Desde el traslado de Córdoba a Buenos Aires, el Inglesito vivía solo en un departamento que le habían asignado provisoriamente. Ubicado en el barrio de Barracas, a pocas cuadras del Riachuelo, cuando el viento soplaba desde el sur el aire se impregnaba del dulzón olor a sopa. Un segundo piso al que se accedía por escalera, dos pequeños ambientes, una diminuta cocina y un baño en el que apenas cabía parado eran refugio suficiente para sus necesidades. Desde Córdoba había traído unos pocos libros, su ropa y nada más. Las fotos familiares, los afiches que poblaban su habitación, los cuadernos de la facultad, todo había quedado en su casa paterna. Ni libreta de direcciones, ni cartas, nada que pudiera identificarlo. Ni siquiera los discos de rock.
Su departamento daba al pulmón de manzana y desde la ventana de su dormitorio veía los árboles de un vecino y, a lo lejos, las chimeneas de algunas fábricas. Zona populosa, de casas bajas y calles empedradas, Barracas todavía conservaba el estilo del barrio poblado por inmigrantes. Le sorprendían los antiguos conventillos habitados por numerosas familias, los restos de algunas bibliotecas populares dirigidas por nostálgicos anarquistas, las numerosas imprentas y los trabajadores gráficos que no se separaban de sus botellas de leche. Había observado desde afuera, a través de las ventanas, los bares con mesas marrones, mostradores marrones y parroquianos de aspecto amarronado que bebían café junto con una copa de ginebra.
El cambio desde su barrio cordobés a este sitio había sido brusco. La casona paterna de dos plantas, ubicada en una zona residencial, silenciosa y poblada de luciérnagas durante las noches de verano, pertenecía a otro mundo, un mundo completamente ajeno al que pertenecía ahora. Pero no se quejaba. Barracas le recordaba viejas lecturas en donde los obreros marchaban por las calles para reivindicar sus derechos sociales. Y ahora que vivía allí, en el corazón de una barriada obrera, se sentía un protagonista de aquellas jornadas. Aunque injertado, claro. No se engañaba. Un pequeño burgués caído desde el cielo en paracaídas y depositado en un departamentito modesto, humilde, en el que se escuchaban las peleas de los vecinos, las quejas de las amas de casa y los televisores encendidos durante todo el día. Sonidos novedosos a los que no estaba acostumbrado en su hogar familiar de Alta Córdoba.
El traslado fue decidido por la dirección provincial, que temía que la exposición del Inglesito en asambleas estudiantiles, marchas callejeras, declaraciones y debates públicos pudiera terminar en un secuestro o asesinato. Contribuía, también, la nueva situación familiar después de la ruptura con su padre, un hombre reconocido en los pasillos de Tribunales y con cierta vida pública luego de las candidaturas, siempre frustradas, a diputado provincial en una oportunidad, y diputado nacional más tarde.
Mantener al Inglesito en Córdoba, afirmaban, implicaba riesgos que el partido no deseaba asumir. La decisión no fue sencilla y provocó una dura disputa interna. Los que sostenían que no tenía sentido abandonar un frente tan importante como el estudiantil se negaron rotundamente al traslado. Argumentaban que él se había ganado la dirección del centro y que su partida desarmaría todo el ámbito conquistado en los dos últimos años. Los riesgos, decían, eran los mismos que corría cualquier compañero que actuara en la superficie; bastaba tomar las medidas de seguridad necesarias para garantizar su integridad física. Una vivienda segura y dos militantes que acompañaran a sol y sombra al Inglesito serían suficientes para desanimar cualquier intento de los grupos fascistas y parapoliciales.
Pero fue ese sector el que perdió la votación en la dirección. Y triunfó la línea dura que ansiaba, además, un recambio táctico en el ámbito de la universidad. Si bien reconocido como dirigente, leal militante y buen compañero, el Inglesito no siempre transmitía a las bases las decisiones elaboradas en la dirección partidaria, tal como era de esperar. Nadie habría podido reprocharle nada, porque los resultados estaban a la vista. La adhesión estudiantil era importante, el periódico se distribuía regularmente, el reclutamiento de nuevos miembros se manifestaba en la cantidad de estudiantes que solicitaban su ingreso al partido. Todo estaba muy bien. Pero cierta actitud, que a veces se expresaba en el uso de un lenguaje diferente del establecido, ciertos gestos de excesiva independencia de las órdenes emitidas, crearon un pequeño resquemor, ni siquiera desconfianza, apenas un recelo que se mantenía en silencio porque no había suficientes argumentos que pudieran sustentarlo.
Alguien, o algunos, maliciaban que de seguir tomando vuelo en su papel de dirigente, en algún momento, en un futuro mediato, ese liderazgo podría llegar a estimular una fracción que cuestionaría la línea oficial. Además, el Inglesito nunca había participado en una operación militar y menos podría hacerlo en Córdoba, donde su rostro era conocido en casi todos los ámbitos. Mientras otros camaradas empuñaban las armas y arriesgaban su vida en acciones militares, él permanecía cómodo en la actuación pública.
Todo esto se decía en voz baja y en estrechos círculos, forzando el argumento y produciendo, en quien lo afirmaba, cierta desazón interior. Como si al expresarlo, aun en un susurro, estuviera traicionando al Inglesito, conocido por todos como un compañero inclaudicable dedicado íntegramente a la militancia.
Desde la llegada a Buenos Aires, sus hábitos habían cambiado bruscamente. La vida en soledad era un descubrimiento que tenía muchas ventajas, pero que también se hacía sentir emocionalmente. Y en la práctica diaria, porque ahora debía lavar sus camisas, la ropa interior, los pañuelos que pegaba empapados en los mosaicos del baño para evitar el planchado, los pantalones que se resistían a que la raya fuera derecha y pareja. Todo era una novedad que iba descubriendo día tras día. En la cocina se las arreglaba con bifes de costilla, alguna ensalada, huevos fritos o revueltos. Pocas veces comía en restaurantes, lujo que debía restringir porque la asignación mensual que se le había fijado apenas alcanzaba para llegar a fin de mes.
Durante las primeras semanas, cuando tenía tiempo libre, recorría las librerías de la avenida Corrientes, se metía en un cine de arte y aprovechaba para visitar museos que nunca había conocido. También paseaba por su nuevo barrio, especialmente por las riberas del Riachuelo, en donde podía encontrar todo aquello que había leído en los libros. Los puentes, tantas veces alzados para impedir el paso de los trabajadores que se manifestaban hacia Buenos Aires; los barcos con nombres que evocaban ciudades italianas, españolas o rusas; los astilleros en donde se reparaban gigantescas naves que pronto volverían al mar luego de atravesar la desembocadura al Río de la Plata.
Los galpones donde se herrumbraban hélices y anclas, y las viviendas de madera y lata donde se amontonaban todavía familias que parecían surgidas de un libro de historia del siglo XIX lo detenían a cada instante, dejando en su rostro un gesto de asombro. No podía dejar de comparar las aguas sucias, inmóviles, del Riachuelo, del que emergían algunos barcos pesqueros semihundidos, con las pinturas que habían retratado un puerto pujante, con obreros que cargaban bolsas hacia gigantescos buques que llevaban el trigo a otras tierras. Esos pesqueros que asomaban su proa desde la profundidad oscura y metálica del Riachuelo se le figuraban los restos de un país que había sido y ya no era. Los hierros oxidados, se decía, eran las migajas de una nación que arañó el escaño de un imperio y que se derrumbó ante la indiferencia del mundo. Buenos Aires era una ciudad que parecía sólida, pero que en los extramuros mostraba un rostro que muchos de sus habitantes todavía ignoraban.
En dos ocasiones había cruzado hasta la isla Maciel en un bote a remo conducido por un hombre, avejentado por el sol, que cobraba pocas monedas por el viaje. Y allí encontró una escenografía todavía más nostálgica, un paisaje que parecía no haber cambiado desde cien años atrás. Inmutables, las calles empedradas mostraban a sus lados casas de hojalata que no estaban pintadas para el turismo y conservaban los mismos colores grises del siglo XIX. Desde su interior salía un olor ácido y húmedo semejante al que despide la basura cuando entra en descomposición. Chicos que jugaban en la vereda con los mocos pegados en sus caras, mujeres jóvenes que lucían vientres hinchados, ancianos con la mirada perdida, jóvenes sin trabajo, ese era el extramuro, el que pocos conocían, o que preferían no conocer. El Inglesito imaginaba el cambio sustancial de vida que se produciría en esos seres abandonados por el capitalismo, cuando lograran transformar el sistema y darle a ellos lo que les correspondía por derecho propio, por el sencillo acto de haber nacido. La indignación por la injusticia social no era un producto adquirido a través de sus lecturas, siempre abundantes y variadas, sino también por la violencia interior que le producía comprobar que la vida de la gente era empujada a su máxima degradación. Marx le había servido para darle un marco teórico a la necesidad del cambio, pero su rebeldía frente a la pobreza estaba alejada de los textos y muy cerca de las villas miseria, de los desocupados o de los trabajadores mal pagos.
Cuando caminaba por esos sitios reafirmaba su voluntad revolucionaria y su conciencia, sentía crecer el odio de clase, como le llamaba, sabiendo que él pertenecía a una diferente, acomodada, privilegiada clase social. Y ese beneficio que muchas veces le avergonzaba, le obligaba a recordar su condición de revolucionario, que si bien no otorgaba disculpas, le proveía de cierto alivio personal.
Salvo Roberto, nadie conocía su dirección. Así se había establecido como medida de seguridad. Además, le habían comunicado que probablemente muy pronto lo trasladarían a otro barrio para que conviviera con compañeros. Estar solo en Buenos Aires podía llegar a ser deprimente, porque salvo a los compañeros del Comité Político de Capital, no conocía a nadie en la ciudad. Y si bien el trato con ellos era armonioso y solidario, las relaciones se terminaban cuando finalizaban las reuniones. Cada uno a su tarea, cada uno a su casa, hasta el próximo encuentro.
La que se había acercado a él con aire maternal, y ese don de saber escuchar a los demás, era Berta. Apenas presentados ella se interesó por su situación personal. Preguntó si estaba cómodo en su nueva vivienda, si necesitaba algo, le indicó los lugares a los que no debía concurrir porque estaban vigilados por la policía, fueran bares o restaurantes, cines o librerías. Le sugirió que vistiera bien y que no llevara el pelo muy largo, que tuviera cuidado con los controles que la policía realizaba imprevistamente en las calles. Prometió que en poco tiempo conocería a otros compañeros y compañeras con los que además de las relaciones políticas podría establecer una amistad más profunda, respetando siempre las reglas de la compartimentación y el secreto.
Berta trató de hacerle más llevadera la vida en Buenos Aires, sin que ese acercamiento pudiera confundir la relación entre ambos. Ella era miembro de la dirección y él un subordinado. Su posición en Córdoba como dirigente estudiantil quedaba en suspenso hasta que se decidiera otra cosa. Mientras tanto, se le daba un puesto de responsabilidad en el Comité Político de Capital, ámbito en el que podía discutir de política, elaborar estrategias, participar activamente en las decisiones que se tomaran.
La distancia que Berta imponía entre ella y el resto de sus compañeros debía de tener, suponía el Inglesito, relación con su figura atractiva, fácil de entusiasmar a cualquier hombre. Aunque siempre cuidadosa en su vestimenta, podía lucir cualquier prenda con la seguridad de que se vería elegante y linda. Quizá ese fuese el motivo por el que a través de su mirada, de cada uno de sus gestos, establecía las reglas del juego con los varones: cada uno en su sitio era el mensaje que despedían sus ojos, hermosamente negros y ciertamente severos.
Una vez por semana se encontraba con Berta y ella le transmitía las novedades que llegaban de Córdoba, la situación del frente obrero y los avances de los delegados del partido. También le contaba algunos chismes del centro de estudiantes y las disputas que se habían producido luego de su retirada. Afortunadamente, en las elecciones recientes habían logrado colocar a varios compañeros que, si bien no tenían suficiente experiencia, se defendían razonablemente bien de las embestidas de los reformistas, ansiosos por adueñarse del centro estudiantil. La represión se estaba acentuando considerablemente y, decía Berta, había sido una sabia decisión trasladarlo a Buenos Aires. El aire enrarecido que se estaba respirando en Córdoba pronosticaba malos tiempos en un futuro bastante próximo.
Él la escuchaba hablar y luego intervenía para proponer nuevas estrategias en la universidad. Advertía cierta ingenuidad en los planteos de Berta y trataba de corregir el rumbo que estaba tomando la política universitaria luego de su alejamiento. Creía ver que los jóvenes dirigentes que lo estaban reemplazando no acertaban el camino que debían seguir. A veces se inquietaba por temor a que todo lo que se había construido se derrumbara con el consiguiente desánimo para los nuevos dirigentes.
Berta le aseguraba que no, que finalmente se lograría imponer la línea correcta y que no debía preocuparse: en Córdoba se avanzaba rápidamente hacia la conformación de un frente de lucha obrero estudiantil que lograría modificar radicalmente la distancia que desde siempre separaba a los trabajadores de los universitarios.
En esas ocasiones el Inglesito extrañaba su lugar de origen. Después de todo, se había criado allí, conocía la universidad como la palma de su mano, se tuteaba con algunos dirigentes obreros clasistas, y no se sentía un extranjero como en Buenos Aires. Todo lo que se había construido en Córdoba en las aulas universitarias era su obra, y ahora se sentía un poco marginado en esta ciudad tan grande y tan impersonal. Esas reflexiones no las transmitía a Berta porque sabía que de todos modos no habría marcha atrás. Estaba en Buenos Aires y aquí permanecería el tiempo que fuera necesario.
Luego de esas charlas retornaba a su departamento con un sentimiento de malestar en el estómago, sensación que podía atribuirse a la nostalgia por algo perdido. Algo que quizá no recuperaría nunca más.
Dos semanas después de su llegada a la ciudad, los camaradas que se ocupaban de arreglar los papeles le habían hecho llegar un documento de identidad, un registro de conductor y una credencial que le acreditaba como empleado de una firma norteamericana con oficinas en el centro.
Ahora se llamaba Amílcar Robles, un nombre que en sus oídos tenía alguna reminiscencia a gaucho, a hombre de a caballo, del interior del país. Figuraba como nacido en Córdoba, a expreso pedido de Berta para justificar el marcado acento mediterráneo que el Inglesito jamás podría disimular.