AROLAS

La madrugada avanzaba y el hambre comenzó a hacerse sentir en el estómago de Valtierra. La memoria lo trasladó entonces a los desayunos diarios con su madre. Dulce de higo con tostadas bien delgadas y crocantes, café con leche condensada, dulce de ciruelas hecho especialmente por ella. Jamón crudo que compraba en el almacén del gallego. Todas las mañanas, antes de ir al Departamento Central, pasaba por la casa de la madre y se sentaba frente a la mesa servida. No siempre tenía ganas de hacerlo, había días en que habría preferido quedarse un rato más en la cama, o desayunar en un café, pero cumplía con el compromiso asumido. Porque sabía que ella dedicaba tiempo y energías a preparar esa mesa prolija que garantizaba unos minutos de conversación.

Espero que esto termine pronto, se dijo, mientras miraba el reloj que avanzaba perezosamente. Las escasas veces en que había faltado al desayuno había sido por motivos importantes, y siempre con aviso previo para que no se inquietara. Conocía su ansiedad y por nada del mundo quería asustarla. Le había tocado sufrir en la vida y ahora, en su vejez, era justo que fuera feliz y no tuviera ningún motivo que perturbara sus últimos años.

—Comé, mi querido —repetía siempre—, que con la vida que llevás hay que alimentarse bien. Yo sé que te acostás tarde, que trabajás todo el día… comé. Hoy conseguí un jamón de mejor calidad que el de ayer —decía la vieja mientras untaba las tostadas con ese dulce que solo ella era capaz de preparar.

—No se preocupe, mamá, que yo me alimento bien —la tranquilizaba Valtierra, en mangas de camisa, después de haber guardado en el ropero el saco que envolvía la pistola y su granada de mano para no intranquilizarla con la vista de armas que ella conocía pero que a la vez temía.

—No pegué un ojo, anoche no pegué un ojo después de ver el noticiero donde mostraban el asalto al banco. Te busqué entre la gente pero no te vi. Estuve intranquila pensando en dónde estarías.

—Usted sabe que me cuido. No tenga miedo —respondía con una sonrisa mientras preparaba su segunda taza de café con leche condensada.

A veces, cuando no tenía ningún llamado del Departamento Central, aprovechaba para tirarse en el sofá y prolongar la mañana con un par de horas extras. Los días de invierno se dejaba caer en el sillón y la vieja lo cubría con una manta de lana. Entonces se arropaba con la agradable sensación de saberse en casa, rodeado por esos objetos familiares que lo acompañaron desde chico. El jarrón de porcelana, los caballitos chinos, el reloj de pie callado durante tantos años, el olor agradable despedido por ese sillón que tantas veces había pensado en retapizar.

Pero durante la semana eran pocas las ocasiones en que podía estirar el desayuno. Una llamada o una reunión imprevista le obligaba a salir de apuro. El domingo, en cambio, era el día calmo dedicado a ella. Comían a la una y media, los dos solos, conversando de lo cara que se había puesto la vida y de los nuevos vecinos, de los que ya se mudaron y de las vicisitudes del carnicero con su mujer, que como todo el mundo sabe es una loca perdida. En algunas ocasiones él hablaba acerca de su trabajo, evitando siempre las situaciones de riesgo personal y todo aquello que pudiera impresionarla.

Le daba gusto contarle anécdotas policiales porque sabía que su vieja, al día siguiente, tendría tema de conversación con el verdulero, gran confidente de su madre. Le relataría las cosas de su hijo, las buenas acciones, daría datos que no salieron en los diarios porque eran secretos, y todo eso narrado en voz baja, con los labios casi pegados al oído de ese verdulero que seguramente, a pesar de la promesa de no revelar nada, desparramaría los chismes para lucirse con sus amigos.

El domingo era un buen día porque cuando terminaba con los ravioles dormía la siesta y se sentía a gusto. Un par de horas más tarde lo despertaría el olor de las tortas fritas que se cocinaban en la hornalla, y minutos después llegaría ella con una bandeja que apoyaría en el suelo. Acercaría una silla y juntos tomarían mate mientras alguna serie de televisión escandalizaría a la anciana. Salvo el verdulero y algunas amigas del barrio, el único contacto con el exterior que mantenía su madre era la tele. A través de ella se enteraba de que el mundo era un desastre y que las guerras se multiplicaban por todas partes.

Se quejaba de que en otros tiempos esto no sucedía y Valtierra le daba la razón. No lo hacía por conformarla, sino porque él también creía lo mismo. Su padre, que había llegado a comisario en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, nunca tuvo que enfrentarse con delincuentes ni siquiera parecidos a los que ahora aterrorizaban a la población. Recordaba a su viejo, grandote y campechano, con el uniforme azul y el antiguo revólver 38 que se usaba en esas épocas. Venía a comer con su hijo mayor, oficial de la policía, y ambos contaban sus experiencias de la jornada. Valtierra los escuchaba con admiración y se prometía, una y otra vez, llegar a ser un gran policía.

Todo aquello había sido diferente. Su padre y su hermano combatieron a rateritos, ladrones de poca monta que se pasaban una semana en el calabozo y hasta se arrepentían de su acción. Encerraron a borrachos insolentes que se ponían pesados en los bares o les dieron unos bastonazos a los muchachones que los sábados por la noche pateaban tachos de basura y rompían faroles callejeros. Eso era todo. La delincuencia pueblerina pocas veces llegó a producir sangre.

Los tiempos habían cambiado, este era otro universo, el de la violencia diaria que provocaba la muerte arbitraria de servidores que eran hombres de familia, trabajadores que se esforzaban en hacer cumplir la ley. En muchas ocasiones se había preguntado qué querían esos chicos. Si lo tenían todo, qué buscaban entonces, cuáles eran sus pretensiones. Mocosos de buena familia que lo habían obligado a alejarse de su actividad y de sus viejos amigos para meterse en un universo desagradable. Un mundo que no era el suyo. Comparándolos con los grandes delincuentes del hampa, cualquiera advertía la diferencia: ellos jamás habrían atacado a un policía indefenso y si podían evitaban el disparo. Les interesaba el dinero y no la muerte. Podían asaltar un banco y gastar los billetes con prostitutas, pero se cuidaban de usar el arma y solo lo hacían cuando sus vidas corrían peligro, porque esas fueron siempre las leyes del juego. Las leyes que todos habían respetado hasta la aparición de esa nueva delincuencia que Valtierra no lograba entender.

Esos domingos por la tarde no podía dejar de sentirse melancólico. Mientras la vieja cebaba mate su memoria le devolvía aquellas imágenes de su padre y su hermano, vestidos de azul, detenidos para siempre en el retrato ovalado que colgaba en el centro de la pared del comedor.

Frente al televisor, ya en la nochecita, quitaba los ojos de la pantalla y observaba el cuadro de esos dos hombres de quienes trataba de recuperar su conducta, su estilo del deber. Ellos habían sido vigilantes que pelearon contra ladrones. A él le tocaba ser un policía de otros tiempos, inflexible, severo y orgulloso de su honestidad.

Los domingos los pasaba con su vieja porque fue un domingo el día en que volcó el jeep de la provincial. Estúpidamente, un camino de tierra se había tragado a dos hombres de ley.

Después del accidente, cuando su madre no quiso vivir más en ese pueblo ahora vacío, partieron para Buenos Aires. Y poco después él se incorporó a la Federal con la aprobación de ella, siempre temerosa pero con el orgullo de que el menor, el preferido, siguiera el ejemplo de su malogrado esposo.

—¿Quiere café? —Uno de los policías, que aún jugaba con los dados, se levantó somnoliento.

—Sí, una taza grande porque tengo un poco de sueño.

—¿Les puedo llevar a los muchachos afuera?

Valtierra se acomodó el pantalón y miró el reloj. Las tres y media y seguía lloviendo.

—Sí —respondió.

Fue hasta el espejo y se miró. Estaba ojeroso y se descubrió avejentado. Una pequeña irritación le cubría los ojos y estaba despeinado. Algunas canas se infiltraban lentamente en su cabellera. Entró en el baño y se mojó la cara. No era la primera vez que aguantaba toda una noche despierto, pero se estaba volviendo viejo.

—Tenés una pinta bárbara —le dijo la secretaria del juzgado, aquella que se abrió de piernas después de la memorable pelea con el juez. Había pasado mucho tiempo desde que a esa muchacha le brillaron los ojos luego del portazo dado en las narices de su jefe.

—Señor juez, con todo el respeto que usted me merece, he venido a pedirle que por favor no le dé mucha condena a Villagra.

—¿Y con qué derecho me pide usted tal cosa?

—Le prometí que a cambio de cierta información que me brindó y que permitió agarrar a todos los integrantes de una banda, yo lo ayudaría…

—Pues hizo muy mal. Yo no me mezclo en esas cosas. Ese es un problema suyo. Villagra tendrá todo lo que merece porque es un marginado social, un reincidente.

En el edificio de Tribunales los empleados salieron a los pasillos porque creyeron que Valtierra iba a matar al magistrado. Los gritos se escuchaban desde la planta baja y el juez amenazó con procesarlo por desacato, por atentado al fuero judicial. Pero Valtierra no se intimidó y siguió gritando que la justicia tenía que adecuarse a los hechos porque en caso contrario el país se transformaría en un nido de ladrones. Gritó que él había dado su palabra y no quedaría mal por culpa de alguien que no sabe manejar las cosas, que era un policía acostumbrado a combatir a los delincuentes en la calle y no detrás de un escritorio. Desafió al juez a que lo acompañara en las rondas nocturnas, en donde eran necesarios hombres de valor y no cagatintas. Al día siguiente llegó una citación de Tribunales y una queja escrita al jefe de policía.

Afortunadamente otros jueces intervinieron en el conflicto y todo quedó en el olvido. La única que no se olvidó fue la secretaria del juzgado, que se las arregló para encontrarse con Valtierra y llevarlo a la cama, entusiasmada por ese hombrote que era capaz de gritar, golpear puertas y hacer temblar el edificio.

Pero la cuestión es que el comisario no pudo cumplir su palabra y Villagra empalideció seis años en una celda de Villa Devoto, mientras Valtierra rumiaba su bronca contra el cajetilla tribunalicio y en el Palacio de Justicia los jueces discutían sobre su comportamiento: es un prepotente, decían algunos; no, es un hombre bonachón, de poca cultura pero mucha capacidad intuitiva y leal a la justicia, respondían sus defensores.

Y fue precisamente la confianza que varios le prodigaban la que evitó, meses más tarde, que fuese a parar a la cárcel. Un abogado le ofreció una buena cantidad de dinero para ocultar un hecho y la bofetada fue tan fuerte que le produjo una fractura en el tabique nasal. El cargo fue de agresión, exceso de autoridad, desacato al fuero judicial y el Colegio de Abogados presentó una protesta que salió publicada en todos los diarios. La cesantía de Valtierra rondaba los pasillos del Departamento Central y si no se concretó fue gracias al apoyo de las autoridades que reconocieron en el comisario una fidelidad que pocos podían exhibir.

Un año después comenzaban los atentados, las bombas, los asaltos a las comisarías. Y el traslado a Contrainsurgencia. Y junto con el pase llegó ese viaje a Centroamérica, que ya ni quería recordar.

—Comisario. —El policía entró con las tazas vacías de café.

—Sí.

—Disculpe que me meta, pero los muchachos, afuera, están congelados.

Valtierra le dio la espalda, fue hasta una mesita y prendió la radio. Sintonizó Una voz en el Camino y escuchó la orquesta de Fresedo interpretando Derecho viejo.

—¡Arolas! —dijo en voz alta.

—¿Cómo?

Giró la cabeza.

—Nada, nada. Decile que entren.