LIII

AVANZAN DEPRISA por la carretera; las casas del pueblo se confunden en una masa oscura. Sólo destaca la silueta del campanario. Algunas bombillas eléctricas salpican el caserío de pequeñas motas de luz.

Subido en el pescante, Colibrí empuña las riendas y las sacude sobre los lomos de los caballos para obligarlos a avivar el paso. La bella Emperadora se recuesta sobre su hombro y le rodea la cintura con el brazo. Las otras dos mujeres ocupan el interior del carromato. A la trasera van atados los perros teñidos de colores, y con una cuerda más larga, la cabra equilibrista. Cerrando la marcha, Maciste, arropado en su abrigo corto, y Aquilino, con las manos en los bolsillos y tocado con su gorra de cuadros, caminan aprisa para no distanciarse de la carreta.

—¿No agarrará una pulmonía el Sacristán?

—Si arrecia el frío ya se despertará. No ha de ocurrirle nada malo, y será el primer interesado en cerrar el pico. Un sacristán necesariamente ha de ser hipócrita.

—Oye, Aquilino, diría que Colibrí parece cabreado. La Emperadora se portó mejor de lo que esperábamos; no escatimó arrumacos. Cuando nos fuimos, cualquiera sabe lo que pasó allá.

—Dormido no estaba aún, que trabajo me costó sacar las llaves de los pantalones sin que lo advirtiera.

—La Emperadora lo entretenía con garbo y malicia… Al pobre Colibrí le dolían los cuernos…

—También me fastidiaba a mí, te lo confieso. ¡Qué le vamos a hacer, nada se da de balde!

—A esa arrastrada de Perla le he sentado la mano. ¡Presentarse tan tarde! ¿Dónde andaría la muy putaña? Es de mala raza… Se ha cerrado de banda y ni a tortas he conseguido arrancarle una palabra.

—¡Déjala, Maciste, es joven!

Quedan a la izquierda las cercas de Los Corrales; más allá de los prados, corre rumoroso el río. Delante aparece la mole redondeada del Cabezo, La carretera pasa junto a los prados y se encara hacia los montes tajados por la garganta.

—¿Tú crees que Colibrí se dio cuenta de que la llave estaba, no en la chaqueta sino en el pantalón? Yo se lo advertí a Emperadora, y ella se encogió de hombros. El negocio merecía la pena.

—No sé qué decirte. Colibrí no ha visto que el Sacristán dormía en calzoncillos.

—Ahora va morrudo, pero en cuanto ella le haga cuatro carantoñas se consolará en seguida.

—Maciste, ¿qué hago con el dedo? Me da grima llevarlo en el bolsillo. Si por casualidad nos pescan, es la peor prueba que podrían encontrarnos.

—No podemos dejarlo tirado de cualquier manera; si aparece levantaría sospechas. De momento creerían que le habíamos dado mulé a alguien.

—¿Y si lo enterramos?

—Perderemos tiempo y tampoco es demasiado seguro. Hay que prevenir cualquier casualidad.

—Calla, lo echo al río, y ya está.

—Despacio, andan por ahí los pescadores. El agua puede arrojarlo a la orilla y descubrirlo las lavanderas.

—Lo meto en un calcetín y le añado un canto del tamaño del puño para que vaya al fondo.

—Me parece acertado.

—Aquí, en el bolsillo, me da grima. Esperemos que una curva de la carretera nos acerque al cauce. No quiero perder tiempo, tengo ansia de que nos alejemos de este pueblo.

—Tiraremos lo más recto que podamos, y nos metemos en Portugal; es lo más seguro.

—Nadie tendría que advertirlo; todo ha quedado conforme y las llaves restituidas a su sitio.

—¿Y el cabroncete del Sacristán qué pensará?

—Recomendé a Emperadora que le metiera miedo amenazándole con que a Colibrí le cogería un ataque de cuernos. Pensará que nos las piramos por ese motivo. Si no, ¡que piense lo que quiera!

—¿Sobró vino?

—Ahí va en la garrafa…

—En cuanto paremos nos atizamos un trago. Estas maniobras dan un poco de dentera.

—¿Habrá quedado todo tal cual?

—Sí, me he fijado mucho. Menos mal que por la parte de los nichos se hacía fácil saltar.

—¿Por qué crees tú que separaría del llavero la llave de la verja?

—Es demasiado grande y pesada para trajinarla en el bolsillo. Debió añadirla para el entierro, pero seguramente la guarda aparte.

—Si llega a dejar todas las llaves en casa nos zurce.

—Hasta que no le palpé los calzones no las tenía todas conmigo. Saltar ha sido fácil; las otras paredes hubieran costado más trabajo, no tenían puntos de apoyo.

—¿Y si fuera falso?

—No temas. Colibrí se informó; esta clase de tipos no usan nada falso.

El Cabezo parece un enorme fantasma con las piernas enterradas en el suelo y los brazos cortados. Cuando lo alcanzan, todavía se asoma el campanario del pueblo, que en seguida pierden de vista.

—¿Qué clase de tipo sería? Vosotros que anduvisteis charlando lo sabréis…

—¡Qué nos importa! Casi todos le ponían verde, pero a otros ayudó e hizo favores. Pocos, salvo en la taberna, hablaban mal de él en voz alta. Hizo caminos, reconstruyó el puente, trajo la electricidad… Escuchas a unos y a otros y nunca averiguas cuál es la verdad. Eso sí, los tenía metidos en un puño.

—Yo no entiendo a éstos de los pueblos.

—Nosotros, a nuestro avío.

Antes de entrar en el pinar, el camino da una pequeña curva. Los prados se estrechan y se descubren álamos y juncos; el rumor del río crece y se aproxima.

—Éste va a ser el sitio apropiado.

De una carrerilla. Aquilino alcanza el carromato. Abre la portezuela trasera y se encarama en el estribo.

—¡Eh, tú! Dame un calcetín…

—¿Un calcetín? ¿Para qué?

—No repliques y dámelo en seguida. Busca por ahí, cualquiera, el primero que encuentres. O una media… Sobre todo que no estén rotos.

La mujer, que dormitaba, se ha sobresaltado y empieza a revolver un fardo colocado junto a la colchoneta. El interior del carromato está desordenado; se amontonan los petates enrollados y sujetos con cuerdas, hay un tambor, pesas de hierro, diversos artefactos circenses, instrumentos de viento, dos panderos con sonajas, alfombras, un cajón repleto de objetos extravagantes, un zorro disecado, dos sombreros de copa. En un rincón, apelotonada, duerme Perla, y junto al techo los dos micos.

Aquilino se impacienta.

—¡Venga, avívate!

La mujer, que lleva un ojo amoratado y el cabello en desorden, oculta una caja atada con una cinta donde guarda un par de medias nuevas, y le alarga un calcetín de color violeta, de los que Maciste se calza para dar mayor realce a sus ejercicios acrobáticos.

—No lo estropees; está casi nuevo.

Aquilino se lo arrebata de un tirón que hace tintinear las pulseras a todo lo largo del antebrazo de la mujer. Desciende del estribo, cierra la puerta de golpe, y se pone a caminar junto a Maciste.

—Irá al pelo; es fuerte y sin agujeros. ¿Tienes una guita? Más seguro estará atándolo.

—¿Mando parar a Colibrí?

—Seguid andando, ya os alcanzaré. No conviene tardar.

Salta la cuneta y atraviesa el prado. Al llegar junto al río coge un canto y lo embute en el calcetín empujándolo hasta el fondo. Después se mete la mano en el bolsillo, agarra algo con el pulgar y el indice y lo introduce en el calcetín. Anuda la parte elástica correspondiente a la canilla y la asegura con varias vueltas de cordel.

Se aproxima a la orilla; hacia el centro del río la corriente es más rápida. Coge el calcetín por la punta y lo lanza con fuerza. Al caer hace un ligero ruido y el agua salta y salpica. Aquilino cruza el prado en cuatro zancadas, y corre tras el carromato, que empieza a subir la cuesta.