Un samurái de cartón en vísperas de la lucha. Miró su cuerpo entero en el espejo del cuarto y en vez del fiero combatiente vio una figura chaplinesca condenada al día siguiente a enfrentarse con poderosos ejércitos. Ensayó nuevamente, y esta vez se sintió más satisfecho. Sonrió, y el rubor que siempre lo traicionaba cubrió su rostro con una intensidad que era incapaz de controlar. No podía evitar cierto sentimiento de vergüenza. Se sentía observado y hubiera deseado encontrarse solo, alejado de esa mirada experta que dirigía sus movimientos.
Desde chico se había sentido incómodo en su propio cuerpo. Demasiado delgado, demasiado alto, con los hombros desgarbados y estrechos que le otorgaban el aspecto de un álamo carolina en días de viento. Se miró los ojos y los encontró, como de costumbre, saltones y exageradamente celestes. Jamás podría disimular ese pelo rubio y alborotado que le cubría las orejas como a un paje de la Edad Media. Ese, con pinta de alemancito; el suequito. Siempre se refirieron a él como si fuera europeo: el Inglesito. Y probablemente no se habría sentido molesto de no haber sido por el infamante diminutivo con que todos daban cuenta de su rostro aniñado, blanco y lampiño.
Se irguió un poco para enfrentar la incipiente escoliosis y abrió su saco con un gesto rápido. Pero la mano se enredó con torpeza y no logró su cometido.
Tenía puesto un traje de color claro que, como todos, le quedaba corto de mangas y demasiado ancho en los hombros. No era fácil conseguir la ropa adecuada para vestir esa larga figura. Tiempo atrás, cuando corrían los años de adolescencia, su padre lo había llevado al sastre de la familia, el mismo sastre que había vestido a una generación completa de abogados exigentes de su prestancia. Con paciencia, mientras los hombres conversaban acerca de las corrientes internas que lucharían encarnizadas en el próximo congreso partidario, el lienzo tomaba forma y se cargaba de alfileres y trazos de tiza. Esos trajes, poco usados, ocultaban discretamente los defectos y otorgaban la necesaria elegancia que requería el hijo del doctor. Hábitos de pequeño burgués, habían dicho sus compañeros de facultad cuando lo sorprendieron, en muy pocas ocasiones, vistiendo casimires que serían lucidos, únicamente, en compromisos familiares.
Pero a partir de la ruptura se acabaron esos lujos y ahora usaba la ropa que tuviera a mano o que le prestaran sus compañeros. Y este traje, el que ahora mostraba frente al espejo, había llegado cuidadosamente doblado en el paquete entregado por Berta, que contenía, además, una pistola de nueve milímetros y tres cargadores con sus correspondientes proyectiles. Primero se probó la ropa, convencido de que le quedaría mal, pero el espejo le devolvió una imagen que por lo menos pasaría desapercibida cuando circulara mañana por la calle. Luego, consciente de la mirada de Roberto, que no perdía detalle alguno, controló el mecanismo del arma y el estado de los proyectiles.
—Nunca hubiera imaginado que conocieras las armas. Tenés el aspecto de una persona pacífica que no se interesa por estas cosas.
—Soy pacífico —respondió sonriente—. Pero a mi padre le gusta cazar. En Córdoba, los fines de semana, nos íbamos al monte con carabinas y escopetas. A veces él cerraba el estudio los miércoles por la tarde y viajábamos en auto hasta Santiago del Estero, donde todavía se encontraban gatos monteses. Nos quedábamos hasta el domingo y volvíamos a la madrugada. Allí aprendí a tirar.
—Eso está muy bien —dijo en un tono de voz autorizado—. Porque hay algunos compañeros marmotas que no saben cómo se agarra una pistola.
—Hay que enseñarles.
—Sí, es cierto. Pero algunos no aprenden jamás. Dediqué muchos fines de semana a dar instrucción a los que ingresan al partido y te puedo asegurar que son un desastre.
Roberto hablaba con el desprecio del general que recibió una mala partida de conscriptos. El Inglesito levantó la vista y se preguntó qué pensaría de los que como él se sentían incómodos en todo este asunto de la guerra. De manos grandes y cuerpo robusto, Roberto era un arquetipo del hombre de acción. Seguro de su fuerza, un poco torpe, era la encarnación de músculos y audacia; toda su postura lo delataba como ejemplo de soldado. Más de un compañero lo había confundido, en el momento de entrar en un bar, con el policía que busca rostros sospechosos entre las mesas. Y a pesar de no conocer su verdadero nombre, ni sus antiguas actividades, si es que las había tenido, al Inglesito le resultaba familiar porque había tratado a varios compañeros como él. Blanco o negro, así era el pensamiento de algunos camaradas que creían que el mundo se dividía entre buenos y malos. La belleza, para los burgueses; la simpleza, para los proletarios, que son intuitivos y nunca se equivocan. Durante las manifestaciones estudiantiles los había observado cuando integraban los grupos de choque, caminando con rostros adustos, aguardando impacientes a que la derecha fascista se atreviera a entrar en escena con sus cachiporras. Lo que más les gustaba de la política era la acción, ese momento crucial en que las cosas se definen a las trompadas o a los tiros. También los estudió en asambleas sindicales o universitarias, cuando el calor de las discusiones comenzaba a transpirar las caras agitadas de los oradores. Los había visto ávidos de combate, frenando sus deseos de arremeter contra los otros mientras elevaban sus puños cargados de bronca.
En algunas ocasiones, cuando el desarrollo del debate era favorable, él había tratado de calmarlos, de hacerles entender que la asamblea estaba ganada, que había votos suficientes, que si peleaban estarían políticamente perdidos. Y aunque su cuerpo no lo ayudara, siempre supo imponer su voz, hablando lentamente, haciendo pausas, buscando las palabras precisas que no convencerían a sus enemigos pero detendrían, momentáneamente, los golpes que sus aliados anhelaban.
El Inglesito se miró en el espejo y ensayó una vez más. El resultado fue mediocre y tuvo ganas de terminar con esa farsa que lo avergonzaba. Roberto estaba recostado sobre la cama y lo miraba con cierta conmiseración fastidiosa aunque comprensiva. Se había quitado el saco y la camisa le apretaba el corpachón que se encaminaba hacia una prematura obesidad.
—¿Realmente esto sirve para algo? —dijo el Inglesito.
—Claro que sí. Si se convierte en un acto reflejo te puede salvar la vida.
—Me parece que nunca lo voy a aprender… mi mano se traba.
Dejó el arma sobre la mesa y fue a la cocina a preparar café. Desde allí escuchó la voz de Roberto.
—Aunque te parezca ridículo hay que practicar como un cowboy hasta que el arma salga en un solo gesto y velozmente. Tiene que convertirse en un acto reflejo, especialmente cuando uno anda solo por la calle y te sorprende un control policial. Ese reflejo te puede salvar la vida.
Le encantaba hablar de esas cosas. Era su tema preferido. El Inglesito regresó con las tazas de café y le observó mientras se acercaba a la cama. Roberto parecía haber nacido con el arma integrada en su cuerpo como si fuera una costilla más. Su mayor deleite consistía, y él lo había comprobado en muchas reuniones, en desarmar y volver a armar pistolas como si fueran complicados rompecabezas. Y en cada ejercicio trataba de romper el récord de velocidad que segundos antes ya había roto.
—O por lo menos evitar que me agarren vivo —concedió el Inglesito.
—No debería contártelo… —insistió—, pero una vez dos policías de civil a los que no les gustó mi cara intentaron detenerme. Y ese acto reflejo me salvó: extraje el arma y disparé antes de que tuvieran tiempo de mover una mano.
Escuchó con interés. No estaba mintiendo, era incapaz de hacerlo. Sabía que Roberto había estado en situaciones críticas y que ya no recordaba la cantidad de acciones en las que participó. Pero nunca había oído el relato de ninguna de ellas.
—¿Murieron? —preguntó, indeciso y avergonzado.
Roberto rio.
—No. Le di en la pierna a uno de ellos y el otro se zambulló en un zaguán. Yo corrí hasta la esquina antes de escuchar el balazo de respuesta… ¡y me escapé!
El Inglesito lo miró con una admiración que no se atrevía a confesarse. Después de todo, le hubiera gustado ser como él. O mejor dicho, le hubiera gustado poseer esa experiencia pero sin perder su propia identidad, su manera de pensar, su recelo a la violencia. Se preguntó si era posible. Mañana Roberto iría animado por su voluntad de combate, su decisión temeraria frente al peligro. Y en cambio él temblaría de miedo tal como había comenzado a temblar desde el momento en que le comunicaron que realizaría su primera acción militar.
Una semana antes, Berta lo separó de los compañeros al terminar una reunión y le dijo que necesitaba conversar con él. Se sentaron en la cocina. Ella cerró la puerta para que nadie pudiera escuchar y comenzó a preparar café mientras hablaba. Su rostro estaba serio y evidenciaba que le iba a comunicar una noticia trascendental.
—La semana próxima haremos una operación militar muy importante. Va a tener gran repercusión, no solo nacional, sino también en el exterior. Y yo propuse que vos fueras uno de los participantes.
—¿De qué se trata?
—Bueno… primero necesito saber si estás en condiciones, quiero decir, si estás preparado. Porque, en realidad, ya hace un par de años que estás en esto y todavía no entraste en acción.
—Estuve en otras áreas. Y además nunca me propusieron.
—Ya lo sé, pero también podría deducirse que si los compañeros no te han propuesto es porque vos no parecés muy interesado en las tareas militares.
—Si soy miembro de una organización político-militar es porque creo que esta es una etapa militar.
—No te enojes. Solamente estoy diciendo que no tenés mucha disposición. No creas que es una crítica. Es natural, hay compañeros que tienen más aptitudes militares que otros, así como hay compañeros que por su práctica tienen más formación política. Lo que debemos hacer es resolver poco a poco ese desequilibrio.
—Por supuesto que voy a participar —dijo mientras retiraba las manos de la mesa y las colocaba sobre su falda, convencido de que comenzarían a transpirar.
—Muy bien. Entonces mañana vas a venir a una reunión en donde estaremos los que hemos planificado la operación.
Hubo silencio. Ella bebió de su taza y no dijo más.
—¿Y ahora? —preguntó casi con temor—. ¿Puedo saber de qué se trata?
Berta le dio la espalda, esperó unos minutos mientras lavaba su taza en la pileta de la cocina, y giró hasta enfrentarlo.
—Sí. Vamos a ejecutar a un personaje nefasto. Es un torturador muy conocido que ha matado a varios de nuestros compañeros. Se ensaña con la picana, disfruta asesinando. Mañana, en la reunión, sabrás cómo se llama.
A pesar de todo el esfuerzo por evitarlo, sintió que el rubor comenzaba a subir desde su cuello, le enrojecía las mejillas y la frente y luego se ampliaba como una mancha húmeda y caliente hasta desparramarse sobre sus orejas. Trató de hacer un gesto de aprobación y se convenció de que lo único que había logrado era una mueca.
La voz salió aguda, desabrida:
—Tengo buena puntería. Fui cazador.
—No te preocupes, de todos modos vamos a ser varios los que disparemos.