—Allí está el camión —dijo el chofer.
—Paremos a mitad de cuadra. Avisen a los demás de que no se detengan. Que den vueltas y esperen mis órdenes.
Valtierra bajó y fue caminando hasta el vehículo gris estacionado en una esquina. Subió a la cabina y allí encontró al técnico del radiogoniómetro. Este extendió un mapa de la ciudad y prendió un cigarrillo.
—El transmisor debe de estar en alguna de estas dos manzanas. No hay posibilidad de error. Podría haberlo detectado con mayor precisión, pero preferí no acercarme para evitar sospechas.
—Hizo bien.
—Por el tipo de emisión y el alcance que tiene, debe de ser una antena bastante grande… no sé cómo la habrán disimulado, pero seguro que es grande.
—¿Están transmitiendo ahora?
—No, ahora no. Lo hacen cada dos horas y las emisiones nunca se prolongan por más de cuatro minutos. Por eso nos costó bastante llegar hasta aquí. Saben que cuanto más tiempo transmitan nuestras posibilidades de detectarlos son más fáciles.
Valtierra se inclinó sobre el plano y observó cuidadosamente las calles que circundaban el lugar. Conocía el barrio perfectamente. Eran muchas las ocasiones en que había buscado delincuentes que alquilaban pequeños chalets por la zona para pasar desapercibidos. El que más trabajo le había costado era un miembro de la banda de Villarino, a quien buscó todos los días durante un largo mes de otoño. Sabía que estaba instalado dentro de ese perímetro y lo vigiló hasta encontrarlo en una mañana soleada en que el delincuente cometió el error de salir a la calle para hacer las compras. Cargado con la bolsa que contenía verduras, carne y una botella de vino, no tuvo tiempo de sacar su arma ni de llegar a su casa. Ahora llevaba varios años blanqueándose en una celda de la cárcel de Villa Devoto.
—Bueno, puede regresar al Departamento.
—¿No me necesitará, comisario?
—No, muchas gracias. Tengo todo el personal necesario.
Bajó del camión y se dirigió hacia el auto, estacionado a cien metros, en donde lo esperaban sus subordinados. En el trayecto se detuvo y compró cinco paquetes de cigarrillos en el quiosco que atendía un viejo.
—Hace frío, abuelo.
—Ah… míreme los sabañones…
—¿Por qué no cierra el negocio y se va a calentarse el cuerpo?
—Si no trabajo… ¿quién me alimenta?
No respondió. Dio media vuelta y caminó hacia el coche. País de mierda.
—¿Adónde vamos? —preguntó el chofer mientras ponía el motor en marcha.
—A ningún lado. Ustedes me van a esperar aquí mientras yo doy unas vueltas por el lugar y trato de encontrar la antena.
—¿Es cerca?
—El lugar que debo encontrar está a unas diez cuadras.
—Entonces lo acercamos.
El comisario giró la cabeza, miró a sus acompañantes de arriba abajo y sonrió.
—No, con esa cara de botones hasta los chicos del barrio se van a dar cuenta de que llegó la cana. Voy a ir a pie y ustedes me esperarán hasta que regrese. Allí hay tres bares, distribúyanse y traten de no llamar la atención, aunque me parece que eso es imposible.
Sin apurar el paso, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y la solapa del saco levantada, Valtierra se alejó de la avenida del Trabajo para internarse en un barrio de casas bajas, algunas con el techo pintado de rojo, otras, más elegantes, con fachada de mármol veteado y ventanas de hierro labrado. En los pequeños jardines que daban a la calle había enanitos de cemento de barba blanca con gorros colorados y amarillos; eran los gnomos preferidos por los vecinos, que confiaban en la buena suerte que esas pequeñas estatuas derramarían sobre sus hogares. Su presencia sobre el pasto del frente ahuyentaba enfermedades, penurias económicas y falta de trabajo.
Miró el reloj: las cinco de la tarde. Apenas quedaban dos horas de la luz de invierno. Afortunadamente la lluvia había cesado, aunque las nubes seguían bajas y negras, y el frío que apretaba a medida que se acercaba la noche despoblaba las calles y las dejaba húmedas y solitarias.
Podría haber ido con el auto, pero siempre le había gustado caminar. Prefería el aislamiento de esta ciudad durante el invierno. Había recorrido Floresta, su barrio, paso a paso en muchas tardes ventosas y sin colores. Los días de franco, con las solapas levantadas para detener el aire helado y con la mente sin rumbo fijo, caminaba. Le gustaba caminar y detenerse para prender un cigarrillo de tanto en tanto. Hacía un alto en los bares poblados de hombres, llegaba hasta el mostrador y pedía un whisky. En algunas ocasiones se sentaba a una mesa y se dejaba estar. Aprovechaba el guante para abrir un agujero en la humedad que empañaba los vidrios y observaba así las calles desiertas. Se reconfortaba con el alcohol que llegaba a su estómago, que acompañaba con un café que lo animaría a otro trago.
Y luego salía nuevamente al frío para seguir recorriendo el barrio que había adoptado como su territorio. El silencio y el vacío de las calles secundarias formaban parte de su propia personalidad. Mientras caminaba podía pensar, aunque no tenía una gran disposición para el pensamiento. A veces lo hacía. Pero lo agradable consistía en dejarse llevar por sus piernas acostumbradas a deambular sin rumbo. Caminaba con el cerebro en blanco, libre de todo asedio externo que pudiera perturbarlo. Simplemente se dejaba ir.
En esas ocasiones no se sentía solo. Su intuición le indicaba que los hombres necesitan estar con su propio cuerpo. Si algo lindo tiene esta ciudad, pensó Valtierra mientras se acercaba a la calle Remedios, eran esos días de frío intenso que empujaban a caminar por barrios deshabitados. Ciudad gris, se quejaban algunos; si lo mejor que tenía era ese color desteñido que el invierno se encargaba de ostentar.
Esta soledad le gustaba, la practicaba con esmero porque era suya, le pertenecía exclusivamente a él y nadie sabía de su existencia. Salvo una mujer, Dorita, la persona que más cerca estuvo de descubrir su secreto.
—Vos estás en penitencia —había dicho una tarde.
—¿Cómo en penitencia?
—Parece que te hubieras obligado a estar solo toda la vida. Sin mujer, sin hijos, con esos amigos que apenas sirven para una noche de juerga.
—Son buenos amigos.
—Buenos y pasajeros.
Pasajeros. Valtierra sonreía ante la observación. ¿Acaso había algo que no lo fuera? Los amigos, la ciudad, este noviazgo. Hasta la propia vieja era pasajera. Un día de estos se iba a morir y con esa muerte llegaría una soledad a la que sí temía: una soledad de infortunio y tristeza. Pero la penitencia a la que se refería Dorita, y que ella nunca podría entender, era placentera. Era la penitencia de levantarse un poco más tarde los domingos y tomar mate mientras escuchaba la radio; ir a comprar el diario a la esquina y conversar con el dueño del puesto que invariablemente le soplaría algunos chismes del barrio, de los maridos que golpeaban a sus esposas, de los chicos que andaban con marihuana, del intento de suicidio de un muchacho depresivo, y de los movimientos sospechosos de individuos que merodeaban por el barrio y que no estaría de más investigar.
Era una penitencia agradable: jugar una partida de billar con alguno de los muchachos, beber una mariposa, leer el diario frente a un café y luego ir a buscar el auto para llegar a casa de la vieja antes de las doce del mediodía.
Le había gustado la palabra «penitencia», porque de alguna manera el que vive solo es un penitente. Y todo depende de que le guste o no esa vida de silencio.
Llegó hasta la calle Remedios y se detuvo en la esquina. Ni un alma se atrevía a salir a la puerta. Dobló y caminó lentamente, mirando techos y terrazas. Un taxista medio perdido aminoró la marcha de su vehículo con la esperanza de salvar la tarde con el único cliente visible. Desalentado, aceleró convencido de que era preferible volver a casa y meterse en la cama con su mujer.
Valtierra dio una primera vuelta a las dos manzanas y luego decidió que lo haría en sentido contrario. Seguramente se le había escapado algún detalle. Porque aunque estuviera disimulada, esa antena debía de asomar y no tardaría en encontrarla.
Recordó la paciencia del primer procedimiento en el que participó. Una semana completa vigilando una casa sospechosa. Finalmente decidió asaltarla durante la noche cuando comprobó que estaban en plena reunión. El enfrentamiento fue tan grande que los vecinos quedaron aterrados. Pasaban las horas y los de adentro, caprichosos, no se rendían. Tiraban granadas caseras que caían cerca y producían corridas, pero que pocas veces estallaban.
En aquella madrugada el comisario rodeó la casa y con un grupo de muchachos de confianza saltó a la terraza y desde allí lanzaron granadas del ejército. De los cinco solamente pudieron agarrar a uno vivo, un chico de veinte años que intentó escapar por el fondo y cayó en la trampa. Los cuatro restantes, dos mujeres y dos hombres, murieron en el combate.
Ese había sido el primero.
Después de su viaje a Centroamérica había dado instrucción, organizado los grupos, dibujado cuadros sinópticos y asesorado a Inteligencia, pero ese había sido el primer combate que tuvo con estos muchachos y el primer prisionero que tomó. Reunió a todos los cadetes, como él los llamaba, y durante diez días les mostró cómo se hacía un interrogatorio.
Por fin el chico cantó una pista, una sola, antes de un paro cardíaco que el médico no pudo evitar. El dato consistía en un bar ubicado en la avenida Córdoba, a pocos metros de Callao, donde una vez por semana se reunían dos jefecitos del grupo. Como desconocía el día exacto, ordenó una vigilancia permanente durante un mes. A los treinta días solo se habían repetido cuatro caras y de ellas descartó a dos viejos que tomaban el té los viernes por la tarde. Los dos restantes eran muchachos con rostros de universitarios que llegaban, conversaban media hora y se iban cada uno por su lado.
Dispuso dos equipos para que los siguieran y el primer día uno de ellos advirtió la presencia policial y escapó. El otro, en cambio, fue a su casa. Antes de que sus compañeros le avisaran allanaron el departamento y encontraron una ametralladora que no alcanzó a usar y que había pertenecido a un agente asesinado.
Pero la pista se cortó ahí porque el chico no quiso hablar. Era resistente y no lograron arrancarle ni una palabra. Con paciencia y dedicación lo interrogaron durante un mes, y esta vez con cuidado para evitar accidentes. Pero no hubo caso. Decidieron curarle las señales del cuerpo, alimentarlo para que no se viera tan flaco y organizar un tiroteo.
Valtierra se detuvo en la calle y encendió un cigarrillo. Las seis menos cuarto. Ya había dado cuatro vueltas y temía despertar sospechas. Si tenían a alguien de guardia corría el riesgo de que lo vieran y se le escaparan de las manos. Dudó si suspender el operativo y regresar al día siguiente, pero finalmente arriesgó una última recorrida tratando de observar aquellos detalles que hasta ese momento había desechado. La luz era cada vez más escasa y en pocos minutos más caería la noche.
Estaba irritado.
Desde el momento del traslado sentía que toda su vida había sido perturbada. Cumplía el deber con la misma buena disposición de siempre, pero no le gustaba ese asunto. Jamás se había metido en política ni le interesaba si gobernaban civiles o militares. Lo importante era trabajar y hacerlo bien. Pero a partir del cambio tenía que ocuparse de la política, conocer los nombres de los ministros, leer las declaraciones de los opositores, averiguar si alguno apoyaba a estos muchachos alocados. Todas esas cosas le enojaban.
Al doblar una de las esquinas se aceleró su pulso, aunque no se alteró su rostro. Allí estaba, la había encontrado. La antena se dejaba ver apenas unos centímetros por encima del pino, disimulada entre las ramas que aún conservaban el color verde a pesar de la helada nocturna. El árbol se elevaba en los fondos de un chalet cuyo frente estaba pintado de blanco y al que se llegaba atravesando un pequeño jardín que daba a la calle. Las dos ventanas lucían cortinas azules que impedían mirar hacia adentro. Había luz en la casa.
Sin duda era un buen trabajo. Eligieron esa vivienda por el pino y quién sabe cuánto tiempo vivieron allí hasta acostumbrar a los vecinos a su presencia. Aunque las transmisiones hubieran comenzado a realizarse apenas dos meses atrás, era muy probable que los habitantes de la casa la hubieran comprado con un año de anticipación. Para algunas cosas eran muy pacientes, y sabían disimularse entre la gente del barrio.
Pasó frente a ella sin desviar la vista y caminó, ahora con paso más rápido, las diez cuadras que lo separaban de los bares donde estaban sus muchachos. Ahora sí.
Ahora estaban perdidos.