Capítulo 13

Fiona nos estaba esperando frente a la comisaría central, apoyada en una farola. Bajo el círculo de luz amarillenta y ahumada, con la capucha de su trenca roja levantada para protegerse del frío, parecía la criaturita perdida de uno de los cuentos que se explican al calor de una chimenea. Me pasé una mano por el pelo y cerré con llave a Dina en el fondo de mi mente.

—Recuerda —le dije a Richie—, aún no la hemos descartado.

Richie respiró hondo, como si el agotamiento lo hubiera atacado de repente por la espalda.

—No le dio las llaves a Conor —replicó.

—Ya lo sé. Pero lo conocía. Ahí está la historia, y necesitamos mucha más información sobre eso antes de poder descartarla como sospechosa.

Fiona se irguió al ver que nos acercábamos. En los últimos dos días, había perdido peso: los pómulos se le marcaban, afilados, a través de la piel, que había adquirido un tono grisáceo y apagado. Olía a hospital, a desinfectante y a enfermedad.

—Señorita Rafferty —la saludé—, le agradezco que haya venido.

—¿Podríamos…? ¿Podríamos hacer que esto fuera lo más rápido posible? Quiero regresar junto a Jenny.

—Lo entiendo —dije, extendiendo un brazo para guiarla hacia la puerta—. Procuraremos ser breves.

Fiona no se movió. El cabello le caía desordenadamente alrededor del rostro en ondas castañas, lacias y sin vida, como si se lo hubiera lavado en la pila del baño con jabón de hospital.

—Me dijo que habían atrapado al hombre, al hombre que ha hecho esto.

Le hablaba a Richie.

—Hemos detenido a una persona en relación con los crímenes, así es —le comunicó Richie.

—Quiero verlo.

Richie no supo cómo reaccionar.

—Me temo que no está aquí. Lo hemos enviado a prisión —le dije yo con delicadeza.

—Necesito verlo. Necesito…

Fiona perdió el hilo de sus pensamientos, sacudió la cabeza y se apartó el pelo de la cara.

—¿Podemos ir a verlo?

—Esto no funciona así, señorita Rafferty. Estamos fuera del horario de visitas y, además, tendríamos que cumplimentar un montón de papeleo. Podríamos tardar unas cuantas horas en traerlo, y eso siempre en función de las medidas de seguridad disponibles… Si quiere regresar junto a su hermana, deberemos posponerlo y dejarlo para otro día.

Pese a que le había dado la oportunidad de discutirlo, no le quedaban fuerzas para hacerlo. Al cabo de un momento dijo:

—Sí, otro día. ¿Podré verlo otro día?

—Estoy seguro de que algo conseguiremos —la tranquilicé y volví a alargar el brazo.

En esta ocasión, Fiona sí se movió, salió del círculo de luz de la farola y se adentró en las sombras, hacia la puerta de la comisaría.

Una de las salas de interrogatorios está amueblada para resultar cómoda: hay moqueta en lugar de linóleo, las paredes son de color crema y están limpias, las sillas son cómodas y no te dejan el culo amoratado, hay un dispensador de agua fría, una tetera eléctrica y una cestita con bolsitas de té, café y azúcar, además de tazas de verdad, en lugar de vasos de plástico. Es para los familiares de las víctimas, para los testigos frágiles y para los sospechosos que se tomarían las otras salas como una afrenta contra su dignidad. Allí fue donde condujimos a Fiona. Richie la ayudó a acomodarse (estaba bien tener un socio a quien podías confiarle alguien tan frágil), mientras que yo bajé a la sala de investigaciones y lancé un par de pruebas a una caja de cartón. Cuando regresé, Fiona había dejado el abrigo en el respaldo de la silla y estaba encorvada sobre una taza de té humeante, como si todo su cuerpo necesitara entrar en calor. Sin el abrigo, parecía menuda como una niña, incluso con aquellos tejanos anchos y su rebeca extragrande de color crema. Richie estaba sentado frente a ella, con los codos apoyados en la mesa, explicándole una historia tranquilizadora sobre un pariente imaginario a quien los médicos del hospital donde se encontraba Jenny habían salvado de una dramática combinación de heridas.

Deslicé la caja bajo la mesa para que no estorbara y ocupé una silla junto a Richie.

—Le estaba explicando a la señorita Rafferty que su hermana está en buenas manos —me informó.

—El médico ha dicho que dentro de un par de días le reducirán la dosis de calmantes. No sé cómo va a afrontar todo esto Jenny —añadió Fiona—. Evidentemente, está malherida, pero los calmantes ayudan y la mitad del tiempo piensa que es sólo una pesadilla. Cuando recobra la conciencia, vuelve a golpearla… ¿No pueden darle otra cosa? ¿Antidepresivos o algo parecido?

—Los médicos saben lo que se hacen —replicó Richie con amabilidad—. La ayudarán a recuperarse.

—Quiero pedirle que haga algo por nosotros, señorita Rafferty —dije—. Mientras está aquí, necesito que olvide lo que le ha sucedido a su familia. Quíteselo de la cabeza y concéntrese al cien por cien en responder a nuestras preguntas. Créame, sé que le parecerá imposible, pero es el único modo en que puede ayudarnos a meter a ese hombre entre rejas. Eso es lo que Jenny necesita de usted en estos momentos, lo que todos ellos necesitan. ¿Podrá hacerlo por ellos?

Es el regalo que les ofrecemos a los seres queridos de las víctimas: descanso. Durante una hora o dos tienen la oportunidad de permanecer sentados en calma y —libres de culpa, porque no les queda más alternativa— les permitimos que dejen de machacarse el pensamiento intentando recomponer los añicos de lo sucedido. Entiendo que es una labor inmensa y de un valor incalculable. Vi las capas en los ojos de Fiona como las había visto en centenares de personas: alivio, vergüenza y gratitud.

—Está bien —dijo—. Lo intentaré.

Nos explicaría cosas que jamás había querido mencionar, para darse a sí misma una razón para continuar hablando.

—Le estamos muy agradecidos —respondí—. Sé que es difícil, pero está haciendo lo correcto.

Liona apoyó la taza de té en equilibrio sobre sus delgadas rodillas, sosteniéndola entre las manos, y me dedicó toda su atención. Su espalda ya se había enderezado un poco.

—Empecemos por el principio —anuncié—. Hay muchas posibilidades de que nada de esto sea relevante, pero es muy importante para nosotros obtener el máximo de información posible. Según nos dijo, Pat y Jenny comenzaron a salir a los dieciséis años, ¿verdad? ¿Puede decirme cómo se conocieron?

—No con exactitud. Todos procedemos de la misma zona, así que nos conocíamos de vista, desde que éramos niños, desde la escuela primaria; no recuerdo exactamente cuándo nos conocimos ninguno de nosotros. Hacia los doce o trece años, un puñado de nosotros empezamos a salir en pandilla, íbamos a la playa, hacíamos patinaje en línea o bajábamos a Dun Laoghaire y matábamos el tiempo en el embarcadero. A veces íbamos a la ciudad, al cine y luego al Burger King, y los fines de semana salíamos a las discotecas para menores si había alguna fiesta que estuviera bien. Cosas de críos, pero estábamos muy unidos. Unidos de verdad.

—No hay nada como los amigos que uno hace de adolescente —comentó Richie—. ¿Cuántos eran?

—Jenny y yo, Pat y su hermano Ian, Shona Williams, Conor Brennan, Ross McKenna, «Mac», y un par más que se unían a nosotros esporádicamente, pero que no formaban parte de la cuadrilla.

Rebusqué en la caja de cartón, saqué un álbum de fotos con la portada rosa y flores de lentejuelas y lo abrí por una hoja marcada con un pósit. Había siete adolescentes sentados sobre una tapia, apretados muy juntos para caber en la foto, riendo, blandiendo cucuruchos de helado y con camisetas de vivos colores. Fiona llevaba aparatos en los dientes y el cabello de Jenny era un tono más oscuro; Pat la rodeaba con los brazos (ya tenía los hombros anchos como un hombre, aunque seguía teniendo cara de niño, franca y rubicunda) y ella simulaba estar dándole un mordisco al helado de él. Conor era desgarbado, todo piernas y brazos, y parecía estar haciendo el chimpancé descolgándose del muro.

—¿Es esta la pandilla? —pregunté.

Fiona depositó el té en la mesa (demasiado rápido; salpicaron un par de gotas) y alargó una mano para señalar el álbum.

—Eso es de Jenny.

—Ya lo sé —le respondí en un tono amable—. Hemos tenido que tomarlo prestado por un tiempo.

Los hombros se le desplomaron al notar como nuestros dedos escarbaban de súbito en las profundidades de sus vidas.

—Dios… —exclamó sin querer.

—Se lo devolveremos a Jenny lo antes posible.

—¿Pueden…? Si terminan pronto, ¿podrían no decirle que lo han cogido? No necesita llevarse ningún disgusto más. Aquí…

Fiona pasó una mano por la foto y, en voz tan baja que apenas pude oírla, dijo:

—Éramos realmente felices.

—Haremos cuanto podamos —le aseguré—. Y usted también podrá ayudarnos en eso. Si puede darnos toda la información que necesitamos, evitaremos tener que formularle a Jenny estas preguntas.

Asintió, sin levantar la mirada.

—Estupendo —continué—. Y ahora dígame. Este tiene que ser Ian. ¿Me equivoco?

Ian era un par de años más joven que Pat, más delgado y tenía el pelo castaño; aun así el parecido entre ambos era evidente.

—Sí, ese es Ian. Está tan joven ahí… En aquel entonces era muy tímido.

Di unos golpéenos en el pecho de Conor.

—¿Y este quién es?

—Es Conor.

Lo dijo sin más, de inmediato, sin tensiones.

—Es el mismo tipo que sostiene a Emma en brazos en la foto del bautizo, la que había en su habitación. ¿Es su padrino?

—Sí.

Al oír el nombre de Emma se le tensó el rostro. Presionó las puntas de los dedos sobre la foto como si intentara apartarse de ella.

Avancé hacia la siguiente cara y le pregunté con calma:

—¿Y este tipo? ¿Mac, no es cierto?

Era un tipo regordete, con el pelo recio, los brazos abiertos y unas Nike inmaculadas. Sólo con mirarles la ropa cualquiera habría podido decir a qué generación pertenecían aquellos chavales: nada de prendas de segunda mano ni de remiendos; todo era novísimo y de marca.

—Sí. Y esta es Shona.

Pelirroja, con un cabello que habría sido encrespado si no le hubiera dedicado mucho tiempo a alisárselo y una piel que seguramente era pecosa bajo el bronceado artificial y el esmerado maquillaje. Durante un extraño segundo, casi sentí lástima por aquellos chavales. A su edad, mis amigos y yo éramos pobres como ratas y, por muy poco recomendable que sea la pobreza, al menos requería menos esfuerzo.

—Mac y ella siempre nos hacían reír. Me había olvidado del aspecto que tenía Shona. Ahora es rubia.

—Entonces ¿todavía mantiene el contacto con todos ellos?

Me sorprendí esperando que la respuesta fuera afirmativa, no por la investigación, sino por Pat y Jenny, varados en su fría isla desértica, al azote de los vientos. Me habría gustado saber que habían mantenido la fortaleza de sus raíces.

—No mucho. Yo conservo los números de teléfono de todos ellos, pero hace siglos que no nos vemos. Debería llamarlos y contarles lo ocurrido, pero es que… no puedo.

Se llevó la taza a la boca para ocultar el rostro.

—Facilítenos los números y nosotros lo haremos —se ofreció Richie—. No hay razón para que sea usted quien les comunique las malas noticias.

Fiona asintió, sin mirarlo, y buscó a tientas el teléfono en su bolsillo. Richie arrancó una página de su cuaderno de notas y se la entregó. Mientras escribía, le pregunté, para intentar adentrarla de nuevo en un territorio más seguro:

—Al parecer formaban ustedes una pandilla muy unida. ¿Cómo es que perdieron el contacto?

—Cosas de la vida. Cuando Pat, Jenny y Conor entraron en la universidad… Shona y Mac eran un año más jóvenes que ellos e Ian y yo dos, así que dejamos de estar en la misma onda. Ellos podían entrar en pubs, en discotecas de verdad, y quedaban con sus amigos de la facultad. Sin ellos tres, el resto sencillamente dejamos de… ya no era lo mismo.

Le entregó la nota y el bolígrafo a Richie.

—Lo intentamos. Todos. Al principio seguíamos quedando a todas horas. Era extraño, porque, de repente, había que programar actividades y siempre había alguien que se descolgaba en el último minuto, pero aun así, continuamos viéndonos. Poco a poco, nos fuimos distanciando. Hasta hace un par de años seguíamos reuniéndonos para tomar una cerveza cada pocas semanas, pero… dejó de funcionar.

Volvía a tener las manos alrededor de la taza, la inclinaba describiendo círculos y contemplaba cómo se arremolinaba el té. El aroma estaba cumpliendo su misión: convertir aquella sala en un lugar hogareño y seguro.

—En realidad, probablemente dejó de funcionar mucho antes de eso. Se aprecia en las fotos: dejamos de encajar como en esa foto de ahí; nos volvimos todo codos y rodillas clavados en los otros, todo muy raro… Y no nos apetecía ver cómo nos desmembrábamos. A Pat menos que a nadie. Cuanto menos sintonía había, más se esforzaba por que siguiéramos juntos. Podíamos estar sentados en el embarcadero o donde fuera y Pat se estiraba intentando continuar cerca de todos nosotros, como si volviéramos a ser una gran pandilla. Creo que le enorgullecía seguir conservando a los amigos de su infancia. Significaba mucho para él. No quería perder eso.

Fiona era poco corriente: perceptiva, aguda, sensible; el tipo de muchacha que pasaría mucho tiempo sola reflexionando sobre algo que no entendiera, tirando de los hilos hasta desenredar el nudo. Y eso la convertía en una testigo útil, pero a mí no me gusta lidiar con gente poco corriente.

—Cuatro chicos y tres chicas —dije yo—. ¿Tres parejas y el que siempre queda suelto? ¿O sólo una pandilla de amigos?

Fiona casi sonrió mirando la foto.

—Una pandilla de amigos, básicamente. Cuando Jenny y Pat comenzaron a salir juntos, las cosas no cambiaron demasiado. Hacía mucho tiempo que todos sabíamos que acabaría pasando.

—Recuerdo que nos comentó que usted soñaba con alguien que la amara del mismo modo que Pat amaba a Jenny —apunté—. ¿Los otros chavales no eran objetivos válidos? ¿No salió nunca con ninguno de ellos?

Se sonrojó; el rubor borró el tono grisáceo de su rostro y lo volvió joven y vital. Por un instante, pensé que era por Pat, que él había ocupado el lugar que otros chicos podrían haber llenado, pero dijo:

—La verdad es que sí. Con Conor… Salimos, pero poco tiempo. Cuatro meses. El verano de mis dieciséis años.

Lo cual, a aquella edad, era casi un matrimonio. Me percaté del leve temblor de los pies de Richie.

—Pero la trataba mal —añadí yo.

El sonrojo se iluminó.

—No. Mal, no. Nunca fue malo conmigo ni nada parecido.

—¿De verdad? La mayoría de los chavales a esa edad pueden ser bastante crueles.

—Conor no lo fue nunca. Era… es un tipo muy dulce. Amable.

—¿Pero…? —quise saber yo.

Fiona se frotó las mejillas como si intentara deshacerse del rubor.

—No sé, me emocionó mucho que me pidiera una cita; siempre me había preguntado si estaba enamorado de Jenny. No por nada que dijera, sólo… No sé, a veces esas cosas se notan. Y luego, cuando empezamos a salir, él… daba la sensación de que… Me refiero a que nos lo pasábamos en grande, nos reíamos mucho, pero él siempre quería hacer cosas con Pat y Jenny, como ir al cine con ellos o ir los cuatro juntos a la playa y ese tipo de cosas. Todo su cuerpo, todos los ángulos de su cuerpo apuntaban en la dirección de Jenny. Y cuando la miraba… se le iluminaba el rostro. Siempre que contaba un chiste, al decir la frase final, la miraba a ella, no a mí…

Y ahí estaba nuestro motivo, el más viejo del mundo. De un modo extraño, era reconfortante saber que yo había estado en lo cierto desde el principio: el viento no había traído aquella desgracia como un temporal asesino que se había estrellado contra los Spain al azar. Había surgido de sus propias vidas.

Prácticamente podía escuchar a Richie zumbando junto a mí de las ganas que tenía de moverse. No lo miré. Dije:

—Usted pensó que en realidad quería salir con Jenny, que salía con usted para estar más cerca de ella.

Intenté suavizarlo, pero igualmente sonó brutal. Fiona se estremeció.

—Supongo que sí. Más o menos. Creo que en parte era eso y en parte Conor esperaba que, si estábamos juntos, seríamos como ellos, como Jenny y Pat. Ellos eran…

En la página enfrentada a la fotografía de grupo había una imagen de Pat y Jenny tomada el mismo día, a juzgar por la ropa. Estaban sentados juntos sobre una tapia, inclinados el uno hacia el otro, mirándose a la cara, con sus narices casi rozándose. Jenny sonreía a Pat; él la miraba con ojos absortos, atentos, felices. El aire que los rodeaba era cálido, blanco y dulce como el verano. A lo lejos, a su espalda, se divisaba una franja de mar azul como las flores.

Fiona suspendió la mano encima de la foto, como si quisiera tocarla pero no pudiera.

—Yo les saqué esta foto —comentó.

—Es muy buena.

—Eran muy fotogénicos. La mayoría de las veces, cuando vas a sacarle una foto a una pareja, has de tener cuidado con el espacio que queda entre ellos, por cómo rompe la luz. Con Pat y Jenny, parecía que la luz no se rompiera nunca, que simplemente atravesara el hueco… Eran muy especiales. Por separado, ambos eran muy populares en la escuela. Pat jugaba muy bien al rugby y Jenny tenía un séquito de pretendientes, pero juntos… Eran de oro. Podría haberme pasado el día mirándolos. Los mirabas y pensabas: «¡Así! ¡Así es como se supone que tiene que ser!».

Peinó las manos entrelazadas de Pat y Jenny con las puntas de los dedos y luego los apartó.

—Conor… Sus padres estaban separados. Su padre vivía en Inglaterra, creo recordar, y nunca hablaba de él. Pat y Jenny eran la pareja más feliz que él había conocido nunca. Era como si quisiera ser ellos y pensara que, si nosotros salíamos juntos, podríamos… Yo entonces no sabía expresar todo esto en palabras, claro, pero después, con el tiempo, pensé que quizá…

—¿Habló con él de aquello? —quise saber.

—No. Me daba vergüenza. Era mi hermana, entiéndalo…

Fiona se pasó las manos por el pelo y se lo echó hacia delante para ocultar sus mejillas.

—Me limité a romper con él. No fue nada trágico. No es que estuviera enamorada de él. Éramos unos críos.

Sin embargo, sí debió de ser algo trágico. «Mi hermana…». Richie apartó su silla y se levantó para encender la tetera eléctrica. Por encima de su hombro comentó, como si tal cosa:

—Recuerdo que nos dijo que Pat sentía celos de los chicos que iban detrás de Jenny cuando todavía eran unos chavales. ¿Se refería a Conor?

Fiona levantó la cabeza ante aquella pregunta, pero Richie estaba sacudiendo un sobrecito de café y mirándola con simple interés.

—No se ponía celoso como usted insinúa. Simplemente… él también se dio cuenta. De manera que, cuando yo rompí con Conor, Pat me llevó aparte un par de días más tarde y me preguntó por qué lo había hecho. Se lo conté todo. Era como un hermano mayor para mí. Y acabamos hablando del asunto.

Richie silbó.

—Cuando yo era más joven —dijo—, si a mi colega le hubiera gustado mi novia, me habría hervido la sangre. Le aseguro que no soy una persona violenta, pero se habría llevado un buen puñetazo en la jeta.

—Creo que Pat también lo pensó. Me refiero a que…

Un destello repentino de alarma.

—Pat tampoco era una persona violenta, nunca lo fue, pero como usted ha dicho… Estaba enfadado. Vino a verme a casa mientras Jenny estaba de compras y, cuando se lo conté, se largó sin más. Se quedó blanco como el papel, el rostro pétreo. La verdad es que me asusté, no porque pensara que pudiera hacerle algo a Conor, porque sabía que no lo haría, pero… Pensé que si todo el mundo se enteraba, la pandilla se separaría y todo sería horrible. Deseé… —Agachó la cabeza y, con voz más baja, mirando a la taza, concluyó—: Deseé haber cerrado el pico. O no haber salido nunca con Conor, para empezar.

—La culpa no fue suya —la consolé—. Usted no podía saberlo. ¿O sí?

Fiona se encogió de hombros.

—Probablemente no. Sin embargo, tenía la sensación de que sí podía. No sé, podía haberme preguntado por qué iba a gustarle yo estando Jenny.

Su cabeza estaba aún más gacha. Y de nuevo, aquel destello de algo profundo y enmarañado que se extendía entre ella y Jenny.

—Imagino que debió de ser bastante humillante —aventuré.

—Sobreviví. Al fin y al cabo, tenía dieciséis años: a esa edad todo es humillante.

Se esforzaba por bromear, pero no lo consiguió. Richie le sonrió al inclinarse sobre su hombro para asir su taza, pero ella se la dio sin mirarlo a los ojos.

—Pat no era el único con derecho a estar enojado. ¿No se enfadó también usted? ¿Con Jenny, con Conor, con ambos?

—Yo no era así. Pensé que era culpa mía, por ser tan boba.

—¿Y Pat no se enfrentó a Conor? —quise saber.

—Creo que no. Ninguno de los dos apareció con moretones ni rasguños, o al menos yo no los vi. No sé exactamente qué sucedió. Pat me llamó al día siguiente y me dijo que no me preocupara por nada, que olvidara que habíamos mantenido aquella conversación. Le pregunté qué había ocurrido, pero lo único que me dijo fue que en adelante no supondría ningún problema.

En otras palabras, Pat había mantenido el control, había lidiado limpiamente con una situación desagradable y había reducido el nivel de dramatismo al mínimo. Entretanto, Conor había sido vencido por Pat, humillado incluso de forma más dolorosa que por Fiona, y ya no le había quedado duda de que no tenía absolutamente ninguna oportunidad con Jenny. Esta vez sí miré a Richie. Andaba enredando con las bolsitas de té.

—¿Y el problema desapareció? —pregunté.

—Sí. Para siempre. Ninguno de nosotros volvió a comentar nada sobre el tema. Conor se mostró más amable de lo normal conmigo durante un tiempo, quizá intentaba compensar que las cosas no hubieran salido bien, aunque lo cierto es que siempre había sido bueno conmigo… Y me llevé la impresión de que mantenía las distancias con Jenny; nada demasiado obvio, pero se aseguraba de no hacer nunca nada a solas con ella, por ejemplo. Pero, básicamente, todo volvió a la normalidad.

Fiona tenía la cabeza gacha, se quitaba bolitas de la manga de la rebeca y aún le quedaba un residuo de sonrojo en las mejillas.

—¿Llegó a descubrirlo Jenny? —le pregunté.

—¿Que rompí con Conor? ¿Cómo no iba a darse cuenta?

—Que él estaba interesado en ella.

Un tono de rojo más subido de nuevo.

—Creo que sí, la verdad. De hecho, creo que lo supo siempre. Yo nunca se lo dije, y Conor tampoco lo hizo, y Pat… Pat es muy protector, no habría querido preocuparla. Pero una noche, un par de semanas después de aquella historia, Jenny entró en mi habitación. Estábamos a punto de meternos en la cama; ella ya llevaba el pijama puesto. Se quedó ahí de pie, toqueteando mis horquillas del pelo, colgándoselas de las puntas de los dedos y demás… Al final le pregunté: «¿Qué pasa?», y ella me contestó: «Siento mucho lo que ha pasado entre Conor y tú». Yo repliqué algo como: «Estoy bien, no importa». Habían pasado semanas y ella ya me había dicho aquello un montón de veces, no sé qué le pasó, pero contestó: «Lo digo en serio. Si ha sido por mi culpa, si pudiera haber hecho algo de manera distinta… Quería decirte que lo siento muchísimo, eso es todo».

Fiona soltó una risa irónica y contenida.

—Las dos nos moríamos de vergüenza. Yo le dije: «No, claro que no ha sido por tu culpa, ¿por qué habría de serlo? Estoy bien, buenas noches…». Lo único que quería era que se marchara. Jenny… Por un instante pensé que iba a añadir algo, así que metí la cabeza en el armario y empecé a lanzar ropa por la habitación, fingiendo buscar algo que ponerme al día siguiente. Cuando volví la vista, ya no estaba. Jamás volvimos a hablar de ello, pero por eso imaginé que sabía lo de Conor.

—Y le preocupaba que usted pensara que lo había estado provocando —observé—. ¿Lo creía así?

—Ni siquiera me paré a pensarlo nunca.

Fiona leyó el signo de interrogación en mi ceja y desvió la mirada.

—Bueno, sí que lo pensé, pero jamás la culpé por… A Jenny le gustaba flirtear. Le gustaba llamar la atención de los chicos. Tenía dieciocho años, ¿cómo no iba a gustarle? No creo que alentara a Conor, pero creo que sabía que a él le gustaba y que a ella eso la divertía. Eso es todo.

—¿Cree que hizo algo relacionado con ese tema? —le pregunté.

Fiona levantó la cabeza de súbito y me clavó la mirada.

—¿Como qué? ¿Como decirle que se apartara? ¿Como enrollarse con él?

—Cualquiera de las dos opciones —repuse de manera insulsa.

—¡Pero si ella salía con Pat! Salían en serio, no era cosa de críos. Estaban enamorados. Y Jenny no es de las que ponen los cuernos… ¡Estamos hablando de mi hermana!

Levanté las manos.

—No dudo ni por un instante que estuvieran enamorados. Pero una adolescente que empieza a darse cuenta de que va a pasar el resto de su vida con el mismo hombre… Es posible que tuviera un ataque de pánico, que pensara que necesitaba pasar un momento con otro muchacho antes de establecerse. Eso no la convertiría en una golfa.

Fiona negaba con la cabeza, con el cabello desordenado.

—Usted no lo entiende. Jenny… Cuando Jenny hace algo, lo hace bien. Aunque no hubiera estado loca por Pat, y lo estaba, jamás le habría puesto los cuernos con nadie, ni siquiera dando un beso.

Decía la verdad, pero eso no significaba que estuviera en lo cierto. Cuando la mente de Conor había empezado a soltar amarras, un beso del pasado podría haberse transformado en un millón de dulces posibilidades que se le escurrían de las manos.

—Entendido —dije yo—. ¿Y respecto a enfrentarse a Conor? ¿Cree que pudo hacerlo?

—No lo creo. ¿Para qué iba a hacerlo? ¿De qué habría servido? Lo único que habría conseguido es avergonzar a todo el mundo y de paso echar a perder quizá la relación entre Pat y Conor. Y Jenny no habría querido que eso sucediese. No le van los dramas.

Richie vertió agua hirviendo en la taza.

—Yo hubiera dicho que la relación entre Pat y Conor ya estaría deteriorada, ¿no? Me refiero a que, aunque Pat no le diera a Conor un par de bofetones aquel día, dudo mucho que fuera un mártir. No creo que continuaran siendo amigos como si nada hubiera sucedido.

—¿Por qué no? Conor no había hecho nada. Era su mejor amigo y no podían permitir que algo así arruinase su relación. ¿Algo de esto es…? ¿Por qué…? No sé, todo eso ocurrió hace once años.

Fiona empezó a mostrarse recelosa. Richie se encogió de hombros y arrojó la bolsita de té a la papelera.

—Lo único que digo es que, si continuaron siendo amigos después de aquello, debían de estar muy unidos. Yo he tenido buenos amigos de joven, pero debo admitir que, de haber vivido una situación semejante, mejor que hubieran puesto tierra de por medio.

—Lo eran. Eran muy amigos. Todos lo éramos, pero lo de Pat y Conor era distinto. Creo…

Richie le ofreció una taza de té recién hecho. Fiona removió la cuchara con aire ausente; se estaba concentrando, buscaba las palabras exactas.

—Siempre creí que se debía a sus padres. El padre de Conor, como ya les he explicado, había desaparecido, y el de Pat falleció cuando él tenía unos ocho años… Y eso marca mucho, sobre todo a los chicos. Los hombres que han tenido que asumir ser el cabeza de familia cuando niños son distintos. Tuvieron que asumir responsabilidades a una edad temprana. Y eso se nota.

Fiona alzó la vista; nuestros ojos se encontraron y, por algún motivo, ella desvió la mirada demasiado rápidamente.

—No sé —continuó—. Tenían eso en común. Supongo que, para los dos, significaba mucho tener cerca a alguien que los entendiera. A veces se iban a dar una vuelta, los dos solos, paseaban hasta la playa o a cualquier otro sitio. Yo solía observarlos. En ocasiones, ni siquiera hablaban; se limitaban a caminar muy juntos, tanto que sus hombros casi se rozaban. Acompasados. Regresaban con aire más tranquilo, más sosegados. Su mutua compañía les sentaba bien a ambos. Y cuando uno tiene un amigo así, puede llegar muy lejos para conservarlo.

El repentino y doloroso latigazo de envidia me pilló por sorpresa. Yo fui un solitario en mis últimos años en la escuela. Me habría sentado bien tener un amigo así.

—Desde luego —confirmó Richie—. Sé que ha comentado que las cosas cambiaron al empezar a estudiar en la universidad, pero supongo que hizo falta algo más para que la pandilla se deshiciera.

—Así fue —respondió Fiona de manera inesperada—. Creo que, cuando eres un crío, estás menos… ¿definido? Pero luego creces y empiezas a decidir qué clase de persona quieres ser, y eso no siempre encaja con la clase de personas en que se están convirtiendo tus amigos.

—Sé a lo que se refiere. Yo sigo viéndome con mis amigos del instituto, pero la mitad de nosotros queremos hablar de conciertos y de la Xbox y la otra mitad se empeña en hablar del color de las cosas de sus bebés. Se producen muchos silencios incómodos.

Richie se deslizó en su asiento, me entregó una taza de café y le dio un buen trago al suyo.

—¿Y qué caminos tomaron?

—Al principio se descolgaron Mac e Ian. Querían ser como los chicos ricos de la ciudad. Mac trabaja para una agencia inmobiliaria e Ian se dedica a algo relacionado con la banca, no sé exactamente qué. Empezaron a ir a sitios superpijos, como el Café en Seine y clubes como el Lillie’s. Cuando quedábamos todos, Ian presumía de cuánto había pagado por cada prenda que llevaba puesta y Mac explicaba a voz en grito que una chica se había abalanzado sobre él la noche anterior y no conseguía quitársela de encima, pero que, como se sentía generoso, había acabado por darle cuerda… Me juzgaban como una tonta por dedicarme a la fotografía, sobre todo Mac; no dejaba de decirme que era una idiota y que nunca me forraría, que debería madurar y que más me valdría vestir con ropa decente para tener la oportunidad de cazar a un ricachón que cuidara de mí. Después, la empresa de Ian lo destinó a Chicago y Mac estaba casi siempre en Leitrim, vendiendo pisos en las grandes urbanizaciones de la zona, y así acabamos perdiendo el contacto. Imaginé…

Hojeó el álbum de fotos y sonrió con tristeza al ver una fotografía de los cuatro muchachos haciendo muecas y gestos de gánster con las manos.

—Me refiero a que mucha gente se volvió como ellos durante el boom de la construcción —prosiguió—. No es que Mac e Ian fueran unos gilipollas, sino que se limitaron a hacer lo que hacía todo el mundo. Imaginé que acabarían cansándose. Ya no son tipos divertidos, pero en el fondo siguen siendo buenas personas. Las personas que te conocen en tu época adolescente, quienes han sido testigos de tu corte de pelo más estúpido y de las cosas más vergonzosas que has hecho en tu vida y aun así siguen queriéndote son irreemplazables, ¿saben? Yo siempre creía que, en algún momento, volveríamos a reunimos. Pero ahora, después de esto… No lo sé.

La sonrisa se había desvanecido.

—¿Conor no iba al Lillie’s con ellos? —pregunté.

Una sombra momentánea de sonrisa revoloteó en su rostro.

—¡Qué va! No era su estilo.

—¿Era un muchacho solitario?

—No era un solitario. Podía estar en el pub divirtiéndose como cualquiera, pero no en un pub como Lillie’s. Conor es un tipo intenso. Nunca se dejó llevar por las modas; afirmaba que eso era permitir que otras personas decidieran por ti y que él era lo bastante mayorcito para tomar sus propias decisiones. Y pensaba que la competición por saber quién tenía la tarjeta de crédito más abultada era una chorrada. Se lo decía a Ian y a Mac, les decía que se estaban convirtiendo en un par de borregos sin neuronas. Y ellos no se lo tomaban demasiado bien.

—Un provocador —observé.

Fiona sacudió la cabeza.

—Provocador no. Sólo… lo que he explicado antes. Dejaron de encajar, y era algo que les preocupaba. Descargaban sus frustraciones los unos en los otros.

Si continuaba insistiendo en la figura de Conor durante mucho más tiempo, empezaría a preguntarse por qué.

—¿Y qué hay de Shona? ¿Cómo dejó de encajar ella?

—Shona…

Fiona se encogió de hombros con un gesto elocuente.

—Shona andará por ahí convertida en la versión femenina de Mac e lan. Bronceado artificial, ropa de marca, muchas amigas con bronceados artificiales y ropa de marca, y dedicadas a criticarlo todo, siempre, con inquina, no como el resto. Cuando nos reuníamos, no dejaba de hacer comentarios socarrones sobre el corte de pelo de Conor, sobre mi ropa, y Mac e lan le reían las gracias. Era divertida, siempre lo fue, pero antes no hacía bromas crueles. Hubo una vez, hace unos cuantos años, en que le envié un mensaje de texto para proponerle que fuéramos a tomar una cerveza, algo normal, sin más. Se limitó a contestarme informándome de que iba a casarse (no nos había presentado a su novio, pero todos sabíamos que estaba forrado) y que se moriría de vergüenza si su prometido la viera alguna vez con alguien como yo, así que ya podía ir repasando las secciones de sociedad de los diarios para ver las fotos de la boda. ¡Adiós!

Otro encogimiento de hombros, corto y seco.

—En el caso de Shona, no creo que cambie nunca.

—¿Y qué hay de Pat y Jenny? —inquirí—. ¿También anhelaban ser los modernos de la ciudad?

El dolor trazó un arco en el rostro de Fiona, pero se desprendió de él con una sacudida rápida de cabeza y agarró su taza.

—Más o menos. No como lan y Mac, pero sí les gustaba ir a esos sitios modernos y vestir como correspondía. Aunque, para ellos, lo más importante era estar juntos. Casarse, comprarse una casa, tener hijos…

—La última vez que hablamos mencionó usted que hablaba con Jenny todos los días, pero que hacía mucho que no se veían. Ustedes también se alejaron. ¿Fue por eso? ¿Porque Pat y ella vivían inmersos en su frenesí doméstico y no encajaba con el suyo?

Se estremeció.

—Suena espantoso. Pero, sí, supongo que así fue. Cuanto más avanzaban por su senda, más se alejaban del resto de nosotros. Cuando nació Emma, empezaron a hablar de cosas como la rutina de acostarla y encontrar la guardería adecuada, y al resto de nosotros todo eso nos quedaba muy lejos.

—Igual que con mi pandilla —se sumó Richie asintiendo—. Caca de bebés y cortinas.

—Sí. Al principio podían contratar a una niñera y venir a tomar unas cervezas, así que al menos los veíamos, pero cuando se mudaron a Brianstown… De todos modos, tampoco sé si les apetecía demasiado salir. Estaban ocupados cuidando de su familia y querían hacerlo bien; no les gustaba emborracharse en bares y llegar a casa bebidos a las tres de la madrugada, ya no. Siempre nos invitaban a ir a visitarlos, pero con la distancia y todos trabajando jornadas interminables…

—Nadie lo hacía. A mí también me ha pasado. ¿Cuándo fue la última vez que la invitaron a visitarlos, lo recuerda?

—Hace ya meses. En mayo o junio. Jenny acabó cansándose de invitarme y que nunca pudiera ir.

Fíona empezaba a apretar la taza entre las manos.

—Debería haberme esforzado por ir a verlos.

Richie sacudió la cabeza, comprensivo.

—No tenía motivo para pensar eso. Usted estaba viviendo su vida y ellos la suya, todo el mundo estaba bien y feliz, porque ellos eran felices, ¿verdad?

—Sí. En los últimos meses andaban algo preocupados por el dinero, pero sabían que al final lograrían solucionarlo. Jenny me lo comentó en un par de ocasiones, y me confesó que no pensaba ponerse histérica porque sabía que la situación terminaría por resolverse, de un modo u otro.

—¿Y usted pensó que estaba en lo cierto?

—Sí, la verdad es que sí. Jenny es así: todo acaba saliéndole bien. Hay gente a quien la vida le sonríe. Lo hacen bien, sin ni siquiera pensar en ello. Y Jenny siempre fue una de esas personas.

Por un instante, vi a Geri en su cocina rodeada de olores, revisando los deberes de Colm mientras le reía una broma a Phil y miraba de reojo la pelota que Andrea iba chutando por la casa; y luego a Dina, con su cabello desgreñado y sus dientes como garras, discutiendo conmigo por cualquier motivo inexistente producto de su imaginación. Me esforcé por no mirar el reloj.

—Sé a lo que se refiere —le dije—. Yo la habría envidiado por ello. ¿Usted lo hacía?

Fiona lo meditó mientras se enroscaba un mechón de cabello alrededor de un dedo.

—Quizá cuando éramos más jóvenes. En la adolescencia, nadie sabe lo que quiere. Y Jenny y Pat siempre sabían qué estaban haciendo. Tal vez ese fuera uno de los motivos por los que acepté salir con Conor; supongo que pensé que, si hacía lo mismo que Jenny, sería como ella, también estaría segura de lo que quería. Y eso me habría gustado.

Se desenrolló el mechón del dedo y lo examinó, haciéndolo girar para atrapar la luz y luego esquivarla. Tenía las uñas mordidas, en carne viva.

—Pero cuando nos hicimos mayores… ya no. No habría querido la vida de Jenny: trabajar de relaciones públicas, casarme a una edad temprana, tener hijos enseguida… nada de eso. Aunque a veces anhelaba querer lo que ella tenía. Todo me habría resultado más sencillo. No sé si esto tiene sentido.

—Tiene todo el sentido del mundo —le respondí.

En realidad, sonaba a lamento adolescente: «Ojalá pudiera hacer las cosas con normalidad, pero soy demasiado especial», si bien me reservé la carga de irritación para mí mismo.

—¿Y qué hay de la ropa de marca? ¿Eso tampoco le interesaba? ¿Ni las vacaciones de lujo? Supongo que debía dolerle ver a Jenny disfrutar de todo eso mientras usted continuaba compartiendo piso y contando hasta el último céntimo.

Negó con la cabeza.

—Yo parecería una idiota vestida con ropa de marca. Y no me muevo por dinero.

—Vamos, señorita Rafferty. A todo el mundo le gusta el dinero. No hay por qué avergonzarse de ello.

—Bueno, no me gusta estar sin blanca. Pero, para mí, el dinero no es lo más importante del universo. Lo que yo quiero es convertirme en una fotógrafa verdaderamente buena, lo bastante buena como para no tener que explicarle a usted nada sobre Pat y Jenny, ni sobre Pat y Conor; lo bastante buena como para que pudiera entenderlo todo con sólo mirar mis fotos. Y si eso requiere invertir unos años trabajando en el estudio de Pierre por un sueldo miserable mientras aprendo, pues me parece bien, me doy por satisfecha. Mi piso es bonito, mi coche funciona y salgo cada fin de semana. ¿Por qué iba a querer más dinero?

—Pues el resto de su pandilla no pensaba lo mismo —apuntó Richie.

—Conor sí, más o menos. A él tampoco le preocupa demasiado el dinero. Se dedica al diseño web y le encanta. Dice que, dentro de cien años, se convertirá en una de las grandes expresiones de arte y estaría dispuesto a trabajar gratis en una web que le interesara. Pero los otros… no. Nunca lo entendieron. Pensaban, y creo que Jenny también, que yo era una inmadura y que tarde o temprano tendría que enfrentarme a la realidad.

—¿Y eso no la enfurecía? —quise saber—. ¿Que sus amigos de siempre y su propia hermana pensaran que lo que usted quería no merecía la pena?

Fiona exhaló y se pasó los dedos por el pelo, intentando encontrar las palabras adecuadas.

—La verdad es que no. Tengo muchos amigos que sí que lo entienden. La pandilla… Sí, me habría gustado que estuviéramos en la misma longitud de onda, pero no los culpé por ello. Por lo que leías en los periódicos y en las revistas y oías en las noticias… era como si lo único que pretendías era estar cómoda y dedicarte a lo que te gustaba, entonces fueras un imbécil o un excéntrico. Se suponía que no tenías que pensar en eso, que lo único que importaba era enriquecerse y comprar una propiedad. Así que no podía enfadarme con los demás por hacer exactamente lo que se suponía que tenían que hacer.

Fiona acarició el álbum.

—Por eso nos distanciamos. No por la edad. Pat, Jenny, Ian, Mac y Shona, todos ellos hacían lo que se suponía que tenían que hacer. Cada uno a su modo, así que también dejaron de verse entre ellos, pero todos querían lo que se suponía que tenían que querer, mientras que Conor y yo queríamos algo distinto. Los demás no lo entendían. Y nosotros no los entendíamos a ellos, no del todo. Así fue como acabó.

Había retrocedido por las páginas del álbum hasta llegar de nuevo a aquella fotografía de los siete sentados sobre la tapia. Su voz no denotaba resentimiento, sólo una cierta tristeza, y una estupefacción indomable sobre lo extraña y definitiva que puede ser la vida.

—No obstante, Pat y Conor sí lograron permanecer unidos, ¿no es cierto? Si Pat le pidió a Conor que fuera el padrino de Emma… ¿O fue decisión de Jenny?

—¡No! De Pat. Ya les he explicado que eran amigos íntimos. Conor fue el testigo de boda de Pat. Siguieron siendo amigos.

Hasta que algo cambió y dejaron de serlo.

—¿Era un buen padrino?

—Sí. Genial.

Fiona sonrió al chaval larguirucho de la fotografía. La idea de explicarle lo sucedido hizo que me estremeciera.

—Solíamos llevar a los niños al zoo juntos, él y yo, y Conor le explicaba a Emma cuentos sobre las alocadas aventuras que vivían los animales cuando cerraban el zoo por la noche… En una ocasión, Emma perdió su osito de peluche, el oso con el que dormía por las noches. Estaba desconsolada. Conor le explicó que el osito había ganado un viaje alrededor del mundo y se hizo con un montón de postales de sitios como Surinam, las islas Mauricio y Alaska… No sé de dónde las sacaría, supongo que las compró por internet… Recortó fotografías de un osito como el de Emma, las pegó a las postales, le escribió mensajes en nombre del osito, como: «Hoy he estado esquiando en esta montaña y me he tomado una taza de chocolate. Un abrazo enorme. Te quiere, Benjy» y se las envió a Emma. Todos los días, hasta que se encaprichó de una muñeca nueva y dejó de añorar al oso, recibió una de aquellas postales.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace unos tres años, diría. Jack era un bebé, así que…

Aquella oleada de dolor volvió a empañarle el rostro. Antes de darle tiempo de empezar a pensar, le pregunté:

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Conor?

Hubo un repentino destello de recelo en sus ojos. El caparazón de la concentración comenzaba a afinarse; sabía que estaba pasando algo, aunque a ella se le escapara. Se reclinó en su silla y cruzó los brazos sobre la cintura.

—No estoy segura. Hace tiempo. Un par de años, supongo.

—¿Conor no estuvo en la fiesta de cumpleaños de Emma el pasado mes de abril?

Sus hombros se tensaron un punto.

—No.

—¿Por qué no?

—Supongo que no pudo ir.

—Acaba de explicarnos que Conor removería cielo y tierra por su ahijada —apunté—. ¿Cómo iba a perderse su fiesta de cumpleaños?

Fiona se encogió de hombros.

—Pregúntenselo a él. Yo no lo sé.

Volvía a toquetearse la manga de la rebeca y no nos miraba. Me recosté, me puse cómodo y aguardé.

Tardó unos minutos. Fiona consultó la hora en su reloj y arrancó algunas bolitas hasta que cayó en la cuenta de que nosotros podíamos seguir esperando. Finalmente, dijo:

—Creo que habían discutido por algo.

Asentí.

—¿Por qué?

Un encogimiento de hombros incómodo.

—Cuando Jenny y Pat compraron la casa, Conor pensó que se habían vuelto locos. Yo era de la misma opinión, pero no querían oírlo, así que lo intenté un par de veces y luego desistí. Aunque no estuviera segura de que fuera a funcionar, eran felices y quería alegrarme por ellos.

—Pero Conor no. ¿Por qué no?

—Él no sabe mantener la boca cerrada y limitarse a asentir y sonreír, ni siquiera cuando más le convendría. Lo considera una actitud hipócrita. Si piensa que algo es una idea de mierda, lo dice.

—¿Y eso molestó a Pat o a Jenny? ¿A ambos quizá?

—A los dos, sí. Dijeron: «¿Cómo, si no, se supone que vamos a escalar en el mercado inmobiliario? ¿Cómo se supone que vamos a comprar una casa de un tamaño decente con un jardín para los niños? Es una inversión magnífica; dentro de unos años se habrá revalorizado y podremos venderla para comprar una en Dublín, pero por ahora… Si fuéramos millonarios nos compraríamos una enorme casa en Monkstown sin dudarlo, pero no es el caso, así que, a menos que Conor esté dispuesto a prestarnos unos cuantos cientos de miles de euros, es lo que vamos a comprar». Les cabreó mucho que no les apoyara en aquello. Jenny no dejaba de decir: «No quiero que me venga con toda esa negatividad; si todo el mundo pensara como él, el país estaría en la ruina; nosotros preferimos pensar en positivo…». Estaba enfadada de verdad. Jenny cree en la capacidad del pensamiento positivo para cambiar las cosas; le pareció que, si seguía escuchándolo, Conor podía echarlo todo a perder. Desconozco los detalles, pero creo que al final hubo una enorme discusión. Después de aquello, Conor dejó de aparecer y ellos dejaron de mencionarlo. ¿Por qué? ¿Qué importa eso?

—¿Conor seguía sintiendo algo por Jenny? —le pregunté.

Era la pregunta del millón de dólares, pero Fiona me miró como si no hubiera oído ni una palabra de lo que había dicho.

—De eso hace una eternidad. Eran cosas de críos, por el amor de Dios.

—Las cosas de críos pueden ser bastante poderosas. Hay mucha gente que nunca olvida su primer amor. ¿Cree que Conor podría ser una de esas personas?

—No tengo ni idea. Tendrán que preguntárselo a él.

—¿Y qué hay de usted? —quise saber—. ¿Continúa sintiendo algo por él?

Había imaginado que me echaría encima la caballería al oír aquella pregunta, pero se paró a meditar la respuesta, se inclinó sobre el rostro de Conor en el álbum y volvió a toquetearse el pelo con los dedos.

—Depende de lo que entienda por «sentir algo» —respondió—. Lo echo de menos, sí. Y a veces pienso en él. Hemos sido amigos desde que yo tenía unos once años. Y eso es importante. Pero no es que me consuma la melancolía por haberlo perdido. No me gustaría volver a salir con él, si eso es lo que quiere saber.

—¿Y no se le ocurrió mantener el contacto con él después de que se peleara con Pat y Jenny? Por lo que cuenta, suena como si tuviera usted más cosas en común con él, a fin de cuentas.

—Lo cierto es que lo pensé, sí. Dejé pasar un tiempo, por si Conor necesitaba serenarse (no quería inmiscuirme), pero luego lo llamé un par de veces. No me devolvió las llamadas, así que no insistí. Tal como le he dicho, Conor no era el centro de mi mundo. Supuse que, al igual que con Mac e Ian, en algún momento volveríamos a encontrarnos.

No era así como ella había imaginado aquella reunión.

—Gracias —respondí—. Eso podría sernos de utilidad.

Fui a recoger el álbum, pero Fiona extendió una mano para detenerme.

—¿Me permite… un segundo…?

Me aparté y la dejé. Se acercó el álbum y lo rodeó con sus antebrazos. La habitación estaba en silencio; oí el tenue siseo de la calefacción central desplazándose a través de las paredes.

—Aquel verano… —empezó Fiona.

No parecía que nos lo explicara a nosotros. Tenía la cabeza inclinada sobre la foto, el cabello le caía en cascada.

—Nos reímos tanto… El helado… Había un quiosquito de helados junto a la playa. Nuestros padres solían llevarnos allí cuando éramos niños. Aquel verano, el heladero nos explicó que el propietario le había aumentado el alquiler a una cifra astronómica y que no podía pagarlo. Al parecer, el propietario quería obligarlo a marcharse para poder vender el terreno y construir no sé qué, oficinas o apartamentos, algo así. Todo el mundo estaba indignado: aquel lugar era una institución. Allí era donde a los niños pequeños se les compraba su primer helado, donde ibas en tu primera cita… Pat y Conor dijeron: «Sólo hay un modo de que pueda continuar con el negocio: veremos cuántos helados somos capaces de comernos». Aquel verano nos comimos un helado cada día. Era como una misión. Cuando nos habíamos comido el primer lote, Pat y Conor desaparecían y venían con una segunda tanda de cucuruchos, y todos les gritábamos para que nos los apartaran de nuestra vista; ellos se tronchaban de risa y nos decían: «Venga, tenéis que hacerlo, es por una buena causa, hay que luchar contra el sistema…». Jenny decía que se iba a poner gorda como una vaca y que Pat se arrepentiría, pero se comía los helados igualmente. Todos lo hacíamos.

Peinó la fotografía con el dedo, entreteniéndose en el hombro de Pat y en el cabello de Jenny, hasta acabar posándolo sobre la camiseta de Conor. Con un triste susurro cercano a una risa, leyó: «Yo voy a Jojo’s». Por un instante, Richie y yo contuvimos el aliento. Luego Richie preguntó, como si tal cosa:

¿Jojo’s era la heladería, verdad?

—Sí. Aquel verano repartimos unas chapas para que la gente mostrara su apoyo al heladero. Ponía «Yo voy a Jojo’s» y tenía un cucurucho dibujado. Medio Monkstown las llevaba, incluso las viejecitas. Una vez, incluso vimos a un cura con una.

Su dedo se movió y destapó una mancha pálida sobre la camiseta de Conor. Era pequeña y lo bastante borrosa como para que no nos hubiéramos fijado en ella. Todos llevaban camisetas de colores vivos y, en algún punto, en el cuello, en el pecho o en la manga, una de aquellas chapas.

Me agaché para pescar algo de la caja de cartón; saqué la pequeña bolsa de muestras que contenía la chapa oxidada que habíamos encontrado oculta en el cajón de Jenny. Se la pasé a Fiona por encima de la mesa.

—¿Es esta una de las chapas?

—Madre mía, no puedo creerlo… —respondió Fiona con dulzura.

Inclinó la chapa hacia la luz en busca de la imagen a través del tiempo y del polvo para detectar huellas que no había revelado ninguna pista.

—Sí, lo es. ¿Es de Pat o de Jenny?

—No lo sabemos. ¿Quién de los dos es más probable que la hubiera conservado?

—No estoy segura. La verdad es que no habría pensado que ninguno de los dos lo hiciera. A Jenny no le gusta el desorden, Pat no es tan sentimental como para guardar algo así. Es más práctico. Él actúa, como con los helados, pero no conservaría una chapa de recuerdo. Quizá la olvidara entre un montón de cosas… ¿Dónde estaba?

—En la casa —respondí.

Alargué una mano para asir la bolsa, pero Fiona la retuvo, presionando aquella chapa entre sus dedos a través del plástico.

—¿Qué…? ¿Por qué la necesitan…? ¿Tiene algo que ver con…?

—En las fases preliminares de la investigación, tenemos que presumir que todo podría ser relevante —le aclaré.

Antes de darle tiempo a insistir, Richie preguntó:

—¿Y funcionó la campaña? ¿Lograron salvar la heladería?

Fiona sacudió la cabeza.

—Qué va. El tipo vivía en Howth o algo parecido; le importaba un comino que todo Monkstown se dedicara a clavar alfileres en un muñeco de vudú. Y, aunque hubiéramos muerto de un empacho de tanto comer helados, Jojo’s no habría podido pagar el alquiler que le pedía. Creo que, en el fondo, de alguna manera, sabíamos que era una batalla perdida. Sólo queríamos…

Le dio la vuelta a la chapa entre sus manos.

—Aquello sucedió el verano antes de que Pat, Jenny y Conor entraran en la universidad. Y supongo que también sabíamos que todo empezaría a cambiar cuando lo hicieran. Creo que Pat y Conor emprendieron la campaña porque querían que aquel verano fuera especial. Era el último verano. Creo que pretendían que todos conserváramos algo bueno en el recuerdo, que, al echar la vista atrás, tuviéramos anécdotas tontas que contar, que pudiéramos preguntarnos: «¿Os acordáis de cuando…?».

No volvería a pensar lo mismo sobre aquel verano.

—¿Usted conserva aún la chapa de Jojo’s?

—No lo sé. Quizá esté por algún sitio. Tengo un montón de cosas guardadas en cajas en el desván de casa de mi madre. Detesto desprenderme de mis cosas. Pero hace años que no las reviso. Muchísimo tiempo.

Alisó el plástico sobre la chapa durante un momento y luego me la tendió.

—Cuando no la necesite, si Jenny no la quiere, ¿podría quedármela?

—Estoy seguro de que encontraremos una solución.

—Gracias —dijo Fiona—. Me gustaría.

Tomó aire para apartarse de aquel lugar bañado por los cálidos rayos del sol y las risas incontenibles y comprobó la hora en su reloj.

—Debería marcharme. ¿Es eso…? ¿Hay algo más que pueda hacer por ustedes?

Richie me miró a los ojos, interrogante.

Tendríamos que volver a hablar con Fiona: necesitábamos que Richie continuara siendo el poli bueno, el que no hurgaba en sus heridas.

—Señorita Rafferty —dije con voz queda, inclinándome sobre mis codos—, tengo que explicarle algo.

Se quedó helada. La mirada de espanto en sus ojos era elocuente: «Por favor, más no».

—El hombre a quien hemos arrestado —anuncié— es Conor Brennan.

Fiona me miró de hito en hito. Cuando pudo, respondió, debatiéndose por coger aire:

—No. Esperen. ¿Conor? ¿Qué…? ¿Por qué lo han arrestado?

—Por el ataque contra su hermana y los asesinatos de su familia.

Las manos de Fiona saltaron; por un instante creí que iba a cubrirse los oídos con ellas, pero volvió a apoyarlas en la mesa. Con una voz plana y dura, como un ladrillo cayendo sobre una piedra, dijo:

—No. Conor no lo hizo.

Estaba tan segura como lo había estado sobre Pat. Necesitaba estarlo. Si alguno de ellos era el culpable, su pasado y su presente quedarían reducidos a unas ruinas magulladas y sangrientas. Aquel luminoso paisaje de helados y bromas compartidas, de carcajadas sobre una tapia, su primer baile, su primera copa y su primer beso, todo aquello quedaría contaminado como un arma nuclear, sería intocable.

—Ha confesado —añadí.

—Me da igual. Ustedes… ¡Joder! ¿Por qué no me lo han dicho antes? Han dejado que permaneciera aquí sentada hablando sobre él, diciendo tonterías, con la esperanza de que revelara algo que pudiera empeorar las cosas para él… Menuda mierda. Si Conor ha confesado, es sólo porque le han estado confundiendo como han hecho conmigo. Él no ha cometido esos crímenes. Esto es una locura.

Las chicas buenas de clase media no hablan así a los detectives, pero Fiona estaba demasiado enfadada para advertírselo. Tenía los puños cerrados sobre la mesa y su rostro parecía pálido y resquebrajado, como una concha reseca sobre la arena. Al verla así me dieron ganas de hacer algo, lo que fuera, cuanto más tonto mejor: retirarlo todo, empujarla hasta la puerta para que se largara, colocar su silla contra la pared para no tener que mirarla a los ojos…

—No sólo está la confesión —aclaré—. Tenemos pruebas que la sustentan. Lo lamento muchísimo.

—¿Qué tipo de pruebas?

—Me temo que no podemos revelárselas. Pero no nos referimos a pequeñas coincidencias a las cuales pueda encontrarse una explicación sencilla. Hablamos de pruebas sólidas, indiscutibles, incriminatorias. Pruebas.

El rostro de Fiona se volvió inescrutable. Vi que su mente iba al mil por hora.

—De acuerdo —dijo al cabo de un minuto. Apartó su taza sobre la mesa y se puso en pie—. Tengo que regresar junto a Jenny.

—No revelaremos su nombre a la prensa hasta que presentemos cargos contra el señor Brennan. Y preferiríamos que usted tampoco se lo mencionara a nadie. Y eso incluye a su hermana.

—No tenía previsto hacerlo.

Agarró su abrigo del respaldo de la silla y se lo puso.

—¿Cómo salgo de aquí?

Le abrí la puerta.

—Estaremos en contacto —le anuncié, pero Fiona no alzó la vista.

Avanzó por el pasillo apresuradamente, con la barbilla hundida en el pecho, como si ya estuviera protegiéndose del frío.