—Un café, por favor.
El mozo ni le miró. Con una servilleta manchada que colgaba de su brazo, dirigió sus pies hacia el mostrador, renqueando apenas por los veteranos callos plantales fortalecidos por tantos años de profesión.
—¡Un express!
De buena gana habría pedido una medialuna o un alfajor de dulce de leche. La sensación de malestar se mantenía y de vez en cuando se acrecentaba con pequeñas puntadas que reclamaban ansiosas una nueva visita al baño. Ya había ido tres veces. Sentado en el inodoro, creyó que era la última y que a partir de ese momento estaría libre de los asedios corporales. Pero las puntadas le desmentían una vez más.
El reloj en la pared marcaba las siete de la mañana en ese sucio grill junto a la estación Barrancas de Belgrano del Ferrocarril Mitre. Las tazas humeantes eran invadidas por las medialunas que se empapaban en café con leche y se dirigían mecánicamente a bocas con sabor a dentífrico matutino. El Inglesito observó que las mesas vinílicas amarillas y verdes disputaban el primer puesto en la lista del mal gusto con las paredes de azulejos rosas, producto de la combinación de colores de algún gallego admirador de películas norteamericanas. Una diminuta cucaracha colorada se atrevió a recorrer el espacio entre el mostrador y las cajas con botellas, ignorando que su vida peligraría si llegaba a encontrarse con ese hombre de cejas asturianas que llevaba la bandeja.
Solo había hombres en el bar y todos desayunaban rápidamente, sin despegar los ojos del reloj que pronto anunciaría la llegada del tren que los conduciría hacia sus oficinas. El olor a grasa comenzaba a impregnar otra vez el local, luego del breve intervalo nocturno.
El Inglesito se sentía incómodo en la silla. El cañón de la pistola Colt 45 le presionaba la ingle. Al entrar eligió una mesa alejada para evitar miradas sobre ese bulto en la cintura que, estaba seguro, se advertía a simple vista. Antes de salir de su casa había ensayado frente al espejo hasta convencerse de que era imposible que alguien adivinara la presencia del arma. Pero en la calle nuevamente lo asaltó la duda. El pliego que formaba el saco a la altura de su estómago lo delataba. Estaba convencido de que lo delataba.
Durante el trayecto en el colectivo estudió las miradas de cada persona y nadie le prestó atención. Observó la actitud del mozo cuando le trajo el café y sintió su indiferencia. Quizá pasara desapercibido. Probablemente había logrado confundirse entre los miles que apuran el paso para llegar a la hora a una oficina o fábrica que los someterá durante ocho horas.
Se movió en su silla y apenas probó el café. Estaba asustado. A través de la ventana vio pasar, fugazmente, la sombra de un rostro conocido. Por fin llegaba Roberto. Tal vez con su presencia todo fuera diferente. Era la señal y se levantó, caminó hacia la puerta y mientras lo hacía tuvo la extraña sensación de que su cuerpo obedecía a otra voluntad. Cada paso que daba era producto de un impulso externo, ajeno a su propia decisión.
—¿Cómo estás?
—Bien —mintió.
—Berta estará apostada dentro de quince minutos. Tenemos que apurarnos.
Las palabras de Roberto le produjeron un escalofrío que recorrió todos sus huesos. Ahora las cosas empezaban de verdad. Todo el mecanismo se había puesto en marcha y ese oculto deseo de que algo imprevisto obligara a la suspensión de la operación le avergonzó. Habría necesitado una semana más, unos pocos días más que le proveyeran del suficiente valor. No tuvo tiempo de prepararse anímicamente y ahora se encontraba metido en algo que superaba su capacidad para dominarse. La rueda de la historia ya no se detendría y cada pequeño acontecimiento, cada gesto, lo arrastraba hacia el acto final.
Se cubrieron de la lluvia bajo el toldo de un comercio y allí esperaron un taxi. «Tiene que ser un modelo nuevo, de buen aspecto, que sea veloz para el caso de una emergencia», le habían dicho. Le dejaron esa responsabilidad sin tener en cuenta si estaba en condiciones de cumplirla. El éxito o el fracaso de toda la acción también dependían de su capacidad para elegir un taxi.
—Ese que viene parece un buen coche —sugirió Roberto.
—¿Sí? No sé… —Titubear y elevar el brazo para detener el taxi fue un solo gesto.
Subieron y dijo la dirección que mil veces había repetido en su memoria. Debía aparentar seguridad y no estaba muy convencido de poder hacerlo. Luego observó al chofer y se preguntó si llegado el momento se resistiría. La presencia de Roberto lo tranquilizaba porque sabía que él podría asumir la responsabilidad en caso de una falla propia, pero también le incomodaba porque era evidente que lo estaban probando.
Por la ventanilla observó a la gente. Vio las piernas descubiertas de una muchacha pero esa imagen que en otra ocasión le hubiera agradado no logró arrancarlo de esa sensación inestable. ¿Cómo era posible que todos ellos, hombres y mujeres de rostros indiferentes, circularan ajenos a lo que iba a ocurrir, despreocupados del acto que estaba a punto de cometerse y que leerían en los diarios de la tarde? El Inglesito se sintió dueño de un secreto y tuvo el oculto deseo de comunicarlo en voz alta.
Dentro de pocos minutos va a morir un hombre y yo soy uno de los que va a participar en esa muerte. Sintió deseos de pedir a todos que lo acompañaran, que fueran testigos de esa acción. Tuvo ganas de decirles que si algo salía mal era probable que también él muriera. Y en ese caso podrían afirmar, al día siguiente, que conocieron a uno de los protagonistas, un joven de buen aspecto que detestaba encontrarse en esa situación, pero que era fiel a sus convicciones.
Faltaban solo dos cuadras y el nudo en el estómago se agudizó. El corazón comenzó a tronar y un dolor de cansancio, entumecimiento, le atacó en los muslos.
—¿Paramos en la esquina? —preguntó el chofer.
Miró rápidamente a Roberto y luego observó la esquina en la que ya casi se detenía el vehículo. Sí, allí estaban. Una pareja de enamorados que conversaba y sonreía bajo un paraguas junto a la parada del ómnibus. Eran ellos y todo se cumplía como se había preparado minuciosamente.
—Sí, en la esquina —dijo mientras buscaba con su mano la pistola apretada en la cintura.
(Listo, ya empieza. Ahora sí. Su cabeza funcionaba aceleradamente y las sienes latían sin cesar).
El chofer le observó en silencio y luego bajó la mirada hacia el arma. Nuevamente lo miró a los ojos mientras realizaba un esfuerzo para acomodar su mente a lo que estaba ocurriendo. No le pagarían el viaje, y en cambio le apuntaban con un arma negra, gigante como un cañón.
—No tenga miedo, no le haremos daño, solo necesitamos su automóvil por unas horas. Luego se lo devolveremos intacto. No se resista y nada le ocurrirá. Además le pagaremos la molestia —recitó el Inglesito mientras buscaba, con la mano izquierda, el dinero que ya había separado con cuidado.
La pareja se acercó al coche y mientras Berta subía y se sentaba en el asiento delantero, su compañero ayudaba a bajar al taxista y se ubicaba frente al volante.
El automóvil arrancó velozmente y Berta observó al chofer que se empequeñecía en la distancia, sin moverse, con una mano cerrada aferrando el dinero mientras su coche se perdía en la ciudad.
—Creo que no entendió nada —dijo sonriente.
Se ríe, pensó, todavía se ríe. ¿Tendrá miedo y lo ocultará detrás de esos lindos dientes o se sentirá tan tranquila como si fuera al cine, a pasear con amigos, a comer en un restaurante? La observó detenidamente. La peluca y el maquillaje cambiaban un poco su rostro pero aun así era linda. Le miró la nuca y trató de tranquilizarse recordando que esa mujer tenía experiencia en situaciones parecidas. Había estado en combates y conocía el ruido que producen las detonaciones de los disparos, sus oídos habían escuchado voces de mando, gritos, como en la guerra. Si ahora sonreía debía de ser por su experiencia. Quizá algún día podría ser como ella.
Cruzaron de un barrio a otro a través de calles poco transitadas.
—En dos minutos llegamos —dijo Berta—. Preparen las armas y estén atentos porque esta zona es peligrosa.
Hablaba con tanta naturalidad, demostraba tanta confianza que el Inglesito supuso que debía de estar fingiendo. No era posible dejar de sentir miedo, quizá desazón. Pero algo debía experimentar esta muchacha que hablaba de las zonas peligrosas como si se tratara de un paisaje ciudadano. Es probable que lo haga por mí, pensó, quiere infundirme confianza, demostrar que no nos ocurrirá nada malo, que estoy entre gente que me ayudará en caso de que fallen los planes.
Trató de tomar distancia de la situación y se miró, desde fuera, como un militante que se dirige al combate. En los ciclos de cine francés había visto al guerrillero a punto de ejecutar al jerarca nazi que transportaba importantes documentos que decidirían la suerte de la guerra. Todo el pueblo de Varsovia estaba pendiente de la acción y en la central de Londres los jefes partisanos, pegados a los radiotransmisores, aguardaban impacientes la noticia. Esos documentos serían emitidos esa misma noche a través de clandestinos aparatos de radio. La ciudad estaba ocupada y los invasores serían expulsados por el pueblo en armas que solo esperaba la orden de ese ejército irregular.
La emoción producida por aquellas películas europeas se transformaba ahora en miedo. Miró hacia la calle y trató de encontrar al ejército alemán, pero solo vio hombres vestidos con trajes grises y mujeres con minifaldas que no le sugerían nada. El mundo era ajeno e indiferente a sus emociones.
—Allí está el estacionamiento. Detengámonos enfrente. Ya debe de estar por salir de la casa de mamita —ironizó Berta.
Roberto, a su lado, abrió el bolso que tenía entre sus piernas y con movimientos seguros terminó de preparar la pequeña ametralladora que lucía brillante.
—El auto no está —dijo el chofer.
Los cuatro levantaron la mirada, sorprendidos. El vehículo del comisario Valtierra no estaba estacionado donde debía estar, tal como lo habían visto durante los relevamientos. Pasaron varios segundos en los que nadie habló. La lluvia caía inclinada y los vidrios comenzaron a empañarse.
—¿Suspendemos? —preguntó Roberto, y una sensación de alivio apareció en el estómago del Inglesito.
Berta estaba seria, contrariada.
—No, esperemos un rato.
—No es un buen lugar, este. Pasan muchos patrulleros —terció el chofer.
—Ya lo sé. —La respuesta fue seca y nadie volvió a hablar.