YO NO ME RETIRO

Marini llevaba un buen rato sin decir ni una sola palabra. Junto con sus dos compañeros de intemperie, se acercaba a la estufa eléctrica con la esperanza de secar sus pantalones. El saco y la camisa, tan empapados que goteaban agua en el suelo, colgaban en sillas de la cocina en un improvisado tendedero frente al horno y las hornallas prendidas. La voz del locutor de radio era la única que se escuchaba en el comedor, donde los seis hombres trataban de apaciguar el aburrimiento con revistas, cartas tiradas al azar y el café instantáneo que en algunos ya había provocado acidez estomacal.

Valtierra se levantó y abrió la puerta que daba al jardín del fondo. El frío le despejó el sueño que le ardía en los ojos y dejó que algunas gotas cayeran sobre su rostro. Pasó junto a Marini sin mirarlo y se dejó caer en el sofá. Faltan mujeres, se dijo, y se le ocurrió que sería importante crear una sección femenina en donde el personal fueran prostitutas contratadas por la repartición, mujeres que perdieron la vergüenza hace rato y que son capaces de satisfacer los deseos de un varón. Buscó un modelo en su memoria y lo encontró rápidamente: Rita, también Estela, esas dos que durante una noche lo aturdieron como nunca en el hotel de la calle Tres Sargentos. Desnudo, boca arriba, admirando en el espejo del techo su propio cuerpo, se había abandonado a las caricias de esas dos muchachas que bailaban desnudas y se besaban entre ellas. Las miraba a través del cristal, sin moverse, regalado y dispuesto a dejarse hacer. Si en noches como esta, cuando hay que montar guardia en casas ajenas, hubiera prostitutas, el tiempo pasaría más rápido. Imaginó la llegada de un transporte y el descenso de seis o siete mujeres que acompañarían al personal hasta que terminara el procedimiento. Al Estado no le costaría mucho dinero y no se crearían tensiones como las que a esas horas rondaban el cuarto.

Ya se les va a pasar, se dijo mientras observaba de reojo a los tres policías alrededor de la estufa y recordaba la noche en que decidió ir al hotel de Tres Sargentos para desquitarse de las ganas que le tenía a Dorita. La llevó a la Costanera a comer en el carrito de Boeto, un antiguo delincuente que jamás se habría atrevido a cobrarle. Tomaron mucho vino, acabaron con una parrillada completa y hasta comieron un postre cubierto de cremas, guindas y trozos de ananá como le gustaba a ella. Satisfechos, pero sobre todo calientes, detuvieron el coche frente al río y Dorita, totalmente desatada, lo besó con tantas ganas que él tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. Con sus manos volvió a reconocerla toda, palmo a palmo, pero no quiso seguir y supo detenerse a tiempo a pesar de que ella se ofrecía inspirada por tanto vino y asado.

Para qué la voy a coger, necesitaba repetirse obcecado, si después la voy a abandonar, aunque a medida que avanzaba con las manos y subía por las piernas se daba cuenta del esfuerzo que significaba respetarla cuando ella lo estaba esperando. Pero era una hembra que merecía otra cosa, otra vida mejor que la que podría darle un comisario. Para qué ilusionarla si en su interior él se estaba dando cuenta de que un día de estos la iba a dejar plantada porque la cosa se estaba poniendo muy seria y la palabra «amor» le rondaba en la cabeza. Cuando los dedos alcanzaron el triángulo de sus muslos su voluntad se impuso y obligó a su cabeza a imaginar la casa de casados, la cena de casados, la televisión por la noche, el nacimiento de sus hijos, el llanto de hambre del recién nacido.

Y se detuvo.

Sacó las manos y prendió el motor del auto para salir de allí y meterse en una confitería donde hubiera luces. Gente y muchas luces.

—¿Qué te pasa? —le había preguntado ella, todavía agitada y con el rostro encendido.

—¿Qué me pasa?, ¿por qué?

—¿No te gusto?

—Claro que me gustás, muñeca…

—¿Y entonces?

—¿Entonces qué?

—Digo… si nos queremos, si nos gustamos, ¿por qué me apartás a un lado?

—Yo no te quiero perjudicar, muñeca.

—¡No me digas muñeca! —La irritación enrojeció todavía más su cara.

—Está bien. Yo no te quiero perjudicar.

—Pero me dijiste que me querías… La semana pasada lo dijiste.

—Sí.

—¿Y entonces?

—¿Entonces qué?

Dorita calló porque una de las virtudes que tenía era la de no insistir cuando él no quería hablar. Para qué arrancarle las palabras a quien no tenía ganas de decirlas. Ya llegaría el momento, en alguna oportunidad se decidiría a hablar y lo haría. Para qué forzarlo si él prefería el silencio. Pero había algo que no encajaba en ese rompecabezas del comisario. Apenas unos minutos antes estaba enardecido y ahora bebía su copa con una expresión distante, alejada del mundo que lo rodeaba.

Valtierra terminó su whisky y la llevó a su casa. Viajaron callados, cada uno pensando en sus cosas, dejando pasar las luces del centro que los sábados por la noche se ponían más lindas. Se despidieron con un beso frío y el comisario esperó hasta que Dorita cerró la puerta de calle.

Luego regresó al centro, paró en la puerta del Internacional y eligió a Rita y a Estela porque tenían que ser dos las mujeres que esa noche le quitaran la calentura y le borraran imágenes de niños corriendo por la casa.

Al día siguiente, un domingo de sol, fue a la casa de su madre sin Dorita y la vieja no se animó a preguntar qué pasaba. Su hijo tenía la cara ojerosa y no abrió la boca durante el almuerzo. Terminó de comer y en vez de dormir su siesta salió a la calle a dar una vuelta con el auto hasta encontrarse frente a los gigantescos muros de la cárcel de Villa Devoto. Entregó el arma a la guardia y lo llevaron hasta el pabellón del tercer piso. Tenía ganas de charlar, de hablar con varones, tenía ganas de tirarse en la cucheta y conversar de cualquier cosa, de viejos tiroteos, de amigos comunes, de tipos que murieron y de otros que prometían convertirse en grandes valores. Hablar y escuchar hablar de todo menos de mujeres, tema prohibido para hombres obligados a conformarse con las maricas de la planta baja.

Fumar, tomar muchos mates, contar cómo está la calle, qué linda que se puso Florida, hablar de los nuevos cabarets inaugurados en San Fernando, de la nueva mocosada que estaba entrando en la Federal y usaba pulseritas en las muñecas. Dejar que la tarde pasara sola y esperar con los amigos la llegada del rancho lleno de grasa y ese pan de miga pesada y maciza. En aquel domingo se acabaron varias pavas de agua montadas en calentadores de bronce brillantes de tanta limpieza.

—¿Cuándo se va a retirar, comisario?

—¿Y a vos qué te importa? —La respuesta fue brusca, casi disparada al rostro del recluso que detuvo el gesto de prender el cigarrillo y bajó los ojos.

—No quise ofender.

Valtierra lo observó, arrepentido, mientras el otro, ahora sí, prendía y aspiraba el humo del cigarrillo. La pregunta le había molestado porque inmediatamente la asoció con la imagen que lo había martirizado el día anterior: su cuerpo descansando en el sofá, la Dorita bañando a los nenes, el ruido de una licuadora en la cocina. Si querían verlo retirado, padre de familia, tomando sol en la plaza mientras los chicos les dan de comer a las palomas, se iban a joder.

—Yo no me retiro, hermano.

—Hace bien.

—No, no hago bien. Pero no me retiro.

El recluso cebó otro mate, se lo alcanzó al policía y durante un rato permaneció callado. Luego, mientras lustraba contra el pantalón la uña larga del meñique, dijo al pasar:

—A usted le gusta la calle. Pero cuídese, nunca le dé la espalda a ningún gil.

—La calle no es la que conociste. —Valtierra se aflojó la corbata y se recostó en el camastro.

—Ya lo sé. Muy pronto no se podrá hacer nada en la calle. —Un hilito de agua cayó certero sobre un palito verde que asomaba junto a la bombilla.

—Creo que andan con ganas de trasladarme.

El recluso miró al suelo, levantó una basurita y la arrojó en una bolsa de papel.

—¿Adónde?

—A la sección política.

—Con todo respeto, me parece que se jodió.

—Qué te parece…

—Diga que no. Usted tiene fuerza. Lo respetan.

—Sí. Pero quién sabe. Necesitan gente. Todo se está poniendo feo.

Valtierra se acercó a la ventana y con mucho cuidado corrió la cortina. La calle se veía oscura y solo brillaban algunos charcos de agua que crepitaban con la lluvia. Se está poniendo feo, pensó. Si hubiera sabido aquel ladrón que la calle iba a estar tan pesada se habría ido del país. Pocos meses después de su salida, mientras fichaba un banco al que le tenía ganas, los muchachos de Robos y Hurtos lo mataron a balazos.

Se había puesto feo para todos y para él también, ahora metido hasta el cuello en esta porquería con chicos que se meaban en la cama y querían mojar a todo el mundo. Judíos y rojos estaban echando todo a perder y ni siquiera se atrevían a hacerlo con la cara descubierta.

Pero órdenes eran órdenes y no iba a echar por la borda toda su carrera policial. Pocos días después de la calentura en la Costanera, pasó a buscar a Dorita y juntos fueron a sentarse en un bar. En el bolsillo de su saco tenía el oficio en el que le comunicaban su pase a Contrainsurgencia y una orden para viajar al exterior.

—Me voy, nena…

—¿Adónde?

—De viaje… voy de comisión.

—¿Y vas a tardar mucho?

Le tomó la mano, la miró a los ojos y durante un largo rato no dijo nada.

—Escuchame bien lo que te voy a decir. Y no me interrumpas. Me voy. Me voy por mucho tiempo. Y cuando vuelva no me vas a ver más. ¿Y sabés por qué? Porque yo no soy un tipo para vos. Te hice perder tiempo. Pero no fue a propósito. Fue sin querer. Disculpame, y olvidate de mí, chau, no existo más. Me morí. Buscate un tipo que te haga feliz, y a otra cosa.

Dorita lloraba cuando Valtierra se puso de pie. Se acercó a ella y le dio un beso en la frente. Salió a la calle, suspiró bien hondo y mientras cruzaba la plaza se prometió que nunca más se metería con una mujer de verdad. Yo no me voy a retirar.

Ahora amanece. Son las siete de la mañana y el día se muestra con un color de plomo que no promete nada bueno. Son pocos los transeúntes que pasan inclinados por su lucha contra el viento y la lluvia frente a la ventana empañada en donde el comisario monta guardia. Está tomando otro café y piensa que si este asunto se demora va a defraudar a su vieja con el desayuno. Una ausencia sin aviso la intranquilizará. Seguramente ya tiene listo el café con leche, las tostadas y el dulce. Puede que haya preparado una sorpresa y esté esperando impaciente su llegada.

Toma entonces el radiotransmisor y se comunica con uno de los equipos que espera a pocas cuadras de distancia.

—Cóndor a tres… Conteste…

—Tres a Cóndor… Sí, señor…

—¿Quién habla?

—Oficial Vargas a sus órdenes, señor.

—Sí, Vargas, hágame un favor. Busque un teléfono público y llame a mi vieja. Dígale que estoy demorado en una reunión muy importante con el jefe de policía y que no puedo salir. Dígale que no se preocupe, que apenas me desocupe la llamo. Anote el número.

Ahora se siente más tranquilo y prende un cigarrillo mientras retorna a su puesto junto a la ventana. Cuando era chico la madre le decía que si se demoraba en la calle, cualquiera que fuese el motivo, debía llamar por teléfono y comunicarse con ella. Un muchachito debe pensar en su madre, decía, porque yo me pongo muy inquieta y eso me hace mal al corazón.

Era ya casi un hombre y no se avergonzaba por llamar a su casa para avisar de que iría a un baile y llegaría después de las doce. Escuchaba entonces esa voz que invariablemente le repetía que se cuidara, que no bebiera cosas frías, que se abstuviera del alcohol, que no peleara con nadie en la calle. Valtierra sonreía pacientemente y se felicitaba por haber telefoneado.

—¡Alguien llega! —gritó Marini desde la ventana del dormitorio.

El comisario espió a través de las cortinas. Una camioneta se había detenido en la puerta y el chofer descendía mientras un acompañante permanecía en la cabina. Era un hombre de treinta años, medio calvo, que llevaba puesto un gabán azul marino. Traía las manos en los bolsillos.

Tocó dos timbres cortos y uno largo. Los policías se apostaron detrás de las ventanas y el comisario abrió la puerta con la pistola en la mano.

El hombre no hizo ningún gesto pero el rostro empalideció hasta convertirse en un papel. Miró a Valtierra, bajó la vista hacia el arma y nuevamente enfrentó con sus ojos la mirada del policía. Luego dio dos pasos hacia atrás y disparó con su arma desde el bolsillo.

La bala estalló contra el marco de la puerta y el comisario sintió que algunas astillas de madera le rozaban la pierna derecha. Tiró a su vez apuntando a la espalda del desconocido que corría ahora hacia la camioneta. El estruendo de la ametralladora de Marini, que descargaba sus proyectiles desde la ventana, fue ensordecedor. Las cápsulas saltaron desordenadas y calientes, huyendo de la recámara donde gases y movimientos mecánicos se complementaban para producir golpes secos. Uno de los casquillos alcanzó a una pequeña estatua de porcelana que lucía sobre una repisa y la fracturó. El pastor quedó separado de su perrito de lengua roja, y la nena, quizá una caperucita, perdió el brazo izquierdo para dejar, en cambio, un oscuro hueco.

El sujeto no llegó al vehículo. Ni siquiera alcanzó a tambalearse. Se desplomó boca abajo sobre la vereda.

El otro ocupante bajó para cubrirse detrás de la camioneta. Desde allí hizo dos disparos hacia la casa y corrió hasta la vereda de enfrente. Se detuvo un instante, indeciso, y con la mano empujó hacia atrás los pelos empapados que le caían sobre la frente. Luego se lanzó a correr hacia la esquina mientras los muchachos de Valtierra abrían fuego con todas sus armas. Algunos vidrios se rompieron, se escuchó el grito de una señora que llamaba a sus hijos, varios perros ladraron y se oyó la voz de un hombre que repetía estúpidamente ¿qué pasa?, ¿qué pasa?, pero ¿qué pasa?

El fugitivo logró dar vuelta en la esquina pero su intento resultó inútil: el equipo tres llegaba en ese momento y el ulular de la sirena estremeció la calle. Desde el automóvil partieron ráfagas que primero lo hicieron caer de rodillas y luego lo aplastaron sobre las baldosas mojadas.

Valtierra se puso el saco y salió a la calle. Observó los cuerpos, dio algunas instrucciones a su personal y luego pidió prestado el teléfono a un vecino.

—Hola, mamá. Llego tarde, pero caliente las tostadas que en media hora estoy allí.