—¿Desde cuándo leés a Clausewitz? —El padre, en el medio de su habitación, sostenía el libro entre sus manos y lo interrogaba con un gesto de sorpresa, sonriente y a la vez curioso—. No me digas que…
El mozo acababa de servirle el plato de comida y el Inglesito se preguntó si había hecho bien en ir al restaurante. No tenía hambre y cada bocado se demoraba entre los dientes produciéndole la misma sensación de la niñez, cuando la madre trataba de obligarlo a comer en interminables sesiones que se trasladaban desde la cocina hasta el comedor y desde la sala de estar hasta el dormitorio, siempre con la cuchara cargada de sopa. Pero necesitaba hacerlo, debía comer para intentar disminuir ese vacío en la boca del estómago que lo acompañó durante todas las actividades de esa semana que recordaba como la más oscura, tal vez agria, de su vida. Faltan pocas horas, se consoló, tratando de infundir un poco de ánimo a ese cuerpo inseguro.
Había muy pocas mesas ocupadas en el bodegón y todos los clientes tenían la vista fija en el televisor ubicado sobre la pared. En la pantalla una pareja se besaba en el final feliz y la cámara se alejaba lentamente dejándolos solos y cada vez más pequeños en un prado cubierto de hojas movidas por el viento. Con la palabra fin algunos comensales pidieron la cuenta y partieron hacia sus casas.
—¿Desde cuándo leés a Clausewitz? No me digas que… —Aquella pregunta, formulada tantos meses atrás, en su casa paterna, volvía una y otra vez a su cabeza.
—Hace tiempo que quiero hablar con vos, papá. —El Inglesito sonrió, las manos en los bolsillos del pantalón, junto al marco de la puerta de su habitación, balanceándose de un pie al otro.
—¿Hablar de qué? —En el rostro intrigado del padre había un gesto que confundía la curiosidad con el desdén.
—Si me preguntás en ese tono, de nada. Te propongo que nos sentemos y me escuches. ¿Está bien?
Durante unos segundos, la mirada del padre se mantuvo clavada en los ojos de su hijo. Trataba de anticiparse al diálogo y conocer las respuestas que daría, imaginaba los argumentos y cada una de las palabras que serían dichas, porque en un segundo adivinó todo lo que podía adivinarse, lo que transcurriría en el instante que siguiera a ese silencio. Lentamente, como si de golpe tomara conciencia de sus sesenta años, de que había transcurrido tanto tiempo, tantos años, se sentó.
—Quizá sea por influencia tuya… —El Inglesito escuchó sus propios sonidos, que salían de la boca fácilmente, expulsados por la necesidad de expresar lo que durante varios meses había callado—. Bueno… seguro que por influencia tuya me han interesado los problemas sociales. Ya sabés que mis ideas son de izquierda y aunque nunca te lo hayas tomado muy en serio, he actuado en la facultad con bastante éxito, estoy al frente de una agrupación estudiantil y últimamente, por mi condición, he tomado contacto con algunos sindicatos combativos. Me importa mucho todo esto, me preocupan los temas políticos, la acción política me gusta y estoy decidido a dedicar todo mi esfuerzo a la lucha por la justicia social.
Tenía el tono de una confesión, pero a la vez existía cierta complicidad que había nacido luego de muchos años de charlas en las que ambos tuvieron la necesaria confianza para hablar francamente. Pero esta vez había una diferencia. Entre los dos se encontraba un objeto que despertaba recelos: ese libro que el padre todavía sostenía en las manos, apoyadas sobre las rodillas, con la actitud de quien pareciera que va a exigir cuentas sobre un acto bochornoso cometido a sus espaldas. Desde Jack London hasta Ingenieros, el hilo que siempre los aproximó fueron los libros, las lecturas que el Inglesito recibió como herencia natural, contacto que creaba pensamientos comunes o enfrentados pero que tenía un mismo punto de partida: los libros, la discusión sobre un párrafo, la revisión de conceptos en viejos textos, la interpretación de una frase, el subrayado de una línea. Sabía que frente a un libro podría discutir horas con su padre, alejarse del tema y perderse en los vericuetos de las palabras, regresar al origen y volver a perderse. Guía de lecturas, conductor en la fantasía o en la áspera historia de la lucha de clases, el Inglesito reconocía en su padre a la persona que lo introdujo en la lectura como quien lleva a su hijo de la mano a través de un laberinto que desemboca en la razón. «Aquí está la luz», le había dicho muchos años atrás, señalándole la biblioteca, y él rio de la imagen romántica del viejo. Pero en el fondo también creía, como él, que en las páginas de esos cientos y cientos de libros se podía encontrar lo más aproximado a la verdad, aquello que trazaba la búsqueda de los hombres.
También en esta ocasión era un libro el que los ponía frente a frente para discutir, pero este los alejaba en vez de unirlos. El volumen estaba entre ellos para convertirse en barrera. Y no por el contenido del texto —cuántas veces habían elevado la voz para discutir sobre Marx—, sino porque detrás del súbito interés por los temas de la guerra, el padre estaba descubriendo que se había producido un cambio que trasladaba la acción de la universidad, el debate de las ideas, el discurso estudiantil, la disputa de centros universitarios, al ámbito siempre despreciado y también temido de las armas.
Las palabras brotaron solas, fueron cayendo una a una sobre el viejo que ahora tenía los ojos grises. Y el Inglesito se descubrió hablando del agotamiento del sistema político, de farsas institucionales, de la sobreexplotación de mayorías agobiadas, del descreimiento de una sociedad que no encontraba alternativas gracias al fracaso de una generación que no supo hallar respuestas. «Y no te echo la culpa a vos». Sintió que cada una de las vocales que surgían incontenibles de su garganta se unía a otras para conformar palabras, frases, en un discurso inagotable que se armaba espontáneo, juicioso, pero apasionado. Y agradeció el aprendizaje junto a su padre, los principios que había recibido, la necesidad de volcar su pensamiento en los demás, porque así debía ser, porque era justo. Habló de los conceptos de justicia que él, su padre, le transmitió, de la importancia de que esa justicia alcanzara a todos los hombres. Se descubrió hablando de las enseñanzas de los que como él, «como vos», estaban más allá de intereses herméticos, mezquinos, miserables. Reflexionó sobre la imposibilidad de insistir en políticas tradicionales que ya demostraron su fracaso, de la insurgencia obrera que se expresaba en las calles, por fin, en las calles y en nombre de una libertad siempre negada, de la incansable búsqueda de la verdad que él, su padre, le enseñó a través de ejemplos, de conductas, de gestos cotidianos. Y ahora, esa formación de un pensamiento no encontrado en la escuela, sino en valores familiares, le señalaba que ya se llegó al límite, al agotamiento total, al fin de toda esperanza conseguida mediante la palabra, el argumento, la razón. Ese era el momento de rebelarse, de comenzar una acción que culminaría con el desbarajuste de los dominadores y arrogantes, de los dueños de verdades que ocultan la iniquidad y el hambre, la vergüenza y el temor. Llegó el fin de una historia y ha comenzado otra, diferente, hermosa, y ahora sí, verdadera. Porque se haría con las armas pero para prolongar la vida, porque sería con la guerra pero con el corazón. Los argumentos fueron precisos, abiertos, fueron contundentes y se prolongaron durante una hora, dos horas de monólogo inagotable. Hasta que el Inglesito se quedó callado, mirando los ojos grises de su padre que se enfrentaban a los suyos, brillantes, encendidos.
Y fue entonces cuando esos ojos se cubrieron de nubes, negras nubes que fueron recorriendo un rostro velozmente envejecido y grave, un rostro que sería desde ese momento, y para siempre, desconocido.
—Pero yo no te enseñé a matar hombres —dijo el padre, y se puso de pie—. Si esa decisión es irrevocable, tenés veinticuatro horas para irte de esta casa.
Ahora, mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero y tomaba el último sorbo de vino, recordó el dolor de esa ruptura, primer dolor que le había producido esa guerra en la que estaba participando desde un año atrás, pero que recién mañana iba a comenzar verdaderamente, esta vez sí con estruendo de disparos y también con sangre. Mañana iba a ser el día en que por primera vez su pensamiento sería arrastrado hasta el límite, porque ya no serían las palabras sino los metales los que dirían aquí estoy, he llegado para imponer otro lenguaje, soy la respuesta a tantos años de silencios obligados, de censuras soportadas, yo soy el triunfo, soy el derecho, ahora me escucharán porque represento a millones de voces apagadas.
Salió del restaurante hacia su casa y caminó bien pegado a la pared para evitar la lluvia casi oblicua, apenas torcida por el viento que soplaba desde el sur. El sabor que tenía en la boca no era del vino recién bebido ni de la comida de la que apenas había probado unos bocados, era el sabor áspero que le devolvía el recuerdo de aquella última y definitiva conversación con el padre.