—¡Ahí está! —gritó Berta—. Vamos, todos preparados.
El taxi se puso en movimiento y desde la otra esquina fue avanzando lentamente. Giró hacia la izquierda y atravesó la avenida para introducirse en el estacionamiento. La maniobra fue serena y el coche ingresó con calma y en silencio. En el asiento trasero, el Inglesito miró a Roberto y observó cómo acomodaba el arma y ponía el dedo en el gatillo.
—Yo estoy listo —dijo.
El Inglesito colocó su pistola entre las piernas y quitó el seguro. La boca estaba más reseca que antes y habría jurado que en caso de necesitar hablar ninguna palabra habría salido de su garganta. Rogó para que ni Berta ni Roberto le preguntaran nada. La garganta se apretó aún más y las manos se empaparon. La escena se desdibujó en sus ojos, y la gente que caminaba por la calle, Berta, Roberto, él mismo, todo se volvió irreal, tan ajeno que parecía imaginario.
Recorrieron el trayecto y aparecieron por detrás del comisario, que en ese momento cerraba con llave la puerta de su auto.
Probablemente fue el instinto de conservación el que le hizo mirar hacia atrás, volver la cabeza en el preciso segundo en que giraba la llave. En ese instante entraba un taxi a la playa y alcanzó a ver a una mujer ubicada en el asiento delantero. Eso le produjo un segundo de inquietud. Pero mucho más lo inquietó el chofer del automóvil, que llevaba el saco puesto y no tenía cara de chofer. Comenzó a girar el cuerpo para enfrentar al coche que se acercaba hacia él.
Seguramente porque estaba cansado luego de toda la noche en vela, quizá porque a su edad los reflejos se vuelven más perezosos, pero la certeza de que iban a matarlo recién lo asaltó en el momento en que una figura casi tan grande como él sacaba medio cuerpo afuera por la ventanilla trasera y elevaba una pequeña ametralladora a la altura de su pecho.
Debía de ser un experto ese tipo porque en el momento en que lo descubrió ya partía una primera descarga de proyectiles, probablemente cinco o seis. Dos atravesaron el vidrio, a pocos centímetros del brazo, uno entró en la parte inferior del pecho y fracturó dos costillas, otro penetró en el estómago y provocó un dolor agudo, aunque no insoportable.
Se sintió herido y todo su cuerpo se puso en tensión. Saltó hacia un costado con la intención de protegerse detrás de su automóvil. Su mano buscó la pistola y cuando la extrajo sus oídos ya escuchaban una nueva ráfaga y en su cuerpo sentía otros pequeños golpes en el estómago y en la pierna izquierda.
Comenzó a caer mientras oía sus propios disparos, dirigidos contra ese grandote que no paraba de tirarle y que ofrecía, curiosamente, un blanco fácil. Desde el suelo volvió a tirar a bulto y se dio cuenta de que había acertado en la cara de ese infeliz que dejaba caer la ametralladora y quedaba colgando con medio cuerpo sobre la puerta. El coche pasó junto a Valtierra y dobló para salir hacia la calle.
—¡Pará, que está vivo! —gritó Berta.
El chofer no la escuchó y aceleró hacia la avenida.
—¡Pará! Te ordeno que pares. ¡Hay que dar la vuelta y pasar otra vez a su lado! ¿Me escuchaste? —Berta gritaba fuera de sí mientras el Inglesito trataba de introducir el cuerpo de Roberto que colgaba por fuera del auto.
El coche hizo un círculo, cruzó nuevamente la avenida y se introdujo en el estacionamiento mientras empleados y transeúntes corrían y se cruzaban por delante buscando refugio. Valtierra estaba incorporándose y había logrado sentarse en el suelo, apoyando la espalda contra el guardabarros, cuando vio aparecer otra vez el taxi y levantó su pistola. Disparó contra el parabrisas los cuatro últimos proyectiles y observó que el cristal se astillaba y el coche fuera de control se estrellaba contra un automóvil estacionado. Trató de moverse y con la mano izquierda buscó en el bolsillo otro cargador, pero debía de tener una bala que le inutilizaba el brazo porque los dedos estaban entumecidos y no le respondieron.
En el taxi, súbitamente detenido, no se produjo ningún movimiento. Durante varios segundos hubo un silencio tan profundo que Valtierra imaginó que todos en el barrio habían muerto. Pensó en la vieja y rogó para que no saliera a la calle.
La puerta sobre la que colgaba el cuerpo de Roberto se abrió despacio y este se desplomó sobre un charco. La delgada figura del Inglesito apareció tambaleante. No estaba herido, de su brazo derecho colgaba la pistola y también pareció sorprenderse por el silencio. Miró al comisario sentado y luego hacia el interior del taxi. Berta ya no gritaba y él se sentía sofocado, aturdido por el peso de ese enmudecimiento repentino que había detenido al universo.
Movió el pie derecho hacia adelante y luego avanzó el izquierdo, repitió el gesto con cuidado y comenzó a caminar como si temiera caerse. Se afirmaba sobre el suelo con cada paso y pisaba los charcos con la inseguridad de hundirse en ellos para siempre. El agua de la lluvia ensortijaba su cabello y le mojaba la frente.
Llegó hasta Valtierra y levantó el brazo con el arma, que ahora pesaba mucho más. Con el pulgar montó el percutor. El comisario alzó el rostro y lo miró. Alguien gritaba a lo lejos.
—Usted es un torturador —dijo, por decir algo.
—Y vos un mocoso de mierda.
Arriba, en el cielo, presagiando más fríos, las nubes se enredaban oscuras como pocas veces se había visto. El invierno amenazaba con no terminar jamás.