MALOS PENSAMIENTOS

Se sienta y prende la luz. Las imágenes pasan tan velozmente por su cabeza que pocos minutos antes dudó si estaba dormido o despierto. Mira el reloj y son las tres de la madrugada. Tres horas precisas de revolverse en la cama entre suspiros y frustrados intentos de poner la mente en blanco. Le da pereza levantarse porque el frío es muy intenso y se cuela a través de la vieja ventana y por debajo de la puerta. Junto con el aire helado se filtra el apagado repiquetear de la lluvia que no cesa. Pero sabe que no podrá forzar un sueño que ha retrocedido ante el asalto de rostros, diálogos, oscurecidos semblantes que se cruzan fugaces, inasibles, apresurados como en viejas películas mudas. Se sienta en la cama y prende la luz con la esperanza de detener ese caudal de pensamientos ingobernables que brincan sin fijarse en ningún sitio. Se levanta y sobre el pijama se cubre con la frazada, se calza medias de lana y pasa al otro cuarto, en el que si hubiera una mesa debería cumplir las funciones de comedor. Se sienta sobre los almohadones en el suelo y trata de meterse en el libro abandonado hace dos días.

Rombos de sol ponían su mosaico de oro en la tierra negra de la glorieta. A lo lejos sonaba el yunque de una herrería, innumerables pájaros echaban a rodar sus gorjeos entre las ramas. Erdosain chupaba la flor blanca de la madreselva y el Buscador de Oro, los codos apoyados en las rodillas, miraba atentamente al suelo. Fumaba el Rufián y Erdosain espiaba el mongólico semblante del Astrólogo, con su guardapolvo gris abotonado hasta la garganta. Siguió a estas palabras un silencio molesto. ¿Qué buscaba ese intruso allí? Erdosain súbitamente malhumorado se levantó, exclamando:

—Aquí habrá toda la disciplina que ustedes quieran, pero es absurdo que estemos hablando de dictadura militar. A nosotros solo pueden interesarnos los militares plegándose a un movimiento rojo.

Recuerda que ha dejado los cigarrillos sobre la mesa de luz y se levanta a buscarlos. Prende uno y regresa a los almohadones, pero el libro ya no le importa. Un sordo malestar le obliga a ponerse de pie nuevamente y entrar en la cocina. El café ya no podrá quitarle el sueño y en cambio puede reconfortarlo. Si su cabeza se trasladara a esas noches de vigilia en medio del monte, con el fuego a sus pies y las sombras que danzan en las copas de los árboles, simulando el acecho de antiguas fieras ya cazadas… Las jarras de aluminio que queman los labios y el café espeso preparado minuciosamente por el padre que está orgulloso por haber derribado al jabalí con el primer disparo. Se concentra en aquella escena y obliga a su mente a rememorarla.

—¡Cayó fulminado!

—Ya lo dijiste tres veces, papá. Si te parece, cuando volvamos a casa te entrego una copa que tenga grabada la frase «¡Al mejor cazador del Universo!».

—¡Envidioso!

—¡Farabute! Un verdadero farabute. ¡Con ese calibre hasta un elefante cae al primer disparo!

—¡No es verdad, con esta misma carabina disparaste tres veces el mes pasado! ¡Y todavía estaba vivo cuando nos acercamos! Hay que reconocer que tengo muñeca…

—Es verdad, muñeca para el comité.

—Ah, apareció el izquierdista de bolsillo.

Noches que pasaban veloces, que se iban entre bromas y anécdotas sobre Yrigoyen narradas con esa voz grave de cuerdas vocales desgastadas por los discursos en comités provinciales, entre correligionarios de saco y corbata. Amanecía con demasiada rapidez, sin dar tiempo a que el padre terminara el descargo por la muerte de Lencinas, descargo que asumía con vehemencia ante la irónica acusación formulada por su hijo. Las estrellas se iban borrando antes de que se disiparan los enojos contra el diario Crítica, instigador del golpe, o contra los traidores de los antipersonalistas que habían logrado engañar al pueblo de Entre Ríos. La luz iba creciendo como si estuviera apurada por enceguecer una historia antigua narrada con ademanes y palabras doctoralmente pronunciadas. El Inglesito escuchaba atento, exigiendo más detalles, defendiendo a los socialistas que habían ganado la Capital Federal y oyendo las argumentaciones que hablaban de la senilidad del caudillo que perdió votos gracias a la mediocridad de sus segundos. Trataba de imaginar al presidente enfermo, asediado, arrinconado por una ciega oposición que se hundiría históricamente, pero siempre doctrinario, leal a sus convicciones. Esas noches eran buenas porque la historia aparecía en fragmentos, en pequeñas anécdotas, en diálogos sustanciales que revelaban a un protagonista apasionado pero fiel, quizá demasiado aferrado a un liberalismo que el Inglesito sabía moribundo.

En esas noches el reloj no se detenía, como ahora está detenido, clavado en sus agujas que se mueven trabajosamente, apenas impulsadas por la pereza.

Regresa a sus almohadones, pero ni la reflexión de Erdosain logra calmar la ansiedad del pensamiento que crea escenas de disparos en un escenario que está muy lejos de aquellos montes oscuros y acogedores. Esos disparos que se repiten incansables se escucharán en pleno día, entre edificios y autos, entre la gente que observará asombrada la caída de un cuerpo acribillado sobre las baldosas. Trata de imaginar el después, una vez consumada esa muerte que ocurrirá dentro de pocas horas, cuando transcurra esta noche de insomnio, pero el pensamiento lo traiciona, no le otorga ninguna chance, lo sumerge en el preciso instante en que los proyectiles saldrán disparados contra un hombre al que conocerá en el momento de matarlo.

¿Alcanzará a verle la cara? ¿Se arrodillará para pedir perdón por sus torturas? ¿Llorará en el suelo, herido ya de muerte, mientras ellos terminan de ultimarlo? El Inglesito escucha las sirenas policiales que se acercan y se ve a sí mismo tirado en la calle, alcanzado por disparos, boqueando sangre, mientras su auto se aleja y en él sus compañeros que lo abandonan al comprobar que sus ojos se están cubriendo con una escarcha incolora, tan similar a la que ha visto en los animales durante las madrugadas en la sierra.

¿Cuál será el comentario de su padre si a él le toca morir mañana? Intenta evitar el pensamiento pero su mente no obedece ninguna orden. Imagina la escena de la llamada telefónica y no puede dejar de sentir cierto placer doloroso al escuchar la comunicación que anuncia su propia muerte. Esta mañana ha dejado todos sus datos personales a la célula que aguardará el resultado de la acción. En un papel diminuto ha escrito su nombre, su dirección y a quién comunicarle su arresto o deceso. Allí figura el nombre de su padre y el teléfono de Córdoba. Pero sabe, porque esas cosas se saben, que en la acción de mañana no puede haber detenidos. Si algo sale mal habrá muertos, porque las posibilidades de sobrevivir en una cárcel no existen cuando se mata a un policía. Escucha entonces la voz de su padre que descuelga el teléfono y también la voz seguramente nerviosa del compañero que preguntará por el doctor y que no se identificará, que habrá de iniciar el diálogo con cierto cuidado, probablemente diciendo que su hijo ha sufrido una herida muy seria, que se teme por su vida, que en realidad hay pocas esperanzas. Irá introduciéndose en el tema de la muerte para responder al fin, cuando su padre requiera datos más precisos, cuando advierta la ansiedad de su padre que quiere conocer la verdad, que sí, que su hijo ha muerto valerosamente en combate porque era un revolucionario, dirá la voz, que supo entregar la vida por sus convicciones. Habrá un silencio prolongado solo interrumpido por las interferencias de la llamada de larga distancia, y la recomendación final para que reclame el cadáver a la policía, o vaya uno a saber, directamente a la morgue. El padre preguntará quién habla y el compañero responderá, el Inglesito lo sabe, que habla un compañero que conoció a su hijo y que admiró el valor demostrado por ese combatiente querido por todos.

¿Qué hará el padre si todo esto sucede? Quizá llore en silencio, quizá pegue con sus puños en las paredes, quizá se arroje sobre la cama y se deje estar durante horas en penumbra, con esa tristeza que él conoció o supo intuir en su rostro muchas veces. Después elegirá las palabras adecuadas para comunicar la noticia a su madre y el clima de tragedia invadirá cada uno de los rincones de la casa, el dolor recorrerá las habitaciones, se adueñará de cada objeto y durante mucho tiempo el llanto sorprenderá, espontáneo, la vida cotidiana de sus padres. Los ojos ya no serán los mismos, las miradas estarán ausentes, lejanas, perdidas, posiblemente culpables.

La angustia le obliga a levantarse y prender la radio. Están tocando un tango muy conocido. Pero no recuerda el nombre, aunque en realidad son muy pocos los títulos que podría reconocer. El piano golpea fuerte y lo que parecen ser violines se dejan caer y arrastran el sonido en un descenso que luego chocará con toda la orquesta, que nuevamente sube la intensidad de la melodía. Prepara una nueva taza de café y busca apaciguar la incertidumbre con otro cigarrillo. Se siente solo y ahora necesitaría la compañía de Roberto para recuperar de él, o mejor dicho robarle, esa seguridad que lo desborda. El locutor informa de que acaban de escuchar a Fresedo interpretando Derecho viejo, pero el Inglesito ya no lo oye. Piensa en Roberto y en esa personalidad fuerte que muchas veces admira pero de la que también desconfía. No es posible, se dice, que le guste todo esto, algo debe de funcionar mal en su cabeza. Porque después de todo —el Inglesito bebe café parado en la cocina—, después de todo…

Deja la taza y se asoma por detrás del vidrio de la ventana. La lluvia parece un acto interminable de pesadas gotas que no varían su intensidad y ahora el locutor recuerda a los camioneros que manejen con cuidado porque hay tramos de la ruta ocho que están anegados. A los automovilistas les recomienda que no encandilen a quienes circulan en dirección contraria y que tengan cuidado con el sueño, peligroso enemigo del viajero. Y aquí va para ellos Tres esquinas, cantado por el inolvidable Ángel Vargas.

Se acerca a la radio y la apaga. Le causa gracia esa insistencia de los porteños en rememorar un Buenos Aires que ya no existe. Y que posiblemente no existió nunca. Barrio de ochavas, viejos baluartes, malevos y arrabales donde crecen glicinas y siempre aparecen los malvones, como si los malvones formaran parte de la historia. ¿Cuándo fue esa ciudad de malevos?, se pregunta, mientras su pensamiento solo recuerda lecturas de obreros del Dock Sud combatiendo contra las ligas patrióticas, obreros polacos, italianos y rusos anarquistas que hacían flamear banderas negras y rojas. Trabajadores conscientes de su condición de clase que traían espíritus revolucionarios a aquel Buenos Aires atrasado. Quizá en esas épocas existieran malevos y faroles callejeros. Los porteños viven en un pasado inexistente, se dice mientras regresa a la cama convencido de que ha logrado engañar a su cabeza y que ahora el sueño se irá acercando a los párpados hasta que caigan herméticos para impedir extraños pensamientos.

Se tapa con las frazadas y se acurruca entre las sábanas ahora heladas. Cierra los ojos y trata de evocar las calles de su provincia que no encierran recuerdos de guapos con cuchillos pero poseen, en cambio, aires límpidos y siestas bochornosas que inevitablemente lo trasladan a escenas de caricias con muchachitas de lindos cuerpos. Muchachitas conocedoras de fórmulas precisamente descubiertas durante esas siestas, penumbras frescas con manos que se tocan con el entusiasmo de guardar secretos para los adultos que duermen en cuartos contiguos. Siestas provincianas habladas en susurros mientras las blusas se abren y las faldas caen al suelo de mosaicos y otra vez el juego de tocarse hasta que impulsos imperiosos los empujan hacia sábanas frescas y no heladas como estas ahora. Sonrisas cómplices en siestas donde el juego del doctor ya se ha convertido en un divertimento de adolescentes que saben desflorar virginidades con la misma espontaneidad con que sufren amores imposibles. En esas tardes se escuchan radios lejanas, prendidas en casas vecinas, y ahora el Inglesito logra quedarse dormido en este cuarto gélido que resiente el golpeteo de la lluvia cargada de hollín al atravesar el cielo de Buenos Aires.

Se queda dormido con la imagen de esa siesta apacible, dulzona, que le devuelve sensaciones que parecen ser antiguas pero que en realidad son recientes porque han ocurrido hace poco, aunque la memoria envuelva los recuerdos con un baño de melancolía que los transforma en episodios lejanos. Se duerme con el pensamiento libre de asedios y su cuerpo, encogido en sí mismo, se afloja sin temores. Pero la ensoñación dura pocos minutos. Es un trueno demasiado cercano el que hace vibrar el vidrio de la ventana y lo sobresalta. Abre los ojos y en ese preciso instante, cuando recupera la conciencia y se encuentra otra vez en esa intolerable habitación sometida por la tormenta, el Inglesito alcanza la certeza, por primera vez, del aborrecimiento que siempre ha sentido hacia Roberto.

Sorprendido por el descubrimiento, abre los párpados en la oscuridad y espera a que su mente vaya conformando las ideas que surgen solas y que lo atemorizan. Está equivocado, se dice, está equivocado Roberto, jugador funesto, apostador del riesgo, buscador de emociones que lo ubican, cree él, por encima de todos los seres temerosos de la muerte. Descubre, en ese momento, que no hay espacio para quienes, como Roberto, se alivian ante ese acto que sucederá mañana. Está equivocado, repite, mientras se sienta nuevamente en la cama y busca a tientas los cigarrillos dejados en el suelo. Ese policía que dentro de unas horas quedará tirado sobre el pavimento es la representación, el símbolo, la imagen de la muerte. Por eso deberá morir. Porque habremos matado a la muerte, se convence mientras prende el cigarrillo y resuelve, de una vez por todas, que no vale la pena insistir en un sueño que no llegará.

Pero junto con esa convicción, el Inglesito se sobresalta al descubrir que también Roberto es un engendro. Que toda esa estructura que lo mantiene firme y altivo, su cabeza, todas sus ideas, todo, se desmoronará cuando ya no haya nadie a quien matar.

Y ahora, sorprendido por el desarrollo de su propio pensamiento, el Inglesito llega a otra certeza, la certeza de que están criando a quien algún día se convertirá en implacable policía de una sociedad que no los necesitará. Y entonces el juego de la muerte será interminable.

Se asusta. Está dudando de la integridad de su propio compañero. Está desconfiando de quien como él busca abrirse paso para llegar a una nueva sociedad. Cómo puede creer eso cuando Roberto está dispuesto a llevar sus convicciones hasta el límite de la vida sin titubeo alguno y él, en cambio, se estremece, tiembla y se angustia como una niña. Su pensamiento le asusta y trata de descartarlo, pero es tal la certeza de que ha llegado a la verdad que no logra expulsarla de su cabeza. ¿Qué hará Roberto cuando la violencia ya no exista, cuando la lucha no exija cargar con una pistola? ¿Qué hará? Quizá estemos engendrando monstruos, trata de decirse el Inglesito, aunque teme confesárselo porque un profundo sentimiento de vergüenza se apodera de él y le impide continuar el hilo de su pensamiento. Pone su mente en blanco, pero la palabra «monstruo» le queda adherida al cerebro y no consigue echarla a pesar de que nuevamente se levanta y camina hacia los almohadones desechando sus descubrimientos. Esta vez lo hace con la decisión de permanecer despierto hasta el amanecer porque ya se ha convencido de que esa noche es una noche de miedos y muy perturbadores pensamientos.

Abre el libro de Arlt y con sus ojos cansados busca el párrafo abandonado; está hablando el Astrólogo:

Y yo quiero la revolución. Pero no una revolución de opereta. La otra revolución. La revolución que se compone de fusilamientos, violaciones de mujeres en las calles por las turbas enfurecidas, saqueos, hambre, terror. Una revolución con una silla eléctrica en cada esquina. El exterminio total, completo, absoluto, de todos aquellos individuos que defendieron la casta capitalista… Después vendrá la paz…