Capítulo 7

Y por supuesto, maldita sea, Dina me estaba esperando.

Lo primero que uno aprecia en mi hermana pequeña, Dina, es que tiene ese tipo de belleza que hace que todo el mundo, hombres y mujeres por igual, olviden de qué estaban hablando cuando la ven entrar. Parece uno de esos dibujos antiguos de hadas a carboncillo y tinta: esbelta como una bailarina, con una piel que jamás se broncea, unos labios carnosos y pálidos y unos inmensos ojos azules. Camina como si se deslizara un centímetro por encima del suelo. Un artista con quien salió en el pasado le dijo en una ocasión que era una «auténtica belleza prerrafaelita», cosa que habría sido fantástica si no le hubiera dado una patada en el culo dos semanas más tarde. Aunque confieso que no nos pilló por sorpresa. Lo segundo que destaca en Dina es que está como un cencerro. Varios psicólogos y psiquiatras le han diagnosticado trastornos diversos a lo largo de la vida, pero todo se reduce a que Dina no disfruta viviendo. Vivir tiene un truco que ella no parece haber aprendido nunca. A veces es capaz de fingir que sabe hacerlo durante varios meses seguidos, en ocasiones incluso un año, pero le requiere la misma concentración que a un funámbulo caminar por la cuerda floja, y siempre acaba tambaleándose y cayendo al vacío. Entonces pierde su asqueroso empleúcho du jour, su pésimo novio du jour la abandona (a los hombres que les gustan las mujeres vulnerables Dina les encanta, hasta que ella les demuestra qué significa de verdad ser vulnerable) y ella aparece en la puerta de mí casa o en la de Geri, generalmente a una hora intempestiva de la noche, completamente perdida.

Aquella noche, en un intento por no parecer predecible, se presentó en mi trabajo en lugar de hacerlo en mi casa. Trabajamos justo delante del castillo de Dublín y, puesto que se trata de una atracción turística (estos edificios llevan ochocientos años defendiendo la ciudad, de un modo u otro), cualquiera puede entrar directamente desde la calle. Richie y yo avanzábamos por los adoquines hacia la comisaría con paso rápido; mientras yo andaba organizando mentalmente los hechos para exponérselos a O’Kelly, una porción de oscuridad se desprendió del rincón de una sombra junto a un muro y se acercó volando hacia nosotros. Ambos nos sobresaltamos.

—Mikey —exclamó Dina con voz lastimera e intensa, al tiempo que me agarraba la muñeca con los dedos, tensos como alambres—. Tienes que venir a recogerme ahora. La gente no deja de empujarme.

La última vez que la había visto, haría cosa de un mes, llevaba el cabello largo, rubio y ondulado y un vaporoso vestido de flores. Desde entonces, le había dado por el grunge: se había cortado el pelo en una media melenita teñida de un moreno brillante a la moda de los años veinte (habría dicho que ella misma se había cortado el flequillo) e iba vestida con un cárdigan gris enorme y andrajoso sobre una combinación blanca y unas botas de motero. Los cambios de aspecto de Dina son siempre una mala señal. Me maldije a mí mismo por haber permitido que transcurriera tanto tiempo sin comprobar qué tal estaba.

La alejé de Richie, que estaba intentando despegar la mandíbula de los adoquines. Parecía como si me contemplara bajo una nueva luz.

—Ya te tengo, cielo. ¿Qué ha pasado?

—No puedo, Mikey, noto cosas en el pelo, no sé cómo explicártelo, como si el viento me arañara los cabellos. Me duele, me duele mucho, y no encuentro el botón para conseguir que pare.

Se me hizo un nudo en el estómago.

—Está bien —dije—. Está bien. ¿Quieres venir conmigo a casa y pasar allí una temporada?

—Tenemos que irnos. Tienes que escucharme.

—Ahora mismo nos vamos, cielo. Sólo espérame un segundo, ¿de acuerdo?

La conduje hasta las escaleras de uno de los edificios del castillo, cerrado durante la noche tras la marabunta de turistas del día.

—Siéntate aquí y espérame.

—¿Por qué? ¿Adónde vas?

Estaba al borde de sufrir un ataque de ansiedad.

—Estaré ahí mismo —la informé, señalando con el dedo—. Necesito desembarazarme de mi compañero para poder marcharme contigo a casa. Tardaré un par de segundos.

—No quiero que venga tu compañero. Mikey, no habrá sitio para todos, ¿cómo vamos a meternos los tres allí?

—Exactamente. Yo tampoco quiero que venga. Pero tengo que sacármelo de encima para que nosotros podamos ponernos en marcha.

La senté en los escalones.

—¿De acuerdo?

Dina se abrazó las rodillas y hundió la boca en la cara interna del codo.

—De acuerdo, Mikey —respondió con voz apagada—. Date prisa, ¿vale?

Richie fingía estar revisando los mensajes de su teléfono móvil para proporcionarme un poco de intimidad. Yo miraba de reojo a Dina.

—Escucha, Richie. Es posible que no pueda acudir esta noche. ¿Tú sigues dispuesto a ir?

Podía ver los signos de interrogación saltando arriba y abajo en su cabeza, pero el muchacho sabía cuándo mantener el pico cerrado.

—Claro.

—Bien. Escoge a un refuerzo. Él (o ella, si prefieres llevarte a Comosellame) puede apuntarse las horas extras, aunque quizá pudieras intentar transmitirle el mensaje de que renunciar a ellas redundaría en un mayor beneficio para su carrera. Si sucede algo, llámame de inmediato. Me da igual que creas que no es importante o que puedes ocuparte tú solo de ello. Llámame, ¿entendido?

—Entendido.

—De hecho, llámame igualmente aunque no suceda nada, sólo para mantenerme al corriente. Cada hora, a la hora en punto. Si no descuelgo el teléfono, vuelve a llamar hasta que lo haga. ¿Entendido?

—Entendido.

—Dile al comisario que me ha surgido un asunto urgente, pero que no se preocupe, que lo tengo todo bajo control y que me reincorporaré mañana por la mañana a más tardar. Pásale el informe de la jornada de hoy y explícale nuestros planes para esta noche. ¿Crees que podrás hacerlo?

—Sí, creo que probablemente seré capaz de manejarme.

El gesto en la comisura de sus labios me indicó que no le había gustado la pregunta, pero, en aquel momento, su ego ocupaba un puesto muy bajo en mi lista de prioridades.

—Nada de «probablemente», muchacho: hazlo. Explícale también que los refuerzos tienen misiones asignadas para mañana, al igual que los rastreadores, y que necesitamos que un equipo subacuático empiece a trabajar en la bahía lo antes posible. En cuanto hayas acabado, ponte en marcha. Necesitarás comida, ropa de abrigo y un frasco de pastillas de cafeína (el café no te conviene; no quiero que tengas que salir a mear cada media hora), además de unas gafas de visión térmica: tenemos que suponer que ese tipo tiene un equipo de visión nocturna y no quiero que te pille desprevenido. Y revisa tu arma.

La mayoría de nosotros acabamos la carrera sin haber siquiera desenfundado. Y hay quien se lo toma como una licencia para volverse descuidado.

—Sí, ya he participado en un par de operaciones de vigilancia —replicó Richie, con la serenidad necesaria para que no supiera si me estaba enviando a hacer puñetas—. ¿Nos vemos aquí mañana por la mañana?

Dina se estaba poniendo nerviosa; se mordisqueaba los hilos sueltos de la manga del jersey.

—No —respondí—. Aquí no. Intentaré acercarme a Brianstown en algún momento de la noche, pero no sé si lo conseguiré. Si no aparezco por allí, nos reuniremos en el hospital para ir al depósito de cadáveres. A las seis de la mañana. Y, por todos los santos, no llegues tarde o nos pasaremos el resto de la mañana soportando las puyas de Cooper.

—Ningún problema.

Richie se guardó el teléfono en el bolsillo.

—Si no nos vemos esta noche, intentaremos hacerlo lo mejor que sepamos para no cagarla, ¿de acuerdo?

—No la caguéis —dije.

—No lo haremos —respondió Richie, esta vez en tono más amable; sonaba casi como si quisiera tranquilizarme—. Buena suerte.

Me dirigió un asentimiento de cabeza y puso rumbo a la puerta de la comisaría. Era lo bastante listo como para no volver la vista atrás.

—Mikey —farfulló Dina entre dientes, agarrándome la espalda del abrigo con un puño—. ¿Podemos irnos ya?

Me tomé una fracción de segundo para alzar la vista hacia el penumbroso cielo y pronunciar una plegaria contundente y urgente a lo que fuera que hubiera allá arriba: «Por favor, que mi hombre se muestre más prudente de lo que lo creo capaz. No dejes que se eche en brazos de Richie. Haz que me espere».

—Venga —dije, al tiempo que le ponía a Dina una mano sobre el hombro.

Dina se acurrucó a mi lado, con sus codos huesudos y respirando con rapidez, como un animal asustado.

—Vámonos.

En días como este, lo primero que hay que hacer con Dina es llevarla a casa. Gran parte de lo que parece locura en realidad no es más que tensión, un terror desatado que se agranda, se nutre de las corrientes y se ancla a todo lo que pasa junto a él a la deriva. Y Dina acaba paralizada por la inmensidad y la imprevisibilidad del mundo, como un depredador atrapado en un espacio abierto. Después, cuando consigues conducirla a un espacio familiar sin extraños, ruidos estridentes ni movimientos súbitos, se tranquiliza y experimenta largos episodios de lucidez, mientras esperas con ella a que todo termine. Dina fue uno de los factores que tuve en cuenta a la hora de comprar un apartamento, después de que mi exmujer y yo vendiéramos nuestra casa. Escogimos un buen momento para separarnos, o eso es al menos lo que me gusta repetirme: el mercado inmobiliario estaba en alza y mi mitad del capital me permitió satisfacer la entrada de un apartamento de dos dormitorios en la cuarta planta de uno de los edificios situados en la zona del Centro de Servicios Financieros. Su céntrica ubicación me permite ir al trabajo a pie y, el hecho de que sea un lugar moderno, hace que no me sienta un completo perdedor por haber fracasado en mi matrimonio. Además, es lo bastante alto como para que a Dina no le asuste el ruido de la calle.

—¡Por Dios, ya era hora! —dijo ella en un arrebato de alivio cuando abrí la puerta del apartamento.

Pasó delante de mí y apoyó la espalda en la pared que hay junto a la puerta, con los ojos cerrados, mientras respiraba hondo.

—Mike, necesito darme una ducha, ¿puedo?

Fui a buscarle una toalla. Dejó caer su bolso en el suelo, se metió en el cuarto de baño y cerró de un portazo. En un mal momento, Dina puede pasarse toda la noche en la ducha, siempre y cuando el agua caliente no se le acabe y sepa que estás al otro lado de la puerta. Asegura que se siente mejor bajo el agua porque puede dejar la mente en blanco, lo cual implica tantos planteamientos junguianos que no sabría ni por dónde empezar. En cuanto oí que el agua corría y a ella empezar a canturrear, cerré la puerta del salón y telefoneé a Geri.

Nada detesto más en el mundo que tener que hacer este tipo de llamadas. Geri tiene tres hijos, de diez, once y quince años, un empleo como contable en la empresa de interiorismo de su mejor amiga y un marido a quien no ve lo suficiente. Todas esas personas la necesitan. Las únicas personas vivas que necesitan algo de mí son Dina, Geri y mi padre, y lo mejor que puedo hacer por Geri es evitar este tipo de llamadas. Hago lo que puedo. Hacía años que no la decepcionaba.

—¡Mick! Espera un segundo, por favor, que pongo en marcha la lavadora…

Un portazo, el clic de unos botones y un zumbido mecánico.

—Cuéntame. ¿Va todo bien? ¿Recibiste mi mensaje?

—Sí, lo recibí. Geri…

—¡Andrea! ¡Te he visto! Devuélveselo ahora mismo o le doy el tuyo. Y seguro que eso no es lo que quieres, ¿verdad? No, claro que no.

—Geri, escúchame. Dina vuelve a estar mal. Está aquí conmigo, en mi casa, dándose una ducha, pero esta noche tengo cosas que hacer. ¿Puedo llevarla a tu casa?

—Oh, no…

Noté que le faltaba el aliento. Geri es la optimista de la familia: después de veinte años, todavía alberga la esperanza de que cada vez sea la última, de que una mañana Dina se despierte curada.

—¡Ah, mi pobre hermanita! Me encantaría que viniera, pero no esta noche. Quizá dentro de un par de días, si todavía sigue…

—No puedo esperar un par de días, Geri. Estoy trabajando en un caso importante. Voy a estar cubriendo turnos de dieciocho horas y te aseguro que no puedo llevarla conmigo al trabajo.

—Oh, Mick, no puedo. Sheila tiene una gripe intestinal, eso es lo que te decía en el mensaje, y se la ha contagiado a su padre… Se han pasado la noche vomitando, y cuando no era uno, era el otro. Y diría que Colm y Andrea van a caer en cualquier momento. Llevo todo el día limpiando vómitos y lavando ropa, y todo apunta a que voy a tener que seguir haciéndolo esta noche. Ahora mismo no podría ocuparme también de Dina. Me es imposible.

Los episodios de Dina se prolongan entre tres días y dos semanas. Por si acaso, suelo reservar parte de los días de vacaciones y O’Kelly nunca pregunta, pero esta vez no iba a funcionar.

—¿Y qué hay de papá? ¿Sólo por esta vez? ¿Crees que podría…?

Geri dejó que se hiciera el silencio. Cuando yo era niño, mi padre era un hombre erguido y esbelto, inclinado a las afirmaciones nítidas y cuadriculadas y poco dado a las dobleces: «A las mujeres tal vez les gusten los borrachos, pero nunca los respetarán. No hay mal humor que el aire fresco y el ejercicio no puedan remediar. Paga siempre tus deudas antes de que venzan y nunca pasarás hambre». Sabía arreglarlo todo, cultivarlo todo, cocinar, limpiar y planchar como un profesional cuando tenía que hacerlo. La muerte de mi madre lo destrozó. Aún vive en la casa de Terenure donde nos criamos. Geri y yo vamos a verlo en fines de semana alternos para limpiar el baño, meter siete platos de comida en el congelador para asegurarnos de que tome una dieta equilibrada y comprobar que la televisión y el teléfono continúen funcionando. Las paredes de la cocina conservan el papel naranja con estampado psicodélico que mi madre escogió en los años setenta; en mi dormitorio, mis libros de la escuela siguen, sobados y llenos de telarañas, en la estantería que mi padre montó para mí. Cuando entras en el salón y le formulas una pregunta, tarda unos segundos en apartar la vista de la tele para mirarte, parpadea y replica: «Hijo. Me alegro de verte», y vuelve a sumergirse en el visionado de seriales australianos con el volumen apagado. En ocasiones, cuando se inquieta, consigue alejarse del sofá para dar unas cuantas vueltas por el jardín arrastrando los pies, calzado con sus pantuflas.

—Geri, por favor. Será sólo por esta noche —le rogué—. Dina dormirá todo el día de mañana, y por la noche espero haber resuelto el trabajo. Por favor.

—Lo haría si pudiera, Mick. No es que esté demasiado ocupada, ya sabes que eso no me importa…

El ruido de fondo se había desvanecido; Geri se había alejado de los niños para hablar con mayor privacidad. Me la imaginé en su salón, con jerséis de colores y cuadernos de deberes esparcidos por todas partes, tirando de un mechón de su cuidada melena rubia. Ambos sabíamos que yo no habría sugerido que Dina se quedara con mi padre a menos que estuviera desesperado.

—Ya sabes cómo se pone si no estoy junto a ella en todo momento, y tengo que ocuparme de Sheila y de Phil… ¿Qué haría si uno de los dos empezara a vomitar en mitad de la noche? ¿Dejar que sean ellos quienes limpien el vómito? ¿O dejarla sola para que montara un escándalo y despertara a toda la familia?

Apoyé la espalda contra la pared y me pasé una mano por la cara. Me faltaba el aire; el apartamento apestaba a los productos químicos con aroma artificial a limón que emplea la mujer de la limpieza.

—Está bien —respondí—. Ya lo sé. No te preocupes.

—Mick. Si nosotros no podemos hacernos cargo… quizá deberíamos pensar en llevarla a un lugar donde puedan ocuparse de ella.

—No —la corté. Negué con tal contundencia que me estremecí, pero Dina continuaba canturreando—. Ya me encargo yo. Todo saldrá bien.

—¿Estarás bien? ¿No puedes pedir que alguien te sustituya?

—No es así como funciona. Ya me las ingeniaré.

—Mick, lo siento de veras. En cuanto se encuentren un poco mejor…

—No te preocupes. Dales un abrazo de mi parte e intenta no contagiarte. Hablamos pronto.

Un grito de furia en la distancia, en algún lugar de casa de Geri.

—¡Andrea! ¿Qué te he dicho antes?… Vale, Mick, es posible que Dina esté mejor por la mañana. Nunca se sabe.

—Sí, quizá sí. Esperemos.

Dina soltó un aullido y cerró el grifo de la ducha: se había acabado el agua caliente.

—Tengo que dejarte —anuncié—. Cuídate.

Escondí el teléfono y me dirigí derechito a la cocina para disimular. Cuando la puerta del cuarto de baño se abrió, yo ya andaba cortando hortalizas.

Me preparé un salteado de ternera para cenar; Dina no tenía hambre.

La ducha la había reconfortado. Se acurrucó en el sofá, con una camiseta y unos pantalones de chándal que había sacado de mi armario, y se quedó mirando el infinito y secándose el pelo con una toalla, con aire pensativo.

—Shhh —siseó, cuando empecé a preguntarle delicadamente qué tal había pasado el día—. No hables. Escucha. ¿No es maravilloso?

Lo único que yo oía era el murmullo del tráfico, cuatro plantas más abajo, y el tintineo de la música que la pareja del piso de arriba pone cada noche para que su bebé se duerma. Supuse que, en cierto modo, debía de resultar tranquilizador y, tras una jornada intentando no perder el hilo en aquella maraña de conversaciones, estaba bien cocinar y cenar en silencio. Me habría gustado ver las noticias, ver como los periodistas relataban los acontecimientos, pero esa opción era absolutamente impensable.

Tras la cena preparé café, mucho café. El sonido de los granos en el molinillo hizo que Dina se agitara de nuevo: comenzó a describir círculos inquietos alrededor del salón con los pies descalzos, sacaba libros de las estanterías, los hojeaba y volvía a colocarlos en lugares equivocados.

—¿Tenías que salir esta noche? —me preguntó, de espaldas a mí—. ¿Tenías una cita?

—Es martes. Nadie tiene una cita en martes.

—Venga, Mikey, intenta ser más espontáneo. Sal entre semana. Vuélvete un poco más salvaje.

Me serví una taza de café solo bien fuerte y me dirigí a mi sillón.

—Me parece que no soy un hombre espontáneo.

—¿Significa eso que los fines de semana sí tienes citas? ¿Tienes novia?

—Creo que no he llamado «novia» a ninguna mujer desde que tenía veinte años. Los adultos tienen parejas.

Dina fingió meterse dos dedos en la garganta para vomitar, con efectos sonoros incluidos.

—Los gais que en 1995 rondaban la mediana edad tienen parejas. ¿Sales con alguien? ¿Follas con alguien? ¿Le disparas a alguien con el yogur de tu bazuca? ¿Has…?

—No, Dina, no. Me veía con alguien hasta hace poco, pero rompimos y no tengo previsto volver a la circulación en un tiempo. ¿De acuerdo?

—No lo sabía —respondió Dina con voz mucho más baja—. Lo siento.

Se dejó caer en un brazo del sofá y, al cabo de un momento, preguntó:

—¿Sigues hablando con Laura?

—A veces.

Al escuchar el nombre de Laura, la estancia se llenó con su perfume, intenso y dulce. Tomé un gran sorbo al café para apartármelo de la nariz.

—¿Crees que volveréis?

—No. Ella sale con alguien. Con un médico. Cualquier día me llamará para decirme que está comprometida.

—Vaya —replicó Dina decepcionada—. Me gusta Laura.

—Y a mí. Por eso me casé con ella.

—Y entonces ¿por qué te divorciaste de ella?

—Yo no me divorcié de ella. Ella se divorció de mí.

Laura y yo siempre hemos sido muy civilizados y optamos por informar a todo el mundo de que nos habíamos separado de mutuo acuerdo, de que no era culpa de nadie, de que habíamos avanzado por caminos distintos y todas esas imbecilidades que suelen decirse, pero me había cansado de fingir.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Porque sí. Dina, lo siento, pero esta noche no me apetece hablar de ello.

—Vale —accedió Dina, poniendo los ojos en blanco.

Se levantó sinuosamente del sofá y se dirigió sin hacer ruido a la cocina, donde la oí abrir cajones y armarios.

—¿Por qué no tienes nada para comer? Me estoy muriendo de hambre.

—Hay comida de sobras. La nevera está llena. Puedo prepararte un salteado, hay cordero guisado en el congelador y, si te apetece algo más ligero, puedes comerte unas gachas o…

—Para, por favor. No me refiero a ese tipo de cosas. A la mierda los cinco grupos de alimentos, los antioxidantes y todo ese bla-bla-bla. Me apetece un helado o una de esas hamburguesas grasientas que se preparan en el microondas.

Cerró un armario de un portazo y regresó al salón con una barra de cereales para el desayuno en la mano.

—¿Cereales? Pero ¿qué eres? ¿Una niña?

—Nadie te obliga a comértelos.

Se encogió de hombros, se desplomó de nuevo en el sofá y empezó a mordisquear una esquina de la barra con mala cara, como si temiera que pudiera envenenarla.

—Con Laura eras feliz, Mikey. Era raro, porque tú no eres una persona de naturaleza feliz y yo no estaba acostumbrada a verte en ese estado. Tardé un tiempo en darme cuenta. Pero era muy agradable.

—Sí que lo era —convine.

Laura es el mismo tipo de mujer esbelta, radiante y de belleza cuidada que Jennifer Spain. Todo el tiempo que estuvimos juntos lo pasó a dieta, salvo en los cumpleaños y Navidades; acude cada tres días al solárium para mantener su bronceado artificial, se alisa el pelo todas las mañanas de su vida y nunca sale de casa sin ir perfectamente maquillada. Sé que hay hombres que se sienten atraídos por las mujeres más naturales, o al menos fingen preferirlas, pero la gallardía con la que Laura luchaba cuerpo a cuerpo contra la naturaleza era una de las cosas que más me gustaba de ella. Por las mañanas, solía levantarme quince o veinte minutos más temprano para poder contemplarla mientras se acicalaba. Incluso los días en que tenía prisa, se le caían las cosas y maldecía para sus adentros, era lo más reconfortante que la vida tenía que ofrecerme, era como observar a un gato ordenar el mundo mientras se lavaba. Siempre me pareció que una mujer así, una mujer que se esforzaba tanto por ser lo que se suponía que tenía que ser, probablemente querría lo que se suponía que tenía que querer: flores, buenas joyas, una casa bonita, vacaciones al sol y un hombre que la amara y que la cuidara de corazón el resto de sus vidas. Las mujeres como Fiona Rafferty son un misterio insondable para mí; no acierto a imaginar por qué alguien intentaría descifrarlas, y eso me pone nervioso. Con Laura tenía la impresión de poder ser feliz. Fui tan imbécil que, el hecho de que al final resultara querer exactamente lo que se supone que quieren todas las mujeres, me cogió por sorpresa. Precisamente ella, con quien me había sentido seguro justo por ese motivo.

—¿Te dejó Laura por mi culpa? —preguntó Dina, sin mirarme.

—No —contesté al instante.

Y era verdad. Laura descubrió la condición de Dina muy al principio de nuestra relación, de un modo previsible. Pero jamás dijo ni insinuó (y apostaría a que ni siquiera pensó) que Dina no fuera responsabilidad mía ni que debiera mantener su locura fuera de nuestro hogar. Cuando me acostaba tarde, las noches en que Dina finalmente caía dormida en la habitación de invitados de nuestra antigua casa, Laura me acariciaba el cabello. Eso era todo.

—Nadie quiere lidiar con esta mierda. Ni siquiera yo quiero hacerlo —continuó Dina.

—Quizá algunas mujeres no querrían. Pero yo no me casaría con ellas.

Dina soltó una carcajada.

—He dicho que Laura me caía bien. Pero no he dicho que fuera ninguna santa. ¿Acaso crees que soy estúpida? Sé que no le gustaba que una loca apareciera en el umbral de su casa y le jodiera la semana. ¿Recuerdas aquella vez de las velas, la música, las copas de vino y vosotros dos despeinados? Debió de odiarme con todas sus fuerzas.

—No lo hizo. Nunca lo ha hecho.

—En caso contrario, tampoco me lo dirías. ¿Por qué, si no, te habría abandonado? Laura estaba loca por ti. Y tú no tuviste la culpa; no le pegaste ni la llamaste escoria. La tratabas como a una princesa. Le habrías dado la luna. «Ella o yo», ¿te lo dijo alguna vez? «Quiero recuperar mi vida; echa a esa lunática de aquí». ¿Te dijo algo así?

Empezaba a sumirse en uno de sus bucles, con la espalda apoyada con fuerza contra el brazo del sofá. Había un destello de miedo en los ojos.

—Laura me dejó porque quiere tener hijos —le aclaré.

A Dina se le cortó la respiración y me miró fijamente, boquiabierta.

—¡Joder, Mikey! ¿No podéis tener hijos?

—No lo sé. No lo intentamos.

—¿Entonces…?

—Yo no quiero tener hijos. Nunca he querido.

Dina meditó mis palabras en silencio, mientras chupeteaba la barra de cereales con aire ausente. Al cabo de un rato, dijo:

—Laura probablemente se calmaría mucho si tuviera hijos.

—Quizá. Espero que tenga la oportunidad de descubrirlo. Pero no será conmigo. Lo sabía cuando nos casamos. Me aseguré de que le quedara claro. Nunca la engañé.

—¿Por qué no quieres tener hijos?

—Hay gente que no quiere tenerlos. No soy ningún bicho raro.

—No he dicho que lo fueras. ¿Acaso te he llamado yo «raro»? Sólo te he preguntado por qué.

—No creo que los detectives de Homicidios deban tener hijos —respondí—. Se ablandan, la barbarie los supera, y acaban metiendo la pata en el trabajo y probablemente también con sus hijos. No puedes tener ambas cosas. Y yo elijo el trabajo.

—¡Por el amor de Dios! ¡Menuda sarta de gilipolleces! Nadie renuncia a tener hijos porque no cree en ello. Siempre le echas la culpa de todo a tu trabajo… Es aburridísimo, no puedes imaginar cuánto. ¿Por qué no quieres tener hijos?

—Yo no le echo a mi trabajo la culpa de nada. Me lo tomo muy en serio. Y si eso te resulta aburrido, te pido disculpas.

Dina alzó los ojos al cielo y soltó un inmenso suspiro de fingida paciencia.

—De acuerdo —dijo, ralentizando el ritmo para que el idiota de su hermano pudiera seguirla—. Me apuesto todo lo que tengo, que es una mierda, pero algo es, a que los tipos de tu brigada no se esterilizan en su primer día de trabajo. Trabajas con hombres que tienen hijos. Y hacen exactamente lo mismo que tú. No creo que acostumbren a dejar escapar a los asesinos; en ese caso, los despedirían. ¿Estoy en lo cierto o no?

—Algunos de los muchachos tienen familia, sí.

—Entonces ¿por qué no quieres tener tú hijos?

El café empezaba a hacerme efecto. El apartamento se me antojaba pequeño y feo, hostil bajo la luz artificial; la urgencia de salir de allí y pisar el acelerador rumbo a Broken Harbour casi me hizo saltar del sillón.

—Porque corro un riesgo demasiado alto. Es tan grande que sólo pensar en ello me provoca arcadas. Por eso.

—El riesgo… —repitió Dina tras un momento de silencio.

Dio la vuelta al envoltorio de la barra de cereales, con cuidado, y examinó el lado brillante.

—No se trata del trabajo. Te refieres a mí. Te asusta que fueran como yo.

—No eres tú quien me preocupa —repliqué.

—Entonces ¿quién?

—Yo.

Dina me observó, con la imagen de la bombilla reflejándose en aquellos inescrutables ojos de color azul lechoso cual dos diminutos fuegos fatuos.

—Serías un buen padre —sentenció.

—Tal vez sí. Pero quizá no fuera lo suficientemente bueno. Porque, si ambos nos equivocamos y resultara ser un padre nefasto, ¿qué sucedería entonces? Ya no habría nada que yo pudiera hacer. Cuando lo descubres, es demasiado tarde: los niños están ahí, no puedes devolverlos. Lo único que puedes hacer es seguir fastidiándola, día tras día, y observar cómo esos bebés perfectos se convierten en una ruina ante tus ojos. No puedo hacerlo, Dina. O no soy lo bastante tonto o no soy lo bastante valiente, pero no me veo capaz de asumir ese riesgo.

—A Geri se le da bien.

—A Geri se le da de maravilla —convine.

Geri lleva la maternidad con alegría, tranquilidad y naturalidad. Después de que nacieran cada uno de sus hijos, la telefoneé cada día durante un año (operaciones de vigilancia, interrogatorios, discusiones con Laura, el mundo entero podía ponerse en modo pausa mientras hacía esa llamada telefónica) para asegurarme de que estaba bien. En una ocasión tenía la voz lo bastante ronca y apagada como para que yo obligara a Phil a ausentarse del trabajo e ir a comprobar cómo se encontraba. Estaba resfriada y, lógicamente, pensó que yo me sentiría como un idiota, pero no fue así. Más vale prevenir que curar. Siempre.

—Yo quiero tener hijos algún día —anunció Dina. Hizo una bola con el envoltorio y la lanzó al aire, en dirección a la papelera, pero falló—. Supongo que a ti te parecerá una idea descabellada.

La idea de que la próxima vez apareciera embarazada hizo que se me pusieran los pelos de punta.

—No necesitas mi permiso.

—Pero lo piensas.

—¿Cómo esta Fabio? —pregunté.

—Se llama Francesco. No creo que funcione. Pero no lo sé.

—Creo que convendría que esperaras a encontrar a alguien en quien confiar. Llámame anticuado.

—Lo dices por si pierdo la cabeza, supongo. Por si un día estoy cuidando de mi bebé de tres semanas de vida y empieza a estallarme la cabeza. Sería mejor que hubiera alguien cerca para vigilarme.

—Yo no he dicho eso.

Dina estiró las piernas sobre el sofá y se inspeccionó el esmalte de las uñas de los pies, de color azul claro perlado.

—Sabes que suelo anticipar cuándo voy a tener un ataque. ¿Quieres que te explique cómo?

La verdad es que no quería saber nada sobre los mecanismos de la mente de Dina.

—¿Cómo? —pregunté.

—Todo empieza a sonar de forma distinta.

Me lanzó una mirada rápida, oculta tras una cortina de cabellos.

—Me quito el jersey por la noche, lo dejo caer en el suelo y oigo un «plop», como una roca que cae en un estanque. En una ocasión, cuando iba caminando a casa desde el trabajo, mis botas chillaban cada vez que tocaban el suelo, como un ratón en una trampa. Fue horrible. Al final tuve que sentarme en la acera y sacármelas para asegurarme de que no había ningún ratón atrapado dentro. Sabía que era imposible, no soy tonta, pero quería asegurarme. Entonces caí en la cuenta de lo que estaba sucediendo. Aun así, tuve que coger un taxi que me llevara a casa. No podía soportar oír ese chillido a lo largo de todo el camino. Sonaba agónico.

—Cuando eso sucede, deberías ir a ver a alguien.

—Ya voy a ver a alguien. Hoy estaba en el trabajo y, al abrir uno de los frigoríficos para coger más panecillos, ha crepitado; como el fuego, como si ahí dentro hubiera un incendio forestal. Así que me he largado y he ido a buscarte.

—Y eso está muy bien. Me alegro de que lo hayas hecho. Pero me refiero a ver a un profesional.

—Médicos —dijo Dina frunciendo los labios—. He perdido la cuenta. ¿Y me han servido de algo?

Estaba viva, lo cual significaba ya mucho para mí y esperaba que al menos significara algo para ella; sin embargo, el teléfono sonó antes de que pudiera señalárselo. Comprobé la hora mientras iba a buscarlo: las nueve en punto, Richie estaba cumpliendo.

—Kennedy —dije, me puse en pie y me alejé de Dina.

—Hemos tomado posiciones —informó Richie en voz tan baja que tuve que apretarme el teléfono contra la oreja—. No hay ningún movimiento.

—¿Los técnicos y los refuerzos están también en sus puestos?

—Sí.

—¿Algún problema? ¿Os habéis tropezado con alguien de camino? ¿Algo que debería saber?

—No. Todo va bien.

—Entonces hablaremos dentro de una hora, o antes si se produce algún cambio. Buena suerte.

Colgué. Dina había enrollado y hecho un nudo con la toalla y me miraba fijamente a través de su mata de pelo brillante.

—¿Quién era?

—Del trabajo.

Me guardé el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. La mente de Dina tiene recovecos paranoides. No quería que me escondiera el teléfono para que yo no pudiera contactar con hospitales imaginarios y hablar de su caso o, peor aún, temía que respondiera y le dijera a Richie que sabía lo que pretendía y que ojalá se muriera de cáncer.

—Pensaba que no estabas de servicio.

—Lo estoy. Más o menos.

—¿Qué se supone que significa «más o menos»?

Las manos empezaban a tensársele alrededor de la toalla.

—Significa que, en ocasiones, necesitan preguntarme cosas —contesté en el tono más relajado que pude—. En Homicidios nunca se está «fuera de servicio». Era mi compañero. Y es probable que telefonee unas cuantas veces más esta noche.

—¿Por qué?

Cogí mi taza de café y me dirigí a la cocina para rellenarla.

—Ya lo has visto. Es un novato. Antes de tomar ninguna decisión importante, tiene que consultarla conmigo.

—¿Decisiones importantes sobre qué?

—Sobre cualquier cosa.

Dina empezó a hurgarse una costra del dorso de una mano con la uña del pulgar de la otra, con rascaduras breves y fuertes.

—Esta tarde alguien ha encendido la radio —dijo—. En el trabajo.

¡Joder!

—¿Y?

—Y han dicho que habían encontrado un cadáver y que la policía creía que se trataba de una muerte violenta. En Broken Harbour. Han entrevistado a un tipo, a un poli. Sonaba como tu voz.

Y entonces el frigorífico empezó a emitir aquel sonido como de incendio forestal. Con mucho cuidado, mientras me sentaba de nuevo en el sillón, le dije:

—De acuerdo.

Dina empezó a rascarse con más fuerza.

—¡No hagas eso! ¡Joder! ¡Deja de hacer eso!

—¿Hacer qué?

—No pongas esa cara de poli con un palo metido por el culo. No me hables como si fuera una testigo imbécil con quien poner en práctica tus jueguecitos porque crees que me intimidas y no me atreveré a pararte los pies. Tú no me intimidas. ¿Lo has entendido?

No tenía sentido discutir.

—Entendido —le respondí con calma—. No pretendo intimidarte.

—Entonces deja de hacerte el gilipollas y cuéntamelo.

—Ya sabes que no puedo hablar del trabajo. No es nada personal.

—¿Cómo que no es personal? Soy tu hermana, ¡joder! ¿Qué puede ser más personal que eso?

Se había acurrucado en un rincón del sofá, con los pies firmemente apoyados en el suelo como si fuera a saltarme al pescuezo en cualquier momento, lo cual era improbable, pero no imposible.

—Tienes razón. Me refiero a que no se trata de ocultarte algo a ti. Debo mantener la discreción con todo el mundo.

Dina se mordisqueó el antebrazo mientras me observaba como si fuera el enemigo, con los ojos entrecerrados y encendidos con la astucia de un animal.

—De acuerdo —dijo—. Entonces pongamos las noticias.

Había esperado secretamente que no se le ocurriera hacerlo.

—Pensaba que te gustaba disfrutar de la paz y la tranquilidad.

—Si es lo bastante público como para que todo el puñetero país pueda verlo, estoy más que segura de que no es tan confidencial como para que yo no pueda hacerlo. ¿No es así? Teniendo en cuenta que no es algo personal, claro.

—Por el amor de Dios, Dina. Llevo todo el día trabajando. Lo último que quiero hacer al llegar a casa es ver que hablan del trabajo en televisión.

—Entonces explícame qué demonios pasa. O voy a poner las noticias y vas a tener que sujetarme para que no lo haga. ¿Quieres que hagamos eso?

—Está bien —cedí, poniendo las manos en alto—. De acuerdo. Voy a explicártelo, pero antes tienes que tranquilizarte un poco. Y eso significa que necesito que dejes de morderte el brazo.

—Es mi puñetero brazo. ¿A ti qué te importa si me lo muerdo?

—No puedo concentrarme si te veo hacerlo. Y, si no puedo concentrarme, no podré explicarte qué ha pasado. Tú decides.

Me lanzó una mirada de desafío, me enseñó los dientes, pequeños y blancos, y se mordió una vez más, con fuerza; no obstante, al ver que yo no reaccionaba, se bajó la manga de la camiseta y se sentó con las manos metidas debajo del trasero.

—Ya está. ¿Contento?

—No hemos encontrado sólo un cuerpo —la informé—, sino a los cuatro miembros de una familia. Vivían en Broken Harbour, pero ahora se llama Brianstown. Un intruso entró en su casa anoche.

—¿Cómo los asesinó?

—No lo sabremos con seguridad hasta que practiquemos las autopsias. Al parecer, utilizó un cuchillo.

Dina se quedó mirando el vacío, sin moverse ni respirar siquiera mientras pensaba en ello.

—Brianstown —dijo al fin, abstraída—. ¡Menuda mierda de nombre! Habría que meter la cabeza del tipo al que se le ocurrió debajo de un cortacésped. ¿Estás seguro?

—¿Sobre el nombre?

—¡No, joder! Sobre los muertos.

Me froté la mandíbula, intentando destensarla un poco.

—Sí, estoy seguro.

Volvía a tener la mirada enfocada y los ojos posados en mí, sin pestañear.

—Y estás tan seguro porque te estás ocupando del caso.

No respondí.

—Has dicho que no querías ver las noticias porque llevas todo el día trabajando. Lo has dicho tú.

—Ver un caso de homicidios en las noticias es trabajo. Cualquier caso. Es a lo que me dedico.

—Bla-bla-bla, este homicidio es el caso en el que tú estás trabajando. ¿No es cierto?

—¿Qué importa eso?

—Pues importa muchísimo, porque, si me lo dices, dejaré que cambies de tema.

—Sí —respondí—. Me ocupo de este caso. Junto con un puñado de detectives más.

—Humm —murmuró Dina.

Lanzó la toalla en dirección a la puerta del cuarto de baño, se levantó del sofá y empezó a dar vueltas de nuevo por el salón, dibujando círculos enérgicos y automáticos. Me pareció oír que el murmullo de la cosa que habita en su interior empezaba a cobrar fuerza, como el leve zumbido de un mosquito.

—¿Podemos cambiar ya de tema?

—Sí —contestó Dina.

Agarró un elefante de esteatita que Laura y yo compramos como recuerdo de nuestras vacaciones en Kenia, lo apretó con fuerza y examinó con interés las marcas rojas que le había dejado en la palma de la mano.

—Antes, mientras te esperaba, he estado pensando en algo. Quiero cambiar mi piso.

—Bien —dije—. Podemos conectarnos a internet y buscar algo ahora mismo, si quieres.

El piso de Dina es un agujero inmundo. Podría permitirse perfectamente vivir en un lugar decente (yo la ayudaría a pagar el alquiler), pero dice que los bloques ordinarios de apartamentos le dan ganas de golpearse la cabeza contra las paredes, de manera que siempre acaba en una casa georgiana decrépita dividida en varios apartamentos de una sola habitación allá por los años sesenta, compartiendo el cuarto de baño con cualquier perdedor peludo que se hace llamar músico y que necesita que, de vez en cuando, le recuerden que el hermano de Dina es policía.

—No —replicó Dina—. Escúchame, por favor. Quiero cambiarlo, cambiarlo. Lo odio porque me produce urticaria. Ya intenté trasladarme, y les pregunté a las chicas de arriba si querían intercambiar su piso con el mío, porque a ellas no les entraría el picor en los recovecos de los codos ni les subiría por las uñas como me sucede a mí. No hay bichos. Deberías ver lo limpio que lo tengo. Creo que es el puñetero estampado de la moqueta. Se lo expliqué a esas zorras, pero no me hicieron caso y se limitaron a poner cara de besugo, con la boca abierta. Me pregunto si deben tener peces como mascotas. Así que, como no puedo mudarme, me gustaría cambiar algunas cosas. Quiero hacer reformas. Creo que ya movimos algunos tabiques, pero no lo recuerdo bien. ¿Lo hiciste tú, Mikey?

Richie telefoneó a cada hora en punto, tal como había prometido, para informarme de que no había ocurrido nada. Algunas veces Dina me dejó contestar al primer timbrazo, mordisqueándose los dedos mientras yo hablaba, y aguardó hasta que colgué antes de volver al ataque: «¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Qué le has contado sobre mí…?». Otras, tuve que dejar que el teléfono sonara dos o tres veces, mientras ella describía círculos cada vez más rápido y hablaba en voz cada vez más alta para no oír la llamada hasta que al final se agotaba y se desplomaba en el sofá o en la alfombra y yo podía descolgar. A la una de la madrugada me pegó un manotazo en la mano que dio con el teléfono en el suelo justo cuando yo estaba a punto de responder y me gritó: «Te importa un comino lo que estoy intentando explicarte. ¡Intento hablar contigo! No me ignores. No contestes. Escúchame, escúchame, escúchame…».

Pasadas las tres de la madrugada cayó dormida en el sofá a media frase, encogida en un ovillo, con la cabeza escondida entre los cojines. Se había envuelto el puño con el dobladillo de mi camiseta y chupaba la tela.

Fui a buscar el edredón de la habitación de invitados y la arropé con él. Luego bajé la intensidad de las luces, me serví una taza de café frío y me senté a la mesa del comedor a jugar al solitario con el teléfono móvil. En la calle, un camión emitía pitidos rítmicos al dar marcha atrás; al otro lado del pasillo, alguien cerró de un portazo amortiguado por el grosor de la moqueta. Dina susurró algo en sueños. Llovió un rato, un suave susurro que tamborileaba en las ventanas y fue atenuándose hasta dejar paso al silencio.

Yo tenía quince años, Geri dieciséis y Dina casi seis cuando mi madre se suicidó. Desde que tengo uso de razón, una parte de mí había estado esperando a que llegara aquel día; con el ingenio que imbuye a las personas cuyas mentes han quedado despojadas de todo deseo de vivir, escogió el único día que no nos lo esperábamos. Durante todo el año, mi padre, Geri y yo nos ocupábamos de ella como si fuera un empleo a jornada completa: observábamos atentamente cualquier señal, como agentes secretos; la convencíamos para que comiera cuando ni siquiera tenía ganas de levantarse de la cama; ocultábamos los analgésicos en aquellos días en que vagaba por la casa como un punto frío suspendido en el aire; le sosteníamos la mano las noches en que era incapaz de dejar de llorar, y aprendimos a mentir con astucia y ligereza a vecinos, parientes y cualquiera que nos preguntara. Pero durante dos semanas, en verano, los cinco vivíamos en libertad. Había algo en Broken Harbour, quizá el aire, el cambio de escenario o la mera voluntad de no echar por tierra nuestras vacaciones, que cambiaba a mi madre y la convertía en una niña risueña que alzaba las palmas al sol, vacilante y asombrada, como si no diera crédito a la suavidad con que acariciaba su piel. Echaba carreras con nosotros y besaba a mi padre en la nuca después de untarlo con crema solar. Durante esas dos semanas, no contábamos los cuchillos ni nos sobresaltábamos al menor ruido en mitad de la noche, porque mi madre estaba feliz.

El verano de mis quince años fue el más feliz de todos para ella. Yo no entendí el porqué hasta más tarde. Esperó hasta la última noche de nuestras vacaciones para meterse en el mar y ahogarse.

Hasta aquella noche, Dina era una chiquilla con chispa, desobediente y traviesa, siempre dispuesta a estallar en carcajadas formidables y contagiosas. Después, los médicos nos aconsejaron que vigiláramos atentamente las «consecuencias emocionales» que hubiera podido tener en ella; hoy en día la habrían enviado directamente a terapia (a ella y a todos), pero entonces corrían los años ochenta y en este país aún se creía que la terapia psicológica era sólo para personas ricas que necesitaban que alguien les arreara una buena patada en el culo. Y la observamos. Éramos unos expertos haciéndolo. Al principio la vigilamos veinticuatro horas al día los siete días de la semana, tomando turnos sentados junto a la cama de Dina mientras ella se revolvía y murmuraba en sueños; pero no parecía estar peor que Geri o que yo, y desde luego tenía mucho mejor aspecto que nuestro padre. Se chupaba el dedo y lloraba mucho. Al cabo de un largo tiempo, recuperó la normalidad, al menos en apariencia. El día que me despertó pasándome una toalla mojada por la espalda y se marchó corriendo entre gritos y risas, Geri encendió una vela a la Virgen María para agradecerle que Dina hubiera vuelto a la normalidad.

Yo también encendí una. Me aferré a lo positivo con todas mis fuerzas y me convencí de que creía en ello. Pero en el fondo lo sabía: una noche como aquella no desaparece sin más. Y no me equivocaba. Esa noche horadó a Dina hasta las entrañas y se mantuvo allí aletargada, aguardando durante años hasta que llegara su hora. Cuando se hubo hinchado lo suficiente, se removió, despertó y se abrió camino a dentelladas hacia la superficie.

Nunca habíamos dejado a Dina sola durante un episodio. En alguna ocasión se había desviado antes de llegar a mi casa o a la de Geri y había aparecido llena de moretones, drogada hasta las cejas; una vez, llegó con un mechón de pelo de dos centímetros y medio de grosor arrancado de raíz. Y Geri y yo siempre intentábamos averiguar qué había sucedido, pero jamás esperamos que Dina nos lo contara.

Pensé en llamar al trabajo para decir que estaba enfermo. Estuve a punto de hacerlo; tenía el teléfono en la mano, listo para llamar a la comisaría y explicarles que mi sobrina me había contagiado una gripe intestinal asquerosa y que otra persona debería hacerse cargo del caso hasta que yo pudiera alejarme del cuarto de baño. No fue la instantánea caída en picado de mi carrera lo que me detuvo, al margen de lo que todos los que me conocen habrían pensado. Fue la imagen de Pat y Jenny Spain luchando solos hasta la muerte porque creían que los habíamos abandonado. Se me hacía un mundo vivir pensando que eso pudiera ser cierto.

Cuando apenas faltaban unos minutos para las cuatro entré en mi dormitorio, silencié el móvil y me quedé mirando fijamente la pantalla hasta que se iluminó con el nombre de Richie. Más de lo mismo; empezaba a sonar somnoliento.

—Si a las cinco no ha habido actividad, empezad a recoger —le dije—. Dile a Comosellame y al resto de refuerzos que vayan a echarse un sueñecito y que fichen de nuevo a mediodía en comisaría. Tú podrás aguantar unas cuantas horas más sin dormir, ¿verdad?

—Sin problema. Me quedan aún unas cuantas píldoras de cafeína.

Se hizo una pausa momentánea, mientras buscaba el modo correcto de formularlo.

—Te veré en el hospital, ¿verdad? ¿O…?

—Sí, muchacho, ahí estaré. A las seis en punto. Dile a Comosellame que te deje allí de camino a casa. Y asegúrate de desayunar algo, porque, una vez nos pongamos en marcha, olvídate de que paremos a tomar un té con tostadas. Te veo dentro de un rato.

Me duché, me afeité, saqué ropa limpia y me comí un bol de muesli haciendo el menor ruido posible. Luego le escribí una nota a Dina: «Buenos días, lirón. He tenido que ir al trabajo, pero regresaré en cuanto pueda. Entretanto, come lo que encuentres en la cocina, lee/mira/escucha lo que te apetezca de lo que hay en las estanterías, date otra ducha… Estás en tu casa. Llámanos a mí o a Geri en cualquier momento si te pones nerviosa o te apetece hablar. M.».

Dejé la nota sobre la mesilla de centro, encima de una toalla limpia y otra barra de cereales. No dejé llaves: me había pasado un rato largo meditándolo, pero al final tuve que escoger entre el riesgo de que el apartamento se incendiara con ella encerrada dentro, o que se dedicara a vagar por una calle de mala muerte y tropezara con la persona equivocada. Era una mala semana para tener que confiar en la suerte o en la humanidad, pero, si me acorralan, apuesto por la suerte.

Dina se revolvió en el sofá y, por un instante, me quedé inmóvil, pero sólo suspiró y aplastó aún más la cabeza en los cojines. Uno de sus delgados brazos colgaba fuera del edredón, pálido como la leche, impreso con semicírculos claros, rojos y leves de marcas de dientes. Tiré del edredón para tapárselo. Luego me puse el abrigo, salí del apartamento en silencio y cerré la puerta con llave tras de mí.