LA TABERNA está atestada de hombres que hablan animadamente y gesticulan para acentuar las palabras. Con dos jarras de vino en una mano y cuatro vasos en la otra, Sancho circula sorteando las mesas y los bebedores.
—¿Quién era el cura alto y elegantón?
—Uno de la Catedral.
—Canónigo seria, pues.
—Don Froilán andaba como un pavo; como si fuera el amo del pueblo.
—Lo será, Miguelito, lo será.
—Por mí, que le den morcilla.
—Visteis a todos detrás de él, como perritos.
Sancho se aproxima a los contertulios, recoge los vasos vacíos, y restriega el tablero de la mesa con un trapo que lleva al hombro.
—¿Observasteis al asqueroso del tío Vivo cómo forcejeaba por arrimarse, o porque el otro advirtiera que lo intentaba?
—La cáfila de adulones no le dejaba pasar; se mantenían junto a los pájaros gordos, buscaban su calorcillo.
—Voy a deciros lo que he pensado hacer esta misma noche. De madrugada cargo una cuba en el carro y me voy a Santa Marta a comprar vino. Y que no se meta conmigo el tío Vivo, porque le agarro y le sacudo el polvo.
—Yo te acompaño, Sancho, seremos dos, a condición de que luego nos vendas el vino más barato.
—No hables demasiado, Braulio. Yo me entiendo con mis cosas. El vaso no puedo rebajarlo. Lo que aseguro es que si puedo surtirme en Santa Marta en lugar de comprarle a ese hipócrita, rebajo cinco céntimos el cuartillo… Aunque primero he de echar cuentas no me pille los dedos… Diez céntimos por azumbre sí los he de rebajar, ya veis.
—Pues lo dicho, yo te acompaño.
—Y cuando traigan otro guarda jurado, o a los civiles, como dicen, y te quieran buscar las cosquillas, no te acompañará Braulio sólo, seremos muchos a escoltarte; y veremos si se atreven con tantos.
Quiñones, que estaba sentado a una de las mesas, se levanta, se arregla la corbata, se estira de la chaqueta y se dispone a salir.
—Me voy para allá. Terminada la ceremonia, don Simeón abrirá, y a mí, tocante al deber, me gusta cumplir como los buenos.
—Tu patrón también le hacía la corte a don Froilán…
—Los intereses mandan; tienen miedo…
—De ser nosotros ricos haríamos lo propio.
—Los más sí lo harían. El dinero, las tierras, todo lo que vale, les dan fuerza contra quienes ellos creen que son inferiores. Por eso se tornan autoritarios y desdeñosos; se creen con derecho a atropellarlos. Pero ese mismo dinero los vuelve terriblemente cobardes frente a los más fuertes, los más ricos o poderosos que ellos y pierden el culo y se dejan humillar, avasallar, y les ofrecen la mujer en bandeja, o la hija o la hermana, y les están continuamente implorando una sonrisa.
—Quiñones, ¿vio usted a Zabala?
—No le vi, pero me figuro que ya anda cortejando a don Froilán.
—¡Menudo enjuague hay en el contrato de la carretera!
—Y como el amo la ha diñado, no tendrá que darles su participación en la rapiña.
—Son muchos los que tienen que entrar en la repartija…
—La parte del difunto la reclamará don Froilán. ¡No va a dejársela escapar! ¡Con lo avaricioso que es!
—¡Dímelo a mí! Dos por ciento al mes. Tres cosechas seguidas que se pierdan, y las tierras te vuelan.
—Y a usted, Quiñones, ¿no le preguntará don Simeón por qué no figuraba en el acompañamiento?
—No me pregunta nada. Yo no le falto, cumplo con mi trabajo en proporción a lo que me paga y más aún. Pero no tolero intromisiones. Y espero, porque no hay mal que cien años dure…
Cuando Quiñones sale de la taberna está poniéndose el sol, y la temperatura se mantiene benigna. El polvo que levantaron tantas pisadas por el camino del cementerio ha vuelto a posarse sobre las mismas huellas que lo levantaron.
Alrededor de otra mesa están el Mamporrero y el Ceniciento. Terminado el acto del entierro, Tartufo, con la americana abierta, ha entrado en la taberna y se ha sentado con ellos.
—Según acaban de contarme, al Lebrel se lo han llevado ya; rodearon por la parte de afuera para que no los vieran.
—Lo que yo os decía. El lío del Tartajoso lo callarán; hoy por hoy no tienen ganas de maraña.
—Os advertí que no había por qué espantarse —dice Sancho desde detrás del mostrador.
—López, que suele estar enterado, le ha dicho a mi hermano, que le van a caer varios años de presidio, que es delito con muchas agravantes. En el Juzgado le han empapelado bien.
—Los del Juzgado para todo lo que sea hacerle daño a alguien, están dispuestos en cualquier momento.
—Pues a mí quisieron obligarme a declarar una cosa, y yo me emperré en que nones; hasta don Eloy vino a verme, y yo, que nones…
—Si llega a mandártelo el difunto, ya hubiéramos visto si firmas o no en el Juzgado.
—No quiero alardear de valiente. El difunto era el difunto; ante él, muchos, por no decir todos, agachábamos la cabeza. A fin de cuentas, yo trabajo en Los Corrales.
—Por cierto, bonito trabajo el tuyo, Mamporrero.
—Calla, que también cuidas de que se apareen tus ovejas.
—Sí, pero tú ayudas a los garañones de más cerca…
—Fuera bromas, lo que yo quería decir es que ni jueces ni nadie me harán declarar lo que no quiera, ni firmar lo que no haya declarado.
—¿Y si don Froilán te llama y te lo manda?
—Como si me lo pide el Gobernador; me encierro en que nones y no son capaces de obligarme a la fuerza.
—Así es como debiera ser…
Marcelino el Peatón, que acaba de entrar, se queda junto al mostrador y pide un vaso de blanco.
—Te has perdido el espectáculo. Por aquí pasó toda la comitiva. De regreso venía uno menos, ¿adivinas quién?
—No me perdí la procesión; la vi desde las eras. Conté muchas ovejas… y algún cabrito.
—Más de la mitad de los hombres; y a las mujeres no sé lo que se les había perdido.
—Ésas con tal de tener pretexto para salir de casa y hablar por los codos, cualquier ocasión les es buena.
—¡Lo que son las cosas! Acaban de dejarle al otro en lo hondo y ya se esfuerzan en hacerle la pelotilla a don Froilán.
—¿Por qué a don Froilán?
—Ya sabes… Necesitan alguien que les proteja, que les riña, que les preste dinero, que les despoje de las tierras, que les acometa a las mujeres, que les meta miedo, que les libre del miedo…
—Peatón, hubieras visto cómo se acercaban a don Froilán el tío Hisopo, Nicasio, Zabala, don Eloy el picapleitos…
—¡Arrea!
—… el tío Vivo ¡fíjate qué desvergüenza! Balbino Horcajuelos, en fin, toda la patulea.
—No me diréis que también se le arrimaba Telesforo el de la Claustra.
—Exageras… Telesforo anda en otras diligencias; le han visto rondando el campamento de los titiriteros.
—Alguna mujer habrá…
—Su hermano lo ha contado: una jamona metida en carnes… Telesforo insiste en que no, y Pedro en que sí y que sí.
—También yo he de contaros algo sabroso. ¿Sabéis quién subió en el tren de la mañana con una maleta grande y un bulto? Hice como si no la veía; de madrugada ya les adelanté por la carretera.
—¿Quién fue?
—La Basilia. El tío Deogracias la acompañaba.
—¡Pobre moza!
—A mí me dieron lástima; el tío Deogracias es bueno, tirando a holgazán, pero no de mala ralea.
—La condenada estaba guapetona porque sí. ¡Lástima que no haya seguido en el pueblo, porque una moza, una vez que empieza con uno…!
—Se dice que ha quedado más pobre que las ratas.
—Podría haberle regalado algo. Era muy joven la Basilia, y un viejo verde que anda tonteando con una zagala es justo que la pague.
—El difunto hacía lo que le daba la gana.
—A la Basilia le habrá entrado miedo; las mujeres no la saludaban…
—Y los hombres, mientras vivía el viejo, la respetaban por miedo; ella habrá pensado con fundamento que después de enterrado y al quedar sin amparo, se la echarían todos encima.
—Y así habría ocurrido, ¿no es cierto?
—Sí, porque estaba como para arremeterla.
—Y aún traigo otra noticia mejor. Os vais a reír. La Faustina, que sirve en casa de la Viuda, anda pregonando por la plaza a quien quiera oírla, que si Daniel pretende casarse con la señorita Isabel, cuando les echen las amonestaciones ella protestará,-porque primero tiene obligación de casarse con ella, y que en mitad de la iglesia explicará en voz alta el porqué…
—¡Anda, la que va a armarse!
El hijo del Veterinario, que en un rincón jugaba al mus, se pone en pie y les hace señas a los demás para que le escuchen.
—Os diré lo que va a suceder. Si Daniel quiere evitar el escándalo y taparle la boca a la Faustina, que es de las bravías y no callará por poco dinero, no le queda otro remedio que recurrir a don Froilán. Don Froilán hablará con don Humberto, con el juez, intrigará con quien sea, y acabarán agarrando a la pobre Faustina y mandándola lejos, o la amenazarán con la cárcel… ¡Ya veis si tiene guasa! El único capaz de sacarle del aprieto a Daniel va a ser don Froilán.
Se ríen a carcajadas celebrando las frases del hijo del Veterinario. Mientras sirve unos vasos a los que están en el mostrador, Sancho dice en voz alta:
—Estoy de acuerdo, pero si Daniel no hubiera molestado a la Faustina, que no es de su clase, y no pretendiera ahora casarse con Isabel, que tampoco le corresponde, no necesitaría caer bajo la protección de don Froilán. ¿Acierto o no acierto?
La puerta se abre con violencia. Simón, completamente borracho, avanza a tientas hacia el mostrador.
—Invitad a un vasito de vino a este desdichado que lo gusta pero que no lo ve. ¡Qué calamidad, hermanos, no poderlo ver nunca, con lo bonito que debe ser!
Alguien le pone en la mano un vaso lleno. Simón lo alza hasta más arriba de su cabeza.
—Bebamos, hermanos, por que Dios dé larga vida a nuestro querido don Froilán…
Apura el vaso y se pasa el dorso de la mano por las barbas. A continuación deja escapar un fuerte y prolongado eructo.
—¡A la salud de don Froilán, hermanos…!