Capítulo 8

Alas seis menos cuarto, Richie me esperaba a las puertas del hospital. Normalmente habría enviado a uno de los uniformados (oficialmente, nuestro único cometido allí era identificar los cuerpos y yo tenía maneras más productivas de invertir mi tiempo), pero aquel era el primer caso de Richie y era necesario que asistiera a la autopsia. Si no lo hacía, empezarían a circular rumores. Además, a Cooper le gusta que observen su trabajo y, si Richie lograba congraciarse con su cara amable, tendríamos la oportunidad de avanzar por la vía rápida en caso de que lo necesitáramos.

Aún era de noche, esa oscuridad fina antes del amanecer que te roba hasta el último ápice de fortaleza de los huesos, y soplaba un aire cortante. La luz de la entrada del hospital, blanca y sin pizca de calidez, parpadeaba. Richie estaba apoyado contra la verja, con un vaso de plástico de tamaño industrial en cada mano, pasándose una bola de papel de aluminio entre los pies. Lo vi pálido y con los ojos hinchados, pero estaba despierto y llevaba una camisa limpia; era igual de barata que la anterior, pero le concedí varios puntos por haber pensado en cambiársela. Y, además, llevaba puesta mi corbata.

—¿Qué tal? —me saludó, mientras me tendía uno de los vasos—. He pensado que quizá te apetecería… aunque sabe a lavavajillas. Es del bar del hospital.

—Gracias, supongo —respondí.

Al fin y al cabo, era café.

—¿Qué tal anoche?

Se encogió de hombros.

—Habría sido más entretenido si nuestro hombre hubiera aparecido.

—Paciencia, muchacho. Roma no se construyó en un día.

Otro encogimiento de hombros, esta vez mientras golpeaba la bola de papel de aluminio con más fuerza. Supe entonces que le habría gustado atrapar al sospechoso para entregármelo a primera hora de la mañana, bien atadito y listo para el horno, el golpe perfecto para demostrarme que era todo un hombre.

—Al menos, los de la Científica comentan que han avanzado mucho —aclaró.

—Fantástico.

Me apoyé contra la verja a su lado e intenté beberme el café: al primer asomo de bostezo Cooper me echaría a patadas.

—¿Qué hay de las patrullas de refuerzo?

—Nada relevante. Vieron unos cuantos vehículos que entraban en la urbanización, pero todas las matrículas correspondían a direcciones de Ocean View, inquilinos que regresaban a sus casas. Una pandilla de adolescentes se reunió en una de las casas del extremo opuesto de la calle con un par de botellas y pusieron la música a todo volumen. Alrededor de las dos y media se fijaron en un coche que no dejaba de dar vueltas y más vueltas, muy despacio; era una mujer con un bebé llorando en la parte trasera, de modo que los muchachos dedujeron que estaba intentando hacer que se durmiera. Y eso fue todo.

—¿Crees que si hubiera habido algún tipo raro merodeando por ahí lo habrían advertido?

—A menos que fuera un tipo muy afortunado, apostaría a que sí.

—¿Nada de medios de comunicación?

Richie negó con la cabeza.

—Pensaba que entrevistarían a los vecinos, pero no lo han hecho.

—Probablemente anden buscando a los familiares para incordiarlos, es mucho más jugoso. Así que, al parecer, la oficina de prensa los tiene bajo control, al menos por el momento. He echado un vistazo rápido a las ediciones matutinas: no hay nada que no supiéramos ya y ninguna de ellas menciona que Jenny Spain siga con vida. No obstante, no podremos mantener el secreto mucho más tiempo. Necesitamos echarle el guante a ese tipo enseguida.

Todas las portadas se abrían con un enorme titular y una imagen angelical de las rubias cabecitas de Emma y Jack. Teníamos una semana, dos a lo sumo, para cazar a aquel tipo antes de convertirnos en una panda de incompetentes despreciables y hacer del comisario un hombre infeliz.

Richie empezó a formular una pregunta, pero un bostezo lo interrumpió a media frase.

—¿Has conseguido dormir algo? —le pregunté.

—No. Acordamos hacer turnos, pero el campo es muy ruidoso, ¿lo sabías? A la gente se le llena la boca hablando de la paz y la tranquilidad, pero no son más que chorradas. Se oía el mar y había como un centenar de murciélagos en plena fiesta, además de ratones o algún otro bicho correteando entre las casas. Y algo salió a dar un paseo al final de la calle; sonaba como un tanque embistiendo contra la vegetación. Intenté divisarlo con los prismáticos, pero se escabulló entre las casas antes de que pudiera darle alcance. De todos modos, era algo grande.

—¿Demasiado espeluznante para ti?

Richie me miró de reojo exhibiendo una sonrisa irónica.

—Conseguí no cagarme en los pantalones. Además, aunque hubiera habido silencio, habría preferido permanecer despierto. Por si acaso…

—Yo habría hecho lo mismo. ¿Cómo lo llevas?

—Bien. Estoy un poco cansado, pero no voy a desmayarme a media autopsia ni nada por el estilo.

—Si conseguimos que duermas un par de horas en algún momento del día, ¿crees que podrías aguantar otra noche?

—Con un poco más de esto… —dijo inclinando el vaso de café—. Sí, desde luego que podré. Lo mismo que anoche, ¿no?

—No —respondí—. Una de las definiciones de la locura, amigo mío, es hacer lo mismo una y otra vez y esperar obtener un resultado distinto. Si nuestro hombre fue capaz de no picar el anzuelo en la primera noche, también resistirá en la segunda. Necesitamos un cebo mejor.

Richie volvió la cabeza hacia mí.

—¿Ah, sí? Pensaba que el de ayer era bastante decente. Una o dos noches más y seguro que lo cazamos.

Alcé mi vaso hacia él.

—Aprecio el voto de confianza. Pero el hecho es que he subestimado a nuestro hombre. No somos de su interés. Algunos de estos tipos son incapaces de alejarse de la policía: se inmiscuyen como pueden en la investigación y eres incapaz de dar media vuelta sin tropezar con el señor Colaborador. Pero nuestro tipo no es de esos; de lo contrario, ya lo habríamos atrapado. Le importa un bledo lo que hagamos o lo que hagan los muchachos de la Científica. Pero sabes en que está muy, pero que muy interesado, ¿no es cierto?

—¿En los Spain?

—Diez puntos para ti. En los Spain.

—Pero no tenemos a los Spain. Bueno, tenemos a Jenny, sí, pero…

—Incluso aunque Jenny pudiera ayudarnos a resolver el caso, prefiero mantenerla oculta mientras pueda. No obstante, lo que sí tenemos es a esa refuerzo, ¿cómo se llama?

—Oates. La detective Janine Oates.

—Esa. Quizá no te hayas percatado, pero, desde la distancia y en el contexto adecuado, la detective Oates podría pasar perfectamente por Fiona Rafferty. Tiene la misma estatura, la misma constitución, el mismo pelo… Por suerte, la detective Oates lo lleva mejor arreglado, pero estoy seguro de que, si se lo pedimos, podría revolvérselo un poco. Ponle una trenca roja y ya lo tienes. No es que se parezcan físicamente, pero tendrías que verlas de cerca para percatarte. Y, para que eso ocurra, necesitas un punto de observación decente y unos prismáticos.

—Volvemos a replegarnos a las seis, entonces ella aparece en el coche… ¿Tenemos un Fiat amarillo en el depósito, verdad? —preguntó Richie.

—No estoy seguro, pero, si no es así, podemos hacer que un coche patrulla la deje frente a la casa. Se mete dentro y se pasa la noche haciendo lo que considera que haría Fiona Rafferty en su lugar, del modo más evidente posible… descorrer las cortinas y vagar por la casa con pinta de estar desconsolada, revisar los documentos de Pat y Jenny, ese tipo de cosas. Y nosotros nos limitamos a esperar.

Richie se tomó el café, haciendo una mueca inconsciente con cada sorbo, mientras sopesaba mi propuesta.

—¿Crees que sabe quién es Fiona?

—Creo que existe una posibilidad más que razonable de que lo sepa. Recuerda: no sabemos en qué momento entró en contacto con los Spain; bien podría haberlo hecho a través de Fiona. Y aunque no fuera así, y por mucho que Fiona no los visitara desde hacía meses, sabemos que nuestro hombre lleva mucho más tiempo observándolos.

En el horizonte empezaban a perfilarse las colinas, más oscuras que la oscuridad. En algún lugar tras ellas, las primeras luces se alzaban sobre la arena de Broken Harbour y se filtraban en todas las casas vacías, en la más vacía de todas ellas. Eran las seis menos cinco.

—¿Alguna vez has presenciado una autopsia? —pregunté.

Richie negó con la cabeza.

—Siempre hay una primera vez.

—Así es —dije—, pero no suele ser de estas características. Va a ser una experiencia muy dura. Convendría que estuvieras presente, pero si crees que no podrás soportarlo, es el momento de decirlo. Podemos alegar que has ido a echar una cabezadita después de la misión de vigilancia.

Aplastó el vaso de papel y lo arrojó a la papelera con un movimiento brusco de muñeca.

—Vamos —dijo.

La morgue se ubicaba en el sótano del hospital, una estancia pequeña y de techos bajos, con suciedad y probablemente cosas peores incrustadas en la lechada entre las losas del suelo. El aire era gélido y húmedo, inmóvil.

—Detectives —dijo Cooper, mirando a Richie con una leve sonrisilla de suficiencia.

Cooper debe de rondar los cincuenta años, pero bajo la luz de los fluorescentes y recortado contra las baldosas blancas y el metal, parecía un anciano gris y marchito, como un alienígena salido de una alucinación, sondas en mano.

—Me alegra verlos por aquí. Creo que empezaremos por el adulto: la edad antes que la belleza.

Tras él, su ayudante, un tipo corpulento con mirada impasible, abrió un cajón de instrumental que emitió un espantoso chirrido. Noté que Richie se encogía de hombros a mi lado, en un espasmo nervioso apenas perceptible.

Rompieron los sellos de la bolsa del cadáver y abrieron la cremallera para descubrir a Pat Spain en su pijama acartonado por la sangre. Lo fotografiaron vestido y desnudo, le tomaron muestras de sangre y las huellas dactilares, se inclinaron sobre él, muy de cerca, para arrancarle un pellizco de piel con unas pinzas y le cortaron las uñas para extraer muestras de ADN. A continuación, el ayudante aproximó la bandeja de instrumental al codo de Cooper.

Las autopsias son actos brutales. Es la parte de este trabajo que suele pillar desprevenidos a los novatos: esperan delicadeza, bisturís diminutos y cortes de precisión, cuando lo que de verdad se les presenta son cuchillos para el pan que sierran tajos profundos y rápidos y pieles arrancadas como papel adhesivo. Ver a Cooper en acción recuerda más a un carnicero que a un cirujano. No necesita proceder con cuidado para minimizar las cicatrices ni contiene el aliento para asegurarse de no rozar una arteria. La carne con la que trabaja ya no tiene ningún valor. Cuando Cooper acaba con un cuerpo, nadie más volverá a necesitarlo, jamás.

Richie lo llevó bien. No se estremeció cuando las tijeras de podar separaron las costillas de Pat ni cuando Cooper levantó la piel del rostro de Pat y la plegó por la mitad, ni cuando, al serrar el cráneo, desprendió un leve olor acre a chamuscado. El chapoteo que emitió el hígado cuando el ayudante lo depositó en la balanza le sobresaltó, pero eso fue todo.

Cooper actuó con destreza y eficiencia, dictando notas al micrófono colgante e ignorándonos por completo. Pat había tomado un emparedado de queso y unas patatas fritas tres o cuatro horas antes de morir. Las trazas de grasa en las arterias y alrededor del hígado indicaban que debería haber comido menos patatas y haber practicado más ejercicio, pero, en general, se mantenía en buena forma: no se apreciaban enfermedades ni anormalidades, y tanto la antigua fisura de su clavícula como el engrosamiento de las orejas cabía atribuirlas a lesiones motivadas por la práctica del rugby.

—Cicatrices de un hombre sano —le dije a Richie en voz baja.

Al fin, Cooper se enderezó, estiró la espalda y se volvió hacia nosotros.

—En resumen —nos informó con satisfacción—: Mi examen preliminar en la escena del crimen era correcto. Como recordarán, determiné que la causa probable de la muerte era o bien esta herida —señaló pinchando en el corte que dividía el pecho de Pat Spain con su bisturí— o bien esta otra —la hendidura en la clavícula de Pat—. De hecho, cualquiera de ellas pudo causarle la muerte. En la primera, la cuchilla rebotó en el borde central del esternón y sesgó la vena pulmonar.

Cooper separó del cuerpo la piel de Pat, con delicadeza, sosteniendo el doblez entre el pulgar y el índice, y señaló con su bisturí para asegurarse de que Richie y yo viéramos exactamente a qué se refería.

—En ausencia de ninguna otra herida o de tratamiento médico, esta herida habría ocasionado la muerte en aproximadamente veinte minutos, mientras la cavidad pectoral del individuo iba llenándose de sangre. Sin embargo, en atención a lo ocurrido, esta secuencia de acontecimientos se interrumpió.

Dejó que la piel cayera de nuevo en su sitio y alargó la mano para curiosear bajo la clavícula.

—Esta es la herida que resultó mortal. La cuchilla penetró entre la tercera y la cuarta costillas, en la línea clavicular, y causó una laceración de un centímetro en el ventrículo derecho del corazón. La hemorragia debió de ser rápida y abundante. La caída de la tensión arterial lo dejó seguramente inconsciente al cabo de unos quince o veinte segundos y lo llevó a la muerte unos dos minutos después. La causa de la muerte fue el desangramiento.

De manera que Pat no pudo haberse deshecho del arma, aunque a esas alturas yo ya no creía que lo hubiera hecho él. Cooper colocó el bisturí en la bandeja del instrumental y le hizo un gesto con la cabeza a su asistente, que andaba enhebrando una gruesa aguja curva y tarareando para sí.

—¿Y el mecanismo de muerte? —quise saber.

Cooper suspiró.

—Según tengo entendido, por el momento barajan la hipótesis de que, en el momento de las muertes, había una quinta persona en la casa —dijo.

—Eso es lo que apuntan las pruebas.

—Humm… —murmuró Cooper alisándose la bata—. Estoy seguro de que eso les lleva a suponer que este individuo —indicó con la cabeza a Pat Spain— fue víctima de un homicidio. Por desgracia, algunos de nosotros no podemos permitirnos el lujo de la suposición. Todas las heridas encajan con un ataque, pero también podrían haber sido autoinfligidas. El mecanismo de muerte no fue ni homicidio ni suicidio: indeterminado.

El abogado de la defensa iba a disfrutar de lo lindo con aquel dato.

—Por el momento, podríamos dejar esa parte de los documentos en blanco y volver a ellos cuando obtengamos nuevas pruebas. Si el laboratorio encuentra restos de ADN bajo las uñas…

Cooper se inclinó sobre el micrófono colgante y, sin molestarse en mirarme, dijo: «Mecanismo de muerte: indeterminado». Aquella sonrisita suya pasó por encima de mí para ir a posarse en Richie.

—Alegre esa cara, detective Kennedy. Dudo mucho que vaya a haber ninguna ambigüedad con respecto al mecanismo de muerte del siguiente sujeto.

El cuerpo de Emma Spain salió de un cajón con las sábanas netamente plegadas a su alrededor, como una mortaja. Richie se removió junto a mi hombro y escuché un ruido rápido y áspero cuando empezó a rascar el interior de su bolsillo. La niña se había acurrucado cómodamente en aquellas mismas sábanas dos noches atrás, tras recibir un beso de buenas noches. Si el pensamiento de Richie empezaba a discurrir en esa línea, calculé que cuando llegaran las Navidades me habrían asignado ya un nuevo compañero. Me moví ligeramente, le di un codazo con disimulo y carraspeé. Cooper me dirigió una larga mirada impertérrita desde el otro lado de aquella pequeña forma blanca, pero Richie captó el mensaje y se quedó quieto. El asistente desplegó las sábanas.

Conozco a detectives que han desarrollado la habilidad de desenfocar la mirada durante las peores partes de la autopsia. Mientras Cooper viola a los niños muertos en busca de señales de violación, el oficial a cargo de la investigación clava la vista en la nada, en una imagen borrosa. Yo miro sin pestañear. Las víctimas no pudieron escoger entre sufrir o no lo que les sucedió. Ya me siento lo bastante afortunado de estar vivo junto a ellas para atreverme a pensar que contemplarlas pueda herir mi sensibilidad.

El caso de Emma era peor que el de Patrick, no sólo porque fuera una niña, sino porque no mostraba heridas. Quizá suene retorcido, pero, cuanto más graves son las lesiones, más fácil resulta la autopsia. Cuando te enfrentas a un cadáver macerado que parece proceder de un matadero, las incisiones y el chasquido que se oye al levantarle la tapa del cráneo no te causan tanta impresión. Las heridas dan al policía que llevas dentro algo en que concentrarse: transforman a la víctima en un espécimen compuesto de interrogantes que exigen una respuesta urgente y pistas frescas. Emma no era más que una niñita de piececillos descalzos, plantas suaves y naricilla respingona y pecosa, con la camiseta del pijama remangada y el ombligo al aire. Cualquiera habría jurado que tenía un aliento de vida, que bastaría con susurrarle las palabras precisas al oído o tocarla en un punto concreto para despertarla. Lo que Cooper estaba a punto de hacerle en nuestro nombre era una docena de veces más brutal que cualquier cosa que le hubiera hecho el asesino.

El asistente retiró las bolsas de papel en las que le habían envuelto las manos para no contaminar las pruebas, y Cooper se inclinó sobre ella con una espátula para rasparle las uñas y tomar muestras.

—¡Vaya! —dijo de repente—. ¡Qué interesante!

Asió unas pinzas, las acercó a la mano derecha de la cría y se enderezó con las pinzas en alto.

—Tenía esto entre los dedos índice y corazón —comentó.

Cuatro pelos rubios y finos. Un hombre rubio agachado sobre la cama de volantes color de rosa, esa niñita luchando…

—ADN. ¿Tenemos suficiente para comprobarlo? —quise saber.

Cooper me dedicó una leve sonrisa.

—Controle su entusiasmo, detective. Obviamente, se requiere un estudio microscópico, pero, a juzgar por el color y la textura, todo apunta a que estos cabellos pertenecen a la propia víctima.

Los guardó en una bolsa de pruebas, sacó su pluma y se encorvó para garabatear algo en la etiqueta.

—En el supuesto de que las pruebas confirmen la teoría preliminar de la asfixia, diría que las manos le quedaron atrapadas bajo la cabeza a causa de la presión de la almohada o del arma empleada y que, incapaz de agarrar al atacante, se aferró a sus propios cabellos en los últimos instantes de conciencia.

Y entonces Richie se marchó. Al menos logró no atravesar la pared de un puñetazo ni vomitar las tripas en el suelo. Simplemente giró sobre sus talones, salió de la sala y cerró la puerta tras él.

El ayudante soltó una risilla, mientras que Cooper se limitó a dirigir una larga y gélida mirada hacia la puerta.

—Disculpe al detective Curran —dije.

Cooper posó en mí aquella misma mirada.

—No estoy acostumbrado a que interrumpan mis autopsias sin una razón excelente —replicó—. ¿Tienen usted o su colega alguna razón excelente?

Richie acababa de echar por tierra sus probabilidades de poner a Cooper de su lado. Y ese era el menor de nuestros problemas. Poco importaban los comentarios acerca de Richie que Quigley hubiera lanzado en la sala de la brigada, porque no iban a ser nada en comparación con lo que le esperaba a partir de aquel momento si no volvía a meter el trasero en la morgue y presenciaba aquella autopsia hasta el final. Hablábamos de un apodo para toda la vida. No era probable que Cooper difundiera el rumor, porque considera que está por encima de los cotilleos, pero el destello en los ojos del ayudante me indicaba que él sí se moría de ganas de hacerlo.

Mantuve la boca cerrada mientras Cooper proseguía con el examen externo. Por suerte, no hubo más sorpresas desagradables. La altura de Emma estaba por encima de la media para una niña de seis años, el peso era correcto y su estado de salud, bueno. No había fracturas curadas, marcas de quemaduras ni cicatrices, ninguna de las espantosas huellas que dejan los malos tratos físicos o los abusos sexuales. Tenía los dientes limpios, sanos y sin empastes; las uñas limpias y cortas, y le habían cortado el pelo no hacía mucho. Durante su breve vida, la habían cuidado bien.

No presentaba hemorragias conjuntivales en los ojos ni morados en los labios que indicaran que le habían presionado algo contra la boca, nada que nos revelara ninguna pista sobre qué le había hecho el asesino. Entonces Cooper iluminó el interior de la boca de Emma con su lápiz linterna como si fuera su pediatra y murmuró:

—Humm.

Agarró de nuevo sus pinzas, inclinó la cabeza de la cría hacia atrás y maniobró con ellas en las profundidades de su garganta.

—Si lo recuerdo correctamente —dijo—, en la cama de la víctima había varios cojines con animales antropomórficos bordados en lana multicolor.

Gatitos y cachorrillos de perro devolviéndonos la mirada a la luz de la linterna.

—Así es —corroboré.

Cooper sacó las pinzas de la boca de la niña con un gesto dramático.

—En tal caso —dijo—, creo que tenemos una prueba de la causa de la muerte.

Un filamento de lana. Estaba empapado y oscurecido, pero, cuando se secara, sería de color rosa pastel. Pensé en las orejas puntiagudas del gato, en la lengua fuera del perrito.

—Tal como acaba de ver —continuó Cooper—, la asfixia a menudo deja tan pocas señales que es imposible establecerla de manera conclúyeme. No obstante, en este caso, si esta lana coincide con la de esos cojines, no hallaré dificultades para afirmar que la víctima fue asfixiada con uno de los cojines de su cama. La Policía Científica se encargará de identificar el arma específica. La causa de la muerte fue la anoxia o bien el paro cardíaco debido a la anoxia. El mecanismo de muerte fue el homicidio.

Dejó caer la brizna de lana en una bolsa de pruebas. Mientras la cerraba herméticamente, asintió levemente y en su rostro se dibujó una breve sonrisa de satisfacción.

El examen interno corroboró lo que ya sabíamos: era una niña sana; nada indicaba que hubiera estado enferma o herida en su vida. El estómago de Emma contenía una mezcla parcialmente digerida a base de carne picada, puré de patatas, verduras y fruta; es decir, pastel de carne con macedonia de frutas de postre, ingeridos unas ocho horas antes de morir. Los Spain parecían el tipo de gente que cena en familia y me pregunté por qué Pat y Emma no habían cenado lo mismo aquella noche, pero era una nimiedad que podía quedar sin explicación. Un estómago revuelto que no tolera bien el pastel de carne, una niña a la que le dan de cenar lo que se ha negado a comer a mediodía: el asesinato barre las pequeñas cosas y hace que se pierdan para siempre en el ir y venir de ese tsunami rojo.

Cuando el asistente empezó a coserla de nuevo, pregunté:

—Doctor Cooper, ¿me concedería dos minutos para ir en busca del detective Curran? Querrá estar presente en el resto del proceso.

Cooper se quitó los guantes ensangrentados.

—No estoy seguro de qué le hace pensar tal cosa. El detective Curran ha tenido la oportunidad de ver «el resto del proceso», tal como usted lo llama. Pero, al parecer, se considera por encima de tal mundanidad.

—El detective Curran se ha presentado directamente tras una misión de vigilancia que lo ha mantenido en pie toda la noche. No ha podido ignorar la llamada de la naturaleza, y no quería interrumpir su trabajo volviendo a entrar. No creo que haya que penalizarlo por haber pasado doce horas seguidas de servicio.

Cooper me lanzó una mirada de asco, suficiente para insinuarme que debería haberme buscado una excusa más creativa.

—Le aseguro que las supuestas necesidades del detective Curran me traen sin cuidado.

Dio media vuelta para tirar sus guantes en el contenedor de material de riesgo biológico; el sonido metálico de la tapa puso fin a nuestra conversación.

—Al detective Curran le gustará estar presente durante la autopsia de Jack Spain —aclaré en tono conciliatorio—. Y yo creo que es importante que la presencie. Pienso hacer todo cuanto esté en mi mano para asegurarme de que esta investigación recibe toda la atención que merece y me gustaría pensar que todos los implicados harán lo mismo.

Cooper volvió a girar sobre sus talones, tomándose su tiempo, y me miró con ojos de tiburón.

—Sólo por curiosidad —dijo—, permítame preguntarle algo: ¿intenta decirme cómo dirigir mis autopsias?

No pestañeé.

—No —respondí con calma—. Lo que le estoy diciendo es cómo dirijo yo mis investigaciones.

Tenía los labios más fruncidos que el ano de un gato, pero al final se encogió de hombros.

—Tengo previsto pasarme el próximo cuarto de hora dictando las notas sobre Emma Spain. Luego empezaré con Jack Spain. Quien esté en la sala cuando empiece la autopsia podrá permanecer en ella. Pero quien no esté presente en ese momento, que se abstenga de interrumpir.

Ambos sabíamos que yo acabaría pagando aquello antes o después.

—Gracias, doctor —dije—. Se lo agradezco.

—Créame, detective, no tiene nada que agradecerme. No tengo intención alguna de desviarme un solo milímetro de mi rutina habitual, ni por usted ni por el detective Curran. Y ya que estamos, creo conveniente informarle de que mi rutina habitual no incluye estar de cháchara entre las autopsias.

Dicho lo cual me dio la espalda y empezó a hablar de nuevo al micrófono colgante.

De camino hacia la puerta, cuando Cooper no me veía, tropecé con la mirada de su asistente y lo señalé con un dedo. Trató de poner cara de inocencia y perplejidad, cosa que no le pegaba en absoluto, pero le sostuve la mirada hasta que se vio obligado a parpadear. Si aquel rumor se difundía, ahora sabía a por quién iba a ir.

La hierba todavía estaba cubierta de rocío, pero el día se había iluminado con el tono gris perlado de la mañana. El hospital empezaba a desperezarse para una nueva jornada. Dos ancianas con sus mejores abrigos se animaban la una a la otra en las escaleras, hablando a voz en grito sobre cosas que yo habría preferido no oír, y un tipo joven en pijama estaba apoyado junto a la puerta fumándose un cigarrillo.

Richie estaba sentado en una tapia baja que había cerca de la entrada, con la vista clavada en sus zapatos y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su chaqueta. La prenda en cuestión era bastante decente, gris y de buen corte, pero él lograba que pareciera una simple cazadora vaquera.

No alzó la vista cuando mi sombra se posó sobre él.

—Lo siento —dijo.

—No hay nada de que disculparse, al menos ante mí.

—¿Ha terminado?

—Ha terminado con Emma. Está a punto de empezar con Jack.

—Dios santo… —exclamó Richie en voz baja, mirando al cielo.

No me quedó claro si blasfemaba o rezaba.

—Los niños son lo peor —dije—. De eso no cabe duda. Todos fingimos indiferencia, pero lo cierto es que nos destroza cada puñetera vez. No eres el único a quien le afecta.

—Estaba seguro de que podía soportarlo, convencidísimo.

—Y ese es el modo correcto de pensar. Siempre hay que pensar en positivo. En este oficio, las dudas pueden matarte.

—Jamás me había desmoronado de esa manera. Lo juro. De hecho, sobrellevé bastante bien la escena del crimen, sin problemas.

—Sí, estuviste fantástico. Pero la escena del crimen es diferente. La primera vez que la ves es horroroso, pero ahí acaba lo peor, la cosa no va a más.

Vi como se le movía la nuez al tragar saliva. Al cabo de un momento, dijo:

—Quizá no esté hecho para esto.

Aquellas palabras sonaron como si le lastimaran la garganta.

—¿Estás seguro de querer estarlo?

—Es lo que siempre he querido. Desde que era niño. Desde que vi un programa en la tele, un documental, no una reconstrucción de esas de tres al cuarto.

Richie me miró de reojo para comprobar si me estaba riendo de él.

—Era un caso antiguo, de una niña asesinada en el campo. El detective explicaba cómo lo habían resuelto. Me pareció el tipo más listo que había visto nunca, ¿sabes? Mucho más inteligente que los profesores universitarios y esa clase de gente, porque aquel tipo resolvía las cosas de verdad, cosas importantes. Entonces pensé… «A eso es a lo que quiero dedicarme».

—Y es lo que estás aprendiendo a hacer ahora. Tal como te dije ayer, se tarda un tiempo. No puedes esperar tenerlo todo bajo control en tu primer día.

—Sí —replicó Richie—. O eso, o ese tal Quigley tiene razón y debería volver a Vehículos Motorizados y pasar más tiempo arrestando a mis primos.

—¿Fue eso lo que te dijo ayer? ¿Mientras yo estaba con el comisario?

Richie se pasó una mano por el pelo.

—No tiene importancia —respondió, cansado—. Me importa un comino lo que diga Quigley. Lo que me preocupa es que tenga razón.

Limpié el polvo de la tapia y me senté junto a él.

—Richie, muchacho, deja que te pregunte algo.

Volvió la cabeza hacia mí. Tenía de nuevo esa mirada de haberse intoxicado con la comida. Rogué al cielo que no me vomitara sobre el traje.

—Supongo que sabes que soy el detective con mayor tasa de resolución de homicidios de esta brigada.

—Sí. Lo supe al incorporarme. Cuando el comisario me emparejó contigo, quedé encantado.

—Y ahora que has tenido la oportunidad de verme trabajando, ¿a qué crees que se debe esa tasa de resolución?

Richie pareció incómodo. Era evidente que se había formulado la misma pregunta y que no había logrado dar con una respuesta.

—¿Crees acaso que es porque soy el tipo más listo de la brigada?

Hizo un gesto a medio camino entre un encogimiento de hombros y un espasmo.

—¿Cómo voy a saberlo?

—En otras palabras: no. Entonces ¿es quizá porque soy adivino, como esos que salen en la tele?

—Tal como ya he dicho, ¿cómo voy a…?

—¿Cómo vas a saberlo tú? De acuerdo. Entonces déjame que sea yo quien lo diga: mi cerebro y mi instinto no son mejores que los de cualquier otra persona.

—Yo no he dicho eso.

En la pálida luz de la mañana, su rostro parecía contrariado y ansioso, desesperadamente joven.

—Lo sé. Pero eso no quita que sea verdad: no soy ningún genio. Me habría encantado serlo. Durante un tiempo, cuando empecé, estaba convencido de que tenía un don especial. No me cabía ninguna duda de ello.

Richie me observaba, receloso, intentando discernir si le estaba tomando el pelo.

—¿Cuándo…? —preguntó.

—¿Cuándo caí en la cuenta de que no era un superhombre?

—Sí, supongo que era eso lo que iba a preguntar.

Las montañas quedaban ocultas por la niebla; sólo se divisaban pequeñas motas de verde, que aparecían y desaparecían intermitentemente. No había modo de precisar dónde acababa la tierra y dónde empezaba el cielo.

—Probablemente, mucho después de lo que habría sido aconsejable —respondí—. No recuerdo el momento exacto. Digamos que, a medida que fui haciéndome mayor y más sabio, me resultó evidente. Cometí algunos errores que no debería haber cometido, se me pasaron por alto algunos detalles que un superhombre habría detectado. Pero, sobre todo, trabajé con un par de tipos que me enseñaron cómo quería ser yo. Y resulta que soy lo bastante listo para captar la diferencia cuando la tengo delante de las narices. Lo bastante listo para saber que no soy tan listo, supongo.

Richie no dijo nada, pero me prestaba atención. La lucidez empezaba a aflorar en su rostro y a disipar todo lo demás; casi volvía a parecer un policía.

—Descubrir que no era nada especial fue una sorpresa muy desagradable —proseguí—. Pero, tal como ya te he dicho, cada cual trabaja con lo que tiene a mano. De otro modo, será mejor que te compres un billete sólo de ida para el tren hacia el fracaso.

—Entonces ¿la tasa de resolución…? —preguntó Richie.

—La tasa de resolución, sí —respondí—. Mi tasa de resolución es la que es por dos motivos: porque me dejo la piel trabajando y porque mantengo el control. Sobre las situaciones, sobre los testigos, sobre los sospechosos y, principalmente, sobre mí mismo. Si consigues ser bueno en eso, puedes compensar prácticamente todo lo demás. Pero si no lo eres, Richie, si pierdes el control, entonces poco importa que seas un genio: lo mejor es que recojas los trastos y te vayas a casita. Olvida la corbata, olvida tus técnicas de interrogatorio, olvida todo lo que hemos estado hablando durante las dos últimas semanas. Son sólo síntomas. En el fondo, todo lo que te he explicado hasta ahora se reduce al control. ¿Entiendes lo que intento decirte?

La boca de Richie empezaba a convertirse en una línea dura, justo lo que yo quería ver.

—Yo sé controlarme. Lo que ocurre es que Cooper me ha sorprendido con la guardia baja.

—Pues que no vuelva a suceder.

Se mordisqueó el interior del carrillo.

—Sí. De acuerdo. No volverá a suceder.

—Eso creía.

Le di una palmadita en el hombro y añadí:

—Concéntrate en lo positivo, Richie. Existe una probabilidad considerable de que esta sea la peor mañana de tu vida, y aún sigues en pie. Si en sólo tres semanas en el trabajo ya has descubierto que no eres un superhombre, puedes darte con un canto en los dientes.

—Quizá.

—Créeme. Tienes el resto de tu carrera para alinearte con tus objetivos. Y eso es un regalo, amigo mío. No lo desperdicies.

Las desgracias del día empezaban a llegar al hospital: un tipo vestido con un mono de trabajo presionaba un trapo ensangrentado contra su mano, una joven con cara de preocupación sostenía en brazos a un bebé con la mirada perdida… El reloj de Cooper seguía marcando las horas, pero la idea de regresar a la morgue tenía que salir de Richie, no de mí.

—Además, en la brigada van a burlarse de mí para siempre, ¿no es cierto? —preguntó.

—No te preocupes por eso. Lo tengo todo controlado.

Me miró de frente por primera vez desde que había salido a verlo.

—No quiero que cuides de mí. No soy ningún niño. Soy capaz de luchar mis propias batallas.

—Eres mí compañero —aclaré—. Mi trabajo es lucharlas contigo.

Aquello lo pilló por sorpresa. Vi que algo cambiaba en su rostro mientras lo asimilaba. Al cabo de un momento asintió.

—¿Todavía puedo…? ¿Me dejará regresar el doctor Cooper? —preguntó.

Comprobé mi reloj.

—Si nos damos prisa, sí.

—Bien —dijo Richie.

Exhaló un largo suspiro, se pasó las manos por el cabello y se puso en pie.

—Entonces, regresemos.

—Bien hecho. Una cosa más, Richie.

—¿Sí?

—No dejes que esto te afecte. Ha sido un simple tropiezo. Tienes todo lo que se necesita para ser un detective de Homicidios.

Asintió.

—Voy a intentarlo con todas mis fuerzas. Gracias, detective Kennedy. Gracias.

Se arregló la corbata y ambos nos dirigimos de nuevo al hospital, caminando el uno junto al otro.

Richie superó la autopsia de Jack. Fue un trance muy duro: Cooper se tomó su tiempo y se aseguró de que apreciáramos perfectamente cada detalle y, si Richie hubiera apartado la mirada una sola vez, habría significado su fin. Pero no lo hizo. Observó con atención sin retorcerse, sin apenas pestañear. Jack había sido un niño sano y bien nutrido, alto para su edad; activo, a juzgar por las costras que tenía en las rodillas y los codos. Había comido pastel de carne y macedonia de frutas más o menos a la misma hora que Emma. Los residuos que tenía detrás de las orejas indicaban que si bien lo habían bañado, se había movido demasiado para que pudieran aclararle el champú correctamente. Luego lo habían acostado y, en mitad de la noche, alguien lo había asesinado, supuestamente asfixiándolo con una almohada; sin embargo, esta vez no había modo de asegurarlo. No presentaba heridas defensivas, pero Cooper señaló que eso no significaba nada: tanto podía haber muerto mientras dormía como haber gritado durante sus últimos segundos de vida contra la almohada que le impidió luchar. El rostro de Richie se había hundido alrededor de la boca y la nariz, como si hubiera perdido cinco kilos desde que habíamos entrado en el depósito.

Salimos a la hora del almuerzo, pero ninguno de los dos tenía hambre. La niebla se había disipado con el calor del día, pero seguía estando oscuro como al anochecer; el cielo estaba densamente nublado y, en el horizonte, las montañas eran de un verde sombrío. El tráfico en el hospital había aumentado: gente que entraba y salía, una ambulancia de cuyo interior bajaban a un joven con un mono de motorista y una pierna en un ángulo imposible, las chicas de la limpieza que reían sin poder contenerse de algo que una de ellas enseñaba en su móvil.

—Lo has conseguido. Bien hecho, detective —felicité a Richie.

Richie emitió un sonido ronco, a medio camino entre un acceso de tos y una arcada. Yo aparté mi abrigo de su camino, pero se restregó la boca con una mano y logró contenerse.

—Por los pelos, pero sí.

—Eso es lo que crees —repliqué—, pero la próxima vez que tengas ocasión de dormir, necesitarás tomarte dos chupitos de whisky antes. No lo hagas. Lo que menos te conviene es tener pesadillas y no ser capaz de despertarte.

—Jesús —dijo Richie en voz baja para sí.

—Concéntrate en el premio. El día en que sentencien a nuestro hombre a cadena perpetua, será la guinda del pastel y sabrás que has marcado todas las casillas del proceso.

—Eso será si lo atrapamos. Si no…

—Nada de «sis», amigo. No es así como funciono. Es nuestro.

Richie seguía con la mirada perdida en la nada. Me acomodé de nuevo en la tapia y saqué mi móvil para darle la oportunidad de respirar hondo unas cuantas veces.

—Vamos a ponernos al día —añadí, mientras llamaba—. Veamos qué ha sucedido en el mundo real.

Dicho lo cual, Richie se despertó y vino a sentarse junto a mí.

Primero telefoneé a la central: O’Kelly debía de querer que lo pusiera al corriente y aprovechar la oportunidad para decirme que dejara de hacer el pamplinas y atrapara a alguien de una vez, cosas ambas que estaba dispuesto a concederle, si bien yo también quería que me informara de algunos aspectos. Los rastreadores habían encontrado un pequeño alijo de hachís, una cuchilla de afeitar de mujer y un molde para pasteles. El equipo subacuático había encontrado una bicicleta oxidada y una pila de escombros; seguían buscando, pero las corrientes eran muy fuertes y no albergaban demasiadas esperanzas de que los objetos de menores dimensiones hubieran permanecido inmóviles durante más de una o dos horas. Bernadette nos había asignado una sala de investigación, una de las buenas, con escritorios suficientes, una pizarra blanca de un tamaño decente y un reproductor de DVD y vídeo operativo, para que alguien pudiera encargarse de revisar el metraje del circuito cerrado de televisión y las películas caseras de los Spain. Un par de refuerzos se ocupaban de forrar las paredes con fotografías de la escena del crimen, mapas y listas, así como de organizar los horarios de atención al teléfono de colaboración ciudadana. El resto estaba realizando trabajo de campo; habían acometido el largo proceso de hablar con cualquiera cuyo camino se hubiera cruzado en algún momento con el de los Spain. Uno de ellos había localizado a los amigos de la guardería de Jack: la mayoría no había sabido nada de los Spain desde el mes de junio, cuando la escuela había cerrado para las vacaciones de verano. Una madre informó de que, desde entonces, Jack había estado en su casa un par veces para jugar con su hijo, pero en agosto Jenny había dejado de devolverle las llamadas. La mujer había añadido que esa actitud le había parecido impropia de Jenny.

—Bien —dije cuando colgué—. Una de las hermanas es una mentirosa: Fiona o Jenny, ¿tú por quién apuestas? Sabemos que, desde este verano, Jenny se comportaba de manera extraña con los amiguitos de Jack. Necesitaremos una explicación a eso.

Ahora que tenía algo en qué concentrarse, Richie parecía haber recobrado la salud.

—Quizá esa mujer hizo algo que molestó a Jenny, tan sencillo como eso.

—O quizá a Jenny le avergonzara admitir que habían tenido que sacar a Jack de la guardería. Pero es posible que algo más la preocupara. Quizá el marido de esa mujer fuera demasiado amistoso, o tal vez uno de los empleados de la escuela hubiera hecho algo que asustó a Jack y Jenny no estuviera segura de cómo manejar el asunto… En cualquier caso, necesitamos averiguarlo. Recuerda la regla número dos o el número que fuera: los comportamientos extraños son un regalo para nosotros.

Estaba marcando el número del contestador cuando sonó el teléfono. Era el genio informático, Kieran o como se llamase, y empezó a hablar antes incluso de que yo dijera mi nombre.

—He intentado recuperar el historial de navegación para ver qué era tan importante como para que alguien quisiera borrarlo. Hasta el momento, si quiere que le sea sincero, es bastante decepcionante.

—Aguarda un segundo —dije.

No había nadie que pudiera escuchar la conversación, así que activé el altavoz del teléfono.

—Adelante.

—Tengo un puñado de URL, enteras o parciales, pero corresponden a eBay, a sitios web para mamas y niños, a un par de páginas de deportes, a un foro de hogar y jardín y a una web que vende ropa interior femenina, cosa que a mí me ha resultado entretenida, pero que no creo que a ustedes les sirva de mucho. Me esperaba, qué sé yo, una operación de contrabando, peleas de perros o algo por el estilo. No veo el motivo por el que su hombre querría borrar la talla de sujetador de la víctima.

Sonaba más intrigado que decepcionado.

—Quizá no su talla de sujetador —aventuré—. Pero los foros son otra historia. ¿Algún indicio de que los Spain tuvieran problemas en el ciberespacio? ¿Alguien a quien cabrearan? ¿Alguien que los estuviera molestando?

—¿Cómo voy a saberlo? Aunque pueda entrar en una página web, no tengo modo de comprobar qué hicieron en ella. En cada foro intervienen, como mínimo, unos cuantos miles de miembros. Y aunque partiéramos de la base de que las víctimas no eran miembros, sino meros fisgones, no sé en quién debería concentrar mis esfuerzos.

—¿Verdad que tenían un archivo con todas sus contraseñas? —preguntó Richie—. ¿No podrías utilizarlo para acceder a sus cuentas?

Kieran empezaba a perder la paciencia ante la estulticia de los profanos en la materia. El chaval tenía un umbral de hastío muy bajo.

—¿Utilizarla cómo? ¿Introducir las contraseñas en cada nombre de usuario de cada página web del mundo hasta conseguir iniciar sesión en una de ellas? No guardaban sus nombres de usuario de los foros en el archivo de contraseñas; en la mayoría de los casos ni siquiera indican el nombre de la web, sólo las iniciales o alguna seña. Por ejemplo, tengo una línea aquí en la que dice: «WW-Emmajack», pero no tengo ni idea de si WW es Weight Watchers o World of Warcraff, ni de qué ID han utilizado en la web que sea de la que estamos hablando. Tengo el ID de eBay de la mujer porque he obtenido un par de resultados en la página de comentarios al introducir «sparklyjenny», aleatoriamente, de manera que he probado a iniciar sesión y ¡bingo!, estaba dentro. Por si les interesa, los enlaces llevaban a ropa de niños y sombra de ojos. Pero no hay más pistas de esa clase; al menos, no por el momento.

Richie había sacado su cuaderno y tomaba notas.

—Comprueba en todas las webs si hay algún usuario llamado «sparklyjenny» o variantes de ese nombre, como «jennysparkly» y cosas por el estilo. Si no eran muy avezados con sus contraseñas, apuesto a que tampoco debían serlo con sus nombres de usuario.

Casi pude oír a Kieran alzando los ojos al cielo.

—Sí, eso ya se me había ocurrido. Por el momento no hemos encontrado más «sparklyjennys», pero continuaremos buscando. ¿Hay alguna posibilidad de obtener los nombres de usuario de la víctima? Eso nos ahorraría mucho tiempo.

—Aún no ha recobrado la conciencia —respondí—. Tiene que haber un motivo para que nuestro hombre borrara el historial. Se me ocurre que quizá hubiera estado acosando a Pat o a Jenny a través de la red. Comprueba los comentarios de los últimos pocos días en cada foro. Si hubiera ocurrido algo dramático en el pasado reciente, no debería ser demasiado difícil de encontrar.

—¿Quién? ¿Yo? ¿Habla en serio? Consígase a un chaval de ocho años y póngalo a leer foros hasta que sus neuronas se suiciden en masa. O mejor aún: contrate a un chimpancé.

—¿Te has percatado de la cantidad de atención que ha suscitado este caso en los medios de comunicación, muchacho? Necesitamos a las personas más capacitadas para ocuparse de él, en todos y cada uno de los estadios. Aquí no valen chimpancés.

Kieran emitió un largo suspiro de exasperación, pero no discutió.

—Para empezar, concéntrate en la última semana. Si necesitamos retroceder más, lo haremos a su debido tiempo.

—¿A quién se refiere con «necesitamos», amigo mío? No quiero ir de listillo, pero recuerde que, a medida que el programa de recuperación vaya restableciendo datos, es muy probable que aparezcan más sitios web. Si sus víctimas consultaron un puñado de foros distintos, mis muchachos y yo podemos echarles un vistazo o comprobarlos en profundidad, como usted prefiera.

—Echen un vistazo a los foros de deportes, a menos que detecten algo raro. Estén atentos a cualquier incidente reciente. Y revisen en profundidad los foros de madres e hijos y de hogar y jardín.

Tanto en internet como en la vida real, las mujeres son quienes hablan.

—Temía que dijera eso —gruñó Kieran—. El foro de madres es como el Apocalipsis: hay una especie de guerra nuclear en curso sobre cómo controlar el llanto. Me habría parecido estupendo vivir el resto de la vida sin averiguarlo…

—Como suele decirse, colega, el saber no ocupa lugar. Tendrás que aguantarte. Buscamos a una madre, ama de casa, con experiencia profesional en relaciones públicas, una hija de seis años, un hijo de tres, una hipoteca con cuotas atrasadas, un marido a quien despidieron en febrero y un variopinto abanico de problemas económicos. O eso es lo que creemos por ahora. Podríamos estar absolutamente equivocados, pero por el momento tendremos que conformarnos con eso.

Richie levantó la vista de su cuaderno de notas.

—¿A qué te refieres?

—A que, en internet, Jenny podría ser madre de siete hijos, regentar una correduría de Bolsa y tener una mansión en los Hamptons —aclaré—. O vivir en una comuna hippie en Goa. La gente miente en internet. Todo el mundo lo sabe.

—Mienten como bellacos —convino Kieran—. Todo el tiempo.

Richie me miraba con escepticismo.

—En las páginas web de citas, sí, desde luego. Te añades unos cuantos centímetros de estatura, te quitas unos cuantos kilos de peso, te dotas de una licenciatura o un doctorado e insinúas que compras sólo en tiendas de lujo. Pero ¿por qué contar mentiras a otras mujeres a las que nunca verás en persona? ¿Qué ganas con eso?

Kieran soltó una carcajada.

—Déjame que te pregunte algo, colega. ¿Tu media naranja se conecta alguna vez a internet?

—Si no soportas tu vida, hoy en día te conectas a internet y te inventas otra distinta —expliqué—. Si la gente con quien hablas se cree que eres una estrella del rock, te tratarán como a una estrella del rock, y, si te tratan así, así será como te sientas. Si lo piensas bien, no es tan distinto de ser una verdadera estrella del rock, al menos una parte del tiempo.

La mirada de Richie se tornó todavía más escéptica.

—La diferencia está precisamente en que no eres una estrella del rock. Sigues siendo Fulanito de Tal, del departamento de contabilidad. Sigues sentándote en tu apartamento de una sola cama en Blanchardstown y alimentándote de comida basura, aunque todo el mundo crea que estás bebiendo champán en un hotel de cinco estrellas en Mónaco.

—Sí y no, Richie. Los seres humanos no son tan simples. La vida sería mucho más fácil si lo único que importara es quién eres de verdad, pero somos animales sociales. Lo que otras personas crean que eres, lo que tú mismo creas que eres: todo eso también importa. Todo eso marca una diferencia.

—Básicamente —intervino Kieran con entusiasmo—, las personas cuentan chorradas para impresionar a los demás. No es ninguna novedad. Lo han hecho desde que existe el mundo, y ahora el ciberespacio no hace más que facilitarles las cosas.

—Esos foros podrían haber sido el lugar donde Jenny se evadía de las cosas que no funcionaban en su vida —añadí—. Podría haber fingido ser cualquiera.

Richie sacudió la cabeza, pero su mirada había pasado del escepticismo a la perplejidad.

—Entonces ¿qué quieren que busque? —preguntó Kieran.

—Estate atento por si algún perfil encaja con su descripción, el hecho de que no haya coincidencias no descarta su presencia. Mantente ojo avizor con respecto a cualquiera que esté teniendo problemas graves con otro usuario, cualquiera que mencione que lo están acosando u hostigando, ya sea en internet o en la vida real, o cualquiera que comente que están acosando a su marido o a su hijo. Si encuentras algo interesante, llámanos. ¿Ha habido suerte con los correos electrónicos?

Un tintineo de llaves de fondo.

—Hasta el momento, sólo hemos conseguido un puñado de fragmentos. Tengo un mensaje de una tal Fi, de marzo, preguntando si Emma tiene el pack completo de Dora, la exploradora, y alguien que, desde la casa, envió un curriculum a una agencia de trabajo en el mes de junio. Aparte de eso, todo lo que tenemos se reduce básicamente a correo basura… A menos que «Alárguese el pene para darle más placer» sea un mensaje cifrado, no tenemos nada.

—Entonces seguid buscando —ordené.

—Tranquilo —replicó Kieran—. Tal como usted mismo ha dicho, su hombre no borró el historial de esta máquina sólo para hacer alarde de su chifladura. Antes o después aparecerá algo.

Y colgó.

—Ahí sentado, en medio de la nada —comentó Richie en voz baja—, fingiendo ser una estrella del rock ante personas a las que nunca conocerás. Hay que estar muy, muy solo en el mundo para hacer algo así.

Desactivé el altavoz del móvil, por si acaso, para comprobar mi buzón de voz. Richie captó la indirecta, se alejó de mí sin bajarse de la tapia y escudriñó su cuaderno como si tuviera la dirección de la casa del asesino escrita en alguna parte. Había cinco mensajes. El primero era de O’Kelly, a primerísima hora de la mañana: quería saber dónde estaba, por qué Richie no había conseguido arrestar a nuestro hombre anoche, si Richie llevaba puesto algo que no fuera un chándal brillante y si había cambiado de opinión y prefería formar equipo con un detective de Homicidios de verdad para investigar este caso. La segunda llamada era de Geri disculpándose una y otra vez por lo ocurrido la noche anterior y deseándome buena suerte en el trabajo y que Dina estuviera ya mejor: «Escucha lo que te digo, Mick, si no se ha recuperado, puede pasar la noche en casa, sin problemas: Sheila se encuentra mejor y Phil sólo ha vomitado una vez desde medianoche, así que puedes traerla a casa cuando quieras. Lo digo en serio». Intenté no pensar en si Dina se habría despertado y qué le habría parecido encontrarse encerrada en casa.

El tercer mensaje era de Larry. Él y sus muchachos habían procesado informáticamente las huellas del nido del francotirador, sin resultados: aquel individuo no estaba fichado. El cuarto mensaje pertenecía de nuevo a O’Kelly: idéntico al anterior, salvo que esta vez lo había adornado con unos cuantos insultos. El quinto había entrado hacía sólo veinte minutos; era de uno de los médicos de planta del hospital: Jenny Spain se había despertado.

Uno de los motivos por los que adoro trabajar en Homicidios es que las víctimas están, por regla general, muertas. Sus amistades y parientes siguen, lógicamente, con vida, pero podemos darles unas palmaditas en el hombro y después enviarlos a la sección de apoyo a las víctimas tras haberlos interrogado una o tal vez dos veces, a menos que sean sospechosos, en cuyo caso hablar con ellos no te machaca el cerebro del mismo modo. No acostumbro a compartir estos pensamientos (pues podrían tomarme por un psicópata o, peor aún, por un pelele), pero prefiero un niño muerto, en cualquier circunstancia, a un niño llorando a moco tendido mientras intentas que te explique qué hizo después aquel hombre tan malo. Los muertos no se presentan en las puertas de la comisaría llorando para suplicar respuestas, no tienes que forzarlos a revivir cada momento atroz y, sobre todo, no tienes que preocuparte por qué pasará con sus vidas si la fastidias. Se quedan tranquilitos en el depósito, a años luz de todo lo que yo pueda hacer bien o mal, y me dan libertad para concentrarme en las personas que las han enviado a ese sitio.

Con esto quiero decir que visitar a Jenny Spain en el hospital era mi peor pesadilla laboral hecha realidad. Una parte de mí había estado rezando por recibir la otra llamada telefónica, la llamada que nos informara de que nos había dejado sin recobrar la conciencia, de que su dolor había terminado.

Richie había vuelto la cabeza en mi dirección y caí en la cuenta de que estaba apretando el móvil con todas mis fuerzas.

—¿Hay novedades? —preguntó.

—Al parecer, sí vamos a poder preguntarle a Jenny Spain por esos nombres de usuario —respondí—. Está consciente. Subamos a verla.

El médico que había fuera de la habitación de Jenny era rubio y delgaducho y se esforzaba por parecer mayor de lo que era peinándose con raya, como un hombre de mediana edad, y dejándose una sombra de barba. Tras él, el uniformado que vigilaba la puerta (quizá sólo fuera porque estaba cansado, pero me parecía que todo el mundo tenía doce años) nos miró a Richie y a mí y se puso firmes, con la barbilla clavada en el pecho.

Mostré mi placa.

—Soy el detective Kennedy. ¿Sigue despierta?

El médico revisó cuidadosamente mi identificativo, cosa que me pareció estupenda.

—Sí, así es. Pero dudo de que disponga usted de mucho tiempo para interrogarla. Le hemos suministrado una alta dosis de analgésicos y las lesiones de esa magnitud dejan a uno, por sí solas, exhaustos. Diría que no tardará en dormirse de nuevo.

—Pero ¿está fuera de peligro?

Se encogió de hombros.

—No tenemos ninguna garantía. Su pronóstico es mejor que hace un par de horas y somos moderadamente optimistas con respecto a sus funciones neurológicas, pero aún existe un riesgo importante de infección. Dentro de unos días tendremos una idea más definida.

—¿Ha dicho algo?

—Sabe que tiene una lesión facial, ¿no es cierto? Le cuesta mucho hablar. Le ha dicho a una de las enfermeras que tenía sed. Me ha preguntado quién soy y ha conseguido articular «Me duele» dos o tres veces antes de que le aumentáramos la dosis de calmantes. Eso es todo.

El policía uniformado debería haber estado dentro de la habitación con ella, por si se producía algún cambio en ese sentido, pero yo le había ordenado que vigilara la puerta y no cabía duda de que lo estaba haciendo. Me habría gustado pegarme una patada en el culo a mí mismo por no encomendárselo a un detective de verdad con un cerebro que funcionara en lugar de a un zángano pubescente.

—¿Lo sabe? ¿Sabe lo de su familia? —preguntó Richie.

El doctor negó con la cabeza.

—No que yo sepa. Supongo que padece una ligera amnesia retroactiva. Es bastante habitual tras sufrir un traumatismo craneal y suele ser transitoria, pero, de nuevo, no tenemos garantías de ello.

—Y usted no se lo ha explicado, ¿verdad?

—He creído que querrían hacerlo ustedes. Además, no lo ha preguntado. Ella… Bueno, ya verán a qué me refiero. Su estado no es demasiado bueno.

Había estado hablando en voz baja y, al decir aquello, deslizó los ojos por encima de mi hombro. Hasta ese momento yo no había visto a una mujer dormida en una silla de plástico apoyada contra la pared del pasillo, con un gran bolso floreado en el regazo y la cabeza inclinada en un ángulo doloroso. No me pareció que tuviera doce años. Con aquel moño canoso desmadejado y el rostro hinchado y descolorido por el llanto y el agotamiento parecía tener al menos cien, aunque no debían de ser más de setenta. La reconocí por los álbumes de fotos de los Spain: era la madre de Jenny.

El día anterior, los refuerzos le habían tomado declaración. Tendríamos que volver a hablar con ella antes o después, pero en aquel momento ya nos aguardaba agonía más que suficiente dentro de la habitación de Jenny como para tener que empezar a acumularla en el pasillo.

—Gracias —dije casi en un susurro—. Si hay alguna novedad, háganoslo saber.

Entregamos nuestras placas al zángano, quien las examinó desde todos los ángulos posibles durante lo que pareció una semana. La señora Rafferty movió los pies y gimió en sueños y yo estuve a punto de apartar al uniformado de mi camino de un empujón, pero por suerte escogió ese preciso instante para decidir que estábamos autorizados.

—Señor —dijo con exagerada formalidad, mientras nos devolvía las placas y se apartaba de la puerta.

Entramos en la habitación de Jenny Spain. Nadie la habría reconocido como la joven rubia platino que resplandecía de felicidad en aquellas fotografías de bodas. Tenía los ojos cerrados, los párpados hinchados y amoratados. Su melena, desordenada sobre la almohada bajo un ancho vendaje blanco, se había apelmazado y adquirido un tono marrón rata por los días transcurridos sin un buen lavado; alguien había intentado limpiarle la sangre, pero aún había terrones endurecidos y mechones convertidos en puntas afiladas. Una almohadilla de gasa, adherida con descuidadas tiras de esparadrapo, le cubría la mejilla derecha. Sus manos, pequeñas y delgadas como las de Fiona, descansaban flácidas sobre la manta azul claro llena de bolas; un delgado tubo se adentraba en un gran moretón moteado; sus uñas estaban perfectas, cortadas en arcos delicados y pintadas de un tono beis rosáceo y tenue, salvo dos o tres que tenía en carne viva. De los orificios de su nariz salían más tubos que rodeaban sus orejas y serpenteaban por su pecho. A su alrededor había varias máquinas que emitían pitidos, bolsas de suero que goteaban y luz, que rebotaba en el metal.

Richie cerró la puerta a nuestra espalda y Jenny abrió los ojos. Se nos quedó mirando atónita, confusa, con ojos apagados, intentando discernir, bajo los efectos de los analgésicos, si éramos reales.

—Señora Spain —susurré.

Aun así, Jenny se retorció y alzó las manos para defenderse.

—Soy el detective Michael Kennedy y este es el detective Richard Curran. ¿Le importaría hablar con nosotros unos minutos?

Lentamente, los ojos de Jenny enfocaron los míos. Con voz gruesa y trabajosa, a través del dolor y de las vendas, musitó:

—Sucedió algo.

—Sí. Me temo que sí.

Acerqué una silla a la cama y me senté. Richie hizo lo mismo al otro lado.

—¿Qué ocurrió?

—Les atacaron en su casa, hace dos noches —respondí yo—. Está malherida, pero los médicos han estado cuidando de usted y dicen que se pondrá bien. ¿Recuerda algo sobre el ataque?

—Ataque…

Luchaba por nadar hasta la superficie a través del denso peso de los medicamentos que le adormecían el pensamiento.

—No. ¿Cómo…? ¿Qué…?

De repente se le iluminaron los ojos, de un azul incandescente a causa del terror más puro.

—Los niños, Pat.

Todos los músculos de mi cuerpo habrían querido sacarme volando por aquella puerta.

—Lo lamento muchísimo —dije.

—No. ¿Están…? ¿Dónde…?

Intentaba sentarse. Estaba demasiado débil para hacerlo, pero no lo suficiente como para no abrirse los puntos intentándolo.

—Lo lamento muchísimo —repetí.

Posé mi mano sobre su hombro y le di un suave apretón para reconfortarla.

—No pudimos hacer nada.

El momento que sigue a esas palabras tiene un millón de formas. He visto a personas aullar hasta quedarse sin voz, quedarse petrificadas como si aquello pudiera pasar de largo y correr y echarse a llorar sobre el pecho de otra persona, y eso cuando consiguen sostenerse en pie. Las he sujetado para que no se destrozaran el rostro contra las paredes, intentando expulsar el dolor a golpes. Jenny Spain estaba más allá de todo eso. Dos noches atrás, había hecho todo lo posible por defenderse; no le quedaban fuerzas. Se dejó caer sobre la gastada funda de la almohada y lloró en silencio, sin cesar.

Tenía el rostro enrojecido y crispado de dolor, pero no hizo ademán de cubrírselo. Richie se inclinó y colocó una mano sobre la mano libre de ella, en la que no llevaba la vía intravenosa, y ella la apretó hasta que los nudillos se le quedaron blancos. Detrás de la cama, una máquina emitía un pitido leve y constante. Me concentré en contar los pitidos y lamenté no haber traído agua, chicles o caramelos, cualquier cosa que me ayudara a tragar.

Transcurrido un largo tiempo, el llanto acabó desvaneciéndose y Jenny se quedó inmóvil, con sus nublados ojos rojos enfocados en la pintura desconchada de la pared.

—Señora Spain, estamos haciendo todo lo que podemos —le aseguré.

No me miró. Aquel murmullo grueso y descarnado:

—¿Están seguros? ¿Los… los vieron con sus propios ojos?

—Me temo que estamos seguros.

—Sus hijos no sufrieron, señora Spain —la reconfortó Richie con voz amable—. No fueron conscientes de lo que ocurría.

Los labios empezaron a temblarle. Antes de que volviera a perderse en sus pensamientos, me apresuré a decir:

—Señora Spain, ¿puede decirnos qué recuerda de aquella noche?

Sacudió la cabeza.

—No lo sé.

—Está bien. Es comprensible. De todos modos, ¿podría intentar pensar en ello, comprobar si le viene algo a la memoria?

—No… No hay nada… No puedo…

Empezaba a tensarse y apretaba de nuevo la mano de Richie, con fuerza.

—No se preocupe. ¿Qué es lo último que recuerda? —continué.

Jenny dejó que su mirada vagara en la nada y, por un momento, tuve la sensación de que se había perdido en sus pensamientos; pero entonces musitó:

—El baño de los niños. Emma le lavó el pelo a Jack. A Jack le entró champú en los ojos. Estaba a punto de llorar. Pat… cogió el vestido de Emma por las mangas y lo hizo bailar en el aire para que Jack se riera…

—Muy bien —dije, y Richie le apretó la mano como muestra de aliento—. Fantástico. Cualquier pequeño detalle podría ayudarnos. ¿Qué sucedió después de bañar a sus hijos…?

—No lo sé. No lo sé. Lo siguiente que recuerdo es estar aquí, al médico…

—De acuerdo. Es posible que lo recuerde más adelante. Entretanto, ¿puede decirme si hubo alguien que los molestara en los últimos meses? ¿Alguien que le preocupara? ¿Algún conocido que estuviera comportándose de un modo un tanto extraño o algún merodeador que los inquietara?

—No, nadie. Nada. Todo iba bien.

—Su hermana Fiona nos ha contado que alguien entró en su casa el pasado verano. ¿Puede decirnos algo al respecto?

Jenny removió la cabeza sobre la almohada, como si algo le doliera.

—No fue nada. Nada de importancia.

—Por lo que nos ha contado Fiona, al principio sí le pareció importante.

—Fiona exagera. Yo estaba muy estresada aquel día. Me preocupé sin motivo.

Los ojos de Richie buscaron los míos desde el otro lado de la cama. De algún modo, Jenny se las estaba apañando para mentir.

—Hay muchos agujeros en las paredes de su casa —proseguí—. ¿Tienen algo que ver con ese hecho?

—No. Son… No son nada. Bricolaje.

—Señora Spain —intervino Richie—. ¿Está segura?

—Sí, del todo.

A través de la nebulosa de los analgésicos y del dolor, algo en el rostro de Jenny Spain resplandecía denso y duro como el acero. Recordé las palabras de Fiona: «Jenny no es ninguna cobardica».

—¿Qué tipo de bricolaje? —quise saber.

Esperamos, pero los ojos de Jenny habían vuelto a nublarse. Sus respiraciones eran tan cortas que apenas podía apreciarse como el tórax subía y bajaba.

—Estoy cansada —susurró.

Pensé en Kieran y en su caza de nombres de usuario en internet, pero no había modo humano de que Jenny lograra recordarlos en el estado de devastación en que se encontraba su mente.

—Sólo unas preguntas más y la dejaremos descansar —le dije con amabilidad—. Una mujer llamada Aisling Rooney (su hijo Karl era un amigo de la guardería de Jack) nos ha explicado que estuvo intentando ponerse en contacto con usted durante el verano, pero que dejó de devolverle las llamadas. ¿Lo recuerda?

—Aisling. Sí.

—¿Por qué dejó de hablar con ella?

Un encogimientos de hombros; apenas un tic nervioso, pero la hizo estremecerse.

—Simplemente, dejé de hacerlo.

—¿Tuvo algún problema con ella? ¿Con algún miembro de su familia?

—No, ninguno. Me olvidé de llamarla.

Ese destello de acero de nuevo. Fingí no haberlo visto y continué.

—¿Le explicó usted a su hermana Fiona que la semana pasada Jack había llevado a un amiguito de la guardería a jugar a su casa?

Tras un largo momento, Jenny asintió. La barbilla había empezado a temblarle.

—¿Y era cierto?

Negó con la cabeza. Apretó con fuerza los ojos y los labios.

—¿Puede decirme por qué le mintió a Fiona?

Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Jenny.

—Tendría que haber venido… —logró balbucir. Un sollozo la plegó como un puñetazo—. Estoy muy cansada… por favor…

Apartó la mano de Richie y se cubrió el rostro con el brazo.

—Ahora la dejaremos que descanse —dijo Richie—. Enviaremos a un enlace de apoyo a las víctimas para que hable con usted, ¿de acuerdo?

Jenny negó con la cabeza mientras intentaba recuperar el aliento. Tenía sangre reseca en las arrugas de los nudillos.

—No. Por favor… no… sólo… quiero… estar… sola.

—Le aseguro que son muy buenos en su trabajo. Sé que nada puede mejorar su situación, pero pueden ayudarla a sobrellevarla. Han tratado a muchas personas que han sido víctimas de algo parecido. ¿Les daría una oportunidad, al menos?

—No…

Logró tomar aliento, con un esfuerzo hondo y tembloroso. Al cabo de un momento preguntó, confusa:

—¿Qué?

Los analgésicos volvían a empañarle el pensamiento.

—No importa —replicó Richie con dulzura—. ¿Hay algo que podamos traerle?

—No…

Se le estaban cerrando los ojos. Se adentraba en las profundidades del sueño, el mejor sitio donde podía estar.

—Regresaremos cuando esté un poco más recuperada. Por ahora, le dejaremos aquí nuestras tarjetas. Si recuerda algo, lo que sea, llame a uno de los dos, por favor —añadí.

Jenny emitió un sonido a medio camino entre un gemido y un sollozo. Se había dormido, y las lágrimas seguían deslizándose por su rostro. Dejamos nuestras tarjetas en su mesilla de noche y nos marchamos.

En el pasillo, todo seguía igual: el uniformado continuaba en posición de firmes y la madre de Jenny seguía dormida en su silla. Tenía la cabeza ladeada y sus dedos ya no ejercían tanta presión, pues ahora sostenían la gastada asa del bolso sin fuerza. En voz tan baja como pude, le di la orden al uniformado de que entrara en la habitación. A continuación, doblamos la esquina a paso ligero para desaparecer de la vista de aquella mujer y, cuando lo hubimos hecho, me detuve a sacar mi cuaderno de notas.

—Ha sido interesante, ¿no? —comentó Richie.

Sonaba contenido, pero no agitado: los vivos no le removían tanto por dentro. Ahora que su empatía había encontrado un destino, Richie se sentía mejor. Si yo hubiera estado en el mercado buscando un compañero a largo plazo, habríamos encajado a la perfección.

—Una extensa sarta de mentiras en unos pocos minutos.

—Así que te has dado cuenta. Pueden ser o no relevantes (todo el mundo miente, como ya te dije), pero tendremos que averiguarlo. Tendremos que hablar con Jenny de nuevo.

Necesité tres intentos para sacarme el cuaderno del bolsillo del abrigo. Intenté ocultar mi fracaso dándole la espalda a Richie, pero se asomó por encima de mi hombro y, escudriñándome, me preguntó:

—¿Estás bien?

—Perfectamente. ¿Por qué lo preguntas?

—Pareces un poco… —Hizo temblar una mano—. Ha sido duro. He pensado que quizá…

—Adelante. ¿Acaso crees que no puedo tolerar lo mismo que toleras tú? —repliqué—. No ha sido duro. Ha sido un día más de trabajo, como aprenderás cuando adquieras cierta experiencia. Y aunque hubiera sido un infierno, yo estaría igual de bien. ¿Recuerdas la conversación que hemos mantenido antes sobre el control, Richie? ¿La has asimilado?

Se apartó y me percaté de que le había hablado en un tono un punto más duro de lo que pretendía.

—Sólo preguntaba —dijo.

Tardé un segundo en procesarlo: en verdad era sólo una pregunta. No buscaba puntos débiles ni pretendía equilibrar la situación tras el incidente de la autopsia; su único delito había sido preocuparse por su compañero.

—Y te lo agradezco —respondí con voz amable—. Siento haber reaccionado de ese modo. ¿Qué tal tú? ¿Estás bien?

—Sí, perfectamente.

Cerró la mano con gesto de dolor y miró hacia atrás. Pude ver las marcas de color morado que las uñas de Jenny le habían dejado.

—¿Qué pasa con la madre? ¿Vamos a…? ¿Cuándo le permitiremos entrar?

Caminé por el pasillo hacia las escaleras de salida.

—Cuando quiera, siempre que haya alguien vigilando. Llamaré al uniformado y se lo haré saber.

—¿Y a Fiona?

—Lo mismo: es bienvenida, siempre que no le importe tener compañía. Quizá consigan que Jenny les cuente algo más de lo que nos ha contado a nosotros.

Richie mantuvo el ritmo sin decir nada, pero yo empezaba a pillar el truco de sus silencios.

—Crees que debería concentrarme en cómo pueden ayudar a Jenny y no en cómo pueden ayudarnos a nosotros. Y crees que debería haberlas dejado entrar ayer.

—Está viviendo un infierno. Son su familia.

Bajé las escaleras con rapidez.

—Exacto, muchacho. Jodidamente exacto. Son su familia, lo cual significa que no tenemos ninguna oportunidad de entender la dinámica de sus relaciones, al menos por el momento. No sé cómo podrían haber influido un par de horas con mamá y la hermanita en la historia de Jenny y no quería descubrirlo. Quizá la madre sea la típica mujer con complejo de culpa y consiga que Jenny se sienta peor por haber ignorado al intruso, de manera que cuando Jenny hable con nosotros obviará el hecho de que entró varias veces más en su casa. O quizá Fiona la advierta de que tenemos a Pat en el punto de mira y, cuando interroguemos a Jenny, se niegue a hablar con nosotros. Y recuerda esto: quizá Fiona no encabece la lista de sospechosos, pero tampoco está descartada, no hasta que descubramos cómo eligió nuestro hombre a los Spain, y sigue siendo la única heredera en caso de que Jenny hubiera muerto. Me importa un bledo que la víctima necesite un abrazo como agua de mayo, y no pienso dejar que la heredera hable con ella antes que yo lo haga.

—Supongo que tienes razón —replicó Richie.

A los pies de la escalera, se apartó a un lado para dejar paso a una enfermera que empujaba un carrito de plástico y metal resplandeciente, y la observó trajinar en el pasillo.

—Es probable que así sea.

—Piensas que soy un tipo sin corazón, ¿no es cierto? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—No soy yo quien debe juzgarlo.

—Quizá lo sea. Depende de cómo lo definas. Porque, para mí, Richie, un tipo sin corazón es alguien capaz de mirar a Jenny Spain a los ojos y decirle: «Lo siento, señora, no atraparemos a la persona que ha masacrado a su familia porque yo estaba demasiado ocupado asegurándome de caerle bien a todo el mundo. Hasta la vista», para luego largarse tranquilamente a su casa y disfrutar de una agradable cena y un sueñecito reparador. Eso es algo que soy incapaz de hacer. De modo que, si tengo que mostrarme frío para asegurarme de que eso no ocurra, lo hago y punto.

Las puertas de salida se abrieron de una sacudida; una ola de aire frío y húmedo de lluvia nos sepultó, y dejé que penetrara profundamente en mis pulmones.

—Hablemos con el uniformado antes de que la madre se despierte —propuso Richie.

Bajo la densa luz gris, Richie tenía un aspecto lamentable: los ojos inyectados en sangre, el rostro inexpresivo y demacrado; de no haber sido porque iba vestido con aquellas prendas semidecentes, el personal de seguridad lo habría confundido con un yonqui. El chaval estaba exhausto. Eran poco menos de las tres del mediodía. Nuestro turno de noche empezaba al cabo de cinco horas.

—Adelante —dije—. Llámalo.

La expresión de Richie me reveló que mi aspecto era tan lamentable como el suyo. Cada vez que inspiraba seguía notando un regusto a desinfectante y sangre, como si el aire del hospital se hubiera cerrado a mi alrededor y hubiera penetrado en los poros de mi piel. Casi deseé ser fumador.

—Y luego nos largaremos de este lugar. Es hora de regresar a casa.