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HAN REGRESADO al campamento paseando por la orilla del río. La tarde está apacible, y al ceder el sol, la temperatura resulta agradable. Maciste, que aventaja un palmo de estatura a los demás, retiene a los dos hombres.

—Vosotras, a vuestro trabajo. Ya sabéis que esta noche tenemos un invitado de compromiso. Cocinadme esas liebres antes de que apesten. Y si están algo pasadillas no escatiméis el pimentón; y el ajo que tampoco falte.

Los tres permanecen en pie a escasa distancia del campamento. Los caballos pastan, la cabra Angelina trisca algo más allá, los perros de colores dormitan junto a la carreta y los mono-filósofos, con una cadena fijada al cinturón mordisquean unas bayas encaramados sobre el techos.

—¿Estamos de acuerdo? Lo mejor es que ésas los ignoren, no vayan a espantarse y lo echen todo a rodar. Tú, Colibrí, te quedarás a la puerta a vigilar.

—Para lo otro no valgo… lo confieso.

Aquilino se ha quitado el sombrero gris; entra en el carromato y lo cuelga de un clavo. Se pone la gorra de cuadros y regresa junto a Maciste y Colibrí.

—La idea de mover la losa por medio de rodillos, que no son otra cosa que unas ramas cilíndricas, fue de menda. Uno de los peones ya se había medio chafado un dedo. Los rodillos han quedado preparaditos, y el hierro que sirve de palanca lo he dejado donde hacen las autopsias.

—Aquilino, no eres tonto; tienes menos musculatura que yo, pero más cacumen. Decidamos quién va a encargarse del Sacristán.

Colibrí replica rápidamente:

—Eso no admite discusión: Perla, que es la más joven y la que mejor sabrá engatusarle.

—Mi mujer, la pobre, ya veis que tras la disputa de anoche ha quedado un poco malparada; la ocuparemos como cocinera.

—Tú, Colibrí —interviene Aquilino—, hablas muy aprisa. Perla es joven, pero Saturio, según yo le tengo tanteado sobre gustos, sospecho que se nos dará mejor si le echamos a Emperadora. No vamos por cuestión de escrúpulos…

—A eso sí que me opongo. Yo levanté la pista. No consiento que Emperadora intervenga. Que cene con nosotros bien está, que se arme un poco de chicoleo, aceptado; pero nada más. Esta tarea le corresponde a Perla.

Maciste apoya su manaza sobre el hombro de Colibrí.

—Tranquilízate, amigo. Todo se hará como mejor convenga. Los tres vamos a partir ¿no es eso? Que nadie levante el gallo. A ti no te agrada la faena del panteón, pues te quedas de centinela; pero tampoco vengas con demasiados impedimentos.

—A Emperadora la dejáis; Perla es más gatuna.

—Sea; te complaceremos en la medida de lo posible.

El atleta se separa de los otros dos, hace boina con las manos, y llama:

—¡Perla! ¡Ven acá en seguida!

De debajo de la lona sale la Bella Emperadora; se estaba peinando y la cabellera negra le cuelga hasta la cintura.

—La Perla no está acá; no sé dónde para.

—¿No os dijo adónde iba?

—Antes dijo que se quedaba en la tienda, que le daban miedo los entierros.

—Ya la apañaré cuando vuelva. He de cantarle las cuarenta, pero en bastos. Andará por ahí zorreando…

—Se habrá llegado a curiosear al pueblo.

—No quiero que andéis solas por los pueblos; os lo tengo advertido a las tres. Las mujeres no sabéis haceros respetar.

Vuelve a reunirse con Aquilino y Colibrí; abre los brazos y agacha la cabeza.

—Se ha dado el piro.

—Regresará al olor de la cena.

—¿Y si no viniera?

—Colibrí, te repito que a Saturio quien le caerá en gracia es Emperadora. No hagas más dengues; a fin de cuentas no es nada horrible lo que proponemos. Camelarle un poco; lo importante es que beba, que se emborrache. Al Sacristán le gusta darle al vaso y esta noche vendrá contento. ¿Os habéis fijado lo tieso y cinchado que andaba en el entierro? Emperadora que se siente a su lado mostrándose complaciente si hace el caso, porque, Colibrí, no hay que exagerar, porque la toqueteen un poco no va a perder nada… digo yo… vamos… Y que le fuerce a beber; ocupémonos de que el vaso del Sacristán esté siempre a rebosar. Y echarle juerga… Lo que nos interesa es que se quite la chaqueta.

—¿Ves tú? Ya empezamos. Se comienza por la chaqueta y se acaba en cueros.

—No, Colibrí, no seas obstinado; con que se despoje de la chaqueta creo que habrá bastante. Yo me encargaré de las llaves en un santiamén; casi estoy seguro de que las guarda en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Y si por mostrarse complaciente, en cuanto se queden solos, el tipo se abalanza?

—Mi mujer estará al quite… Y ten en cuenta que un borracho no es un hombre. Emperadora no tiene más que entretenerle cuestión de media hora.

—¡Media hora!

—El Sacristán es un vejestorio… Colibrí, amigo, ¿vas a tener celos de un sacristán?

—No deja de ser un hombre.

—Y los duros que vamos a embolsarnos ¿no son nada? ¿Te gustará oírlos tintinear?

—En todo caso seré yo mismo quien aleccione a Emperadora.

—A eso tienes derecho; a ti te corresponde hacerlo. Pero sin exagerar. Lo principal es que el Sacristán no se entere de que le hemos sustraído las llaves; podría estropearlo todo. Por una cuestión de amor propio no merecería la pena; sé buen compañero como lo somos nosotros.

—¡Siempre he de llevar las de perder!

—¡No se discuta más! Lo dicho, y deja de pensar en esa media hora. Te garantizo que si le echamos un par de botellas se dormirá como un tronco, y Emperadora oficiará de niñera. Recuerda, y eso te dará fuerzas para soportar la contrariedad, que tocaremos a una buena participación por barba. Ahí está el quid.

Maciste saca del bolsillo una tagarnina, muerde el extremo y lo escupe. Enciende el fósforo frotándolo contra el trasero del pantalón, da una chupada bizcando, arroja el humo y vuelve a escupir.

—Vamos a ver qué hacen ésas… Tienen que lucirse como cocineras y no regatear los picantes. Y del vino dices que se ocupará nuestro galancete…

—Sí, él mismo lo comprará. Pero no va a presentarse aquí hasta entrada la noche. No quiere que le vean con nosotros; en este pueblo hay demasiados charlatanes y melindrosos.

—Mejor que mejor, si nadie le ve nos libramos de testigos, que, según tengo experimentado, siempre resultan engorrosos. Y a vosotros os voy a advertir algo; que no bebáis demasiado. Servidle al Sacristán vino en abundancia, y aunque no hemos de privarnos, usemos la jarra con tiento; necesitamos tener los músculos listos y la cabeza despejada.

—No nos suceda como en Galicia, cuando quisimos liar a aquel paisano de la ternera; acabamos como cubas y él más entero que nunca.

—Vigílate tú, Colibrí, que Maciste, como atleta, es de menos beber, y por mi parte pondré la debida atención. Aquel gallego era muy cazurro y nos vio venir. Saturio, con el cual tengo hechas mis experiencias, es nervioso, confiado, y se anima muy presto. Caerá, os lo garantizo. Por si fuera poco, la Emperadora le pone negro, y ahí tenemos nuestra mejor palanca.

—¿Qué dices, Aquilino, la conoce, pues?

—Colibrí, no te encabrones. Vinimos los dos paseando por aquí y de casualidad Emperadora andaba recogiendo la ropa tendida. Que es tirando a coqueta lo sabemos todos… Al cachondillo un ojo se le iba y otro se le venía.

—Que se encargue Perla…

—Aquilino, no debiste decir lo que acabas. Y tú, Colibrí, termina de una puñetera vez con tus remilgos. Se hará lo convenido, y basta.

—Si yo se lo contaba por encarecer la facilidad que tendrá Emperadora para obligarle a beber. Bastará que diga que a ella le gustan los bebedores, que un hombre que no bebe no vale un pito… Bueno, ella misma sabrá camelarle según conviene. Por eso lo decía, no por malicia. Emperadora, con el respeto que le debemos aquí al amigo Colibrí, nos gusta a todos. Y es natural, para algo somos hombres, yo me imagino, y para algo ella es como es; pero no significa nada de particular.

—Si es así, pase. Acepto a condición de que os deis prisa en la faena y que regresemos cuanto antes.

—Oído al parche; a las mujeres pocas explicaciones, incluso tú, a la Emperadora, no le cuentes de qué se trata. Terminado el negocio levantamos el campamento y ponemos tierra por medio. Hay que mirar de escapar pronto de la provincia.

—¿Sabéis que hay una pareja de civiles en el pueblo?

—Vinieron a traer al pájaro que voló con el parné del difunto. No han de ocuparse de nada más.

—Sólo nos detendremos lo justo para dormir. Podemos hacer seis leguas y hasta siete por día. En algo más de una semana hemos cruzado la raya de Portugal. Allá, que nos busquen.

—Maciste, yo que soy quien lo ideó todo, estoy convencido de que si obramos con diligencia y sigilo, no hemos de temer tropiezos. Ni aquí ni en Portugal nadie ha de buscarnos. Aunque no será malo hacer lo que propones; cualquier frontera es un escudo. La prudencia es la madre de la sabiduría y los pobres no podemos permitirnos el lujo de ser tontos.