Mucha gente estaba despierta en esa noche de Buenos Aires. Despiertos estaban los seis policías que montaban guardia en una casa allanada en el barrio de Mataderos. Algunos tomaban café mientras esperaban que sus ropas se secaran junto a una estufa eléctrica, otros leían el diario del día anterior o jugaban a las cartas. Todos estaban aburridos porque el ruido de la lluvia parecía hacer más lentas las horas.
También estaban despiertos dos jóvenes que, con los ojos vendados y sometidos a la presión de la tela, no dejaron de escuchar todos los ruidos que producían los invasores de su casa. A diferencia de los policías, no se habían movido durante varias horas. Atados y amordazados, sufrían algunos calambres en las piernas y un intenso dolor en las muñecas, apretadas por las esposas de acero. De los dos, era la mujer la que estaba más serena, probablemente abandonada a su suerte. Ya no temía lo que pudieran hacerle cuando la trasladaran a los cuarteles policiales.
Despierto estaba el Inglesito, meditando sobre su propia condición de revolucionario y sobre el temor que le causaba la acción que protagonizaría al día siguiente. Pensaba también en Roberto y en el descubrimiento que acababa de realizar durante el curso de esa noche de insomnio.
Roberto, en cambio, dormía profundamente.
También estaban despiertos los habitantes ribereños, quienes trataban de poner a salvo aquellos objetos que consideraban más valiosos: un viejo televisor, los colchones, algunas sillas y mantas. El agua los alcanzaba a la altura de las rodillas y si la lluvia continuaba con esa intensidad muy probablemente aumentaría el nivel. Los bomberos de la seccional Chacarita tampoco dormían. Muchos de ellos se encontraban extrayendo agua de varias casas lindantes con la avenida Juan B. Justo, cuyo subterráneo canal Maldonado había hecho saltar las bocas callejeras que manaban chorros hacia el cielo con una fuerza desacostumbrada.
Unos pocos taxistas permanecían despiertos, circulando a pesar del tiempo por las calles cercanas a los cabarets de la zona del bajo. Esperaban que salieran las mujeres que a las cuatro de la madrugada terminan su servicio. Algunas se irían solas a sus hogares. Otras buscarían algún hotel para pasar el resto de la noche con sus amigos y unas pocas comerían puchero hasta las seis de la mañana, hora en que sus hombres las llevarían a casa.
Despiertos estaban los conductores de los pocos vehículos de transporte que a esas horas circulaban por la calle. Llevando a tres o cuatro pasajeros trasnochados, debían esforzarse para traspasar con sus ojos la cortina de agua que golpeaba los parabrisas.
Los locutores de Una voz en el camino también estaban despiertos, recitando tiras publicitarias, insistiendo con recomendaciones a los conductores y poniendo tangos que pocas veces podían escucharse durante el día, más predispuesto a la música moderna y al rock and roll.
Despiertos estaban médicos y enfermeras en las guardias de los hospitales, atendiendo algunos partos apresurados, al conductor de un auto que había volcado en la avenida del Libertador y a ladrones nocturnos, sorprendidos y heridos de bala por la policía.
Despierta en la noche, como siempre, estaba la policía.
Era bastante la gente despierta en esas horas en Buenos Aires. Para algunos era una noche especial. El Inglesito y la pareja maniatada vivían esos momentos como una parte importante, digamos decisiva, de sus vidas. Para los restantes, en cambio, era una noche más, como otra cualquiera. Valtierra, por ejemplo, no se conmovía por el desvelo, acostumbrado como estaba a presenciar amaneceres violentos. Los taxistas y los colectiveros no experimentaban sentimiento alguno, las guardias nocturnas eran frecuentes y las aceptaban como un horario regular de sus vidas. Los inundados tampoco estaban asombrados por estar despiertos, su memoria les devolvía muchas noches de río desbordado y aceitoso. Casi se podría decir que formaba parte de una antigua resignación de sufrimientos iniciados, quién sabe cuándo, en sus provincias de origen.
Toda esa gente dispersa, ignorante de las actividades de los demás, tenía algo en común. Vivía en la misma ciudad y soportaba la misma lluvia torrencial que no menguaba su furiosa intensidad.