¿De acuerdo?

—Eso no depende de usted. Funciona de la siguiente manera: usted nos cuenta lo que sabe y nosotros decidimos si es relevante o no. Por eso somos nosotros quienes llevamos placa. Así que adelante.

Suspiró sonoramente.

—No. Sé. Nada. ¿Qué se supone que debo decir?

—¿Es usted estúpida? —pregunté.

El rostro de Sinéad se afeó aún más y abrió su bocaza para soltar alguna sandez sobre el respeto, pero yo continué martilleándola con mis palabras hasta que la cerró de nuevo.

—¿Pretende hacerme vomitar de asco o qué? ¿Qué diantres se cree que estamos investigando? ¿Un robo en una tienda? ¿Un acto de vandalismo urbano? Esto es un caso de asesinato. Asesinato múltiple. ¿Acaso es lo bastante tonta como para no haberlo entendido aún?

—No me llame…

—Dígame algo, señora Gogan. Siento curiosidad. ¿Qué tipo de escoria deja que un asesino de niños quede en libertad sólo porque no le gustan los policías? ¿En qué estrato de infrahumanidad cree usted que hay que estar para pensar que eso está bien?

—¿Piensa dejar que continúe hablándome así? —exclamó Sinéad dirigiéndose a Richie.

Richie abrió las manos en señal de impotencia.

—Estamos sometidos a mucha presión, señora Gogan. Seguramente habrá leído usted los diarios. Todo el país aguarda a que resolvamos este caso. Y tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano.

—Déjate de chorradas —lo atajé—. ¿Por qué cree usted que hemos venido? ¿Porque nos cuesta mantenernos alejados de su cara bonita? Estamos aquí porque tenemos a un tipo detenido y necesitamos obtener pruebas para que siga en la cárcel. Piénselo bien, si es usted capaz de hacerlo. ¿Qué cree que va a ocurrir si ese tipo queda libre?

Sinéad tenía los brazos cruzados sobre los michelines y los labios fruncidos en un tenso nudo de indignación. No esperé.

—En primer lugar, tengo que decirle que estoy muy cabreado; e incluso usted tiene que saber que cabrear a un policía es una muy mala idea. ¿Alguna vez trabaja su marido haciendo chapuzas, señora Gogan? ¿Sabe cuánto tiempo podría caerle por defraudar al fisco? Además, Jayden no tiene pinta de estar enfermo. ¿Con qué frecuencia falta a la escuela? Si me esfuerzo, y le aseguro que lo haré, ¿tiene idea de cuántos problemas podría ocasionarle?

—Somos una familia decente…

—Ahórrese ese rollo. Aunque la creyera, yo no soy el mayor de sus problemas. Lo segundo que va a ocurrir si continúa tomándonos el pelo es que ese tipo quedará en libertad. Y Dios sabe que no albergo ninguna esperanza de que a usted le importen un comino ni la justicia ni el bien de la sociedad, pero pensé que al menos tendría cerebro suficiente para cuidar de su propia familia. Ese hombre sabe que Jayden podía contarnos lo de la llave. ¿Acaso cree que no sabe dónde vive su hijo? Si le explico que alguien tiene algo para incriminarlo y que podría hablar en cualquier momento, ¿quién cree que va a venirle a la mente?

—Mamá —dijo Jayden con una vocecilla.

Tenía el culo apoyado contra el sofá y me miraba atónito.

Noté que la cabeza de Richie se volvía también hacia mí, pero tuvo el sentido común suficiente para mantener la boca cerrada.

—¿Le ha quedado bastante claro? ¿Necesita que se lo explique con palabras más sencillas? Porque, a menos que sea usted literalmente demasiado tonta para vivir, lo siguiente que va a salir de sus labios será lo que quiera que nos ha estado ocultando.

Sinéad estaba apoyada contra el sofá, con la mandíbula colgando por la sorpresa. Jayden se aferraba al dobladillo de las mallas de su madre. El terror en sus rostros trajo de vuelta el mareo de la pasada noche y lo expandió por mi torrente sanguíneo a toda velocidad, como una droga sin nombre.

No suelo hablar así a los testigos. Quizá mis modales no sean los más afortunados, y quizá tenga la reputación de ser frío, brusco o como quieran llamarlo, pero jamás en toda mi carrera había hecho nada semejante. Y no porque no hubiera querido. No se equivoquen: todos tenemos una veta de crueldad. La mantenemos guardadita bajo llave, ya sea porque tememos que nos castiguen o porque creemos que eso marcará la diferencia y hará de este mundo un lugar mejor. Nadie castiga a un detective por asustar un poco a un testigo. He escuchado a no pocos muchachos excederse mucho más y nunca les ha ocurrido nada.

—Hable —le ordené.

—Mamá.

—Es ese trasto de ahí —dijo Sinéad.

Señaló con la cabeza hacia el intercomunicador que había volcado sobre la mesilla de café.

—¿Qué pasaba?

—A veces se cruzaban los cables o como se diga.

—Frecuencias —la corrigió Jayden—, no cables.

Parecía de mejor ánimo ahora que su madre había decidido hablar.

—Cierra el pico. Todo esto es por tu culpa, tuya y de tus puñeteros diez euros.

Jayden se apartó de ella arrastrándose por el suelo y se enfurruñó.

—Como se diga, se cruzan. A veces, no todo el tiempo; quizás cada dos semanas, como si ese trasto captara su sonido en lugar del nuestro. Así que podíamos oír lo que ocurría en su casa. No lo hacíamos a propósito, a mí no me gusta escuchar a hurtadillas a los demás…

Sinéad consiguió poner una mirada de santurrona que no le pegaba en absoluto.

—Pero no podíamos evitarlo.

—Bien —dije—. ¿Y qué oyeron?

—Ya le he dicho que no me dedico a escuchar las conversaciones de los demás a escondidas. No les prestaba atención. Simplemente, apagaba el monitor y volvía a encenderlo. Sólo una vez escuché unos segundos.

—Escuchabas durante horas —dijo Jayden—. Me hacías apagar la consola para poder oír mejor.

Sinéad le lanzó una mirada que indicaba que se iba a ganar una buena en cuanto saliéramos por la puerta. Había estado dispuesta a dejar a un asesino suelto con tal de parecer un ama de casa respetable ante sus propios ojos, ni siquiera ante los nuestros, en lugar de la zorra fisgona y furtiva que era. Lo había visto un centenar de veces, pero me entraron ganas de abofetearla y borrar aquella ridícula expresión de remilgo de su cara.

—Me importa un carajo si se pasaba los días bajo la ventana de los Spain con una trompetilla —dije—. Sólo quiero saber qué oyó.

—Cualquiera habría hecho lo mismo —comentó Richie con franqueza—. Está en la naturaleza humana. Además, no tuvo otra alternativa. Tenía que averiguar qué le sucedía a su monitor.

Su voz exudaba de nuevo aquella calma: volvía a estar en forma.

—Sí. Exacto —asintió Sinéad con vigor—. La primera vez que sucedió casi me da un infarto. Oí a un crío gritándome al oído en mitad de la noche: «Mami, mami, ven». Primero pensé que se trataba de Jayden, pero sonaba demasiado pequeño; además, Jayden no me llama «mami», y el bebé acababa de nacer. Me llevé un susto de muerte.

—Gritó —nos explicó Jayden con una sonrisita. Al parecer, se había recuperado—. Pensaba que era un fantasma.

—Es verdad. ¿Y qué? Entonces mi esposo se despertó e imaginó a qué podía deberse, pero cualquiera se habría llevado un buen susto. ¿Qué hay de malo en ello?

—Decía que iba a llamar a un médium, a uno de esos cazafantasmas.

—Cierra el pico.

—¿Cuándo sucedió eso? —quise saber.

—El bebé tiene ahora diez meses, así que en enero o febrero.

—Y después de aquello volvió a escucharlo cada dos semanas, un total de unas veinte veces. ¿Qué oyó?

Sinéad seguía lo bastante furiosa como para fulminarme, pero un cotilleo sobre sus presuntuosos vecinitos se le antojaba imposible de resistir.

—Sobre todo chorra… cosas aburridas. Las primeras veces, oí que él les leía algún cuento a los niños para que se durmieran, los saltos del pequeño sobre la cama o a la niña hablando con una de sus muñecas. Pero, hacia finales del verano, supongo que trasladaron el intercomunicador a la planta de abajo, porque empezamos a oír otras cosas. Por ejemplo, los oímos cuando veían la tele o ella enseñaba a la niña a hacer galletas de chocolate (no se dignaba a comprarlas en la tienda como el resto de la gente, no, ella tenía demasiada categoría para eso). Y en una ocasión, de nuevo en plena madrugada, la oí decir: «Venga, ven a la cama, por favor», como si le estuviera rogando, y él contestó: «Dentro de un minuto». No lo culpo; debía de ser como follarse a un saco de patatas.

Sinéad buscó los ojos de Richie para compartir una sonrisita, pero él permaneció impertérrito.

—Como les he dicho, cosas aburridas.

—¿Y las que no eran aburridas? —pregunté.

—Sucedió sólo una vez.

—Adelante.

—Fue una tarde. Ella acababa de regresar, supongo que de recoger al pequeño de la guardería. Nosotros estábamos aquí. El bebé dormía la siesta, así que tenía el intercomunicador encendido y, de repente, se oyó a la mujer dándole a la sinhueso. Estuve a punto de apagarlo, porque juro que lo que oí daba ganas de vomitar, pero…

Sinéad hizo un pequeño encogimiento de hombros, desafiante.

—¿Qué decía Jennifer Spain?

—Hablaba sin parar. Decía: «¡Venga, vamos a prepararnos! Papi regresará de dar su paseo dentro de un minuto y, cuando entre en casa, estaremos todos contentos. Muy, muy contentos». Hablaba con entusiasmo —Sinéad frunció los labios—, como una animadora americana. No sé por qué tenía que estar tan contenta. Lo único que estaba haciendo era arreglar a los niños, decirle a la niñita que se sentara y preparara un picnic para su muñeca y al crío que se quedara sentadito en su sitio, que no esparciera las piezas de Lego por ahí y que, si necesitaba ayuda, la pidiera educadamente. «Todo va a ser encantador. Cuando papi entre, se pondrá taaaan contento», decía. «Eso es lo que queréis, ¿verdad? ¿A que no queréis que papi esté triste?».

—«Mami y papi» —dijo Jayden en voz baja, y soltó una carcajada.

—Se pasó así una eternidad, hasta que se cortó. ¿Entiende lo que quiero decirle de ella? Parecía una de las protagonistas de Mujeres desesperadas, esa que necesita que todo sea perfecto o pierde la chaveta. Yo pensaba: «Madre mía, relájate un poco». Mi marido dijo: «¿Sabes lo que le hace falta a esa? Necesita un buen…».

Sinéad recordó con quién estaba hablando y no remató la frase, si bien nos lanzó una mirada con la que quiso aclararnos que no nos tenía miedo. Jayden soltó una risita.

—Para serles sincera —añadió—, parecía haberse vuelto completamente loca.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hará más o menos un mes. A mediados de septiembre. ¿Entienden lo que les digo? No tiene nada que ver con nada.

No parecía una de las protagonistas de Mujeres desesperadas, sino una víctima. Como todas las mujeres maltratadas y los hombres con quienes tuve que lidiar en Violencia Doméstica. Todas y cada una de ellas se habían asegurado de que sus parejas fueran felices y de que el jardín estuviera perfectamente cuidado para intentar que todo saliera bien. A todas y cada una de ellas les aterrorizaba pensar, hasta un punto entre la histeria y la parálisis, que algo estuviera mal y papá no estuviera contento.

Richie se había quedado inmóvil, ya no sacudía las piernas: él también lo había detectado.

—Por eso, lo primero que usted pensó cuando vio a nuestros hombres ahí fuera fue que Pat Spain había matado a su esposa —comentó.

—Sí. Pensé que, si no encontraba la casa limpia o si los niños se habían portado mal, quizá le habría dado una paliza. Es irónico, ¿no? Ahí estaba ella, toda compuesta, con su ropa de marca y su acento pijo, y él le arreaba unas tundas tremendas.

Sinéad no pudo evitar ocultar que se le dibujara una media sonrisa en la comisura de los labios. Le gustaba aquella idea.

—Así que, cuando ustedes aparecieron, imaginé que tenía que ser eso. Que a ella se le habría quemado la cena o algo así y él se había puesto hecho una furia.

—¿Hay algo más que la induzca a pensar que él podría estar maltratándola? —inquirió Richie—. ¿Algo que oyera o que viera?

—Bueno, el hecho de que esos intercomunicadores estuvieran en la planta baja. Es bastante raro, no sé si me entiende. Al principio no se me ocurría ningún motivo para tenerlos en un lugar que no fueran los dormitorios de los críos. Pero cuando la oí hablar de aquella manera, pensé que quizá él los había instalado por toda la casa para controlarla. Así, si él iba al piso de arriba o salía al jardín, podía llevarse los receptores y escuchar todo lo que ella hacía.

Un asentimiento de satisfacción: Sinéad estaba encantada con su olfato de detective.

—Espeluznante, ¿no?

—¿Nada más? ¿Seguro?

Un encogimiento.

—No le vi moretones ni nada semejante. Y tampoco escuché nunca gritos. Cuando la veía fuera de casa, ella fingía todo el tiempo, eso sí. Solía estar muy alegre; incluso cuando los niños se portaban mal, siempre llevaba puesta aquella gran sonrisa falsa. Pero en los últimos tiempos, eso cambió: parecía andar siempre deprimida, colocada, como si… pensé que quizá tomaba Valium. Imaginé que era porque a él lo habían despedido: ella no se conformaba con una vida como la del resto, sin todoterreno ni sus trapitos de marca. Aunque, si él la pegaba, posiblemente andará deprimida por eso.

—¿Alguna vez oyó a alguna otra persona en la casa, aparte de los cuatro miembros de la familia Spain? —indagué—. ¿Visitas, familia, comerciales?

El pálido rostro de Sinéad se iluminó.

—¡Jesús! ¿Acaso le ponía los cuernos? ¿Recibía a algún tío en casa mientras su marido estaba fuera? Así, no me extraña que él quisiera tenerla controlada. ¡Menuda jeta, la tía, actuando como si los demás estuviéramos a la altura del betún cuando en realidad…!

—¿Vio usted o escuchó algo que indicara esa posibilidad? —insistí.

Reflexionó un instante.

—No —contestó a regañadientes—. Sólo los oímos a ellos cuatro.

Jayden andaba toqueteando el mando, pulsando los botones, pero no se atrevía a volver a encender el aparato.

—El silbido —dijo el chico.

—Eso fue en otra casa.

—No. Están demasiado lejos.

—Cuéntenoslo de todos modos —la invité.

Sinéad se removió en el sofá.

—Sólo ocurrió una vez. En agosto, diría, pero podría haber sido antes. Fue a primera hora de la mañana. Oímos a alguien silbando, como cuando un hombre silba para sí mismo mientras anda ocupado en otra cosa, no una canción ni nada parecido.

Jayden hizo una demostración: un sonido grave, sin melodía, ausente. Sinéad le dio un empujoncito en el hombro.

—Basta ya. Me estás dando dolor de cabeza. Los del número nueve habían salido, todos, así que no podía ser ella. Pensé que debía de proceder de una de las casas del final de la calle; ahí viven dos familias y las dos tienen críos, así que seguramente también tienen intercomunicadores.

—No es verdad —refutó Jayden—. Volviste a pensar que era un fantasma.

—Soy dueña de pensar lo que me dé la gana —nos espetó Sinéad a mí, a Richie o a ambos—. Si lo desean, pueden seguir mirándome como sí fuera idiota, pero ustedes no tienen que vivir aquí. Pruébenlo durante un tiempo y luego vengan a contármelo.

Su tono era beligerante, pero el miedo de sus ojos era real.

—Le enviaremos a los Cazafantasmas —comenté—. ¿Oyó usted algo por los intercomunicadores el lunes por la noche? ¿Lo que fuera?

—No. Como ya les he dicho, sólo sucedía cada pocas semanas.

—Será mejor que no mienta.

—Es verdad. Estoy segura.

—¿Y su marido?

—Tampoco. Me lo habría contado.

—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿No hay nada más que debamos saber?

Sinéad sacudió la cabeza.

—Eso es todo.

—¿Cómo puedo estar seguro de ello?

—Porque sí. Porque no quiero que vuelva a venir usted aquí a insultarme delante de mi hijo. Se lo he contado todo. Y ahora ya puede largarse a soltar tacos en otro sitio y dejarnos en paz. ¿Entendido?

—Será un placer —respondí, al tiempo que me ponía en pie—. Se lo aseguro.

Al levantar la mano del brazo del sillón, sentí algo pegajoso; no me molesté en disimular una mirada de asco.

Cuando nos marchamos, Sinéad se plantó en el umbral de su casa, a nuestra espalda, dedicándonos algo que pretendía ser una mirada solemne; sin embargo, apenas logró componer una cara de perrillo electrocutado. Cuando nos encontramos a una distancia prudencial, nos gritó:

—¡No pueden hablarme así! ¡Presentaré una queja!

Me saqué una tarjeta del bolsillo sin perder el paso, la agité por encima de mi cabeza y la lancé al suelo del camino de entrada para que pudiera recogerla.

—Nos vemos —le dije por encima del hombro—. Estoy deseándolo.

Esperaba que Richie hiciera algún comentario sobre mi nueva técnica de interrogatorio (llamar a un testigo «tonto de remate» no figura en ningún punto del reglamento), pero se había retirado de nuevo a algún rincón de su mente; caminó con torpeza hasta el coche, con las manos embutidas en los bolsillos y la cabeza gacha para protegerse del viento. En mi móvil había tres llamadas perdidas y un mensaje de texto, todos de Geri. El texto empezaba: «Perdona Mick, ¿hay noticias de…?». Lo borré todo.

Cuando nos incorporamos a la autopista, Richie volvió a emerger a la superficie.

—Si Pat maltrataba a Jenny… —dijo con cautela, mirando el parabrisas.

—Si mi tía tuviera pelotas, sería mi tío. Esa imbécil de Gogan no sabe nada de los Spain, por mucho que le guste pensar lo contrario. Por suerte para nosotros, hay un hombre que sí sabe muchas cosas y sabemos exactamente dónde encontrarlo.

Richie no respondió. Solté una mano del volante para darle una palmadita en el hombro.

—No te preocupes, muchacho. Conor cantará. ¿Quién sabe? Quizá incluso resulte divertido.

Me miró de soslayo: yo no debería mostrarme tan optimista, no después de lo que Sinéad Gogan nos había contado. No sabía cómo explicarle a Richie que no estaba de buen humor, o al menos no en el sentido que él pensaba; era sólo aquella ráfaga salvaje que seguía recorriendo mis venas desbocada, era el terror en el rostro de Sinéad y saber que tenía a Conor esperándome al final de aquel trayecto. Pisé el acelerador y vi como ascendía la aguja del velocímetro. El Beemer se comportó mejor que nunca, volaba en línea recta, como un halcón abalanzándose en picado sobre su presa, como si aquella velocidad fuera lo que había estado pidiendo a gritos todo el tiempo.