CIUDAD INERME

Subía el frío. Estaba creciendo el frío. Algunos habitantes optaban por el sobretodo aunque la lluvia torrencial habría requerido impermeables gruesos, botas de goma y sombreros de plástico. Pero ¿quién podía vestirse así en una ciudad que presumía de elegante, de ropa a la usanza de la moda y ademanes cultivados? El frío tenía libertad para solazarse y penetrar géneros con gente atractiva pero indefensa a su rigor. Los pies, que reclamaban abrigo, se lucían en mocasines de buena hechura pero demasiado delgados para impedir el contagio de baldosas heladas. Las piernas aparecían espléndidas pero amoratadas por un viento que no perdonaban medias de Dior ni pantalones de raya perfecta.

Era esta una ciudad no preparada para el frío, inerme cuando este se desataba para entrar desde el sur brincando en cada esquina, golpeando rostros, enrojeciendo las manos descubiertas. En estos días, precisamente para hostilizar a la elegancia, el frío traía una carga de lluvia que confundía paraguas con sobretodos, faldas de franela con pilotos de nailon, sombreros sacados de viejos roperos con modernos trajes. No eran elegantes estos días y la sensación de incomodidad atravesaba malhumores de humedad, pelos lacios que se rebelaban para transformarse en rulos, narices irritadas que dolían a fuerza de gotear aguas internas. El clima acarreaba el hastío de una ciudad que quería dejar atrás el invierno y abrir los ojos a la primavera. El gris de los edificios con sus paredes empapadas se había adueñado de mentes y pensamientos, de aires y gestos que se preguntaban: ¿hasta cuándo sobreviviremos a este invierno mojado?

El consuelo para estas brumas es que Buenos Aires se parecía a París en invierno, ciudad que pocos habían visitado pero que de alguna manera pertenecía a los porteños, encajada en la memoria por culturas europeas y sabias, estéticas y de finos modales. Entonces el frío era un poco más soportable porque evocaba a la vieja Europa, siempre admirada en estas tierras.

Era esta la ciudad que se había introducido, con todas sus trampas y codiciados secretos, en los ojos de Valtierra. ¿Quién la estaba arruinando?, se preguntó. ¿Sería él, acaso, el que perdía el tranvía de la historia por resistir melancólico y sin sosiego al entierro de barrios y tradiciones? ¿Cómo dar marcha atrás, se dijo Valtierra, cuando está ocurriendo algo incomprensible que nadie parece dispuesto a detener?

Eso se dijo, aunque confusamente porque eran más las sensaciones inaprensibles que las certezas, mientras avanzaba en su auto, lentamente, mirando las gotas que desaparecían barridas por el movimiento de los limpiaparabrisas. Hoy llegaba tarde a casa de la vieja. El desayuno le esperaba para borrar ese gusto gomoso que el café barato y los numerosos cigarrillos fumados sin descanso habían dejado en su boca. Con los ojos enrojecidos por la vigilia, manejaba casi distendido sobre el asiento. Se sentía cansado pero se preguntaba si esas ganas de mandar todo al carajo no serían un rezongo de viejo maricón que está poniendo un pie del otro lado. Un pie en el retiro. No es eso lo que me pasa, se rebeló el comisario, seguro de estar en forma, pero fastidiado por un mundo que no le gustaba.

¿Quiénes están arruinando este lugar?, se dijo mientras detenía el automóvil frente a un semáforo en rojo, y trataba de ordenar pensamientos contradictorios que lo trasladaban a un Buenos Aires probablemente perdido para siempre, pero que también lo enfrentaban con un campo de batalla en el que ya no reconocía calles ni edificios que hasta ayer habían sido propios. Quizá ahora seamos otros, a lo mejor somos otros y todavía no nos hemos dado cuenta.

Aceleró con la señal verde y prendió la radio policial que en ese momento solicitaba la captura de un taxi, «carolina, cuatro, seis, cuatro, carolina, con cuatro ocupantes con armas, repito, ocupantes con armas», y se sintió tan hastiado, tan podrido de este mundo al que no pertenecía que tuvo ganas de volver con los muchachos de Robos y Hurtos, meter preso a algún borracho indecente o tirotearse con una verdadera banda de asaltantes de bancos, tuvo ganas de regresar a épocas en que todo estaba claro, los malos eran malos y las cosas estaban en su lugar.

Entonces cayó en la cuenta de que estaba mucho más cansado de lo que había supuesto. Cansado de estos insolentes modernos, aburrido de preguntarles siempre lo mismo, fastidiado por estar metido en algo que en realidad le importaba muy poco. Un día de estos me tomo el buque, se dijo. Me tomo el buque y que se arreglen entre ellos, repitió, sabiendo que ya era demasiado tarde y que se había jugado entero en un negocio en el que no pagaría ni los gastos. Se sentía como el infeliz que está disputando algo que ni siquiera le importa pero que pone en ello todo el empeño del alcahuete.

La imagen le desagradó; ortiva de superiores, soldadito de causas desconocidas que hace buena letra sin saber por qué.

Desechó la idea rápidamente porque si existía algún pensamiento que no podía permitirse era el de la duda. Alguien lo tiene que hacer. Y cuanto más rápido lo hagamos mucho mejor porque entonces es probable que todo vuelva a ser como antes.

Y a otra cosa.

Pasó frente a la casa de la vieja y aminoró la velocidad para ingresar en el estacionamiento de la esquina. Se introdujo entre los coches inmóviles que permanecían en largas hileras y buscó un espacio para acomodar el suyo. Quizá por un presentimiento inconsciente, por un malestar no confesado, ese día habría preferido seguir de largo y en vez de desayunar con la vieja rumbear para su casa, prender el televisor y dejarse estar en la cama dormitando con alguna serie.