MATAR AL ESPEJO

Durante los días que siguieron, días de planos sobre la mesa, con pequeños autitos de cartón que circulaban por avenidas trazadas con tinta, días de calles memorizadas, de alternativas para la fuga, días de contraseñas y preparación de equipos quirúrgicos que el Inglesito imaginó usados en su propio cuerpo, días interminables en los que él descubrió que el temor no solo se localizaba en el estómago, descubrió, además, que se acrecentaba hora tras hora. Tuvo miedo de su miedo, temió que esa sensación de angustia paralizara sus músculos, acalambrara sus manos y le impidiera participar. Y trató de sobreponerse mediante argumentos convincentes, recurriendo a la razón, reflexionando sobre el favorable impacto político que provocaría el ajusticiamiento en la sociedad. Era necesario, se decía, demostrarle a la gente que existía un poder paralelo al poder tramposo del Estado, y que ese poder era implacable con los torturadores, con los corruptos, con los criminales que actuaban impunemente. Utilizando el poder reflexivo que había heredado de su padre, logró armar en su cabeza un argumento, un alegato que serenaba su conciencia.

Pero ahora, un día antes de esa ejecución, descubría que no lograba superar su cobardía, que el miedo estaba mucho más allá de su capacidad racional y que el desasosiego que lo atormentaba solo culminaría una vez cometido el acto.

Pensó en hablar con Roberto, contarle su desventura y pedirle ayuda sinceramente, de compañero a compañero, decirle que a pesar de su convencimiento político, aun persuadido de la necesidad de la lucha con las armas, no lograba integrar esa certeza ideológica a su sangre, a sus músculos que dejaban de obedecerle, a su cerebro que en vez de impartir órdenes de control sobre su cuerpo, le imponía sudores fríos, insomnios y penosas sensaciones en su estómago.

La cabeza se había peleado con su cuerpo y cada uno respondía a sus propias conveniencias. Cuando decidió incorporarse, dos años atrás, sufrió la misma desazón. Había convencido a sus antiguos compañeros universitarios, habló con ellos con la seguridad y los argumentos de un político que desde la barricada ordena avanzar a las masas y se pone al frente de ellas. Visitó a delegados gremiales conocidos en algunas fábricas, discutió acaloradamente con los compañeros de su agrupación y los fue empujando, acompañando en el vertiginoso cambio que exigía una decisión de esa naturaleza: se iniciaba un proceso que conduciría a la guerra civil y ya era hora de tomar las armas.

Y muchos lo siguieron, entusiastas, seguros de la conquista, listos para repetir aquellas lejanas escenas literarias en donde obreros de San Petersburgo combatían junto a los proletarios alemanes y en donde las brigadas de Madrid se fundían con campesinos chinos o guajiros latinoamericanos. Desde el asalto al Palacio de Invierno en adelante la historia se había sacudido varias veces, dispuesta a abrir sus brazos para recibir a los oprimidos, a los olvidados, a los sin tierra, a los ignorados y desnutridos, a los vejados que pedían justicia al cabo de siglos. La historia se ofrecía, esta vez, lista para ser transformada. Estaba allí, al alcance de la mano, aguardando impaciente que todos los hombres valerosos encontraran el secreto que permitiría arrancarle el corazón a los dueños de la vida. Antes era demasiado temprano, y mañana llegaríamos tarde; o aprovechábamos ese preciso instante en que la revolución había vuelto el rostro hacia nuestro país o sucumbiríamos con la peor de las vergüenzas, el más infame de los escarnios, aquel que sufren los pueblos que desaparecen sin combatir.

Se había escuchado a sí mismo mientras argumentaba con pasión, convincente, seguro de que estaba ofreciendo una verdad indiscutible. Y en los ojos de sus interlocutores vio que sus palabras penetraban los sentidos de la razón, que estaba ganando la primera batalla, aquella que consistía en persuadir a los hombres de que la vida, al fin y al cabo, adquiere valor cuando se la juega para la justicia. No se trataba, esta vez, de una quimera en que la fantasía de sociedades libres se anunciaba en futuros nebulosos, magníficos pero ajenos a las labores cotidianas. Ahora estaba ofreciendo la lucha para un propósito que estaba allí, listo para ser moldeado por hombres que tuvieran la audacia de salir a la calle para tomar lo que por derecho propio les pertenecía.

Pero por alguna razón que temía descubrir, no lograba incorporar esas palabras a su cuerpo, y una secreta admiración por aquellos que encaraban esa nueva empresa con alegría y entusiasmo, vehementes por entrar ya mismo en acción, enardecidos por la oportunidad de demostrar su valor en las calles, lo convencía de que se gestaba una barrera invisible muy difícil de disimular. Creía en la inevitabilidad de la guerra, pero no soportaba la idea de participar en el desgarramiento que ella, la guerra, diseminaría por un territorio hasta ahora acostumbrado al pulso de las palabras. José León Suárez, el bombardeo de Plaza de Mayo, todas esas eran historias antiguas, pertenecientes a la memoria de la infancia, susurradas al oído y recordadas como bandera de lucha, pero no como vivencias cercanas. Su padre le había acostumbrado al manejo de las armas pero también le enseñó el temor a ellas. Podía disparar contra un jabalí y verlo caer con la emoción del que caza una presa, podía destazarlo con su cuchillo de monte sin que le temblara la mano. Pero en sus lecturas de la guerra de España, de la masacre de Cantón, en las noticias que a diario llegaban de una Guatemala donde se degollaba a los revolucionarios, adivinaba su incapacidad de ser un personaje activo, partícipe de la violencia. Cómo lograr una integración entre su pensamiento, se había preguntado muchas veces, y esa sensación de terror ante un acto de fuerza, ante la violación de otra voluntad. Al cabo de dos años de participar en una lucha armada en la que él no había disparado ni un solo tiro, llegaba ahora el momento de una verdad a la que temía. Iban a matar a un hombre, interrumpir su vida, y condenarlo para siempre a la frágil imagen de la memoria. Y si bien sabía que ese hombre destazaba a compañeros con la misma frialdad con que él había destazado animales, el choque que le imponía esa realidad con su propia capacidad de hacerlo le dolía en todos sus músculos. Tenía miedo de la muerte, y no solo de la propia, temía también la muerte del condenado y la de quienes lo acompañarían en esa empresa.

—¿Has estado en muchas acciones? —preguntó a Roberto con la intención de descubrir algún secreto que le permitiera acostumbrarse al mundo militar.

Roberto se sorprendió.

—En bastantes.

—Bueno… pero… ¿estuviste en tiroteos peligrosos?

—No conozco tiroteo que no sea peligroso.

Ahora se hace el difícil, precisamente cuando quiero que me cuente algo, que me transmita alguna impresión personal que pueda ayudarme, justo ahora enmudece.

—Te pregunto porque ya sabrás que la de mañana será mi primera experiencia, y por lo tanto estoy nervioso. Supongo que poco a poco se supera.

—El susto no desaparece nunca, si es que te referís a eso. —Roberto comenzó a adquirir el tono profesional que seguramente lo llevaría a dar los consejos que tanto necesitaba—. La cuestión es dominarlo y no dejarse llevar por el pánico, aun en las situaciones más complicadas.

El Inglesito buscó una silla, se sentó y escuchó con atención.

—¿Vos todavía tenés miedo?

—Claro que lo tengo, pero ellos también. Recordá que todos tienen miedo, la policía, nosotros, y ni te cuento los que en ese momento caminen por la calle y sean sorprendidos por los disparos. Pero al fin y al cabo, el susto es algo que se domina. Una vez que hayas participado en tres o cuatro operaciones, estarás más tranquilo. Y después va a comenzar a gustarte.

—Vos… ¿alguna vez mataste a alguien?

—No seas imprudente, hermano.

El Inglesito se desalentó.

—Sí, es verdad. Perdón.

—De todos modos, cuando la acción ha comenzado, todo es mucho menos dramático de lo que uno suponía. Caminando hacia el objetivo, la cabeza imagina cosas, aparecen algunos temores, es lógico que así sea. Pero una vez que suenan los tiros, cuando la gente corre y estás sumergido en la acción, esas fantasías desaparecen. Ese es el combate y hay que acostumbrarse a él sin perder la cabeza.

—Despersonalizarse… —pensó en voz alta.

—Exactamente, esa es la palabra. Despersonalizarse. Recordar que ellos son el enemigo al que tenemos que vencer. Y con mayor razón cuando se trata de un criminal como el que ajusticiaremos mañana. Él se lo merece, no tiene perdón. Cuando muera… será un alivio.

—¿Alivio?

—Quiero decir… el tipo que vamos a liquidar mañana ha matado gente nuestra, ha torturado a compañeros nuestros. ¿Te das cuenta? Es un tipo capaz de serrucharte la cabeza sin que le tiemble el pulso. Tengo ganas de matarlo porque ese tipo no merece vivir. Entonces, mañana, cuando esté muerto, yo me voy a sentir más aliviado, porque es uno menos.

—Probablemente pondrán a otro en su lugar. —La frase escapó de su boca y se arrepintió enseguida de haberla pronunciado.

Roberto lo miró desconfiado.

—No te me hagas el reformista. Este es un acto de justicia revolucionaria. Estamos demostrando que existe una justicia paralela a la justicia burguesa. Y que ninguno de los crímenes que cometen va a quedar impune.

Es cierto, pensó el Inglesito, lo que afirma Roberto es cierto y yo sigo diciendo estupideces. No importa que pongan a otro que sea tanto o más feroz que este. Lo importante es el significado simbólico de la acción, la conciencia de que es posible ejercer la justicia desde el campo del pueblo. ¿Cuántas veces había utilizado ese argumento ante los indecisos?

—No, no quise decir eso —se disculpó—. Estaba pensando en que vamos a tener que matar a varios todavía.

—Ah… por supuesto… apenas empezamos.

Apenas empezamos y a mí ya me hubiera gustado terminar, pensó mientras trataba de imaginar sus propias reacciones al día siguiente.

—En una operación… —Roberto se entusiasmaba con sus consejos—. En una operación lo que hay que tener en cuenta es el control de uno mismo, contener el impulso de salir corriendo y desaparecer de la escena. Nunca hay que correr, aunque la cosa vaya mal, no hay que correr. Hay que retirarse. ¿Está clara la diferencia? En una ocasión —ahora tomaba impulso, gesticulaba y su mirada se ponía brillante— vi caer a un compañero que intentó escapar cuando todos nos estábamos retirando ordenadamente. Fue la única baja, porque quiso salvarse solo. No, nunca te vas a salvar solo.

—Quizá no tenía experiencia.

—Sí, tenía experiencia. Él sabía que en esos casos hay que actuar como un soldado y obedecer órdenes. Tener la cabeza fría. Nunca pudimos explicarnos qué fue lo que le impulsó a actuar así.

El Inglesito se levantó a buscar cigarrillos y prendió uno mientras miraba por la ventana las luces que se encendían en las casas vecinas. Anochecía bajo el cielo encapotado y una neblina oscura ocultaba las chimeneas de las fábricas.

¿Será necesario conocer todos estos recursos técnicos de la guerra? A pesar de la ansiedad por introducirse en un mundo que le brindaría conocimientos indispensables para la acción del día siguiente, no lograba entusiasmarse con la conversación de Roberto, que ahora estaba inspirado y relataba la ocasión en que emboscaron a un patrullero pero todo salió mal porque perdieron la iniciativa debido a una mala dirección del responsable.

Recordó las lecturas iniciales de Clausewitz y el aburrimiento que le produjeron aquellas reuniones en las que se discutía la teoría militar. Había llevado los libros a su casa, los había revisado minuciosamente, frase tras frase, sin alcanzar el entusiasmo que advertía en sus compañeros, aunque con un sentimiento de culpa que lo acosaba. Al fin y al cabo, ¿quién se creía él? ¿Acaso el aséptico que desdeña las tareas sucias que toda lucha de clases lleva implícitas? ¿El que solo bebe aguas transparentes mientras los demás se meten en el charco?

Y si bien nunca había escuchado un reproche, no podía dejar de sentirse el depositario de cierto desprecio disimulado, cierto sarcasmo que sus compañeros intentaban ocultar tras la palmada de camaradería. ¿Era así? Pero ¿cómo censurarlos si ellos se jugaban la vida en la calle mientras él escribía documentos políticos y observaba y justificaba el desarrollo de la violencia sin participar? Había sido una buena decisión de sus camaradas incorporarlo en la acción de mañana, porque de esa manera lograría introducirse en una guerra que hasta ahora pasaba junto a él sin lastimarlo.

Salvo que muriera —y el pensamiento lo conmovió—, a partir de mañana sería otro Inglesito, el que participó en la ejecución de un torturador, el que supo empuñar la pistola sin titubeos, el que pulseó con la muerte en una calle cualquiera de Buenos Aires. Y si le tocaba morir, sabía perfectamente cómo sería recordado: cayó como un combatiente, dirían los compañeros. De una u otra manera, a partir de ahora tendría mayores reconocimientos en vida o su nombre sería recordado para siempre.

Giró hacia Roberto en el preciso momento en que este se levantaba.

—Tengo que irme. Todavía debo recoger un par de armas y luego volver a casa. Esta noche me acuesto temprano porque mañana hay que madrugar. ¿Estás bien? Quiero decir, ¿te sentís seguro?

—Sí. Estoy bien. Supongo que mañana estaré mejor.

—Seguro que sí, una vez que estemos todos en el auto, listos para entrar en acción, vas a ver que el miedo desaparece. En esos momentos… uno se siente muy bien con la adrenalina que recorre todo el cuerpo.

Acompañó a Roberto hasta la salida, le dio la mano y recibió una palmada de afecto que también quería trasmitir ánimo.

Bueno, ahora estoy solo, se dijo, pero eso no lo ayudó mucho. Se sintió demasiado solitario para aguardar toda una noche completa, noche que presagiaba plagada de sobresaltos y temores. Faltaba mucho para que llegara un amanecer que se anunciaba tan frío como el mismo acto que iba a protagonizar. Fue hasta la cocina para preparar la cena y descubrió que no había más que huevos, ni siquiera pan. Decidió que comería en la fonda de la avenida Montes de Oca.

Se puso el saco y comprobó que llevaba sus documentos en el bolsillo. Luego caminó hacia la puerta y antes de salir se detuvo frente al espejo. Con un gesto rápido, preciso, desenfundó un arma imaginaria y disparó tres proyectiles a su imagen.