EL AS DE LA GENERALA

Pasó frente a la casa que dejaba entrever la antena sin mirar a los costados y retomó el camino de regreso hacia el lugar donde esperaban los muchachos. Ahora sí, ahora venía lo lindo. Si por culpa de esos chicos tenía que andar metido en cosas que no le interesaban, ahora llegaba el momento de cobrarles. Estaba aburrido, podrido de la política y de las pavadas que decían los políticos. Estaba harto de este país que cada día se ponía peor. Ahora verían las consecuencias de meterse a salvadores de la patria, pensó Valtierra al caminar por las calles de ese barrio que se oscurecían velozmente mientras bajaba una neblina que impedía ver a más de una cuadra.

A pocas calles de allí, en el Mercado de Liniers, todos los días desfilaban miles de vacas que eran degolladas de un tajo por hombres que manejaban el puñal con una destreza que siempre envidió. Los había observado mientras los animales mugían, asustados por el presentimiento de la muerte que se olía en las canaletas húmedas y resbalosas de sangre. Eran hombres fuertes y medio ladinos, nacidos en el litoral y con un pronunciado acento que en muchas ocasiones apenas dejaba entender alguna que otra frase. Los conocía bien. En su juventud, durante su paso por Homicidios, detuvo a tres o cuatro que cortaron a sus mujeres o se trenzaron en peleas nocturnas de borrachos escandalosos. Manejaban la hoja con una velocidad que no se entorpecía ni con las dos botellas de ginebra que eran capaces de tomar. Tipos curtidos por el aliento final de animales que se desplomaban con el hocico al suelo y un quejido apenas exhalado.

Antes de capturar a uno de ellos, en la villa miseria cercana al Riachuelo, le había hablado durante un hora, pistola en mano, mientras el otro sostenía a su mujer con el puñal en el cuello, listo para abrírselo con un solo movimiento. En la noche alumbrada por las luces de los reflectores policiales, los vecinos observaron en silencio, sin moverse, con ojos vidriosos y acostumbrados a ver muertes de madrugadas alcohólicas, pobladas de gritos y llantos. Le habló lentamente, sin tener la certeza de que ese morochito medio esmirriado entendiera las palabras que aconsejaban entregarse, dejar libre a la mujer, soltar ese puñal delgado a fuerza de sacarle filo. En esas épocas conoció todos esos barrios de lodo, saturados por los olores químicos de las aguas despedidas por fábricas cercanas. En noches interminables permaneció inmóvil, de pie, oculto detrás de alguna tapia mugrienta que lo protegería de los disparos desesperados de quien se sabe sorprendido y sin salida. Cuántas veces se arrodilló frente al cuerpo agonizante que despedía una sangre tan oscura como aquella que corría por las canaletas del matadero. Y recién entonces había prendido, placentero, sabroso, el cigarrillo que antes, en la noche sin luna, lo hubiera delatado. En rincones de su memoria se acumulaban cuerpos, cuerpos muertos y sucios por el barro, en extrañas posiciones que nunca hubieran podido igualar cuando aún estaban tibios. Vacas y hombres, comer y no dejarse comer, siempre había sido así y eso nunca cambiaría, porque las cosas no cambian aunque estos chicos ahora quisieran hacer un país de tipos buenos, siempre sonrientes, con caras de alegría. Se morían por la alegría, había leído alguna vez en un papel escrito por un judío. Si lo que buscan es alegría debe de ser porque no saben disfrutar de las cosas.

—¿Y los muchachos?

—Los distribuí en esos bares. Están tomando café.

Valtierra subió a su automóvil.

—Quiero un coche en cada una de las esquinas, rodeando la manzana. Que nadie baje de los autos, vamos a tratar de entrar derecho viejo. Si hay tiros, entonces sí, que no dejen escapar a nadie. Pero si no pasa nada, que esperen órdenes. Vos venís conmigo. Elegí a otro, vamos los tres, únicamente con armas cortas.

Se organizaron rápidamente y subieron a los vehículos. Las puertas se cerraron con fuerza y el ruido de los motores al ponerse en marcha interrumpió el silencio nocturno. Algunos vecinos se asomaron por detrás de las ventanas de los bares y vieron partir a esos hombres que parecían contentos y decididos. ¿Adónde irán?, preguntó un parroquiano en voz alta, y todos alzaron los hombros.

Valtierra y sus dos acompañantes bajaron unos metros antes de la esquina y caminaron lentamente, aguardando hasta que los demás tomaran posiciones. Luego cruzaron la calle mientras sus manos, hundidas en los bolsillos del sobretodo, quitaban el seguro de las armas. Las primeras gotas heladas de la lluvia que nuevamente comenzaban a caer mojaron los rostros apenas iluminados por los pocos faroles callejeros que centellaban una luz amarilla.

El comisario cruzó el pequeño jardín, se acercó a la puerta y tocó el timbre. A los costados, con la respiración acelerada, sus dos hombres se pegaron a la pared. Las armas que apuntaban al cielo rechazaban las gotas de la lluvia que se acrecentaba con cada segundo.

Una mujer joven, vestida con pantalones vaqueros y una camisa blanca, abrió la puerta. Apenas fue un gesto, un resquicio, suficiente para que Valtierra arrojara todo su cuerpo sobre ella y la golpeara en el rostro. Cayó al suelo de espaldas y el comisario pasó sobre su cuerpo sin detenerse. Corrió hacia el interior y entró en la cocina, donde una olla dejaba escapar el vapor. No había nadie. Siguió hasta un dormitorio en el que había una cama de dos plazas y una sola mesita de luz. Estaba vacío. Abrió la puerta que comunicaba con el jardín del fondo y advirtió que junto al pino que disimulaba la antena había una pequeña pieza, posiblemente destinada a la sirvienta por los antiguos propietarios.

Corrió hacia ella y con el impulso que traía se abalanzó contra la puerta cerrada. Prácticamente la arrancó de sus goznes y entró en la habitación. Allí estaban dos hombres que en ese momento guardaban las piezas del radiotransmisor.

Los tres se miraron en silencio, inmóviles, sorprendidos, midiendo las posibilidades de vivir. Hubiera bastado una leve señal para que ese silencio no se interrumpiera. Pero uno de ellos intentó alcanzar con su mano el revólver que estaba sobre la mesa. El gesto fue rápido pero también inútil. Valtierra le disparó al rostro y el proyectil golpeó el cráneo en forma oblicua. El cuerpo cayó hacia atrás, arrastrando una silla en la que vanamente trató de afirmarse, mientras la cara se transformaba hasta quedar estática con una sonrisa regalada.

—Quieto —dijo el comisario al tiempo que el otro sujeto alzaba las manos entre balbuceos incoherentes.

Ya está, todo terminado. Un muerto y dos vivos. Cada uno sabe lo que busca. Le puso la pistola en la nuca, trabó por detrás el brazo y lo empujó a través del jardín hacia el interior de la casa. En voz baja, casi susurrándole en el oído:

—Caminá, marica, caminá. Ahora vas a ver lo que te va a pasar. ¿Vos eras el locutor de esta radio, eh? ¿Te creías Fontana? Ahora vas a hablar mucho, Cachito, te prometo que vas a hablar como nunca habías hablado, turrito, mariconcito, nenita.

Ordenó que amordazaran a la pareja y los dejaran en el suelo del dormitorio. Por su radiotransmisor preguntó si el disparo había producido algún movimiento entre los vecinos. Desde los cuatro automóviles el personal le respondió que no. Eran las ocho de la noche y todas las familias debían de estar frente al televisor, esperando que se calentara la comida para servirla en la mesa.

De a uno, sigilosamente, cubriendo las armas largas con sus sobretodos, otros tres hombres ingresaron en la casa. El resto se alejó de la zona en espera de nuevas órdenes.

—Bueno, muchachos, vamos a comer. —El comisario y su gente aprovecharon el guiso que estaba sobre el fuego y agregaron algunos trozos de carne que encontraron en la heladera, lavaron dos atados de lechuga, cortaron varias cebollas y condimentaron una ensalada. En la alacena encontraron un vino medio barato que distribuyeron en partes iguales. Al final de la comida alguien calentó café y conversaron sobre mujeres, carreras de caballos y novedades producidas en el Departamento Central.

—¿Por qué no le gusta el hipódromo, el casino, el escolazo en general? —preguntó el suboficial Marini.

—Porque eso es para los giles.

—Pero usted juega a los dados, al billar…

—Eso no es escolaso —terció Gómez.

—El billar me gusta, siempre jugué al billar —dijo Valtierra con el escarbadientes en la boca.

—¿Conoce el casino de Mar del Plata, comisario? —insistió Marini.

—Que no me guste jugar por dinero no quiere decir que sea un ignorante.

Valtierra se disgustó. No soportaba a los que se creían Gardel por el dudoso mérito de ir al casino y perder el sueldo. Se sentían ganadores porque tenían unas fichas en los bolsillos y no eran otra cosa que unos pelagatos. Había ido muchas veces al casino, siempre en busca de alguna cara, a la espera del que quisiera jugarse lo que había recaudado en el asalto bancario. Muchas veces permaneció sentado en la barra, en silencio, tomando whisky, paseando por las mesas y buscando rostros memorizados en fotografías policiales. Y se había detenido, curioso, frente a alguna vieja cargada de collares que tiraba fichas sobre el paño con el mismo desparpajo que usaría para tirarle las sobras del pollo a la sirvienta. En sus primeras visitas al casino se había equivocado al creer que esa gente era la flor y nata de la sociedad. No, eran los mismos que el domingo por la noche regresaban a Buenos Aires en un ómnibus de segunda clase, con la ilusión de que el domingo siguiente, con los pocos pesos juntados en la semana, se desquitarían de una suerte que esta vez no los había acompañado. Eran unos pelagatos que jugaban a la gran vida.

Los maleantes que él había buscado tenían, en cambio, los bolsillos llenos, y a Valtierra no le importaba que fuera producto de un asalto. Los veía llegar con la cartera repleta y alguna hembra conseguida a fuerza de mostrar billetes. Sabían vivir la vida, porque aunque fuera muy cortita, el recuerdo de esa noche de juerga, whisky importado y buenas mujeres los acompañaría durante los años siguientes en la celda de Devoto. Ellos vivían de ilusiones forjadas en noches de insomnio, noches monótonas y frías que se prolongaban hasta el fin de la condena, momento aguardado, imaginado con tanto anhelo que cuando salían en libertad lo hacían con ganas de vivir la vida, y al día siguiente planeaban el asalto salvador, el que los llevaría a gozar otra vez de las mujeres, el juego y las bebidas. Seis meses, un año de buena vida y otra vez al pozo para que todo se convirtiera en un recuerdo. Eso era mejor que dormir en la casilla de lata de una villa miseria o parecerse a esas viejas que vivían empeñando las joyas familiares en el Banco Municipal.

Por esa razón, cuando en alguna noche encontraba al que estaba buscando, lo dejaba jugar. Se ubicaba disimuladamente cerca de él y esperaba pacientemente a que el sujeto hiciera ostentación de fichas fuertes, luciéndose frente a la mujer que creía haber enganchado, por fin, al rey de Persia. Daba gusto verlo jugar con el dinero dulce obtenido a punta de pistola en algún banco del interior del país. Era su momento de gloria, la noche estelar que amortiguaba el tedio de los años pasados en la cárcel. Él no le iba a arruinar esos minutos de felicidad que le servirían para recordar durante los próximos años.

Luego lo dejaba salir hasta la calle, aspiraba el airecito fresco y salado de la noche, y ahí, en la misma rambla, le ponía la pistola en la cabeza: perdiste hermano, pero te llevás una buena postal en la cabeza.

Fue muchas veces al casino como para necesitar los consejos de este muchachito convencido de que era el astro de la noche porteña.

—¿Y vos, vas mucho al casino?

—Depende. Una vez por mes. Siempre gano —respondió Marini.

—Me imagino.

Valtierra se levantó y fue hasta el dormitorio. En el suelo, separados por la cama, estaban los dos cuerpos maniatados. Se acercó al hombre y le dijo:

—Yo sé que esta es tu mujer. Si no me decís a qué hora llegan tus otros compañeritos, los seis que estamos aquí nos cogemos a tu señora.

Miró el reloj y eran las diez.

—Son las diez de la noche, es muy temprano, tenés tiempo hasta las once. Una hora es suficiente para decidirte. Pensalo.

Ordenó que pasaran a los dos subversivos al comedor y que desnudaran a la chica. Le sacaron la venda al hombre, le mostraron a su mujer y volvieron a cubrir sus ojos.

—Ya sabés… está desnuda y nosotros estamos calientes.

Fue hasta el sillón y se sentó a leer el diario de la tarde. En la provincia de Córdoba un grupo extremista había asaltado un camión y repartido la leche que transportaba entre los habitantes de un barrio obrero. Le irritó que actuaran con tanta libertad.

—Aquí también vamos a repartir leche —dijo en voz alta, y volvió nuevamente a las noticias. El gobierno militar aseguraba que permanecería en el poder hasta 1998, que el país era objeto de una agresión exterior, que no habría contemplaciones con los terroristas. Si se quedan hasta el noventa y ocho estamos jodidos, pensó Valtierra y dio vuelta a la página para introducirse en la sección policiales.

Faltaban diez minutos para las once cuando le preguntó al prisionero si hablaría. Pero el mocoso no contestó. Organizó entonces un juego: distribuyó las cartas sobre la mesa y anunció que el que ganara el as de oros se cogería primero a la mujer.

Él declinó su participación. No necesitaba hacerlo. Era el jefe y no se humillaría bajándose los pantalones. Además, no era su estilo. Hubiera preferido golpearlo, usar corriente eléctrica, pegarle con una goma. Pero había organizado esa ratonera con la esperanza de agarrar a otros miembros de la banda y sabía que en estos casos el procedimiento indica que hay que quebrar la moral del extremista. No traía picana y no hubiera podido utilizarla en esa casa porque los vecinos se alertarían. Esta era una guerra en la que él no había pedido participar. Allí lo metieron y cumpliría con su cometido.

A su cabeza volvió el recuerdo de aquella madrugada en que había detenido a un violador callejero. Regresaba en su auto cuando observó un movimiento extraño en un terreno baldío de Avellaneda. Dejó el coche a una cuadra y regresó a pie con el arma en la mano. Se detuvo a pocos metros y permaneció en silencio hasta escuchar un gemido. Conocía esa clase de sonidos: alguien se quejaba con la boca tapada.

Cuerpo a tierra, reptando entre los arbustos, fue acercándose hasta que se topó, de golpe, con un sujeto que estaba violando a una mujer. Ella boca arriba y amordazada, las manos atadas atrás con una corbata y el desconocido que intentaba abrirle las piernas mientras susurraba obscenidades.

Se tiró sobre él y lo derribó sobre el barro, le golpeó con la pistola en la cara, en el pecho, y luego se puso de pie. Entonces le pateó la cabeza varias veces. Se detuvo cuando vio que estaba por matarlo.

Con dedicación, casi minuciosamente, le fracturó las dos piernas y los dos brazos. Quería darle una lección que recordara durante toda la vida. Ya que no permanecería mucho tiempo en la cárcel, por lo menos pasaría tres meses en el hospital y medio año sin caminar. Después, antes de violar a otra mujer lo pensaría dos veces.

Desató a la muchacha y la llevó en su coche hasta un bar, la lavó, le ofreció un coñac y la tranquilizó. Y luego, cuando lucía mejor aspecto, la dejó en su casa recomendándole que no anduviera sola durante la noche. Regresó por el violador, lo arrastró hasta el automóvil tomado por el pelo y lo introdujo en el baúl. Los gritos de dolor no lo conmovieron.

—Te quebraste, viejo, por cogedor te quebraste.

Lo entregó en la guardia de la policía de Avellaneda. Declaró que había intentado resistirse y fue necesario golpearlo. Que no tenía nada grave y podía esperar un médico hasta el día siguiente. En una celda oscura el violador chilló durante toda la noche.

La novena carta fue el as de oros y justo le tocó al oficial Marini, que sin duda era el que estaba más caliente. Quizá fuera cierto que tenía suerte en el juego. Se lo veía triunfador, radiante de felicidad mientras miraba a la extremista, bastante linda, de pechos redondos, no muy grandes pero bien parados. Las piernas largas y la piel bronceada en pleno invierno despertó la curiosidad de Valtierra, ¿en dónde tomaría sol la burguesita?

El oficial bajó sus pantalones y la penetró mientras otros dos le mantenían las piernas abiertas. Todo fue rápido y en dos minutos había terminado.

—Usted parece un adolescente —dijo Valtierra—. Acaba casi antes de empezar.

La lavaron y volvieron a penetrarla. En ese momento el marido se lanzó a llorar.

—Ah, llorás… Ahora llorás… ¿A cuántos mataste, hijo de puta?

De los seis, solo tres participaron en el juego. Ni el comisario ni dos de los muchachos quisieron continuar.

—La sacaste barata —le dijo a la rubia, y luego volvió sus ojos a Marini, sentado en el suelo, todavía jadeante.

—Ponete el sobretodo y subí a la terraza; montá guardia hasta que te avise.

—¡Llueve a cántaros! —balbuceó Marini, incrédulo ante la orden.

Valtierra se dio media vuelta y no contestó. Estaba disgustado. A los otros dos los envió al fondo de la casa, para custodiar el jardín.

—¿Alguien trajo dados?

—Siempre traigo dados, comisario.

Se sentaron los tres en la mesa y organizaron una generala.

—¿Me permite que le diga una cosa, comisario?

—Si es por los que mandé afuera, no.

Durante un rato jugaron en silencio.