Capítulo 10

Richie y yo nos limitamos a avanzar por las calles deshabitadas, agarrando a nuestro hombre por los codos, como si estuviéramos ayudando a un colega a llegar a casa tras una noche de borrachera. Ninguno de los tres pronunció una sola palabra. Si les colocaras unas esposas y las metieras en un coche patrulla, la mayoría de las personas tendrían algunas preguntas que hacer; pero aquel tipo no. Lentamente, el sonido del mar fue amainando y cedió terreno al resto de la noche, a los desgarradores alaridos de los murciélagos y al viento que agitaba los retales de lona olvidados, mientras los débiles y distantes gritos de los adolescentes rebotaban en el hormigón y el ladrillo. En algún momento lo oí tragar saliva y pensé que nuestro hombre podía estar llorando, pero no volví la vista para comprobarlo. Ya había quemado bastantes cartuchos.

Lo acomodamos en el asiento trasero del coche, y Richie se apoyó en el capó mientras yo me alejaba unos metros para efectuar unas llamadas: enviar a la patrulla de refuerzos en busca de un coche estacionado en algún lugar no muy apartado de la urbanización; comunicarle a la refuerzo que servía de cebo que ya podía regresar a casa, y poner en conocimiento del oficial de guardia que necesitaríamos tener acondicionada una sala de interrogatorios. Después, regresamos a Dublín en silencio. Dejamos atrás la negritud encantada de la urbanización, los esqueletos de los andamios que parecían surgir de la nada y recortarse afilados contra el cielo estrellado; avanzamos a velocidad constante por la autopista, donde los faros de los coches cobraban vida y desaparecían en un pestañeo, cual ojos de gato, y la luna mantenía su cadencia a un lado, inmensa y vigilante; por último, poco a poco, los colores y el movimiento de la ciudad fueron construyendo la realidad a nuestro alrededor, con sus borrachos y sus puestos de comida rápida, y el mundo regresó a la vida fuera de aquellas ventanillas selladas.

La sala de la brigada estaba en calma; quedaban sólo los dos agentes de guardia, que alzaron la vista de sus respectivos cafés para ver quién había estado de caza aquella noche y qué había atrapado. Condujimos a nuestro hombre hasta la sala de interrogatorios. Richie le quitó las esposas y le leyó sus derechos en un tono aburrido, como si no fuera más que un trámite burocrático sin sentido. Al oír la palabra «abogado», el tipo volvió la cabeza con violencia; cuando le coloqué el bolígrafo en la mano, firmó sin formular una sola pregunta. Su firma era un garabato espasmódico en la cual no se leía nada más que la inicial, «C». Recogí la hoja y me largué.

Lo observamos desde la sala de vigilancia, a través del espejo unidireccional. Era la primera vez que lo miraba de verdad. Tenía el cabello castaño y corto, los pómulos marcados, el mentón picudo con una barba rojiza de dos días; llevaba una trenca negra desgastada por el uso, un jersey gris grueso de cuello vuelto y unos tejanos desteñidos, el equipamiento perfecto para una noche al acecho. Calzaba unas botas de montaña: sus zapatillas deportivas habían desaparecido. Era mayor de lo que yo había imaginado y más alto: debía de tener veintitantos años y medir en torno a un metro ochenta, pero estaba tan flaco que parecía encontrarse en los últimos estadios de una huelga de hambre. Era esa delgadez lo que lo hacía parecer más joven, bajo e inofensivo, una ilusión que posiblemente le abrió las puertas de la casa de los Spain.

No tenía cortes ni moretones visibles, pero podían estar perfectamente ocultos bajo la ropa. Subí el termostato de la sala de interrogatorios unos cuantos grados.

Era agradable verlo en aquel lugar. A la mayoría de nuestras salas de interrogatorios les convendría un buen lavado de cara, pero yo las adoro, hasta el último centímetro. Nuestro territorio juega en nuestro favor. En Broken Harbour, aquel tipo había sido una sombra que se movía a través de las paredes, un aroma yodado a sangre y agua marina, con fragmentos de luz de luna en sus pupilas. Aquí era sólo un hombre. Cuando los encierras entre cuatro paredes, todos lo son.

Se sentó encorvado, rígido, en la incómoda silla, con la vista clavada en sus puños, apoyados sobre la mesa, mientras se preparaba para la tortura. Ni siquiera echó un vistazo a la habitación, al linóleo del suelo afeado por las quemaduras de cigarrillo y los chicles pegados, a las paredes cubiertas de grafitis, a la mesa y al archivador atornillados al suelo ni a la desabrida luz roja de la cámara que lo observaba desde lo alto de una esquina, para saber a qué se enfrentaba.

—¿Qué sabemos de él? —pregunté.

Richie lo miraba con tanta intensidad que tenía prácticamente la nariz pegada al espejo.

—No consume nada. Por lo flaco que está, pensé que podía ser heroinómano, pero no es el caso.

—No en este momento, al menos. Un punto a nuestro favor: si conseguimos que hable, no podrá alegar que estaba bajo el efecto de las drogas. ¿Qué más?

—Es un tipo solitario y nocturno.

—Bien. Todo apunta a que se siente más cómodo manteniendo las distancias que estableciendo un contacto cercano con otras personas: se divertía observando y entró en casa de los Spain cuando se ausentaban, en lugar de hacerlo cuando estaban dormidos. Así que, cuando llegue el momento de intimidarlo, tendremos que acercarnos a él, acercarnos mucho a su rostro, los dos al mismo tiempo. Y, puesto que es de hábitos nocturnos, nos conviene mantenerlo en vela hasta el amanecer, cuando empiece a desfallecer. ¿Algo más?

—No lleva alianza. Lo más probable es que viva solo, así evita que nadie se dé cuenta de que pasa la noche fuera y le pregunte en qué anda metido.

—Lo cual, en lo que nos concierne, tiene su lado bueno y su lado malo. No contaremos con ningún compañero de piso que testifique que llegó a casa a las seis de la madrugada del martes y que puso en marcha la lavadora con un programa de cuatro horas, pero, por otro lado, tampoco habrá tenido que preocuparse de ocultar sus cosas para que nadie las descubra. De modo que, cuando localicemos dónde vive, existe la posibilidad de que nos haya dejado algún regalito, como la ropa manchada de sangre o el bolígrafo de la luna de miel. Quizá se lo llevó a modo de trofeo la pasada noche.

El tipo se removió, se restregó la cara y se frotó la boca con torpeza. Tenía los labios hinchados y cuarteados, como si hiciera mucho tiempo que no bebía agua.

—No tiene un trabajo que le ocupe de nueve de la mañana a cinco de la tarde —continuó Richie—. Podría estar en paro o ser autónomo, o quizá trabaja por turnos o a media jornada, algo que le permite pasar la noche en ese nido cuando le apetece, sin tener que matarse a trabajar al día siguiente. A juzgar por la ropa que lleva, diría que es de clase media.

—Yo también. Además, no está fichado; recuerda que sus huellas no figuraban en los registros. Probablemente, ni siquiera conozca a nadie que esté fichado. Debe de sentirse desorientado y asustado. Y eso es bueno, pero tenemos que reservarnos esa baza para cuando la necesitemos. Nos interesa que esté lo más relajado posible, comprobar cuán lejos llegamos por ese camino y luego, en el último momento, darle un susto de muerte. Lo bueno es que no se largará antes de que eso suceda. Es un tipo de clase media, probablemente respete la autoridad y no conozca el sistema… Se quedará hasta que lo echemos de una patada.

—Sí. Probablemente.

Richie, ausente, dibujaba figuras abstractas en el vaho que su aliento había dejado en el vidrio.

—Y, por el momento, eso es todo lo que puedo figurarme sobre él. ¿Sabes una cosa? Este individuo es lo bastante organizado como para establecer esa guarida y lo bastante desorganizado como para no molestarse en desmantelarla después. Es lo bastante inteligente como para entrar en esa casa y lo bastante tonto como para huir con las armas. Tiene autocontrol suficiente para haber aguardado durante meses, pero no es capaz de contenerse ni siquiera dos noches tras el asesinato antes de regresar a su escondite… y debía de saber que estaríamos vigilándolo, es nuestro trabajo. No consigo entenderlo.

Además de todo eso, el tipo parecía demasiado frágil para haber cometido aquel crimen. Pero a mí no me engañaba. Muchos de los depredadores más brutales a los que he atrapado parecían dulces como gatitos; justo después de asesinar se muestran siempre mansos, porque están exhaustos y saciados.

—No tiene más autocontrol que un babuino —desmentí—. Ninguno de ellos lo tiene. Todos hemos deseado matar a alguien en algún momento de nuestras vidas, y no pretendas decirme que tú eres la excepción. Lo que diferencia a estos tipos de nosotros es que no se reprimen. Si rascas un poco la superficie, descubrirás que son animales, animales que gritan, arrojan mierda y arrancan pescuezos. A eso es a lo que nos enfrentamos. Nunca lo olvides.

Richie no parecía convencido.

—¿Crees que estoy siendo demasiado duro con ellos? —le pregunté—. ¿Que la sociedad no los ha tratado bien y que debería sentir algo más de compasión por ellos?

—No exactamente. Es sólo que…, si no es capaz de controlarse ¿cómo logró reprimirse durante tanto tiempo?

—No lo hizo —respondí yo—. Hay algo que se nos escapa.

—¿A qué te refieres?

—Tal como muy bien has dicho, este tipo se pasó unos cuantos meses, y es probable que fueran muchos, espiando a los Spain; además puede que se colara esporádicamente en su hogar cuando se ausentaban. Sin embargo, eso no es una prueba de su sorprendente autocontrol, es simplemente todo lo que necesitaba para saciar su sed. Y luego, de repente, salió como una fiera de su zona de seguridad y saltó de los prismáticos al contacto directo. Eso no brotó de la nada. Algo tuvo que ocurrir la pasada semana, algo grave, diría. Y necesitaremos averiguar qué fue.

En la sala de interrogatorios, nuestro hombre se frotó los ojos con los nudillos y clavó la vista en sus manos como si buscara sangre o lágrimas.

—Y te diré algo más —añadí—. Se siente emocionalmente muy conectado con los Spain.

Richie dejó de dibujar.

—¿De verdad lo crees? Yo pensaba que, por cómo había mantenido las distancias, no se trataba de algo personal…

—No. Si fuera un profesional, ahora mismo estaría en su casa: habría comprendido que no está bajo arresto y se habría negado a entrar en el coche patrulla. Y tampoco es un sociópata que los concebía como un objetivo aleatorio que, por lo que fuera, se le antojó divertido. La muerte indolora que les propició a los niños y la brutalidad empleada en el asesinato de los adultos, esa manera de destrozarle la cara a Jenny… todo ello demuestra que sentía algo por ellos. A su juicio había establecido una relación íntima con ellos. Es más que probable que la única interacción real que tuvieran se limitara al hecho de haber cruzado una sonrisa con Jenny en la cola del supermercado, pero, en su cabeza al menos, existía un vínculo entre ellos.

Richie volvió a echar vaho al cristal y se concentró en sus dibujos, esta vez más lentos.

—Hablas como si estuvieras seguro de que es nuestro hombre —dijo—, ¿no es cierto?

—Es demasiado pronto para afirmarlo con certeza —respondí.

No sabía cómo decirle que el martilleo en mis oídos había alcanzado tales proporciones en el coche, con aquel individuo a mi espalda, que había temido incluso que nos saliéramos de la carretera. Aquel hombre impregnaba el aire que lo rodeaba de maldad, de un olor intenso y repelente como la naftalina, como si lo hubieran empapado en ella.

—Pero si lo que quieres es conocer mi opinión, entonces sí. Por supuesto que sí. Es nuestro hombre.

El tipo levantó la cabeza como si me hubiera oído y sus ojos, abotargados y ribeteados de un rojo que se antojaba doloroso, se deslizaron por la estancia. Por un instante, se posaron en el espejo. Quizá había visto suficientes series policíacas en televisión para saber de qué se trataba; quizá lo que había notado revolotear en mi cabeza había logrado atravesarme el cráneo y llegar hasta él para chillarle al oído como un murciélago y advertirle de mi presencia. Por primera vez, enfocó la mirada, como si pudiera clavar sus ojos en los míos. Respiró hondo y tensó la mandíbula. Estaba listo.

Tenía tantas ganas de entrar en aquella sala que sentía un picor irrefrenable en las puntas de los dedos.

—Dejaremos que se pregunte qué sucede durante otros quince minutos —anuncié—. Luego entrarás tú.

—¿Yo solo?

—Contigo se sentirá menos amenazado que conmigo. Eres más o menos de su misma edad.

Además, también estaba la diferencia de clase: un chico de clase media denostaría fácilmente a un chaval de los suburbios como Richie tildándolo de pobretón engreído. Los muchachos se habrían quedado boquiabiertos si me hubieran visto dejar que un novato iniciara solo aquel interrogatorio, pero Richie no era un novato normal y corriente, y tenía la sensación de que se precisaban dos hombres para el trabajo.

—Limítate a apaciguarlo, Richie. Eso es todo. Averigua su nombre, si puedes. Llévale una taza de té. No menciones el caso y, por lo que más quieras, no permitas que solicite la presencia de un abogado. Te concederé unos pocos minutos y luego entraré yo. ¿De acuerdo?

Richie asintió.

—¿Crees que conseguiremos arrancarle una confesión? —preguntó.

La mayoría nunca confiesa. Puedes mostrarles sus huellas impresas en el arma, las manchas de sangre de la víctima en su ropa y las imágenes del circuito cerrado de televisión en las que aparece aporreándola la cabeza, y aun así seguirán proclamándose inocentes, injuriados y aullarán porque se les ha tendido una trampa. En nueve de cada diez sujetos, el instinto de autoconservación es mucho más profundo que el pensamiento. Uno reza siempre por dar con esa décima persona cuyo instinto presenta una grieta, un resquicio por donde algo circula más hondamente: la necesidad de ser entendido, de complacer, a veces incluso la conciencia. Ruegas por dar con esa persona que, en lo más profundo de su ser, no quiere salvarse, la persona que se coloca al borde de un precipicio y tiene que combatir por refrenar el impulso de saltar. Y cuando detectas esa grieta, presionas.

—Ese es nuestro objetivo. El comisario llega a las nueve; eso nos da un margen de seis horas. Tengamos la confesión lista para entregársela cuando llegue, bien envuelta y atadita con un lazo.

Richie asintió de nuevo. Se quitó la chaqueta y tres jerséis gruesos y los dejó sobre una silla, tras lo cual volvió a parecer un adolescente escuálido y desgarbado vestido con una camiseta azul marino de manga larga desgastada de tantos lavados. Permaneció en pie junto al cristal, sin moverse, y observó al tipo encorvarse aún más sobre la mesa hasta que yo comprobé mi reloj y le dije:

—Vamos, entra.

Entonces se pasó una mano por el pelo para alborotárselo, cogió dos vasos de agua y salió.

Lo hizo bien. Entró ofreciéndole un vaso al tipo y excusándole con un:

—Lo siento, pensaba traerte un poco de agua antes, pero me han entretenido… ¿Te apetece? ¿O prefieres una taza de té?

Hablaba con un acento más marcado: a Richie también se le había ocurrido explotar la diferencia de clases.

Nuestro hombre se había sobresaltado cuando oyó abrirse la puerta y aún intentaba recuperar el aliento. Negó con un movimiento de cabeza.

Richie se le acercó; tenía el aspecto de un adolescente de quince años.

—¿Estás seguro? ¿Y un café?

Otra negación con la cabeza.

—Fantástico. Si quieres un poco más de agua, házmelo saber. ¿De acuerdo?

El tipo asintió y alargó la mano para coger el vaso de agua. Aquel movimiento desestabilizó por un momento la silla.

—Ah, espera —dijo Richie—. Ha querido darte la silla coja.

Una mirada rápida y subrepticia hacia la puerta, como si yo pudiera encontrarme tras ella.

—Ten, cámbiala por esta.

Nuestro hombre avanzó arrastrando los pies con torpeza. Quizá no apreciara ninguna diferencia (puesto que las salas de interrogatorio se equipan a propósito con sillas incómodas), pero, con una voz tan baja que apenas pude oírlo, contestó:

—Gracias.

—No hay de qué. Soy el detective Richie Curran.

Richie le tendió la mano. Nuestro hombre no se la estrechó.

—¿Tengo que decirle mi nombre?

Tenía una voz grave y uniforme, agradable de escuchar, con un ligero matiz ronco, como si no la hubiera utilizado demasiado recientemente. El acento no me reveló nada: podría ser originario de cualquier sitio.

Richie pareció sorprendido.

—¿Prefieres no hacerlo? ¿Por qué no ibas a decírmelo?

Al cabo de un momento, el tipo dijo para sí mismo:

—Va a dar igual…

Entonces se dirigió a Richie y, con un apretón de manos mecánico, añadió:

—Conor.

—¿Conor qué?

Una fracción de segundo.

—Doyle.

No era su nombre verdadero, pero poco importaba. Por la mañana localizaríamos su casa o su coche, o ambos, y los destriparíamos hasta dar con su carné de identidad, entre otras cosas. Lo único que necesitábamos por el momento era poder llamarlo de algún modo.

—Encantado de conocerte, señor Doyle. El detective Kennedy llegará dentro de un momento y podremos comenzar.

Richie apoyó el trasero en la esquina de la mesa.

—Deja que te diga que estoy encantado de que aparecieras. Me moría de ganas de largarme de allí, de verdad. Sé que hay gente que paga un dineral por acampar junto al mar y todo eso, pero el campo no es lo mío, no sé si me entiendes.

Conor se encogió de hombros; un movimiento tímido, espasmódico.

—Es tranquilo.

—No soy muy amante de la tranquilidad. Soy un urbanita; a mí, dame el ruido y el tráfico de un día cualquiera. Y además, hacía un frío del carajo. ¿Tú eres de por ahí?

Conor levantó la vista con gesto brusco, pero Richie andaba bebiendo agua y mirando distraídamente hacia la puerta, dándole conversación mientras esperaba a que yo llegara.

—No hay nadie originario de Brianstown —respondió Conor—. La gente acaba de mudarse a esa zona.

—Sí, eso es lo que preguntaba, si tú vivías ahí. Yo no lo haría ni por todo el oro del mundo.

Aguardó, con fingida curiosidad inocua, en calma, hasta que Conor respondió.

—No. En Dublín.

Así que no era un lugareño. Richie había desmontado un ángulo de la investigación y nos había ahorrado un montón de trabajo innecesario. Alzó su vaso en señal de brindis, jovial.

—¡Hurra por los dublineses! No existe un lugar mejor. Ni siquiera los caballos más salvajes podrían arrastrarnos fuera de este sitio, ¿no crees?

Otro encogimiento de hombros.

—A mí me gustaría vivir en el campo. Depende.

Richie pescó una silla con el tobillo y se la acercó para apoyar los pies, acomodándose para charlar.

—¿En serio? ¿De qué depende?

Conor se frotó la mandíbula con una mano, con fuerza, intentando ordenar sus pensamientos: Richie lo empujaba para desequilibrarlo, para intentar minar su concentración.

—No lo sé. Si tuviera familia. Así los niños tendrían espacio para jugar.

—Ah —dijo Richie, apuntándolo con un dedo—. Eso es, ya lo entiendo. Yo soy soltero: necesito vivir cerca de algún lugar donde pueda tomarme una copa y conocer a chicas. No sé pasar sin eso, ¿sabes?

Hacer que entrara solo había sido una buena idea. Se mostraba tan relajado como si estuviera tomando el sol en la playa y lo estaba haciendo de maravilla. Me apostaba lo que fuera a que Conor había entrado en aquella sala con la intención de mantener la boca cerrada, durante años si era preciso. Todos los detectives, incluso Quigley, tienen algún don, algo que hacen mejor que ningún otro: todos sabemos a quién llamar si queremos que el experto tranquilice a un testigo o que alguien lo intimide un poco. Pero Richie tenía uno de los dones más escasos que existen: era capaz de hacer creer a un testigo, contra toda evidencia, que no eran más que dos personas charlando, tal como habíamos conversado mientras aguardábamos en aquel escondite; Richie no veía un caso a punto de ser resuelto ni a un tipo malvado que merecía pasar el resto de su vida entre rejas por el bien de la sociedad, sino a otro ser humano. Y era bueno saberlo.

—Al final, uno acaba cansándose de salir —replicó Conor—. Cuando te haces mayor, deja de apetecerte.

Richie levantó las manos.

—Te tomo la palabra, amigo. Pero ¿qué es lo que te apetece entonces?

—Tener un hogar. Una esposa, hijos, un poco de paz. Las cosas sencillas de la vida.

La aflicción se arrastró por su voz, lenta y pesada, como una sombra que acecha bajo las aguas oscuras. Por primera vez sentí un destello de compasión por aquel tipo. La náusea que lo acompañó estuvo a punto de llevarme a irrumpir en la sala de interrogatorios para camelármelo.

Richie cruzó los dedos índice y corazón en el aire.

—Espero que tú sientes cabeza antes que yo —dijo alegremente.

—Espera y verás.

—Tengo veintitrés años. Aún falta mucho para que mi reloj biológico se ponga en marcha.

—Espera. Las discotecas, todas esas chicas maquilladas para parecer exactamente iguales, la gente que se emborracha para actuar como alguien que no es… Transcurrido cierto tiempo, todo eso te dará asco.

—¡Ah! Estás quemado, ¿eh? ¿Qué ocurrió? ¿Te llevaste a casa a una tía buena y te despertaste con un adefesio? —preguntó Richie sonriendo.

—Quizá. Algo parecido —respondió Conor.

—A mí también me ha pasado, tío. Las gafas de la cerveza son malas consejeras. Pero entonces, si no te gusta salir de discotecas, ¿dónde vas a ligar?

Un encogimiento de hombros.

—No salgo mucho.

Empezaba a volver el hombro hacia Richie y lo dejaba fuera de mi campo de visión: era hora de pisar el acelerador. Irrumpí en la sala de interrogatorios con estrépito; abrí de un portazo, hice girar una silla y la coloqué justo delante de Conor. Richie se apartó de la mesa y, con gesto rápido, se sentó a mi lado. Me recosté en el asiento y me arremangué los puños.

—Conor —dije—, no sé nada de ti, pero me gustaría solucionar esto lo antes posible para que todos podamos dormir un poco esta noche. ¿Qué te parece?

Alcé una mano para frenarlo antes de que tuviera tiempo de responder.

—Eh, espera un poco, Speedy González. Seguro que tienes mucho que decir, pero ya te llegará el turno. Primero, deja que comparta unas cuantas cosas contigo.

Deben aprender que ahora te pertenecen, que, a partir de este momento, eres tú quien decide cuándo hablan, beben, fuman, duermen y mean.

—Soy el detective Kennedy, este es el detective Curran y tú estás aquí para responder algunas preguntas. No estás arrestado, ni mucho menos, pero necesitamos mantener una conversación contigo. Estoy seguro de que sabes de qué va todo esto.

Conor sacudió la cabeza en una única y rotunda negación. Volvía a retraerse en aquel silencio calculado pero, por el momento, no me importaba.

—Venga tío —le espetó Richie en tono de reproche—. No mientas. ¿De qué crees que va esto? ¿Del Robo del Siglo?

No hubo respuesta.

—Déjelo en paz, detective Curran. Sólo hace lo que le han dicho, ¿no es cierto, Conor? Yo le he pedido que aguarde su turno y eso es lo que está haciendo. Así me gusta. Lo mejor es que tengamos las reglas claras desde un buen principio.

Apoyé los dedos en la mesa y los examiné atentamente.

—Bien, Conor, supongo que pasar la noche con nosotros no es lo que más feliz te hace. Lo entiendo. Pero si lo piensas detenidamente, si prestas verdadera atención, te darás cuenta de que esta es, en realidad, tu noche de suerte.

Me lanzó una mirada de pura incredulidad.

—Es cierto, amigo mío —proseguí—. Sabes tan bien como nosotros que no deberías haber acampado en esa casa porque no te pertenece, ¿verdad?

Nada.

—O quizá me equivoque y —añadí, con una media sonrisa—, si contactamos con la constructora, tal vez nos informe de que has abonado un buen fajo de billetes en concepto de fianza. ¿Tú qué crees? ¿Te debemos una disculpa, amigo? ¿Es tuya esa propiedad?

—No.

Chasqueé la lengua y le hice un gesto admonitorio con el dedo.

—Eso me parecía. Has sido un chico travieso: el mero hecho de que nadie viva en esa casa, hijo, no te autoriza a trasladar allí tu saco y tu equipaje. Eso también se considera allanamiento de morada, ¿lo sabías? La ley no te resta ni un día sólo porque te apetezca pasar una temporada de vacaciones en una casa que nadie utilizaba.

Le sermoneé durante un buen rato con la esperanza de que Conor rompiera su silencio, cosa que parecía a punto de hacer.

—No forcé ninguna entrada. Sólo entré en la casa.

—¿Y si dejamos que sean los abogados quienes expliquen por qué eso es lo de menos? Si la situación llega a tal extremo, claro, aunque dudo que lo haga —señalé alzando un dedo—. Porque, tal como te he dicho, Conor, eres un joven muy afortunado. De hecho, al detective Curran y a mí no nos interesa presentar cargos por allanamiento, al menos no esta noche. Digámoslo de este modo: cuando un par de cazadores salen en mitad de la noche, lo hacen con la intención de capturar presas grandes. Si lo único que encuentran es, no sé, un conejo, lo atrapan; pero si ese conejo los pone sobre la pista de un oso pardo, dejarán que el conejo regrese brincando a su madriguera mientras ellos van en busca del oso. ¿Me sigues?

Conor me contestó con una mirada de repugnancia. Mucha gente me toma por un imbécil pomposo que adora el sonido de su propia voz, lo cual me parece estupendo. Adelante, despréciame; adelante, baja la guardia.

—Lo que intento decirte es que, metafóricamente hablando, amigo, tú eres un conejo. De manera que, si puedes ponernos sobre la pista de una presa de más envergadura, dejaremos que te largues dando saltitos de felicidad. De lo contrario, tu confundida cabecita acabará decorando la repisa de la chimenea.

—¿Ponerles sobre la pista de qué?

El destello agresivo de su voz, por sí solo, me habría revelado que no necesitaba preguntarlo, pero lo pasé por alto.

—Buscamos información —le dije— y tú eres el hombre indicado para proporcionárnosla. Porque resulta que, cuando elegiste una casa para acampar, tuviste un golpe de suerte. Supongo que te habrás dado cuenta de que tu nidito da directamente a la cocina de la casa número nueve de Ocean View Rise. Debía de ser como si tuvieras tu propio canal de telerrealidad conectado las veinticuatro horas del día los siete días de la semana.

—El canal de telerrealidad más aburrido del mundo —apostilló Richie—. ¿No habrías preferido encontrar un club de striptease? ¿O un grupo de jovencitas que deambularan por la casa enseñando las tetas?

Le apunté con un dedo.

—No sabemos si era aburrido, ¿no es cierto? Eso es precisamente lo que queremos averiguar. Conor, amigo, dínoslo tú. ¿Es aburrida la familia que vive en el número nueve?

Conor analizó la pregunta, sopesando el riesgo.

—Una familia normal. Un hombre y una mujer. Una niña y un niño pequeños —dijo al final.

—Nada de gilipolleces, Sherlock. Eso ya lo hemos averiguado nosotros; por algo nos llaman «detectives». ¿Cómo son? ¿Cómo pasan el tiempo? ¿Se llevan bien? ¿Se pasan el día acurrucados o discuten a grito pelado?

—No había gritos. Solían…

Esa aflicción removiéndose otra vez, siniestra y masiva bajo su voz.

—Solían jugar a muchas cosas.

—¿A qué jugaban? ¿Al Monopoly?

—Ahora entiendo por qué los escogiste —intervino Richie, poniendo los ojos en blanco—. Por la emoción, ¿no?

—En una ocasión, construyeron un fuerte en la cocina con cajas de cartón y mantas. Jugaban a indios y vaqueros, los cuatro juntos; el hombre llevaba a los críos a caballito y ella les pintó la cara con carmín, como si fueran pinturas de guerra. Por las noches, después de acostar a los niños, el hombre y la mujer solían sentarse en el jardín y compartir una botella de vino. Ella le masajeaba la espalda. Reían.

Era el discurso más largo que le habíamos oído pronunciar. Se moría por hablar acerca de los Spain, si se le presentaba la oportunidad. Asentí, saqué mi cuaderno de notas y mi bolígrafo y dibujé unos garabatos que podrían pasar por notas.

—Eso está muy bien, Conor. Es exactamente lo que nos interesa saber. Continúa. ¿Dices que son felices? ¿Forman un buen matrimonio?

—Diría que eran un matrimonio hermoso. Hermoso —respondió Conor con voz queda.

«Eran».

—¿Nunca viste que el hombre le hiciera nada malo a la mujer?

Volvió la cabeza bruscamente hacia mí. Sus ojos eran verdes y fríos como el agua en medio de aquella hinchazón roja.

—¿Como qué?

—Explícamelo tú.

—Solía colmarla de regalos: detalles, chocolatinas, libros, velas. A ella le gustaban las velas. Se besaban cuando se cruzaban en la cocina. Después de tantos años juntos, seguían estando locos el uno por el otro. Él habría muerto antes que hacerle daño a ella. ¿Entendido?

—Soooo, para. De acuerdo —dije, levantando las manos—. Tenía que preguntarlo.

—Pues ahí tiene su respuesta.

Ni siquiera pestañeó. Bajo la sombra de la barba, su piel parecía basta, quemada por el sol, como si hubiera pasado mucho tiempo expuesto al frío aire marino.

—Y te lo agradezco. Para eso estamos aquí, para conocer los hechos.

Anoté algo en mi cuaderno, con esmero.

—¿Y los niños? ¿Cómo son?

—Ella —dijo Conor con el dolor impreso en su voz, a punto de aflorar a la superficie— era como una muñequita, una muñequita de cuento. Siempre vestía de rosa. Tenía unas alitas, alas de hada…

—¿«Ella»? ¿Quién es «ella»?

—La niñita.

—Vamos, amigo, déjate de juegos. Conoces perfectamente sus nombres. ¿Me vas a decir que nunca se llamaron a gritos en el jardín? ¿Que la madre nunca llamó a los niños para que entraran en casa cuando la cena estaba lista? Utiliza sus nombres, por favor. Soy demasiado viejo para no confundirme con todos esos «él» y «ella».

Conor respondió en voz baja, como si quisiera pronunciar su nombre con delicadeza:

—Emma.

—Muy bien. Continúa explicándonos cosas de Emma.

—Emma. Le encantaba hacer tareas domésticas: se ponía su delantalito y preparaba bollos de cereales. Tenía una pequeña pizarra; alineaba a sus muñecas delante de ella y jugaba a ser maestra; les enseñaba el abecedario. También intentaba enseñar a su hermano, pero era incapaz de estarse quieto: esparcía las muñecas por el suelo y se marchaba. La niña era muy pacífica, alegre por naturaleza.

Otra vez ese «era».

—¿Y su hermano? ¿Cómo es?

—Ruidoso. Siempre reía y gritaba. No pronunciaba palabras inteligibles, sólo gritaba por hacer ruido, porque le parecía tan divertido que se tronchaba de risa. Él…

—Su nombre.

—Jack. Solía desperdigar las muñecas de Emma por el suelo, ya lo he dicho, pero luego la ayudaba a recogerlas y les daba besos para reconciliarse con ellas. Les ofrecía sorbitos de su vaso de zumo. En una ocasión, Emma no fue a la escuela porque estaba enferma, acatarrada o algo así, y él se pasó todo el día llevándole cosas: sus propios juguetes, su manta… Eran unos niños dulces, los dos. Buenos niños. Fantásticos.

Richie movía los pies bajo la mesa, aunque se esforzaba por no hacerlo. Me coloqué el bolígrafo entre los dientes y examiné mis notas.

—Debo señalar algo interesante, Conor. Hablas todo el tiempo en pasado. «Solían jugar en familia», Pat «solía» colmarla de regalos… ¿Hubo algún cambio?

Conor clavó la mirada en el reflejo que le devolvía el espejo, como si estuviera midiéndose con un extraño volátil y peligroso.

—Pat perdió su empleo.

—¿Cómo lo sabes?

—Pasaba el día en casa.

Y lo mismo había hecho Conor, lo cual indicaba que él tampoco era una abejita obrera.

—¿Y después de eso se acabaron los jueguecitos de indios y vaqueros? ¿Los arrumacos en el jardín?

De nuevo aquel destello gris y gélido.

—Cuando la gente pierde su empleo, queda destrozada. No sólo Pat. Mucha gente.

Un rápido movimiento de defensa: no supe determinar si hablaba en nombre de Pat o en el suyo propio. Asentí pensativo.

—¿Es así como lo describirías? ¿Dirías que estaba destrozado?

—Quizá.

El sedimento de recelo empezaba a acumularse de nuevo y le tensaba la espalda.

—¿Y qué te dio esa impresión? Ponnos un ejemplo.

Levantó un solo hombro en lo que podría haberse interpretado como un encogimiento de indiferencia.

—No me acuerdo.

La rotundidad de su voz me reveló que no tenía planeado acordarse. Me recosté en la silla y fingí tomar notas, sin prisa, dándole tiempo para que se tranquilizara. El aire empezaba a caldearse y se volvía denso y rasposo como la lana, opresivo. Richie respiró sonoramente y se abanicó con la camiseta, pero Conor no pareció darse cuenta. Seguía con el abrigo puesto.

—Pat perdió su empleo hace algunos meses. ¿Cuándo empezaste tú a pasearte por Ocean View? —le pregunté.

Un segundo de silencio.

—Hace un tiempo.

—¿Un año? ¿Dos?

—Quizá un año. Quizá algo menos. No llevo la cuenta.

—¿Y con qué frecuencia vas?

Una pausa más larga esta vez. El recelo empezaba a cristalizar.

—Depende.

—¿De qué?

Un encogimiento de hombros.

—Escucha, no te pido que me facilites una hoja con los horarios, Conor. Nos basta con una aproximación. ¿Cada día? ¿Una vez a la semana? ¿Una vez al mes?

—Un par de veces a la semana, quizá. Menos, probablemente.

Lo cual significaba día sí y día no, como poco.

—¿A qué hora? ¿Durante el día o durante la noche?

—De noche, generalmente. A veces de día.

—¿Y qué me dices de anteanoche? ¿Visitaste tu casita de vacaciones?

Conor se reclinó en la silla, se cruzó de brazos y clavó la vista en el techo.

—No me acuerdo.

Fin de la conversación.

—Está bien —repliqué asintiendo con la cabeza—. Si no te apetece que hablemos de eso ahora, no hay problema. Podemos hablar de otra cosa. Hablemos de ti. ¿A qué te dedicas cuando no estás echándote un sueñecito en casas abandonadas? ¿Tienes un empleo?

Silencio por respuesta.

—Venga, tío —le dijo Richie, poniendo los ojos en blanco—. No nos compliques la vida. ¿Qué crees que vamos a hacerte? ¿Arrestarte por ser técnico informático?

—No soy técnico informático. Soy diseñador web.

Y un diseñador web habría tenido conocimientos de informática más que suficientes para borrar el historial del ordenador de los Spain.

—¿Lo ves, Conor? ¿A que no ha sido tan difícil? El diseño web no es nada de lo que avergonzarse. Se gana bastante dinero.

Una risotada nasal y seca dirigida al techo.

—¿Eso cree?

—La recesión —dijo Richie, chasqueando los dedos y señalando a Conor—. ¿Estoy en lo cierto? Te iba fantásticamente, tu carrera había despegado, y entonces vino la crisis y ¡bang!, al paro.

Otra vez esa media carcajada áspera.

—¡Qué más quisiera! Soy autónomo. Yo no cobro prestación por desempleo; cuando me quedé sin trabajo, me quedé sin dinero.

—¡Joder! —espetó Richie de repente, con los ojos como platos—. ¿Te has quedado sin casa, tío? Porque quizá podamos echarte una mano con eso. Yo podría hacer algunas llamadas…

—No soy un indigente. Estoy bien.

—No hay razón para avergonzarse. En los tiempos que corren, mucha gente…

—Yo no.

Richie lo miró con escepticismo.

—¿Ah no? ¿Y vives en una casa o en un piso?

—En un piso.

—¿Dónde?

—En Killester.

En el norte: perfecto para desplazarse con asiduidad a Ocean View.

—¿Y con quién lo compartes? ¿Con tu novia? ¿Con colegas?

—Con nadie. Vivo solo, ¿de acuerdo?

Richie levantó las manos.

—Eh, sólo intentaba ayudar.

—Pues no necesito tu ayuda.

—Tengo una pregunta, Conor —apunté yo, haciendo girar el bolígrafo entre los dedos y observándolo con interés—. ¿En tu piso hay agua corriente?

—¿Y a usted qué le importa?

—Soy policía. Soy curioso. ¿Hay agua corriente?

—Sí. Fría y caliente.

—¿Y electricidad?

—¡Joder! —exclamó Conor mirando al techo.

—Vigila ese lenguaje, amigo. ¿Hay electricidad?

—Sí. Electricidad, calefacción, una cocina, hasta un microondas. ¿Quién es usted, mi madre?

—Nada más lejos de la realidad, colega. Porque mi pregunta es, si tienes un agradable y acogedor pisito de soltero equipado con todo tipo de comodidades y hasta un microondas, ¿por qué demonios te pasas las noches meando por la ventana en una ratonera helada en Brianstown?

Se produjo un silencio.

—Vas a tener que darme una respuesta, Conor —agregué.

Apretó la mandíbula.

—Porque sí. Porque me gusta.

Richie se puso en pie, se desperezó y empezó a dar vueltas por la sala con esas zancadas grandes de rodillas inquietas que insinúan problemas en cualquier callejón.

—Con eso no nos basta, amigo. Porque, y detenme si no lo sabías, hace dos noches, cuando tú «no recuerdas» qué estabas haciendo, alguien entró en casa de los Spain y los asesinó.

Ni siquiera se molestó en fingir sorpresa. Sus labios se tensaron como si intentara reprimir un calambre, nada más.

—Así que, como es natural, estamos interesados en cualquiera que tenga vínculos con los Spain, en especial cualquiera cuyo vínculo sea lo que podría calificarse de extraordinario, y yo diría que tu casita de muñecas encaja perfectamente en esa descripción. Es más, diría que estamos muy interesados. ¿Tengo razón, detective Curran?

—Fascinados, sí —replicó Richie por encima del hombro de Conor—. Esa es la palabra que buscaba.

Intentaba provocar a Conor. Sus andares no lo intimidaban, ni mucho menos, pero sí lo desconcentraban y le impedían atrincherarse en su silencio. Empecé a darme cuenta de que me gustaba trabajar con Richie, cada vez más.

—«Fascinados» lo describiría a la perfección, sí. Y tampoco sería descabellado decir que estamos «obsesionados». Hay dos niños muertos. Personalmente, y no creo estar solo en esto, pienso hacer todo lo que esté en mi mano para meter entre rejas al hijo de puta que los mató. Y me gustaría pensar que cualquier ciudadano de bien haría lo mismo.

—Desde luego —respondió Richie con aprobación, mientras describía círculos cada vez más tensos y rápidos—. Estás con nosotros, ¿verdad, Conor? Eres un ciudadano de bien, ¿no es cierto?

—No tengo ni idea.

—Entonces averigüémoslo, ¿de acuerdo? —repliqué complacído—. Empezaremos por lo siguiente: en el transcurso del último año, más o menos, durante el tiempo en que has estado allanando esa propiedad (ya sé que no llevabas la cuenta exacta, claro, que simplemente te gustaba pasar el rato allí), ¿viste a algún indeseable deambular por Ocean View?

Un encogimiento de hombros.

—¿Eso es un no?

Nada. Richie suspiró sonoramente y empezó a frotar las suelas de goma de sus zapatillas contra el linóleo, provocando con cada paso que daba unos chirridos horrorosos. Conor se encogió sobresaltado.

—Sí. Es un no. No vi a nadie.

—¿Y qué me dices de anteanoche? Porque, dejémonos de gilipolleces, Conor: estabas allí. ¿Viste a alguien interesante?

—No tengo nada que decirles.

Arqueé las cejas.

—¿Quieres saber algo, Conor? Lo dudo mucho. Porque yo sólo veo dos opciones. O bien viste lo que ocurrió, o bien tú eres lo que ocurrió. Si es lo primero, será mejor que empieces a hablar ahora mismo. Y, si es lo segundo…, bueno, es el único motivo para que quieras mantener la boquita cerrada. ¿No es cierto?

Las personas tienden a reaccionar cuando se las acusa de asesinato. Él se limitó a pasarse la lengua por los dientes e inspeccionarse la uña del pulgar.

—Si se te ocurre alguna otra opción que no haya contemplado, amigo, te invito a que la compartas con nosotros. Todas las aportaciones serán gustosamente recibidas.

La zapatilla de Richie chirrió a unos pocos centímetros por detrás de Conor y lo sobresaltó.

—Ya se lo he dicho, no tengo nada que contar. Decidan ustedes sus opciones; no es asunto mío —contestó con cierto nerviosismo en la voz.

Aparté mi bolígrafo y mi cuaderno de notas de un manotazo y me incliné sobre la mesa, acercándome mucho a su rostro, obligándolo a mirarme.

—Claro que lo es, amiguito. Absolutamente. Porque el detective Curran y yo y las fuerzas policiales de este país, todos y cada uno de nosotros, estamos trabajando para echarle el guante al hijo de puta que masacró a esa familia. Y tú estás justo en nuestro punto de mira. Tú eres el único que estaba allí sin ningún motivo aparente, tú eres quien ha estado espiando a los Spain durante un año y quien no deja de contarnos sandeces mientras cualquier hombre inocente del mundo procuraría ayudarnos… ¿Y qué crees que nos dice eso de ti?

Un encogimiento de hombros.

—Pues que eres un maldito asesino, amigo. Y yo diría que eso sí es asunto tuyo.

Se le tensó la mandíbula.

—Si eso es lo que creen, no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

—Vamos, hombre —dijo Richie alzando los ojos al cielo—, no nos vengas ahora con el rollo autocompasivo.

—Llámelo como le apetezca.

—Venga ya. Puedes hacer un montón de cosas por nosotros. Para empezar, podrías echarnos una mano: explícanos todo lo que ocurría en casa de los Spain, y espero que encontremos algo que pueda resultarnos de ayuda. De lo contrario, ¿qué vas a hacer? ¿Quedarte aquí sentado y hundirte en la miseria como un chaval a quien han pillado fumándose un porro? Madura un poco, tío. Lo digo en serio.

Richie se ganó una mirada de desprecio, pero Conor no mordió el anzuelo. Mantuvo la boca cerrada.

Me retrepé en la silla, me ajusté el nudo de la corbata y suavicé un poco el tono, fingiendo curiosidad.

—¿Estamos equivocados, Conor? Quizá no sea lo que parece. A fin de cuentas, el detective Curran y yo no estábamos allí; podrían haber sucedido un montón de cosas que desconocemos. Tal vez ni siquiera se trate de un asesinato premeditado; podría haber sido un homicidio involuntario. Quizá empezó como defensa propia y las cosas se salieron de madre. Estoy dispuesto a aceptarlo. Pero no puedo hacerlo a menos que tú nos cuentes tu versión de la historia.

—No hay ninguna jodida historia —dijo Conor mirando un punto indeterminado por encima de mi cabeza.

—Desde luego que sí. Eso está fuera de toda discusión, ¿no crees? La historia, por ejemplo, podría ser: «No estuve en Brianstown aquella noche y esta es mi coartada». O bien: «Estuve allí y vi a un extraño merodeando. Su descripción es la siguiente». O incluso: «Los Spain me sorprendieron dentro de su casa, vinieron a por mí y tuve que defenderme». O también: «Estaba fumando un porro tranquilamente en mi escondite cuando todo se fundió en negro y lo siguiente que recuerdo es estar en mi bañera cubierto de sangre». Cualquiera de esas respuestas nos serviría, pero necesitamos oírla. De otro modo, tendremos que pensar en lo peor, como seguramente ya sabes.

Silencio, un silencio tan testarudo que casi podías verlo dándote codazos. Hoy en día, sigue habiendo detectives que habrían solucionado el problema con unos cuantos puñetazos en los riñones, ya fuera durante una visita al lavabo o mientras la cámara de vídeo se estropeaba misteriosamente. En el pasado, cuando era más joven, me sentí tentado de hacerlo en un par de ocasiones, pero jamás cedí al impulso (soltar hostias es para imbéciles como Quigley, que no cuentan con nada más en su arsenal) y hacía mucho tiempo que lo tenía bajo control. Pero, sumido en aquella quietud densa y calurosa, por primera vez entendí lo delgada que era la línea y la facilidad con que podía cruzarse. Las manos de Conor estaban agarradas al borde de la mesa, unas manos fuertes y grandes, de largos dedos, unas manos nervudas con los tendones muy marcados y las cutículas mordidas hasta sangrar. Pensé en lo que habían hecho, en la almohada de gatitos de Emma y en la mella en sus dientes, en los rizos de Jack, suaves y rubios, y sentí deseos de machacarle aquellas manos con una maza hasta que quedaran hechas picadillo. La sola idea hizo que me palpitara la sangre en la garganta. Me horrorizó descubrir cuánto lo anhelaba y lo simple y natural que se me antojaba aquel deseo.

Me esforcé por aplacarlo y esperé a que mi ritmo cardíaco se ralentizara. Luego suspiré y sacudí la cabeza, más apenado que enojado.

—Conor, Conor, Conor. ¿Qué crees que vas a conseguir con esto? Dime eso, al menos. ¿Crees sinceramente que nos vamos a dejar impresionar por tu actuación, que vamos a enviarte a casita y que vamos a olvidarnos de todo? ¿Crees que voy a decirte: «Me gustan los hombres que se aferran a sus convicciones, amigo, así que olvidémonos de esos atroces asesinatos»?

Su vista se clavó en el aire, con los ojos entrecerrados y la mirada fija. El silencio se ensanchó. Empecé a tararear en voz baja, repiqueteando con los dedos en la mesa; Richie se apoyó en el borde de la mesa y se dedicó a sacudir las rodillas y hacer crujir los nudillos con auténtica devoción, pero a Conor parecía traerle sin cuidado. Apenas parecía consciente de nuestra presencia.

Finalmente, Richie se desperezó y bostezó exageradamente, con naturalidad, y comprobó la hora en su reloj.

—Venga, tío, ¿pretendes que nos pasemos aquí toda la noche? —preguntó—. Porque si es así, yo necesito un café para mantenerme despierto. ¡Esto mejora por momentos!

—No piensa contestarte, detective. Nos está castigando con su silencio —tercié yo.

—¿Y podemos dejar que siga castigándonos mientras vamos a la cafetería? Te juro que voy a caer dormido aquí mismo si no me tomo un café.

—No veo por qué no. Este saco de mierda está consiguiendo que se me revuelva el estómago.

Cerré el bolígrafo con un clic.

—Conor, si necesitas que se te pase el enfurruñamiento antes de hablar con nosotros como un ser humano adulto, adelante, pero no vamos a quedarnos aquí sentados mirándote hasta que eso ocurra. Lo creas o no, no eres el centro del universo. Tenemos cosas más urgentes que hacer que contemplar a un hombre hecho y derecho comportarse como un crío consentido.

Ni un pestañeo. Prendí el bolígrafo de mi bloc de notas, me los guardé en el bolsillo y me di una palmadita encima.

—Regresaremos cuando tengamos un momento. Si necesitas ir al baño, puedes dar un golpe en la puerta y confiar en que alguien te oiga. Nos vemos.

De camino a la puerta, Richie recogió el vaso de Conor de la mesa, sujetando con delicadeza la base entre los dedos pulgar e índice. Se lo señalé a Conor y le dije:

—Dos de nuestras cosas preferidas: huellas dactilares y ADN. Gracias, amigo. Nos has ahorrado un montón de tiempo y quebraderos de cabeza.

Le guiñé un ojo, le hice un gesto con los pulgares en alto y cerré la puerta de un portazo a nuestra espalda.

* * *

En la sala de observación, Richie preguntó:

—¿Ha estado bien que propusiera salir de ahí? He pensado que… No sé, me ha parecido que habíamos topado con un muro y me he figurado que resultaría más fácil finiquitarlo sin perder la credibilidad. ¿Ha estado bien?

Se frotaba un tobillo con el otro pie y parecía ansioso. Saqué una bolsa de pruebas del armario y se la entregué.

—Has estado bien. Y tienes razón: era el momento de reorganizarse. ¿Alguna sugerencia?

Introdujo el vaso en la bolsa de pruebas y echó un vistazo alrededor en busca de un bolígrafo; le presté el mío.

—Sí. ¿Quieres que te diga una cosa? Me suena de algo. Su cara me suena.

—Llevas mirándolo mucho rato, es tarde y estás hecho polvo. ¿Estás seguro de que la mente no te está jugando una mala pasada?

Richie se agachó junto a la mesa para etiquetar la bolsa.

—Sí, estoy seguro. Lo he visto antes. Me pregunto si sería cuando trabajaba en Antivicio.

La sala de observación se regula por el mismo termostato que la sala de interrogatorios. Me aflojé la corbata.

—No tiene antecedentes.

—Lo sé, y me acordaría si lo hubiera arrestado. Pero ya sabes cómo va esto: le echas el ojo a un tipo y sabes que oculta algo, pero no tienes nada para pillarlo, de manera que te limitas a conservar su cara en la memoria hasta que vuelve a aparecer. Me pregunto si…

Richie sacudió la cabeza, insatisfecho.

—Déjalo en segundo plano, ya te vendrá. Y, cuando lo haga, házmelo saber. Necesitamos identificar a ese tipo cuanto antes. ¿Algo más?

Richie escribió las iniciales en la bolsa, lista para entregarla al laboratorio de pruebas, y me devolvió el bolígrafo.

—Sí. Opino que no conseguiremos nada provocándolo, no con este individuo. Hemos conseguido que se molestara, eso desde luego, pero cuanto más se enfada, más calla. Necesitamos abordar el interrogatorio desde otro ángulo.

—Así es —convine—. Tus intentos por distraerlo han surtido efecto, has estado bien, pero no conseguiremos que nos lleven más lejos. E intimidarlo tampoco funcionará. Me equivocaba en una cosa: no nos tiene miedo.

Richie negó con la cabeza.

—No. Se mantiene a la defensiva y sabe que está en una situación difícil, pero no está asustado… Y debería estarlo. Yo diría que es virgen; no se comporta como si conociera el procedimiento. Todo esto debería haber hecho que se cagara en los pantalones, y me pregunto por qué no es así.

En la sala de interrogatorios, Conor seguía inmóvil y tenso, con las manos extendidas sobre la mesa. Era imposible que nos oyera, pero de todos modos bajé la voz.

—Está demasiado seguro de sí mismo. Cree que ha cubierto sus huellas, imagina que no tenemos nada contra él a menos que confiese.

—Quizá, sí. Pero tiene que saber que hay un equipo entero peinando esa casa con un cepillo de púas finas en busca de cualquier rastro que haya podido dejar. Y eso debería preocuparle.

—Muchos de esos tipos son unos capullos arrogantes. Se creen más listos que nosotros. No te preocupes por eso; a largo plazo, acabará revirtiendo en nuestro favor. Esos son los que se desmontan cuando les sacas algo que no pueden negar.

—¿Qué sucederá si…? —empezó a preguntar Richie con timidez, pero se detuvo.

Tenía la vista fija en la bolsa y la hacía girar adelante y atrás, sin mirarme.

—Nada.

—¿Qué sucederá si qué? —le insistí.

—Me preguntaba qué sucederá si tiene una coartada sólida y sabe que antes o después toparemos con ella…

—¿Te refieres a que quizá se sienta seguro porque sabe que es inocente? —inquirí.

—Sí. Básicamente.

—Eso es imposible, chaval. Si tuviera una coartada, ¿por qué no iba a contárnosla y largarse a casa? ¿Crees que nos está siguiendo el juego por mera diversión?

—Podría ser. No parece que le encantemos…

—Aunque fuera inocente como un corderito, e insisto en que no lo es, no debería mostrarse tan frío. Las personas inocentes se asustan tanto como las culpables, muchas veces incluso más, porque no son capullos arrogantes. Lógicamente, no debería ser así, pero no hay manera de hacérselo entender.

Richie alzó la mirada y enarcó una ceja con aire interrogativo.

—Si no han hecho nada malo, no tienen nada que temer. Pero a veces hay otros aspectos que les preocupan.

—Supongo, claro. —Se frotaba un lado de la mandíbula, en el punto en que a estas alturas ya debería haberle aparecido una barba incipiente—. No obstante, tengo otra pregunta. ¿Por qué no acusa a Pat? Le hemos ofrecido una docena de oportunidades para hacerlo. Sería lo más fácil: «Ah, sí, detective, ahora que lo menciona, Pat perdió la chaveta cuando se quedó sin trabajo, le propinaba palizas a su mujer y pegaba a los críos, incluso lo vi amenazarlos con un cuchillo la semana pasada…». No es tonto; seguramente se ha percatado de que tenía oportunidad de hacerlo. ¿Por qué no la habrá aprovechado?

—¿Por qué crees que he ido abriéndole esas puertas? —le pregunté.

Richie se encogió de hombros avergonzado, con un gesto difícil de interpretar.

—No lo sé —contestó.

—¿Creías que estaba siendo descuidado y que he tenido suerte de que ese tipo no se aprovechara? Pues te equivocas, muchacho. Ya te lo he dicho antes de entrar: ese tal Conor cree que tiene un vínculo con los Spain. Y nosotros necesitamos saber qué tipo de vínculo. Quizá Pat le cerrara el paso en la autopista, ahora lo culpa de todos sus problemas y cree que su suerte no cambiará hasta que esté muerto y enterrado, o quizá cruzara unas pocas palabras con Jenny en alguna fiesta y decidió que estaban hechos el uno para el otro.

Conor no se había movido. La luz blanca fluorescente hacía brillar el sudor de su rostro y lo volvía ceroso y alienígena, un náufrago de otro planeta, a muchos más años luz de lo que podríamos imaginar.

—Y hemos obtenido nuestra respuesta —continué—: A su modo retorcido, Conor Comosellame se preocupa por los Spain. Por los cuatro. No ha acusado a Pat porque no lo arrojaría al fango ni siquiera para salvarse a sí mismo. Cree que los quería. Y así es como vamos a atraparlo.

Lo dejamos solo durante una hora. Richie llevó el vaso a la sala de pruebas y se hizo con un café aguado de regreso: el café de la comisaría surte básicamente efecto por el poder de la sugestión, pero aun así es mejor que nada. Contacté con las patrullas de refuerzo para informarme de su situación: estaban inspeccionando los alrededores de la urbanización; habían localizado una docena de automóviles aparcados, todos ellos con motivos legítimos para encontrarse en la zona, y empezaban a parecer cansados. Les ordené que prosiguieran la búsqueda. Richie y yo nos metimos de nuevo en la sala de observación, con las mangas remangadas y la puerta abierta de par en par, y nos dedicamos a observar a nuestro hombre.

Eran casi las cinco de la madrugada. En el pasillo, dos agentes del turno de noche se pasaban una pelota de baloncesto y se lanzaban puyas el uno al otro para mantenerse despiertos. Conor permanecía sentado en su silla, quieto, con las manos en las rodillas. Durante un rato movió los labios, como si recitara para sí, con un ritmo constante y regular.

—¿Está rezando? —preguntó Richie en voz baja, a mi lado.

—Esperemos que no. Si Dios le dice que mantenga el pico cerrado, vamos a tenerlo difícil.

En la sala de la brigada, la pelota golpeó un escritorio con estrépito, uno de los muchachos hizo un comentario ocurrente y el otro rompió a reír. Conor suspiró y una profunda oleada de aliento le infló el cuerpo antes de desplomarse de nuevo. Había dejado de murmurar; parecía estar sumiéndose en una suerte de trance.

—Entremos —anuncié.

Entramos haciendo ruido, dicharacheros, abanicándonos con hojas de declaración y quejándonos del calor, le ofrecimos una taza de café templado y le advertimos que sabía a orines: lo pasado, pasado está, volvíamos a ser amigos. Volvimos a pisar territorio seguro con el fin de no perderlo, pasamos un rato perfilando los aspectos que ya habíamos cubierto: ¿alguna vez viste a Pat y Jenny discutir?, ¿viste si se gritaban?, ¿viste a alguno de los dos pegar a los niños…? La oportunidad de hablar de los Spain atrajo a Conor fuera de su zona de silencio; a juzgar por sus palabras, en comparación con los idealizados Spain, la empalagosa vida de la Tribu de los Brady podría haber protagonizado uno de esos grotescos programas de testimonios. Cuando abordamos sus horarios («¿a qué hora sueles llegar a Brianstown?», «¿hacia qué hora te quedas dormido?»), la memoria empezó a fallarle de nuevo. Comenzaba a sentirse seguro, a pensar que sabía cómo funcionaba esto. Era hora de dar un paso adelante.

—¿Cuándo fue la última vez que puedes confirmar haber estado en Ocean View?

—No me acuerdo. Quizá el pasado…

—Ehh —dije, sentándome de golpe y levantando la mano para interrumpir su respuesta—. Espera.

Fui a buscar mi BlackBerry, accioné disimuladamente una tecla cualquiera para iluminar la pantalla, me la saqué del bolsillo y silbé.

—Llaman del hospital —le dije a Richie en voz baja, mientras de reojo vi a Conor enderezar la cabeza como si le hubieran dado una patada en el trasero—. Podría ser la llamada que estábamos esperando. Suspende el interrogatorio hasta mi regreso.

Y, casi en la puerta, añadí:

—Hola, ¿doctor?

Mantuve un ojo en mi reloj y otro en el espejo unidireccional. Cinco minutos nunca se me habían hecho tan largos, pero seguramente a Conor se le antojaron interminables. Su férreo autocontrol acababa de saltar por los aires: se removía como si la silla quemara, repiqueteaba en el suelo con los pies y se mordía las uñas hasta dejarlas en carne viva. Richie lo observó con interés, sin pronunciar palabra.

—¿Quién era? —preguntó finalmente Conor.

Richie se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Él ha dicho que quizá fuera la llamada que estabais esperando.

—Estamos esperando muchas cosas.

—Del hospital. ¿De qué hospital?

Richie se frotó la nuca.

—Tío —le dijo en un tono entre divertido y avergonzado—, quizá no te hayas dado cuenta, pero estamos trabajando en un caso, ¿entiendes? No vamos por ahí contándole a la gente nuestros planes.

Conor se olvidó de la existencia de Richie. Apoyó los codos en la mesa, se cubrió la boca con un puño y clavó la vista en la puerta.

Le concedí otro minuto y luego entré con paso firme, cerré de un portazo y le dije a Richie:

—Vamos por buen camino.

Enarcó las cejas.

—¿Sí? Fantástico.

Alcancé una silla, la coloqué en el mismo lado de la mesa donde estaba Conor y me senté, mis rodillas prácticamente rozando las suyas.

—Conor —le dije, cerrando el teléfono delante de él—. Dime quién crees que era.

Sacudió la cabeza. Tenía la vista clavada en el teléfono. Noté que su mente se aceleraba, haciendo carambolas extrañas como un coche de carreras fuera de control.

—Escúchame atentamente, amiguito: preferiría que no me hicieras perder el tiempo. Tal vez tú aún no lo sepas, pero, de repente, tienes mucha, mucha prisa. Así que dímelo: ¿quién crees que era?

Al cabo de un momento, Conor respondió en voz baja, con los ojos posados en sus dedos:

—Del hospital.

—¿Qué?

Una respiración. Se obligó a enderezarse.

—Usted ha dicho que era del hospital.

—Eso está mejor. ¿Y por qué crees que me llamarían desde el hospital?

Otra negación con la cabeza.

Di un manotazo en la mesa, lo bastante fuerte como para sobresaltarlo.

—¿Has oído lo que acabo de decirte sobre lo de hacerme perder el tiempo? Despierta y presta atención. Son las cinco de la madrugada, joder, en mi mundo no existe nada más que el caso de los Spain y acabo de recibir una llamada de un hospital. Y ahora dime: ¿por qué cojones crees que me han llamado, Conor?

—Por uno de ellos. Porque uno de ellos está en ese hospital.

—Exactamente. La has cagado, amiguito. Dejaste a uno de los Spain con vida.

Tenía los músculos del cuello tan tensos que la voz le salió ronca al hablar.

—¿Cuál de ellos?

—Dímelo tú, amigo. ¿Quién te gustaría que fuera? Adelante. Si tuvieras que elegir, ¿quién preferirías que fuera?

Habría respondido lo que fuera para darme cuerda.

—Emma —contestó al cabo de un momento.

Me recliné en la silla y solté una carcajada.

—¡Vaya! ¡Es adorable! Lo digo de corazón. Esa niñita tan dulce: ¿imaginas que quizá merecía una oportunidad en la vida? Pues es demasiado tarde, Conor. Tendrías que haberlo pensado dos noches atrás. Emma está en un cajón del depósito de cadáveres en estos momentos. Y su cerebro está en un frasco de vidrio.

—Entonces ¿quién…?

—¿Estuviste en Brianstown anteanoche?

Tenía el trasero apoyado en el borde de la silla y se aferraba con fuerza al extremo de la mesa, inclinado hacia delante y con los ojos desorbitados.

—¿Quién…?

—Te he formulado una pregunta. ¿Estuviste allí anteanoche, Conor?

—Sí, sí. Estuve allí. ¿Quién de ellos…? ¿Cuál…?

—Vas a tener que pedírmelo por favor, amiguito.

—Por favor.

—Eso está mejor. Te faltó matar a Jenny. Jenny está viva.

Conor me miró de hito en hito. Se le descolgó la mandíbula, pero lo único que salió de su boca fue una gran exhalación, como si le hubieran atizado un puñetazo en el estómago.

—Está vivita y coleando, y el que llamaba era su médico. Me ha dicho que ha recobrado la conciencia y que quiere hablar con nosotros. Y todos sabemos lo que va a explicarnos, ¿no es cierto?

No parecía oírme. Le faltaba el aliento. Tenía que esforzarse por respirar.

Lo empujé en su silla; le flojeaban las rodillas.

—Conor. Escúchame. Cuando te he dicho que no tienes tiempo que perder, no bromeaba. En cuestión de un par de minutos vamos a salir hacia el hospital para hablar con Jenny Spain. Y en cuanto eso ocurra, no volverá a importarme un bledo lo que tú tengas que contarnos. Es tu última oportunidad. Ya lo sabes.

Eso le llegó al alma. Me miró fijamente, boquiabierto, salvaje.

Acerqué más mi silla y me incliné hasta quedar a escasos centímetros de su cabeza. Richie se deslizó al otro lado y se sentó sobre la mesa, lo bastante cerca como para que su muslo rozara el brazo de Conor.

—Deja que te explique algo —le dije, con voz queda y serena al oído. Podía oler su sudor, un olor acre como a madera recién cortada—. Resulta que yo creo que, en el fondo, eres un buen tipo. Toda la gente a la que conozcas a partir de ahora, sin excepción, va a pensar que eres un maldito enfermo, un sádico y un psicópata a quien habría que despellejar vivo y colgar hasta que se secara. Quizá me esté ablandando y acabe por arrepentirme, pero yo no estoy de acuerdo. Lo que yo creo es que eres un buen tipo que, por algún motivo, acabó inmerso en una situación de mierda.

Me miraba con ojos ciegos, pero un movimiento de cejas lo delató: me estaba escuchando.

—Por eso, y porque sé que nadie más va a dejarte en paz, estoy dispuesto a ofrecerte un trato. Demuéstrame que estoy en lo cierto, explícame qué sucedió, y yo informaré a la fiscalía de que colaboraste en la resolución del caso: que hiciste lo correcto porque tenías remordimientos. Cuando llegue el momento de dictar sentencia, tu colaboración tendrá un peso importante. Ante un tribunal, Conor, los remordimientos equivalen a una reducción del total de las penas. Pero si me demuestras que me he equivocado contigo, si continúas haciéndome perder el tiempo, también se lo explicaré a los fiscales y nos emplearemos a fondo. No me gusta juzgar mal a las personas, Conor; me incomoda. Te culparemos de todo lo que se nos ocurra y solicitaremos el cumplimiento íntegro de las penas. ¿Sabes lo que eso significa?

Sacudió la cabeza, ya fuera para ordenar sus pensamientos o para negar, no sabría decirlo. Yo no tengo ni voz ni voto en el dictamen de las sentencias y mi aportación en el encausamiento es casi nula, pero opino que cualquier juez que dicte una reducción de las penas cuando se trata de la muerte de niños necesita una camisa de fuerza y un puñetazo en la bocaza; sin embargo, eso entonces carecía de importancia.

—Eso significa el cumplimiento de tres cadenas perpetuas, Conor, más unos cuantos años por intento de asesinato, robo, destrucción de la propiedad y todo lo que podamos endosarte. Hablamos de sesenta años como mínimo. ¿Qué edad tienes Conor? ¿Imaginas una fecha de salida a sesenta años vista?

—Vamos, no sería tan descabellado —objetó Richie, acercándose para examinarlo con detenimiento—. En la cárcel cuidarán bien de ti: no les gusta que salgas antes de lo debido, ni siquiera en un ataúd. Pero tengo que advertirte de algo, tío: la compañía va a ser una mierda. No dejarán que te mezcles con los presos comunes porque no durarías ni dos días; estarás en una unidad de máxima seguridad con los pedófilos, de manera que las conversaciones van a ser retorcidamente jodidas, pero al menos dispondrás de mucho tiempo para hacer amigos.

Las palabras de Richie provocaron otro movimiento de cejas: había dado en el clavo.

—O —continué yo—, podrías ahorrarte gran parte de ese infierno ahora mismo. Con una acumulación de condenas, ¿sabes de cuántos años estamos hablando? De unos quince. Más o menos. ¿Qué edad tendrás dentro de quince años?

—Yo no soy muy bueno en matemáticas —intervino Richie, repasándolo de arriba abajo con interés—, pero diría que para entonces rondarás los cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años, ¿no? Y no necesito ser Einstein para imaginar que existe una enorme diferencia entre salir a la calle a los cuarenta y cinco años y hacerlo a los noventa.

—Mi socio, la calculadora humana, lo ha descrito muy bien, Conor. Con cuarenta y tantos se sigue siendo lo bastante joven como para forjarse una trayectoria laboral, casarse y tener media docena de críos. En suma, para disfrutar de la vida. No sé si te das cuenta, amigo, pero eso es lo que estoy poniendo sobre la mesa: tu vida. Sin embargo, debo advertirte de que se trata de una oferta única y caduca dentro de cinco minutos. Si estimas en algo tu vida, por poco que sea, será mejor que la aceptes.

Conor echó la cabeza hacia atrás, dejando a la vista la larga línea de su cuello, el punto en la base donde la sangre palpita justo debajo de la piel.

—Mi vida —dijo y frunció el labio en una sonrisa espantosa—. Hagan con ella lo que quieran. Me importa un carajo.

Apoyó los puños sobre la mesa, apretó la mandíbula y clavó la vista al frente, en el espejo.

La había fastidiado. Diez años antes lo habría agarrado con fuerza, pensando que lo había perdido, y lo habría empujado aún más lejos. Pero ahora sé bien lo que me hago. He tenido que esforzarme mucho para aprenderlo, para no dejarme llevar; he aprendido a permanecer inmóvil, a retirarme y a dejar que las cosas caigan por su propio peso. Me retrepé en la silla, examiné una mancha imaginaria en mi manga y dejé que el silencio se extendiera mientras aquel último fragmento de la conversación se disipaba en el aire y era absorbido por el conglomerado cubierto de grafitis y el maltrecho linóleo. Nuestras salas de interrogatorios han visto a hombres y mujeres arrastrados hasta el abismo de sus propias mentes, han escuchado el delgado y sordo crujido que hacen al resquebrajarse, han sido testigos cuando en ellas se han confesado cosas que no deberían existir en este mundo. Estas salas son capaces de engullirlo todo y cerrarse herméticamente sin dejar rastro.

Una vez el aire se hubo vaciado de todo salvo del polvo, añadí, en voz muy baja:

—No obstante, la que sí que te importa es Jenny Spain.

Se le tensó un músculo en la comisura de los labios.

—Lo sé: no esperabas que yo lo entendiera. Pensabas que nadie lo entendería, ¿verdad? Pero yo lo entiendo, Conor. Entiendo cuánto querías a los Spain.

Otra vez ese tic.

—¿Por qué? —preguntó, como si las palabras huyeran de sus labios en contra de su voluntad—. ¿Por qué lo cree?

Apoyé los codos en la mesa y me incliné hacia él con las manos entrelazadas junto a las suyas, como si fuéramos dos buenos amigos que, sentados bebiendo en un pub a última hora de la noche, se confiesan cuánto se quieren.

—Porque te entiendo —le dije en un tono amable—. Todo lo que nos has contado acerca de los Spain, la guarida que te montaste, lo que has dicho esta noche: todo eso me hace entender cuánto significaban para ti, que no existe nadie en el mundo que te importe más. ¿Me equivoco?

Volvió la cabeza hacia mí. Sus ojos grises eran ahora transparentes como el agua, y toda la tensión y la agitación de la noche habían desaparecido.

—No —respondió—. Nadie.

—Los querías, ¿no es cierto?

Asintió.

—Permíteme que te revele el secreto más importante que he aprendido, Conor. Lo único que de verdad necesitamos en la vida es hacer felices a las personas a quienes amamos. Podemos pasar sin todo lo demás; puedes vivir en una caja de zapatos bajo un puente, siempre que la cara de tu esposa se ilumine cuando regresas a esa caja por la noche. Pero si no consigues eso…

Vi a Richie por el rabillo del ojo. Se apartó, bajó de la mesa y nos dejó solos en nuestro pequeño círculo.

—Pat y Jenny eran felices —dijo Conor—, las personas más felices del mundo.

—Pero luego eso se acabó y tú no pudiste arreglarlo. Probablemente alguien o algo en el mundo habría podido hacerlos felices de nuevo, pero ese alguien no eras tú. Sé exactamente lo que se siente, Conor: sé qué es querer tanto a alguien que harías cualquier cosa, que te arrancarías el corazón y se lo servirías con salsa barbacoa si eso fuera a arreglar las cosas, pero no es así. No les haría ningún bien. ¿Y qué hace uno cuando se da cuenta de eso, Conor? ¿Qué se puede hacer? ¿Qué le queda?

Tenía las manos abiertas sobre la mesa, con las palmas hacia arriba, vacías.

—Esperar. Es lo único que se puede hacer —respondió en voz tan baja que apenas pude oírlo.

—Y cuanto más larga es la espera, más te enfadas. Contigo mismo, con ellos y con este jodido mundo patas arriba… Hasta que dejas de poder pensar con claridad, hasta que ni siquiera sabes lo que haces.

Dobló los dedos y cerró los puños.

—Conor —le dije, con tanta delicadeza que las palabras parecían flotar cual plumas en el aire caliente e inmóvil—. El dolor que Jenny ha sufrido bastaría para colmar una docena de vidas, y lo último que deseo es que ese sufrimiento se acreciente. Pero, si no me explicas lo que sucedió, tendré que ir a ese hospital y pedirle que sea ella quien me lo cuente. Tendré que obligarla a revivir cada momento de esa noche. ¿Crees que es lo bastante fuerte como para soportarlo?

Movió la cabeza de lado a lado.

—Yo tampoco. Imagino que hundiría su pensamiento en un abismo tal que jamás encontraría el camino de vuelta, pero no me queda otra alternativa. En cambio, a ti sí, Conor. Tú puedes ahorrárselo, al menos ahorrarle eso. Si la quieres, es el momento de demostrarlo. Es el momento de enderezar las cosas. Es tu última oportunidad.

Conor se desvaneció tras ese rostro anguloso e inmóvil como una máscara. La cabeza le iba a mil por hora una vez más, pero ahora la tenía bajo control, funcionando de manera eficaz y a una velocidad de vértigo. No respiré. Richie, apoyado contra la pared, permaneció inmóvil como una piedra.

Entonces Conor tomó aire con rapidez, se pasó las manos por las mejillas y se volvió para mirarme.

—Me colé en su casa —confesó, con claridad y absoluta naturalidad, como si me estuviera diciendo dónde había aparcado el coche—. Los asesiné. O al menos pensaba que lo había hecho. ¿Es lo que quiere oír?

Richie exhaló con un quejido inconsciente y apenas perceptible. El zumbido en mi cráneo aumentó, se agitó como un torbellino de avispas en pleno ataque y murió.

Aguardé el resto, pero Conor también esperaba: se limitaba a observarme, con aquellos ojos enrojecidos e hinchados, ausente. La mayoría de las confesiones comienzan con un «No fue como usted cree» y se prolongan hasta la eternidad. Los asesinos llenan la sala de palabras, intentando suavizar los bordes afilados de la verdad; intentan demostrarte una y otra vez que ocurrió sin querer o que las víctimas se lo merecían y que, de estar en su lugar, cualquiera habría hecho lo mismo. Si los dejas, la mayoría hablan y hablan hasta que te sangran los oídos. Conor no intentaba demostrar nada. Había concluido.

—¿Por qué? —pregunté yo.

Sacudió la cabeza.

—No importa —respondió.

—Pues a los familiares de las víctimas sí que les va a importar. Y también al juez que dicte sentencia.

—No es mi problema.

—Necesitaré indicar un motivo en tu declaración.

—Invéntese uno. Firmaré lo que quiera.

La mayoría se ablandan una vez cruzado el puente. Todo lo que tenían se pierde en la orilla de mentiras donde veían su salvación. Y cuando la corriente los arrolla, cuando los zarandea y, confusos, buscan aire a bocanadas, cuando los aplasta contra un saliente de la orilla opuesta y hace que se les salten los dientes, piensan que la peor parte ha terminado. Los deja desmadejados y sin huesos; algunos tiemblan sin control, otros lloran, los hay que no pueden dejar de hablar y también que no pueden dejar de reír. Todavía no son conscientes de que el panorama ha cambiado, de que las cosas se transforman a su alrededor, los rostros familiares se diluyen y los puntos de referencia se desdibujan en la distancia, no saben que nada volverá a ser como antes. Conor era distinto. Seguía entero como un animal al acecho, concentrado. No atinaba a entender en qué sentido, pero supe que la batalla no había acabado.

Si le insistía en lo del motivo, Conor ganaría, y nunca hay que dejarles ganar.

—¿Cómo entraste en la casa? —le pregunté.

—Con la llave.

—¿De qué puerta?

Una esquirla de pausa.

—De la trasera.

—¿De dónde la sacaste?

Otra esquirla, esta vez más larga. Actuaba con sigilo.

—La encontré.

—¿Cuándo?

—Hace un tiempo. Unos meses atrás, quizá más.

—¿Dónde?

—En la calle. Pat la perdió.

Lo noté en la piel, ese giro soslayado de su voz indicio de que mentía, pero no pude poner el dedo en la llaga. Detrás del hombro de Conor, Richie dijo:

—Desde tu escondite no se veía la calle. ¿Cómo pudiste saber que se le había caído la llave?

Conor meditó su respuesta.

—Lo vi regresar del trabajo aquella tarde. Por la noche salí a dar una vuelta, encontré la llave e imaginé que Pat la había perdido.

Richie se acercó a la mesa y colocó una silla frente a Conor.

—Eso es imposible. La calle no está iluminada. ¿Quién eres tú, Superman? ¿Acaso tienes poderes para ver en la oscuridad?

—Era verano. Anochece tarde.

—¿Merodeabas alrededor de su casa cuando aún era de día? ¿Mientras estaban despiertos? Venga ya, hombre. ¿Qué pretendías, que te arrestasen?

—Quizá estuviera anocheciendo. Encontré la llave, hice un duplicado y entré. Fin de la historia.

—¿Cuántas veces? —quise saber.

Esa leve pausa de nuevo, mientras sopesaba las respuestas en su cabeza.

—No pierdas el tiempo, amigo —añadí bruscamente—. No vas a conseguir nada mintiéndome. Ya hemos superado esa fase. ¿Cuántas veces estuviste en casa de los Spain?

Conor se frotaba la frente con el dorso de la muñeca, intentando no perder la compostura. El muro de tozudez empezaba a tambalearse. La adrenalina sólo te mantiene activo durante un rato; a partir de entonces, en cualquier momento, iba a sentirse demasiado cansado para seguir manteniéndose erguido.

—Unas cuantas. Doce, más o menos. ¿Qué más da? Estuve allí anteanoche. Ya se lo he dicho.

Era un dato importante, pues revelaba que sabía moverse por la casa: habría sido capaz de subir al primer piso a oscuras, entrar en las habitaciones de los niños y acercarse a sus camas.

—¿Te llevaste algo alguna vez? —preguntó Richie.

Vi que Conor intentaba reunir la energía suficiente para negarlo y rendirse.

—Sólo cosas sin importancia. No soy ningún ladrón.

—¿Qué tipo de cosas?

—Una taza. Un puñado de gomas de pollo. Un bolígrafo. Nada de valor.

—Y el cuchillo —apostillé yo—. No olvidemos el cuchillo. ¿Qué hiciste con él?

Esa debería haber sido una de las preguntas más duras, pero Conor se volvió hacia mí casi como si estuviera agradecido de que se la formulara.

—Lo lancé al mar. Había marea alta.

—¿Desde dónde lo tiraste?

—Desde las rocas. En el extremo sur de la playa.

No íbamos a recuperar el cuchillo. A aquellas alturas, debía de estar a medio camino de Cornualles arrastrado por una larga y fría corriente, bamboleándose a brazadas entre las algas y los seres blandos y ciegos que habitaban las profundidades abisales.

—¿Y la otra arma? ¿La que utilizaste para golpear a Jenny?

—Lo mismo.

—¿Qué era?

Conor echó la cabeza hacia atrás y separó los labios. El dolor que había estado acechando bajo su voz toda la noche por fin se había abierto camino hasta la superficie. Era ese dolor, y no el cansancio, el que le estaba arrebatando la fuerza de voluntad y la concentración. Lo había devorado vivo, de dentro afuera; era todo lo que le quedaba.

—Un jarrón —contestó—. De metal, de plata, con una base pesada. Era muy sencillo, bonito. Ella solía colocarle un par de rosas y lo usaba para decorar la mesa cuando preparaba cenas románticas…

Emitió un pequeño gemido, a medio camino entre tragar saliva y sofocar un grito, el sonido de alguien hundiéndose en el mar.

—Rebobinemos un poco, ¿de acuerdo? —propuse—. Remontémonos al momento en el que entraste en la casa. ¿Qué hora era?

—Quiero dormir —dijo Conor—, quiero dormir.

—En cuanto nos lo hayas explicado todo. ¿Había alguien despierto?

—Quiero dormir.

Necesitamos toda la historia, golpe a golpe, repleta de detalles que sólo el asesino puede saber, pero eran cerca de las seis de la mañana y Conor se aproximaba al nivel de cansancio que un abogado de la defensa podría utilizar en nuestra contra.

—De acuerdo. Ya casi hemos acabado, amigo —le dije con amabilidad—. Te diré qué haremos: vamos a poner por escrito lo que nos has contado y luego te llevaremos a algún sitio para que puedas echar una cabezadita. ¿De acuerdo?

Asintió ladeando la cabeza, como si se hubiera vuelto repentinamente demasiado pesada para su cuello.

—Sí. Lo escribiré. Pero déjenme a solas mientras lo hago. ¿Es posible?

Estaba al límite de sus fuerzas, demasiado exhausto para hacerse el listillo en su declaración.

—Desde luego —respondí—. Si lo prefieres, no hay problema. Pero necesitaremos conocer tu nombre real. Para ponerlo en la declaración.

Por un segundo pensé que iba a erigir un nuevo muro de piedra entre nosotros, pero la batalla había concluido.

—Brennan —respondió obedientemente—. Conor Brennan.

—Bien hecho —dije.

Richie se movió sigilosamente hasta la mesa de la esquina y me entregó una hoja de declaración. Encontré un bolígrafo y rellené la cabecera, en mayúsculas:

CONOR BRENNAN.

Lo puse bajo arresto y volví a leerle sus derechos. Conor ni siquiera alzó la vista. Le coloqué la hoja de declaración y mi bolígrafo en las manos y lo dejamos solo.

—Bueno, bueno, bueno —dije, mientras lanzaba mi cuaderno de notas sobre la mesa de la sala de observación.

Las células de mi cuerpo burbujeaban como champán de puro triunfo; tuve ganas de imitar a Tom Cruise, subirme a una mesa y gritar: «¡Adoro este trabajo!».

—Ha resultado ser mucho más fácil de lo que esperaba. Bravo por nosotros, Richie, amigo mío. ¿Sabes lo que somos? Somos un equipo fantástico.

Le di un vigoroso apretón de manos y una palmadita en el hombro.

—Sí, yo también he tenido esa impresión.

—No cabe la menor duda. He tenido un montón de compañeros durante mi carrera y, con la mano en el corazón, te digo que hemos estado fantásticos. Hay tipos que forman pareja durante años y nunca aprenden a trabajar con tanta fluidez.

—Está bien, sí. Lo hemos hecho bien.

—Cuando el comisario llegue, tendrá esa declaración firmada, sellada y entregada en su mesa. Supongo que no necesito decirte lo que esto va a suponer para tu carrera, ¿no es cierto? Veamos si el gilipollas de Quigley se atreve a meterse contigo ahora. Dos semanas en la brigada y participas en la resolución del caso más importante del año. ¿Qué tal te sienta eso?

Richie soltó su mano de la mía demasiado rápido. Seguía sonriendo, pero su gesto se tornó inseguro.

—¿Qué ocurre?

—Míralo —dijo señalando con la cabeza hacia el espejo.

—La redactará bien. No te preocupes por eso. Obviamente, cambiará de opinión, pero eso no será hasta mañana: resaca emocional. Para entonces, tendremos nuestro informe prácticamente listo para enviarlo al fiscal general del Estado.

—No es eso. El estado de esa cocina… Ya oíste a Larry: fue una lucha encarnizada. ¿Por qué no tiene más moretones?

—Porque no. Porque esto es la vida real y a veces las cosas no suceden según prevemos.

—Yo sólo…

Ya no sonreía. Hundió las manos hasta el fondo de sus bolsillos, sin apartar los ojos del cristal.

—Tengo que preguntártelo. ¿Estás seguro de que es nuestro hombre?

La efervescencia empezó a desvanecerse en mis venas.

—No es la primera vez que me lo preguntas —repliqué.

—Sí, ya lo sé.

—Venga, suéltalo. ¿Qué te inquieta?

Se encogió de hombros.

—No lo sé. Tú has estado completamente seguro desde el principio, sólo es eso.

Sentí un arrebato de enfado, como un espasmo muscular.

—Richie —le dije, procurando mantener mi voz bajo control—. Revisemos el caso unos segundos, ¿te parece? Tenemos el nido de francotirador que Conor Brennan estableció para acechar a los Spain. Tenemos su declaración: nos ha confirmado que entró en la casa en múltiples ocasiones. Y ahora, Richie, ahora tenemos una jodida confesión. Adelante, hijo, dime qué más quieres. ¿Qué demonios necesitas tú para convencerte?

Richie sacudía la cabeza.

—Tenemos pruebas más que suficientes, eso no lo discuto. Pero incluso cuando no teníamos nada, cuando sólo teníamos el escondite, estabas completamente seguro.

—¿Y? Tenía razón. ¿Te has perdido esa parte? ¿Acaso te pone nervioso que me haya avanzado a ti?

—Lo que me pone nervioso es estar demasiado seguro demasiado pronto. Es peligroso.

Volví a notar aquella descarga, lo bastante fuerte como para hacerme apretar la mandíbula.

—Entonces ¿tú qué preferirías hacer? ¿Mantener la mente abierta?

—Sí, precisamente.

—Bien. Buena idea. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Meses? ¿Años? ¿Hasta que Dios envíe un coro de ángeles para que te canten el nombre del tipo en una armonía de cuatro partes? ¿Querrías acaso que nos encontráramos aquí dentro de diez años, el uno frente al otro, diciéndonos: «Bueno, podría haber sido Conor Brennan, pero también podría haber sido la mafia rusa, deberíamos explorar esa posibilidad con un poco más de detalle antes de tomar una decisión precipitada»?

—No. Lo único que digo es que…

—Tienes que estar seguro, Richie. No hay otra opción. Antes o después, hay que actuar.

—Eso ya lo sé. No se trata de esperar diez años.

El calor era denso y pesado, como una celda en un bochornoso mes de agosto: condensado, inmóvil, te obstruía los pulmones como cemento húmedo.

—Entonces ¿de qué diablos hablas? ¿Qué necesitas? Dentro de unas horas, cuando demos con el coche de Conor Brennan, Larry y sus muchachos encontrarán la sangre de los Spain por todas partes. Y, aproximadamente en ese mismo momento, sus huellas dactilares coincidirán con las que hallamos en ese escondite. Y unas horas más tarde, suponiendo que logremos dar con las zapatillas deportivas y los guantes, Dios lo quiera, demostrarán que esa huella de zapatilla ensangrentada y esas huellas de manos ensangrentadas corresponden a Conor Brennan. Me apuesto el salario de un mes. ¿Crees que eso servirá para convencerte?

Richie se frotó la nuca e hizo una mueca.

—Por el amor del cielo. De acuerdo. Habla. Maldita sea, te garantizo que, cuando el día de hoy llegue a su fin, tendremos pruebas físicas de que ese tipo estaba en casa de los Spain en el momento en que se cometieron los asesinatos. ¿Qué explicación piensas darle a eso?

Conor escribía, con la cabeza gacha, muy cerca de la hoja de declaración, protegiéndola con el antebrazo. Richie lo observó.

—Ese tipo amaba a los Spain, como tú mismo has dicho —apuntó—. Pongamos por caso que, en la noche del lunes, se encontrara en su escondite espiando a Jenny mientras ella estaba sentada frente al ordenador. Entonces Pat baja por las escaleras y la ataca. Conor se asusta y acude a poner fin a la pelea: sale corriendo de su guarida, salta la tapia y entra por la puerta trasera. Pero, para cuando lo hace, es demasiado tarde. Pat está muerto o agonizando y Conor cree que Jenny también. Probablemente no lo comprueba con excesivo cuidado, no con toda esa sangre alrededor y en estado de pánico. Quizá fuera él quien la acercó al cuerpo de Pat, para que pudieran estar juntos.

—Conmovedor. ¿Y cómo explicas que borraran el historial del ordenador? ¿A qué viene eso?

—A lo mismo: se preocupa por los Spain. No quiere que Pat cargue con la culpa. Borra los datos porque cree que lo que fuera que Jenny estaba haciendo podría haber desencadenado la reacción de Pat o porque sabe a ciencia cierta de qué se trataba. Luego se lleva las armas y las arroja al mar para que parezca obra de un intruso.

Me llevó un segundo y una respiración asegurarme de que no iba a arrancarle la cabeza de un mordisco.

—Caramba, te has inventado un bonito cuento de hadas, muchacho. Estremecedor, diría yo. Pero no es más que eso. Encajaría a la perfección, pero estás obviando un hecho determinante: ¿por qué diablos iba entonces a confesar?

—Porque sí. Por lo que ha ocurrido ahí dentro.

Richie hizo un gesto con la cabeza en dirección al cristal.

—Tío, le has hecho creer que Jenny Spain iba a necesitar una camisa de fuerza si él no te daba lo que querías.

—¿Tienes algún problema con el modo que tengo de hacer mi trabajo, detective? —le pregunté con una voz lo bastante fría como para servir de advertencia a un hombre mucho más tonto que Richie.

Richie levantó las manos.

—No te estoy criticando. Sólo digo que eso es lo que lo ha inducido a confesar.

—No, detective. No, no es verdad, maldita sea. Ha confesado porque lo hizo. Todas esas bobadas que le he explicado sobre cuánto quería a Jenny sólo han servido para forzar la cerradura, no han puesto nada detrás de esa puerta que no estuviera antes ahí. Quizá tu experiencia difiera de la mía, o quizá sencillamente seas mejor desempeñando este trabajo, pero aprender a hacer confesar a mis sospechosos me ha supuesto un gran esfuerzo. Y puedo poner la mano en el fuego y asegurarte que nunca, en toda mi carrera, he hecho que uno de ellos confesara un crimen que no había cometido. Si Conor Brennan afirma que es nuestro hombre, lo es.

—Pero él no es como la mayoría de los sospechosos, ¿verdad? Tú mismo lo dijiste, ambos lo hemos comentado: es distinto. Aquí hay algo que se nos escapa.

—Desde luego, es un tipo raro. No es Jesucristo. No ha venido al mundo a sacrificar su vida para expiar los pecados de Pat Spain.

—Pero hay algo más —apuntó Richie—. ¿Qué me dices de los intercomunicadores? Eso no fue cosa de Conor. ¿Y los agujeros en las paredes? En esa casa sucedía algo.

Me apoyé en la pared dejándome caer con fuerza y crucé los brazos. Quizá fuera sólo por la fatiga o por el delgado amanecer amarillo grisáceo que manchaba la ventana, pero el burbujeo del champán de la victoria había desaparecido sin dejar rastro.

—Dime algo, muchacho: ¿por qué odias tanto a Pat Spain? ¿Tienes una astilla clavada porque era un pilar de su comunidad? Porque si se trata de eso, te lo advierto: arráncatela cuanto antes. No siempre vas a poder cargarle el muerto a un agradable tipo de clase media.

Richie se me acercó con rapidez, señalándome con el dedo; por un momento pensé que iba a darme unos golpecitos de advertencia en el pecho, pero le quedaba suficiente sentido común como para reprimir el impulso de hacerlo.

—Esto no tiene nada que ver con la clase. Nada. Soy policía. Lo mismo que tú. No soy ningún chavalote idiota a quien has acogido como un favor para celebrar el día de los huevones.

Estaba demasiado cerca y demasiado enfadado.

—Entonces compórtate como un policía. Recula, detective. Recupera la compostura.

Richie me fulminó con la mirada durante un segundo más; luego se apartó, se apoyó de nuevo contra el cristal y se metió las manos en los bolsillos.

—Dime algo: ¿por qué estás tan seguro de que no fue Patrick Spain? ¿Por qué lo defiendes?

No tenía ninguna obligación de darle explicaciones a un novato respondón, pero quise hacerlo; quería explicárselo, que se le metiera en la cabeza.

—Porque Pat Spain acataba las reglas —aclaré—. Porque hizo lo que se supone que hay que hacer. Y no es así como viven los asesinos. Te lo dije desde el principio: estas cosas no suceden porque sí. Todas esas patrañas que los familiares cuentan en los medios de comunicación, todos esos «No puedo creer que lo hiciera, era un excursionista entusiasta, jamás había hecho nada malo en su vida, eran la pareja más feliz del mundo» no son más que bazofia. Cada vez, cada puñetera vez, resulta que, en efecto, el tipo era un excursionista, pero con una larguísima lista de antecedentes; nunca había hecho nada malo, salvo por la insignificante costumbre de aterrorizar a su mujer, o eran la pareja más feliz del mundo, de no ser por el detalle de que el tipo se estaba tirando a la hermana de su esposa. Y no tenemos ningún indicio, ni uno solo, de que nada de eso pueda aplicarse a Pat. Fuiste tú quien dijo que los Spain habían hecho cuanto estaba en sus manos. Pat lo intentaba. Era uno de los buenos.

—Los tipos buenos también se desmoronan —dijo Richie sin moverse.

—Rara vez. Muy, muy rara vez. Y hay un motivo para que así sea. Es porque los tipos buenos cuentan con pilares que los mantienen en su sitio cuando las cosas se ponen feas. Tienen empleos, familias, responsabilidades. Han acatado las reglas durante toda su vida. Estoy seguro de que todo eso no te parece en absoluto emocionante, pero el hecho es que es funciona. Y, cada día, evita que algunas personas traspasen esa línea.

—Así pues, como Pat era un tipo agradable de clase media, un pilar de la comunidad, no podía ser un asesino —me espetó Richie sin más.

No me apetecía seguir con aquella discusión, no en una sala de observación asfixiante a una hora indecente de la madrugada con la camisa pegada a la espalda por el sudor.

—No lo era porque tenía cosas que amaba. Porque tenía un hogar. De acuerdo, vivía en el culo del mundo, pero un simple vistazo debería haberte bastado para darte cuenta de que Pat y Jenny adoraban hasta el último centímetro de esa casa. Tenía a la mujer que amaba desde los dieciséis años. «Seguían estando locos el uno por el otro», ha dicho Brennan. Tenía dos críos a quienes montaba a caballito. Y eso hace que un buen tipo no pierda la cabeza, Richie. Porque tiene algo que colma su corazón, personas a quienes quiere, personas de quienes se preocupa. Y eso evita que uno salte desde el precipicio, mientras que alguien que no tiene nada a lo que aferrarse se lanzaría en caída libre. Y tú pretendes convencerme de que Pat se levantó un día con el pie izquierdo y echó todo eso por la borda, sin ningún motivo aparente.

—Sin ningún motivo, no. Tú mismo lo has dicho: quizá estaba a punto de perderlo todo. Se había quedado en paro y se arriesgaba a perder la casa, y quizá también estaba a punto de perder a su mujer y a sus hijos. Son cosas que pasan. Están ocurriendo en todo el país. Cuando todos sus esfuerzos son en vano, sólo quienes lo intentan se desmoronan.

De repente, me sentía exhausto. Las dos noches sin dormir clavaban sus garras en mí y me arrastraban bajo su peso.

—Quien se desmoronó fue Conor Brennan —sentencié—. Ahí tenemos a un hombre que no tiene nada que perder: sin empleo, sin hogar, sin familia, nada salvo su propia mente. Te apuesto lo que quieras a que, cuando empecemos a analizar su vida, no vamos a encontrar un círculo de amigos íntimos y seres queridos. Brennan no tiene nada que lo ancle a este mundo. No tiene a quien querer, salvo a los Spain. Se pasó el último año viviendo como una mezcla de eremita y Unabomber[7] para poder espiarlos. Incluso tu propia teoría se sostiene por el hecho de que Conor fuera un pirado que se dedicaba a espiarlos a las tres de la madrugada, joder. Ese tipo no está bien de la chaveta, Richie. No está bien. Lo mires por donde lo mires.

Detrás de Richie, bajo la cruda luz blanca de la sala de interrogatorios, Conor había dejado el bolígrafo sobre la mesa y se frotaba los ojos con las puntas de los dedos a un ritmo impaciente y deprimente. Me pregunté cuánto tiempo llevaría sin dormir.

—¿Recuerdas lo que hablamos? ¿La teoría de la solución más sencilla? Pues la tienes sentada ahí delante. Si encuentras pruebas de que Pat era un hijo de puta que maltrataba a su familia mientras se preparaba para abandonarlos por una modelo de lencería ucraniana, ven a verme y lo discutiremos. Hasta entonces, yo apuesto por este psicópata acosador.

—Tú mismo me dijiste que el hecho de ser un «psicópata» no es un motivo —adujo Richie—. Todo ese cuento sobre estar triste porque los Spain no eran felices no significa nada. Hacía meses que atravesaban una mala racha. ¿Pretendes decirme que, de repente, sin tiempo siquiera para limpiar su escondite, decidió: «No echan nada en la tele; ya sé lo que voy a hacer; voy a ir a casa de los Spain y me los voy a cargar a todos»? Venga ya, hombre. Y tú me cuentas que Pat Spain no tenía un motivo. ¿Qué carajo de motivo tenía este tipo? ¿Por qué demonios iba a querer verlos muertos?

Esa es una de las muchas cosas que convierten el asesinato en un delito único: es el único que nos incita a preguntarnos por qué. El robo, la violación, el fraude, el narcotráfico, toda esa letanía de despropósitos incorporan una explicación indecente; lo único que tienes que hacer es colocar al perpetrador en la casilla correspondiente. Pero el asesinato exige una respuesta.

A algunos detectives no les importa. Oficialmente, tienen razón: si puedes demostrar quién lo ha hecho, la ley no establece que debas aportar un porqué. Pero a mí me importa. En una ocasión, me enfrenté a lo que parecía un tiroteo aleatorio desde un coche en movimiento. Después de tener al tipo bajo custodia, dispusimos de pruebas suficientes para hundirlo diez veces, pero aun así invertí semanas en hallar una explicación. Para ello, mantuve profundas conversaciones con cada escoria monosilábica y poco amistosa del barrio de mierda en el que vivía, hasta que a alguien se le escapó que el tío de la víctima trabajaba en una tienda y se había negado a venderle un paquete de cigarrillos a la hermana de doce años del tipo que le disparó. El día que dejemos de preguntarnos por qué, el día que decidamos que «sólo porque sí» es una respuesta aceptable a una vida cercenada, ese día nos alejaremos de la línea que marca la entrada a nuestra caverna e invitaremos a las fieras salvajes a pasar.

—Confía en mí: lo descubriré —le aseguré—. Aún nos falta hablar con los socios de Brennan, registrar su casa, destripar el ordenador de los Spain y el de Brennan, si tiene uno, el análisis de las pruebas forenses… En alguno de esos lugares, detective, encontraremos un motivo. Perdóname por no haber podido encajar todas las piezas del puzle transcurridas menos de cuarenta y ocho horas desde que nos asignaron este puñetero caso, pero te prometo que lo haremos. Y ahora entremos a por esa maldita declaración y larguémonos a casa.

Me encaminé hacia la puerta, pero Richie permaneció inmóvil.

—Compañeros —pronunció—. Es lo que has dicho esta mañana, ¿recuerdas? Que somos compañeros.

—Sí. Y lo somos. ¿Por?

—Porque entonces no te corresponde tomar decisiones por los dos. Debemos tomarlas juntos. Y yo propongo que sigamos investigando a Pat Spain.

Su postura, con los pies separados y los hombros firmes, me reveló que no cedería sin presentar batalla. Ambos sabíamos que yo podía devolverlo de un palazo a su caja y cerrar la tapa sobre su cabeza. Un informe negativo por mi parte y Richie estaría fuera de la brigada, de regreso en el Departamento de Vehículos Motorizados o de Antivicio durante unos cuantos años más, probablemente para siempre. Me bastaba con insinuarlo, con mencionarlo con sutileza para que desistiera, para que acabara con el papeleo de Conor y dejara a Pat Spain descansar en paz. Eso habría marcado el fin del intento de camaradería que había dado comienzo en el aparcamiento del hospital hacía menos de veinticuatro horas.

Cerré la puerta de nuevo.

—Está bien —accedí.

Apoyé la espalda en la pared e intenté destensarme el hombro dándome un apretón.

—Está bien. Te propongo lo siguiente: dedicaremos toda la semana próxima a investigar a Conor Brennan para blindar el caso… suponiendo que sea nuestro hombre. Sugiero que, durante ese tiempo, tú y yo acometamos una investigación paralela acerca de Pat Spain. Al comisario O’Kelly esa idea le gustaría incluso menos de lo que me gusta a mí, diría que es una pérdida de tiempo y de recursos humanos, de manera que procederemos con discreción. Si se da cuenta, alegaremos que sólo estamos asegurándonos de que la defensa de Brennan no encuentre nada que pueda utilizar contra Pat como maniobra de distracción en los tribunales. Conllevará trabajar muchos turnos y muy largos, pero yo estoy dispuesto a hacerlo si tú también te comprometes.

Richie parecía a punto de quedarse dormido de pie, pero era lo bastante joven como para solucionar esa eventualidad con unas pocas horas de sueño.

—Me comprometo.

—Eso creía. Si encontramos algo sólido contra Pat, nos reorganizaremos y lo estudiaremos. ¿Cómo te suena eso?

Hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Bien —contestó—. Me suena bien.

—Durante esta semana deberemos ser discretos, insisto —continué—. A menos que encontremos pruebas sólidas, no voy a escupir sobre el cadáver de Pat Spain tildándolo de asesino ante sus seres queridos y tampoco quiero ver que tú lo haces. Si permites que uno solo de ellos se dé cuenta de que lo consideramos sospechoso, pondré fin a la investigación. ¿Ha quedado claro?

—Como el agua.

En la sala de interrogatorios, el bolígrafo seguía sobre los garabatos de la hoja de declaración; Conor estaba combado sobre ellos, presionándose los ojos con las palmas.

—Todos necesitamos dormir —dije—. Lo entregaremos para que lo procesen, mecanografiaremos el informe, dejaremos instrucciones para los refuerzos y nos marcharemos a descansar unas cuantas horas. Nos reuniremos aquí de nuevo a las doce del mediodía. Y ahora, vayamos a ver qué nos ofrece.

Recogí mis jerséis de la silla y me encorvé para meterlos de nuevo en la bolsa de viaje, pero Richie me detuvo.

—Gracias —dijo.

Me tendió la mano, mirándome de frente, con aquellos serenos ojos verdes. Nos dimos un apretón de manos y reconozco que la fuerza de su agarre me pilló desprevenido.

—De nada —le respondí—. Para eso están los compañeros.

Aquella palabra flotó en el aire entre nosotros, luminosa y revoloteando como una cerilla encendida.

Richie asintió.

—Entendido —replicó.

Le di una palmadita en el hombro y continué recogiendo mis cosas.

—Vamos. No sé tú, pero yo estoy deseando echarme un sueñecito.

Guardamos nuestras cosas en las bolsas, tiramos los vasos y las cucharillas de plástico que habíamos utilizado a la basura, apagamos las luces y cerramos la puerta de la sala de observación. Conor no se había movido. Al final del pasillo, la ventana seguía empañada por el cansino amanecer de la ciudad, pero esta vez el frío no me alcanzó. Quizá se debiera a esa nueva energía juvenil que me acompañaba: el burbujeo de la victoria volvía a fluir por mis venas y me sentía completamente despierto, con la espalda bien erguida, fuerte y duro como una roca, listo para afrontar lo que viniera.