EL VIAJE

—Valtierra, tengo una noticia mala y una buena, ¿cuál quiere que le diga primero?

—La que quiera.

—La buena es que lo mandamos tres meses al exterior para hacer instrucción.

—¿Al exterior?

—A Centroamérica.

—¿Centroamérica?

El cielo se derrumbó. Tres meses en Centroamérica, repitió una y otra vez en su cabeza. Centroamérica en sus oídos sonaba como China, Alaska, sonaba como el peor castigo que podían ocasionarle. Permaneció en silencio mientras trataba de ordenar sus pensamientos.

—Y la mala es que a su regreso no estará en Robos y Hurtos. Lo pasan a Contrainsurgencia. Ya no lo vamos a tener más entre nosotros. Le puedo asegurar que vamos a extrañarlo muchísimo, pero de todos modos esto significa un importante jalón en su carrera.

El cielo se derrumbó otra vez. Un balde de agua helada arrojada en su cara, un cross directo a la mandíbula que lo hizo tambalear. No podía creer que la suerte le abandonara de esa manera. No dijo nada porque supo que era una demostración de confianza y, efectivamente, un ascenso en el escalafón. Pero la noticia le cayó como una patada en el hígado. ¿Qué carajo iba a hacer en Centroamérica?

Sin que nadie le advirtiera nada, Valtierra adivinó que los siguientes tres meses serían los más largos de su vida y quedarían grabados en su cabeza y recordados para siempre con dolor de estómago.

Semanas enteras de instrucción, sin descanso, comiendo porquerías enlatadas, con un calor húmedo intolerable, con mosquitos y víboras que aparecían detrás de cada matorral. Semanas sin bañarse y con la ropa pegada al cuerpo, durmiendo en el suelo. Soportando negros y también rubios. Rubios casi albinos, prepotentes que apenas balbuceaban el castellano y se masturbaban mirando revistas con rubias desnudas y pecosas.

Lo tuvieron en la selva, con uniforme, corriendo entre árboles como si fuera un mono, le obligaron a meterse en pantanos mugrientos, arrastrarse por el barro, quedarse días enteros sin moverse, sin fumar, sin decir ni una palabra. Le gritaron órdenes como si fuera un recluta, lo retaron como a un chico que se ensucia en los pantalones.

En silencio, aceptando el trato, Valtierra soportó esos meses con los dientes tan apretados que por las noches le dolía la mandíbula. Sabía que una sola palabra hubiera bastado para ensuciar su carrera. El premio a su dedicación policial se convirtió en el gran castigo, el más grande que hubiera recibido en su vida, y necesitó clausurar la cabeza para olvidar el olor de esa gente tan distinta, de ese trópico pegajoso, transpirado y oscuro como sus habitantes.

El viaje de regreso transcurrió con una mezcla de alegría y temor. Ansiaba llegar a la ciudad y recorrerla nuevamente, vestido con pantalón y saco, con zapatos lustrados, con camisa limpia y corbata, como corresponde, confundido entre los autos y los ruidos del centro. Pero también inquieto por un posible destino en el interior del país, allá en el norte, donde los conocimientos adquiridos pudieran ponerse en práctica con los extremistas que había en el monte. Ese pensamiento le perturbaba, le quitaba el sueño porque sabía que no podría cumplir con ninguna misión que lo sacara de Buenos Aires para llevarlo a la selva. Ni siquiera a otra ciudad que no fuera Buenos Aires. Si eso ocurría, si sus superiores le ordenaban un traslado, en ese caso se prometió que no aceptaría. Prefería mandar todo a la mierda y dedicarse a otra cosa, entregar su placa de policía y poner un quiosco en Barracas, una florería en Chacarita o trabajar como taxista.

Pero de aquí, de esta ciudad, dijo para sí mientras el avión sobrevolaba la capital y se disponía a aterrizar, de aquí no me mueve nadie.

Sus temores fueron infundados. Sus compañeros le aseguraron, el mismo día de su llegada, antes de que hubiera abierto la valija, que no habría ningún traslado al interior del país. Mucho menos al monte. «Acá en Buenos Aires hay mucho para hacer». Lo sorprendieron, además, con una fiesta inolvidable. Fueron todos al puerto y abordaron un barco petrolero japonés que traía de contrabando más de cincuenta cajones de whisky de Escocia. Arrearon a las mejores prostitutas que encontraron en la calle y pasaron una noche en la que Valtierra se quitó de encima toda la tierra centroamericana. El capitán del buque, un enanito amarillo, fue la atracción de la fiesta: lo obligaron a correr desnudo por la cubierta tratando de alcanzar a una paraguaya disfrazada de vedette que apretaba plumas entre las nalgas.

La embajada de Japón se abstuvo de realizar la denuncia para evitar involucrarse en un episodio que contrariaba la ley argentina. El capitán, en cambio, fue castigado por aceptar el transporte de un cargamento de contrabando.

El viaje tuvo un aspecto positivo, reconoció el comisario, aunque doloroso. Terminó con un noviazgo que se insinuaba cada día más formal y que se encaminaba a un casamiento que le producía escalofríos. Dorita jamás había tocado ese tema. Salían juntos como pichones y la relación era espontánea porque ella era capaz de convertir en sencillo todo aquello que fuera complejo y difícil. No temía hablar de las cosas cuando él iniciaba, siempre trabajosamente, con palabras que no llegaban fácilmente, una conversación que podía parecerle comprometida. Pero siempre se cuidó de mencionar una palabra que de todos modos rondaba por la cabeza de ambos: casamiento. Para ella, casamiento significaba cumplir con una ley de la vida que hasta ese momento se había retrasado vaya a saber por qué jugada del destino. Era cerrar el círculo de la existencia, triunfar en la realización personal, perpetuarse a través de los hijos que imaginaba cuidando con amor, protegiendo con esa aptitud maternal de la que se sabía dotada con vocación innata. Una mujer que no tiene hijos se marchita, se pone agria porque el cuerpo fue creado para engendrar niños y si no lo hace hay órganos que se atrofian, se secan para siempre y dan lugar a mujeres resentidas que desconocen que el cincuenta por ciento de su cuerpo ha quedado sin florecer. Pero a pesar de ese intenso deseo maternal, Dorita era incapaz de mencionar el tema porque conocía muy bien al hombre que todas las semanas pasaba a buscarla por su casa. Hablar de casarse y tener hijos era plantar un espantapájaros en medio de un prado fértil, inmediatamente asustaría a un solterón solitario que luchaba entre las ganas de caer en la trampa de la familia y el deseo de mantener su condición de rebelde.

Esperaba. Sabía que en algún momento sería él quien tendría que elegir y para eso nada mejor que evitar una insinuación que se transformaría en acorralamiento. A su edad, Dorita sabía manejar la paciencia y las incertidumbres, particularmente con un hombre como Valtierra, el más difícil de los hombres que había conocido. Esperar, había que esperar hasta que el tiempo madurara lo que parecía inevitable.

Existía, sin embargo, un tema que le preocupaba. A pesar de las audaces caricias del comisario nunca se concretaba lo que ella estaba esperando como consecuencia natural de los deseos que provocaba. Fueron muchas las noches que en el auto, el cine, o cubiertos por el mantel de un restaurante en penumbras, Valtierra adelantaba la mano entre las piernas y la subía hasta los muslos para descubrir el placer que iba creciendo junto con otra urgencia que lo convocaba. Jamás realizó el menor gesto para impedírselo, lo dejó hacer y a medida que aumentaba su gozo por el tacto de ese hombre que parecía prometerle la satisfacción que ella esperaba, entreabrió su cuerpo para indicarle que podía tomarlo, que bastaba una palabra para que ambos pudiesen alcanzar lo que para Dorita era la cúspide del amor. La adolescencia de inhibiciones ya estaba muy lejana y se sentía muy adulta para proteger castidades impuestas por el barrio y la familia. Nunca se había permitido el juego de muchos hombres ni de amante pasajera, pero precisamente por adulta sabía que la cama era un territorio necesario para calmar necesidades y añadir la intimidad que estaba faltando entre ellos.

Dejaba, entonces, que las manos de Valtierra la encontraran y se sentía palpada tramo a tramo mientras ella misma buscaba con su lengua el paladar y apretaba la cintura de ese policía que, de pronto, sin transición, la abandonaba para hablar de otra cosa, cambiar de tema, buscar una excusa mientras acomodaba su corbata y buscaba un respiro que enfriara el instante. Esas noches, ya en su casa, Dorita trataba de encontrar en el espejo el motivo del abandono. Su cuerpo desnudo, lo sabía muy bien, era atractivo en el reflejo de la imagen y estaba tan entero como en su juventud. Intentaba adivinar en esos momentos la razón de la premura por interrumpir las caricias, cortar la atracción, dejar suspendido un deseo que la acompañaba sin compasión.

No encontraba en Valtierra ningún signo de abstinencia, sus gestos demostraban todo lo contrario. La tocaba como un varón hambriento que está a punto de hacer suya a una mujer. Presumía entonces que era su propia inexperiencia la que desalentaba al hombre. A esas noches de frustrados deseos se añadía el peso culposo de estar haciendo algo mal, de no adivinar el código que seguramente le estaba exigiendo el comisario.

Si la deseaba, si era evidente que se volvía loco por ella, ¿qué le impedía concretar un acto que a fin de cuentas expresaría el amor y estaría limpio de toda impureza? Ese pensamiento atormentaba a Dorita, aunque su instinto le aconsejaba evitar cualquier mención del asunto. Tenía la certidumbre de que ese era un tema muy difícil de hablar con Valtierra, siempre acostumbrado a los silencios.

Quizá allí estaba el motivo por el cual se postergaba esa palabra que no había sido pronunciada pero que seguía presente en ella y que, a la vez, adivinaba en la cabeza de Valtierra: casamiento. Unión hasta que la muerte los separe, vínculo de vida eterna, iniciación a la maternidad y a la dicha que solo puede otorgar la familia como voluntad de Dios.

La voluntad de Dios se manifestó, para el comisario Valtierra, a través de ese viaje que interrumpió las visitas semanales, los cines y los bailes del sábado a la noche, interrumpió el presentimiento de que esa relación era mucho más que una calentura pasajera y que precisamente por eso, porque no se terminaba en una encamada como Dios manda, se había convertido en un lazo peligroso que podía llegar a atarlo de pies y manos.